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Acuarela

Rubén Darío

Había cerca un bello jardín, con más rosas que azaleas y más violetas que rosas. Un
bello y pequeño jardín, con jarrones, pero sin estatuas; con una pila blanca, pero sin
surtidores, cerca de una casita como hecha para un cuento dulce y feliz.
En la pila, un cisne chapuzaba revolviendo el agua, sacudiendo las alas de un blancor de
nieve, enarcando el cuello en la forma del brazo de una lira o del asa de un ánfora, y
moviendo el pico húmedo y con tal lustre como si fuese labrado en un ágata de color de
rosa.
En la puerta de la casa, como extraída de una novela de Dickens, estaba una de esas
viejas inglesas, únicas, solas, clásicas, con la cofia encintada, los anteojos sobre la nariz,
el cuerpo encorvado, las mejillas arrugadas, mas con color de manzana madura y salud
rica. Sobre la saya obscura, el delantal.
Llamaba:
-¡Mary!
El poeta vió llegar una joven de un rincón del jardín, hermosa, triunfal, sonriente; y no
quiso tener tiempo sino para meditar en que son adorables los cabellos dorados, cuando
flotan sobre las nucas marmóreas, y en que hay rostros que valen bien por un alba.
Luego, todo era delicioso. Aquellos quince años entre las rosas -quince años, sí, los
estaban pregonando unas pupilas serenas de niña, un seno apenas erguido, una frescura
primaveral, y una falda hasta el tobillo que dejaba ver el comienzo turbador de una
media de color de carne;- aquellos rosales temblorosos que hacían ondular sus arcos
verdes, aquellos durazneros con sus ramilletes alegres donde se detenían al paso las
mariposas errantes llenas de polvo de oro, y las libélulas de alas cristalinas e irisadas;
aquel cisne en la ancha taza, esponjando el alabastro de sus plumas, y zambulléndose
entre espumajeos y burbujas, con voluptuosidad, en la transparencia del agua; la casita
limpia, pintada, apacible, de donde emergía como una onda de felicidad; y en la puerta
la anciana, un invierno, en medio de toda aquella vida, cerca de Mary, una virginidad en
flor.
Ricardo, poeta lírico que andaba a caza de cuadros, estaba allí, con la satisfacción de un
goloso que paladea cosas exquisitas.
Y la anciana y la joven:
-¿Qué traes?
-Flores.
Mostraba Mary su falda llena como de iris hechos trizas, que revolvía con una de sus
manos gráciles de ninfa, mientras, sonriendo su linda boca purpurada, sus ojos abiertos
en redondo dejaban ver un color de lapislázuli y una humedad radiosa.
El poeta siguió adelante.

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