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PENITENCIA

Prof. Antonio Praena Segura OP


Facultad de Teología San Vicente Ferrer
Valencia

TEMA 0: INTRODUCCIÓN AL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

El sacramento de la penitencia es uno de los que más han interesado siempre a los
cristianos porque, de una manera o de otra, afecta a lo más íntimo de la conciencia. De hecho
nunca tuvo una existencia muy pacífica, ya desde los comienzos de la vida cristiana. Muy pronto
la teoría tuvo que hacer sus cuentas con la vida real de los cristianos, que experimentaban en sí
mismos el poder del pecado.

En la Edad Antigua, la Iglesia se resistía a pensar que el pecado fuera tan normal entre los
cristianos que fuese necesaria la práctica de la penitencia sacramental para todos los fieles.
Posteriormente resultó evidente que el cristiano puede pecar gravemente; pero aun así, se resistió
a que tuviera más de una opción de perdón sacramental. Finalmente se llegó, no sin dificultades, a
la práctica actual, es decir, al uso reiterado del sacramento.

1. La renovación de la moral cristiana y el concepto del pecado.

En este momento, podemos hablar de una crisis en el sacramento de la penitencia.


Analizaremos más adelante esa crisis pero antes, es interesante que veamos los modos de
renovación de la moral cristiana. De este modo podremos ver cuáles son las causas de la crisis del
sacramento y algunas de las posibles vías de solución.

La moral tradicional tenía estas características:


1. Se presentaba como una moral del pecado, una moral negativa. Los manuales
de teología moral estaban sobre todo para los confesores y por eso se cuidaban especialmente
señalar los límites entre pecado y no pecado, entre pecado moral y venial y entre las diversas
especies de pecado. Esta perspectiva hacía perder fácilmente de vista las exigencias positivas de
la moral cristiana, que se dejaban para los manuales de teología ascética y mística. De este modo
la moral cristiana, que se presentaba en función de la debilidad humana, aparecía como una moral
del mínimo esfuerzo requerido para no quedar excluido del cielo.
2. Era, además, una moral del acto humano, considerado en sí mismo, de una
forma demasiado objetiva y demasiado individualista, como una cosa que no parecía guardar
ninguna relación con la vida de la persona y con su inserción en la sociedad y en la historia.
3. Era, finalmente, una moral de la ley, considerada fácilmente en el interior de
una visión estática del orden y del mundo, por lo que se corría el riesgo de caer en el legalismo, el
formalismo, el juridicismo.
Volveremos sobre algunas de estas cosas cuando analicemos las causas antropológicas de
la crisis. Una renovación de la teología moral cristiana, que sea capaz hacer llegar a los hombres
de hoy los valores y las exigencias fundamentales del evangelio, tendrá que tener, por el
contrario, estas características:
1. Tendrá que presentarse como una moral positiva, como una moral del amor,
que tenga en cuenta los límites, los condicionamientos y la debilidad del hombre, pero que tienda
a liberarlo, que lo impulse hacia la plena, aunque progresiva, maduración y construcción de sí
mismo en referencia a Dios y a los demás, que suscite en él el esfuerzo y la generosidad en su
compromiso por la total promoción de sí mismo y de todos los demás hombres, que lo sacuda de
su tendencia al inmovilismo y al mínimo esfuerzo y lo empuje a la superación continua y al
dominio de sí, al servicio de Dios y de los demás.
2. Tendrá que concebirse como una moral de la persona, que respete su misterio
y juzgue sus actos en referencia con la actitud y el estilo de su vida y no solamente en su
objetividad puntual, y esto sin caer en el puro subjetivismo. Será entonces una moral que integre
y desarrolle la dimensión histórico – social de la persona, su corresponsabilidad ante la sociedad y
ante la historia.
3. Finalmente, tendrá que ser elaborada como una moral creadora: una moral
que considere la ley y los valores morales dentro de una visión dinámico – histórica del mundo;
una moral que integre y subraye la tarea del hombre de crear un nuevo futuro, respondiendo a la
llamada de Dios; una moral que estimule, por consiguiente, la capacidad del hombre para crear
nuevos valores y nuevas formas de ser hombre; y esto sin caer en el puro relativismo histórico,
esto es, manteniendo no sólo la continuidad del ser hombre y cristiano sino también la novedad
del futuro sin el que no existe la historia, que es dimensión esencial del misterio de Cristo.

La renovación de la moral, lógicamente, lleva consigo un cambio en la concepción del


pecado. La distinción entre pecado mortal y pecado venial ha hecho la conciencia cristiana
partiendo de dos criterios, esto es, de la radicalidad o no radicalidad de la ruptura libremente
elegida (reatus culpae) y de las consecuencias de esta elección. De esta forma se llega a la
distinción entre pecado mortal o verdaderamente grave y pecado venial. El pecado mortal es la
situación libremente elegida de ruptura radical, total y, en su raíz, definitiva con Dios y con los
demás. Por esta radicalidad suya, este pecado tiene una pena eterna. Por el contrario, el pecado
venial es una situación de oposición, de falta de compromiso en la respuesta a la llamada de Dios,
pero no de ruptura radical. El pecado venial tiene, por eso mismo, una pena temporal.

Esta distinción se basa en la fragilidad de la persona humana que nunca es totalmente


coherente con su opción fundamental y no logra jamás integrar plenamente en su decisión libre
todas las inclinaciones de la naturaleza. Históricamente ha habido quienes no han querido admitir
esta distinción. Algunos consideraron que todo pecado, en cuanto ruptura con la armonía del
cosmos, era igualmente grave. Otros no han aceptado la distinción entre mortal y venial porque
temían que favoreciese el laxismo. Estas posturas o son demasiado objetivistas o llegan a estas
conclusiones por no saber conciliar la fragilidad humana con las exigencias del amor.

Por otra parte, no han faltado intentos de buscar una distinción triple del pecado.
1. Algunos distinguen entre pecado venial o leve (entendido en el sentido
ordinario), pecado grave o mortal (que hace perder la gracia y rechaza la amistad con Dios y con
los demás, pero que no es una opción fundamental capaz de fijar definitivamente la orientación de
la persona) y pecado para la muerte (que es el pecado llamado de obstinación, esto es, una
verdadera opción radical de cerrazón total y definitiva a Dios y a los demás, imposible de
reformar; este pecado, sin embargo, no es muy frecuente).
2. Otros quieren distinguir entre pecado venial, pecado serio o grave y pecado
mortal. Solamente el pecado mortal es una verdadera oposición radical y (en su raíz) definitiva al
amor de Dios y de los demás hombres. El pecado serio, aunque sea, de suyo, grave, sería un
pecado de fragilidad, que no cambia la opción fundamentalmente buena y contra el cual reacciona
enseguida el sujeto bien dispuesto.

Todo esto nos puede ayudar a comprender mejor el valor de la penitencia o satisfacción
sacramental, entendida como esfuerzo por corregir estas consecuencias negativas del pecado; y la
utilidad y el valor de la confesión frecuente, aun cuando no haya pecados mortales
2. Crisis del sacramento de la penitencia.

Ni aún después de la reforma, el sacramento de la Penitencia se ha visto libre del malestar


general que le acosaba: no se le encuentra sentido. Los sociólogos constatan que cada vez
comulgan más fieles y se confiesan menos. Los mismos ministros de la penitencia se muestran
remisos tanto a la hora de practicarla como de celebrarla.

Antes de entrar a analizar lo que podríamos denominar el diagnóstico de la crisis,


debemos tener en cuenta tres observaciones que consideramos importantes para entender bien el
sentido de la misma:
1. La crisis en la práctica del sacramento, sobre todo en Europa central, se remonta a los
años anteriores al Concilio, si bien se fue agudizando sobremanera en el período posconciliar.
Supone un ligero error cronológico afirmar que la crisis comienza después del Concilio, pero de
ahí se puede pasar a establecer con cierta facilidad una relación causa-efecto, lo cual sería
evidentemente más grave. Entre otros testimonios en este sentido, podríamos citar el del
Congreso teológico que tuvo lugar en Vanves-Versailles en 1958, en el que se puso de manifiesto
que en la Iglesia católica se estaba dando un considerable descenso en la práctica de este
sacramento, dato que contrastaba con un cierto aumento del aprecio de la confesión en ambientes
protestantes.
2. En segundo lugar, conviene señalar que no es esta la primera crisis que este sacramento
ha sufrido en el siglo XX. Con motivo de las teorías de la teología liberal (A. Harnack, E.
Vacandard), de ciertos sectores modernistas y racionalistas (A. Vanbeck), protestantes (H. Ch.
Lea), que cuestionaban la existencia del sacramento en los primeros siglos, la historiografía
católica cayó en una cierta apologética: buscar denodadamente testimonios de la existencia de
este sacramento en la Iglesia primitiva, ya que para los autores modernistas y racionalistas sólo
habría existido una práctica canónica de expulsión-readmisión del pecador en la comunidad.
Lógicamente, como los apologistas católicos buscaban ejemplos de penitencia entendida al modo
postridentino, era prácticamente imposible encontrar testimonios de la misma.
Esta crisis no empezó a solucionarse hasta que no se dio un cambio de paradigmas en la
interpretación católica de la historia del sacramento en la Iglesia antigua, algo que llevarían a cabo
autores como Xiberta, Poschmann o Rahner. Para estos autores, no se trataba tanto de encontrar
testimonios de la penitencia auricular y privada en los primeros siglos, sino más bien de
interpretar de manera distinta ese proceso (que aparentemente era sólo canónico y disciplinar).
Aquel proceso era precisamente el sacramento de la penitencia; así vivían y celebraban la
penitencia los primitivos cristianos. Con este planteamiento, no sólo se daba respuesta a la crisis
suscitada por los sectores antes mencionados, sino que además se redescubrían ciertos elementos
importantes de la penitencia antigua (sentido eclesial del proceso penitencial, ciertos aspectos
litúrgicos, la centralidad de las obras penitenciales –satisfacción- frente al “confesionismo”
postridentino, ...). No obstante, y pese a la evidencia histórica, algunos autores católicos se
negaron a aceptar este punto de vista y mantuvieron la opinión de que en la Iglesia antigua existió
una penitencia privada, o al menos se dieron simultáneamente ambas prácticas penitenciales
(pública y privada). Por tanto, la teología de este sacramento en el siglo XX partió de una cierta
polémica y de un ambiente controversista. Sin querer magnificar los hechos, parece evidente que
esta crisis dejó en la teología penitencial una cierta sensación de inseguridad.
3. Por último, convendría cuestionar la conveniencia de tomar esta crisis como punto de
partida de nuestro estudio del sacramento. Desde el punto de vista pedagógico es aceptable e
incluso recomendable partir de esta realidad pastoral, pero esta no debe marcar el estudio que
haremos de este sacramento.
¿Qué puesto ocupa realmente en la vida del cristiano y de la Iglesia el sacramento de la
penitencia? ¿A qué se debe la crisis actual de este sacramento? Hay que decir de antemano que
este sacramento connota varios factores y personas cuyo equilibrio no es fácil de determinar:
Dios, la conciencia de pecado y la mediación de la Iglesia. Para el creyente no ofrece la menor
duda de que es Dios quien perdona y a él hay que pedirle perdón. Pero la cuestión no está tan
clara en cuanto a la conciencia de pecado y a la mediación de la Iglesia en el perdón de Dios.
Estos son dos de los grandes problemas actuales que tiene planteados este sacramento. Así lo
expresaba Juan Pablo II en una de las audiencias generales:
Por una parte, el sentido del pecado se ha debilitado también en la conciencia de cierto
número de fieles que, bajo el influjo del clima de reivindicación de una libertad e
independencia total del hombre, vigente en el mundo moderno, experimentan dificultad
para reconocer la realidad y la gravedad del pecado y la propia culpabilidad, incluso
ante Dios.
Por otra, hay algunos fieles que no ven la necesidad y la utilidad de recurrir al
sacramento y prefieren pedir más directamente a Dios el perdón: en este caso
experimentan dificultad para admitir una mediación de la Iglesia en la reconciliación
con Dios1.

La crisis del sacramento de la penitencia puede deberse, en parte, a ciertos defectos que
se vienen arrastrando en la práctica concreta de la confesión sacramental individual. Y los
principales son la realidad del pecado y la mediación de la Iglesia. Hoy parece haberse perdido en
muchos ámbitos la conciencia de pecado y de su repercusión en la vida tanto social como de la
Iglesia. Por otra parte, no es difícil oír en ciertos ámbitos que la confesión es algo tan íntimo que
debe hacerse sólo a Dios. Hay que profundizar, pues, en el concepto de pecado, teniendo en
cuenta no sólo su dimensión trascendente y su alcance en el ámbito de la responsabilidad personal
sino también su proyección social y eclesial.

Por otra parte, no hay que olvidar que el sacramento no sustituye a la “penitencia”, es
decir, al arrepentimiento del corazón y a la reforma de vida, sino que asume estas exigencias que
son naturales en la reconciliación. Dicho con otras palabras, el sacramento no suprime la obra de
Dios en el corazón del penitente, sino que se apoya en ella para celebrar el misterio de la
reconciliación cristiana.

Por eso la historia del sacramento de la penitencia fue siempre muy laboriosa. El Concilio
de Toledo (589) condenó la nueva práctica privada de este sacramento (que se convertiría más
tarde, como veremos, en praxis normal y única en la Iglesia occidental hasta nuestros días), en
contraste con la pública; lo cual es señal evidente de que las antiguas tradiciones canónicas no
eran ya respetadas. Y algo parecido podríamos decir de la severa estructura del catecumenado
como preparación para el bautismo, entre los siglos II y VI, es señal de una preocupación por
evitar los abusos que se derivaban de una concesión demasiado fácil de los sacramentos de la
iniciación cristiana.

Estos pocos y someros ejemplos son suficientes para poner en evidencia que la vida
sacramental de la Iglesia fue siempre muy trabajosa. Esto se explica, en parte, por el hecho que
los sacramentos expresan visiblemente la problemática histórica de los pueblos, continuamente
solicitados por la fidelidad y la infidelidad a la alianza con Dios. A esto que hay añadir que hoy,
además de las dificultades normales de todos los tiempos, la práctica sacramental se ve afectada
por los males típicos de nuestra época. El Episcopado italiano veía la raíz de estos males en la
disociación entre evangelización y sacramentos:
La influencia social y la tradición ininterrumpida de un país como el nuestro (Italia), en
el que casi todos los ciudadanos se declaran cristianos y de hecho están bautizados,
favorece aún la permanencia de una práctica sacramental. Pero no podríamos asegurar
1
JUAN PABLO II, "La Penitencia en la Iglesia. Audiencia general del 15 de abril" en
Ecclesia 2.579 (1992) 41.
que esa práctica sea de verdad y siempre una expresión consciente de la fe. (C.E.I.,
Evangelizzazione e sacramenti, 1973, n.12)

El nuevo Ritual de la Penitencia (1974), redactado a petición del Concilio Vaticano II,
presenta este sacramento como el sacramento de la reconciliación. El uso de esta palabra
reconciliación no es, de hecho, ninguna innovación sino una vuelta al uso más antiguo y original
de la Iglesia. Ya en la Iglesia de los primeros siglos, la palabra reconciliación designaba el acto
solemne mediante el cual el pecador penitente recibía el perdón de la Iglesia y era readmitido a la
comunión. Pero, de todas formas, tanto el término como el contenido adquirieron una
importancia mayor en la teología de los sacramentos y en el lenguaje ascético de los cristianos,
debido a la Exhortación apostólica de Juan Pablo II Reconciliación y penitencia (2 - XII - 1984).

Las dificultades que presenta este sacramento en la actualidad son considerables.


Podríamos resumirlas así:
Es más difícil la fe en Dios: el hombre actual no acepta una fe en Dios que vendría a ser
como un refugio psicológico de la inmadurez, como un tomar decisiones otro por uno mismo,
como un peligro de infantilismo y de alienación del hombre.
Más difícil el sentido del pecado y de la conversión: se rechaza una presentación
demasiado formalista y tradicional del pecado, demasiado individualista. El hombre actual pone
más de relieve el valor de la persona y su solidaridad y responsabilidad social.
Más difícil la mediación de la Iglesia: esta mediación se ofrece a través de ritos que
nacieron en el pasado y que se prestan a una presentación mágica y ritualista de los sacramentos
y, por tanto, del encuentro con Dios; y esto sin olvidar que muchos ven a la Iglesia como signo de
opresión en lugar de signo de amor.
Es decir, que son causas de orden antropológico, de orden teológico y de orden litúrgico-
pastoral. Ahora veremos las de orden antropológico. Las teológicas y litúrgico-pastorales irán
saliendo a lo largo del curso.
Las causas antropológicas son las siguientes:
- Separación entre el sacramento y la vida: Si bien esto es algo común, achacado
por muchos a todo lo relacionado con la fe, es algo que se hace particularmente llamativo en la
confesión sacramental. No pocos viven realidades distintas de las que se confiesan. A veces, los
ministros de este sacramento tienen la sensación de estar escuchando pecados que no existen. A
muchos penitentes se les tendría que preguntar: ¿para qué vienen a confesarse, si no tienen
pecados? Muchos de los que se confiesan lo hacen por obligación, sin conciencia de pecado. En
contraposición, quedan relegados los sentimientos profundos, las actitudes, las motivaciones, esas
fuerzas reales que empujan la vida.
- Los nuevos valores: (cfr. GS 4-8) El nacimiento de la nueva sociedad nos obliga
a afrontar la conciencia de pecado y su valoración con los nuevos valores de la época. El pecado
es un acto humano y, si cambia el modo de concebirse el hombre, cambia también el modo de
concebir el pecado. Ante esto, surge la pregunta: ¿se ha perdido la conciencia de pecado?
Posiblemente el sentido del pecado no se ha atrofiado sino que se ha modificado y está
cambiando. Se ha pasado de una sociedad paternalista, que ejercía control absoluto, a otra
permisiva. Esto ha hecho que se enfríen muchos valores y que haya nacido un fuerte espíritu
crítico que ha barrido el comportamiento farisaico y que apela a la conciencia libre. Lo
importante es autorrealizarse.
La moral actual está preocupada por presentar las normas como metas, no como
prohibiciones. Se atiende más al carácter positivo, incitante, alentador de la norma, que al
negativo. Esto hace que la noción y la conciencia de pecado anden desdibujadas y, en
consecuencia, el sacramento de la penitencia, configurado según las antiguas concepciones, ande
desencajado de la praxis de la vida de los creyentes.
- Distinto modo de conocer: El pecado, como acto humano, sólo puede ser
expresado y conocido según las categorías antropológicas de cada momento cultural.
Actualmente nos encontramos con dos modos de expresar el pecado, que son diferentes y que
provocan la crisis de la práctica actual.
Por un lado, nos encontramos con la antropología subyaciente en la escolástica, deudora
de Aristóteles, y en cuyas categorías se expresa el concilio de Trento y toda la teología
postridentina. Los escolásticos parten de una concepción del hombre estática y objetivista. El
alma humana actúa por medio de las potencias que son inclinadas a obrar de un modo u otro por
medio de los hábitos. El acto, que es la instancia más periférica de la persona, se constituye en
categoría moral fundamental. Esta concepción nos lleva a la práctica de la confesión íntegra, que
supone la manifestación de todos y cada uno de los pecados (=actos) según su género, número...
Sin esta manifestación era imposible ejercer el ministerio judicial del perdón de los pecados, pues
nadie puede juzgar de una causa desconocida.
Según la otra visión, la categoría moral fundamental la constituye la opción, no el acto.
Esta opción se manifiesta en las actitudes y, periféricamente, en los actos. A esta nueva manera de
concebir la moralidad humana, le interesa más los valores, la situación global de la persona, las
motivaciones últimas, que los actos, el número,... Desde esta comprensión, el conocimiento que
se puede llegar a adquirir tendrá siempre un carácter aproximativo, por medio de la confidencia,
el diálogo, la revisión, la interpelación... Es un conocimiento que se adquiere en un clima de
comunicación fraternal. Se trata, no de catalogar a la persona, sino de captar, de sintonizar con su
realidad global. Se ha pasado de un conocimiento abstracto, analítico, discursivo, deductivo, a un
tipo de conocimiento concreto, intuitivo, inductivo, afectivo.
Por eso, la crisis actual de la práctica de la penitencia es lógica, ya que se mantiene una
praxis penitencial que no coincide con la expresión del hombre actual. El cambio de concepción
del hombre cambia también el modo de expresar sus situaciones vitales. La penitencia se
encuentra en una encrucijada: por un lado los fieles no han formado sus conciencias según la
nueva concepción del pecado; por otro lado, la experiencia que tienen de sí mismos no se siente
expresada por el lenguaje tradicional. En consecuencia, la práctica de la confesión crea una
contradicción entre la experiencia y el lenguaje que la expresa.
Esta contradicción se expresa en el lenguaje infantil que se adopta en tantas confesiones.
Personas adultas se acusan de los mismos pecados y con las mismas palabras que cuando eran
niños. Para la confesión corre de boca en boca una especie de vocabulario ritual, estereotipado:
un argot. Si hubiera oportunidad de comparar las confesiones de diversas personas, notaríamos
que casi no hay diferencia entre ellas, ni por los pecados confesados ni por el modo de
expresarlos. Esto indica un desfasamiento entre la experiencia personal y el lenguaje que, a fuer
de inexpresivo se ha estandarizado.
- La despersonalización: Se rechaza la confesión por la repugnancia que se siente
a tener que hacer la confidencia de la confesión sin tener relación personal con el ministro que la
recibe. El sacramento de la segunda conversión es algo más rico que un rito, y el acto de la
confesión exige, desde los presupuestos de una fe adulta, algo más que abandonar o vomitar los
pecados sobre cualquier persona. La confesión de boca no es un instrumento para liberarse
mágicamente de la culpabilidad. Tampoco es el escape de una necesidad incontrolada para dejar
de ser culpable.
Muchas veces en la confesión se va buscando una oreja impersonal, de piedra, sobre la
que dejar la angustia de la culpa, tratando de no escuchar ningún eco. Se busca que el pecado sea
tragado. Esta necesidad inconcreta es más habitual de lo que se sospecha. Hay personas que
sienten un gran malestar hasta que no se confiesan. Hay quienes, aún sin confesarse nunca,
cuando creen que pecan, sienten necesidad de confesarse.
El mismo desarrollo del sacramento, cuya reforma no parece subsanar, ha hecho el juego
a esta obscura necesidad que el hombre padece. En él están desdibujadas la comunicación
fraternal y la acogida necesarias para emprender responsablemente el esfuerzo común para
superar el pecado (el número 16 del Ritual de la Penitencia, que pide: Salúdele con palabras muy
humanas..., y, si es desconocido, indicará... su situación, sus dificultades... y circunstancias... no
parece que tenga fuerza suficiente para poder remediar esta precaria situación del sacramento)
El anonimato destruye cualquier posibilidad de acercarse maduramente al sacramento. La
sensibilidad del hombre moderno contrasta con la pasividad, anonimato y superficialidad con que
se celebra la penitencia.
Andan por las bocas de los creyentes preguntas preñadas de rebelión y extrañeza: ¿Acaso
tiene derecho una persona desconocida a bucear en la vida del otro? ¿Puede la persona abrirse
ante un desconocido, por muchos poderes y representaciones que ostente y por más que la
persona sea creyente?
En una época pasada, en la que el ministro era una pieza importante de la constelación de
sacralidades en las que el hombre vivía inmerso, eso era posible. Se confesaba ante una realidad
segregada, ministro-objeto, que representaba a Cristo, a quien en definitiva, se confesaban los
pecados.
En una cultura y fe personalizadas, este mundo de objetos sacrales tiene poca vigencia. El
sujeto y el ministro del sacramento son personas y como tales son reconocidas y tratadas en el
proceso sacramental.
Las confesiones escudriñadoras resultan demasiado molestas para los penitentes. No se
sabe dónde acaba el derecho, cuándo debe frenar la prudencia o en qué momento comienza la
curiosidad. Este problema lo vive el confesor pero lo padece más el penitente.
La repulsa de la forma actual de la penitencia aparece claramente en la práctica de muchas
personas. Cuando tienen un problema serio que tratar no se les ocurre acudir a la institución
penitencial en uso, sino que prefieren hablar largo y despacio en otro espacio que no sea el del
sacramento.
En 1989 la Conferencia Episcopal Española publicó la Instrucción Pastoral Dejaos
reconciliar con Dios, en la cual se constata la crisis, que se manifiesta en una disminución de la
práctica sacramental (n. 8). Entre las raíces que se señalan para esta crisis podemos destacar las
siguientes:
a) Ateísmo e indiferencia religiosa de nuestro mundo (n. 10): Los fuertes fermentos de
ateísmo e indiferencia religiosa de nuestro mundo, conformado por unas poderosas tendencias
secularizadoras, puede que sean la raíz más profunda de la crisis actual. El hombre en una cultura
inmanentista de tipo reivindicativo e individualista siente la tentación de vencer él sólo las fuerzas
del mal. Al mismo tiempo se va originando una secularización interna, una versión secular del
cristianismo. Al suceder esto, ¿cómo va a someterse el hombre a la palabra y al juicio de Dios, o
confrontarse con su bondad y santidad?
b) Pérdida del sentido de pecado (n. 11): Al faltar el sentido de Dios, se pierde el
convencimiento de que el pecado es algo real e importante. Con lo cual, se hacen innecesarios y
hasta superfluos tanto la penitencia como el sacramento de la reconciliación.
c) Interpretaciones inadecuadas del pecado (nn. 12-13): Influye también la difusión de
una serie de teorías acerca del pecado que circulan en la sociedad. Ejemplo de ello es ver el
pecado como algo superado, como un vago sentimiento de culpabilidad, superable con una buena
higiene mental; o bien se hacen recaer sobre la sociedad todas las culpas, de las que el individuo
es declarado inocente. Al magnificar los condicionamientos ambientales, no se le reconoce al
hombre la posibilidad de ejecutar actos humanos, y así la posibilidad de pecar. Otros identifican el
pecado con el pecado social, colectivo o estructural. Surge así un creyente que no ve pecado en
casi nada, salvo en lo social, de modo que no siente necesidad alguna de confesarse. En ciertos
momentos, desde una determinada predicación o moral, se ha exagerado demasiado el pecado y
el temor dando como resultado esclavitud, una vida cristiana llena de temores. Esta desviación ha
podido contribuir por reacción a otras exageraciones que menosprecian todo temor religioso, que
infravaloran el mismo pecado en su dimensión teológica y existencial.
d) Crisis de la conciencia moral (nn. 14-15): Hay un desconcierto ante la amoralidad
sistemática en la vida económica, social o política, de modo que muchos cristianos se encuentran
sin referencia a una ley objetiva y trascendente. Influyen negativamente en los cristianos y en la
práctica sacramental los modelos éticos impuestos por el consenso y la costumbre general. Los
mismos confesores y predicadores se encuentran indecisos ante las nuevas posiciones, a veces
encontradas, de los teólogos en material de moral. De este modo el fiel se encuentra desorientado
y pierde la confianza en los ministros y se ve inducido a alejarse de la práctica sacramental.
e) Desafección respecto de la Iglesia y concepciones eclesiológicas inadecuadas (nn.
16-17): El rechazo o la desafección respecto de la penitencia y del sacramento tiene que ver
mucho con los mismos sentimientos hacia la Iglesia, en términos de poco entendimiento de la
eclesialidad de nuestra fe. Así dicen: yo me entiendo directamente con Dios... Algunas
concepciones eclesiológicas contribuyen a esta misma actitud. Se entiende la confesión como
algo simbólico, creado por la Iglesia en un tiempo y espacio concreto, y que hoy habría perdido
vigencia y significación, sustituible por otro gesto más acorde con nuestro tiempo.
f) Crisis respecto del sentido, necesidad o contenido de la confesión de los pecados (nn.
18-19): La crisis está ligada al sentido, necesidad o contenido de la confesión. Se comprueba esto
en una tendencia que difunde con diversas razones poco justificadas que la confesión de los
pecados no pertenece, como fundamental y esencial, a su substancia. O que la Eucaristía como
memorial de la muerte y resurrección del Señor para el perdón de los pecados, hace innecesario el
sacramento de la penitencia. Se suma a todo esto, a la hora de aceptar el sentido de la confesión
personal, la poca comprensión del hombre a reconocerse pecador y acusarse ante otro, así como
la conciencia de autonomía personal y de salvaguarda de la intimidad personal. También pesan las
experiencias negativas y las deficiencias que se han vivido en el tiempo: rutina sin espiritualidad,
ritualismo,... Aunque ha habido buenos ministros de este sacramento, también los ha habido
malos y hasta indiscretos, lo cual ha ayudado al rechazo de la confesión y al abandono del
sacramento.
g) Algunas deficiencias en la práctica pastoral y penitencial (n. 20): Otro dato a
considerar en la crisis penitencial son las deficiencias de diverso orden en la celebración
sacramental. Esto es debido a que no ha llegado de forma suficiente y clara al pueblo cristiano las
aportaciones del nuevo ritual: la poca utilización de la Biblia; la poca vivencia de la eclesialidad
del sacramento; la misma simplificación del rito sacramental; por otro lado, abusos en el recurso a
la forma extraordinaria de la absolución general al margen de la disciplina de la Iglesia; un cierto
olvido pastoral de la atención personalizada.

3. Los nombres del sacramento.

La palabra "penitencia" del NT latino (paenitentia) es traducción del término griego


metánoia, que significa propiamente "cambio de mentalidad", o sea, "paso, cambio de espíritu".
Es interesante, a este propósito, lo que dice Lutero:
Haced penitencia, que con toda exactitud puede traducirse por "cambiad de mente",
esto es: "revestíos de otra mente y otra sensibilidad", arrepentíos, haced un cambio de
mente y un traspaso (=Pascua) de espíritu2.

Pero el término latino "paenitentia" viene del verbo "paenitere", que es como un "paenam
tenere", esto es, sentir dolor, disgusto, pena, e incluso remordimiento, de modo que no implica,
de manera directa, ninguna idea de mudanza, cambio de mentalidad o de espíritu. Como mucho,
de modo indirecto, podemos decir que el que hace penitencia es el que comprende que un cierto
hecho, del que se queja y le disgusta, proviene de una determinada actitud, y tiende a cambiar de

2
Tomado de: S. MARSILI, Los signos del misterio de Cristo. Teología litúrgica de los
sacramentos, (Bilbao, EGA, 1993), p. 262
actitud y de mentalidad3.

El nombre que damos a las distintas realidades expresa su identidad. Los nombres que se
han dado a este sacramento no siempre han expresado la esencia o sentido central del mismo
(penitencia pública, confesión,...). Para poder llegar a una denominación justa hemos de
descubrir primero cual es el sentido y contenido de este sacramento. Su contenido principal es
que se trata de un proceso de conversión, que implica la reconciliación, y culmina en el perdón.
Este proceso supone la intervención del hombre, de la Iglesia y de Dios. Mientras la conversión
apunta más a la participación del hombre; la reconciliación se refiere más a la mediación de la
Iglesia; y el perdón indica la acción de Dios.

NOTA: para uso exclusivo de los alumnos y el profesor

3
Monet Lactant 6, 24 quum de dolore peccatorum apud christianos sermo est, aptius
graece metánoian, et latine resipiscentiam dici, quam poenitentiam: haec enim solum
respicit factum praeteritum, de quo dolet; metánoia et resipiscentia et praeteritum factum
dolet, et correctionem futurae vitae respicit, confirmans animum suum ad rectius
vivendum (FORCELLINI, Lexicon totius latinitatis, vol. III, voz poenitentia).

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