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(Beatriz Moreyra)
A partir de la década del ’70, la historia social desnudó sus deficiencias explicativas, lo
cual generó una importante disminución en el atractivo por este tipo de investigación.
Los historiadores sociales se habían desplazado más allá del paradigma político
dominado por la elite, pero habían ignorado tanto la singularidad de la vida individual,
como la manera en que se crea la vida social a través de la política y la cultura
Además, los historiadores se plantearon otras preguntas que no podían ser
respondidas por medio de la cuantificación, los métodos analíticos y el rigor científico.
El planteo de estos nuevos interrogantes es el resultado de cambios contextuales más
globales (económicos, políticos, intelectuales, etc). El optimismo producido por la
victoria sobre el fascismo y por la implantación de ideas liberales democráticas
parecían tambalearse (Mayo ’68 en Francia, movilización estudiantil en Berkeley).
Certezas tales como el racionalismo, la modernidad o la Ilustración se estaban
poniendo en discusión.
En ese clima intelectual, los historiadores se volvieron más escépticos sobre la
posibilidad de captar estructuras y procesos más amplios y de usarlos para explicar
las acciones, las biografías, los acontecimientos.
Estos virajes quedaron patentizados en la doble revisión experimentado por las
historiografías inglesa y annalista.
El cambio comenzó con la introducción de EP Thompson de una noción de cultura en
la historia laboral, el bastión de la historia social marxista, y la redefinición de Clifford
Geertz de cultura en la antropología.
Los distintos cambios habían creado una conciencia y una sensibilidad hacia temas
vinculados con la agencia, la subjetividad, la contingencia y la construcción simbólica
de la realidad social. Los historiadores marxistas británicos rechazaron los
reduccionismos teóricos provenientes de de las aplicaciones mecánicas del paradigma
base/superestructura y del marxismo estructuralista althusseriano, a favor de un
sentido renovado de las complejidades y las contingencias de los procesos históricos.
Thompson se dedicó al estudio de las mediaciones culturales.
Pero, a principios de los ’80, esos referentes pioneros y sus concepciones culturalista
de la historia se vieron paulatinamente desplazados por la atención prestada al
lenguaje. Se promueve el viraje lingüístico, la atención preferencial al lenguaje como
clave explicativa y estructurador de la realidad social. Desde estos supuestos, la clase
se bate en retirada, y con ella los conflictos y las protestas sociales desaparecen.
En el caos de los Annales, la historia fue similar. El giro cultural en la historia tomó
forma en la década del ’80 como una crítica a la naturalización del mundo social
plasmada en las historias socioeconómicas y demográficas. La objetividad de la
escuela braudeliana es cuestionada y se afirma que la vida social es una construcción
de los individuos. Se establecen los motivos que orientan las estrategias individuales o
colectivas que determinan la producción de los fenómenos y procesos históricos.
La cultura fue más allá de los límites que los historiadores sociales le habían otorgado
e impregnó áreas previamente consideradas como exclusivo dominio de la objetividad
gobernada por un mecanismo causal impersonal.
Los historiadores sociales sostuvieron que la cultura y las expresiones culturales no
pueden ser descodificadas simplemente como un sistema de normas, símbolos y
valores que están presentes y dados. Por el contrario, desde la perspectiva
proveniente antropología social y cultural, la cultura y las expresiones culturales
deben ser exploradas como un elemento y un medio de la activa construcción y
representación de las experiencias y las relaciones sociales y sus transformaciones.
Como consecuencia de este paradigma interpretativo, los historiadores sociales se
volvieron menos interesados en establecer las causas y las condiciones y más
interesados en reconstruir los significados de fenómenos pasados. Por otra parte, se
concentraron en la exploración de las vidas de las personas comunes, recuperando
sus estrategias de libertad y elección. Cada vez, más buscaron lo que los antropólogos
llamaron experiencias liminales y adoptaron la perspectiva posmoderna sobre la
identidad como algo fluido y cambiante. Asimismo, volvieron a las formas narrativas
para transmitir la textura inesperada y compleja de la experiencia.
Por otro lado, el giro constructivista ayudó a que la historia social fuera más
autoreflexiva y sutil, ya que la explicación se hizo menos obvia y evidente, y la
interpretación cobró su lugar central, situando el énfasis en la comprensión de las
acciones humanas.
Bajo la influencia de Geertz, los historiadores sociales entendieron los significados
como una realidad visible externamente en prácticas públicas, rituales y símbolos.
Los post-estructuralistas franceses facilitaron este proceso, y Michael Foucault quien
hizo que los paradigmas de la historia social parecieran ilimitados, como así también,
cuestionó la creencia de que los historiadores puedan situarse fuera de la historia,
pudiendo capturar el contexto y ser objetivos.
Como consecuencia de estos virajes, la historia social cambió, los historiadores
sociales aprendieron a analizar las relaciones diversas entre las diferentes relaciones
de desigualdad social, especialmente la clase, el sexo y el origen étnico, y a relacionar
las estructuras y los procesos con las percepciones y las acciones. Además se
volvieron más sensibles a la contextualización y comenzaron a tomar más seriamente
el lenguaje.
En el desarrollo de los estudios históricos en las últimas dos décadas, aparece con
claridad que la mutación teórica más importante ha sido la erosión que ha sufrido el
concepto de estructura social y, consecuentemente, el concepto de causalidad social.
El colapso de los paradigmas explicativos produjo una variedad de corolarios, en
primer lugar el cuestionamiento de las categorías fijas esenciales (clase, nación,
género) rechazando la visión que interpretaba estos conceptos como pseudos sujetos
del proceso histórico. Por otro lado, se buscaba desnaturalizar los mecanismos d
agregación y de asociación, y se proponía un entendimiento más radical de las
entidades como algo fluido, múltiple, fragmentado. La identidad social del individuo se
transforma de un dato fijo en un fenómeno plural.
Este nuevo viraje hacia una historia social interpretativa no ha estado exento de
críticas. Después de 25 años de la adopción del giro lingüístico, hay una creciente
insatisfacción con esta aproximación y una apelación a la necesidad de un nuevo giro
social en la construcción del conocimiento histórico.
La resistencia a la disolución de lo social implica ponderar que el impacto del giro
cultural en la historiografía social conllevó importantes costes en términos de la
amplitud explicativa de los fenómenos sociales y el peligro de un nuevo
reduccionismo.
Actualmente, los historiadores han comenzado a reflexionar críticamente sobre la
situación de su campo de estudio. Dicha reflexión está situada en tres campos: la
multiplicidad de temas, la ausencia una propia visión de conjunto coherente y
unificante, los peligros inherentes a la autonomización de lo cultural y las limitaciones
inherentes a la adopción de una epistemología exclusivamente subjetiva en las
investigaciones histórico-sociales.
Con respecto al primer aspecto, el intento de historias sociales generales de áreas
claves se quedó a mitad de camino debido a la ampliación y especialización de los
temas, y como consecuencia, del giro cultural. Por el contrario, hubo una abundancia
de enfoques que parecían no obedecer a ninguna regla que a los caminos únicos de la
mente del historiador. Por otra parte, la perspectiva socio-cultural en su esfuerzo por
concentrarse en los márgenes de la sociedad como una manera de deconstruir el
centro, ha reducido la importancia del centro.
Las otras dos debilidades a que han dado lugar algunas formas de hacer historia
social con exclusiva impronta culturalista conciernen a la legitimidad empírica de sus
interpretaciones y a la autonomización de lo cultural en la dilucidación de las
relaciones sociales.
Las objeciones epistemológicas consisten en la dificultad de ofrecer respuestas
empíricas a las preguntas formuladas. Se cuestiona que esta manera de hacer historia
se refiere a gente que no ha dejado documentos escritos de primera mano.
Los practicantes de esta historia luchan por entender cómo el poder y el significado
fueron expresados en forma cotidiana, cómo la hegemonía fue construida, combatida
y reconstruida a través del discurso y los ritos, como así también, cómo los grupos
subalternos expresaron una visión alternativa de nación y cómo la gente común se
adecuaba y resistía al capitalismo.
No es claro cómo se reconstruye ese conocimiento, ya que la evidencia documental
sólo habla oblicuamente de estos temas. El historiador debe, por tanto, “leer” los
cuerpos de evidencia tradicional a contrapelo con miras
a convencer que lo que ellos argumentan son significados sutiles, matizados que son
decodificados a la luz de los métodos adoptados por los estudios literarios y culturales.
El otro aspecto más importante de la crítica de la historia socio-cultural es el peligro
de la autonomización de la cultura con el peligro de convertir con el riego de convertir
a la historia social en una confusión de subjetividades y voces, perdiendo la historia
que está detrás de las palabras.
Sigue Deu con el párrafo de la página 11 que dice: En ese clima de autocrítica
profesional (me había pasdo y había continuado una página más…horrible lo
mío!!!