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FUNCIÓN DE CONTROL DE RIESGOS Y RESPONSABILIDAD

PENAL POR IMPRUDENCIA: LA RESPONSABILIDAD


PERSONAL DE LOS ALTOS CARGOS DE LA ADMINISTRACION
EN EL “CASO DE LA COLZA”
(COMENTARIO A LA STS 26-9-1997)

José Manuel Paredes Castañón


Universidad de Vigo

SUMARIO
I. Introducción. II. Hechos probados. III. Argumentación de las sentencias
IV. Valoración de la conducta (1): la acción positiva. V. Valoración de la
conducta (2): la acción omisiva. VI. Valoración de la conducta (3):
imprudencia temeraria e imprudencia profesional. VII. Problemas de autoría.
VIII. Excurso acerca de la responsabilidad del sujeto autorizante de las
importaciones. IX. A modo de corolario.

La STS 26-9-1997 (A. 6366) resolvió los recursos de casación interpuestos


contra la sentencia de instancia en el denominado “proceso de los altos cargos” del
“caso de la colza”, en el que se enjuició la eventual responsabilidad penal de
funcionarios de diversos niveles de la Administración implicados en el proceso de
autorización y control de la distribución de aceite que luego resultó ser –según la
sentencia firme que dio término al primer “proceso de la colza”- desencadenante del
llamado “síndrome tóxico” 1 . En efecto, tanto el condenado en primera instancia

1
Vid. la STS 23-4-1992 (A. 6783), resolviendo los recursos de casación contra la SAN 20-5-
1989 (APen 1989, pp. 1391 ss.). Un buen resumen de los hechos considerados probados por aquellas
complejas resoluciones judiciales, así como una amplia valoración y discusión de las mismas se
encuentra en PAREDES CASTAÑON, Límites de la responsabilidad penal individual en supuestos de

1
(Manuel H. B., Director del Laboratorio Central de Aduanas en el momento de los
hechos), como el responsable civil subsidiario (el Estado) y las acusaciones particulares
interpusieron sendos recursos de casación contra la SAN 24-5-1996, que había absuelto
a seis acusados de “delitos de imprudencia” con resultados de muerte y lesiones y de
delitos contra la salud pública, absolviendo también a Manuel B. H. de dichos delitos,
aunque condenándole por una “falta de imprudencia simple sin infracción de
Reglamentos con resultado de mal a las personas”, con imposición parcial de costas y
de una indemnización del 50 % de la responsabilidad civil generada, designando como
responsable civil subsidiario al Estado. El TS rechaza el recurso de Manuel B. H., pero
estima en parte los de las acusaciones particulares, elevando la responsabilidad de aquél
a un “delito de imprudencia temeraria” (con resultado de muertes y de lesiones), a tenor
del art. 565 CP-1944, y condenando a uno de los sujetos absueltos por la AN, Federico
P. A. (en las fechas en cuestión, Jefe de la Sección de Importación de los Productos
Agrícolas y Transformados del Ministerio de Comercio), quien autorizaba las
importaciones del aceite de colza. Al mismo tiempo, se elevaban las responsabilidades
civiles a satisfacer por dichos sujetos y, subsidiariamente, por el Estado.
Dejando ahora a un lado la compleja cuestión de la atribución de
responsabilidad civil, deseo ceñirme a los aspectos penales del caso (por más que, como
luego se pondrá de manifiesto, no parece ser ésta la cuestión que interesaba
primordialmente a la jurisdicción, penal, que enjuició los hechos), para entrar a
cuestionar la forma en la que tanto la AN como luego el TS dieron por establecida la
existencia de una responsabilidad personal por imprudencia de algunos de los
funcionarios encausados, hasta el punto de considerarles culpable de las muertes y
lesiones ocasionadas por el síndrome tóxico. O, en otras palabras, calificando sus
conductas como unas que habrían realizado la tipicidad de los correspondientes delitos
imprudentes contra la vida y contra la integridad física de las personas, bien que con un
menor grado de responsabilidad subjetiva (a título de imprudencia: “temeraria”, según
el TS, o “simple sin infracción de Reglamentos”, según la AN) que el que las sentencias
correspondientes habían atribuido a los importadores y distribuidores del aceite (que
fueron calificados por el TS como autores doloso-eventuales de dichas conductas

comercialización de productos defectuosos, PJ 33 (1994), pp. 421 ss.; PAREDES


CASTAÑON/RODRIGUEZ MONTAÑES, El caso de la colza: responsabilidad penal por productos
adulterados o defectuosos, 1995. Cfr. también HASSEMER/MUÑOZ CONDE, La responsabilidad por el
producto en Derecho Penal, 1995, pp. 49 ss.

2
típicas) 2 . Y ello, porque, independientemente de la entidad de las sanciones impuestas
en el caso concreto (prisión de seis meses y un día y accesorias a cada uno de los sujetos
condenados), la aceptación de la tesis jurisprudencial nos conduciría necesariamente –al
menos, si pretendemos preservar la coherencia en el razonamiento dogmático- a afirmar
también la existencia de responsabilidad en otros casos en los que la trascendencia de la
condena resultase mayor. Así, con el nuevo CP, el mero hecho de que resulte
indiscutible hoy la necesidad de acudir a las reglas del concurso de delitos en supuestos
como el que nos ocupa (puesto que, en realidad, se trataba de un concurso de centenares
de homicidios y de lesiones) habría provocado necesariamente un incremento de la
sanción 3 . Por otra parte, la admisión de principio de que la conducta de los condenados
en este supuesto realizaba la tipicidad de los delitos imprudentes mencionados abre
necesariamente la posibilidad de entrar a valorar el grado de trascendencia de dicha
imprudencia. Por ello, sólo un análisis razonado acerca de la cuestión central, que es la
de la existencia o no de una conducta imprudente (de homicidio y de lesiones), puede
resultar satisfactoria.

II

Tanto la AN como el TS parten de los siguientes hechos probados relevantes en


relación con la responsabilidad penal de Manuel H. B. y de Federico P. A.:
1º) Con la finalidad de proteger comercialmente a los aceites y grasas
comestibles españoles, al menos desde los años setenta la Administración española

2
No ignoro que, en virtud de la tradicional construcción de nuestra jurisprudencia acerca del
crimen culpae, tal afirmación de la tipicidad de la conducta de Manuel B. H. no conllevaba los intensos
efectos en la pena que, de acuerdo con las reglas concursales, implicaría necesariamente desde la
perspectiva de la existencia de crimina culposa. No me interesa, sin embargo, entrar ahora en esa
histórica discusión (agotada, además, hoy, a tenor del nuevo art. 12 CP: vid. LUZON PEÑA, Curso de
Derecho Penal. Parte General, I, 1996, p. 524), sino centrar mi atención sobre la afirmación de índole
dogmática asumida por la sentencia: a saber, que Manuel B. H. realizó los tipos del homicidio y de las
lesiones imprudentes.
3
De hecho, tras la entrada en vigor del nuevo CP, la aplicación de los criterios mantenidos por el
TS en este supuesto habría llevado, en virtud de los arts. 142 y 152 CP (en régimen de concurso ideal, en
el mejor de los casos), a una pena mínima de dos años y seis meses de prisión (agravada, además, por el
régimen de cumplimiento de penas del nuevo CP), lo que dejaría al condenado fuera del régimen de
suspensión condicional de la pena. Y, de haberse aplicado –como era de rigor- la agravación por
imprudencia profesional del art. 142.3 CP (vid. infra VI), la pena se habría elevado hasta la de cuatro
años y seis meses.

3
prohibía la importación de aceite de colza para el consumo humano. Por ello, y con el
fin de que el aceite de colza importado para usos industriales no fuera desviado a dicho
consumo humano, la Administración obligaba a desnaturalizar sus caracteres
organolépticos, haciéndolo así no apto para el consumo. Dicha desnaturalización tenía
lugar, desde 1970, mediante la adición de aceite de ricino.
2º) En el año 1973, siendo ya Director del Laboratorio Central de Aduanas el reo
Manuel H. B., una empresa solicitó autorización administrativa para utilizar un nuevo
método de desnaturalización del aceite de colza, consistente en la adición de anilinas o
de aceite náftico. La Dirección General de Política Arancelaria e Importación remitió la
cuestión para informe al Laboratorio Central de Aduanas. El informe de este
Laboratorio, firmado por el reo, afirmaba que los procedimientos propuestos lograban
también el mismo resultado de desnaturalización y que dichas sustancias eran
fácilmente identificables, por lo que no existía inconveniente para autorizar su
utilización. Como consecuencia del informe, la Dirección General de Política
Arancelaria e Importación acordó autorizar los nuevos procedimientos de
desnaturalización.
3º) En ningún momento realizó el Laboratorio Central de Aduanas ningún
análisis para averiguar las reacciones químicas y los resultados tóxicos producidos por
la adición de anilina al aceite de colza. Sin embargo, el tribunal considera probado –
como lo estaba ya por STS 23-4-1992- que la adición de anilinas al 2 % no siempre
alteraba el aspecto, sabor y olor del aceite de colza de manera perceptible sin
instrumental técnico.
4º) Unos meses después, en el mismo año 1973, la empresa RAPSA –luego
implicada en el “caso de la colza”- solicitó autorización para utilizar igualmente los
nuevos procedimientos de desnaturalización del aceite. La Dirección General de
Política Arancelaria e Importación autorizó también esta nueva solicitud, sin que conste
que pidiera un nuevo informe al Laboratorio Central de Aduanas, aunque sí que la
nueva autorización se basó igualmente en el informe emitido con anterioridad.
5º) Por lo que respecta a Federico P. A., desde el año 1980 él era el responsable
de la autorización de las importaciones de aceite de colza. Y, desde esa posición,
continuó autorizando las importaciones de aceite de colza realizadas por RAPSA,
incluso cuando las mismas comenzaron a incrementar notablemente su volumen y algún
otro organismo administrativo (así, el propio Ministerio de Agricultura) se interesó por

4
las razones de dicho incremento, sin hacer más averiguación que mantener una
entrevista con el responsable de RAPSA (quien justificó el incremento de las
importaciones por supuestos planes de expansión de la empresa).

III

Procede resumir ahora brevemente las argumentaciones empleadas por las


resoluciones judiciales para realizar sus calificaciones jurídico-penales.
1. Por lo que respecta a Manuel H. B.:
1.1. Como ha quedado dicho, la SAN 24-5-1996 calificó el comportamiento de
Manuel H. B. como una conducta imprudente –con imprudencia simple sin infracción
de reglamentos- de homicidio y de lesiones.
1.2. Frente a ello, el recurso de casación del condenado (por aplicación indebida
del art. 586 bis CP-1944) alegó lo siguiente:
- La ausencia de previsibilidad del riesgo: la emisión de un informe sobre la
petición de una empresa concreta no hacía necesariamente previsible la utilización del
mismo informe para ulteriores autorizaciones.
- De igual manera, tampoco era previsible el riesgo de que, nueve años más
tarde, la autorización pudiera ser utilizada para poner en peligro la vida y la salud de las
personas, desviando el aceite desnaturalizado del uso industrial al consumo humano.
- La ausencia de previsibilidad del resultado: en el momento de actuar Manuel
H. B. no podía conocer el curso causal que llevaba del consumo de aceite
desnaturalizado hacia el resultado de muerte o de lesiones, puesto que el agente tóxico,
aún desconocido hoy, lo resultaba más todavía en aquel momento.
- Ausencia de causalidad relevante: los resultados “fueron causados” por otras
personas, a saber, quienes desviaron el aceite al consumo humano.
- Ausencia de negligencia: no era preciso realizar análisis toxicológicos, en la
medida en que el aceite en cuestión se iba a destinar a usos industriales. El fin de los
análisis del Laboratorio era únicamente el de tener identificadas las sustancias
desnaturalizantes.

1.3. El TS desestima el recurso en todos sus extremos, argumentando que:

5
- El núcleo del concepto de imprudencia está constituido por la “infracción del
deber de cuidado”, entendido como “la cautela o precaución requerida para la
protección o salvaguarda de los bienes jurídicos”. Y dicho grado de cuidado debe ser
proporcional a la peligrosidad potencial de la acción que se emprende.
- En el caso concreto, la conducta realizada por Manuel H. B. era de elevada
peligrosidad potencial, en la medida en que tenía por objeto la autorización de la
desnaturalización de un aceite en principio comestible mediante la adición de una
sustancia tóxica (como era la anilina). Dicha conducta sólo podría haber sido
considerada cuidadosa en el supuesto de que el sujeto en cuestión hubiera adoptado las
adecuadas medidas de cuidado: a saber, la realización de análisis sobre, al menos, dos
cuestiones diferentes, cuales eran, de una parte, la de la toxicidad de la mezcla del
aceite de colza con la anilina y, de otra, la de la capacidad de dicha mezcla para
confundir a un potencial consumidor por su apariencia exterior (olor y sabor). Y, a este
respecto, no cambia nada el hecho de que los análisis se realizaran en relación con un
producto destinado en principio al uso industrial: pues, dado el nivel de peligrosidad
potencial que se creaba, al introducir en el mercado un aceite tóxico (con la posibilidad,
siempre latente, de que el mismo fuera desviado al consumo humano), incluso en ese
caso deberían haberse realizado los análisis indicados.
- Dicha peligrosidad potencial de la conducta de Manuel H. B. se vio
confirmada por el hecho posterior de que una multitud de personas procedieran a
consumir dicho aceite desnaturalizado, engañadas por su apariencia, y sufriendo los
efectos de su toxicidad.
- En nada modifica el grado de responsabilidad del sujeto el hecho de que la
primera empresa que solicitó autorización para el uso de las anilinas como sustancia
desnaturalizante la utilizase propiamente, sin desviar el aceite así desnaturalizado al
consumo humano. Pues tal hecho es uno de carácter posterior y que no está vinculado a
la conducta del propio sujeto. En cualquier caso, del hecho de que una empresa concreta
no llegara a hacer actual el riesgo potencial creado con su acción negligente no significa
que dicho riesgo no existiera. Además, el informe emitido por el Laboratorio Central de
Aduanas revestía características de generalidad, como indica su propio contenido y el
hecho de que fuera utilizado como base para posteriores decisiones administrativas de
autorizar dicho procedimiento de desnaturalización.

6
- En respuesta a las alegaciones del recurso, el TS afirma que en el momento en
el que se emitió el informe favorable al uso de anilinas para la desnaturalización del
aceite de colza Manuel H. B. podía haber previsto la creación de un riesgo para la salud
o la vida de las personas, dada la peligrosidad potencial de su acción.
- Respecto de la previsibilidad del resultado lesivo producido, el tribunal
argumenta que la mera distancia temporal no es argumento suficiente para negarla.
Además, dicha previsibilidad ha de ser enjuiciada ex ante. Y, en dicha perspectiva ex
ante, la existencia de un riesgo evidente a consecuencia de la acción imprudente del
sujeto es suficiente para poder afirmar la existencia de previsibilidad del resultado. “La
previsión, por tanto, debió existir”, concluye el TS.
- Por otra parte, habiendo existido un nexo causal comprobado entre el consumo
del aceite y los resultados lesivos, tal y como declaró la STS 23-4-1992, y puesto que la
acción de Manuel H. B. –calificada, a tenor de lo anteriormente expuesto, como
imprudente- contribuyó a que se produjera la venta y consumo de dicho aceite, se puede
dar por probada la relación de causalidad entre aquella acción y los resultados lesivos,
con lo que se completa el último de los elementos de la tipicidad del delito imprudente.
El TS afirma que no puede rechazarse la existencia de nexo causal entre la conducta de
Manuel H. B. y los resultados lesivos producidos sobre la única base de que haya
existido una actuación –punible- de quienes desviaron el aceite de colza desnaturalizado
al consumo humano. Pues junto a la causa inmediata de los resultados lesivos, hay que
contar también con causas mediatas; y la responsabilidad penal de los primeros no tiene
por qué excluir necesariamente la de los segundos (aun cuando, como en este caso, en
ellos el grado de antijuridicidad sea menor).
1.4. Finalmente, las acusaciones particulares habían recurrido también la
calificación realizada por el tribunal de instancia de la conducta de Manuel H. B. y el
TS estima parcialmente el recurso, cambiando la calificación a “delito de imprudencia
temeraria”, en vez de “falta de imprudencia simple”, sobre la base de los siguientes
argumentos:
- Habiéndose aceptado, con base en la argumentación anteriormente expuesta, la
existencia de imprudencia en la conducta de Manuel H. B., la única cuestión a dilucidar
en este punto es la de la diferencia entre imprudencia temeraria e imprudencia simple.
Dicha diferenciación ha de realizarse a partir, no de la entidad del resultado lesivo
producido, sino más bien a partir del grado de peligrosidad de la acción –imprudente-

7
realizada, de la entidad del peligro que amenaza, del grado de previsibilidad existente y
de la trascendencia de la norma de cuidado infringida.
- En este sentido, hay que entender que en este caso la conducta era de
imprudencia temeraria, y no meramente simple, dada la entidad del peligro, al
autorizarse la utilización de un veneno activo.
- Manuel H. B. no dio aviso a sus superiores acerca de la toxicidad del
procedimiento desnaturalizador, a pesar de que para él debía ser perfectamente
previsible el riesgo que se creaba con ello.
- Además, y de acuerdo con lo que la propia SAN argumentó en los
fundamentos jurídicos de su decisión, “era perfectamente previsible el desvío del aceite
de colza mezclado con anilina al consumo humano, previas las operaciones normales
de refinado industrial dirigidas a eliminar el desnaturalizante”. Como Director del
Laboratorio Central de Aduanas, Manuel H. B. debía conocer dicha posibilidad.
- Por todo ello, el TS concluye que la falta de cuidado de Manuel H. B. resulta
de gravedad suficiente para hablar de imprudencia temeraria.
- En contra de dicha calificación no constituye un argumento suficiente el del
prolongado lapso temporal transcurrido entre la acción imprudente y los resultados
lesivos. Pues, en efecto, el mero transcurso del tiempo no disminuye la entidad de la
imprudencia.

2. Por lo que respecta a Federico P. A.:


2.1. La SAN le había absuelto de cualquier responsabilidad por delito
imprudente.
2.2. El TS estima también el recurso de casación interpuesto por las acusaciones
particulares, condenándole igualmente por un “delito de imprudencia temeraria” con
resultados de muertes y lesiones. Dicho fallo se basa en los argumentos siguientes:
- Dado que Federico P. A. era, de hecho, el responsable de la resolución y de la
firma de las autorizaciones de importación de aceite de colza desde 1980, y a lo largo de
los años 1980 y 1981 fue autorizando diversas importaciones de remesas de aceite de
colza (desnaturalizado), su conducta fue claramente negligente, en la medida en que no
realizó ulteriores investigaciones para determinar la razón del incremento de la cuantía
de las remesas. Es más, incluso cuando, a petición de otros organismos administrativos,
procedió a investigar dicho extremo, dicha investigación no pasó de una fase preliminar

8
(entrevista con el director de la empresa RAPSA), y se continuó con la autorización de
las importaciones sin mayor reparo.
- Este comportamiento no puede ser calificado sino como una dejación de las
obligaciones inherentes al cargo que el sujeto ocupaba. Dicha dejación de
responsabilidades provocó la entrada de una cantidad desmesurada de aceite
desnaturalizado, lo que facilitó el desvío del producto al consumo humano.
- Federico P. A. resultaba ser el garante principal de las importaciones de aceite,
por lo que debería haber tomado precauciones para reducir las importaciones hasta “lo
que marcaba la lógica” y haber hecho las averiguaciones acerca de las necesidades que
tenía realmente la industria.
- La conducta de Federico P. A. tuvo una doble vertiente: una, activa (conceder
indiscriminadamente, y en aumento en lo que a la cantidad se refiere, autorizaciones de
importación a la empresa RAPSA) y otra, omisiva (ausencia de investigación alguna
acerca de la necesidad real de las importaciones solicitadas).

IV

1. En mi opinión, los principales problemas de la decisión judicial pueden ser


detectados ya en los razonamientos que el TS realiza en relación con la responsabilidad
penal de Manuel H. B. Por ello, voy a centrar a continuación mi atención en este primer
aspecto de la discusión, para luego, al final, realizar algún comentario acerca de las
peculiaridades de la responsabilidad de Federico P. A.
A este respecto, entiendo que hay que comenzar por establecer el objeto de la
calificación jurisprudencial en este supuesto. Y es que, en efecto, el comportamiento
cuya responsabilidad imputa el tribunal a Manuel H. B. es el de haber emitido un
informe favorable a la autorización de la utilización de las anilinas como procedimiento
para la desnaturalización del aceite de colza importado, sin establecer, mediante los
correspondientes análisis, medidas suficientes para garantizar (o avisar al menos) de que
dicho aceite desnaturalizado podía ser desviado hacia el consumo humano, como
efectivamente lo fue, con resultados fatales para la salud y la vida de las personas.
Quiere ello decir que se trataba, en definitiva, de una conducta que tuvo lugar en el año
1973, respecto de una solicitud de informe realizada por la Dirección General de

9
Política Arancelaria e Importación, a consecuencia de la petición de una empresa
importadora (no implicada en el caso) para utilizar dicho procedimiento de
desnaturalización. Conducta respecto de la que, en primer lugar, los tribunales
entienden que puede predicarse la calificación de conducta imprudente; y que, en
segundo lugar, resulta suficientemente relevante para atribuirle la característica de
acción (co-)causante principal –a título de autoría- de los resultados lesivos.
Así pues, dos son las cuestiones que habrá que abordar en la discusión: primero,
la de si la conducta realizada por Manuel H. B. constituía realmente una conducta
imprudente; y luego, la de si dicha conducta contribuyó o no a la aparición de los
resultados lesivos efectivamente producidos, y en qué medida lo hizo. O, en otras
palabras, el problema de la valoración (objetiva) de la conducta y el de la atribución de
la posición de autoría 4 .

2. Comenzando por la primera de las cuestiones, hay que decir que el punto de
partida teórico del TS resulta impecable (es más, diría que de una destacable solidez):
en efecto, como en otro lugar he analizado con detenimiento, la imprudencia (más en
general, el desvalor objetivo de la acción) se define por la concurrencia de una
peligrosidad relevante y previsible y por la ausencia de las medidas adecuadas para el
control de dicho riesgo (y, aunque no se trate de una cuestión que nos interese ahora,
siempre que, además, tal riesgo no sea uno de los permitidos, a raíz de la ponderación
de los intereses en juego) 5 . Sin embargo, veremos que no resulta tan incuestionable la
forma en la que dicho concepto de imprudencia es aplicado al caso concreto. Y es que
sucede que en la definición de la imprudencia aparecen varios conceptos relativamente
vacíos (porosos) 6 , necesitados de un complemento de significación para resultar
operativos: me refiero a los conceptos de peligro, de previsibilidad y de cuidado
adecuado. Complemento de significación que, además, no puede hallarse en estos casos
directamente en el Ordenamiento jurídico, sino más bien fuera de él; en concreto, en el

4
Vid. ya PAREDES CASTAÑON, El riesgo permitido en Derecho Penal, 1995, pp. 50-52, 59-
60, e igualmente en PAREDES CASTAÑON/RODRIGUEZ MONTAÑES, Colza, 1995, pp. 155-156.
5
Vid. PAREDES CASTAÑON, Riesgo permitido, 1995, passim, esp. pp. 124-136. Resulta
también clarificador al respecto, KINDHÄUSER, Erlaubtes Risiko und Sorgfaltswidrigkeit. Zur Struktur
strafrechtlicher Fahrlässigkeitshaftung, GA 1994, pp. 197 ss., passim.
6
Sobre la problemática de los conceptos porosos, vid. BOTTKE, Strafrechtswissenschaftliche
Methodik und Systematik bei der Lehre vom strafbefreienden und strafmildernden Täterverhalten, 1979,
pp. 173; KOCH/RÜßMANN, Juristische Begründungslehre, 1982, p. 150, ambos con ulteriores
referencias.

10
ámbito de la Teoría de la Decisión 7 , en cuanto disciplina práctica que intenta proponer
reglas de conducta racional en una situación dada 8 , así como en las ciencias teóricas en
las que aquella se apoya (teoría de la probabilidad, teoría de la percepción,...). De este
modo, una vez hecha la definición general de la imprudencia, el juzgador se ve obligado
a entrar a considerar si el sujeto encausado se ha comportado correctamente. Y, para
ello, no podrá acudir –al menos, no directamente- a normas jurídicas 9 , sino que tendrá
que realizar un razonamiento de orden práctico, acerca de la racionalidad y adecuación
de la conducta, o ausencia de tales características. Lo que abre, necesariamente, dada la
naturaleza del razonamiento práctico 10 , la posibilidad de discutir la corrección de dicho

7
Vid. ya PAREDES CASTAÑON, “Riesgos normales” y “riesgos excepcionales”:
observaciones sobre la exclusión de la tipicidad penal de las conductas peligrosas, LH-Casabó, en prensa.
8
Sobre la Teoría de la Decisión, vid., en general, RAIFFA, Analyse de la décision, trad.
Calan/Carpentier, 1973; STEGMÜLLER, Probleme und Resultate der Wissenschaftstheorie und
Analytischen Philosophie, IV-1973. Sobre su aplicación en el ámbito jurídico, cfr. KILIAN, Juristische
Entscheidung und elektronische Datenverarbeitung, 1974; WÄLDE, Entscheidungstheoretische
Perspektiven für die Rechtsanwendung, Rechtsth. 6 (1975), pp. 204 ss.; NELL,
Wahrscheinlichkeitsurteile in juristischen Entscheidungen, 1983, pp. 127 ss.; SCHNEIDER/SCHROTH,
Sichtweisen juristischer Normanwendung, en KAUFMANN/HASSEMER (eds.), Einführung in
Rechtsphilosophie und Rechtstheorie der Gegenwart, 5ª ed., 1989, pp. 438 ss. Y concretamente en el
ámbito jurídico-penal, cfr. FREUND, Richtiges Entscheiden – am Beispiel der Verhaltensbewertung aus
der Perspektive des Betroffenen, insbesondere im Strafrecht, GA 1991, pp. 387 ss.
9
Puesto que, como también he explicado en otros lugares (PAREDES CASTAÑON, Riesgo
permitido, 1995, pp. 109-116; el mismo, PJ 33 (1994), pp. 427-428), las normas jurídicas, incluso allí
donde existen y regulan formas de comportamiento consideradas correctas, no pueden ser tomadas sino
como reglas de conducta. Esto es, como puntos de partida del razonamiento práctico, que necesitan ser
conjugadas en cada caso concreto entre sí, con la situación real y con otros intereses –jurídicamente
estimables- que puedan concurrir. Y es a partir de todas estas operaciones de lo que surge lo que
constituye el deber (jurídico-penal) de conducta del sujeto concreto en la situación dada (PAREDES
CASTAÑON, Riesgo permitido, 1995, pp. 116-118).
10
Como ya ARISTOTELES, Etica Nicomáquea, trad. Pallí Bonet, Edt. Gredos, 1985 (reimpr.
1995), pp. 130-131, señaló, y desde entonces viene reconociendo prácticamente todo el pensamiento
filosófico occidental (vid. tan sólo KANT, Crítica de la razón práctica, 1788, ed. Klein, trad. Rovira
Armengol, Edt. Losada, 1973, pp. 25-26), la racionalidad práctica no existe en los mismos términos que
la teórica. De modo que argumentar acerca del comportamiento que resulta “racional” en una situación
dada no es sino proponer pautas –normas, en definitiva- de conducta, discutibles e inverificables,
basadas, de una parte, en los conocimientos teóricos existentes acerca de la realidad en la que la acción
tiene lugar y, de otra, en los valores y objetivos perseguidos. Para el caso del Derecho Penal, los valores y
objetivos perseguidos vienen dados ya por el propio Ordenamiento jurídico (vid. PAREDES
CASTAÑON, Riesgo permitido, 1995, pp. 97-101; el mismo, El límite entre la imprudencia y el riesgo
permitido: ¿es posible determinarlo con criterios utilitarios?, ADPCP 1996, en prensa), de manera que no
resultan disponibles para el sujeto actuante. Sin embargo, no suelen estar tan claros los datos ontológicos
sobre los que ha de basarse el enjuiciamiento de la corrección o incorrección de la conducta, en la medida
en que suele tratarse de un problema de probabilidades en un contexto de incertidumbre (vid. la
bibliografía cit. supra, en n. 8). Finalmente, e incluso aunque la incertidumbre anterior no existiera,
ocurre que la propia pauta de acción racional no resulta deducible lógicamente de los datos anteriores,
sino que exige una decisión; esto es, un acto de voluntad. De este modo, la conclusión final de un
razonamiento práctico puede resultar siempre cuestionable y discutible en una medida
incomparablemente mayor que lo que lo es un razonamiento teórico (sometido siempre a los cauces
metodológicos de la deducción lógico-matemática o de la verificación empírica), al no existir un método
–diferente de la discusión misma (HABERMAS, Wahrheitstheorien, en Vorstudien und Ergänzungen zur

11
razonamiento, acudiendo a la propia Teoría de la Decisión, incluso aunque la
interpretación de la norma jurídica (del tipo penal) de partida no resulte discutida.
Así, en el caso que nos ocupa, y partiendo del mismo concepto de imprudencia
que el TS enuncia, hay que hacer varias objeciones a la valoración objetiva de la
conducta de Manuel H. B. que el propio tribunal realiza. Pero, antes, creo conveniente
distinguir dos objetos de valoración diferenciados, que no siempre aparecen así en la
resolución judicial. Me refiero al hecho de que, en realidad, la responsabilidad por
imprudencia que el tribunal aprecia en el comportamiento de Manuel H. B. se deriva de
dos acciones distintas 11 : primero, de la acción de emitir un informe favorable a la
autorización de la anilina como sustancia desnaturalizante, en la medida en que dicha
autorización introducía –en el caso de que la anilina fuera utilizada inadecuadamente-
un factor de riesgo para la salud y la vida de las personas; y luego, de la ausencia de
cualquier medida de control por parte de Manuel H. B. que pudiera haber paliado dicha
autorización (por ejemplo, y como la propia STS señala, el aviso a sus superiores acerca
de la peligrosidad de la utilización de la anilina, por su toxicidad y las dificultades para
identificarla a primera vista). Pues, en efecto, mientras que en la primera de las acciones
se trata de examinar la medida en la que la conducta activa del sujeto creó un riesgo no
permitido (que contribuyó al resultado lesivo final), veremos que en la segunda de ellas
–de carácter omisivo 12 - lo relevante es ante todo si existía o no la posibilidad y/o la

Theorie des kommunikativen Handelns, 1984, pp. 137-149)- para la aceptación de proposiciones
prácticas.
11
Naturalmente, no cabe olvidar que la determinación de las unidades de acción en Derecho
Penal es todo menos evidente, debido a que la misma no puede ser realizada ni con los instrumentos
interpretativos propiamente jurídicos (puesto que el CP no dice cuándo hay una o varias acciones, sino
únicamente cuando hay uno o varios delitos) ni tampoco con los de la prueba de elementos puramente
fácticos (puesto que, como ha puesto de manifiesto la teoría filosófica de la acción, lo que la ciencia
empírica describe son hechos brutos, pero sus métodos no son aptos para revelar en ellos la existencia de
un sentido como acción, ni tampoco si dicho sentido se refiere a una o a varias de tales acciones: vid., por
todos, KINDHÄUSER, Intentionale Handlung, 1980, pp. 45-50, con ulteriores referencias). Resulta,
pues, inevitable la interpretación, la atribución de sentido (VIVES ANTON, Fundamentos del sistema
penal, 1996, pp. 208 ss.), lo que siempre conlleva inseguridad. No obstante, precisamente porque
determinar el número de acciones consiste en establecer el sentido de los hechos, no los hechos mismos,
y dado que dicho sentido ha de fijarse para un determinado contexto pragmático (para una finalidad),
creo que resulta lícito realizar aquí una distinción entre acciones, con el fin de realizar una valoración
diferenciada de las mismas: en efecto, si, como intentaré demostrar, cada una de las dos acciones merece
una valoración distinta, entonces la distinción tiene aquí fundamento suficiente (mientras que, por
ejemplo, en este mismo caso no lo tendría a los efectos concursales).
12
Naturalmente, no hablamos ahora aún de la tipicidad (esto es, de si la conducta en cuestión se
subsume o no en un delito de omisión), sino más bien de las características “ontológicas” –mejor: de
sentido- de la acción: vid., al respecto, PAREDES CASTAÑON, Riesgo permitido, 1995, pp. 248-253,
con ulteriores referencias. Y ello porque, incluso aunque lleguemos a la conclusión de que la acción que
he calificado de omisiva únicamente puede ser subsumida, en su caso, en un tipo activo, y nunca en uno

12
obligación de controlar o de reducir el riesgo mediante una acción positiva (y si ello
puede dar lugar a una responsabilidad en igualdad de condiciones con la que pudiera
derivarse de la primera acción) 13 . Así pues, habrá que examinar la cuestión de la
valoración objetiva de la conducta por separado en cada una de las dos acciones 14 15 .

3. Por lo que se refiere a las primera de ellas, sólo es posible dar la razón al TS
en un aspecto: a saber, en la existencia real de peligrosidad en la conducta del sujeto
activo, Manuel H. B. En efecto, como bien indica el tribunal, existía una probabilidad
abstractamente relevante (teniendo en cuenta el valor de los bienes jurídicos
amenazados) 16 de que la autorización de las anilinas como sustancia desnaturalizante
pudiera dar lugar a la puesta en peligro de la vida o la salud de las personas.
Sin embargo, solamente hasta aquí es posible compartir la estimación de la AN
y del TS. Pues sabido es que, en virtud de la vigencia del principio de responsabilidad
subjetiva 17 , la mera existencia de riesgo no puede dar lugar –legítimamente- a una
valoración negativa de la conducta sino que, por el contrario, únicamente una
vinculación de orden subjetivo (a título de aceptación, de conocimiento o, al menos, de
cognoscibilidad) entre acción y riesgo autoriza a dicha valoración. Y, sin embargo,
ocurre que difícilmente puede aceptarse que en el caso de autos existiera
cognoscibilidad del riesgo por parte del sujeto activo en el momento en que realizó su
acción. Ello me parece indudable si se tienen en cuenta los siguientes datos:
- En primer lugar, aquello a lo que ha de referirse la cognoscibilidad es al
peligro concreto de causación del resultado lesivo, y no a la mera peligrosidad

de omisión propia, la caracterización de la misma resulta relevante a la hora de realizar juicios de


probabilidad y de cognoscibilidad, análisis de las posibilidades de acción, etc. Es decir, precisamente
aquellas cuestiones que nos importan cuando examinamos si existe negligencia o no en una conducta.
13
Vid. infra V.
14
Se sigue a continuación la secuencia de análisis del desvalor objetivo de la acción y de
dedución del deber de conducta del sujeto que propuse en PAREDES CASTAÑON, Riesgo permitido,
1995, passim: a saber, peligrosidad abstracta de la conducta, grado de cognoscibilidad de dicha
peligrosidad, reglas de conducta existentes, medidas de cuidado objetivamente necesarias para el control
del riesgo y grado de diligencia exigido en la aplicación de dichas medidas de cuidado (se deja a un lado
la cuestión de la concurrencia de otros intereses contrapuestos a los de la protección del bien jurídico, que
en este supuesto tenía escasa relevancia).
15
Veremos, además, que la diferenciación tiene importantes consecuencias en materia
dedeterminación de la posición de autor: vid. infra VII.
16
Vid. PAREDES CASTAÑON, Riesgo permitido, 1996, pp. 192-195.
17
LUZON PEÑA, PG, I, 1996, pp. 86-88.

13
abstracta 18 . Por lo tanto, aquí, al peligro concreto de que se produjeran muertes o
lesiones a consecuencia del informe favorable a la utilización de las anilinas como
agente desnaturalizante del aceite de colza. No basta, por lo tanto, para afirmar la
existencia de dicha cognoscibilidad con que el sujeto pudiera –y aun debiera- ser
consciente de que el aceite de colza desnaturalizado con anilinas era tóxico; o de que
existía alguna probabilidad de que pudieran desviarse partidas de aceite desnaturalizado
para el consumo humano. Al contrario, únicamente si pudiera afirmarse que el sujeto
podía y debía conocer, en el momento de emitir su informe, las circunstancias concretas
en las que iba a desenvolverse el riesgo para la vida y para la salud de las personas (esto
es, que existía una elevada probabilidad –aquella que se exige para hablar de peligro
concreto- de que unas empresas que utilizaban la anilina para la desnaturalización de
aceite de colza para uso industrial desviasen cantidades relevantes y altamente tóxicas
del mismo hacia el consumo humano, provocando una enfermedad desconocida –el
“síndrome tóxico”- y, con ello, centenares de muertes y de lesiones), entonces podría
hablarse de cognoscibilidad del riesgo, a los efectos de la estimación de la imprudencia.
En mi opinión, tal no era, evidentemente, el caso en el año 1973, donde lo máximo que
Manuel H. B. podría haber llegado a representarse era la mera posibilidad abstracta de
que tal cosa ocurriera.
- En segundo lugar, la cognocibilidad del riesgo ha de ser examinada siempre
desde una perspectiva ex ante 19 . Es decir, en este supuesto, la misma debe considerarse
en el momento –año 1973- en el que Manuel H. B. emitió su informe y desde la
posición que el mismo ocupaba, como Director del Laboratorio Central de Aduanas.
Ello supone, a mi entender, un nuevo obstáculo, pues, aunque es cierto, como indica el
TS, que la distancia temporal en sí misma no constituye un óbice absoluto para la
estimación de la imprudencia (de la cognoscibilidad del riesgo), también lo es que hace
más difícil dicha estimación, por cuanto que hay pocas probabilidades (en definitiva, el
juicio de cognoscibilidad no es más que un juicio de probabilidad sobre la posibilidad
de conocer otro juicio de probabilidad, el de peligro) 20 de que un sujeto pueda prever las
circunstancias concretas de algo que va a suceder siete u ocho años después. Y, si en un
caso concreto se demostrase que tal cosa ocurría, entonces nos hallaríamos ante un

18
PAREDES CASTAÑON, Riesgo permitido, 1995, pp. 374.
19
PAREDES CASTAÑON, Riesgo permitido, 1995, pp. 362-365.
20
PAREDES CASTAÑON, Riesgo permitido, 1995, pp. 361-362.

14
supuesto específico de conocimientos extraordinarios (pero conocimientos efectivos), en
el que el deber de conducta del sujeto se vería modificado por este hecho 21 . Fuera de
este caso excepcional, parece difícil aceptar la existencia de cognoscibilidad del riesgo.
- En tercer lugar, el sentido del juicio acerca de la existencia o no de
cognoscibilidad del riesgo depende, evidentemente, de las capacidades y conocimientos
que se le exijan al sujeto para ello. Y, en este sentido, ya he defendido en otro lugar que
sólo una concreción de dichas capacidades y conocimientos presupuestos al sujeto a
partir de la posición que ocupa en el tráfico jurídico nos permite realizar una valoración
adecuada acerca de la corrección o incorrección –diligencia o negligencia- de su
conducta 22 . En este caso, ello significa que en principio hay que tomar en consideración
únicamente aquellos conocimientos y capacidades exigibles para el puesto de Director
del Laboratorio Central de Aduanas (en el año 1973). Puesto que, en su ubicación
organizativa dentro de la estructura de la Administración Pública (como parte del
Ministerio de Hacienda, encargada de la identificación de productos que pretendían ser
introducidos en el territorio aduanero español), no parecía tener específicas funciones
de control de la sanidad alimentaria 23 , especialmente cuando abordaba supuestos
referidos en principio a productos de uso industrial. De esta manera, en principio no
constituía una función del Laboratorio Central de Aduanas (y, por lo tanto, tampoco de
su Director) el control de los riesgos sanitarios que pudieran producirse dentro del
territorio nacional como consecuencia del mal uso de productos industriales que reunían
condiciones adecuadas para una utilización industrial apropiada, por lo que podían ser

21
PAREDES CASTAÑON, Riesgo permitido, 1995, pp. 257 ss.
22
PAREDES CASTAÑON, Riesgo permitido, 1995, pp. 339-346.
23
Vid. el Decreto 151/68, de 25 de enero de 1968, por el que se reorganiza el Ministerio de
Hacienda: según su art. 11, el Laboratorio Central de Aduanas se integra en la Dirección General de
Aduanas; y, según su art. 7, corresponde a esta Dirección General “en general, la gestión de los
impuestos y desgravaciones que afecten al comercio exterior”. Por su parte, el Real Decreto de 31 de
marzo de 1925 (Gaceta de 1 de abril), que reorganiza el Laboratorio Central y crea otros en Aduanas,
establecía (art. 1) que “su misión será la de practicar los análisis y evacuar las consultas e informes que
ésta (scil. la Dirección General de Aduanas) le ordene en relación con la aplicación de los Aranceles de
Aduanas y los impuestos de transportes, alcoholes, cervezas, azúcares y achicoria”. E, igualmente, el
Decreto 2948/74, de 10 de octubre (B.O.E. de 26 de octubre), de reorganización del Ministerio de
Hacienda, que modificó el Decreto de 1968, estableció (art. 2.7) como “competencias de asistencia
técnica: a) Emitir dictámenes y elaborar estudios técnicos de naturaleza físico-química en relación con
los hechos imponibles de los tributos integrantes de la Renta de Aduanas. b) Informar, cuando sea
requerido para ello, en los expedientes tramitados por órganos administrativos o por Tribunales de la
Administración de Justicia. c) Asesorar técnicamente al M.º Hacienda y demás Departamentos
Ministeriales en materias propias de su competencia”. En cualquier caso, nada se estipula en relación
con un supuesto deber de control sanitario o de consumo en relación con la utilización de los productos
en el mercado interior.

15
importados 24 . Y, así, tampoco existía ninguna obligación de poseer ni de utilizar
conocimientos y capacidades para dicho control para prever posibles riesgos de esa
índole (dejo ahora, de nuevo, a un lado los supuestos de conocimientos extraordinarios,
irrelevantes para el caso que nos ocupa).

4. Por todas las razones expuestas, me parece que no resulta posible afirmar que
el sujeto encausado poseyera capacidad para prever el riesgo concreto que en el “caso
de la colza” se realizó. Por otra parte, además, incluso aunque hubiera tenido tal
capacidad, resulta harto discutible que existiera alguna obligación para Manuel H. B. de
haber emitido un informe negativo acerca de la utilización de la anilina como sustancia
desnaturalizante. En efecto, en la medida en que, como acabamos de ver, las funciones
de control de riesgos desempeñadas por el Laboratorio Central de Aduanas no parecían
referirse específicamente al ámbito de la sanidad alimentaria, creo que la única
diligencia (penalmente irrelevante, al no existir bienes jurídico-penalmente protegidos
en juego en este terreno) exigible al sujeto activo a la hora de emitir su informe 25
estribaba en garantizar que las sustancias que se mezclaban con el aceite de colza
tuvieran un efecto real de desnaturalización del mismo, haciéndolo no apto para el
consumo humano. Y ello, porque esta era la única finalidad de las reglas de conducta
existentes en su ámbito de actuación (y puesto que aquí no existían espacios relevantes
de riesgo permitido), y no el del control de riesgos sanitarios. Así, y dejando ahora
aparte la posibilidad de que pudiera existir responsabilidad penal por su omisión, la
conducta de Manuel H. B. en ningún caso podría ser calificada como imprudente.

24
De cualquier forma, la afirmación anterior no se basa únicamente en la normativa
administrativa acabada de citar (como ya se ha dicho, las reglas de conducta –basadas aquí en dicha
normativa- no constituyen el único elemento para la configuración del deber de conducta), sino también
en el propio diseño organizativo de la Administración, pensado también para repartir de ese modo sus
funciones. Pues, si –como no es infrecuente- hubiera habido una discrepancia entre regulación jurídica y
organización real, entonces debería ser esta última la efectivamente relevante para la determinación de la
responsabilidad penal (así, PAREDES CASTAÑON, en PAREDES CASTAÑON/RODRIGUEZ
MONTAÑES, Colza, 1995, pp. 143-146).
25
Esto es, la única medida de cuidado exigible, a tenor de las reglas de conducta existentes, a la
hora de realizar la acción peligrosa (presuntamente) previsible: vid. PAREDES CASTAÑON, Riesgo
permitido, 1995, pp. 142-150.

16
V

1. Naturalmente, no se me oculta que tanto la AN como el TS reprochan también


al sujeto encausado una segunda acción: a saber, haber omitido cualquier género de
aviso (a sus superiores o a cualquier otro organismo competente) acerca de la elevada
toxicidad de las anilinas combinadas con el aceite de colza. En este sentido, debemos
considerar, pues, la posibilidad de que Manuel H. B. pueda ser sancionado a
consecuencia de esta segunda acción de índole omisiva (a lo sumo, imprudente). Sin
embargo, hay que comenzar por advertir que, en mi opinión, en ningún caso este
segundo comportamiento de Manuel H. B. podría ser equiparado a uno de carácter
activo y subsumido, así, en los correspondientes tipos resultativos (homicidio y
lesiones). Y ello, porque, en virtud del deber de conducta que hemos atribuido más
arriba a este sujeto en el ámbito que ahora nos ocupa (básicamente: de control de los
riesgos derivados de la introducción de aceites no autorizados destinados al consumo
humano en el territorio aduanero español, pero no de control del comercio interior de
aceites), no será posible nunca conectar una omisión como la ocurrida en este caso con
dicho deber de conducta. De este modo, no podría decirse de ningún modo que exista
una “equivalencia” entre omisión y acción 26 , por lo que no es posible hablar de
homicidio o de lesiones en comisión por omisión. Estaremos, en definitiva, ante
supuestos en los que, al no englobar en principio el deber de conducta del sujeto activo
el control de tales riesgos (aquí, el riesgo de que el aceite de colza desnaturalizado con
anilinas fuera desviado al consumo humano y, por su toxicidad, causase daños
personales) 27 , la única posibilidad de que exista responsabilidad penal estriba en la

26
Respecto de las condiciones de “equivalencia” entre omisión y acción y, consiguientemente, de
responsabilidad en comisión por omisión, vid. SILVA SANCHEZ, El delito de omisión. Concepto y
sistema, 1986, pp. 339-350; el mismo, “Comisión” y “omisión”: criterios de distinción, Cuadernos de
Derecho Judicial, s/f, pp. 15-20; LUZON PEÑA, Omisión de socorro: distinción entre omisión propia e
impropia, en Derecho Penal de la circulación, 2ª de., 1990, pp. 175-177; el mismo, La participación por
omisión en la jurisprudencia reciente del Tribunal Supremo, en Estudios Penales, 1991, pp. 235-242;
DIAZ Y GARCIA CONLLEDO, Omisión de impedir delitos no constitutiva de participación por
omisión. ¿Un caso de dolo alternativo?, PJ 24 (1991), pp. 208-209; GRACIA MARTIN, La comisión por
omisión en el Derecho Penal español, APen 1995, pp. 700-713. Me he adherido a ellos en PAREDES
CASTAÑON, Riesgo permitido, 1995, p. 225; el mismo, PJ 33 (1994), pp. 434-435, n. 27; el mismo, en
PAREDES CASTAÑON/RODRIGUEZ MONTAÑES, Colza, 1995, pp. 155, 188-189, n. 378.
27
Precisamente, aquí se halla el límite entre lo que podría constituir comisión por omisión y lo
que nunca puede representarlo (PAREDES CASTAÑON, Riesgo permitido, 1995, pp. 236-243; el
mismo, en PAREDES CASTAÑON/RODRIGUEZ MONTAÑES, Colza, 1995, pp. 188-189, n. 378): en
efecto, si Manuel H. B. no tenía en principio funciones de control sobre el uso que se hiciera del aceite de
colza dentro del territorio aduanero español, sino únicamente de control de que la introducción en dicho
territorio tuviera lugar en las condiciones normativamente previstas –desnaturalizado-, entonces nunca su

17
aplicación, en su caso, de lo que he denominado “tipos penales de solidaridad” (omisión
de socorro, omisión del deber de impedir delitos,...), en los que el deber de conducta del
sujeto se configura de forma extraordinariamente exigente en cuanto al género de
riesgos sobre los que existe obligación de actuar (aunque, por otra parte, dicha
exigencia se ve luego limitada por la introducción de restricciones, tales como el
criterio de posibilidad fáctica: “cuando pudiere hacerlo sin riesgo propio o ajeno”,
dice, por ejemplo, el art. 195 CP) 28 .

2. Ocurre, sin embargo, que en este caso es difícil hallar un tipo penal de ese
género que resulte aplicable. En efecto, y dejando ahora aparte el genérico tipo de
omisión del deber de socorro, no parece que existiera ningún otro relevante en el CP-
1944 para el supuesto que nos ocupa: ni entre los “delitos de los funcionarios públicos
en el ejercicio de sus cargos” ni tampoco entre los “delitos de riesgo en general”
aparece un tal delito de omisión propia aplicable (tampoco parece que exista en el
nuevo CP). Y, en lo que respecta al delito de omisión de socorro, hay que decir que la
conducta de Manuel H. B. difícilmente tendría encaje en el mismo, puesto que no puede
hablarse de “una persona que se halle desamparada y en peligro manifiesto y grave”
cuando lo único que existe es un riesgo genérico y aún indeterminado en sus
circunstancias temporales, espaciales y personales (y, por supuesto, todavía no
verificado). De este modo, parece que la omisión realizada por este sujeto únicamente
resultaría relevante, en su caso (esto es, si se puede afirmar que se den las restantes
condiciones, complementarias de la tipicidad, para que exista responsabilidad), como
infracción administrativa; o, si no, resultaría ser una acción incorrecta (en términos de la
Teoría de la Decisión), pero no jurídicamente imprudente.

3. De cualquier forma, creo que, pese a todo, nos interesa examinar si la omisión
de Manuel H. B. puede ser considerada en sí misma imprudente, desde el punto de vista
de la Teoría de la Decisión (por más que aquí, evidentemente, dicha imprudencia deba
considerarse penalmente atípica). Y, en este sentido, creo que, efectivamente, puede
afirmarse que, en la medida en que se llegó a comprobar que dicho sujeto tenía la

omisión podrá gozar de tal trascendencia como para equivaler valorativamente a una acción de las que
contribuye causalmente al resultado lesivo (a las acciones de quienes distribuyeron el aceite, por
ejemplo).
28
Vid. PAREDES CASTAÑON, Riesgo permitido, 1995, pp. 239-241.

18
posibilidad de ser consciente de que la sustancia desnaturalizante que se iba a autorizar
era tóxica, la prudencia (entendida en un sentido amplio, ya que, como hemos visto, no
existía aquí ningún deber de conducta jurídico-penalmente sancionado) debería haberle
llevado a avisar acerca de dicha toxicidad. De tal manera que, de existir algún deber
explícito de intervención, el comportamiento debería ser calificado sin ninguna duda
como imprudente.
Finalmente, debe advertirse que tras la entrada en vigor del nuevo CP, la
existencia de un deber de conducta, la afirmación de que existió negligencia en su
incumplimiento y la tipificación de dicho comportamiento objetivo tampoco serían
condiciones bastantes para la imposición de responsabilidad penal, cuando, como en
este caso, no haya existido dolo. De este modo, creo que no cabe duda alguna de que el
sujeto en cuestión tampoco respondería penalmente por su comportamiento omisivo.

VI

Para acabar con la cuestión de la valoración que merece la conducta,


permítasenme tan sólo dos observaciones adicionales sobre el tratamiento que el TS da
a la conducta de Manuel H. B., que él mismo ha calificado previamente (al igual que la
AN) como imprudente:
1. En primer lugar, es posible discutir, aun cuando ello no resulte inequívoco, la
calificación que realiza el TS como imprudencia temeraria. Pues, de una parte, es cierto,
como afirma el tribunal, que el peligro que puede amenazar a consecuencia de la acción
de Manuel H. B. –imprudente, ex hipothesi- reviste una naturaleza grave. No obstante,
de otra parte, hay dos argumentos que resultan de peso bastante para poder contradecir a
aquél: primero, el hecho de que el grado de peligro existente en el momento de la(s)
acción(es) de Manuel H. B. fuera aún -en todo caso- muy limitado (tanto que ya hemos
visto que, mi opinión, no existía todavía sino una peligrosidad meramente abstracta) 29 ; y

29
Tiene razón la STS cuando argumenta que la mera distancia temporal entre la acción –
considerada imprudente- de Manuel H. B. y los resultados lesivos no constituye una base suficiente para
degradar la imprudencia de temeraria a simple. No obstante, el argumento decisivo para proceder a esta
degradación (derivado, sin duda, en cierta medida del factor temporal) es que en el momento en que
aquel sujeto actúa el grado de peligro concreto existente para la vida y para la salud de las personas es,
cuando menos, extremadamente reducido (ya hemos visto que, en mi opinión, no existe aún). Pues, en
efecto, de otro modo se fomenta una reprobable confusión entre gravedad –grado de probabilidad- del

19
segundo, el hecho de que, de cualquier modo, el grado de divergencia entre la conducta
debida por Manuel H. B. y la que efectivamente realizó (que debe ser, en mi opinión, el
principal criterio para la diferenciación entre imprudencia grave y leve) 30 no podrá
considerarse en ningún caso demasiado elevado (el sujeto emitió un informe que
resultaba correcto y, a lo sumo, omitió informar acerca de la toxicidad y escasa
perceptibilidad de la mezcla de aceite de colza y anilinas), por más que el resultado
ocasionado por dicha conducta considerada imprudente fuera finalmente muy grave 31 .

2. En segundo lugar, y suponiendo que se acepte la anterior calificación, resulta


de todo punto inadmisible la argumentación que el TS realiza para no acudir a la
agravación de negligencia profesional (art. 565, párr. 2º CP-1944) en este caso. Dicha
argumentación se basa en la diferencia, ya tradicional en nuestra jurisprudencia, entre
“negligencia (común) del profesional” y “negligencia (propiamente) profesional”, lo
cual es esencialmente correcto (aunque, como el propio TS reconoce, resulte un tanto
confuso en sus contornos conceptuales) 32 . Sin embargo, el razonamiento por el que el
tribunal llega a la conclusión de que en este supuesto concurre únicamente la primera, y
no la segunda, no puede ser aceptada. En dicho razonamiento se viene a decir que, aun
tratándose de un profesional especializado altamente cualificado, el “informe en sí
mismo considerado, aunque fuera el inicial desencadenante de lo después ocurrido, no
transgredió las normas de la pericia exigidas a ese profesional, y mucho menos con la
evidencia que exige el tipo agravado”. Pero es que, dejando ahora a un lado la
referencia –discutible- a la idea de “evidencia” en este contexto 33 , si se toma en sus

peligro y gravedad del resultado que amenaza, conceptos que en todo caso han de aparecer como
distintos.
30
Vid. PAREDES CASTAÑON, Riesgo permitido, 1995, p. 520.
31
Pues, desde luego, el grado de gravedad de la imprudencia no se puede deducir
automáticamente del grado de gravedad del resultado lesivo producido: MIR PUIG, Derecho Penal. Parte
General, 4ª ed., 1996, pp. 280-281.
32
Vid. LUZON PEÑA, PG, I, 1996, pp. 519-520.
33
Como ocurre tantas veces ante cuestiones dogmáticas complejas, el TS tiende aquí también a
mezclar diversos momentos del proceso de calificación jurídico-penal de hechos: de una parte, el
problema de la determinación de si concurre o no negligencia profesional, problema que habrá de
examinarse conforme a criterios interpretativos propiamente jurídicos (a saber, si existe la actuación,
negligente, de un profesional en el ejercicio de su profesión a consecuencia de uso inadecuado de los
conocimientos o capacidades que específicamente –y aquí está el elemento diferenciador esencial- se le
presuponen para ocupar dicha posición profesional); y, de otra, la cuestión de la perceptibilidad –
“evidencia”- de dicha negligencia profesional, lo que tiene más que ver con las experiencias sociales
acerca de lo jurídico y lo antijurídico. De modo que no tiene por qué haber necesariamente una

20
términos la afirmación del TS, habría que preguntarse (como más arriba lo hemos
hecho) por qué puede hablarse de imprudencia alguna en este supuesto. Pues, en efecto,
si es que el informe “no transgredió las normas de la pericia”, entonces la imprudencia
no existe. Y, al contrario, si hubo imprudencia es que dicha pericia no existió. Ya que,
en cualquier caso, las características de la acción presuntamente imprudente son tales
que resulta el paradigma de una acción eminentemente profesional: en efecto (y como,
por otra parte, viene a reconocer el TS), únicamente un profesional altamente
cualificado puede emitir informes de tal índole y sólo a él se le pueden presuponer
conocimientos y capacidades para ser consciente del peligro y de la toxicidad de un
producto desnaturalizante como lo eran las anilinas. Es decir, que en este caso, supuesta
la aceptación de que la posible imprudencia resultó temeraria, había que calificar como
negligencia profesional o absolver. La solución intermedia era dogmáticamente
incoherente, aunque fuera la que eligió el TS. En este sentido, podemos especular
acerca de los comprensibles motivos del tribunal (evitar una pena mínima de cuatro
años, dos meses y un día, que hubiera eliminado cualquier posibilidad de remisión
condicional), pero debemos lamentar una utilización tan poco rigurosa de las categorías
dogmáticas y una instrumentalización inadmisible del Derecho Penal (pues, si, como el
TS sostiene, Manuel H. B. cometió efectivamente centenares de muertes y lesiones con
imprudencia temeraria, ¿por qué no debería cumplir la pena de prisión prevista para
tales comportamientos?).

VII

1. He examinado hasta aquí cuestiones relativas a la valoración que le merecen


al Derecho Penal los comportamientos mantenidos por el sujeto encausado, llegando a
la conclusión de que resulta difícil calificarlos como imprudentes en un sentido jurídico-
penal estricto. Al menos, si, como parece plausible, las obligaciones de dicho sujeto no
alcanzaban al control de los riesgos sanitarios derivados del mal uso –en el consumo
humano- del aceite de colza desnaturalizado dentro del territorio aduanero español. No
obstante, ocurre que, incluso aunque por cualquier razón (por ejemplo, porque pudiera

correspondencia entre existencia o gravedad de la negligencia profesional e inmediata percepción de la


misma.

21
demostrarse que dicha obligación de control de riesgos sanitarios sí que existía) se
llegase a la conclusión de que alguna de las acciones realizadas por Manuel H. B. era
imprudente en un sentido jurídico-penalmente relevante, tampoco concurren en el caso
concreto el resto de las condiciones necesarias para atribuirle responsabilidad penal por
los resultados lesivos producidos. Pues faltan, en mi opinión, varias de las condiciones
referidas a las relaciones de atribución que han de existir para la plena configuración del
comportamiento típico en el plano objetivo 34 : en concreto, entre acción y deber de
conducta (relación de autoría) 35 .
Así, ocurre que difícilmente puede aceptarse que el sujeto en cuestión ocupara
una posición de autor en relación con los delitos de homicidio y de lesiones. Pues, en
efecto, existen al menos dos problemas en el caso concreto que cuestionan dicha
autoría.

2. En primer lugar, ocurre que en la resolución judicial no quedan precisados


exactamente los hechos acaecidos. En un régimen de responsabilidad, como es el penal,
regido por el principio de responsabilidad individual 36 , resulta siempre de especial
importancia determinar al detalle el comportamiento concreto mantenida por cada
persona encausada; y, muy especialmente, cuando dicha persona actúa en el seno de una
organización guiada por los principios de división del trabajo, de especialización y de
jerarquía, puesto que el órgano juzgador debe individualizar totalmente la conducta
realizada por cada sujeto más allá de lo que las propias reglas de la organización lo
hacen 37 . Pues bien, en este caso concreto hay al menos dos cuestiones que no quedan
claras en los hechos probados de las sentencias 38 . Y es que la atribución de
responsabilidad penal a Manuel H. B. parece derivarse, según el parecer del tribunal,
del hecho de que “como director del mismo (scil. el Laboratorio Central de Aduanas)

34
Vid. PAREDES CASTAÑON, Riesgo permitido, 1995, pp. 50-53, diferenciando, dentro del
proceso de constitución (en el sentido de HRUSHKA, Die Konstitution des Rechtsfalles, 1965, passim)
del aspecto objetivo del hecho típicamente antijurídico, entre juicios de valoración y juicios de atribución.
De otra opinión, VIVES ANTON, Fundamentos, 1996, p. 307.
35
Sobre esta cuestión la bibliografía resulta interminable: por ello, vid., por todos, DIAZ Y
GARCIA CONLLEDO, La autoría en Derecho Penal, 1991, passim, con ulteriores referencias.
36
Vid. LUZON PEÑA, PG, I, 1996, pp. 88-89.
37
Vid., sobre todo esto, PAREDES CASTAÑON, en PAREDES CASTAÑON/RODRIGUEZ
MONTAÑES, Colza, 1995, pp. 143-146.

22
informó”. Ahora bien, no está claro con ello si se trata del hecho de que él mismo
elaboró dicho informe o si –como parece más probable- se trata tan sólo de que él lo
firmó; e, incluso, si él mismo hubiera elaborado el informe, tampoco está claro si él
realizó por sí solo todos los análisis necesarios para la elaboración, o –nuevamente, la
hipótesis más probable- contó más bien con la colaboración de terceras personas.
Porque, en cualquiera de estos dos casos (a saber: si no hizo él mismo todo el trabajo
analítico en solitario, o si se limitó a firmar el informe, no habiéndolo elaborado), habría
que cuestionar (o, al menos, poner en duda) la posición de autoría de Manuel H. B. En
efecto, en el primero de los supuestos, habría que determinar el grado de intervención
de cada uno de los sujetos en los análisis y en la realización del informe; en otras
palabras, en la realización de la acción calificada como imprudente 39 . Y, desde luego, la
cosa resultaría aún más clara si el Director del Laboratorio se hubiera limitado a
firmarlo, sin haberlo elaborado, supuesto este en el que resultaría altamente
problemático hablar de comisión (en omisión) de una conducta de autoría imprudente,
que sería la única responsabilidad posible 40 .

3. En otro orden de cosas, debe observarse que ni la AN ni el TS tomaron en


consideración el hecho de que las acciones llevadas a cabo por Manuel H. B. tuvieron
lugar en un contexto en el que se vieron “obstruidas” por otras acciones de otros

38
Naturalmente, es posible que el tribunal de instancia sí que los tuviera claros y no lo reflejara,
sin embargo, así en la redacción de la SAN. Pero, en tal caso, habría que apreciar un defecto de
motivación en dicha resolución judicial.
39
Me he ocupado de los criterios para determinar las posiciones de autoría imprudente en delitos
puramente resultativos en PAREDES CASTAÑON, en PAREDES CASTAÑON/RODRIGUEZ
MONTAÑES, Colza, 1995, pp. 147-155. Básicamente, se trata de seleccionar como posiciones de autoría
aquellas que, por encontrarse en la línea que lleva directamente hasta el producto final (aquí, desde la
solicitud inicial de un informe hasta la redacción del mismo y su difusión, pasando por la realización de
los análisis esenciales para el informe), conllevan una capacidad de control del curso causal –
potencialmente lesivo- posterior. Quedan, pues, excluidos de la posición de autor quienes no entran en
esta línea principal de acción: en nuestro ejemplo, quienes se hayan limitado a ayudar en los análisis, a
proporcionar el material, a formar a los analistas, a pasar a máquina el informe, etc.
40
Vid. PAREDES CASTAÑON, en PAREDES CASTAÑON/RODRIGUEZ MONTAÑES,
Colza, 1995, pp. 185-192. Frente a la concepción restrictiva que aquí se mantiene se ha alzado un cierto
sector jurisprudencial que, sobre la cuestionable base del art. 31 CP (antiguo art. 15 bis CP-1944), viene
entendiendo que en el seno de las organizaciones existe una norma de atribución casi automática de
responsabilidad penal, en perjuicio de quien ejerza materialmente las funciones de dirección de la
organización que “comete un delito” (vid. la jurisprudencia citada, en materia de delitos contra el medio
ambiente, así como la crítica de la misma, en PAREDES CASTAÑON, Responsabilidad penal y “nuevos
riesgos”: el caso de los delitos contra el medio ambiente, APen 1997, p. 223). A mi entender, esa
interpretación resulta claramente incompatible con el tenor literal del art. 31 CP y, por ello, contraria, al
principio de legalidad penal, en la medida en que modifica las reglas generales del art. 28 CP,
extendiendo el ámbito de la tipicidad, sin base legal explícita.

23
sujetos. Pare ser más exactos: las acciones de Manuel H. B. tuvieron lugar con
anterioridad a acciones igualmente peligrosas y temporalmente posteriores. En
concreto, al menos a dos clases de ellas: primero, a la acción de autorizar el uso de la
anilina como sustancia desnaturalizante (que no realiza el propio Manuel H. B., sino la
Dirección General de Aduanas); y, luego, sobre todo a las acciones de los importadores
y distribuidores del aceite de colza desnaturalizado que lo desviaron al consumo
humano. En ambos casos, la existencia de dichas acciones posteriores debería haber
sido tenida en cuenta a la hora de determinar si existía una posición de autoría en el
caso de Manuel H. B. Pues, en efecto, como antes he indicado, la presencia de esas
acciones hace que pueda disminuir sensiblemente la aptitud de la acción del sujeto
encausado para controlar el curso causal que culmina en el resultado lesivo 41 .
Naturalmente, esta no es una consecuencia obligatoria en todos los casos 42 . Sin
embargo, sí que parece haber ocurrido en el presente, en la medida en que se alteró
sustancialmente dicha capacidad de control.
Así, en el caso de la acción realizada por quien, en la Dirección General de
Aduanas, Sección de Arancel (y sin que conste su identidad en la resolución judicial),
autorizó la utilización de las anilinas, parece claro que dicha acción constituye, en
principio, un candidato más idóneo para ser calificada como acción de autoría. Pues,
además de la mayor proximidad temporal al resultado lesivo (ciertamente, con una
diferencia prácticamente imperceptible respecto a la conducta de Manuel H. B.),
interesa sobre todo su mayor aptitud para controlar el curso causal posterior que acabó
en la lesión de bienes jurídicos: en efecto, es evidente que la acción de informar carecía
por sí misma de la potencialidad suficiente para dar lugar al curso causal posterior, que
sólo fue posible porque fue seguida de una acción de autorización; por ello, debe ser en
principio esta última la que preferida como acción de autoría, quedando la acción de
informar únicamente como acto de participación (de cooperación, aunque meramente
imprudente a lo sumo). Puede observarse, desde luego, que existen datos que nos

41
Esencialmente, bien que modernizando la ubicación dogmática, coincide esto con la regla de
imputación que se ha dado en llamar “prohibición de regreso”: vid. ROXIN, Bemerkungen zum
Regreßverbot, FS-Tröndle, 1989, pp. 185-200; JAKOBS, La imputación objetiva en Derecho penal, trad.
Cancio Meliá/ Suárez González, 1996, pp. 148-169; el mismo, Derecho Penal. Parte General, trad. Cuello
Contreras/Serrano González de Murillo, 2ª ed., 1997, pp. 257-267, 842-847; el mismo, La prohibición de
regreso en los delitos de resultado, en Estudios de Derecho Penal, 1997, trad. Cancio Meliá, pp. 241 ss.
42
Cfr. LESCH, Intervención delictiva e imputación objetiva, trad. Sánchez-Vera y Gómez-
Trelles, ADPCP 1995, pp. 946-948, quien apunta que, contra lo que en ocasiones se piensa, la
diferenciación entre autoría y participación es meramente cuantitativa, y no esencial.

24
conducen en un sentido contrario: primero, el hecho de que en ningún caso pudiera
calificarse la acción de autorización como acción imprudente, por efecto del “principio
de confianza”, que limitaba el deber de conducta del sujeto autorizante 43 , no exigiéndole
que hiciera por sí mismo aquellas comprobaciones cuya realización era función,
organizativamente atribuida, a otro sujeto (el Director del Laboratorio Central de
Aduanas); y segundo, el hecho reconocido –que consta además en la propia resolución
de autorización- de que la autorización se basó directamente en el informe emitido por
dicho Laboratorio. Estos dos datos reunidos podrían llevarnos a la conclusión de que,
pese a todo, el control estaba en manos del Director del Laboratorio Central de
Aduanas, de tal manera que el sujeto directamente autorizante se limitó a obrar como un
instrumento en manos de aquél, que sería el autor mediato (al menos, lo sería hasta el
momento en el que los hechos salen del ámbito de la Administración, lo cual no implica
todavía ser autor en sentido típico). Sin embargo, esta construcción sobre la base de la
autoría mediata (la única que me parece coherente en este caso) plantea no pocos
problemas, ya que, como ha sido puesto de manifiesto por la mejor doctrina en la
materia 44 , no puede admitirse automáticamente la existencia de autoría mediata sobre la
única base de la irresponsabilidad penal del sujeto más próximo al resultado lesivo y de
la existencia de desvalor en la acción del “sujeto de detrás”, sino que, por el contrario,
sólo la demostración del control objetivo del curso causal lesivo por parte de este último
permite hablar de autor mediato. Así, en el supuesto que nos ocupa, y al margen de las
restantes objeciones que se analizarán luego, no me parece claro que la mera emisión
del informe constituyera un acto sobre el que objetivamente recayese el control total de
la autorización del uso de anilinas. Pues, por más que la propia autorización diga otra
cosa, difícilmente puede obviarse el hecho de que su autor obraba en situación de plena
capacidad –imputabilidad- y, además, sin error alguno acerca de lo que el informe decía
(que era sustancialmente correcto). Debe admitirse, sin embargo, que la cuestión es,
cuando menos, discutible en este aspecto.

43
Acerca del “principio de confianza”, vid. PAREDES CASTAÑON, PJ 33 (1994), pp. 431-435;
el mismo, en PAREDES CASTAÑON/RODRIGUEZ MONTAÑES, Colza, 1995, pp. 161-165, con
ulteriores referencias.
44
Vid., por todos, DIAZ Y GARCIA CONLLEDO, Autoría, 1991, pp. 649-651; el mismo,
Autoría mediata, coautoría y autoría accesoria, EJBCiv, 1995, p. 702.

25
4. Por lo que respecta a la omisión de Manuel H. B., me parece que, por las
razones que más arriba se han apuntado 45 , no sería posible en ningún caso calificarla
como acción de autoría (de los delitos resultativos de homicidio o de lesiones), debido a
la ausencia de un deber de conducta jurídico-penalmente relevante que permitiera
atribuir tal posición. Pero, incluso si se hubiera llegado a la conclusión de que existía un
tal deber, creo que las mismas consideraciones que se acaban de realizar, sobre el
discutible grado de control poseído por aquel sujeto, serían aplicables también a la
calificación de la conducta de quien se limita a no avisar acerca de la posible toxicidad
de la sustancia desnaturalizante empleada: en efecto, es más difícil aún aceptar que
dicha omisión implique un control suficiente sobre el posterior curso causal lesivo como
para poder hablar de autoría de homicidio o de lesiones.

5. En todo caso, la cuestión resulta más clara todavía si se considera el segundo


dato no tomado en cuenta por el tribunal, cual es el de la existencia de unas conductas
posteriores (calificadas en algunos casos como dolosas por el mismo TS) de
importación de aceite de colza, de desnaturalización del mismo y de distribución y
comercialización para el consumo humano. En este sentido, la STS argumenta que la
existencia de una responsabilidad penal dolosa en relación con unos resultados lesivos
no tiene por qué excluir necesariamente cualquier otra responsabilidad (como sería,
precisamente, la de Manuel H. B., a título de imprudencia). Y, naturalmente, esta
afirmación resulta, en abstracto, esencialmente correcta: en efecto, frente a la
concepción tradicional acerca de la “prohibición de regreso” 46 , no es posible establecer
una regla general que impida la atribución de responsabilidad penal –a título de
imprudencia, por ejemplo- por el mero hecho de existir una acción dolosa posterior 47 .
Sin embargo, ello no significa, a la inversa (como parece inferir el TS), que dicha
atribución de responsabilidad a título de autoría resulte siempre posible. Por el
contrario, como antes he indicado, la determinación de la posición ocupada por el
“sujeto de detrás” exige una consideración del supuesto fáctico concreto. Pero, de
cualquier modo, parece que la regla general habrá de ser la de que resulta ser un
candidato más idóneo para la calificación como autor -al menos en principio, y salvo

45
Vid. Supra V.
46
Vid. ROXIN, FS-Tröndle, 1989, pp. 177-178, con ulteriores referencias.
47
ROXIN, FS-Tröndle, 1989, p. 185; JAKOBS, Estudios, 1997, p. 246.

26
que se pueda argumentar otra cosa en el caso concreto- quien actúa (de manera
suficientemente peligrosa y objetivamente disvaliosa) más próximo temporalmente al
resultado lesivo final. Y ello, porque normalmente quien esté más próximo al resultado
(y reúna el resto de las condiciones para la tipicidad) será quien más posibilidades de
control tenga sobre el curso causal que acaba por resultar lesivo. Como es lógico, esto
puede no ser cierto en supuestos determinados: así, cuando el “sujeto de detrás” realice
una acción sin la cual no es explicable el resultado; o, en otros términos, si no es posible
imputar objetivamente dicho resultado únicamente a la acción más próxima. Pero, fuera
de estos casos (y de aquellos otros de autoría mediata), la regla general expuesta seguirá
siendo básicamente correcta.
El asunto ofrece todavía menos dudas cuando, como en este caso, existe una
relevante diferencia de conocimientos (según el TS estimó probado en su STS 23-4-
1992) entre el sujeto actuante más próximo y el sujeto de detrás, con desventaja para
este último. Pues, en este supuesto, parece más evidente que la regla general ha de
cumplirse, a no ser que falte la imputación objetiva del resultado a la acción de aquél:
en efecto, la existencia de un mayor grado de conocimientos se añade a la mayor
proximidad temporal para hacer casi inevitable que el control sobre el curso causal que
deviene lesivo esté en manos de este último sujeto, a no ser que no esté en manos de
nadie (al menos, de nadie que haya obrado de forma disvaliosa), por no ser posible la
imputación objetiva del resultado a ninguno de tales sujetos; en cualquier caso, nunca
estará en manos del “sujeto de detrás”.
Precisamente, en el caso aquí comentado se daban todas las condiciones para
aplicar los criterios acabados de exponer. Pues, en efecto, existía una(s) acción(es) de
carácter doloso –según estimó en su momento el tribunal- realizadas por sujetos que se
hallaban bastante más próximos a los resultados lesivos que Manuel H. B. Por ello,
parece que todo debía conducir a calificar como autores a aquellos sujetos. Y, sobre
todo, debía llevar también a negar tal condición a Manuel H. B., en la medida en que
difícilmente era posible decir que él hubiera tenido un control suficiente sobre el curso
causal lesivo, al mismo nivel que aquellos otros sujetos. Al contrario, resulta evidente
que, ya en términos objetivos (y más claramente aún si se toma en consideración la
diferencia de conocimientos entre aquellos y éste), Manuel H. B. ocupó en todo
momento una posición de rango subordinado en el curso causal que condujo a la lesión
de los bienes jurídicos. Es decir, en otras palabras, que no pasó de ser en ningún caso

27
más que un mero cooperador imprudente al hecho típico, realizado propiamente por
(algunos de) quienes obraron dolosamente.

6. La interpretación contraria –la mantenida por el TS- constituye, por el


contrario, una manifestación del concepto unitario de autor en materia de delitos
imprudentes, que ha de ser rechazada, siquiera sea por respeto al principio de legalidad
penal, que obliga a reconocer que no todo sujeto que interviene en un hecho típico es
autor del mismo, sino sólo quien “lo realiza” 48 . De esta manera, también en el ámbito de
los delitos imprudentes es posible distinguir entre autores y meros partícipes, por lo que
han de mantenerse las reglas generales de responsabilidad penal en supuestos de
codelincuencia 49 . Cuestión diferente, y más discutible, es la de si debe sancionarse o no
la participación meramente imprudente en un hecho imprudente (la opinión general es
que no) 50 ; pero, de cualquier modo, la única sanción legítima sería, en su caso, las
propias de la cooperación necesaria o de la complicidad, aplicando las reglas de los arts.
61 y 63 sobre las penas de los correspondientes tipos imprudentes y teniendo en
consideración todas las reglas que rigen la responsabilidad de los meros partícipes
(básicamente, la accesoriedad limitada de la participación).
De esta manera, se debería haber llegado, en mi opinión, a la conclusión de que,
incluso si la conducta de Manuel H. B. podía ser considerada imprudente (lo que más
arriba yo he negado), tampoco tendría como consecuencia responsabilidad penal alguna.
O, en todo caso, nunca podría tenerla a título de autor imprudente de los homicidios y
de las lesiones, sino tan sólo como mero cooperador.

48
DIAZ Y GARCIA CONLLEDO, Autoría, 1991, pp. 206-207 (aunque advierte que los datos
literales no son incontrovertibles en esta materia, por lo que hay que estar en todo caso, además, a
consideraciones de orden material).
49
LUZON PEÑA, La “determinación objetiva del hecho”, ADPCP 1989, pp. 889-910; el mismo,
Autoría e imputación objetiva en el delito imprudente: valoración de las aportaciones causales, en
Derecho Penal de la circulación, 2ª ed., 1990, pp. 88-96.
50
Vid., por todos, LUZON PEÑA, PG, I, 1996, pp. 507-508.

28
VIII

1. Como ya anuncié con anterioridad, a partir de las anteriores observaciones es


posible hallar ya la solución a la cuestión de la posible responsabilidad de Federico P.
A. Pues, en efecto, los problemas que se plantean son similares, aunque las soluciones
hayan de ser matizadas a tenor de las peculiaridades del comportamiento de este
segundo sujeto. Así, en primer lugar, por lo que respecta a la valoración de la conducta
de Federico P. A., parece menos obvia la distinción que más arriba se realizó, para el
caso de Manuel H. B., entre una conducta activa y otra de carácter omisivo. Y ello,
porque parece que la función desempeñada por Federico P. A. –la de autorizar
importaciones de aceite de colza- en el subsistema social de que se trata sí que podía
conllevar la obligación de cerciorarse de la finalidad para la que dichas importaciones
tenían lugar 51 . De este modo, no sería cierto para Federico P. A. -como sí que lo era, por
el contrario, respecto de Manuel H. B. en un caso paralelo- que no fuera reprochable a
su conducta, a título de imprudencia, el hecho de no haberse cerciorado –como consta
en los hechos probados de la sentencia- de las razones por las que las importaciones de
aceite de colza desnaturalizado se habían incrementado repentinamente. Primero,
porque no parece que aquella conducta omisiva que el tribunal reprochó a Manuel H. B.
conllevase el mismo grado de peligro cognoscible que la mantenida por Federico P. A.:
en efecto, mientras que en el primer caso se trataba tan sólo de no avisar acerca de la –
mera- posibilidad de que el aceite de colza desnaturalizado con anilinas fuera desviado
al consumo humano, produciendo un efecto tóxico, en el segundo el riesgo era ya más

51
La Dirección General de Política Arancelaria, dependiente del Ministerio de Comercio, había
sido establecida como tal por el Decreto 1217/60, de 4 de julio de 1960 (B.O.E. de 5 de julio); fue
convertida en Dirección General de Política Arancelaria e Importación por el art. 6 del Decreto 91/68, de
25 de enero de 1968 (B.O.E. de 27 de enero). El Decreto 2710/65, de 11 de septiembre de 1965 (B.O.E.
de 20 de septiembre) estableció las competencias de dicha Dirección General, indicando que su misión
era la de “estudiar, proponer y aplicar la política arancelaria del Gobierno” (art. 1); y sus funciones
específicas (art. 3) las de “a) Estudiar y proponer la protección arancelaria de los diversos productos
(…).d) Formular estudios sobre el valor de las mercancías que son objeto de comercio o de importación,
informar sobre los precios consignados en las declaraciones o solicitudes de importación, realizar los
estudios y propuestas oportunos sobre establecimiento de derechos compensadores y antidumping y
adoptar las medidas cautelares previstas en las disposiciones vigentes (…)”. Por su parte, la Dirección
General de Comercio Exterior (de la que se desgajó en 1968 el área de importaciones, para pasar a la
Dirección General antes citada) tenía encomendadas, a tenor del art. 3 del Decreto 2709/65, de 11 de
septiembre de 1965 (B.O.E. de 20 de septiembre), las funciones de “c) Facultar a los interesados para
realizar operaciones de importación y exportación de mercancías (…). d) Conocer y analizar los precios
de los productos que son objeto de comercio de importación y exportación (…)”. Nada, pues, que ver
con el control de la utilización en el mercado interior de los productos importados. De igual manera se
pronunciaba también el art. 25 del Decreto de 5 de mayo de 1954 (B.O.E. de 18 de mayo), por que se
aprobó el Reglamento orgánico provisional del Ministerio de Comercio.

29
concreto y más fácilmente cognoscible para quien ocupaba una posición como la de
Federico P. A. Y, por ello, en segundo lugar, debido a la configuración de su deber de
conducta, podía entenderse que realizar, adecuadamente, dicha comprobación (y no
como, al parecer, lo hizo, tan sólo con una entrevista personal con el representante de la
empresa RAPSA) constituía una medida de cuidado adecuada –una de ellas- para
mantener el riesgo bajo control. En este sentido, creo que podría decirse, a partir de los
hechos dados por probados en la sentencia, que la conducta de Federico P. A. fue
imprudente en relación con las muertes y las lesiones producidas. Imprudencia que,
probablemente, podría ser calificada, en efecto, de temeraria (y necesariamente, a mi
entender, de profesional, cosa que el tribunal tampoco hizo en este caso).

2. Sin embargo, la anterior afirmación no implica tampoco necesariamente que


Federico P. A. debiera ser castigado penalmente. Pues, tal y como he intentado
argumentar más arriba, entiendo que la mera valoración jurídico-penal negativa de una
conducta no constituye aún un fundamento suficiente para una responsabilidad penal
autónoma, a título de autor. Y, precisamente, creo que tampoco en el caso de Federico
P. A. se daban los presupuestos para defender que ocupaba una posición de autoría. Por
el contrario, las mismas razones que anteriormente se han aducido para rechazar dicha
posición en el caso de Manuel H. B. deben mantenerse también para el sujeto que ahora
nos ocupa. Y es que resulta difícil defender, fuera de supuestos excepcionales
(conocimientos extraordinarios, autoría mediata,...) que la mera función de control de
riesgos pueda dar, allí donde existen comportamientos más centrales –y, además, a
título de dolo- que contribuyen al curso causal lesivo, lugar a una posición de autoría.
Por otra parte, tampoco en este supuesto quedaron perfectamente acreditadas las
funciones que materialmente tenía encomendadas Federico P. A. como Jefe de Sección
del Ministerio de Comercio, así como las eventuales funciones desempeñadas por sus
subordinados.

3. En mi opinión, por lo tanto, tampoco en el caso de Federico P. A. es posible


aceptar, desde una concepción coherentemente restrictiva de la autoría, que este sujeto
respondiera como autor de homicidios y lesiones imprudentes sino que, al igual que en

30
el caso del otro sujeto, a lo sumo podría haber tenido responsabilidad –si se admite-
como mero cooperador, necesario 52 .

XI

Todas las anteriores observaciones nos permiten concluir que las resoluciones de
la AN y del TS sobre el caso que nos ocupa distan mucho de resultar ejemplares. Se han
intentado fundamentar las razones para esta afirmación en las páginas anteriores. No
obstante, creo pertinente acabar con algunos comentarios que nos permitan salirnos del
caso concreto y enmarcar esta resolución en un contexto más general:
1º) Parece evidente que es en los casos extraordinariamente complejos en los
que se percibe especialmente la importancia de la elaboración de una dogmática
articulada (aquí, acerca del delito imprudente), que permita solucionar coherentemente
el supuesto respetando el tenor literal de los tipos y los principios generales reguladores
del ius puniendi.
2º) En concreto, para el caso del concepto de imprudencia, me parece claro –
como ya he manifestado en otras ocasiones 53 - que existe un exceso de casuismo y una
falta de criterios materiales adecuados en nuestra jurisprudencia. Ello, naturalmente, no
es grave en la mayoría de los casos, en los que las soluciones suelen resultar evidentes
por sí mismas, pero se vuelve preocupante cuando el supuesto resulta complejo. Pues,
entonces, frecuentemente el órgano juzgador se ve obligado a enfrentarse al proceso de
calificación jurídica sin más instrumentos que algunas categorías dogmáticas más o
menos ubicadas sistemáticamente, pero sin criterios materiales suficientes para su
aplicación.
3º) Naturalmente, esta situación no se debe únicamente –aunque también- a la
actitud refractaria de la jurisprudencia, sino además al estado del debate doctrinal sobre
el concepto de imprudencia, que frecuentemente se ha centrado más en problemas

52
Me parece que la cosa se puede ver con claridad si se piensa en la calificación que merecería
este mismo sujeto si hubiera obrado dolosamente: en una concepción restrictiva de autor, parece evidente
que no sería calificado como autor, sino como cooperador.
53
PAREDES CASTAÑON, Riesgo permitido, 1995, p. 152.

31
sistemáticos y metodológicos, antes que en el examen de los criterios de delimitación
material.
4º) Por ello, en materia de conductas imprudentes, frecuentemente es el “sentido
común” el recurso más utilizado por el juzgador. Sin embargo, esta forma de proceder
resulta problemática ante dinámicas de actuación complejas. Pues en ellas el mero
sentido común poco dice, como no sea acerca de las preferencias y prejuicios del propio
juzgador. En efecto, parece preciso acudir cada vez más a criterios elaborados fuera del
campo del Derecho para completar –y “rellenar”- los conceptos dogmáticos jurídico-
penales en materia de imprudencia, si es que no se quiere caer en un peligroso
“decisionismo” judicial.
5º) El caso que nos ocupa parece ser una muestra paradigmática de los peligros
que denuncio. Pues, en efecto, en él, la evidencia de la producción de un gravísimo
resultado lesivo, así como la falta de un comportamiento adecuado por parte de la
Administración Pública llevó al tribunal juzgador a la conclusión de que debía existir
responsabilidad penal. Y, sin embargo, dicha conclusión voluntarista contradecía, en mi
opinión, algunos principios fundamentales que deben regir la imputación jurídico-penal.
6º) De este modo, se acabó por confundir lo que era un incorrecto
funcionamiento de la organización administrativa con una responsabilidad personal que,
a mi entender, no existía. Y, sin embargo, la falta de una aplicación rigurosa de criterios
dogmáticos, unida a la presión de las necesidades utilitarias inmediatas (básicamente,
indemnizar a los afectados), llevó a una solución que, en pura técnica penal, resultaba
recusable.

32

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