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Lo innegociable

Por supuesto que no habrá justicia perfecta, como tampoco hay manera de reparar ni
restituir el daño y el dolor causado en cinco décadas de una guerra contra los más
vulnerables. La pregunta, entonces, es cuánta justicia es absolutamente indispensable,
qué no es perdonable bajo ninguna circunstancia.

El derecho internacional establece un deber estatal de perseguir los crímenes


internacionales más graves, independientemente de las consideraciones políticas del
momento. El estatuto de la Corte Penal Internacional ordena que “los crímenes más
graves de trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto no deberán
quedar sin castigo”, y que los Estados parte deberán estar “decididos a poner fin a la
impunidad de los autores de estos crímenes y a contribuir así a la prevención de nuevos
crímenes”. El estatuto recuerda, igualmente, que “es deber de todo Estado ejercer
jurisdicción penal contra los responsables de crímenes internacionales”, a saber, las
graves violaciones del derecho internacional humanitario, el genocidio, la tortura, los
crímenes de lesa humanidad.

Sobre estos delitos, entendidos como “crímenes internacionales nucleares”, no puede


concederse NINGÚN tipo de amnistía, ni formal, ni escondida bajo cláusulas de
selectividad o de renuncia a su persecución, dado su carácter no derogable y absoluto.

Estos principios de realidad recuerdan que no todo es negociable y es sobre esos límites
sobre los que se legitima un proceso de transición. Sin embargo, me temo que estamos
padeciendo uno de los efectos más perversos de los procesos de paz. Me refiero a ese
activismo que desalienta todo sentido crítico, esa suerte de ‘síndrome de Estocolmo’
que hace olvidar que el enemigo es el que está sentado al otro lado de la mesa y no el
que le demanda al Estado que honre su deber de hacer justicia.

Encuentro, por ejemplo, tremendamente peligroso que algunos entusiastas funcionarios


pretendan convertir en versión oficial su interpretación muy personal, según la cual los
derechos son “relativos” y “subsidiarios” al bien superior de “la paz”.

La impresión de que en La Habana se cuece un gran pacto de impunidad ha abierto la


caja de Pandora. Ya empieza a escucharse al resto de bandidos haciendo cuentas. “Nos
tendrán que aplicar lo mismo”, se dicen, dispuestos a granjearse sendas atenciones
usando los medios por los que uno consigue que se lo escuche en Colombia: por la vía
de las armas, la intimidación y el terror.

La justicia no puede sacrificarse ni en nombre de un proceso de paz (transitorio por


naturaleza), ni por sugerencia de un gobierno (que tarde o temprano también se
marchará), porque la justicia es el fundamento de todas las paces y la fuerza permanente
que vincula a una sociedad, que garantiza el cumplimiento del pacto de civilidad.
Será preciso recordar que la justicia no se ocupa de la política, no puede reemplazar la
tarea del legislador, ni sustituir a los negociadores. Los agentes de la justicia son los
guardianes de la integridad del Estado de Derecho, no los alentadores de su colapso.

Relativizar la defensa irrenunciable de los derechos humanos no solo es ilegal, sino


descaradamente inmoral, sentaría un precedente nefasto y daría lugar a una suerte de
categorías inauditas: ¿o es que el genocidio del pueblo awá, la ejecución sumaria de los
diputados del Valle, la masacre de Bojayá, el reclutamiento y uso de niños combatientes
y la esclavitud de los secuestrados son crímenes políticamente justificables?

Del horror nos levantaremos gracias a un proceso de paz que no será perfecto, pero sí
debe ser justo, transparente, un testimonio irrenunciable de que nos comprometemos a
que esto nunca volverá a suceder.

Natalia Springer
@nataliaspringer

Publicación
eltiempo.com
Sección
Editorial - opinión
Fecha de publicación
20 de mayo de 2013
Autor
Natalia Springer

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