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ESCUELA DE NARRACIÓN de
Maryta Berenguer
Estudio de la Palabra
Cuadernillo de Cuentos
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Escuela de Narración de Maryta Berenguer. Cuentos para adolescentes.
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Escuela de Narración de Maryta Berenguer. Cuentos para adolescentes.
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Escuela de Narración de Maryta Berenguer. Cuentos para adolescentes.
O bien pedírselo a quien le sobren gatos. Sobran personas a las que les sobran gatos.
Es el caso de mi prima Aída, que en Pascua los regala como huevos.
Cualquier gato puede aprender a tejer. Quiero decir: no es necesario que el gato sea
fino. Los gatos ordinarios o cirujas son igualmente aplicados y bastante menos inútles.
Escuché por ahí que los gatos zurdos son los más hábiles para el tejido. No puedo
asegurarlo. Nunca conocí un gato zurdo. Para mí, sólo es cuestón de que tenga buena
vista y, sobre todo, buena voluntad.
Tampoco importa mucho la edad del gato. Los gatos adultos son responsables y
escuchan con atención todo lo que se les dice, pero tenen la memoria floja. Los jovencitos
aprenden más rápido, pero hacen lío y se toman las cosas a risa. Además no resisten la
tentación de jugar con los ovillos y es así como enredan los hilos,
Todos finalmente aprenden.
Lo segundo y también importante es conseguir lana y agujas.
Las agujas deben comprarse de la medida de cada gato. La lana, de color y pelos
diferentes a los del gato.
Yo sé –porque me equivoqué muchas veces- que si el gato es negro y de Angora, no
hay que comprar lana negra de Angora; todo se confunde y uno no sabe donde acaba el
tejido y donde empieza el gato.
Así perdí yo a mi penúltmo gato.
En todo caso, si la primera prenda que teja va a ser para él, hay que buscar un color
que armonice con su piel,
Si el gato es amarillo mostaza –como los de mi prima Aída- yo no le compraría lana
roja, por ejemplo.
También pueden llevarlo a la mercería y dejar que él elija. Aviso: tardan horas en
decidirse y tenen un mal gusto prodigioso.
Una vez conseguidos los tres elementos –gato, lana y agujas- hay que convencerlo de
que debe aprender.
Sobre cuál es el mejor argumento no puedo dar consejos. Cada uno conoce mejor que
nadie a su gato y sabrá lo que tene que decirle.
Yo, por ejemplo, le dije al mío:
-Ismael, te quise enseñar natación y abandonaste. Te quise enseñar piano y
abandonaste. ¿Qué te parece ahora un poco de tejido, tanto como para que no te pases la
vida rascándote en ese estado de vagancia repugnante?
Ismael me miró. Tenía los ojos entrecerrados, como cuando piensa. Detrás de las
lagañas vi el brillo de sus pupilas inteligentes.
Ismael es lo más espabilado que he visto en gatos. Genio. Entende todo. Sabía que yo
hablaba por su bien y aceptó.
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Sé que hay gatos tercos. No es el caso del mío. También hay que saber hablarles en el
tono y el momento adecuados.
Tal vez no quiera aprender solo porque se aburre. Entonces lo pueden juntar con un
amiguito.
Después viene la parte más complicada: sentarse una hora con él todos los días y
enseñarle a ovillar la madeja, sujetar las agujas, colocar los puntos y tejerlos.
Conviene elegir un horario de mañana, cuando él tenga la panza vacía. A la tarde,
mientras está en plena digestón, se amodorra y no le entra nada. A la noche es probable
que n lo encuentre en casa.
Si me permiten, yo empezaría enseñándole el punto Santa Clara, que es muy fácil. Una
persona que todavía no aprendió a sonarse puede aprender el punto Santa Clara.
El Santa Clara es ese punto que arranca pasando la punta derecha por debajo del
punto que está en la punta de la aguja izquierda. Después hace una lazada. Y sigue,
etcétera… Termina bien.
Despacio, con mucha paciencia, hay que tejer unas hileras delante de él. En ese
momento uno siente que es un ejemplo para su gato.
Cuando él tome las agujas por primera vez, a lo mejor conviene pararse detrás y
guiarle las manos. Ni bien se sienta seguro, querrá hacerlo solo.
Me acuerdo cuando Ismael tejió solo por primera vez.
Enternecía verlo tan juicioso y atento, con el tejido tan pegado a la nariz que
bizqueaba.
Serio, daba lazadas bruscas con la lana enroscada en el meñique. Fruncía las cejas.
Sacaba la lengua por la dificultad. Suspiraba. Transpiraba.
Verán que al principio es lerdo con las agujas y hace muchos agujeros en el tejido.
Lo de los agujeros es normal. Sucede porque se le escapan los puntos o se olvida de
tejerlos.
Pero hay gatos que con el tempo hasta pueden mirar televisión mientras tejen.
Una cosa importante: no hay que ser demasiado severo con él. Puede desalentarse.
Recuerden siempre lo difícil que es, por ejemplo, aprender a hacer cuentas. Esto para
él también es difícil.
Más adelante querrá tejer prendas complicadas y practcar puntos nuevos. Tejerá
pulóveres con dibujos de gatos para toda la familia. Entonces ya nada lo detendrá. Tomará
alas. Seguirá su inspiración…
Ismael lo hubiera hecho.
Me dirá, ¿y qué puede tejer para empezar?
Lo más sencillo es una bufanda. Se teje todo derecho. Casi no hay que pensar.
Además no existe el problema de las medidas, porque de pescuezo todos los gatos son
iguales.
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La bufanda, entonces, es ideal para el que recién empieza. Se acaba cuando se acaba la
paciencia del tejedor.
Explico lo de la bufanda por esto que me pasó.
De entrada, Ismael quiso tejer mitones. Me pareció estupendo. Lo hizo muy bien. En
cuanto terminó el par, se los puso.
Y nunca más se los sacó.
Yo sé que Ismael nunca fue en cazador entusiasta. Pero ahora, cuando las lauchas
caminan por delante, hace como que no las ve. Y si descubre que lo estoy mirando, me
muestra los mitones.
Sólo come carne cortada por mí y servida en plato playo.
También dejó de rascarse. No me puedo quejar: yo misma le dije que estaba cansada
de verlo rascarse. Ahora me señala donde le pica, y de eso me ocupo yo.
Sin uñas a la vista, tengo que ayudarlo a subir a los árboles. Y defenderlo de los otros
gatos cuando se mete en problemas.
Lo que más lamento es que a causa de los mitones no volvió a tejer. Eso no es bueno
para su educación.
Mejor hubiera sido empezar por la bufanda como hice con mis otros gatos. Por eso, el
últmo consejo es: al principio nada de guantes.
Ahora, si lo obligo a que se los saque, otra vez va a afilarse las uñas en los muebles. Yo
lo conozco a Ismael.
Me tene harta Ismael.
-Santos y buenos días –dijo la muerte, y ninguno de los presentes la pudo reconocer.
¡Claro!, venía la parca con su trenza retorcida bajo el sombrero y su mano amarilla en el
bolsillo.
-Si no molesto -dijo- quisiera saber dónde vive la señora Francisca.
-Pues mire –le respondieron- y asomándose a la puerta, un hombre señaló con su
dedo rudo de labrador.
-Allá por lo s matorrales que bate el viento ¿ve? Hay un camino que sube la colina.
Arriba hallará la casa.
“Cumplida está” pensó la muerte, y dando las gracias echó a andar por el camino
aquella mañana que, precisamente, había pocas nubes en el cielo y todo el azul
resplandecía de luz.
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Andando pues, miró la muerte la hora y vio que eran las siete de la mañana. Para la
una y cuarto, pasado el meridiano, estaba en su lista cumplida ya la señora Francisca.
“Menos mal, poco trabajo; un solo caso”, se dijo satsfecha de no fatgarse la muerte y
siguió su paso, meténdose ahora en el camino apretado de romerillo y rocío.
Efectvamente, era el mes de mayo y con los aguaceros caídos no hubo semilla silvestre
ni brote que se quedara bajo terra sin salir al sol. Los retoños de las ceibas eran pura
caoba transparente. El tronco del guayabo soltaba, a espacios, la corteza, dejando ver la
carne limpia de la madera. Los cañaverales no tenían una sola hoja amarilla. Verde era
todo, desde el suelo al aire y un olor a vida subiendo de las flores. Natural que la muerte
se tapara la nariz. Lógico también que no siquiera mirara tanta rama llena de nidos, ni
tanta abeja con su flor. Pero ¿qué hacerse?; estaba la muerte de paso por aquí, sin ser su
reino. Así pues, echó y echó a andar la muerte por los caminos hasta llegar a la casa de
Francisca.
-Por favor, con Panchita –dijo adulona la muerte.
-La abuela salió temprano –contestó una nieta de oro, un poco temerosa aunque la
parca seguía con su trenza bajo el sombrero y la mano en el bolsillo.
-¿Y a qué hora regresa? –preguntó.
-¡Quién lo sabe! –dijo la madre de la niña. Depende de los quehaceres. Por el campo
anda, trabajando
Y la muerte se mordió el labio. No era para menos seguir dando rueda por tanto
mundo bonito y ajeno.
-Hace mucho sol. ¿Puedo esperarla aquí?
-Aquí quien viene tene su casa. Pero puede que ella no regrese hasta el anochecer.
“¡Chin!”, pensó la muerte, “se me irá el tren de las cinco. No; mejor voy a buscarla”.
Y levantando su voz, dijo la muerte:
-¿Dónde, de fijo, pudiera encontrarla ahora?
De madrugada salió a ordeñar. Seguramente estará en el maíz, sembrando.
-¿Y dónde está el maizal? –preguntó la muerte.
-Siga la cerca y luego verá el campo arado detrás.
-Gracias –dijo secamente la muerte y echó a andar de nuevo. Pero miró todo el
extenso campo arado y no había un alma en él. Sólo garzas. Soltóse la trenza la muerte y
rabió - “¡Vieja andariega, dónde te habrás metdo!”. Escupió y contnuó su sendero sin
tno.
Una hora después de tener la trenza ardida bajo el sombrero y la nariz repugnada de
tanto olor a hierba nueva, la muerte se topó con un caminante:
-Señor, ¿pudiera usted decirme donde está Francisca por estos campos?
-Tiene suerte- dijo el caminante, media hora lleva en casa de los Noriegas. Está el niño
enfermo y ella fue a sobarle el vientre.
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En el tempo en que sucede esta historia, cada ciudad tenía un mercado lleno de colores,
olores y ruidos donde la gente se reunía para vender y comprar, para discutr sobre los
reyes, los eclipses y las cosechas, para enterarse de las últmas notcias. Los mercados
callejeros eran el corazón del mundo.
Un día al mercado de las rosas, que era el más colorido, oloroso y ruidoso llegó el diablo
enamorado.
Los vendedores pregonaban su mercadería:
Frutllas, tengo y más,
Tengo frutllas
Para pintar la boca, y dulces
Tengo frutllas.
Las buenas personas decían que nunca habían escuchado pregones más convencedores
que estos.
Entonces cuando el amanecer separaba la terra del cielo, los toscos vendedores se
transformaban en poetas y ofrecían su mercancía con tanta gracia, que resultaba difícil
resistr la tentación.
Pero tentación, verdadera tentación, fue la que sintó el diablo cuando vio a Rubilda, la
vendedora de manzanas.
El puesto de la muchacha era uno de los más concurridos del mercado:
-¡Manzanitas crujientes, compre vecina!
-¡Del manzanar del rey, venga y elija!
La bella Rubilda cantaba su pregón girando hacia un lado y hacia otro. Y era tan grato verla
con su trenza pelirroja puesta a un costado que no había hombre, mujer, niño, perro o
pájaro que no se detuviera a mirarla. ¡Ni el mismísimo y temible diablo!
Desde una ventana de su infierno, el diablo estuvo mirando a Rubilda durante un año
entero, de mayo a mayo y cada día se enamoraba más.
A causa de tanto amor, el diablo dejó de lado sus obligaciones.
Sin nadie que los atzara y los soplara, los montes de fuego, comenzaron a perder tamaño
y poderío.
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El pobre diablo pasaba sus horas sentado a orillas de un río de lava, arrojando pedacitos
de brasas y suspirando por Rubilda.
Un día vino a visitarlo su madrina y le dijo: -Esto no puedo seguir así!
Y es que el diablo tenía madrina y como ustedes saben las madrinas tenen mucho que ver
con las leyendas.
El diablo se puso a temblar de miedo, porque su madrina era una persona de muy mal
carácter y ese día estaba de verdad enojada.
-¡Exijo que me expliques de inmediato qué está sucediendo contgo! Su chillido enfurecido
resonó hasta en los rincones más lejanos del infierno.
El diablo agachó la cabeza, se agarró la larga cola y empezó a retorcerla.
¡Y bien...-dijo la madrina- ¿Vas a decirme de una buena vez por qué este lugar ha perdido
su calor de desierto eterno y su olor a estómago de tgre?
-Ru...-balbuceó su ahijado-. Rubil... –respiró profundo para darse ánimo. :Rubilda!!
¿Rubilda? –la madrina perdió la poca paciencia que le quedaba y dio tal terrible grito que
despertó a los volcanes dormidos- ¿Y puedo yo saber quién es Rubilda?
Como respuesta, el diablo dibujó un corazón justo, en el centro de un enorme brasero.
Después utlizando la uña que tenía mejor afilada, trazó la letra “R”.
-“R”, de Rubilda –explicó el diablo.
Enseguida trazó una letra “D”.
-“D” de mí –murmuró.
La madrina como era muy vieja y no tenía ganas de caminar, hizo que su dedo creciera
hasta apoyarse con fuerza en el pecho de su ahijado que estaba parado a un metro de
distancia. Y le dijo:
-Supongo que sabrás que la palabra “mi” no comienza con “d” sino con “m”.
-Sí, madrinita.
-Entonces, puedo saber, mi ahijado, qué fue lo que quisiste decir?. La madrina trataba de
controlar los escorpiones que avanzaban por su sangre.
-Claro que puede, madrinita.
-¡Pues dímelo enseguida! – gritó la bruja. Y los volcanes del mundo volvieron a
despertarse.
Esteee....”D” de diablo –dijo el diablo- Eso quise decir, mi madrinita...”R” de Rubilda y “D”
de diablo.
El dedo acusador de la madrina regresó a su tamaño habitual y su gesto se dulcificó un
poco. Llamó a su ahijado, y le pidió que se sentara a su lado sobre un tronco encendido.
-Así que de amores se trata...dijo la madrina.
El diablo dijo que sí con la cabeza.
-¡Escuche usted muy bien lo que voy a decirle!
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El diablo sabía que cuando su madrina lo trataba de usted, era porque estaba a punto de
decir algo importante, pero muy importante. Así que decidió prestarle atención.
A esta altura es bueno aclarar que, según asegura la leyenda, la madrina del diablo era una
bruja tan vieja que había nacido antes que las lechuzas y antes que la lluvia también.
Y Esta gran bruja madrina del diablo, le explicó a su ahijado que existía un modo de lograr
que una mujer por pelirroja y bonita que fuese, se casara con él para toda la eternidad.
-Te enseñaré el truco de los tres sí. Pero debo advertrte que solamente podrás intentarlo
tres veces, has entendido, solo puedes probar tres veces el truco de los tres sí.
Cualquiera que conozca de cuentos sabe que cuando de sortlegios, encantamiento y
pócimas se trata, todo sucede tres veces.
A partr de ese momento, la madrina comenzó una lenta y cuidadosa explicación. Lo hizo,
en gran parte, porque sabía que su ahijado tenía muy poco talento.
El secreto para tener boda con una mujer, por más pelirroja y bonita que fuese, era lograr
que ella le respondiera tres veces seguidas con una sola y sencilla palabra: Sí.
-¿Sí? –preguntó el diablo.
-Sí’ respondió la madrina.
-¿Solamente sí? –volvió a preguntar el diablo.
-Sí, solamente sí.
Como la madrina seguía desconfiando del talento de su ahijado, repitó todo nuevamente.
Y, para ser sinceros, reconozcamos que esa desconfianza tenía sentdo. Porque muy poco
talento ha de tener quien, pudiendo ser luz y risa, eligió ser una pesadilla.
La madrina repaso todos los detalles dele encantamiento. El diablo debía hacer tres
preguntas a Rubilda, una detrás de la otra. La muchacha debía responder las tres veces
con una sola y sencilla palabra: Sí.
-Solamente sí –repitó el diablo.
La madrina volvió a recordarle que podía intentarlo tres vedes y que si fallaba en los tres
intentos, era mejor que olvidase para siempre a su pelirroja.
La bruja se frotó las manos y le dijo: -¡consigue que esa mujer responda Sí, y serás un feliz
esposo!
-Sí, sí y sí –volvió a decir el diablo. Y se puso a silbar como siempre hacia cuando se sentía
optmista.
Al amanecer del día siguiente, el enamorado estaba listo para partr hacia el “mercado de
las rosas”.
Claro que no eligió esa hora por casualidad... sucede que el amanecer es la única puerta
por la que el diablo tene acceso a nuestro mundo. Por la grieta que rompe el cielo en la
primera mañana, el diablo puede colarse como quien traspasa una verja.
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Primero pasa una pierna, después el torso que cabe apenas entre el día que llega y la
noche que se va. Por últmo, pasa la otra pierna, ¡y ya está con nosotros! Caminando en
dirección al puesto de manzanas que atende Rubilda.
Nadie sospechó en el “mercado de las rosas” que el diablo andaba cerca, porque había
tomado la apariencia de un hombre elegante. Sin embargo, todos se apartaban un poco de
su camino porque sentían como un escalofrío mezclado con olor a azufre.
Rubilda, a diferencia de la gente, se le acercó con su mejor sonrisa. El diablo carraspeó
nervioso. Sabía que desde algún lugar de la eternidad, su madrina lo estaba observando.
Entonces, justo en ese momento, lo asaltó una terrible duda. ¿Debía saludar a la
vendedora de manzanas, o debía ir directo a las preguntas? Y...si Rubilda decía “buenos
días”, se arruinaría el truco?
El diablo tan preocupado estaba por las reglas de cortesía que no tuvo mejor idea que
pensar en voz alta.
Claro que es apropiado, señor! Tenga usted el mejor de los días con salud y prosperidad.
Para desgracia del encantamiento, Rubilda acababa de responder a la primera pregunta de
su enamorado y su respuesta no tenía ningún sí!
La madrina estaba furiosa porque su ahijado había desperdiciado la primera oportunidad.
Al día siguiente, el diablo cruzó por segunda vez la verja del amanecer. Y caminó hacia
entre los pregones hacia el puesto de Rubilda. La hermosa muchacha estaba lustrando las
manzanas para que se vieran más rojas y apettosas. El diablo la vio y suspiró un viento
cálido que casi incendia todas las lonas del mercado.
Y ahí nomás le preguntó: -¿Son dulces las manzanas? Rubilda giró asustada y balbuceó:
-Sí.
El diablo no le dio tempo a contnuar.
-¿Y son jugosas? – prosiguió.
-Sí –murmuró Rubilda.
-¿Me vende usted un kilo?
Silencio en la terra y en el cielo. Se callaron los pájaros y los grillos, los vientos se
detuvieron para escuchar la respuesta.
Rubilda separó los labios, los bosques palidecieron, y la bruja madrina desde el cráter de
un volcán hizo crujir sus dedos...
El diablo suplicó en sus pensamientos: Dime sí, Rubilda, ¡nada más que sí!
-¿Solamente un kilo, señor? –dijo Rubilda, intentando mejorar la venta –Yo en su lugar me
llevaría dos. Estas manzanas son las mejores del mercado.
La madrina dio tal tremendo arañazo que abrió cinco nuevos ríos de lava, uno por cada
uña.
La segunda oportunidad acababa de perderse a causa de la necedad de ese ahijado suyo y
ahora quedaba una sola posibilidad, la últma y definitva.
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El tercer amanecer fue de domingo. El “mercado de las rosas” estaba más concurrido y
ruidoso que de costumbre. Rubilda voceaba su mercancía con especial simpatía.
-¡Manzanitas crujientes, compre vecina, del manzanar del rey, venga y elija!
Cuando Rubilda vio acercarse a ese hombre por tercera vez, se puso un poco nerviosa y
mordió una manzana.
El diablo se acercó y le arrojó la primera pregunta, no quería darle ni un segundo.
-¿Su nombre es Rubilda?
...Sí... contesto
EL DIABLO No quería darle ni un segundo.
-¿Es usted la dueña de este puesto?
-Sí...
El diablonoqueriadarleniunsegundo:
-¿Me permite hacerle una pregunta comercial?
-Sí...
El diablo deseó con todas sus ganas que Rubilda su boca callara ahora, detente pensaba.
Pero Rubilda no escuchó ninguno de aquellos apasionados pensamientos, y terminó su
frase como le dio la gana.
-Si...claro que se lo permito, pero si trata de comprarme el puesto, señor mío, le digo que
¡no está a la venta!
Terrible!!! La tercera oportunidad estaba perdida. ¡Adiós esperanzas de casamiento!
La madrina estaba demasiado abatda como para seguir rompiendo todo . El diablo, dio la
vuelta y comenzó a caminar con la cabeza gacha de regreso a su infierno.
-¿Ya se va usted? Se lamentó Rubilda, a quien la charla le estaba resultando interesante.
-Sí, dijo el diablo, triste a más no poder, se encogió de hombros.
-¿Perdió, el interés en el puesto?
El diablo sacudió la cabeza.
-Sí –respondió con desgano, haciendo un ademán de despedida.
-Disculpe, viene usted desde muy lejos? Le preguntó la muchacha.
El diablo ya empezaba a enojarse, se dio vuelta para decirle que no estaba dispuesto a
seguir adelante con esa charla descolorida, pero cuando miró la carita de Rubilda se le
derritó el alma de hierro.
-Sí, respondió con voz de mermelada de cerezas.
En ese momento, Rubilda lanzó una sonora carcajada. Una inconfundible carcajada de
bruja que acababa de atrapar a un elegante hombre para que fuera su esposo por toda la
eternidad.
Rubilda había utlizado con éxito el truco de los tres sí. ¡Y en el primer intento!
La madrina del diablo abandonó su decaimiento, ¿De dónde había salido aquella joven
bruja? Ella nunca la había visto, ni siquiera había escuchado hablar de una bruja pelirroja.
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-En realidad es muy buena para ser aprendiz –aceptó con una sonrisa.
Al día siguiente, R y D cruzaron juntos la verja del amanecer.
Y jamás se volvió a tener notcias sobre ellos, porque las leyendas se detenen un paso
antes del horizonte.
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es el baño, por aquí está el lavadero y aquí por este camino salimos al jardín. La señorita
Laura, tene muchas flores. A la señorita Laura le encantan las flores y a vos ¿te gustan las
flores?
La gata no respondió, estuvo a punto de decirle:
-¡Me gustan los gatos! ¡Me gustás vos!
Pero el gato volvió a preguntar:
-Te pregunté que si te gustan las flores.
-No... no me gustan.
-Bueno, vení ¿Ya comiste?
-Sí.
-¿Querés tomar agua?
-No.
-Bueno entonces vení conmigo, que te voy a enseñar donde podés acostarte a dormir.
El gato guió entonces a la gata hasta el lugar que más le gustaba de la casa: los
almohadones sobre el sillón y le mostró un sillón con almohadones donde ella podía
subirse, luego dio un salto y se acomodó en el suyo.
Y en el preciso instante en que el gato saltaba, la gata pudo ver algo que la dejó
estupefacta...
-¡CAPÓN! ¿Estás castrado?
El gato salió como un bólido hacia el jardín. Pasó como una flecha frente a la prima de
la señorita Laura, junto a la propia señorita Laura y fue a dar precisamente, en el cantero
de las margaritas.
Desde donde estaba acostado, el gato pudo escuchar perfectamente los maullidos
lastmeros de la gata. Allí, hecha una furia, la gata maullaba y gritaba, mientras rompía el
cantero de las margaritas.
-¡¡Vieja inmunda!! ¡¡Cochina!! ¡¡Asquerosa!! ¡¡Solterona!! ¡Mientras viva en tu casa,
no tendrás ni una sola flor!
Ifigenia tenía el cabello rubio como el trigo y unos ojos más azules que el lago de
Constanza. Caminaba descalza a la orilla del agua. Era pálida y leve. Parecía hecha de aire.
El Emperador Carlomagno la vio y se enamoró de ella.
Él era ya un hombre viejo y ella, apenas una muchacha. Pero el Emperador se enamoró
perdidamente y olvidó pronto sus deberes de soberano.
Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque nada interesaba ya a Carlomagno. Ni
dinero. Ni caza. Ni guerra. Ni batallas. Sólo la muchacha.
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A pesar del amor, Ifigenia murió una tarde de abril llena de pájaros.
Los nobles de la corte respiraron aliviados.
Por fin el Emperador se ocuparía de su hacienda, de su guerra y de sus batallas.
Pero nada de eso ocurrió, porque el amor de Carlomagno, no había muerto.
Hizo llevar a su habitación el cadáver embalsamado de la muchacha.
No quería separarse de él. Asustado por esta macabra pasión, el Arzobispo del Imperio sospechó
un encantamiento y fue a revisar el cadáver.
Muerta, Ifigenia era tan hermosa como cuando caminaba descalza junto al lago de Constanza.
La revisó de pies a cabeza. Bajo la lengua dura y helada encontró un anillo con una piedra azul. El
azul de aquella piedra le trajo recuerdos del lago y del mar distante.
El Arzobispo sacó el anillo que estaba escondido bajo la lengua.
Ni bien lo tomó en sus manos, Carlomagno enterró el cadáver... y se enamoró del Arzobispo.
El Arzobispo, turbado y sin saber qué hacer, entregó el anillo a su asistente.
Ni bien el asistente lo tomó en sus manos, Carlomagno abandonó al Arzobispo... y se enamoró del
asistente.
El asistente, aturdido por esta situación embarazosa, entregó el anillo al primer hombre que
pasaba.
Ni bien el hombre lo tomó en sus manos, Carlomagno abandonó al asistente... y se enamoró del
hombre.
El hombre, asustado por este amor extraño, empezó a correr con el anillo en la mano, y el
Emperador tras él. Hasta que se cruzó una gitana y el hombre le entregó el anillo.
Ni bien la gitana lo tomó en sus manos, Carlomagno dejó de perseguir al hombre... y se enamoró
de la gitana.
Pero a la gitana se le cayó el anillo al agua. Ni bien el agua recibió el anillo en su lecho,
Carlomagno abandonó a la gitana... y se enamoró del lago de Constanza junto al que Ifigenia
caminaba descalza.
Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le
habría gustado
nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por
favor!; vos sí que te
creés todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la
chica: era por el
cumpleaños.
— No me gusta que vayas — le había dicho—. Es una fiesta de ricos.
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— Los ricos también se van al cielo — dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.
— Qué cielo ni cielo — dijo la madre—. Lo que pasa es que a usted, m’hijita, le gusta cagar
más arriba
del culo.
A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve años y
era una de
las mejores alumnas de su grado.
—Yo voy a ir porque estoy invitada — dijo—. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga.
Y se acabó.
—Ah, sí, tu amiga — dijo la madre. Hizo una pausa —. Oíme, Rosaura — dijo por fin —. Esa
no es tu
amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más.
Rosaura parpadeó con energía.
— Callate — gritó —. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.
Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras
su madre
hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le
gustaba enormemente
todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.
— Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a
venir un mago
y va a traer un mono y todo.
La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las
caderas.
— ¿Monos en un cumpleaños? — dijo—. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas
que te dicen.
Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de
mentrosas
simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué?, si un día llegaba a vivir
en un hermoso
palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintó muy triste. Deseaba ir a esa
fiesta más que
nada en el mundo.
— Si no voy me muero — murmuró, casi sin mover los labios.
Y no estaba muy segura de que se hubiera escuchado pero lo cierto es que en la mañana
de la fiesta
descubrió que su madre le había almidonado el vestdo de Navidad. Y a la tarde, después
que le lavó la cabeza,
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le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de
salir Rosaura se miró
en el espejo, con el vestdo blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.
La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
— Qué linda estás hoy, Rosaura.
Ella, con las manos, impartó un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta
con paso firme.
Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su
boca a la oreja de
Rosaura.
— Está en la cocina — le susurró en la oreja —. Pero no se lo digas a nadie porque es un
secreto.
Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su
jaula. Tan
cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba
a escondidas la fiesta
e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo
había dicho: “Vos sí
pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo”. Rosaura, en cambio, no
rompió nada. Ni
siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al
comedor. La sostuvo con
mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: “¿Te parece
que vas a poder con
esa jarra tan grande?”. Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De
manteca era la rubia del
moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:
— ¿Y vos quién sos?
— Soy amiga de Luciana — dijo Rosaura.
— No — dijo la del moño —, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y
conozco a todas sus
amigas. Y a vos no te conozco.
— Y a mí qué me importa — dijo Rosaura —, yo vengo todas las tardes con mi mamá y
hacemos los
deberes juntas.
—¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? — dijo la del moño con una risita.
— Yo y Luciana hacemos los deberes juntas — dijo Rosaura, muy seria.
La del moño se encogió de hombros.
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Escuela de Narración de Maryta Berenguer. Cuentos para adolescentes.
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Escuela de Narración de Maryta Berenguer. Cuentos para adolescentes.
Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono lo llamaba
socio. “A ver, socio,
dé vuelta una carta”, le decía. “No se me escape, socio, que estamos en horario de
trabajo”.
— La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos
y el mago lo
iba a hacer desaparecer.
— ¿Al chico? — gritaron todos.
— ¡Al mono! — gritó el mago.
Rosaura pensó que esta era la fiesta más divertda del mundo.
El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó en seguida y dejó caer al mono. El
mago lo levantó
con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza.
— No hay que ser tan tmorato, compañero — le dijo el mago al gordito.
— ¿Qué es tmorato? — dijo el gordito.
El mago giró la cabeza hacia uno y otro lado, como para comprobar que no había espías.
— Cagón — dijo —. Vaya a sentarse, compañero.
Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.
— A ver, la de los ojos de mora — dijo el mago. Y todos vieron cómo la señalaba a ella.
No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni
al final,
cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura, dijo las palabras
mágicas... y el mono
apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a
rabiar. Y antes de que
Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo:
— Muchas gracias, señorita condesa.
Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero
que le contó.
— Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita condesa”.
Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada
con su madre.
Todo el tempo había pensado que le iba a decir: “Viste que no era mentra lo del mono”.
Pero no. Estaba
contenta, así que le contó lo del mago.
Su madre le dio un coscorrón y le dijo:
— Mírenla a la condesa.
Pero se veía que también estaba contenta.
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Escuela de Narración de Maryta Berenguer. Cuentos para adolescentes.
Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy
sonriente, había dicho:
“Espérenme un momentto”.
Ahí la madre pareció preocupada.
— ¿Qué pasa? — le preguntó a Rosaura.
— Y qué va a pasar — le dijo Rosaura —. Que fue a buscar los regalos para los que nos
vamos.
Le señaló al gordito y a una chica de trenzas que también esperaban en el hall al lado de
sus madres. Y
le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado
observando a los que se iban
antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le regalaba una pulsera. Cuando se iba un
chico, le regalaba un
yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas pero eso no se lo contó a su
madre. Capaz que
le decía: “Y entonces, ¿por qué no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?”. Era así su madre.
Rosaura no tenía
ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distnta. En cambio le dijo:
— Yo fui la mejor de la fiesta.
Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar en el hall con una bolsa celeste y
una bolsa
rosa.
Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el
gordito se fue con
su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la
bolsa rosa, y la de
trenzas se fue con su mamá.
Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le
gustó a Rosaura.
La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de
orgullo. Dijo:
— Qué hija que se mandó, Herminia.
Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-
yo. Cuando
la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de
adelantar el brazo. Pero no
llegó a completar ese movimiento.
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Escuela de Narración de Maryta Berenguer. Cuentos para adolescentes.
Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa.
Buscó algo en
su cartera.
En su mano aparecieron dos billetes.
— Esto te lo ganaste en buena ley — dijo, extendiendo la mano —. Gracias por todo,
querida.
Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintó que la mano de su
madre se
apoyaba sobre su hombro. Instntvamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada
más. Salvo su mirada.
Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés.
La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retrarla.
Como si la
perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.
Esta mañana temprano, lejos de mi barrio, frente a la estación de Villa Urquiza, la veo a mi vecina
Cecilia cruzar la calle con paso rápido. Lleva un bolso. Entra en la confitería donde estoy tomando
un café y se mete en el baño.
La que entró es la Cecilia que conozco, una mujer canosa, pelo corto, con el tapado azul que usa
siempre. La que sale del baño unos minutos después, luce un atuendo juvenil, larga cabellera con
bucles, ropa deportva, zapatllas. Cuando pasa cerca de mi mesa, le hablo.
-¿Es usted, señora Cecilia?
Frena en seco, se coloca una mano en la frente y permanece paralizada en esa posición durante
largos segundos.
-Disculpe la indiscreción, no pude menos que notar el cambio.
Por fin se atreve a mirarme.
-Si, soy yo, la señora Cecilia –dice finalmente con una voz que tene algo de trágico y de heroico-.
Me cambié para ir al trabajo.
-¿Usted no era docente?
-Maestra jardinera –contesta mientras se arregla la peluca-. Y lo sigo siendo. Las maestras
jardineras siempre tenen veinttrés años. Esto es lo que quieren los niños, los padres y las
autoridades del Ministerio de Educación. Todas de veinttrés años. Hago lo posible para
mantenerme dentro de la exigencia.
La invito a tomar un café. Mira el reloj. Se sienta.
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Escuela de Narración de Maryta Berenguer. Cuentos para adolescentes.
-En realidad, vecino, estoy viviendo tempos de gran zozobra y confusión. No me puedo
jubilar porque no sumo los años de servicio requeridos. No me animo a pedir traslado
porque con la falta de trabajo y el tema de los puntajes me da miedo de quedarme
pedaleando en el vacío. Necesito el sueldo, así que no tengo más remedio que
defenderme como sea y seguir disfrazándome de jovencita. Imagínese, yo, con nietos
grandes.
-Se la ve perfecta –le digo para tranquilizarla.
-Mi finado esposo era el único de la familia que conocía mi secreto y me alentaba. “Arriba mi
muchachita, vamos que usted puede”, me decía. Pero ahora estoy sola frente al mundo, Y cada
día es un problema nuevo. Mantenerse en los veinttrés, es un presupuesto, lo poco que gano se
me va en afeites. Antes me teñía. Pero una vez que me quise hacer los claritos algo falló, me
arruiné el cabello y me tuve que comprar una peluca, Las zapatllas me matan, tengo pies planos y
várices. Con los chicos de cuatro o cinco años es un calvario, son ingobernables, me paso el día
corriendo. Los juegos en el pato, las rondas, saltar la cuerda, hay que tener realmente el estado
físico de una de veinttrés para seguirles la corriente. La osamenta no me da más. Por suerte la
semana pasada me pasaron a la sala de los nenes que gatean. Provisoriamente. Espero que me
dejen ahí. Tampoco es fácil. Tengo que andar agachada todo el tempo. La espalda se queja, las
rodillas se quejan, no hay nada que no se queje.
-Le puedo recomendar una buena kinesióloga, un alma caritatva, conoce de cerca estos
problemas de disfrazarse las edades para poder sobrevivir, capaz que ni le cobra.
-¿Dónde está esa santa? Podría ser mi salvación. Piense que voy a tener que seguir llevando esta
doble vida de mujer grande y de jovencita hasta que consiga jubilarme. Es una situación muy
desconcertante. Vengo en el tren, con mi personalidad normal, y puede suceder que alguien me
ceda el asiento. Todavía existen caballeros. Cuando estoy vestda de la otra, no sólo no hay gestos
caballerosos, sino que es bastante común que me ligue algún piropo. En esas ocasiones, cada vez
con más frecuencia, tengo que hacer un esfuerzo para saber quién soy. Últmamente estoy
obsesionada por una idea fija: ¿y si me rayo y me quedo atrapada para siempre en el papel de la
otra y me convierto en un mamarracho? Y ésa no es la única preocupación que me quita el sueño:
¿Qué pasa si un día me cruzo con mis nietos y estoy como ahora, vestda de la otra, y me
reconocen? ¿Qué hago? ¿Disimulo, miro para otro lado, me escapo, niego la sangre de mi sangre?
-Que su ángel protector jamás lo permita.
-Vecino estoy llegando tarde, tengo que ir a cambiar a los bebés. Confío en su discreción.
-Mis ojos no vieron, mis oídos no oyeron. Vaya tranquila señora o señorita Cecilia.
AAAAAAAAAA!!!!
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Escuela de Narración de Maryta Berenguer. Cuentos para adolescentes.
Leo Masliah
La madre del monstruo estaba ahí, con la cuchilla contra el pescuezo de su hijo, tratando de
pensar con claridad. Lo había maniatado tomándolo por sorpresa mientras dormía, y no sabia si
matarlo a prolongar su miserable y nociva existencia por unos años mas, hasta que las tensiones
musculares originadas en su propia deformidad acabaran por despedazarlo.
-¡AAAAAAAAAA! -gritó, como para despejar su mente de disquisiciones superfluas.
-¡AAAAAAAAAA! -gritó también el monstruo, aterrorizado ante la presión de la hoja de acero
contra su garganta.
-¡AAAAAAAAAA! -gritó la madre, tratando de ahuyentar el impulso de cortar ese cuello sin más
demora. La tentación era fuerte, pero no podía ceder ante ella así como así, sin estar
completamente segura que estaría haciendo lo correcto.
-¡AAAAAAAAAA! -gritó el monstruo, para atemorizar a su agresora.
-¡AAAAAAAAAA! -gritó ella, mostrándole que no era fácil de intmidar.
-¡AAAAAAAAAA! -gritó él, agobiado por la impotencia. Cuatro vueltas de alambre de púa
mantenían sus piernas y sus brazos fijos las unas contra los otros.
-¡AAAAAAAAAA! -gritó la madre, queriendo infundirse ánimos para asestar la puñalada fatal.
-¡AAAAAAAAAA! -grito el monstruo, tratando de impostar la voz y de imprimirle vibrato, como
para apelar a la sensibilidad musical de la mamá
-¡AAAAAAAAAA! -gritó esta, queriendo acallarlo.
-¡AAAAAAAAAA! -gritó el, sumido en la desesperación de no saber ya que hacer.
-¡AAAAAAAAAA! -gritó ella, para ver si repitendo lo que decía su hijo podía entenderlo
mejor.
-¡AAAAAAAAAA! -gritó el, pensando que si hasta ahora el gritar así lo había mantenido a
salvo del avance de la cuchilla, lo mejor que podía hacer era seguir gritando.
-¡AAAAAAAAAA! -gritó ella, sin razón aparente, y quizá solo porque era su turno.
-¡AAAAAAAAAA! -gritó él, y este grito sonó como una amenaza de que la próxima vez gritaría
más fuerte.
Bien niños, eso es todo por hoy. Mañana estudiaremos la letra "b".
Mi tía, que también tene su historia, está cansada de poner la oreja para las
tragedias ajenas, sobre todo a partr del Cacerolazo, cuando el país quedó culo arriba y la
gente no hacía más que contar miserias. Todo el mundo se cree en derecho a atosigarla
con su operación de la próstata o el últmo asalto que padeció. Total que la buena mujer,
cuando te ofrece su casa, sólo pone una condición: que no la usen de paño de lágrimas.
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Escuela de Narración de Maryta Berenguer. Cuentos para adolescentes.
"Te espero a las ocho", dice. "pero vení llorado". No quiere que el llanto de los parientes le
arruine sus empanadas. Pero es demasiado pedir. Hay mucho estrés en el aire.
En menos que canta un gallo, su casa es un lloradero. Ahora el grifo lo abre
Fernanda, que lleva su cruz de maestra en una escuela municipal. Confiesa que a la salida
debe quitarle el cuaderno a los chicos porque en la villa los usan para hacer fuego. Eso es
suficiente para que Mariela, que enseña lengua en Lugano, se zambulla en su propio
drama. Ayer un encapuchado entró mientras daba clase y le tró un baldazo de agua.
Luego huyó a la carrera y todavía lo están buscando. Mariela, como tantas de sus colegas,
está sorda y afónica y loca como una chicharra, así que sella su historia del encapuchado
con un ataque de hipos. Para peor hoy es viernes el día más negro de la docencia. Revela
que está en tratamiento psiquiátrico y entonces todos caemos en un frenesí de tragedias.
El único que calla es mi tío, mientras rumia su empanada. No deja de ser irónico, pues
ningún otro de la familia ha respirado tan cerca el soplo de la desgracia. El año pasado,
después de pensarlo mucho, se decidió operar del juanete. No alcanzó a llegar al
quirófano, pues a los camilleros se les cayó por el hueco de la escalera.
Entonces debieron operarlo de urgencia, pues se había partdo el brazo y ya le
asomaba el hueso. En mitad de la cirugía tuvo un paro cardíaco y hubo que abrirle el
pecho. Luego estuvo seis meses en terapia psicológica. Al juanete nunca se lo tocaron.
Cuando se agota la hora del sufrimiento, la reunión cambia de rumbo. Ahora es el turno de
las leyendas urbanas, esas cosas descojonantes que le ocurren a gente ignota, amigos de
alguien o algo así, que luego todos repiten como si fuera la verdad revelada. Son la pasión
de Fernanda, que espera agazapada. Si mi tío la emprende con su juanete, ella dirá que no
es nada comparado con lo de Martha, una dentsta tetona que vive por Caballito.
Parece que una mañana. Martha llegó a su casa con las hormonas en alza,
hirviendo en ganas de revolcarse con el amor de su vida. Ni bien tocó el picaporte, ya
estaba llamando alNegro. Se lo encontró en la cocina. debajo de la pileta, arreglando una
gotera histórica. La imagen de su marido arrodillado en el piso, luchando con una llave
francesa, la derritó de lujuria. El Negro es un animal de gimnasio, que de short y camiseta
está para chuparse los dedos. De modo que Martha. sin contenerse, hundió sus dedos
habilidosos entre los muslos traspirados del Negro, al tempo que resollaba: "¿De quién
son estos huevitos?" Entonces el desgraciado pegó tal cabezazo que se desnucó contra la
mesada.
Para qué contar el resto, si el episodio figura en ochenta sitos de Internet, junto
con la historia del lazarillo asesino, un perro que eliminaba a sus dueños haciéndolos
cruzar la autopista cuando venía el Expreso Cañuelas. Le hacemos notar a Fernanda que es
una historia gastada pero ella resiste a pie firme.
Ustedes podrán decir lo que quieran, dice Fernanda, pero Martha fue la primera;
en todo caso, la leyenda empezó con ella. Pero bueno, el desnucado no fue su marido sino
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Escuela de Narración de Maryta Berenguer. Cuentos para adolescentes.
el plomero, que murió descerebrado en aquella cocina siniestra. Lo lindo de estas historias
es que, comparadas con ellas, no hay sufrimiento que alcance. Mi tía, de cualquier modo,
siempre nos pide lo mismo: que ya lleguemos llorados a comer sus empanadas.
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Escuela de Narración de Maryta Berenguer. Cuentos para adolescentes.
tenían cerca: manoseaban a las mujeres, les pegaban a los chabones, los escupían de atrás
y bancarnos la que venga.
Teníamos la remera de Boca puesta y no podíamos quedar como cagones bajando
por adelante, así que fuimos para el fondo. Tino iba asustado, blanco como una hoja.
Toqué tmbre.
Los de Urquiza estaban a nuestras espalda, algunos sentados en los últmos
asientos, otros parados. Yo no los miraba, tenía la vista fija en el tmbre. Esperaba un
coscorrón en cualquier momento, una escupida, que me apuren, pero no pasaba nada:
atrás nuestro la patota guardaba un silencio absoluto. El tempo se alargaba o el colectvo
iba más lento. Era una espera interminable, sofocante, silenciosa. No volaba ni una mosca.
Finalmente, cuando el colectvo paró y estábamos bajando la escalera, uno me
dice, con voz ronca:
-Eh, loco.
Me di vuelta despacito, y esperando lo peor, le contesté:
-¿Si?
El flaco, con una carita que ni te cuento, muy serio me dice:
-Mandale saludos a tu vieja.
IRULANA y el OGRONTE
Graciela Montes
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Escuela de Narración de Maryta Berenguer. Cuentos para adolescentes.
En el día de su cumpleaños le hacían una gran torta y le cantaban canciones para que se
durmiese, lo trataban como a una princesa, todo para que no se enojase, pero igual un día
el ogronte se enojó. Se enojó porque sí, la gente se dio cuenta que se había enojado
porque empezó a gritar y a rugir y amover los brazos en el aire como un molino. Y porque
sus dientes enormes (no se imaginan ustedes lo enormes y filosos que son los dientes de
los ogrontes enojados) brillaban más que su melena en el atardecer.
El pueblo entero se arrugo de miedo a que se lo comieran.
Porque cuando los ogrontes se enojan, se comen pueblos enteros, con sus casas, sus
personas, sus calles, sus kioscos, sus personas, sus perros, los malvones de los jardines, sus
tarros de gallettas y hasta sus estaciones con trenes y todo se comen.
Pero yo les dije que este era un cuento de miedo, de un pueblo, de un ogronte y de una
nena.
Ahí está la nena la ven?. Es esa de rulitos en la cabeza: Irulana, es la única que no corre.
A mí no me pregunten porque no corre Irulana, los que contamos cuentos no tenemos
porque saberlo todo.
Yo lo único que sé, es que Irulana no corrió ni un poquito, sino que se sentó a esperar en
un banquito. Se sentó en un banquito verde en una calle vacía (todas las calles estaban
vacías porque la gente se había escondido del miedo que tenía en ese pueblo)
Cuando terminó la tarde, como todos los días, la cabeza peluda del ogronte brilló más que
nunca, los dientes le brillaron más que la cabeza y rugidos enormes sacudieron el suelo.
Ahora sí, que Irulana tuvo miedo, ahora viene y se come a todo el pueblo, pensó Irulana.
Y efectvamente, así fue, (no se olviden que yo les dije que era un cuento de miedo)
cuando llegó la tarde el Ogronte empezó a comerse al pueblo, (ya se que esto es terrible
pero los Ogrontes son así, que se les va a hacer)
Empezó por el ferrocarril, empezó por las vías, las enroscaba como si fueran tallarines y
fiup! Se las comía.
Mastcaba las casas como si fueran turrón y de tanto en tanto les daba un mordisquito a
los árboles, como si fueran un atado de apio..
Con las calles fue haciendo arrolladitos y los mastcaba despacito como si fueran piononos.
A la plaza la dobló en cuatro como un panqueque de dulce de leche y se la comió con
gusto.
Y comió y comió y comió, tanto comió que ahora el que se achicó es el cuento, porque
empezó con un pueblo, una nena y un ogronte, y ahora ya no hay más pueblo.
Ahora no hay nada más que una nena y un ogronte. Y nada pero nada más.
Nada de nada, ni un arbolito, ni un malvón, ni una polilla, ni siquiera una pelusa de un
bolsillo, nada más que Irulana en su banquito y un ogronte enorme, que en este momento
esta bostezando, porque claro, después que se comía a un pueblo entero le venía sueño.
Pero Irulana no sabe que el Ogronte bosteza porque tene tanto miedo que cerró los ojos.
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Escuela de Narración de Maryta Berenguer. Cuentos para adolescentes.
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Escuela de Narración de Maryta Berenguer. Cuentos para adolescentes.
“había una vez un pueblo y una nena. Ogrontes, en cambio no había, porque como
ustedes saben algunos pueblos tenen ogronte pero éste no tenía, porque este cuento
gracias a ustedes que son muy valientes y felices, no es de miedo.
Eran tres viejecitas dulcemente locas que vivían en una casita pintada de blanco a la salida
del pueblo.
Tenían en la sala un larguísimo tapiz, que no era un tapiz, digamos que era como sus
hebras esenciales.
De vez en cuando alguna de las tres viejecitas, tomaba unas pulcras y plateadas tjeras y
avanzaba...paso a pasito hasta el tapiz, para cortar un hilo o añadir otro según se les
ocurriera.
Cada viernes por la tarde el Dr.Beranes, médico del pueblo venía a visitarlas. Tomaba con
ellas una taza de café, les recetaba alguna que otra loción y conversaban, y si alguna de las
tres viejecitas se ponía de pie, para tomar una de sus pulcras y plateadas tjeras y avanzar
paso a pasito hasta el tapiz, el Dr.Beranes muy sonriente preguntaba :
-¿Y qué hace mi vieja ahora ?
-¡Shhh... !respondía otra de las hermanas, es que le ha tocado la hora al pobre obispo de
Valencia ! !
Y es que las viejecitas tenían la ilusión de ser...las¡¡¡tres parcas ! ! !
Con lo que el Dr.Beranes reía gustoso de tanta inocencia.
Un viernes como de costumbre el Dr.Beranes vino a visitarlas. Esa tarde la taza de café fue
más aromátca que nunca, y para que recostara la cabeza, le trajeron un almohadón
bordado en hilos de oro.
Pero las viejecitas, estaban muy extrañas, se movían inquietas, se miraban entre
sí...apenas conversaban.
A las 6 en punto de la tarde, una de las hermanas hizo ademán de ponerse en pie,
pero...exhalando un profundo suspiro exclamó :
-¡Yo no puedo ! tendrás que ser tú o Ana María.
Y Ana María, la mayor de las hermanas se puso en pie y tomó las pulcras y plateadas
tjeras, miró al Dr.Beranes con ojos dulcísimos y entonces avanzó paso a pasito hasta el
tapiz, y allí...¡¡cortó ! !cortó un hilo grueso, dorado y bonachón. En ese preciso instante la
cabeza del Dr.Beranes, cayó sobre su pecho como un peso muerto.
Luego dijeron que las viejecitas en su locura, habían envenenado el café, pero se
marcharon antes de que comenzaran las murmuraciones y nunca más pudieron hallarlas.
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Escuela de Narración de Maryta Berenguer. Cuentos para adolescentes.
Había una vez un hombre que a una montaña a buscar un pájaro para tenerlo en su casa.
El hombre capturó un águila, lo llevó a su casa y lo metó en el gallinero junto con las
gallinas, los patos y los pavos. Y a pesar de que era un águila, el rey de los pájaros, le dio
maíz para que comiera.
Habían pasado cinco años cuando el hombre recibió la visita de un sabio que conocía
mucho de las cosas de la naturaleza. Y cuando salieron juntos a pasear por el jardín, y el
sabio dijo : -“¡Ese pájaro no es una gallina es un águila !. -“Si”, dijo el hombre, “es cierto,
pero lo he educado como gallina. Ahora ya no es un águila sino una gallina a pesar de que
sus alas tengan tres metros de ancho.
-“No, dijo el sabio. “sigue siendo un águila , porque tene el corazón de un águila. Y eso va
a hacer que vuele muy alto por los aires”.
-“No, no”, dijo el hombre, “ahora es una verdadera gallina ; jamás va volar”.
Los dos decidieron entonces hacer una prueba. El sabio, que conocía mucho de la
naturaleza, tomó y levantó al águila, y enseguida le hablo como quien hace un conjuro :
-“¡Tú que eres un águila, tú que perteneces a los cielos y no a la terra, despliega tus alas y
vuela !”.
El águila seguía parada sobre el puño en alto del sabio, y miraba alrededor. El águila divisó
a las gallinas que andaban picoteando granos, estró el pescuezo hacia ellas y se les unió. El
hombre dijo : -“Yo ya te lo había dicho : es una gallina “. “No, dijo el otro, “es un águila. Voy
a intentar mañana otra vez”.
Al otro día subió con el águila al techo de la casa, lo levantó y le dijo. :”Aguila, tú que eres
un águila, abre tus alas y vuela !”. Pero cuando el águila volvió a saltar y a unírseles y se
puso a picotear con ellas.
Entonces dijo el hombre otra vez : “Yo ya te lo había dicho : es una gallina”. “No”, dijo el
otro, “es un águila, pero no tene todavía el corazón de un águila. Probaremos una vez
más. Mañana voy a hacer que vuele.”
Al otro día se levantó muy de mañana, tomó al águila y marcho fuera de la ciudad, muy
lejos de las casas, hasta el pie de una alta montaña. El sol comenzaba a salir, doraba la
cumbre de la montaña, cada cima resplandecía en la alegría de la mañana maravillosa.
Levantó entonces al águila y le dijo : “Aguila, tu eres un águila, tu perteneces a los cielos y
no a esta terra, ¡despliega tus alas y vuela !”.
El águila miraba temblando a su alrededor, como si estuviera llenándose de una vida
nueva. Pero no voló.
Entonces el sabio hizo que mirara directamente al sol.
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Y de repente desplegó sus poderosas alas, se elevó con el grito de un águila, voló cada vez
más alto, y jamás regresó.
Sobre la palabra I :
Los cuentacuentos, los cantacuentos, sólo pueden contar mientras la nieve cae. Así
manda la tradición.
Los indios del norte de América tenen mucho cuidado con este asunto de los cuentos.
Dicen que cuando los cuentos suenan, las plantas no se ocupan de crecer y los pájaros
olvidan la comida de sus hijos.
Sobre la palabra II :
En Hait, no se puede contar cuentos durante el día. Quien cuenta de día, merece la
desgracia : la montaña le arrojará una pedrada en la cabeza, su madre sólo podrá caminar
en cuatro patas.
Los cuentos se cuentan en la noche, porque en la noche vive lo sagrado, y quien sabe
contar cuenta sabiendo que el nombre es la cosa que el nombre nombra.
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Se despertaba cuando todavía estaba oscuro, como si pudiera oír al sol llegando por
detrás de los márgenes de la noche.
Luego, se sentaba al telar y Comenzaba el día con una hebra clara. Era un trazo delicado
del color de la luz que iba pasando entre los hilos extendidos, mientras afuera la claridad
de la mañana dibujaba el horizonte.
Después, lanas más vivaces, lanas calientes iban tejiendo hora tras hora un largo tapiz que
no acababa nunca.
Si el sol era demasiado fuerte y los pétalos se desvanecían en el jardín, la joven mujer
ponía en la lanzadera gruesos hilos grisáceos del algodón más peludo. De la penumbra que
traían las nubes, elegía rápidamente un hilo de plata que bordaba sobre el tejido con
gruesos puntos. Entonces, la lluvia suave llegaba hasta la ventana a saludarla.
Pero si durante muchos días el viento y el frío peleaban con las hojas y espantaban los
pájaros, bastaba con que la joven tejiera con sus bellos hilos dorados para que el sol
volviera a apaciguar a la naturaleza.
De esa manera, la muchacha pasaba sus día cruzando la lanzadera de un lado para el otro
y llevando los grandes peines del telar para adelante y para atrás.
No le faltaba nada. Cuando tenía hambre, tejía un lindo pescado, poniendo especial
cuidado en las escamas. Y rápidamente el pescado estaba en la mesa, esperando que lo
comiese. Si tenía sed, entremezclaba en el tapiz una lana suave del color de la leche. Por la
noche, dormía tranquila después de pasar su hilo de oscuridad.
Tejer era todo lo que sabía hacer. Tejer era todo lo que quería hacer.
Pero tejiendo y tejiendo, ella misma trajo el tempo en que se sintó sola, y por primera vez
pensó que sería bueno tener al lado un marido.
No esperó al día siguiente. Con el antojo de quien intenta hacer algo nuevo, comenzó a
entremezclar en el tapiz las lanas y los colores que le darían compañía. Poco a poco, su
deseo fue apareciendo. Sombrero con plumas, rostro barbado, cuerpo armonioso, zapatos
lustrados. Estaba justamente a punto de tramar el últmo hilo de la punta de los zapatos
cuando llamaron a la puerta.
Ni siquiera fue preciso que abriera. El joven puso la mano en el picaporte, se quitó el
sombrero y fue entrando en su vida.
Aquella noche, recostada sobre su hombro, pensó en los lindos hijos que tendría para que
su felicidad fuera aún mayor.
Y fue feliz por algún tempo. Pero si el hombre había pensado en hijos, pronto lo olvidó.
Una vez que descubrió el poder del telar, sólo pensó en todas las cosas que éste podía
darle.
-Necesitamos una casa mejor- le dijo a su mujer. Y a ella le pareció justo, porque ahora
eran dos. Le exigió que escogiera las más bellas lanas color ladrillo, hilos verdes para las
puertas y las ventanas, y prisa para que la casa estuviera lista lo antes posible.
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Escuela de Narración de Maryta Berenguer. Cuentos para adolescentes.
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Había una vez un Barón muy campante que se paseaba por las ramas más altas de los
eucaliptos.
En un jardín vecino una muchacha agitaba su pelo con un sonsonete de violines.
El Barón muy campante la miraba y la miraba. Sus ojos verde oscuro se confundían entre el
follaje.
Las manos se aferraban a los troncos con el rubor de los primeros amores.
La muchacha hamacaba su pelo al son , son del sonsonete y miles de soles de estrellaban
en él.
El Barón pasó horas y horas, días y días mirándola, hasta que decidió bajar, pero el tempo
se le hizo muy largo.
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Un hombre está en el bosque. Comienza a caminar y ve dos caminos: uno negro y otro
blanco.
Elige el blanco.
Apenas inicia el recorrido encuentra un árbol con dos manzanas, una de oro y otra de
plata.
Arranca la de oro.
La parte. Tiene en su interior semillas pequeñas y semillas grandes.
Elige sólo las grandes y las guarda dentro de su bolso.
Sigue caminando. Después de un rato, se sienta para aliviar el cansancio y decide
sembrar algunas de esas semillas.
Puede hacerlo durante el día o esperar que se haga la noche.
Elige el día.
Remueve un poco la terra, las planta y se echa a dormir sobre su viejo bolso.
Las horas de sueño profundo se gastan lentas hasta la aparición de las primeras luces.
A la mañana mira la siembra. Una sola de las semillas grandes ha brotado; de ella ha
nacido una mujer.
La ve y su pecho arde de deseo profundo.
La mujer, extrañada por el paisaje, comienza a correr y correr.
El hombre puede elegir seguirla o no.
Siente que es mejor si la corre.
Sus pasos se multplican en ecos, en miles de ecos. Corre y corre hasta que ella, hecha
vapor, se extngue sobre la terra caliente.
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Remueve la terra con las dos manos, abre un pequeño hoyo y deja allí la terra al
descubierto.
Espera tranquilo la llegada de las primeras sombras.
Deja dentro del hoyo la simiente, la cubre apenas con un poco de terra y se sienta a
mirar.
Teje dos o tres ideas y espera en tranquila vigilia, mientras su mano de sembrador se
acerca de tanto en tanto para darle un poco de abrigo.
Ni bien la luz del día serpentea el contorno del hoyo ve que ha nacido, en medio de la
terra removida, una mujer.
La mira. Toda entera la mira. La conoce. En su memoria caracolea la imagen de que ese
acto ya lo ha hecho alguna vez.
Las preguntas se agolpan y pugnan por salir.
Puede elegir hacer todas las preguntas o callar.
Deciden por él los ojos, que se sumergen en un silencio profundo.
Las manos se entrelazan con la terra y comienza a hacer un nido.
Entonces se abrazan, hombre y mujer, más allá de todas las preguntas.
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Elementos necesarios:
Un espejo; un sito descubierto (puede ser una azotea); una noche oscura y estrellada.
Instrucciones:
1. Se toma el espejo y se sube a la azotea.
2. Se pone el espejo en el suelo, boca arriba.
3. Se tende uno al lado del espejo.
4. Se acerca la cabeza al espejo, pero no demasiado: sólo lo suficiente para ver las estrellas
allá en el fondo.
5. Se mira con atención la más cercana, hasta poder calcular con exacttud a qué distancia está;
luego se cierran los ojos.
6. Se lleva despacio un pie hacia la estrella: después de tocarla hay que asegurarse de que se ha
asentado bien el pie.
7. Asiéndose con una mano del borde del pozo, se busca con el otro pie una nueva estrella, y se la
pisa con firmeza.
8. Se busca con la mano libre otra estrella, y se la encierra en la palma.
9. Se suelta entonces la boca del pozo y se busca con esa mano una estrella más. Al encontrarla y
sujetarla, se mueve el pie que había pisado la primera. Así, descolgándose de estrella en estrella,
se contnúa hasta llegar al fondo del pozo.
10. Para salir del pozo se tapa el espejo con la mano y se abren los ojos.
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Los novios iban estrechamente unidos y se los veía viejos, secos y duros, pero con su
eterno amor sano y salvo.
Juntos entraron en el rallador y juntos salieron convertdos en un número infinito de
minúsculas partículas, tan mezcladas entre sí, que resultaría imposible determinar cuál
había sido parte de la Galleta Marinera y cuál pertenecería al Pan Francés.
Se multplicaron en un millón de corazones apasionados y cada miguita guardó una
porción del sentmiento romántco de los enamorados.
Estos hechos establecieron dos principios fundamentales, ambos referidos al Amor y a
la Verdad.
-El 1° dice: El verdadero amor nunca muere.
-El 2° ha descubierto: La verdad de la milanesa.
Por cuyo efecto, ellas (las milanesas) resultan tan atractvas.
Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tene dos
hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tene una expresión de
preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:
-No sé, pero he amanecido con el presentmiento de que algo muy grave va a
sucederle a este pueblo.
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Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentmientos de vieja, cosas que
pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a trar una carambola
sencillísima, el otro jugador le dice:
-Te apuesto un peso a que no la haces.
Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le
preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:
-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre
esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su
mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
-¿Y por qué es un tonto?
-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de
que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este
pueblo.
Entonces le dice su madre:
-No te burles de los presentmientos de los viejos porque a veces salen.
La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:
-Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-:
Mejor véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar
preparado.
El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de
carne, le dice:
-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se
están preparando y comprando cosas.
Entonces la vieja responde:
-Tengo varios hijos, mire, mejor déme cuatro libras.
Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en
media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor.
Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo.
Se paralizan las actvidades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre.
Alguien dice:
-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor! (Tanto calor que es pueblo donde los
músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque
si tocaban al sol se les caían a pedazos.)
-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
-Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.
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- ¿ Sí ?
- O indicarles dónde pasar una noche de tormenta sin mojarse . . .
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En la época en que Kenzo Kobayashi vivía en Tokyo y era un muchachito acaso de tu misma
edad, no existía la luz eléctrica. Ni calles, ni caminos, ni carreteras estaban iluminadas
como hoy en día.
Por eso, a partir del anochecer, quienes salían fuera de las casas debían hacerlo provistos de sus
propias linternas. Era así como bellos faroles de papel podían verse aquí o allá, encendiendo la
negrura con sus frágiles lucecitas. Y como decían que la negrura era especialmente negra en las
lomas de Akasaka –cerca de donde vivía Kenzo- y que se oían por allí durante las noches los más
extraños quejidos, nadie se animaba a atravesarlas, si no era bajo la serena protección del sol.
De un lado de las lomas había un antiguo canal, ancho y de aguas profundas y a partir de cuyas
orillas se elevaban unas barrancas de espesa vegetación. Del otro lado de las lomas, se alzaban
los imponentes paredones de uno de los palacios imperiales.
Toda la zona era muy solitaria no bien comenzaba a despegarse la noche desde los cielos.
Cualquiera que se veía sorprendido cerca de las lomas al oscurecer, era capaz –entonces- de hacer
un extenso rodeo, de caminar de más, para desviarse de ellas y no tener que cruzarlas.
Kenzo era una criatura muy imaginativa. Lo volvían loco los cuentos de hadas y cuanta historia
extraordinaria solía narrarle su abuela.
Por eso, cuando ella le reveló la verdadera causa debido a la cual nadie se atrevía a atravesar las
lomas durante la noche, Kenzo ya no pensó en otra cosa que en armarse de valor y hacerlo él
mismo algún día.
-Los muyins. Por allá andan los muyins entre las sombras –le había contado su abuela, al
considerar que su nieto ya era lo suficientemente grandecito como para enterarse de los misterios
de su tierra natal-. Son animales fantásticos. De la montaña. Bajan para sembrar el espanto entre
los hombres. Les encanta burlarse mediante el terror. Aunque son capaces de tomar apariencias
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humanas, no hay que dejarse engañar, Kenzo; las lomas están plagadas de muyins. Los pocos
desdichados a quienes se les aparecieron, casi no vivieron –después- para contarlo, debido al
susto. Que nunca se te ocurra cruzar esa zona e noche, Kenzo; te lo prohíbo, ¿entendiste?
La curiosidad por conocer a los muyins crecía en el chico a medida que su madre iba marcando
una rayita más sobre su cabeza y contra una columna de madera de la casa, como solía hacerlo
para medir su altura dos o tres veces por año.
Una tarde, Kenzo decidió que ya había crecido lo suficiente como par visitar las lomas que tanto lo
intrigaban. )En secreto –claro-; no iban a darle permiso para exponerse a semejantes riesgos.
Los muyins... Podría decirse que Kenzo estaba obsesionado por verlos, a pesar que le daba miedo
–y mucho- que se cumpliera su deseo. Y con esa sensación doble partió aquella tarde rumbo a las
famosas lomas de Akasaka, con el propósito de recorrerlas sin otra compañía que su propia
linterna.
Obviamente, a su mamá le mintió y así consiguió que lo dejara salir solo:
-Encontré al tío Kentaro en el mercado; me pidió que lo ayude a trenzar bambúes. También se lo
pidió a los primos Endo. Está atrasado con el trabajo y dice que así podrá terminarlo para
mañana, como prometió. Me voy a quedar a dormir en su casa, madre.
El tío Kentaro vivía en las inmediaciones del antiguo canal, por lo que la mamá de Kenzo no dudó
en permitirle que pasara la noche allá.
-Ni sueñes con volver hoy. Mañana, cuando el sol ya esté bien alto, ¿eh?
En aquella época, tampoco existían los teléfonos, de modo que la mentira de Kenzo tenía pocas
probabilidades de ser descubierta. Además, no era un muchacho mentiroso: ¿por qué dudar de
sus palabras?
Apenas comenzó a esconderse el sol cuando Kenzo arribó a las lomas. Debió aguardar un buen
rato para encender su linterna. Pero cuando la encendió, ya se encontraba en la mitad de aquella
zona y de la oscuridad.
Se desplazaba muy lentamente, un poco debido al temor de ser sorprendido por algún muyín y
otro poco a causa de que la lucecita de su linterna apenas si le permitía ver a un metro de
distancia.
De pronto, se sobresaltó. Unas pisadas ligeras, unos pasitos suaves parecían haber empezado a
seguirlo.
Kenzo se volvió varias veces, pero no bien se daba vuelta, los pasos cesaban. Y él no alcanzaba a
descubrir nada ni a nadie. Era como si alguien se ocultara en el mismo instante en que el
muchacho intentaba tomarlo desprevenido con su luz portátil.
Si, era indudable que alguien se escondía entre los arbustos. Y que desde los arbustos podía
observarlo claramente a él: el simpático rostro de Kenzo se destacaba entre aquella negrura,
cálidamente iluminado por la linterna.
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Durante dos o tres fines de semana más, este episodio se repitió tal cual. Kenzo continuaba con
las mentiras a su madre para poder volver a las lomas. ¿Sería un muyin esa silenciosa y
perturbadora presencia que lo seguía y lo espiaba? Y si era así, ¿Por qué se mantenía oculto? ¿Oír
qué no lo atacaba de una buena vez, apareciéndose -de golpe- para darle un susto mortal, como
decían que a esos seres les divertía hacer?
Al fin, una noche, Kenzo iluminó una pequeña silueta femenina que se mantenía agachada junto
al canal. La veía de espaldas a él. Estaba sola allí y sollozaba con infinita tristeza. Parecía la voz de
un pájaro desamparado.
Con desconcierto pero conmovido, el muchacho prosiguió con su inesperada inspección, mientras
ella aparentaba no tomar en cuenta su proximidad; continuaba de rodillas junto a la orilla del
canal, gimiendo.
Era una niña de la edad de Kenzo. Estaba vestida con sumo refinamiento. También su peinado era
el típico de las jovencitas de muy acomodada familia.
La confusión de Kenzo se iba convirtiendo en gigante. ¿Qué hacía esa mujercita allí, sola, nada
menos que en aquella zona y a esas horas de la noche?
De pronto, se animó y caminó hacia ella. Si una nena era capaz de internarse en las lomas, con
más razón él ¿no?
El muchacho le habló, entonces, pero ella tampoco se dio vuelta.
Ahora ocultaba su carita entre los pliegues de una de las mangas de su precioso kimono y su
llanto había crecido. ¿Un pichón de hada perdido a la intemperie, tal vez?
Kenzo le rozó apenas un hombro muy suavemente.
-Pequeña dama –le dijo entonces-. No llore así, por favor. ¿Qué le pasa? ¡Quiero ayudarla!
¡Cuénteme qué le sucede!
Ella seguía gimiendo y tapándose el rostro.
-Distinguida señorita, le suplico que me conteste.
Aunque proveniente de una modesta familia campesina, la educación de Kenzo no había
dependido de la mayor o menor riqueza que poseyeran sus padres sino que ellos valoraban –
sobre todo- la educación de sus hijos. Por eso, él podía expresarse con modales gentiles y
palabras elegidas para acariciar los oídos de cualquier damita. Insistió entonces:
-Le repito, honorable señorita, permita que le ofrezca mi ayuda. No llore más, se lo ruego. O al
menos dígame por qué llora así.
La niña se dio vuelta muy lentamente, aunque mantenía su carita tapada por la manga del
kimono. Kenzo la alumbró de lleno con su linterna y fue en ese momento que ella dejó deslizar la
manga apenas, apenitas.
El muchacho contempló entonces una frente perfecta, amplia, hermosa.
Pero la niña lloraba, seguía llorando. Ahora, su voz sonaba más que nunca como la de un pájaro
desamparado. Kenzo reiteró su ruego; su corazón comenzaba a sentirse inmensamente atraído
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por esa voz, por esa personita. Una sensación rara que jamás había experimentado antes, lo
invadía.
-Cuénteme que le sucede, por favor...
Salvo la frente –que mantenía descubierta- ella seguía ocultándose cuando -por fin- le dijo:
-Oh... lamento no poder contarte nada... Hice una promesa de guardar silencio acerca de lo que
me pasa... Pero lo que sí puedo decirte es que fui yo quien te ha estado siguiendo durante estos
días. No me animaba a hablarte, pero ahora siento que podemos ser amigos... ¿No es cierto?
Kenzo le tocó apenitas el pelo: pura seda.
En ese instante fue cuando ella dejó caer la manga por completo y el chico –horrorizado- vio que
su rostro carecía de cejas, que no tenía pestañas ni ojos, que le faltaba la nariz, la boca, el
mentón...
Cara lisa. Completamente lisa. Y desde esa especie de gran huevo inexpresivo partieron unos
chillidos burlones y –enseguida- una carcajada que parecía que no iba a tener fin.
Kenzo dio un grito y salió corriendo entre la negrura que volvía a empaquetarlo todo.
Su linterna, rota y apagada, quedó tirada junto al canal.
Y Kenzo, corrió, corrió, corrió. Espantado. Y corrió y corrió mientras aquella carcajada seguía
resonando en el silencio.
Frente a él y su carrera, solamente ese túnel de la oscuridad que el chico imaginaba sin fondo,
como su miedo.
De repente –y cuando ya perdía las fuerzas- vio las luces de carias linternas a lo lejos, casi donde
las lomas se fundían con los murallones del castillo imperial,
Desesperado, se dirigió hacia allí en busca de auxilio. Cayó de bruces cerca de lo que parecía un
campamento de vendedores ambulantes, echados a un costado del camino.
Todos estaban de espaldas cuando Kenzo llegó. Parecían dormitar, sentados de cara hacia el
castillo.
-¡Socorro! ¡Socorro! –exclamó el muchacho-. ¡Oh! ¡Oh!-. Y no podía decir más.
-¿Qué te pasa? –le pregunta bruscamente el que –visto por detrás- parecía el más viejo del grupo.
Los demás permanecían en silencio.
-¡Oh! ¡Ah! ¡Oh! ¡Qué horror! ¡Yo!... –Kenzo no lograba explicar lo que le había sucedido, tan
asustado como estaba.
-¿Te hirió alguien?
-No... No... Pero... ¡Oh!
-¿Te asaltaron tal vez?
-No...Oh, no...
-Entonces, solo te asustaron, ¿Eh? –le preguntó nuevamente con aspereza ese que parecía el más
viejo del grupo.
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-Es que... ¡Suerte encontrarlos a ustedes! ¡Qué espanto! Encontré una niña junto al canal y ella
era... ella me mostró. Ah, no; nunca podré contar lo que ella me mostró... Me congela el alma de
solo recordarlo... Si usted supiera...
Entonces, como si los integrantes de aquel grupo se hubieran puesto de acuerdo a una orden no
dada, todos se dieron vuelta y miraron a Kenzo, con sus rostros iluminados desde los mentones
con las luces de las linternas. El viejo se reía a carcajadas, estremecedoras como las de aquella
niña, mientras le decía:
-¿Era algo como esto lo que ella le mostró?
Las carcajadas de los demás acompañaron la pregunta.
Kenzo vio entonces –aterrorizado- diez o doce caras tan lisas como la de la niña del canal. Durante
apenas un instante las vio porque –de inmediato- todas las linternas se apagaron y el coro –como
de pajarracos- cesó y el muchacho quedó solo, prisionero de la oscuridad y del silencio, hasta que
el sol del amanecer le devolvió a la vida y a su casa.
Los muyins jamás volvieron a recibir su visita.
Una mañana de sol, una liebre caminaba por la sabana africana. A la hora del
mediodía el calor empezó a ser insoportable. El animal, sudoroso, buscaba un recodo
entre las piedras, un arbusto o un barranco donde refrescarse bajo la sombra. El sol
parecía que le iba a traspasar el cerebro. La terra reverberaba y el aire se hacía
irrespirable.
Cuando creía que iba a morir, vio, a lo lejos, al fondo de la sabana un gran árbol. Era
el baobab. Ese árbol de raíces profundas y grueso tronco que sólo crece en África. Muchos
aseguran que es un árbol mágico, pues sus raíces llegan hasta el mismo centro de la terra.
Aquel era inmenso y proyectaba una sombra fresca a su alrededor.
La liebre corrió desesperada. Creía que moriría bajo el sol abrasador. Los rayos
calentaban los guijarros y el polvo, que levantaba en su carrera, quemaba como cenizas
ardiendo.
Cuando llegó bajo el árbol, se echó panza arriba. Se sintó reconfortada bajo el
frescor, que era como un regalo. Respiró y sonrió.
-¡Qué sombra tan exquisita tenes! – le dijo al fin la liebre.
El árbol nunca había oído una alabanza. Nadie le había dedicado una frase
agradable y nadie había alabado sus cualidades. Conmovido por las palabras de la liebre se
puso a temblar. Con la emoción dejó ver un fresco fruto entre sus hojas que también
temblaban. La liebre aprovechó para contnuar.
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- Ah, baobab, tu sombra es exquisita, pero estoy seguro que tu fruto es peor que tu
sombra.
Quiso el árbol demostrar que no era así. Tembló con tanta fuerza, que dejó caer un
fruto brillante y jugoso. La liebre lo tomó y lo engulló de un trago babándose de placer.
Mirando al grueso tronco la liebre contnuó.
- Oye, tu sombra es exquisita, tu fruto es mejor que tu sombra; pero seguro que tu
corazón es peor que tu fruto.
El baobab tembló con más fuerza que antes y empezó a abrir su corteza gruesa y
rugosa, lentamente. La liebre tuvo, ante sus ojos asombrados, el corazón del árbol.
Primero metó la cabeza, luego entró entera y comprobó que dentro de aquel tronco
antguo había un tesoro como nunca había imaginado. Había collares, anillos, piedras de
colores brillantes, telas de seda auténtca bordadas en oro y plata, había también sandalias
de cuero con incrustaciones de perlas y perfumes de sándalo y ámbar... Descubrió, incluso,
dentro de aquel corazón extraordinarios dulces y manjares deliciosos... La liebre cogió un
poco de cada cosa y marchó para su madriguera.
En la puerta estaba, impaciente, la mujer de la liebre, esperando, con la pata en la
cintura y cara de pocos amigos. Tamborileaba con los dedos sobre la piel, mientras movía
nerviosa la nariz.
- ¿Dónde has estado tanto tempo? ¿Eh?
- Yo...
- ¿ De dónde has sacado todo eso?
- Yo...
La señora liebre no lo dejó ni responder. Hizo lo que los seres humanos solemos
hacer cuando vemos algo lujoso y brillante. Se lo puso todo encima y se fue a pasear por la
sabana. Se encontraba hermosísima bajo los rayos del sol. Se contoneaba lenta para ver
los brillos y fulgores que emanaban de su cuerpo. Todos los animales la miraban lucir
como nunca había lucido y ella veía en los ojos de los otros la envidia, la admiración, los
celos... Hasta que llegó la hiena. Los ojos le brillaban llenos de rabia y el hocico le
temblaba. Se paró ante la liebre y le dijo.
- ¿De dónde sacaste todo eso?
- Yo qué sé. Mi marido lo trajo.
- ¿Dónde está tu marido?
- En la madriguera echando la siesta.
La hiena corrió bajo el sol hasta la madriguera y le preguntó a la liebre por el
tesoro. La liebre ingenua le contó todo lo que había pasado y reprodujo las palabras que
había dicho al baobab: “Tu sombra es exquisita, tu fruto es mejor que tu sombra; pero tu
corazón seguro que es peor que tu fruto”. Y relató cómo el árbol se había abierto y cómo
había encontrado el tesoro.
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La hiena corrió hasta el baobab. Iba ciega de ambición y de envidia. Cuando llegó se
echó bajo la sombra y dijo.
- Baobab, que sombra tan exquisita.
El árbol tembló.
- Baobab, seguro que tu fruto es peor que tu sombra.
El árbol tembló y dejó caer un fruto.
- Baobab, seguro que tu corazón es peor que tu fruto.
El árbol tembló y abrió su corteza despacio. Lentamente la hiena vio aparecer el
corazón brillante. Se precipitó de un salto hasta lo más profundo, gritando enloquecida “Lo
quiero todo. Todo es para mí. Todo. Todo. Todo”. Arañaba con las garras la corteza. El árbol
sangraba herido. Decepcionado se cerró y la hiena murió dentro.
Dicen, a partr de aquel día, en los pueblos de África, que las hienas están
condenadas a comer el interior podrido de los animales.
Pero, dicen también, en las tribus de África, que el corazón de las personas es como
el del baobab. Está lleno de tesoros, de inmensos tesoros, pero muy pocas veces se abre
de verdad. Aunque también cuentan en África, que el corazón de las personas puede ser
como la hiena.
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- ¿Eh, cráneo, quién te trajo hasta aquí? Anda responde. Responde ahora.
Pero volvió a oír la voz, ahora con aire destemplado. Incluso diría que estaba
enfadado.
- La palabra. ¿Tú estás sordo?
El pescador dio un salto. No se sabe si de susto o de miedo. Salió corriendo a través
de la selva como alma que lleva el diablo. Había descubierto algo extraordinario. Nadie
había visto algo así. Cuando llegó a su tribu, encontró al gran jefe merendando, rodeado
de sus esposas y de sus hijos. El pescador interrumpió la merienda del jefe con gritos y
alaridos. El mandatario, puesto en pie, le ordenó que explicase despacio lo que ocurría.
- He visto, en la playa, lo que nunca nadie jamás ha visto. ¡Había un cráneo!
- ¿Y...?
- ¡Era un cráneo humano!
- ¿Y...?
- ¡Un cráneo que habla!
- ¿Cómo?
- Un cráneo que habla. Eso nadie lo ha visto en África nunca.
El jefe advirtó al pescador que no dijese tonterías. Le dijo que si estaba gastando
alguna broma le iba a pesar. Pero el pescador insistía en la importancia que tenía su
descubrimiento.
- Si dices mentras te cortaré la cabeza.
Aquella fue la últma advertencia del jefe y la tribu entera se trasladó a la playa,
para ver el cráneo que hablaba.
Cuando llegaron, el jefe y el resto de la tribu rodearon al pescador y al cráneo. El
pescador, muy nervioso, se acercó, temblándole la voz.
- ¡Mira que está el jefe! ¡Responde! ¿Quién te trajo hasta aquí?
Se hizo un silencio terrible. Nadie habló. Tampoco el cráneo. El pescador volvió a
insistr.
- ¡Que está el jefe! ¡El jefe! ¿Entendes? ¿Quién te trajo hasta aquí?
Nadie habló. Tampoco el cráneo.
- ¡Por tercera vez te lo pido! ¡Responde! ¿Quién te...?
El jefe ya había sacado su sable y de un golpe le sajó la cabeza al pescador. Todos se
fueron otra vez al poblado a seguir merendando. La cabeza quedó rodando por la arena y
las olas la fueron llevando de un lado para otro, hasta que quedó enfrente del cráneo.
Parecía que se miraban. Parecía que sonreían. El cráneo abrió la mandíbula blanca,
lentamente, y dijo.
- ¡Eh, cabeza! ¿Quién te trajo hasta aquí?
La cabeza abrió la boca despacio y dijo.
- La palabra.
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