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Hace años que se viene anunciando una crisis de la lectura. La gente ya no lee las
obras fundamentales de la cultura, o acude a los libros sólo por razones utilitarias, no
para alimentar el espíritu. Los estudiantes encuentran grandes dificultades para
comprender lo que leen. Los índices lectores están bajando. La televisión y el video
están apartando a niños, jóvenes y adultos de la lectura. Y como si fuera poco, los
juegos electrónicos, los programas multimedia y la Internet van a significar, ¡ahora sí!
la muerte del libro y de la lectura.i Por otra parte, todos los esfuerzos que hacemos por
conquistar nuevos lectores o para salvar las almas de los que ya lo eran y están en
peligro de perecer, parecen haber sido infructuosos.
Mi tesis es que, más que al fin de la lectura, estamos asistiendo a una profunda
mutación de las formas de leer. Esta mutación obedece, por un lado, a
transformaciones históricas que han venido reconfigurando desde hace tiempo todos
los órdenes de la cultura, no sólo la cultura escrita. Por otro lado, los avances recientes
en las tecnologías digitales y sus secuelas en las tecnologías del texto han servido
como catalizadores para precipitar esta crisis, no para causarla, como lo están
sugiriendo algunos defensores del determinismo tecnológico. Si bien es verdad que
muchos de los cambios han sido movilizados por la aparición de estas tecnologías, no
obedecen únicamente a ellas; varias de estas propuestas habían sido hechas desde la
literatura, mucho antes de que empezaran a hacerse realidad en el hipertexto. Lo que
está en crisis no es la lectura, sino una manera particular de leer. Y no todo lo que esta
crisis moviliza atenta necesariamente contra la cultura escrita; de hecho puede
Nuevos modos de leer
contribuir a enriquecerla. Más que a la agonía del lenguaje escrito, estamos asistiendo
al surgimiento de nuevas modos de escribir y de leer.
Uno de los campos más fascinantes para quienes nos interesamos por los problemas
de la lectura, a la vez que uno de los menos estudiados, es el de la historia de las
prácticas lectoras. Un recorrido por esta historia nos revela que no siempre se ha leído
de la misma manera. Por el contrario, existen grandes diferencias en la manera como
distintas épocas y distintas culturas conciben y practican la lectura.
Sabemos, por ejemplo, que durante toda la antigüedad y la Edad Media la lectura era
hecha en voz alta, en un acto esencialmente colectivo, por el que se le devolvían a la
palabra sus cualidades sonoras. Entre los griegos, la publicación de un libro se hacía
mediante la recitación en público, que podía hacerla o bien el mismo autor o bien
lectores e incluso actores profesionales. Este método de lectura afectó la estructura de
la poesía y de la prosa, impregnándolas de una sonoridad particular cuya importancia
sólo puede entenderse a la luz de la situación de lectura. “Como los lectores eran
pocos, y muy numerosos los que podían escuchar, la literatura de aquellos primeros
tiempos se producía en gran parte para la recitación en público; de aquí que tuviese
un carácter retórico más que literario, y su composición estaba gobernada por las
reglas de la retórica”.1 La lectura en voz alta que un lector hacía para un pequeño
auditorio fue una práctica cotidiana en Europa hasta el siglo XVIII y creo que todavía
se hace en muchos rincones de nuestro país.
A propósito, he oído críticas muy duras al hecho de que, hoy día, en pleno siglo XXI,
en muchas escuelas colombianas se sigue repitiendo este ritual de la lectura en voz
alta. Sé que en muchos casos esta práctica puede reducirse a una lectura puramente
mecánica, que privilegia la vocalización sobre el sentido. Pero la lectura en voz alta
tiene potencialidades pedagógicas que podríamos aprovechar. Puede servir como uno
de esos dispositivos externos de los que habla Vygotsky que le ayudan al niño a tomar
conciencia de su proceso lector; para sentir en todo el cuerpo la sonoridad y la fuerza
de las palabras y es un apoyo formidable para la escritura, como lo han confesado
muchos grandes escritores.
A la lectura silenciosa, la lectura que se hace con los ojos, no con los oídos, sólo se llega
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después de una larga evolución de las prácticas lectoras. Al principio fue una
costumbre exclusiva de los copistas medievales, luego en el siglo XII transformó los
1
Chaytor, H. J., From script to print, cit. por McLuhan, M. en La Galaxia Gutenberg,
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Nuevos modos de leer
hábitos de estudio de los universitarios y sólo hasta el siglo XV podemos decir que se
volvió una práctica corriente entre las clases cultas.2
La palabra virtual
2
Chartier, R., “Las prácticas de lo escrito”, en Ariès, Philippe y Duby, George, Historia de la vida
privada, Madrid, Taurus, 1989.
3
"Ong, Walter, J., Oralidad y escritura: tecnologías de la palabra, México, Fondo de Cultura Económica,
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Nuevos modos de leer
Ahora, cinco mil años después, la tecnología digital produce otra revolución que, por
un lado, se basa en la invención del alfabeto pero, por otro, la potencia y la supera. Si
la escritura había conseguido darle a la palabra una forma material, ahora la
digitalización la transporta nuevamente a una dimensión inmaterial.
1987, p. 21.
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Nuevos modos de leer
De igual manera, desde sus mismos orígenes, la tecnología del libro ha estado
asociada con la imagen; dan fe de ello los manuscritos medievales, en los que las
4
Eco, Umberto, La búsqueda de la lengua perfecta, Barcelona, Crítica, 1994, p. 128.
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Nuevos modos de leer
bellas formas caligráficas son en sí mismas objeto visual y la iluminación hace parte
constitutiva del texto. Pero también las modernas publicaciones impresas contienen
mucha más información visual de la que pensamos. Esta no se limita a las
ilustraciones, esquemas o gráficos. Lo visual está presente también en el espaciado
entre palabras, la división en párrafos, los diversos tipos y tamaños de letras, la
diagramación diferente para indicar citas de otras obras y la asignación de espacios
específicos (pie de página o final de capítulo) para los materiales de referencia.
Hoy día es cada vez menos frecuente leer palabras solas, aisladas de un contexto de
imágenes. Gracias a los adelantos de la fotografía, de la edición digital y la tecnología
de la impresión, encontramos en lo impreso una presencia cada vez mayor de
información visual. Casi siempre, el lector moderno encuentra los signos fonéticos
inscritos en contextos altamente icónicos en las revistas, los anuncios y la publicidad.
El comic es el mejor ejemplo de esta coexistencia de la imagen y la palabra en el
mundo de la imprenta. Desde Comenio, los textos escolares, particularmente los de la
primaria, hablan más en imágenes que en palabras, aunque todavía hay que lamentar
que algunas editoriales lo hagan de manera tan rudimentaria, dilapidando así el
poder de este lenguaje en el que los niños y los jóvenes de hoy son unos verdaderos
expertos.
De esta manera se está produciendo una expansión del espacio textual. Aparecen no
sólo nuevas formas de expresión de los textos escritos, sino nuevos tipos de textos, que
no existían antes. Sería más exacto hablar de una metatextualidadvi que se extiende a
todo el espectro de los modos de representación: textos, imágenes, sonidos, películas,
bases de datos, e-mail. Vivimos inmersos colectivamente en el espacio de un libro sin
fin, en lugar de estar solos, frente a las dos dimensiones de la página impresa.
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Nuevos modos de leer
capítulos que siguen una secuencia prefijada, se leen de arriba abajo y de izquierda a
derecha, línea por línea, palabra por palabra. La foliación sucesiva de las páginas y la
encuadernación son dispositivos editoriales que sirven como garantía de que este
orden se cumpla en cada libro.
La escritura propia del hipertexto sustituye esta estructura jerárquica fija, tan
característica del orden de los libros, por una dinámica de relaciones que se asemeja
más a la estructura de una red. El término fue acuñado por Nelson para describir la
forma de escritura no lineal o no secuencial característica del computador. A
diferencia del texto impreso tradicional, el hipertexto le da una mayor libertad al
lector para decidir su propio itinerario entre las múltiples trayectorias que se le abren
en el mapa del texto. La lógica lineal de la escritura es sustituida por una estructura
más libre que imita los procesos asociativos de la mente. La metáfora del hipertexto es
la de la red. Una estructura reticular no tiene principio ni final; no hay arriba ni abajo;
tampoco tiene un centro fijo. La lectura puede comenzarse por cualquier punto y el
centro es el que cada lector selecciona. El hipertexto representa una tecnología
totalmente innovadora que favorece la lectura interactiva y la pluralidad de voces, en
lugar de un único discurso dominante.
Esta lógica hipertextual se acomoda mucho mejor a los modos de leer de los lectores
jóvenes, influenciados por la sintaxis fragmentaria del cine y la televisión, donde la
discontinuidad, las rupturas espacio-temporales, la simultaneidad de acciones y de
ideas encontradas constituyen la norma discursiva. Este es el modo característico de
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Nuevos modos de leer
percibir y de leer el mundo de las nuevas generaciones, y que nos distancia de ellos
como lectores. Nosotros somos lectores de otra galaxia: de la galaxia Gutenberg.
Lectores lineales. Lectores marcados por la lógica de la imprenta. Pero esta ya no es la
única forma de leer.
Toda lectura y toda escritura verdaderas tienen mucho de esta lógica hipertextual, que
ahora se ha hecho más evidente con las tecnologías digitales. Las investigaciones
recientes nos muestran que nadie lee o escribe tan juiciosamente como imaginamos,
siguiendo obedientemente las líneas del texto. Los protocolos utilizados para
investigar cómo trabajan los escritores expertos nos han dejado ver todo lo caótico que
es el proceso de composición. Los buenos lectores “escanean” (si se me permite por un
instante este anglicismo) el libro, seleccionan, picotean aquí y allá, interrumpen el
orden riguroso de la imprenta para saltar a otros puntos del libro o a otros libros. En
Como una novela, Daniel Pennac develó abiertamente estas prácticas desordenadas en
sus derechos imprescriptibles del lector: el derecho a no leer, el derecho a saltarse las
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páginas, el derecho a no terminar un libro, el derecho a releer, el derecho a picotear...
Uno de los hallazgos más importantes de la reciente investigación sobre los procesos
lectores ha sido el hacernos tomar conciencia de la participación activa que tiene el
lector en el proceso de construcción de sentido. La visión de la lectura como un acto de
construcción que resulta de la transacción entre autor, lector y texto mediada por un
contexto significativo, ha dejado sin vigencia la idea ingenua de que el sentido es algo
que se transmite del autor al lector a través de las estructuras del texto.
Esta preocupación por los derechos de los lectores tiene su génesis mucho antes de la
llegada de las tecnologías digitales. Nietzche, Barthes, Derrida, Eco, se anticiparon a
esta discusión, sin otro fundamento que la reflexión sobre su propia experiencia en el
terreno de la creación literaria. Pero es indudable que, desde la llegada del
computador, los lectores han conquistado espacios de participación muy difíciles de
imaginar en otro contexto.
5
Pennac, Daniel, Como una novela, Santafé de Bogotá, Editorial Norma, 1993.
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Nuevos modos de leer
mayor libertad por la urdimbre del texto: es él quien elabora sus propios mapas y
rutas de navegación y está autorizado para salirse de la órbita original trazada por el
autor.
Un lector que coopera con el autor, pero también un lector-escritor, que se convierte
en co-productor del texto. El hipertexto no sólo permite, sino que invita al lector a
glosar el interperlar el texto mucho más que el libro, a escribir en los márgenes del
texto, incluso a escribir un texto paralelo. Esta escritura de lector no tiene el carácter
de notas “marginales” sino que entra a formar parte del sistema hipertextual. En este
sentido, la tecnología del hipertexto vendría a hacer realidad el viejo sueño de
Barthes: romper finalmente las fronteras que separan la lectura y la escritura, y hacer
posible de esta manera el ideal de “leer como escritor”. Las tecnologías digitales están
rompiendo la membrana divisoria entre lectura y escritura.
Por otro lado, el carácter interactivo de las tecnologías digitales erosiona por completo
la pretensión del texto cerrado y protegido de toda intervención externa. Esta es una
idea que se fue construyendo históricamente y que llegó a su culminación con la
invención de la imprenta. Esta impuso definitivamente la concepción del texto como
una entidad cristalizada, estable, impenetrable, propiedad exclusiva de un autor. Pero
en los comienzos de la cultura escrita prevaleció por mucho tiempo la idea de que los
textos eran entidades penetrables y modificables por otras personas distintas de su
autor. Lo normal era que los textos fueran modificándose por la intervención de
copistas, traductores, comentaristas y editores.
¿Y el libro?
En medio de esta explosión del espacio textual ¿cuál es el futuro del libro? ¿Se harán,
ahora sí, realidad las predicciones sobre su desaparición? ¿Podrá sobrevivir el libro a
esta nueva embestida tecnológica? Y si sobrevive, ¿cuál será su lugar en esta nueva
galaxia?
La historia de la cultura nos ha enseñado que el asunto no es tan simple. Casi nunca se
ha visto que un nuevo fenómeno haya aniquilado el orden anterior. Lo que sí ha
sucedido es que ha introducido en él profundas transformaciones. La fotografía
modificó la manera de pintar (¿el impresionismo no es una rebelión contra el retrato?);
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Nuevos modos de leer
el teatro y la novela incorporaron elementos del cine. Cualquiera que, como yo, haya
cometido el error de alquilar los videos de las películas clásicas del cine sabe muy bien
que el cine no puede ser reducido a la televisión.
No tengo ninguna duda de que cierto tipo de libros va a desaparecer, de hecho así está
ocurriendo. Las enciclopedias en cuarenta tomos, por ejemplo, y muchos catálogos,
manuales, textos de estudio, obras de consulta y referencia. Va a ser muy difícil que
estas modalidades informativas del libro compitan con la velocidad, la versatilidad y
la capacidad de recuperar información que tienen las tecnologías digitales. Pero las
nuevas tecnologías no pueden darnos lo que únicamente se encuentra en los
verdaderos libros. El espacio de lo digital es colectivo, público, abierto; el libro es el
lugar por excelencia de lo personal, de lo íntimo, de lo privado. La lectura de los
textos electrónicos es extensiva, superficial; la del libro es intensiva, profunda. La una
es la autopista por la que podemos recorrer, a velocidades vertiginosas, un número
impensable de archivos en poco tiempo y de pronto llegar a donde menos
esperábamos; la otra es el camino estrecho por el que tardamos mucho más en llegar,
pero donde podemos detenernos a meditar, sin afanes, sobre lo que estamos buscando
y preguntarnos, en silencio, a dónde quisiéramos llegar.
i
Las ventas de libros y otros materiales impresos, que por muchos años han sido el centro de nuestra
memoria cultural, han descendido ahora al cuarto lugar, después de las ventas de televisión, cine y
juegos de video. (Landow, G.P., Twenty minutes into the future, or how are we moving beyond the
book? En Nunberg, Geoffrey (ed.) The future of the book, Berkeley, University of California Press, 1996.
ii
En las Confesiones (libro sexto, capítulo III) San Agustín expresa su asombro ante la forma de leer
Ambrosio: Sed cum legebat, oculi ducebantur per paginas et cor intellectum, rimabatur, vox autem et lingua
quiescebant. (Pero cuando estaba leyendo, sus ojos se deslizaban sobre las páginas y su corazón buscaba el sentido,
más su voz y su lengua callaban.)
iii
Chartier ha sustentado esta idea en El mundo como representación, Barcelona, Gedisa, 1992, y en El
orden de los libros. Lectores, autores, bibliotecas en Europa entre los siglos XIV y XVIII, Barcelona, Gedisa,
1992.
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Nuevos modos de leer
iv
He desarrollado más ampliamente esta idea en Lectores, ratones e hipertextos, Santafé de Bogotá,
Fundalectura, Memorias del Tercer Congreso Nacional de Lectura.
v
La desmaterialización de los textos escritos ya ha empezado a introducir cambios en la fisonomía y en
la forma de funcionar las bibliotecas, esos espacios consagrados por definición a preservar la
materialidad del libro. El proyecto arquitectónico de la Bibliothèque Nationale de France, diseñado por
Dominique Perrault, obedece al concepto de desespacialización de la forma tradicional de la biblioteca,
que por eso está concebida como un edificio sin paredes, una biblioteca no-espacial. Por su parte,
Cathy Simon, la arquitecta de la nueva biblioteca municipal de San Francisco, concibe su diseño como
una arquitectura del movimiento, una arquitectura cinética, reticular, conformada por módulos,
intersecciones y galerías, en lugar de volúmenes delimitados por paredes. La idea directriz en estos
dos proyectos arquitectónicos es que el conocimiento no es lo que está contenido dentro de las
coordenadas espaciales, sino aquello que las atraviesa y que circula a través de estas bibliotecas no
espaciales; “el conocimiento como una serie de vectores, cada uno con su dirección y duración, aunque
sin ubicación o límite preciso.” Y aun en la arquitectura clásica francesa de la Biblioteca del Congreso
de los Estados Unidos conviven los manuscritos medievales y la Biblia de las 42 líneas, con las
terminales de computador, y en la rotonda de la sala de lectura principal, las pilas de libros y los
computadores portátiles de los investigadores compiten por el espacio en los austeros mesones de
madera.
vi
El concepto de metatextualidad ha sido propuesto por Patrick Bazin en su trabajo “Toward
metareading”, en Nunberg, Geoffrey (ed.) The future of the book, Berkeley, University of California
Press, 1996.
vii
El término “archipiélagos textuales” es de Chartier.
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