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En el quincuagésimo aniversario del Mayo francés del 68, vamos a lanzar una serie de
artículos al respecto, con aportaciones de Adriano Erriguel, Javier R. Portella, José Javier
Esparza, Jesús Sebastián y otros. Abre el fuego Adriano Erriguel.
A pesar de todas las apariencias, vivimos en una civilización reciente. Por mucho que
habitemos en países centenarios y seamos los herederos de una cultura milenaria, las
costumbres, ideas y creencias que vertebran nuestra visión del mundo no remontan más
allá de unas décadas. Entre un hombre de 2017 y otro de 1950 puede haber más
distancia – en sus concepciones antropológicas básicas – que la que pudiera darse entre
un hombre de 1950 y otro nacido en 1800. A lo largo del último medio siglo nuestra
civilización ha sido remodelada a fondo, con una velocidad y con una intensidad sin
precedentes a lo largo de toda la aventura humana.
En ese sentido, un historiador francés, Alain Besancon, ha podido afirmar que “mayo
1968” es, sin ninguna duda, el evento más importante acaecido tras la Revolución
americana y la Revolución francesa.
Pasado medio siglo desde entonces, ¿qué significado atribuir a aquellos acontecimientos?
Ante todo, el de ruptura de una larga cadena de transmisión cultural. “Matar al padre”
es una metáfora freudiana que evoca un mandato generacional. Como el río de la vida,
cada generación debe asumir sus propias tareas. El problema consiste en saber si,
después de aquél célebre mes de mayo, queda todavía algún “padre” al que matar.
Mayo 1968 inauguró una época inédita: la transgresión como dogma y la rebeldía como
nueva ortodoxia. Una “rebelocracia” – en palabras de Philippe Muray – que exalta sus
propias contradicciones, las comercializa y las fagocita. Mercado global, domesticación
festivista y educación para el consumo: los signos definitorios de nuestra época. En ese
sentido mayo 1968 fue una revolución para acabar con todas las revoluciones.
¿Verdaderamente? Pasado ya medio siglo, la utopía sesentayochista adquiere para
muchos los contornos de una burla insultante. La generación que quiso reinventar el
mundo, reinventar la vida, exigir la felicidad y merecerlo todo, ha dejado como legado
varias generaciones de juguetes rotos. Algo se torció en el experimento, y sin embargo
aquella generación que cuestionó todas las certezas, que derribó todos los valores,
proclama como incuestionables sus propios valores y sus propias certezas, exige
pleitesía para ellas y las declara intocables y las sitúa como coronación suprema de la
aventura humana.
Pero la aventura humana continúa; y una vez puesto en marcha, el acelerador de
mutaciones sociológicas es imparable. Como ocurría en 1968 los tiempos están
cambiando. Un nuevo malestar en la civilización – volvemos a Freud – se extiende con
una virulencia nunca vista. A medida que avanza el siglo XXI, desde el caos de
identidades deconstruídas, desde el reguero de juguetes rotos, aumenta el número de
aquellos que, solitarios, atomizados, desarraigados, no habiendo conocido otro mundo
que el conformado a partir de mayo 1968, tienen una serie de cuentas que ajustar con
la gloriosa efeméride.
Para deconstruir mayo de 1968 es aconsejable comenzar por la crítica marxista. Ante
todo, por una razón cronológica: las primeras críticas de calado que se hicieron de
este happening estudiantil procedieron de intelectuales más o menos vinculados al
movimiento obrero. Unas críticas formuladas desde la frialdad conceptual del viejo
marxismo, en un enfoque que contrasta con la indignación tremendista y con el
moralismo lastimero que hoy se enseñorea del pensamiento de izquierdas. Entre ellas
destaca, por su claridad premonitoria, el análisis del filósofo Michel Clouscard.[6]
Desde posiciones muy cercanas al Partido Comunista francés, Clouscard se enfrentó a
los argumentos gauchistas que denunciaban el supuesto “aburguesamiento” de los
obreros y su abandono de la revolución a cambio de unas migajas sociales. Para este
filósofo atípico –el primero en analizar mayo de 1968 como una contrarrevolución
liberal– todo ese discurso de impronta marcusiana no era más un recurso de los
consumidores libertarios de clase media para acceder a un estatus narcisista
“revolucionario”.[7] La originalidad de Clouscard – señala su comentarista Aymeric
Monville – consistió en desarrollar un marxismo aplicado que articula las clases sociales
no sólo sobre las relaciones de producción, sino también sobre las de consumo. ¿Qué
nos dice este enfoque sobre la intrahistoria de mayo 1968?
Según Clouscard, el capitalismo del Plan Marshall y de los “treinta gloriosos” se
organizaba en torno a un modelo consumista sostenido sobre la educación de la
población en dos vertientes: a unos para hacerles amar el consumo, a otros para
hacerles soñar con consumir.[8] Un objetivo para el cuál era imprescindible acelerar la
ruina de los antiguos valores burgueses – ahorro, sobriedad, esfuerzo, religión – e
instaurar un modelo hedonista y permisivo. Sólo desde este prisma cabe entender la
función auxiliar desempeñada por los filósofos de cabecera del sesentayochismo:
Marcuse y su “nuevo orden libidinal”, Deleuze y sus “máquinas deseantes”, Focault y su
teoría de la sexualidad. Todos ellos serían los animadores de un proceso cultural
destinado a presentar como revolucionario un modelo de consumismo transgresivo que,
en el fondo, sólo respondía al arribismo de las nuevas clases medias.[9] Mayo 1968 será
el momento de cristalización simbólica de todo ello.
Pasado medio siglo, el legado de las jornadas de mayo puede resumirse en un sólo
concepto: “liberalismo libertario”. Una definición que con el tiempo sería jubilosamente
asumida por Daniel Cohn–Bendit – vedette máxima de los acontecimientos–, si bien
antes había sido acuñada por Michel Clouscard. A Clouscard se debe también la expresión
“capitalismo de la seducción”, el título de una obra en la que aplicaba un análisis de clase
a la mitología de la civilización recién inaugurada: la cultura de masas, la relajación de
vínculos familiares, la liberación sexual, la “subversión” institucionalizada, el arte
contemporáneo, el progresismo mundano, etcétera. Una auténtica antropología de la
modernidad en la que el filósofo de Poitiers describía el papel del gauchismo como
comadrona de la nueva sociedad de consumo. Porque ahí reside el gran hallazgo de
mayo 1968: en la incorporación de la mitología romántica de la rebelión y de la
subversión a las estrategias de despliegue capitalista.
Nunca se entenderá el “gauchismo” si nos limitamos a considerarlo como un mero
sistema de ideas o de convicciones. El gauchismo – es decir, el izquierdismo radical– es
sobre todo un estado de espíritu, un conjunto de predisposiciones psicológicas y anímicas
(aunque no falta quien lo trata como una patología).[10] No en vano la obra de Clouscard
pone el dedo en la llaga de lo que podríamos calificar como “paranoia gauchista”
(Aymeric Monville): la confusión entre poder y dominación, la tendencia a no ver en el
poder más que represión, ya sea de la líbido, de las minorías (en la actual versión
políticamente correcta) o de los propios gauchistas. De una manera sutil, Clouscard
muestra que a partir de los años 1960 es “el poder el que ahora se hace seducción e
inventa–produce la líbido”.[11] La líbido, claro está, necesaria para estimular un
“mercado del deseo” sostenido sobre la capacidad de consumo de aquellos que se lo
puedan permitir, así como sobre el reclamo publicitario de los “estilos de vida”. Pero
para pasar a esta fase – a la del mercado del deseo– era necesario un punto de ruptura,
un “psicodrama” que escenificase el adiós radical al viejo mundo.[12] Ése fue el
cometido histórico de todas las variedades de “rebeldes” que proliferaron a partir de los
1960 y que siguen renovándose hasta la hora actual: el “hippie eterno” y sus mutaciones
más o menos radicales (antisistemas, okupas etc) como castas parasitarias sobre los
hombros de las clases productoras.
¡Prohibido prohibir! es el slogan más célebre de mayo 1968. Pero conviene tener
presente – y ése es el núcleo del mensaje de Clouscard – que el sistema entonces
inaugurado, si bien es permisivo sobre el consumidor, es represivo sobre el productor.
En otras palabras: es un sistema en el que “todo está permitido, pero nada es
posible”.[13] Su estrategia consiste en descartar la lucha de clases como algo
anacrónico, al tiempo que se exaltan las nuevas “luchas societales” (ideología de género,
minorías sexuales, migrantes, etcétera) para las que se diseñan los oportunos kits de
mercado. Todo ello, claro está, permitiéndose el lujo de decirse “de izquierdas” y
disfrutar de lo mejor de ambos mundos.[14] Con lo cuál nos acercamos al reino de
progrelandia.
Mayo 1968 como astucia de la historia
Década tras década las conmemoraciones de mayo 1968 dan lugar a nutridos coros de
autosatisfacción lírica, empañados por las notas discordantes de algún que otro
disidente. El opúsculo publicado por Régis Debray en 1978 – “Mayo 68: una
contrarrevolución consumada”– es sin duda uno de los textos fundacionales de toda esa
corriente que podemos calificar como “pensamiento anti–1968”, y ello tanto por su
carácter pionero como por la clarividencia de un análisis que, con el tiempo, no ha dejado
de ganar en pertinencia.
Tras sus andanzas guerrilleras con el Che Guevara, cabe pensar que Debray tenía una
visión más ajustada que sus contemporáneos sobre lo que una auténtica revolución
significa. En su texto de 1978 – publicado a modo de “una modesta contribución a los
discursos y ceremonias oficiales del décimo aniversario” – el escritor parisino desplegaba
una serie de intuiciones prematuras sobre el significado de aquella primavera de
barricadas, que él vivió desde una cárcel boliviana. Lo que Debray venía a decir – en un
enfoque concomitante al de Clouscard – es que mayo de 1968, lejos de ser una
revolución, fue un ajuste interno del sistema, el momento de eclosión de la nueva
sociedad burguesa. Hasta ese momento dos mundos se miraban frente a frente. Por un
lado, la “ideología americana”, hecha de individualismo y de espíritu mercantil. Por otro
lado, la “ideología francesa” hecha de valores colectivos: la idea denación y
de independencia, la idea de clase obrera y de revolución. Ideas, estas últimas,
totalmente anacrónicas frente a la nueva era de expansión capitalista. ¿Cómo
desembarazarse de ellas? [15]
¡El caos! (la “chienlit”), así calificaba Charles de Gaulle a los acontecimientos de mayo.
¡Una revolución! dice la versión más extendida. Para Debray el mayo parisino no fue ni
una cosa ni la otra, sino “el más razonable de los movimientos sociales”; la “triste victoria
de la razón productivista sobre las locuras románticas”; la más “aburrida demostración
de la tesis marxista sobre la determinación en última instancia por la economía
(tecnología + relaciones de producción)”. De lo que se trataba, en el fondo, era de dar
adaptar los hábitos y las formas de vida a las nuevas exigencias de la industrialización,
y ello “no porque los poetas lo reclamasen sino porque la industrialización así lo exigía”.
El análisis marxista de Debray se muestra implacable: los valores burgueses de la vieja
Francia eran antieconómicos, lo que hacía necesaria una alineación de la burguesía sobre
nuevos valores consumistas, individualistas y hedonistas. Feminización de la mano de
obra, paso del capitalismo patrimonial al capitalismo de accionariado, derribo de las
barreras aduaneras, expansión de las multinacionales, promoción de la “flexibilidad”.
¿Qué es la mercancía sino “una fiesta móvil, inasible e imparable”? No en vano mayo
1968 fue la fiesta de la movilidad. “La burguesía se encontraba política e ideológicamente
en retraso sobre la lógica de su propio desarrollo económico” – dice Debray – y mayo
fue, por lo tanto, una hegeliana “astucia de la Historia” para ajustar las cosas. Mayo
1968 fue el “termostato” que permitió que la máquina se corrigiese a tiempo; un “factor
de autorregulación que de todas formas hubiera funcionado por sí solo –
independientemente de la voluntad de sus agentes– para corregir las perturbaciones
internas en la máquina neocapitalista”.[16]
El gran equívoco de mayo 1968 consistió en tomar una crisis en el sistema por una crisis
del sistema. ¿Se trataba una soft–revolución tal vez? ¿O tal vez de la primera revolución
posmoderna? Mayo de 1968, como hemos visto, inaugura los tiempos en los que la
representación de lo real predomina sobre la realidad misma. La brutalidad y la violencia
ya no fuerzan el curso de la historia. Lo que importa es controlar las percepciones,
imponer un “marco” narrativo, “construir un relato” (storytelling). Por eso mayo 1968
puede considerarse como el umbral de nuestra época. Su meollo revolucionario consiste
en el triunfo de la publicidad sobre la política, en el paso a los tiempos postpolíticos, en
el fín de la política. Porque a partir de entonces todo se regulará de forma autónoma, o
como dice Debray “a nivel social, pre o postpolítico, es decir: sin dirección, sin proyecto
ni voluntad consciente”.[17] Mayo de 1968 fue, en ese sentido, la revolución que acaba
con todas las revoluciones; el momento en el que el mercado mundial suplanta al
mercado nacional. En nuestra época de gobernanza y tecnocracia global, no cabe sino
admirar la lucidez premonitoria del análisis de Régis Debray.