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EL ORÍGEN DE LA POLÍTICA

Narrar el pasado, como narrar el presente, solo puede tener un componente político. Bien
lo sabían los cronistas antiguos, medievales y modernos y sus señores y mecenas, reyes,
emperadores y papas. Desde que el oficio de “contar-nos” devino la disciplina de la
Historia, es decir, el conjunto de instituciones que definen el marco en el que hacen su
labor los historiadores profesionales, la Historia con mayúsculas se vistió con gusto, o
creyó o pretendió vestirse, los ropajes de la razón, la ciencia y el estado-nación. Escribir,
hacer historia, siguió teniendo una vertiente política de la que es testigo la conciencia y
el compromiso de algunos de sus principales nombres en el pasado reciente. Ahí están
los ejemplos de Marc Bloch y Otto Brunner por recordar dos historiadores con posiciones
políticas y de naciones distintas dentro de los especialistas en siglos tempranos o Eric
Hobsbawn y Joachim Fest entre los contemporaneistas. Desde mediados del siglo XX,
excepto los historiadores marxistas, y con más nitidez desde el final de las grandes
utopías de la década de los sesenta, los historiadores han ido abandonando un ágora
pública que se removía con demasiados planteamientos nuevos para refugiarse en sus
departamentos, en sus áreas de especialización, en sus anaqueles, bibliotecas y
ordenadores. Buscaron el pedestal de la academia, la protección de la objetividad para
dejar una escena, que comenzaba a cuestionar los paradigmas de la Modernidad y se
lanzaba a la crítica del discurso y del monopolio del experto, a periodistas, politólogos,
economistas y sociólogos.
En España, en los años 80-90, el ámbito de la política iba desertando del foro de la
sociedad civil y se identificaba con el quehacer cotidiano “de los políticos” y sus agendas.
Para los historiadores, el mundo de “la política” se con-formaba como el de la
contaminación ideológica, la instrumentalización de los hechos, el de los medios de
comunicación, el conocimiento superficial, mundano, abierto a todo el mundo, el de la
polémica, el del subjetivismo, la memoria, el pasado reciente, ese que no se puede
evaluar “objetivamente” porque no ha sedimentado lo suficiente. La Historia académica
con aires de dama del siglo XIX se retiró para no mancharse las manos en el fango común,
excepto en la voz de algunos popes que se desgañitaban en gritar a esos oídos sordos de
las masas sobre la blasfemia de interpretar la historia entre todos y para todos. El enroque
en la “torre de la ciencia” ha tenido como consecuencia que la historia en España esté
totalmente “politizada” y “despolitizada” en el peor sentido en ambos casos.
Desde el Franquismo y su epígono la Transición, los historiadores españoles se definen
de “izquierdas” o de “derechas”, radicalmente. La etiqueta no tiene gran significado en
cuanto a calidad de la investigación, de los equipos, de la docencia o del compromiso
ético-moral con la sociedad que financia y sustenta su actividad. La etiqueta refiere a que
uno es “progre”, vota a IU o PSOE, va sin traje, es más informal en las relaciones con
estudiantes y compañeros o es “facha”, vota al PP, viste con corbata y es más formal en
las relaciones personales y profesionales. Cuando hay reuniones académicas visten todos
iguales. Al menos, durante la Transición unos se alineaban con la historiografía
positivista, institucional y política y los otros con el marxismo británico, la escuela
francesa de los Annales y la Historia social. Hoy en día, nada los diferencia. Con el
tiempo, todos escriben historia social, todos tienen parecidas metodologías hasta casi las
mismas interpretaciones, todos tienen los mismos índices de absentismo laboral, todos
se ocupan “de lo mío”, todos obstruyen cualquier cosa que no les incluya o se haga en su
nombre, todos han entrado sorteando con mayor o menor suerte la connivencia con la
corrupción que supone nuestro sistema de reclutamiento académico, todos pensaron que
se hacía justicia “cuando por fin les tocó a ellos la plaza”, todos guardan el pacto de
omertá tras la honorabilidad académica y la mayoría está contra Bolonia porque viene a
mercantilizar la universidad.
La etiqueta marca una divisoria virtual, imaginaria, inexistente, pero radical, una línea
de fractura de quienes están a un lado o a otro, quienes son amigos y quienes son
enemigos, una frontera invisible que recorre todos los departamentos, incluso los
pasillos de universidades y centros de investigación del país. La “mala politización” tiñe
todos los aspectos de nuestra práctica académica y sesga todos los debates. En los
departamentos de la Universidad la derecha y la izquierda no se hablan, tampoco en los
de los centros del CSIC nacional. Los becarios nuevos que entran lo hacen marcados por
quienes les han firmado la beca y se pueden encontrar ya con un panorama congelado de
relaciones humanas teniéndose que enterar, lo antes posible, de cuál es “la situación en
el Departamento”, que en un esperpento Valleinclaniano suele perpetuar antiguos
conflictos, anecdóticos la mayoría de las veces, entre catedráticos de la noche de los
tiempos. Los congresos y seminarios se hacen entre amigos, nunca se leen los artículos
de los enemigos a no ser para atacarlos. Se hacen reseñas de amigos para no poner peor
las cosas y se invita a los conocidos a las publicaciones en las que se tiene presencia en
los consejos editoriales.
Incluso los temas de investigación tienen una cierta adscripción política: la derecha
investiga sobre los concilios, las órdenes monásticas y la Iglesia, sobre Isabel la Católica,
sobre las cruzadas, la Inquisición, sobre la hacienda y la fiscalidad, sobre el comercio,
sobre las Luces, sobre las dictaduras militares, sobre el derecho, la política y las
instituciones. La izquierda investiga sobre la comunidad campesina, el poblamiento, la
clase obrera, los conflictos y las revueltas sociales, los comunales, los discursos de
legitimación, las prácticas del poder, el dominio monástico, la crisis del XVII, la
imposición del estado liberal, la Segunda República y la guerra civil. Los recientes
desarrollos historiográficos (historia de las mujeres, infancia, la muerte, emociones
colectivas) se dan “en los dos bandos”, pero de manera aislada, no se hablan entre sí, no
se mezclan en ningún foro, manteniendo esta escrupulosa frontera invisible. La guerra
es total entre bandos-linajes (hay mucho de parentesco de consanguinidad y afinidad en
ello) que, sin embargo, comparten la misma cultura y prácticas políticas, el mismo ethos
de favorecer a sus amigos y no relacionarse con los enemigos desde todas las instancias
posibles: las agencias de evaluación, las concesiones de proyectos y becas, los tribunales
de plazas, las promociones internas, los diseños de programas de doctorado, la
articulación de proyectos. La política caciquil del ochocientos de relevos que desalojaba
de la administración del presidente al ujier sigue aquí: no hay consenso sobre medidas
relevantes para el departamento, para los estudiantes, para la sociedad, todo son críticas
ajenas y laudas propias. Nadie templa gaitas.
En Gran Bretaña o EE.UU. a nadie le preocupa la posición política de los colegas en los
Departamentos e Institutos de Investigación. Sin duda se conocen las simpatías y las
inclinaciones políticas de los colegas, desde luego se confiesan las adscripciones
historiográficas y teóricas en las publicaciones, pero no afecta a la producción científica,
ni a la suerte profesional de cada quisque; no determina los votos en las estrategias del
departamento, ni las relaciones profesionales y menos las personales. En España, sí. Es
clave “hacer pasillo” para conocer cómo está el mercado político de influencias, de redes
de relación, de validos y validas. No hay forma de hacer ciencia en este contexto, no hay
forma de tener ideas fructíferas, discusiones, debates, equipos docentes, equipos de
investigadores, publicaciones de calidad, agencias de evaluación, universidades de
excelencia, ni siquiera construir teorías fuertes con horizontes ambiciosos. No se puede.
Pero, como decíamos, a la vez, la Historia en este país está totalmente despolitizada en
el peor sentido. No se trata solamente de la ausencia de nombres y firmas en los grandes
medios de comunicación de prensa escrita o audiovisual. Cuando se les pregunta a estos
historiadores de bandos tan enconada y estérilmente enfrentados, sobre su papel en la
sociedad del presente, sobre su compromiso social, sobre los objetivos que orientan su
investigación no saben qué contestar más allá de la retórica pedagógica de las habilidades
transversales, el cliché ciceroniano de no repetir errores pasados o el axioma manido de
la conexión entre presente y pasado. De nuevo la unanimidad se apodera de las filas,
cuando las políticas públicas se cuelan de rondó y limitan, fracturano suspenden los
estudios de Historia. Entonces sí, el clamor es general, la unanimidad expresiva. Todos
están de acuerdo en las malas políticas científicas, en la falta de horizontes de nuestros
políticos que no ven la crucial función de la Historia, la necesidad de mantenerla en los
programas de educación, de darle un lugar destacado en los marcos de investigación, en
las subvenciones públicas, en no mancillarla conectándola directamente con el
rentabilismo o utilitarismo político o con las presiones del mercado. El clamor vuelve a
ser universal cuando la iniciativa ciudadana reclama más protagonismo en el análisis del
pasado. Malos tiempos para los historiadores ahora que la gente tiene los niveles de
alfabetización, la curiosidad y madurez intelectual, los medios técnicos y la conciencia
de querer tener su propia voz en la interpretación del pasado, de querer construir una
sinfonía polifónica a varias voces. Ante este florecer de la sociedad, los historiadores se
reservan para los “debates serios”, las tertulias de “expertos” donde los lenguajes y las
actitudes están dadas, las columnas individuales, “tribunas” –las llaman-, de periódicos
consagrados, los programas y revistas de divulgación específicamente de Historia.
La confusión entre la política como “el ejercicio de los políticos profesionales” y la
política como lo que importa a la comunidad tiene como consecuencia este retiro de los
historiadores en la pretensión de hacer de la historia “el ejercicio de los historiadores
profesionales” y no de lo que manifiesta la gente. La idea esconde el objetivo de los
profesionales de la Historia de hacer lo que hacen, es decir, lo que les gusta, y como lo
hacen, en general solos; la aspiración de seguir viviendo en una burbuja de cristal tan
inalcanzable intelectualmente como en sus prácticas. La idea se presenta tras la creencia
ofuscada de que de esta manera se preserva el pasado prístino para la ciencia, más
profundo, más potente cuanto más alejado del debate público. Sin embargo, cuanto
menos debate público, menos ciudadanía comprometida con sus ideas y con su pasado,
con su presente y con la construcción del futuro; cuanto mayor la constricción de las
interpretaciones y de las iniciativas, más superficial nuestro conocimiento, más fatuo,
más pigmaliniano, más pobre, más sinsentido, más inservible, menos anclado
socialmente, más muerto. La política es consustancial a la historia, la enriquece, le da
sentido y ganas de vivir, es decir, crea su horizonte de utopías e ilusiones, orienta sus
preguntas hacia el pasado, incardina sus aportaciones. La variedad y diversidad narrativa
que surge desde la sociedad es la respuesta a la relevancia de la historia y de sus
posibilidades de hacer sentir, pensar y vivir. Ya sólo falta que nuestros historiadores de
“izquierdas” y “derechas” quieran poner un poco al pairo su solvente y segura posición
académica.

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