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Cuentos de Tomás

Francisco Montaña

lOQUeleo ...
AiVfoleta y Matías .
éQh todo el amor
Una colección de piedras

-¿Te gusta? -le preguntó su mamá.


El niño estaba frente a un cuarto pequeño.
No había visto bien y se acercó a la ventana.
Daba sobre un patio interior. Miró hacia arriba
y no supo si el gris era del edificio o del cielo.
-Tomás, ¿te gusta? Es tu cuarto ... -1rPn,1-
tió su mamá y Tomás definitivamente no supo
qué responder.
CorrióalJado desupa:pá, quédesempacaba
libros ypapelesdelasqa.ja.~,Y se quedó a su lado
mirándolo .mllrm.u tat\y•examinar carátulas y
.lomos como si siglii~réi.una .conversación con
cada una de las cosas§ci11{c:áíaen sus manos.
En la noche, cuar19~:~I .p.~<l\l~ño apartamen-
to estaba conipleta111~rji:é\iijJp.claclo por todo lo
10 que no encontraba siiÚ1g~~>:~TT :fiing.una parte y
Tomás y la. niamá se .h.a.pt¡11.:l'~rjcliclo ·en la mi-
tad de la sál~ después cl~·l'i#~gf Írjt~ritado aco-

:1!ª:1!a;:e:o:ªCd!ªilllil~ltte!~::::
ches. Se los comieronet1 sil~11cio,sentados en
·. el suelo, agotados por eLpolvofláestrechez .
.·.-Por lo menos tenemos las c:áI11a.S listas
--suspfr9 el papá·y Tomáslésor1rió. •· .
. Pero laverdad<es·.q11e·. las · carn¡sino •estaban
listas·.e·•.incapac~sya. de armélrla~)tuvieron que
dormir enlos cokho11eS tirados sobre el piso, es-
taban tan agotados qüé c:ayeroncomo troncos .
.Claro que .· esofue hueno.ATomás. le daba
miedo caerse de la cama. Asfque dormir en el
· suelo era ullalivioyhabría5eguido haciéndolo
el resto de suvidasisumamáno opinaraexacta­
mente lo contrariO, que es6eradormir comolos
animales, cercade !atierra. dondese .•. revuelcan,y
.
que esa había sido la peor noche de #u vida. .
El día siguiente y elsiguienteye1 de después
fueron días difíciles.
Las cosas no cabían en el apArtamento. Tu- .
vieron que devolver la mesa di;; patas largas, la
de patas gordas, el armario capba; el mueble de
los trapos, el cuadro de los cab�Uos, la silla del
tío y la mesa redonda de la cqciria. Todo lo que
no se acomodaba volvía a la casa de los abuelos.
Su papá salía con el Fiat del tío lleno y volvía
sin nada, con el baúl listo para llenarlo con lo
que se negaba a quedarse en ese apartamento
estrecho y oscuro. Tomás hubiera querido te­
ner poderes especiales, convertirse en una de
esas cosas que no encontraba su lugar en el
nuevo apartamento y ser enviado de vuelta a la
casa de los abuelos de donde hubiera preferido
no salír nunca.
-¿Qué te pasa? Andas como alma en pena
-le decía su mamá-. ¿No encuentras tu sitio?
Tomás la miró abriendo los ojos y volvió a
lanzarse a recorrer el apartamento como fiera
enjaulada, de un rincón de la cocina al baño del
cuarto grande, del clóset de su cuarto al baño
de la sala, de la sala al rincón de la tele, de su
12 cama al calentador de paso que rugía como si
le estuvieran retorciendo el pescuezo cuando
abrían el agua caliente, de la puerta de entra­
da a la pared del fondo, del cuarto grande a la
mesa del comedor, de la ventana de la sala a la
cocina, de la puerta de entrada a su cuarto, de
su clóset a...
-¡NO MÁS! -le pidió su mamá-. ¡Qué­
date quieto, me vas a volver loca con esa an­
dadera!
-El río puede dar muchas vueltas, pero el
agua siempre llega al mar -dijo su papá y le
acarició la cabeza.
El papá de Tomás usaba muchos dichos para
hablar y Tomás casi nunca le entendía. Pero esa
vez se quedó pensando que tenía razón. El agua
siempre llegaba al mar, toda el agua, por más
vueltas que diera, siempre, siempre llegaba al
mar. Eso lo alivió un poco y pudo quedarse en el
baño viendo correr el agua del grifo y tratando
de imaginarse cuánto tardaría en llegar hasta
el mar.
-Cierra la llave del agua, mi amor, vas a 13
desocupar los tanques del edificio -le pidió su
mamá usando su mejor tono de voz.
Tomás pensó en los tanques. Eso era algo
nuevo para él. Podría salir a investigar cómo se
veía el tanque de agua de un edificio. Cerró la
llave y corrió a la puerta de salida.
-Ya vengo -dijo y salió al corredor.
-¡Por fin! -suspiró la mamá y empezó a
cantar un canción de Navidad.
El corredor era oscuro. La poca luz que en­
traba por la ventana del final no alcanzaba a
iluminarlo todo y las luces estaban apagadas.
Tomás avanzó despacio hasta las escaleras. Al
llegar allí se detuvo un momento, deslumbrado
.

Üria. ·..
por . el .. Sol.·• •tas .eschleras•¿St�b��;cas1fuera ·del
e dificid, .. . apenas··· ··cubiertasi•C()t marquesi­
• ·
na .•• Eran·.fríasY . lurriinosas. 1'otr1ás bajó despa-
do· . cada•··.•tramo·, escuCharidó\t6á9\io·· ··.. que sona-

. · c)

piso•.Y.
ba, Había···· d S tramos·•·. ·•.por··•·catl�. • •

·
mientras
oía se . entretenía contándol�s.· Éfr .eL octavo
oyó la licuadora de los 4ecinos, �rl élseptimo
14 (JllE!
Un
los bostezós\de un viejo pa.tecíauri hipo­
pótam fratando de tragar � río, en el sex­
to los n s
gritos. de una señora ique chillaba muy
agudo pJrqu� Tladie le alda.ri:zaba la bata, en el
cµá:rto Jilla.rito de una. bebé, en el quinto un
tra.qtéteb que pódía ser de una silla de ruedas
co111ólk áésllabuelo o de una mesita con ro­
dachiriés Cotr1b]adesu abuela que iba y venía;
en.el C11él.rto el chirrido .de. las llantas ·de· .una
bicicleia freriat1do engeco, eneltercero el cas­
cabeleo.de una111�t()y i
una.·voz femenina que
. .
anunciaba.:/¡la. p z:za..eleláiisaya1legó!,. en el se­
gundo el rugido de. hn y
cct mión, en el primero
la voces de varios. riifíos enlazadas en el grito
ú ¡ganaaaaamos ,,,. ·
. . . ..
. . .
. . . .
Tomás se quedó petrificado en el rellano de.
· la entrada del edificio mientras veía
· · lluvia de piedrasfrenteasusojos: .
·
.
-¡No tan rápido! -gritaron otras voces/y· ... · .
una nueva.andanada de piedrasyoló en direc -­
ción contraría.
Tomás se asomó un poco más teniendo
precaución de no ser blanco de ningún
til. Un misterioso silencio se apoderó del lugar.
Tomás dio un paso más y se encontró fuera del
edificio. Miró al frente y vfo otro edificio igual·
al suyo.
-¡Oigan, un momento! ¡Salió! ¡El nuevo sa'"
lió! ¡Vamos por él! -. gritaron las mismas voces ·
en coro. Desde los columpios, de los baúles de
los carros, de las ramas de los árboles, de de-.
bajo del pasto, de las paredes y del aire mismo
emergieron niños. Todos lo señalaban dispues'.'"
tos a alcanzarlo.
No supo cuántos eran.
Aunque era gordo, algo que Tomás hada fácil- .. ·
mente era correr para escaparse de las trampas. .
Así es que corrió con toda la fuerza de sus
piernas, subió los dieciocho rellanos de la es­
calera de nueve pisos y levantó la puerta de
su apartamento a golpes. Cuando pudo entrar
y estuvo sentado en su cama, se revisó bien
para terminar de asegurarse de que ninguna
de las piedras le hubiera hecho daño. Suspiró
16 aliviado al comprobar que se encontraba en el
mismo estado que cuando había tenido la idea
de buscar el tanque de agua, solo que un poco
más cansado. Supuso que esa no sería la últi­
ma trampa que ese conjunto de edificios esta­
ba dispuesto a ofrecerle, así es que de ahora en
adelante evitaría a toda costa el contacto con
esa manada y sintió mucho no contar con la
ayuda de Susana.
Su amiga siempre había sido la mejor do­
madora de niños de edificio. Sabía cómo evitar
que le pusieran ridículos apodos como "gor­
dito", "rodillijunto" o "cara de tomate". Sabía
cómo sacarles los secretos más guardados en
unos minutos y conseguía conocer sus escon-
dites favoritos. En unos pocos días todos
maban a su casa y se sentían felices de sus ami-
gos. Y sobre todo, ella sabía cómo evitar sus
ataques, cómo salir de sus trampas. Era Susa-
na la encargada de pacificarlos, de manera que,
cuando Tomás se acercaba, hacía a un grupo
de niños inofensivos y entretenidos.
Y por eso nunca había tenido que intentar 17
hacerlo solo.

-Tienes que venir conmigo -pidió Tomás.


-No puedo -repitió Susana y se sopló el
mechón de pelo lacio y negro que le caía sobre
los ojos. La niña estaba metida bajo las mantas
de la cama y tenía la nariz roja.
-Si eres mi amiga, tienes que venir y ayu­
darme.
un tramposo, Tomás. Sabes que no
puedo ir sola, menos con gripa.
. . . . . . . . · . . · • . · . ·_ . .
..

·.-· Por cobarde./.• Iaiacusó el niño y para


· completar agrego :.¡YJ_Jorlea! ¡Te ves horrible
con la narizrojá!. . i . . ·. . . . ·. . .·
. .. R
. -· No me importa. or muy roja que la ten­
. ga nunca va a ·sef)iañ(grande como la tuya
·
-dijo, y le señalólagigintenariz en medio de
la enorme cara-, Aderriªs/ dime, ¿cuántas ve-
18 ces has venido tú averITí�?, ¿no.me ves? Estoy
enferma.
-. No sé cómo venir, fü¡{�apf
me trajo ...
-confesó Tomás mirando el piso. . . ·
·-Pues tu tío me dio eJ.mapa. dijoJaniña
· y sacó un pedazo de papelaftúgadoyviejo.
.· .· -. ¡Por fin! -exdamóTd111ás y se.lanzó •so-
bre el pedazo de papeL > ·

.-Mira; tenemos que crl12:af/dqs avenidas o


coger un bus-· su.·dedücrÚzóiáS.dosavenidas
y señaló la ruta del bus�, EáideIT1asiado arríes­
. ·gado para hacerlo solos .. ; ¿Po:r qué te trasteas­
te? ¡Te fuiste a vivír a otro barrio! ·
.
· .. Tomáslerapó elpedazo>d.épapelpara dejar­
lo sobre el borde de lá cama. Exhaló, rendido.
· los

se sppl6 de nuevo el rnechón que le
ojosyésperó. ·
.
i
. . ·
.i ·. •. . · . . • ·.· ·
-· ¿Quéhago con ellos? ·-· preguntó Tornás
fin
•. -¿Son mu.chos? .
·
· -· . Creo que sí, no los akariéé{a ver. Si
.
a contarlos, me descalabfá11con esa
piedras.·
·. Susana se mordió el labioiriférior.
.
. -· ¿Quéte pasa?-. le piegúl}tb el niño .
. . .. -. Tengo pellejos duros eillbslabios y cuan­
me los arranco me salesi11gr�, ¿quieres ver? ·
Tomás no dijo ni sfriiri6, s� quedó pensando
. .
realmente ély Susaná iba.n a dejar de ser.
amigos a causa de la distancia que los separaba
además estaba cond.ériado a huir de sus
si quería mantenerse con el pellejo en­
tero. Susana, por su parte, se dedicó a morderse
·.los labios hasta que realmente le sangraron.
está?-.. preguntó.la n1amá apretán'."'.
la cabeza con.las palmas d�Jas.man9s ..
-Escondido en alguna parte �resp()lldió
papá mientras le presionaba aJa mamá con
· . ..
pulgares debajo del entrecejo. ..
-Es increíble que no juegue coirellos. Cada\ .
vienen a buscarlo para·.· irrVitarlo a jugar
•�-e::x:c1,1m,o la mamá, le quitóléú,)manos de su ·.
se las besó, se puso de pie y fue cami'.'"
· . . ·.

.ua.L.I.UC1.J hasta la estufa-.·. Estq ya casi está ...


--· • dijo revolviendo una olla;
-Lo invitan a jugar, pero él cree que es una
trampa ... -dijo el papá y se acercó a husmear
en la olla-. Humm, qué bienhuele, ¿qué es?
"Han descubierto el timbre de mi casa y el
.. nombre de mi mamá. Le han ayudado a cargar
bolsas a mi papá. Parecen bondadosos pero yo
sé que mienten, vienen por mí. Aparecen por
lo menos dos veces al día. Ya mi casa no es un
lugar seguro. Todo está lleno de trampas. Ten'.'"
go que ser muy astuto", habría escrito Tomás
.. en su diario si llevara uno. Pero nunca le había
gustado . escribir. ú costaba mucho trabajo y
:lªc::r:i!:a:jrezo;o, de manera que le basta-

.·. · . • · Y eso hacía esa maftaria acodado sobre la


.
· .· barand� dela· escaleti el último escondite que
. había encbtitrado y (lllt:! seg¿h sus cálculos le
permiti:da escapa[ poYl.lnode los •. · corredores
·.
22 hasta la escalera contra.iiJ. o salir disparado al
parque.•para escabullirse .de �us.perseguidores.
Se dehrvo a pensarun rilomedto en fo ex-
1
. :�t;;:I°i!� ::�:se�::�uik�lb{ii!�::::�
.

. Susana; como· · nenarse el buché c:on limonada


· . hasta que eLombligoest11vierak�11nto de sal-
..
tar como un botón mal co�idó ó jugar a "la lle­
va,, con globo o mirar los álbum�{dé sú tÍO; Eso
.
le gustaba. No escondersc::; p¡f� �ÓOlo había
Y
hecho siempre con Susana. ella estaba lejos,
eh otro barrio; jugando esoi juégos con otros
· . niños mientras él teníaqúedescubrirlas tram­
..· pas que le ponían sus persegl.l.idores por
partes para evitarlas, pa.ra ser mejor que ellos.
actividad que cansaba..· Debía estar aler­
el tiempo y 11.0 bajar nunca la guardia.
se sentía seguro en el cuarto de su aparta-
pero sus papás lo sacabañde aHí confre-

-¡Sal que está haciendo sol!Te vas a vol�


blanco como un champiñón. El que al sol le . ·
su pellejo desconoce. 23
Y precisamente esa mañana el sol le caía en
nuca y los brazos dorándoselos suavemen­
Estornudó casi sin darse clienta. Se pasó la
___________ por la nariz y no se Je ocurrió pensar
tal vez Susana le hubiera pegado la gripa .
. El viento fresco que bajaba de la montaña le
el pelo. En algún apartamento una mujer
cantaba una canción de Navidad y él había em­
.
· pezado a sentir un poco de sueño. Entrecerró
los ojos y se quedó mirando las nubes moverse
]entamente en el cielo azul. Se hubiera queda-
do tranquilo todo el resto de la mañana en esa
· postura, pero una extraña sensación se apoderó
.. poco a poco de su espalda. Era un frío de hielo
que subía por su columna vertebral. El viento le
erizó los pelos de la nuca y lo hizo estremecer.
Confirmó que frente a él nada había cambiado,
el delo seguía igual de azul, las nubes blancas
se balanceaban lentamente, impulsadas por el
viento que le llegaba convertido en brisa.
¿Qué podría inquietarlo?
24 -¡Por fin! -. dijo la voz en respuesta a su
pensamiento.
Tomás se volvió de un salto. Ahí estaba. Se
refregó los ojos y descubrió a un niño rubio, pe-
coso, que lo miraba de frente y sonreía con des-
caro. No podía estar seguro sobre si era uno de
sus perseguidores o no, no había tenido tiempo
de verlos, pero no se arriesgaría, además pen-
só que esa sonrisa solo podría ser de triunfo y
no estaba dispuesto a dejarse atrapar tan fácil-
mente. Si el rubiecito quería triunfar, que lu-
chara un poco más. Sin pensarlo dos veces se
lanzó por la escalera hada abajo. Su movimien-
to fue tan repentino que el otro no alcanzó
sino a borrar la sonrisa de su cara.
.
.· -. ¡Oiga! -le gritó. Pero Tomás no tenía
tiempo de oír-. ¡Espere!
. .· . .. Tomás no tenía nada que esperar. Aunque
> todavía no conocía bien elconjun.to, se había
hecho una idea más·o menos clara las veces que
· había acompañado a su papá al parqueadero. Y
. ··
•·· precisamente hacia allá se dirigió ...
Según sus cuentas al sótano no lo deberían 25
• .seguir. A la entrada de cada·sótano.de parqueo
·. .·. ·.· ·
> > había un letrero que advertía: "No deje jugar a
su niños en el sótano. La administración".
Esperaba que la prohibición lo protegiera de
> . . . superseguidor. Sería sencillo entonces retomar
·· ·
· .· • . . . sus pasos y volver a su apartamento librado ya
·. ·
.. del molesto rubio que lo había encontrado.
De manera que corrió cuanto pudo y se de­
< tuvo detrás de una camioneta negra y grande.
.·.. . Agazapado esperó a recuperar su aliento. La in­
. · ..
• .. esperada carrera lo había agitado excesivamen­
te y necesitaba un poco de aire. En el sótano,
. detrás del carro negro, el aire no era exacta-
· . mente el mejor, pero tomó el necesario para
.
· es, por
·puraJJrecaución; decidió asomarse por debajo

·.
.del carroantés desalif y completar su plan de
fuga:.Si.alguien estábaenelsótano -y descon­
. taba quefuera superseg11idor---,vería sus pies
y podríacorrer hacía6tró délos edificios, Pero
su corazón por pocÜse páralizá cuando descu-
26 brió los piés de un ho111br� calzado con. botas
negras. AsuJado unniñndétenisblancos su-
surraba:.
-Yo lo. vi entrar por �cá: No eritiendo qué
le· pasa. ·Tenemos que .encontrárlq. Tengo.·•que
entregarle una cosa -le oy6cleciralmuy1adi­
no .•. Había· engañado alporter(Jy a.hora lo usaba
para lograr· su objetivo. Apret61os puños con
· rabiaporestarapunto desersqrprendido.Una
. cosa era correr para escapard.eunniño, eso po­
día lograrlo. ¡Pero otra muy/distinta era esca­
par de un adulto! Esonc) estaba.tan seguro de
poder hacerlo. . . .

. ·-· Si entró por acá, acá tiene que estar


-· .· gruñóla voz ronca delcela.dor.
Pero no lo lograrían, decidió; De todas for­

• •· \ •mas tenía una ventaja,.los habíavistomientras
.
· ·
. .. . . . · ·.. ellos a él no. Se agachó para seguir sus pasos y
· ·. . · · • .• de esa manera mantenerse ocultotras la camio.:.:
· ··
. · neta negra. Sus dos perseguidoresavanzaban
. . . . despacio como husmeando en el aire. Tomás
· . • sabía que cualquier ruido que hiciera lo dela� .
· ·
taría. Contuvo casi por completo la respiración 27
Y sintió entonces la rasquiña en la nariz. En-:-

<
. .. . . . tendió que se aproximaba otro estornudo. Los
··
•pasos del celador y del rubio detestable se acer-
caban a la camioneta negra. Si.era cuidadoso y
. giraba en la medida en que ellos se movieran,
.•· ·
· podría permanecer oculto a su mirada. Pero si
el estornudo que crecía dentro de su cuerpo se
· •· • < / le escapaba, como temía que ocurriera, estaría
> perdido, lo atraparían como a un conejo en una
.
jaula. Se apretó la nariz con los dedos, pensan­
do que así borraría el escozor. Pero al contra­
.
.· . · ·. · >•.· · • rio, la presión hizo más grande la necesidad de
· · · .·
estornudar. Los pies de los perseguidores esta'."
. · ban ya casi frente a él. El silencio del sótano le
.
talón. ELcelador se d et:üVÓ.< < •. ·
28 ·-. ¿Qué sonó? �dij◊ Il}ir:�µdp .hada la ca-
mioneta negra.
·
\. / · ·.
• . · . ·.·• i
-No sé, Nacho ... -· respoli.4ip �lladino.
En ese momento, Tomásr10-p#<i$cc,n.tenerse
más y tomó una enorme boca#a.d.a. dé éÜre. Ya
· nada. le importaba. Tenía .qué est()rnµdaf y lo
. · ·. ·. .

iba a hacer a sus anchas; Se atroclillóy acomo-


dó su cuerpo·.para que .se zaran<i.earasiguien­
do elbenéfico . sacudón .• del estornudo. ¡Que lo
atraparan!· ·.Con el celadotJ?tesente la golpiza
quele dieran no podía pasar de unos cuantos
coscorrones .• disimulados y.uno que otro golpe
enlos muslos con los nudillos. Eso podría so­
portarlo; Soltó .el aire escupiendo nuevamen­
te y esta vez, sin que mediara su voluntad, su
se llen6de aire y enuneshemecimieri- .
.
· soltó un enorme estornudo/Una· ·
liberado se quedó atento/ oyendo lo · que .
Los dos perseguidores éstaban freúte
mirando la camioneta negra. Entodo elgó-. · ·
retumbaba el ruido de un 1r1Crtor.
es eso, Nacho?. -repitió el niño·
. . . .

.. Nada, Mono, la bomba de< agua que se


.. -
Está sonando comoraro ...
No lo habían atrapado.>Tornás no lo podía
Miró la mancha de babas y mocos que
.++-�+- dejado estampada en 1a puerta de la ca­
i
negra y sonrió. Def nitivamente tenía
suerte. En el momento del estornudo
había encendido la bomba. Estaba a salvo.
volver tranquilamente a las escaleras
· que lo conducirían sin tropiezos a su aparta­
mento y se habría librado una vez más. Si no
·· tenía talento para domesticar niños de edificio,
· . sí lo tenía para esconderse de ellos. El celador
· · y el Mono murmuraron algo que no alcanzó a
comprender y siguieronsu· camino hacia las úl-
timasescaleras·.•delsótá110.
·
--No, i aquí•·. no. E?s.tá, Mono -resonó la voz
de bajo del celador c:üahdo ya estaban a punto
de perderse de vista. <
-Tuvo que salir por a.lguna escalera sin que
nos diérárnos cuentá ---opino el niño.
Una vez los perdió de vista, corrió hacia la
escalera de su edificio,Ló.hizd ericuclillas aun­
que• le dolieran los muslos.·Uhavezenlás .·esca­
leras · se irguió; sintiendo·. elalivio dela posición
y, cónlas manos en los bólsíllós,felicitándose
por su logro empezó a contar los 126 escalo­
nes que 10 separaban delá puerta de su casa.
Mirabalás puntas de· sus tenis y contaba cada
escalóri.Yano ·temía nada>Sehabía burlado de
sus perseguidores aunque .estos tuvieran todos
los recursos; Llevaba 88Yya levantaba la pier­
na deréchapara subirelnúmero 89·cuando se
tropezódél1arices contra alguien.
Levántólos ojos y encontró el cuerpo forra­
do . en el·. uniforme azul · del · celador. A su lado,
misma sonrisa detestable,

-Tranquilo -le aclaró el celador retrocec. .


para que Tomás le pudi�raver la cara�
L...,,.,,>.<c....,.

sonreía. Eran aliados, gra otra de sus.··.


.
todo el conjunto cerra.do era una tram�
cerrada. Maldijo nuevamentéla hora en que
:.· .,--_ :_._ ._ :_ . .

papás decidieron dejarlacasade.los abuelos


irse a vivir a un apartameritqy esperó salir
menos golpeado posible delencuentro ..
-¿Por qué se esconde?Tengo que entregar-
. .
. · . .
. . . .

· Tomás sabía que a las palizas también les


entregas. Lo había visto en la televi­
sión y lo había leído en los libros de policíasde
su papá. Apretó los músculos dela cara espe­
rando amortiguar. el primer golpe.· ··
-¿Por qué hace. esa cara? -. le preguntó el
Mono-. Vea. Esto es suyo 1 ¿verdad?
Tomás abrió los ojos y descubrió que el
Mono sostenía una caja de cartón verde. Él co­
nocía esa caja. Muy bien. Casi desde que tenía
memoria esa caja había estado en su cuarto. A
veces debajo de su cama, a veces en el clóset.
El contenido lo podría enumerar con los ojos
.· .· / cerrados y podría reconocer cada una de las pie­
dras que había en el interior con solo sentir su
. · . . · ·textura. .
·· ..
> > Era su colección de piedras.
• .. .· .·. \· Pero, ¿cómo estaba en manos de ese niño? · ·
·. • . · . · . . > . ·
·
-Uno de los del trasteo la dejó caer. Como
nadie la recogía yo la levanté. Cuando vi qué
•· .·. i había dentro, entendí que eran del niño que 33
> venía con el trasteo, mejor dicho usted, y de-
.· .
.• . cidí darle la bienvenida devolviéndole su teso-
•· ? ro -le explicó el Mono entregándole la caja-.
J:Jevo casi dos semanas tratando de entregár­
·•.· ••· · • sela... -sonrió-, pero parece que a usted le
·· .
. gusta jugar a las escondidas ...
Tomás introdujo la mano en la caja y encon­
.
tró sus piedras, sintió su frío contacto, recono­
dó sus texturas .
.. -Están todas -dijo un poco aturdido-.
•· ..•· . .. Gracias.
< ·. . -De nada -replicó el Mono-. Bienveni-
do. Le presento a Nacho. Él siempre nos ayuda
. · · •·· .· . . con cual
• ·. quier cosa.
.·.
El cel�ddr.de iclío. la tilanoyie sonrió.··Tomás
no· satía.d� sirasombro.ii
·.•.·.· Lo \TÍI11ps> en .las(cámaras -le explicó el
celador . Los sótanós están vigilados .... por
.tü1circú.it.p <errado.;; Pero si no fuera por eso,
·
.se nos e§B�pa..iFue unabuenátáctica -conclu­
yó deja.r1clp\ier sus die11tes amarillos y torcidos.
34 ·•. 1'0II1�}r18pµdo decir nada, porlomenos . no
sabi<;1tjcl�}$ti•!il()COSO estornudo. Los vio alejar­
. se .ptjf l4�i��@�Jeras y dejarlo en el escalón nú­
·
. ·• ri:Ief¿j ��'<l◊iiª� querida colecdón de piedras en
· · la.rilét11tj,�ii-ítié�close como un idiota.·
.. ·..
Ahii §J\idltióiel·Mono como si recorda-

. ifii��l1fl!flr1t�r::;!:��:�:::::
.variió$ a]ügat'¡.itjtj9l1áirlps. . ¿quiere·• venir?
.
·· •··Torrúis·.·•·ksilltf$ii11gffarile11te•• ·c. on·•·la·. • cab·eza.
.
•--Listo,. ahí. ri.6s irefüós.\lJstéd debe ser bue­
.
a e s o.chao.
<•···. · ···.
no p a r
.
-·.'Chao .• �musitó 'foII1éÍs,/kllrnergió sus de­
dos enla fría finneza,de st1s piedras y se lanzó
al galope hada su apartamento.
. . . .

amor, ¡encontraste tus piedras! ¡Pensé


.
del trasteo las habían bótado! ¡Menos
aparecieron! ¿Cómo hiciste?.-· exclamó
... u.,,......,.... apenas lo vio entrarconJa caja de

de piedras en la maüó. Ella sabía

LV'-L"',., estos días-. Estás pálido. ¿Te sientes


¿Dónde estaban las piedras)amor? . 35
.-. · En una trampa -murmur6Tomás .
.'-..· . ¿ Cómo dices? -preguntcfsu mamá y con­
sin esperar respuesta para no olvidar lo
tenía que decirle-·.· ; .· Tomy, amor, que los
te esperan esta tarde para jugar. ..
·· -Ponchadas -complet6Tomás .

. ·-Ah, ¡ya los conociste! ¡Qué bueno, mi vida,


alegro! Anda te recuestas que el sol te debió
un poco. Anda ...
Estrellas en una
mancha violeta

- Son ... -dijo Tomás-. No sé ...


·. . .
Susana se sopló el mechón de pelo negro y
. ·· .·.· .·. .•· •· · lacio que le caía sobre la frente y lanzó a Ma­
· ·. · .· tissa al suelo. La gata, gorda y peluda, cayó sin
entender por qué no podía seguir durmiendo
sobre las piernasdela 11i aybuf6 reclamándo-
le. .asu dueña;
·
< .· · · ·
- · ¡Perezosa! -legritó. Susana-. No hace
.
nada más que dormifycomer -se quejó-. La
atta vez vi9.un ratónyseasustó.
La gata echólas .orejc1shaci trás y se alejó
aa
de ellos sacudiéndoselaspc1tas. . ·. .
-¡Susana!-le dijoJÓffiás.·
La niñavolteó los ojos,.s�léV�íanblancos y
le temblaban los párpa.d9s/•<=rá un t1uevo gesto
que Tomás no conocía. Tdtte� �ll affiiga había
>. · .
aprendido a mirarse elcé1:'ebtó.
-Te tienen que adn1irkr i técitói cuando
.
volvió a mostrar·sus ojos márl'()lles.• • .
-·· ·¿Qué?·-· preguntó Tofuás, qtié·.no había
entendido por estar pendientedeJos ojos de su
amiga.
-Eso es lo primero. Despertar admiración.
Aunque sea de mentira. Lo demás ya es cosa
tuya .-dijo y trató de mirarse las puntas de un
mechón de pelo ..
.
. Y. 4uen · O encontraban un camin� cc,rto
\ • raaunir sus casas y se detuvo sobre una mancha
.) i conuna extraña forma que habfavisto antes.
•· . •· · ·.•· •· .<i.ii . ·.· · - · .
no ..

i-·.
.. · . . ¿Qué es esto?-le preguntó Tomás.
/ Nada, una gota de tinta queMatissa ded- .·
< ..• .>• .· ·i•iiclió.pisar -dijo Susana en tonojndiferente; .
·. .-·. . ¿Qué había ahí debajo?.�preguntó To- ·.
· 39
i .más. Su respiración se volvi6 repentinamente. ·
) ráp ida. Susana lo miró como si apenas cono-·
: / . /ciera a ese niño gordo que respiraba como un .
i \ perro después de subir una montaña.
-No alcancé a ver-· dijo, sin ponerle aten­

·
/ ción al ruido que hacían las vías respíratorias
\ ·. •i/·•·•· ··i· •··de·
su amigo -, p ero tu tío me dijo que por ahí
·
. \ no se podía pasar. Que era peligroso. Y a tu tío
t i).€s mejor creerle ...
Tomás dejó de acezar, tomó una enorme boca­
nada de aire y la contuvo hasta que se puso rojo.
-Una supernova es diferente a una nano ...
-explicó Tomás.
-¿Y usted ha visto alguna? -preguntó un
niño muy flaco que balanceaba las piernas en
una rama alta.
-Una vez. Sí. Con mí papá -mintió Tomás
y tratando de ser lo más natural posible se ex-
40 tendió sobre la rama que lo sostenía. Vio una
nube a través del follaje del árbol.
-¿Y cómo se ven? -se apresuró el Mono,
que se cambió de rama sacudiendo bruscamen-
te todo el árbol.
Habían picado. Estaban interesados. Que-
rían ver las estrellas que él había visto. De ahí a
la admiración no debía haber más que un paso.
-Se ve con un telescopio -respondió To-
más y se sentó nuevamente en la rama que lo
sostenía.
-Ah, lástima. No tenemos telescopio. Nos
va a tocar... -suspiró el Mono y se paró en la
rama y empezó a mecerse sobre ella sacudien-
do con esto el árbol desde la raíz.
-Ve -dijo el Flaco escupiendo algo-, yo
le dije Mono.
Se le escapaban, como agua entre las manos,
como arena ... "Si querían ver las estrellas que
él había visto, entonces tal vez ...", se dijo To-
más y se le ocurrió la idea.
-Pero claro que yo podría conseguir un te-
lescopio ... -anunció y tuvo la certeza de haber 41
vuelto a atrapar al par de peces que se resbala-
ban de sus manos.

Tomás se tomó un sorbo de leche y dejó las ga-


lletas servidas sobre el plato.
-Chao -anunció.
-Un momento, Tomy, ven ... -lo detuvo la
mamá.
-Señooora -respondió haciéndose el obe-
diente pero sin acercarse demasiado.
-Ven. Dame un beso -le pidió la mamá
tratando de abrazarlo.
Tomás apretó tula del telescopio asegu-
rándose de que lo uciua con y espantó cara
que pondría su papá cuando se diera cuenta de
que había cogido sin permiso. Contaba con
ver algunas estrellas y volver a su casa antes
que su papá, dejar el telescopio en el sitio y ga-
narse para siempre la admiración de sus nuevos
44 amigos sin arriesgar mucho más. Le echó una
ojeada al delo pero no vio nada más que nubes.
-¿Pero eso a qué hora va a ser? -preguntó
el Flaco.
-¡Hasta la hora que sea! -alardeó el
Mono-. A nosotros no nos da miedo -dijo
incluyendo a Tomás, que apenas sonrió-. Pero
si usted quiere, nos devolvemos.
-¡Nooo! -gruñó el Flaco-. Y haber cargado
todo eso para nada. No. Vamos a lo que vinimos.
-¡Pero si usted no ha cargado nada! -se
quejó Tomás, que además de la tula del teles-
copio llevaba el morral de la carpa.
-Tres reglas -susurró el Flaco en tono direc-
tivo-, no encender nada que ilumine, no gri-
tar y mantenernos juntos.
-Y otra -agregó Tomás-, de vuelta usted
lleva la carpa.
-¡Listo! -dijo el Mono riéndose.
Habían armado la carpa en un lugar rodea-
do de matorrales y de árboles. Según sus cál- 45
culos se encontraban en la mitad del parque y
por ahí era poco probable que pasara alguien.
El lugar los protegía de los vigilantes pero las
copas de los árboles les dejaban un pedazo de-
masiado pequeño y alto de cielo para ver las
estrellas. Por suerte estaban en luna llena y el
satélite se había podido ver desde que entraron
al parque en los pequeños intervalos que deja-
ban las nubes. El Mono se había adueñado del
telescopio.
-¡Una mancha! ¡Una mancha! -gritó.
-¡Se llama mar, Mono! ¡Son los mares de la
luna! ¡Y no grite que nos cogen! -susurró To-
más sin poder ocultar su nerviosismo. Ya era
suficiente delito haber cogido el telescopio de
su papá sin permiso, para sumarle el de ser de-
tenidos en el parque.
-Déjeme, ay, déjeme -pidió el Flaco-.
Me toca a mí -dijo, pero el Mono le dio un
empujón y lo dejó sentado en el pasto frío.
-¿No te dijo para dónde iba? -preguntó el
46 papá de Tomás dejando el paquete de compras
sobre el sofá de la sala.
-No. Casi ni se despide -respondió la
mamá, recogió la bolsa, la llevó a la cocina y
empezó a ordenar las cosas-. Pero llevaba una
bolsa que no me dejó ver...
-¿Una bolsa? Raro, verdad ... -dijo el papá
abrazándola mientras ella acomodaba una be-
renjena y unos pimentones en la nevera.
-Estoy un poco preocupada. Estaba tan
raro ...
-En la noche oscura la urraca ve el dia-
mante -se burló el papá dándole un beso en la
oreja-. Está bien. No te afanes.
La mamá lo miró a los ojos sin estar muy se-
gura de qué quería decir su marido.

-Está muy nublado. ¡Nooo! ¡Qué porquería,


Tomás! -se quejó el Flaco.
-Y yo qué iba a saber. A veces no se demora 47
mucho, a veces se queda tapado toda la noche
-explicó Tomás retirando el ojo del visor del
telescopio-. Es mi papá el que sabe bien cómo
es la cosa.
-Pero yo no alcancé a ver ni una estrella,
nooo -se quejó el Flaco.
-Yo sí vi la luna, pero estrellas ninguna ...
-comentó el Mono sentándose en el suelo.
Tomás trató de ver la forma que tenían las
nubes que cubrían el delo, pero sus ojos no dis-
tinguieron nada más que la oscuridad.
-Tomás se llevó tu telescopio -dijo en
tono grave la mamá de Tomás. El papá la miró
despegando los ojos de la tele y abriéndolos
como para que la noticia le cupiera en la cabe-
za-. ¿Tú se lo habías prestado?
-¿El telescopio? ¡¡¡Nooo!!! ¡Es casi nuevo!
¡Me lo trajeron de Alemania!

-Ojalá no llueva -gimió Tomás sintiendo


el viento que volteaba las hojas de los árboles
cercanos. Pensó que todo iba saliendo cada vez
peor. Si Susana estuviera con ellos, seguro sa-
bría cómo sacarle partido a la situación.
-Será que nos vamos a demorar mucho
más ... -murmuró el Flaco.
-Ay, nenita, ¿se le enfría la leche? -se bur-
ló el Mono.
-No es por eso, es que esta carpa huele in-
mundo. Mono, ¿de quién es? -se defendió el
Flaco.
-De mi hermano -contestó el Mono aco-
modando su cabeza entre las manos y levan-
tando los pies hasta el techo de la carpa-.
un cerdo.
Tomás sonrió y lanzó una piedra que se en-
contró debajo de su nalga.
-¿Será que se abre el delo? -preguntó el
Flaco. 49

-Además, ¡para qué lo cogió sin preguntarme!


Lo hubiera llevado yo ...
-Pero es que iba con el Mono y el Flaco
-le explicó la mamá.
-¿Y qué? De todas formas ¡no van ver nada!
¿Viste el cielo hoy? -se quejó el papá que daba
vueltas por la sala.
-No -le respondió la mamá sin sonreírle.
-El pájaro vuelve al nido cuando la nube se
hace gris -dijo el papá. Sus propias palabras lo
tranquilizaron y se detuvo, abrazó a la mamá y
le dio un beso en la oreja.
-¿Qué? -preguntó ella mirándolo muy
cerca de los ojos-, ¿va a llover?

50 -¡Shiss! -pidió Tomás.


Los tres se agacharon y aguzaron el oído.
-¿Qué es? -quiso saber el Mono mordién-
dose un dedo.
-Un perro -aseguró el Flaco-. Si nos
huele, estamos fritos. Ojalá hoy sí se haya ba-
ñado Mono cochino.
Sin abrir la boca, Tomás recordó que no se
había bañado y se olió los pies tratando de que
no lo notaran.
¡Apestaban! ¡Incluso a través de los tenis!
-Mejor vámonos, qué tal que nos cojan
-soltó Tomás con un hilo de voz.
Si los atrapaban, tendrían que venir los pa-
pás a recibir la amonestación y entonces no
habría manera de ocultar había cogido
telescopio permiso.
-No. Esperemos que se despeje ... -ordenó
el Mono.
-¡¡¡Shito!!l ¡Que nos pillan!
Se quedaron acurrucados sobre pasto
frente al telescopio esperando a que los perros
dejaran de ladrar mientras Tomás trataba de 51
esconder sus pies apestosos debajo de las
caídas.

-Son casi las nueve -dijo la mamá.


-Tal vez están esperando que el cielo se
abra ...
- 0 ... -dijo la mamá pero no completó la
frase.
-¿Quieres que salga a buscarlo?
La mamá asintió.
-Pero, ¿a dónde voy a buscarlo? -pregun-
tó el hombre.
-¿Dónde podrían haber ido con el teles-
copio?
-Eso, pensemos primero dónde pudieron
haberse metido -suspiró el papá.

52 -¡Rápido! ¡Los malditos perros nos olieron!


-jadeaba el Mono aplastado por el peso de la
carpa sobre sus hombros. Tras ellos ladraba la
jauría-. ¡Nos van a coger!
-¡Yo le dije!, ¿sí ve?, ¡yo le dije! -chillaba el
Flaco ahogado por la carrera.
Tomás aterrado no musitaba palabra y corría
sosteniendo el telescopio, el trípode y la bolsa
que los hubiera debido contener.
-¿Qué nos van a hacer? -preguntó el Fla-
co tirándose al piso con la cara inundada de lá-
grimas.
-Nada. Vamos. Corra y deje de chillar
-ordenó el Mono levantando en vilo al Flaco,
que no dejaba de gimotear.
Tomás zangoloteaba el telescopio, cuidan-
do no caerse y corriendo tan rápido como se lo
permitía la oscuridad del parque. Había empe-
zado a llover, la luna estaba cubierta de nubes.
-¿Por dónde? -preguntó cuando la oscu-
ridad se volvió completamente negra.
Los tres se detuvieron en seco. Ninguno sa-
bía hacia dónde seguir. Tenían la cara mojada 53
de sudor y lluvia.
Los ladridos de los perros se oían mucho
más cerca.

-Mira. Estaba en el cuarto de Tomy -dijo la


mamá.
-¡Un mapa! -exclamó el papá de Tomás
vestido con una gabardina mirando el papel
que la mamá sostenfa en la mano-. Parece del
barrio -opinó rascándose la cabeza.
-Y esa mancha violeta, ¿qué habrá detrás
de la mancha violeta?
-¿Será que desde esa mancha violeta se
ven las estrellas?

Pasar el morral de la carpa mal empacada


por encima de la barda fue lo más difícil, so-
54 bre todo porque el Flaco seguía llorando y no
quería ayudar en nada. Habían atravesado una
avenida y ahora estaban a la entrada de una ca-
lle oscura, frente a la más oscura inmensidad
del parque.
Lloviznaba. Detrás de ellos rugía la avenida
llena de buses y de carros.
-Nos vamos a perder. Nunca más vamos a
poder volver a la casa -se quejaba el Flaco-.
Nos van a llevar al Bienestar...
-¡Ya!, no más. ¡Tranquilo! -le pidió To-
más-. Menos mal alcanzamos a desarmar la
carpa.
-Sí, ¡nos le escapamos al celacho! ¡Sali-
mos del parque! v,~ el Mono frotándose las
manos. Miró a su alrededor y dejó caer los bra-
zos-. Pero no tengo ni idea en dónde estamos
-se rindió.
-¡Aaayyyy! -chilló el Flaco-. ¡Nos per-
dimos!
-¡Malditos perros! -gruñó el Mono.
Tomás miró sus pies y juró lavárselos todos
los días. 55
-Yo tampoco sé dónde estamos -suspiró.
-Quiero volver a casa. Un teléfono
-gimió el Flaco-, quiero a mi mamá.
Se quedaron un momento oyendo el ruido
de la avenida hasta que un joven pasó en bici-
cleta frente a ellos. Se detuvo para examinarlos
con descaro y salió pedaleando a toda velocidad
y dando chiflidos desapareció en la penumbra.
-¿Qué hacemos? -preguntó el Mono
asustado.
Tomás aprovechó para desmontar el telesco-
pio del trípode. Metió el trípode y el telescopio
dentro de la bolsa y se la echó al hombro, po-
dría correr más rápido con la carga ordenada.
Desde el fondo volvió a aparecer el de la bici-
cleta con dos más que iban a pie. Se les acerca-
ban despacio como midiendo cada movimiento.
-¡Ay! -chilló el Flaco dando un salto ha-
cia atrás y Tomás pensó que lo peor ya había
llegado.
-¿Qué pasó -se asustó el Mono.
56 -Algo me tocó la pierna -dijo el Flaco sa-
cudiéndose vigorosamente-. De verdad nece-
sito un teléfono. No me quiero perder... Si me
pierdo, me matan en la casa, me matan .. .
Los tres estaban cada vez más cerca y nin-
guno sabía qué hacer.
-Nos van a robar -gimió el Mono-. ¿Qué
hacemos?
Tomás apretó el telescopio contra su cuer-
po y pensó rápidamente lo que podría pasar
si le llegaban a robar el telescopio que había
sacado sin permiso de su casa. No solo era
el telescopio preferido de su papá, sino que
además, eso él lo sabía, había costado mucho
tenerlo. Y él estaba a punto de perderlo en
manos de unos maleantes únicamente por ha-
ber querido conseguir que sus nuevos amigos
lo admiraran.
-Ay... -gritó otra vez el Flaco y volvió a
saltar hacia atrás.
-¿Qué le pasa? No ve que no hay teléfonos
-gritó el Mono impaciente.
58 -Tranquilos -dijo Tomás-. Nos salva-
mos. ¿Sí oyen?
Oyeron los carros y las llantas de los camio-
nes rugiendo por la avenida, un pito que se
acercaba y el zumbido de los motores.
-¿Qué? -preguntó el Mono asustado por
la cercanía de los tres y sus intenciones.
-Ella -insistió Tomás.
-¿Un teléfono? Un teléfono ... -susurró el
Flaco.
Frente a ellos un felino gordo y peludo los
miraba con curiosidad. El Flaco se acercó al
animal, que se refregó una vez más contra su
pierna y salió corriendo.
-¿Este bicho nos va a salvar? -alcanzó a
preguntar el Flaco pero no había nadie que le
respondiera.
Tomás corría detrás de la gata y el Mono de-
trás de Tomás. El Flaco cogió el morral y corrió
tras ellos.
-¡¿A dónde vamos?!
-¡Corra, Flaco! -le gritó el Mono-. ¡Corra! 59
-insistió y alcanzó a ver a los tres que no se
decidían a perseguirlos hacia el interior del
barrio.
-¿Detrás de una gata? -preguntó el Flaco
doblado por el peso del morral pero sin dejar
de correr con todas sus fuerzas.
Nadie le respondió.

-Sí, mami, sí, señora, ya pregunto ... -el Fla-


co se quedó con el auricular en la mano y trató,
en vano, de que alguien le pusiera atención-,
perdón ... ¡Perdón!
Sobre el suelo estaba el morral. lado de
una lámpara de pie estaban el papá de Tomás y
Tomás revisando telescopio.
- - , .n pude coger y salir corriendo -r111n

más emocionado-, pero es que nos olieron los


perros ... Creo que necesito unos tenis nuevos
-dijo en voz más baja.
-La sombra no debe tentar a la oscuridad,
Tomás. No se te olvide nunca -dijo el papá re-
visando el lente del telescopio-. Se alcanzó a
ensuciar. Pero nada grave -concluyó y le aca-
rició la cabeza a Tomás.
-Perdón ... -seguía diciendo el Flaco con 61
la bocina en la mano-, ¿que si nos van a llevar
en taxi o en buseta? -insistía sin recibir res-
puesta-, ya, mami, un segundo ... Sí, señora ...
¿Que si nos llevan en taxi...?
Al lado de una silla, un hombre rubio, muy
gordo, esperaba en silencio. Sentado en la silla,
derrumbado como si hubiera subido y bajado el
Himalaya con su papá a cuestas, el Mono mira-
ba con los ojos entrecerrados.
Cerca, en otra silla idéntica, estaba Susana
con Matissa sentada sobre las piernas. Le ras-
caba detrás de la oreja y la gata ronroneaba.
-Menos mal -susurró el Mono.
-¿Qué?-preguntó Susana.
-Que Tomás conocía a tu gata.
-Sí, claro, se conocen... -dijo Susana y
miró a Tomás. amigo estaba frente a su
papá con su carota enorme mirando muy aten-
to cómo limpiaba el lente del telescopio. Se le-
vantó y fue a su lado.
-Mamá -dijo el Flaco por el teléfono-,
62 que nos vamos en taxi. Sí, mami, nunca más, te
lo prometo. ¡Que sí!
-Tienes la cara como un queso -le soltó
Susana apenas estuvo a su lado.
-Yo sé. Y tu nariz sigue roja aunque ya no
tengas gripa. Nunca se te va a quitar el rojo de
la nariz -le respondió Tomás sonriendo-.
Pero yo descubrí una cosa.
-¿Qué?

-El camino para ir de tu barrio al mío es


una mancha violeta ... No es tan lejos.
-¿Cómo así?
-Es fácil, piénsalo y lo entenderás.
- ¿·No me vas a decir. ....?
-Al que tiene oídos las palabras no le so-
bran ...
-¡Tomás, se te quedó el cerebro en la rama
de un árbol! ¡Estás diciendo locuras y los pies
te apestan!
-Sí, mami, tengo que colgar. Ya llegó el
taxi -dijo el Flaco colgando el teléfono. Se
acercó al Mono y a su papá que esperaban en 63
silencio-. Oiga -le dijo al oído-, ¿y será que
el papá de Tomás sí nos lleva a ver una estrella
de verdad? -preguntó.
El Mono se iluminó y miró a su nuevo ami-
go Tomás, que se volvió hacia ellos con una
sonnsa.
la derecha, Tomás!

Tomás es de verdad un poco alto para su edad.


Cuando la gente lo ve, piensa que tiene dos o
tres años más. Eso nunca le había molestado.
Inclusive a veces se sentía orgulloso de parecer
mayor y, de vez en cuando, le servía para prote-
gerse de los ataques de los mayores. Su cuerpo
grande también le había servido para derrotar
a Susana en las competencias de tomar jarras
y jarras de limonada sin ir al baño. Pero cuan-
do entró a Tercero, su estatura se convirtió de
pronto en un gran problema.
El asunto es que en Tercero se organizaba el
torneo de fútbol más importante del colegio y se
66 trataba de una tradición que nadie estaba inte-
resado en transformar, excepto, tal vez, Tomás.
Y es que para Tomás el fútbol era algo tan
lejano como pensar que el Fíat de su tío por fin
saldría del taller o que sus abuelos dejarían de
tomar chocolate con amasijos todas las tardes
a las cinco o que su papá iba a dejar de hablar
usando refranes inventados. No solo nunca ha-
bía jugado fútbol, sino que además realmente
no entendía de qué se trataba.
Pero las cosas no terminaban ahí. Lo peor
es que por mucho que se quedara mirando a los
demás correr detrás del balón, por mucho que
intentara que esa esfera de cuero a cuadritos
despertara en él alguna emoción similar a la
que veía en sus c01rni:1afí,en:,s no lo conseguía.
balón no dejaba de ser simplemente un objeto
de cuero y sus compañeros, un grupo extraño
de niños sudorosos y exaltados que ,cauctu y
corrían empujándose, cayéndose y jadeando.
Igual que su papá, pensaba que el fútbol es-
taba hecho para verlo en tele y que una
sona civilizada no podía hacer nada
eso. Y, claro, eso salió a la luz cuando la profe-
sora de educación física les pidió que escogie-
ran la posición en la formación del equipo.
-¿Posición? -preguntó Tomás.
-Sí -le repitió la profesora-, ¿quieres ju-
gar de delantero, de defensa o de mediocam-
pista?
Tomás miró a su alrededor buscando una
palabra, un gesto, la mirada salvadora de al-
guno de sus compañeros. Pero nada. Todos es-
taban ocupados en celebrar el momento más
importante de su vida escolar: el campeonato
de fútbol, y la verdad a nadie le importaban las
dificultades del gordito.
-¿Cómo? -repitió Tomás.
-Está bien la profesora sin
se a explicarle-, ven.
Tomás se acercó y la mujer midió su estatura
con una vara negra de madera. Repitió la opera-
ción como si temiera equivocarse y suspiró.
reda que lamentara lo que acababa de encontrar.
68 -¡Tienes que jugar de delantero! No hay
más remedio -declaró y sopló fuertemente el
pito agitando los brazos a uno y otro lado. Tal
vez quería espantar algo que no gustaba.
Leones del Desierto (así se llamaba
equipo), que se habían dispersado, corrieron
rápidamente a su lado.
También hay que decir que Tomás no solo
era gordo y n;.ir,.., "' mayor, sino que ade-
era miedoso. Le daban miedo varias cosas:
caerse de la cama, los sitios oscuros, las arañas,
quedarse encerrado, los gritos de la gente, que
no entendieran lo que decía y despertarse
en una cama que no fuera la suya. Tomás sabía
que esos eran sus miedos y más o menos podía
entenderse con ellos. cuando descubría
un nuevo miedo sentía que se le ablandaban
las piernas, crecía la lengua dentro de boca
y no podía decir una sola palabra.
Y ese día descubrió uno nuevo: le aterraba
no entender lo que estaba pasando.
Así es que ahí estaba en medio de un grupo
de futbolistas fanáticos que ardían por darle 69
inicio a su entrenamiento y que lo felicitaban
por haber conseguido la posición que ellos
bieran merecido. Atrás habían quedado los de
la banca, los desechados, los que no eran parte
del equipo, esos de los que Tomás hubiera pre-
ferido hacer parte.
-¡Los martes y jueves entrenamiento! ¡Los
sábados partidos de fogueo! -anunció la pro-
fesora-. El uniforme es obligatorio y tienen
que trabajar duro porque hace tres años
gún Tercero C ha ganado el torneo. ¡Este año
tiene que ser nuestro!
Camacho y Álvarez, que no habían
dado en el equipo por ser demasiado bajitos,
miraban con envidia la estatura de Tomás. Los
demás hacían predicciones sobre él.
-Va a ser un goleador.
-¡Va a reemplazar al Tigre Giraldol -dijo
uno.
-Nadie reemplaza al Tigre -lo corrigió
otro.
70 tan alto como él y más fuerte. Podría
ganársela en el medio campo.
-Lo que sí es seguro es que las va a ganar
todas en el juego aéreo.
-Puede ser un gran cabeceador.
Tomás no podía decir nada. Se quedaba con
los ojos abiertos mirando lo que pasaba como si
estuviera viendo una película en un idioma ex-
traño. No sabía qué era el juego aéreo ni tenía
idea de cómo ser un gran cabeceador.
Recibió un par de palmadas en el hombro y
se quedó solo un rato sin saber qué hacer.
-Jugar. que tienes que hacer es jugar
-opinó Susana cuando se encontraron en el
parquecito debajo de la ventana del aparta-
mento. Para ella la cosa estaba bastante clara.
-¿Jugar?, ¡¿jugar?! -Tomás abrió los ojos
desmesuradamente y su cara redonda pareció
un queso con ojos-. ¿A qué?
-Pues fútbol. ¿No eres delantero? Por 71
ser alto te pusieron ahí, para que cabecearas,
aprende a cabecear. ¡No puede ser tan difícil!
¡Hasta Carambolo lo también tle1rres
que poder!
Pero Tomás no pudo ni siquiera responder.
¿Qué más podía decir? No sabía quién era Ca-
rambolo, no sabía qué era un saque de meta, ni
entendía nada que tuviera que ver con el fútbol.
-Necesito ayuda -susurró Tomás con
apenas un hilito de voz.
Susana se sopló el mechón que le caía so-
bre la frente y se quedó mirando a su amigo,
que había cerrado los ojos y ya no parecía un
queso. Ella sabía que cuando su amigo hacía
desaparecer los ojos de su cara era porque ver-
daderamente necesitaba ayuda.
verdad, necesitamos ayuda -dijo y se
quedó un momento en silencio.
-Es lo que te dije desde el principio -su-
surró Tomás con lo que le quedaba de aliento.
-Pues si necesitamos ayuda, busquémosla
72 -concluyó Susana y empujó a su amigo hacia
adelante.
Buscarían ayuda en el parqueadero del edi-
más alto del barrio .. Tal como Susana espe-
raba, allí estaba el grupo de niños que jugaba
fútbol todas las tardes. Un parqueadero no era
la mejor cancha, pero además de tener cuidado
con los vidrios de los carros y con los coches de
los bebés que paseaban por la tarde, podían ju-
más o menos tranquilos.
-Hola -saludó Susana.
Los niños estaban en un momento impor-
tante partido y no la saludaron.
Pulga '""'"L'd a punto de vencer a Suárez,
pelirrojo, y nadie quería perderse el duelo
los capitanes de equipo. La Pulga corría como
un demonio con el balón entre los pies. Se lo
había quitado a Suárez en un ataque feroz y
aprovechaba el contragolpe para intentar hacer
el gol. El pelirrojo había salido disparado de-
trás de su contrincante, pero no lograba alcan-
zarlo y no hacía más que gritar:
-¡Párenlo! ¡Párenlo! 73
Pero no había nadie que lo parara. Estaban
solo la Pulga, el arquero y él, los demás se ha-
bían ido quedando rezagados. Y por la cara que
tenía el arquero era claro que con él no podían
contar: estaba paralizado. Faltaban apenas
unos instantes para que todo se definiera y,
como el arquero entendió que no podría evitar
lo inevitable, se metió las manos en los bolsi-
llos y esperó.
-Es con ellos -opinó Susana.
-¿Cómo? -preguntó Tomás que miraba
rendido la situación.
Susana sabía que Tomás preguntaba dema-
siadas cosas y que no siempre era necesario
responderle. Y no lo hizo. Desapareció de su
lado y en un instante se introdujo en la mitad
del juego, se sopló el mechón y sin que nadie
pudiera impedirlo terminó con el balón en las
manos.
¡Susana le había quitado el balón a la Pulga!
Nadie lo podía creer: el pelirrojo ardía de
74 ira, la Pulga no podía cerrar la boca y los demás
evaluaban si era mejor arrastrarla por el pelo a
lo largo o a lo ancho de la cancha.
-Les presento a Tomás, el nuevo delantero
de Tercero C del Gregoriano (así se llamaba el
colegio de Tomás) -dijo y le lanzó el balón.
Tomás lo sintió rebotar contra su estóma-
go y tuvo que perseguirlo unos cuantos pasos
para poder atraparlo.
Para suerte de Susana y de su pelo, todo
aquel que jugara fútbol sabía que, a pesar de la
mala suerte de los últimos años, Tercero C era
el mejor equipo del campeonato. Y conocer a
uno de sus delanteros era más o menos como
conocer al mejor jugador del barrio.
La Pulga y Suárez se le acercaron y le son-
rieron.
-¡Juega conmigo! -dictaminó la Pulga-.
Lo único que nos falta es altura -concluyó
evaluando a Tomás.
-No, ¡juega en mi equipo! -reclamó Suá-
rez-. Conmigo sí va a tener pelotas aéreas.
-Con ninguno -dijo Susana y levantó el 75
brazo derecho de Tomás-. Tomás viene a pro-
bar con quien quiere jugar. Si quieren, ensé-
ñenle lo que saben y después que él decida.
Los capitanes se miraron un poco incrédu-
los, pero a la larga estuvieron de acuerdo; si era
tan bueno ese Tomás, pues había que ganárse-
lo. No hay nada gratis en la vida y eso los dos
jóvenes capitanes ya lo sabían.
Pero aunque tenía los mejores profesores,
las cosas no fueron fáciles. Fingir que era un
gran jugador le impedía hacer las preguntas
que le hubieran despejado las dudas más senci-
llas, por ejemplo: ¿cuándo hay saque de línea?,
¿qué es la ley de ventaja?, ¿cuánto dura un
partido?, ¿quién es el mejor jugador de Colom-
bia y por qué siempre perdemos?, ¿el cuatro-
tres-cuatro es una fórmula de geometría?, ¿por
qué no siempre que el atacante se cae es tarjeta
roja?, ¿por qué con la tarjeta amarilla no sacan
al jugador del partido?, ¿por qué solo el arque-
ro puede coger el balón con la mano?, ¿qué era
76 exactamente el chanfle, el puntazo o el revés y
cuál era su diferencia con el taponazo y el ca-
ñonazo?, ¿cómo distinguir el escorpión de la
bicicleta y de la chilena?, ¿qué se supone que
hace el marcador de punta y a qué se refieren
cuando hablan de un jugador con mucho aire?
Pero se suponía que él sabía todo eso. Y que
no solo lo sabía, sino que además lo domina-
ba. Así que mientras la Pulga y Suárez se des-
gañitaban haciendo toda clase de acrobacias,
él trataba de entender lo mejor posible lo que
ocurría frente a sus ojos.
Pero la verdad es que no entendía nada.
Después de media hora de demostracio-
nes, los dos capitanes decidieron que el nuevo
delantero ya podría decidir con cuál prefería
jugar y le hicieron un pase doble con experticia.
La Pulga levantó el balón con una bicicleta,
de taquito se la puso en la rodilla derecha, de
allí la dejó caer al pie, la hizo rebotar un par de
veces, la levantó y, cuando era el momento, ca-
beceó dejándosela a Suárez, que la sostuvo con
78 el muslo abierto, la subió e hizo una serie de
cinco cabecitas, después la dejó caer a su rodi-
lla y con un toque leve del empeine se la lanzó
alta a Tomás. Lo lógico es que él hubiera salta-
do para recibir el balón con el pecho, lo hubiera
dejado rodar dulcemente hasta la rodilla y hu-
biera hecho por lo menos la serie de veintiuna.
Pero Tomás ni siquiera sabía que algo así se
podía hacer, de manera que el balón reventó
estruendosamente contra su mejilla y lo tumbó
de espaldas.
Asombrados, los capitanes se apresuraron a
encontrar excusas para justificar la torpeza del
que estaba a un paso de convertirse en su nuevo
ídolo.
-¡Lo cogimos distraído! ¡Perdón! El sol le
daba en los ojos -dijo el pelirrojo.
-Estaba concentrado en los demás jugado-
res -opinó la Pulga, pues junto a sus capitanes
los demás también se habían dedicado a hacer
demostraciones.
Para ese entonces Susana, como ocurría
siempre que lo metía en algún problema, había 79
desaparecido. Él tendría que salir solo de este
atolladero.
-¿Qué? -preguntó la Pulga dándole la
mano y levantándolo del suelo-. ¿Con quién
se va? ¿Con Suárez o conmigo?
Tomás se pasó la mano por la mejilla, que le
palpitaba, miró a los dos capitanes y tuvo una
extraña iluminación.
-Con ninguno. Los dos son muy malos
-dijo y les dio la espalda con desprecio.
-¿Con ninguno? -gritó Susana cuando se
enteró de la proeza de su amigo.
Tomás asintió.
-¿Y qué vas a hacer?
No sabía qué hacer, ni antes, ni ahora, ni
después. Así que simplemente decidió tratar
de llegar al peor momento de la mejor forma
80 posible. Tenía a su favor que la fama inventa-
da por Susana llegó aumentada al colegio, de
modo que fue fácil inventar excusas para que-
darse espiando sin jugar en todos los entrena-
mientos. Su papá firmó varias justificaciones a
regañadientes alegando lesiones por exceso de
ejercido, dos o tres gripas, un medicamento
que le impedía correr, un problema pasajero en
su piel. Y para solucionar los sábados, inventó
varias salidas repentinas a una nueva finca de
su papá y la llegada de dos tías, una de Irlanda
y otra de Australia.
-No digas más mentiras. El agua de la pis-
cina no cabe en una mano. Ya no te deben creer
nada recomendaba su papá.
-Diles la verdad. Que no sabes, que
jen en la banca recomendaba la mamá-.
Vas a ver cómo te sientes de aliviado ...
-Aprende a cabecear pedía Susana.
-No te van a creer. "El que miente y .. U¾"''"'
al final siempre muestra el diente" -le repetía
su papá.
-Di la verdad -insistía su mamá.
Pero lo malo es que sí le creían; no solo le
creían, sino que además su fama crecía. Como
nadie lo había visto jugar, todos inventaban al-
guna historia sobre él y así se daban ellos mis-
mos importancia. Y claro, entre más importante,
él se sentía menos capaz de confesar la verdad.
Además, tal vez si miraba con mucha atención lo
que hacían los demás, de pronto podría enten-
der cómo ser un buen delantero y no defraudar a
ninguno de los que tenían tanta fe en él.
Pero cuando llegó el primer partido contra
Tercero A, Tomás ya había gastado todas ex-
cusas y no había manera de que se
en pie solo gracias a su fama.
-Esta vez sí tienes que jugar -le dijo la
profesora y a Tomás le pareció por un muy cor-
tísimo momento que la profesora lo sabía todo
y que si aprovechaba ese instante de honesti-
dad podría confesarlo. Ella lo entendería con
una sonrisa y le diría tranquilamente que no
jugara, que ella ya se encargaría de explicarles
82 a todos lo que había ocurrido. Los demás tam-
bién lo entenderían sonriendo por la buena
broma que les había gastado. Habría uno que
otro que confesaría que nunca había creído que
el gordito torpe fuera un crack del fútbol. Eso
sería lo mejor que podría pasar.
-Todo el curso cree en ti -dijo en cambio
la maestra-. Sin ti no pueden ganar. Tienes
que jugar con ellos. Haz lo mejor posible. Yo sé
que tú puedes.
Y en efecto, ese día nadie hablaba de otra
cosa. Todos esperaban la gran sorpresa que
tendría Tercero C. Se hablaba del misterioso
jugador, del arma secreta, del descubrimiento
del nuevo astro del fútbol y Tomás oía todo eso
sin poder siquiera amarrarse los z.c1¡_;c1,Lus con
seguridad.
-Felicitaciones -·le dijo Susana en ma-
ñana del partido-, vas a por lo menos
tres goles. Y piensas en el miedo de de
Tercero A, van a ser cinco. Ánimo.
En efecto, los de Tercero A llegaron a la cancha
como si caminaran hada un charco de agua 83
munda salpicado de tripas podridas y cagarrutas
de pájaro obligados a bebérselo de un solo sorbo.
No levantaban mirada del piso avergonzados
por la derrota que suponían. Al otro lado, Tomás
acompañaba en silencio a su equipo, que contaba
con él para destrozar al contrincante.
Hubiera preferido que ese día todo se apa-
gara, que repentinamente el mundo dejara de
girar y no amaneciera ya más. Pero nada de eso
ocurriría, y eso también lo sabía Tomás.
-Te va a ir bien, además acuérdate de que
"del piso no te puedes caer" -le dijo su papá
que le había regalado unas rodilleras nuevas
para ese partido-. ¡Ánimo!
Pero lo que él necesitaba no era ánimo sino
saber qué hacer para poder jugar fútbol.
-¿Cómo hacerlo, cómo hacerlo, cómo ha-
cerlo? -se preguntaba sin cesar mientras se
acercaba al centro de la cancha.
Miró arriba y vio las nubes. Miró abajo y vio
el pasto. Y en ninguno de los dos lados estaba
84 su respuesta. ¿Qué estaba haciendo allí, espe-
rando que llegara el peor momento de vida?
Y el peor momento llegó. El pito del árbitro
dio inicio al partido. Debían salir a destrozar a
Tercero A.
Si con todas las excusas había evitado que
descubrieran que era un pésimo jugador, la an-
gustia le había servido para recordar qué le de-
cían cuando debía enfrentarse a algo difícil:
-El esfuerzo es lo importante, Tomás. ¡In-
téntalo!
-Si haces lo posible para ti, ya es bueno.
-"Solo el que carga las piedras sabe cuánto
"
pesan.
Así es que si hacía gol o no, no importaba.
Haría todo el esfuerzo posible aunque deja-
ran con una pierna rota tirado sobre el pa,,cu.
Hacer el intento. Eso bastaría y eso sí que es-
taba dispuesto a hacerlo. Buena o no, no umuia.
conseguido inventar ninguna otra táctica.
En eso estaba pensando hasta mucho des-
pués de que empezara el partido. Los aterrados 85
de Tercero A, azuzados por el pánico, habían
salido decididos a matar. Con esfuerzo, el equi-
po de Tomás había logrado contenerlos. Camilo
Díaz, el defensa de Tercero C, finalmente logró,
después de una fuerte arremetida, tomar la pe-
lota y pasársela a Jorgito, el volante medio que
se lanzó disparado con ella hacia el arco con-
trario. Tomás, repentinamente despierto, lo
vio venir y, sin saber por qué, empezó a correr
hacia el arco contrario. Extrañamente los de-
fensas de Tercero A lo dejaban llegar sin pro-
blema dispuestos a que finalmente ocurriera lo
que todos sabían que debía ocurrir. Desde
Tomás vio cómo Jorgito se batía contra
medio campo y lograba seguir avanzando con
la pelota.
-¡A Tomás, a Tomás! -gritaba desde la
otra esquina el capitán.
Y Tomás quiso saber de dónde venía ese gri-
to y se volvió para tratar de entender. Pero no
vio allí al capitán ni a nadie. Solo vio que entre
la barra de los contrarios había varios que lo se-
ñalaban con rabia. Sintió que se ponía colorado
y se miró las puntas de sus guayos relucientes.
Fue entonces cuando oyó grito:
-¡Por la derecha, Tomás, por la derecha!
Era claro que no había tiempo de preguntar-
le a nadie por la derecha de qué, ni qué habría 87
por la derecha, de manera que, decidido a se-
guir su intuición, levantó los ojos de los guayos
sin estrenar contra el cuero de ningún balón,
se volvió hacia el arco, que se encontraba efec-
tivamente hacia su derecha, vio al amedrenta-
do arquero, oyó el zumbido del balón rasgando
el aire y entendió que tenía que saltar, cerrar
los ojos y esperar que el golpe no fuera dema-
siado fuerte.
Cuando pudo abrir los ojos y el pito que ha-
bía dejado el golpe del balón en sus oídos ce-
dió un poco, vio que el resultado había sido un
balón dentro de la malla del arco contrario y la
enardecida reacción de todos sus compañeros
que lo palmoteaban felices de confirmar que
no se habían equivocado.
Pero sí se habían equivocado.
-¿Dónde le duele?
-En todas partes, sobre todo a la derecha
-dijo Tomás y volvió a cerrar los ojos.
Después de ese gol, se supo que Tomás no
88 volvería a jugar fútbol. Había sido su primer y
un.111.,u partido.
Aunque era el más alto del curso y había
metido el gol de cabeza más impresionante del
campeonato de Tercero, eso no había bastado
ni para que su equipo ganara, ni para que cam-
biara de opinión con respecto al fútbol.
Seguía pensando que lo mejor era verlo por
televisión y prefirió declarar que después de
ese partido había perdido todo el interés por
ese deporte y pedir oficialmente que le permi-
tieran dedicarse al atletismo, es decir, a algo d
0

vilizado, en palabras de su papá.


Y aunque nunca pudo superar los veinte
segundos para los cien metros, jamás tuvo
,,~✓:'

impresión de ser incapaz correr, uin¡::,oco


costaba entender para qué lo hacía.
Es más, con su cuerpo gordinflón
levantar tanta velocidad que viento le zum-
baba en los oídos y le echaba pelo para
Y eso para él era suficiente.

89
El paseo

A Tomás le gustaban los días de sol, caminar


despacio, sentir el viento y jugar con su amiga
Susana. Llenarse el buche con limonada y atra-
gantarse de pastel, el perfume de su mamá y
la voz de su papá, los desayunos en la casa de
sus abuelos y conversar con su tío. También le
gustaba mucho mirar una y otra vez sus libros
de animales, el de dinosaurios, el perros, el
gatos, el de culebras y el de caballos. Cuan-
do los miraba, se le pasaban por un rato las ga-
nas tener un perro, un gato o aunque fuera
un loro, nunca un dinosaurio y mucho menos
unos peces en un acuario.
92 Por eso, el día que su papá lo invitó a ca-
111,ucu por la montaña y le contó que pasarían

cerca al criadero de perros, Tomás pensó que el


paseo era una manera de llevarlo a escoger un
cachorro.
papá solía darle ese tipo de sorpresas. Lo
invitaba al parque y terminaba inscribiéndolo
en clases de natación. Lo llevaba a cine y ter-
m1ma,ba mostrándole el camino para a la bi-
blioteca. así.
·..,._,,,e las cosas como son -le pedía la mamá.
-Tiene que aprender a ser flexible res-
pondía su papá-. Aprender que las oportuni-
uct''-''"º no siempre son lo que parecen. Tiene que

aprender a el mundo con claridad.


-¿Pero con cuál claridad si tú no eres cla-
ro? -insistía la mamá.
-¡Un momento! -decía el papá-. Yo soy
claro. ¡Pero ahora soy educador y le estoy ense-
ñando a mi hijo lo que me parece importante!
¡Quiero que sea capaz de ver lo que hay detrás
de las apariencias! ¿No te parece importante?
¿No hubieras querido tú que alguien te lo ense- 93
ñara a la edad de Tomás?
La mamá no respondía. Sólo movía la cabe-
za a lado y lado y suspiraba.
-Haz lo que quieras. Vuélvelo brujo si quie-
res. De todas formas siempre haces lo que quieres
-terminaba diciéndole a su propia sombra.
De manera que esta invitación a un paseo
podía ser la oportunidad de conseguir su ca-
chorro.
Porque si algo le gustaba a Tomás, era ras-
carle la panza a un perro, darle órdenes para
que las obedeciera, mirarle los ojos, acariciar-
le el pelo, mirarlo dormir y jugar a lanzarle un
palo. Apenas lo tuviera al frente y le viera la
j cara sabría si le pondría Julián o Roberto,
o Kaiser. Ya vería.
Lo sí sabía desde ya, es que dormiría en
su primero debajo de cama y después,
seguro, encima. Por las mañanas el cachorro lo
levantaría lamiéndole la cara y por las noches
Tomás se dorn1íría acariciándole el hocico. Lo
94 sacaría a correr al parque antes de ir al colegio
y, cuando volviera, le enseñaría a dar la pata,
a sentarse y andar a su lado sin necesidad de
correa. Le rascaría la cabeza detrás de la oreja y
aprenderían a bailar juntos.
Sí. La verdad es que quería tener un ca-
chorro.
-¡Vamos! -anunció el papá de Tomás cuan-
do ambos estuvieron listos.
Recogieron la bolsa con sánduches, antiso-
agua y chocolates que la mamá les había
preparado. Tomás le dio un beso y se dejó des-
ordenar el pelo mientras su papá se terminaba
de amarrar los tenis verdes que no le combina-
ban con las bermudas cafés. Cuando se levantó,
enrojecido y bufando, la mamá le ajustó la ca-
chucha, le dio una palmada en la cola y lo em-
pujó a la puerta donde Tomás lo esperaba.
-No vuelvan tan tarde -les pidió.
Ellos asintieron a pesar de que sabían que
sus paseos nunca terminaban como estaban
planeados. Cuando iban preparados para ca-
minar y demorarse todo el día, les paraban los 95
carros y los recogían en un gesto de amabilidad
que no era posible despreciar, y cuando iban en
carro y llevaban ropa para tres días, el clima o
los mosquitos o la falta de agua o las ampollas
en los pies de Tomás los hacían regresar des-
pués de unas cuantas horas. En cambio, cuan-
do apenas llevaban unos sánduches y un poco
de agua, descubrían de repente unas cascadas
que era imposible no visitar o terminaban pa-
sando la noche hospedados en la casa de un
viejo sabio que los invitaba a mirar las estrellas
en su telescopio.
De manera que los tres sabían que lo me-
jor era no discutir el asunto. Mucho menos en
de que se trataba de uno de los paseos
en a los que solo se llevaban unos cuantos
sánduches y agua y de que su papá no había
querido decir nada sobre la enorme bolsa de
lona que llevaba.
-Ven te ayudo a ponértela dijo la
mamá al verlo bufar nuevamente con la gran
96 tula.
no, deja. Yo puedo solo -le respon-
dió apartándola.
-¿Pero qué es eso tan pesado que llevas
ahí? -le preguntó la mamá.
-Un secreto entre Tomás y yo -se libró el
papá, aunque la verdad era que Tomás no sabía
nada.
-¡Tan misteriosos! -sonrió la mamá y le
rascó por última vez la frente a Tomás.
Tomaron el bus y para entretenerse duran-
te el camino jugaron piedra, tijera, papel. Pero
el juego pronto aburrió al papá. Tomás siempre
ganaba y el papá terminó durmiéndose con los
ojos escondidos debajo de la cachucha.
El bus se zarandeaba en las curvas y rugía
en las subidas. Cada rato y subían o ba-
jaban pasajeros y vendedores. Tomás vio ga-
llinas amarillas, empanadas grasosas, quesos
apestosos, pandeyucas aromáticos, envueltos
de mazorca y masato, bolsas de pasteles, torre-
jas, achiras y almojábanas. No comió nada por-
que su papá era el que tenía la plata y estaba 97
dormido. No se atrevía a despertarlo. Se ponía
de muy mal genio si alguien lo despertaba y era
mejor no estar de paseo con un papá
De modo que esperó mirando por la ventana
los nubarrones grises que se acercaban.
Y cuando ya estaba también a punto de dor-
mirse, el bus tuvo que frenar bruscamente por-
que de una casita al lado de la carretera salió
una niña corriendo, gritando y haciendo señas.
Se asomó a la puerta del bus y dijo que el abue-
lo tenía que ir al médico y que por favor espe-
raran mientras lo traían. En seguida Tomás vio
a la familia entera llevando al anciano hasta
el bus y ayudándolo a Frente a la casa se
quedó un perro amarillo, muy flaco que mira-
ba intrigado lo que hadan sus amos. Cuando
el viejo estuvo dentro y sentado en el puesto
que alguien le cedió, los pasajeros empezaron
a conversar en voz muy alta. Tomás no podía
entender por qué gritaban, temía que desper-
taran a su papá. Y en efecto su papá abrió los
98 ojos, lo miró, le sonrió, se desperezó y pregun-
tó con la voz ronca:
-¿Dónde estamos?
Tomás notó que no estaba furioso. Al con-
trario, parecía muy contento.
-Ya casi llegamos a Pueblo Viejo -le infor-
mó el viejo que acababa de subir al bus.
El papá se ajustó la visera. Tosió y anunció:
-Nos pasamos, vamos a la vereda Hierba
Nueva.
-¿Van a las cascadas? -quiso saber el viejo.
-Sí. Pero queremos pasar por el criadero de
los Anzola.
-¿Vana pie?
-Sí.
-Ah, bueno, entonces no es difícil -u"' el
viejo que se volvió ndud euos-. Se bajan
en Tres Esquinas y de hay un atajo los
lleva hasta la Rafaela, conoce?
papá de Tomás asintió con la cabeza.
-Pues de ahí ya son como diez minuticos
al criadero y a las cascadas, pues como veinte
más -terminó el viejo. 99
Tomás no podía dejar mirarlo. Olía
tensamente a almojábana y a pasto mojado y
. pareda que en cualquier momento se fueran
a caer los dos últimos dientes verdes que se
bamboleaban en su boca cuando hablaba.
-Por aquí se bajan -anunció el viejo y
bus se detuvo-. Vea, ¿sí ve ese magnolia flore-
cido? Por el camino que hay detrás se van dere-
cho. Si no se salen del camino, ahí llegan -les
aseguró.
Tomás y el papá se despidieron del viejo,
se echaron sus pertenencias al hombro y se
lanzaron por la trocha que se abría detrás del
magnolia.
El papá de Tomás era un buen papá. Siem-
pre estaba con Tomás cuando él lo necesitaba;
era cariñoso y nunca había pensado que Tomás
fuera un inútil. Pero no hablaba mucho. Al con-
trario, era un tipo más bien callado y, cuando
caminaba, se quedaba todavía más callado, sil-
baba, chupaba pajitas que recogía en el camino
100 y miraba el paisaje. Y ese día no era la excep-
ción. Tomás caminaba detrás de su papá que
chupaba pajitas y pensaba en esas nubes grises
que habían empezado a crecer en el cielo. En-
tonces sonó por primera vez el extraño graz-
nido. Tomás se detuvo a oírlo y descubrió que
su papá con increíble prontitud había dejado
mochila sobre el piso y husmeaba en el aire
buscando al animal que había hecho aquel rui-
do. quedaron un momento en silencio espe-
rando que algo más se moviera. Nada pasó. El
papá, sin decir nada, se volvió a poner la mo-
chila en la espalda y haciéndole una caricia lo
nvitñ a seguir caminando.
El sendero atravesaba potreros y entraba
y salía de matorrales. Tal como dijo el viejo,
fue fácil seguirlo, hasta cuando cayó el primer
rayo. Un resplandor blanco los dejó petrifica-
dos y después de unos segundos un trueno re-
ventó en sus oídos.
-Va a llover -dijo Tomás confirmando lo
que había temido hacía tanto tiempo. 101
-Parece que sí -dijo el papá quitándose la
pajita de la boca y botándola.
-¿Falta mucho?
-Pues ya deberíamos estar llegando. Pero
seguro por este lado es más largo. Apurémosle
un poco.
Cada uno apretó el paso como pudo. Tomás
notó que la mochilota se bamboleaba en la es-
palda de su papá y por primera vez en el paseo
se preguntó en serio qué llevaría allí.
Pronto cayó la primera gota: gorda y trans-
parente se reventó contra la tierra haciéndose
añicos. Enseguida, una cortina de agua fría cu-
brió el camino. Tomás caminaba con los ojos
escondidos bajo el pelo y apenas veía los talo-
nes de su papá que avanzaban, de modo que
cuando este se detuvo se estrelló contra la par-
te baja de la mochilota.
-¿Qué pasa?-preguntó sobándose la frente.
-Hay dos caminos -dijo el papá.
Tomás reconoció que efectivamente el cami-
no se bifurcaba en dos, uno más ancho que el 103
otro; uno subía y otro bajaba; uno parecía tener
mucho tránsito y el otro, menos.
¿Cuál de los dos los llevaría a la Rafaela?, se
preguntó Tomás y le transmitió la inquietud a su
papá, que parecía sumergido bajo el morral gris.
-No sabría decir. Podría ser el grande por-
que a la Rafaela va mucha gente. ¿Pero cómo
saber si la gente que va hasta allá va por este
lado o por el otro ... ?
Tomás no lo sabía. Lo que sí sabía era que no
quería seguir mojándose.
Su papá, que seguramente tampoco, se sen-
tó un instante sobre sus talones sin quitar-
se la enorme mochila de la espalda. Se quitó
la cachucha, se limpió el agua que le cubría la
cara y suspiró.
-Bueno -dijo poniéndose de pie nueva-
mente-, vamos por el grande.
Tomás estaba de acuerdo. Seguramente el
grande conducía al criadero. Mientras su papá
estaba en cuclillas, él se había quedado oyen-
104 do y a lo lejos había descubierto ladridos de
perros: cachorros y adultos, machos y hembras,
bravos y mansos. Perros, había oído muchos
perros y el sonido venía del mismo lugar al que
ib,:; el camino grande.
Si la Rafaela estaba cerca del criadero, se-
guro que entonces ese era el camino. Se lan-
zaron pues por él. Se resbalaron en el barro
y se tuvieron que aferrar de las ramas de los
árboles cercanos para no caerse en los char-
cos. Los tenis verdes de lona del papá queda-
ron tan negros c:omo sus piernas zanconas y
desnudas. Y Tomás se divirtió mucho viéndolo
patinar en los zanjones hechos por el agua y
mover los brazos como un payaso intentan-
do no caer de espalda llevado por el peso de la
enorme bolsa.
Cuando ya casi había dejado de llover llega-
ron a la Rafaela.
Tomás pensaba que la Rafaela era una casita
con una enramada afuera cubierta de enreda-
deras. Así en general eran las tiendas por las
que pasaban cuando iban al campo. Pero la Ra- 105
faela era distinta. Para llegar hasta la enorme
casa de ladrillos rojos había que caminar por
un estrecho sendero cubierto por árboles cuyas
ramas se entrelazaban formando una bóveda.
Desde allí el delo no se veía. De un lado del ca-
mino podía descubrirse una laguna y al otro
un precipicio. Pero solo se veían si uno se fija-
ban bien; de resto permanecían ocultos tras la
pared de árboles. Después de ver un momento
la superficie del agua oscura, Tomás sintió que
un frío intenso se apoderaba de él.
-¿Tembló? -preguntó el papá frotándo-
se los brazos y deteniéndose con las piernas
abiertas para mantener el equilibrio.
-No sé. Pero me dio frío -respondió Tomás.
Atravesaron el túnel de sauces y entraron a
la terraza de piedra que conducía a la entrada
de la enorme casa roja. A lo lejos Tomás oyó a
unos perros ladrando lento.
-Esperemos un momento, seguro ahora al-
guien sale y nos atiende -opinó el papá dejan-
106 do su enorme equipaje en el suelo y acodándose
en una baranda que cerraba la terraza. Tomás
sintió que el rumor de la quebrada que llenaba
la lagunita invisible le daba sueño. Un rayo de
sol atravesaba las ramas y le tibiaba lentamen-
te la piel. Se acodó al lado de su padre y miró
el paisaje. Entre el follaje se veía una montaña
que parecía hecha de parches verdes y marro-
nes. Unas nubes casi transparentes se despren-
dían de la cresta de la montaña y se unían a
una nube más grande y blanca. El balido de una
oveja los hizo volver de su contemplación. En
la terraza había aparecido una mesa de madera
burda con dos butacas y dos tazas humeantes.
Era café hecho con panela.
-Gracias -dijo el papá de Tomás acercán-
dose a la taza y sorbiendo el líquido caliente.
Nadie le respondió.
-¿Quién trajo esto? -preguntó Tomás y se
asomó al interior de la enorme casa.
Un salón gigante y vacío lo recibió. Sintió
nuevamente el frío que había sacudido sus
huesos al atravesar la entrada y corrió al lado 107
de su papá que sorbía el líquido caliente.
-Quién sabe, pero está bueno y caliente,
tómatelo.
Tomás obedeció y tomó un sorbo del líqui-
do. Lo encontró espantoso y lo escupió. Desde
adentro se oyó una voz que decía algo que no
pudieron entender. El papá levantó los hom-
bros y terminó de beber, dejó la taza sobre la
mesa y se acodó de nuevo sobre la baranda a
mirar el paisaje. Tomás hizo lo mismo.
A lo lejos volvieron a sonar los perros. To-
más esperaba al lado de su papá tratando de
entender qué hacían tanto tiempo en ese sitio
tan frío y aburrido.
-¿Vamos? -dijo Tomás refregándose los
ojos-, se nos va a hacer tarde -reafirmó.
-Sí -bostezó el papá, que no había levan-
tado la vista del horizonte-. Vamos.
Al volverse, Tomás descubrió que ya no es-
taban ni la mesa, ni las tazas, ni las bancas.
Nada. Todo se había ido por el mismo arte de
108 magia que había llegado.
Atravesaron el túnel de sauces. Su papá tra-
tó de acomodarse la bolsa enorme en la espalda
y lanzó un débil gemido. Tomás le sonrió y lo
tomó de la mano
El camino estaba resbaloso y avanzaban
despacio. Al cabo de un rato se detuvieron a to-
mar un sorbo de agua de la cantimplora y en
ese momento se dieron cuenta de que un hom-
bre con sombrero verde iba detrás de ellos.
-Ya les dio sed -comentó el hombre.
-Claro, "cuando el sol calienta los vasos
cantan" -respondió el papá como si la presen-
cia del tipo le pareciera lo más normal.
Tomás lo miraba extrañado.
-Eso puede ser una verdad. ¿Vienen
de la Rafaela? -preguntó el campesino apenas
moviendo la quijada para hablar.
-Sí -respondió el papá entregándole la
cantimplora a Tomás-. Nos dieron café. Pero
nadie salió a saludar.
-Parece una cueva -completó Tomás.
-Es la cueva de la señora Bernarda, le dicen 109
La bruja. Pero es amable. Hay brujas amables.
Tomás miró a su papá con los ojos enormes.
Su papá le sonrió hombre, celebrándole la
broma. El hombre no se rio. Se limpió la boca y
escupió al suelo.
-De eso es mejor no hablar. Y mejor apú-
rense que de pronto vuelve a llover y mejor es
estar seco que mojado ...
El campesino se llevó la mano al sombrero
verde a modo de despedida y se fue. Tomás le
entregó la cantimplora a su papá y continuaron
el camino.
Cada vez se oían con mayor claridad los
perros.
Gemidos de cachorros y latidos de perros
grandes. Pronto llegaron a un prado verde
vesado por un hilito de agua. El papá de Tomás
se quitó los zapatos para lavárselos. Tomás lo
miraba sin entender.
-Quítatelos. De todas maneras están mo-
jados. Si los lavas por lo menos quedan limpios.
110 -Pero los míos ya están calientes -dijo
Tomás sintiendo el barro entre los dedos de los
pies-. El agua está muy fría. Prefiero tenerlos
sucios.
papá se puso de nuevo los zapatos y To-
más se lavó la cara y las manos. Tomó un sorbo
del agua cristalina y se dio cuenta de que tenía
hambre, pero eso no era raro, él casi siempre
tenía hambre y, cuando lo decía, su papá o su
mamá le recordaban que hacía muy poco tiem-
po habían comido. Así que prefirió no decir
nada y esperar a que su papá decidiera cuándo
se comerían el almuerzo.
Después de lavarse siguieron caminando.
El cielo se abrió y el sol hizo levantar nubes
delicadas de la tierra. Mariposas verdes y rojas
salieron a merodear por las flores limpias. Los
pájaros empezaron a cantar. Al poco tiempo,
Tomás entendió que habían llegado al criade-
ro. Pero justo en ese momento volvieron a oír
el graznido extraño.
Esta vez Tomás hubiera podido asegurar
que se trataba de un pájaro. Igual que la vez pa- 111
sada, su papá dejó la mochila sobre el piso y se
acurrucó a escuchar. Tomás se quedó de pie a
su lado sin entender. Quería saber qué pasaba.
Lo más fácil hubiera sido preguntar, pero ape-
nas tomó un poco de aire para hablar, su papá
se llevó el dedo índice a la boca señalándole
que no hiciera ruido.
Entonces oyeron el segundo graznido. Su
papá se quitó la cachucha, abrió el morralo-
te y sacó un trípode, una cámara y un lente
grandísimos. Los instaló en un increíble silen-
cio sobre la tierra y se volvió a quedar callado
y acurrucado escuchando. Frente a ellos ha-
bía un frondoso árbol. De sus hojas escurrían
gotas de lluvia. El papá puso el ojo en el visor
de la cámara y dirigió el lente hacia el árbol. El
mecanismo de la cámara chasqueó muchísi-
mas veces fotografiando algo que Tomás nunca
pudo ver. Después de un momento su papá se
levantó con la sonrisa más feliz en sus labios.
conseguimos!
- ¡ ¡ ·"

112 Tomás lo miró sin saber qué habían conse-


guido.
-Tenemos al Urosapo de la Medía Luna.
Nadie más lo ha registrado en foto. Solo se co-
noce su sonido. Mucha gente tiene grabaciones
de su graznido, pero nadie ha podido hacerle
una fotografía. Es el pájaro más tímido de la al-
tiplanicie. Dicen que vive solo y que canta una
sola vez al mes. ¡Y tú y yo lo tenemos, Tomás!
¡Tenemos su imagen. Ya valió la pena todo, mo-
jarnos, pasar hambre ... !
Tomás miró a su papá sin poderlo creer. De
manera que de eso se trataba. No había la me-
nor posibilidad entonces de que consiguiera su
cachorro. Se trataba de un simple pajarraco.
Sin levantarse del suelo, el papá desató el al-
muerzo. Realmente los dos tenían hambre y co-
mieron en silencio. No volvieron a oír ningún
graznido. En cambio, el viento insistía en traer
los latidos de los perros: cachorros llorando,
adultos aullando, perros y más perros diciendo
cosas que solo ellos comprendían. Cuando ter-
minaron de comer, el papá siguió hablando del 113
Urosapo de la Media Luna y de cuánto tiempo
había planeado hacer el registro de su imagen.
Se quedaron allí un muy buen rato; tanto, que
empezó a hacer frío y Tomás seguía pregun-
tándose para qué su papá lo habría hecho ir
hasta ese sitio. Se lo hubiera preguntado, pero
el hombre no paraba de hablar del pajarraco
nunca visto.
De manera que cuando empezaron a alejar-
se del criadero y Tomás volvió a oír los aullidos
de los cachorros, pensó que todavía existía una
remota posibilidad de que uno de ellos fuera el
suyo, que lo saludara por las mañanas con su
lengua mojada y babosa, y decidió detenerse.
-Oye, papá, ¿y no vamos a ver los perros?
-¿Los perros? -preguntó extrañado su
papá-. ¿Para qué?
-¿Cómo que para qué? -le preguntó To-
más asu vez.
Era increíble que alguien no supiera para
qué ver a un perro. Hubiera podido responder
que para consentirlo, para rascarle la barriga,
para jugar un rato con él y, claro, para conocer-
lo y ver si valía la pena llevárselo a la casa.
-Sí, ¿para qué? Tu mamá nos mataría si lle-
gamos con un perro. Y tú sabes que ni tú ni yo
somos capaces de ver un cachorro sin quedar-
nos con él. Si llegamos con un perro al aparta-
mento, tu mamá de verdad que se pondría muy 115
brava y además el perrito no la pasaría tan bien.
Tenía razón en eso último. El perrito no lo
pasaría tan bien en el apartamento como en
una finca o en una casa. Pero también era cierto
que él sería capaz de hacerle la vida tan amable
como fuera posible y que seguramente el perri-
to la pasaría mejor con él que con cualquier otro
niño. Pero no dijo nada de eso porque sabía que
todo estaba perdido, que realmente su mamá
los mataría si llegaban con un animal a la casa y
que el día había pasado en vano.
Apenas sintió el viaje de regreso y, cuando
llegaron a la casa, cerca de la media noche, lo
único que quería era meterse en su cama limpia
y darle un beso a su mamá, que preguntó muy
extrañada:
-¿Qué le pasó? -le preguntó la mamá al
papá mientras le ayudaba a acostar a Tomás,
que se dejaba desvestir desgonzado.
-Quedó muy impresionado por el Urosapo
de la Media Luna.
116 -¡¿Lo encontraron?!
-Sí. Tomás me ayudó a hacer las fotos. ¡Vas
a ver!
Tomás estaba profundamente dormido.
Esa no fue una buena noche: soñó con
perros babosos que perseguían pájaros invisi-
bles y con mochilas grises que pesaban mucho
en la espalda.
Cuando despertó, todavía era oscuro y re-
cordó que en su cuarto no había ningún perro.
Apretó los ojos hasta ver unos hilitos rojos que
bailaban en la oscuridad y lo invitaban a dor-
mir.
así lo hizo. ¿Qué más le quedaba por
Este día no es como todos

Tomás no entendía por qué las cosas tenían


que ser así.
Lo primero que sentía por la mañana era la
barba carrasposa de su papá dándole un beso,
después, abría los ojos y veía la mesa de noche
con sus libros y el estante de los juguetes con
los que no tenía tiempo de jugar los días de
colegio. Era claro que tampoco podía quedarse
entre las cobijas mirando la luz del día filtrarse
hasta sus ojos.
No, lo que tenía que hacer era vestirse muy
rápido y oír durante veinte minutos la voz de
su mamá amplificada por el grito:
-¿Ya estás listo? ¡Apúrate! ¡No vas a alcan-
118 zar a desayunar!
En seguida, cuando había logrado ponerse
las medias, amarrarse los zapatos en un tiem-
po récord y por fin había desayunado, tenía que
oír a su papá preguntándole:
-¿Terminaste? No podemos llegar tarde
otra vez, Tomás, ¡por favor!
Todos los días de la semana eran así.
La verdad, no entendía por qué no podía
quedarse mirando las estrellas fluorescentes
que había pegado en el techo tan apagadas por
la luz de día, ni hojeando uno de los libros de
animales que hacía tiempo no miraba, ni por
qué tampoco podía dejarse la camisa por fue-
ra de los pantalones, ni el pelo sin cepillar. No
entendía qué tenía hacer pipí después
de lavarse los dientes y no cuando
ganas.
No, Tomás no podía entender ninguna de
estas cosas. En general hubiera preferido que-
darse más tiempo en la cama, oír mejor los
dos que venían del parquecito, imaginarse
estaría haciendo Susana, sentir cómo el olor
del pan tostado empezaba a mover su estóma-
go y entonces sí ir a desayunar.
Pero las cosas no eran como Tomás uu,uvc,
querido que fueran.
Por eso esperaba con tantas ganas el fin de
semana. Pocas cosas le producían tanta emo-
ción como un puente de tres o cuatro días sin
colegio, sin desayunar de prisa ni salir corrien-
do con el pelo mojado, sin hora para bañarse
y con permiso para quedarse todo el día en
p1¡ama.
Y además ese viernes, víspera del primero
de dos largos puentes, Tomás estaba a punto
de ganarle un duelo al Gato. Le había derribado
todas las defensas y todos los caminos de huida
estaban protegidos por sus Guardianes Pode-
rosos. El Gato no tenía salida, debía entregarle
El Cuerno de Oro de los Bosques y traspasar-
le el título de Campeón de los Combates. Solo
faltaba que Tomás lanzara El Golpe de Viento
Helado, preciso el que tenía listo.
El Gato usó su turno para retroceder.
-Me retiro a mi Torre de marfil -anun-
ció-. Abandono seiscientos cincuenta puntos.
La Sombra me protege -dijo el Gato pensando
que Tomás usaría una estrategia de agua.
-Bien -dijo Tomás y sacó El Viento Helado.
El Gato abrió los ojos previendo lo que ven-
dría y apretó en sus manos el cuerno de oro de
los bosques pensando que lo haría por última
vez.
-¡Tomás, Esteban! -gritó una voz dema-
siado alta.
Los dos se volvieron a ver. Era Nubia, la
coordinadora de primaria. Pocas veces tenían
que ver con ella. El Gato sonrió y escondió su
carta mágica. Tomás no podía creer que esto le
pasara.
-Los dos saben que está prohibido jugar
con cartas en el colegio -chilló la mujer-. Al
salón. Hoy tenemos una conferencia ...
Los niños recogieron sus instrumentos de
duelo.
-Y que no se repita. ¡La próxima vez me 121
quedo con las cartas!
En el salón ya estaban todos los demás. Se
habían reunido a los tres segundos en el mismo
salón. Grandes enemigos y grandes amigos que
tenían que compartir el mismo espacio. Trata-
ron de mantener la integridad de los grupos,
pero no fue posible. Las profesoras los obliga-
ron a mezclarse.
-De todas formas gané -alcanzó a decirle
Tomás al Gato antes de que los separaran-. El
Cuerno es mío.
-No -sonrió el Gato-, si el duelo se in-
terrumpe toca volver a comenzar. Lo siento,
Tomy, ¡sigo siendo el mejor!
Tomás no supo qué responder y se sentó
al lado de Angélica, la niña de Segundo A que
peor caía.
silencio oyó la conferencia. La coordi-
nadora quería que todos supieran qué cosas
ocurren cuando una familia sufre la separa-
ción de los papás.
122 Soportó la charla pensando en los días que
vendrían, en las páginas de los libros que vería
correr frente a sus ojos y en los trucos que en-
sayaría para vencer al Gato.
Cuando terminó el día y su papá lo recogió
del colegio, esperaba que pudieran pasar por la
nueva librería. Quería dejar de pensar en que
había estado muy cerca de ser el campeón de
los combates. Tenía toda la plata de la semana
y si encontraba algo muy lindo, seguro que su
papá le completaría lo que faltara.
Esa hubiera sido la mejor manera de empe-
zar el fin de semana, pero ya todos sabemos
que las cosas no siempre son como uno quiere,
así que cuando su papá oyó la idea le preguntó:
-¿Tu mamá no te dijo nada?
-¿De qué?
El papá tomó aire y se lo guardó un momen-
¡ to como hacía cuando tenía que hablar de algo
que no le gustaba mucho. Tomó más aire y fi-
nalmente exhaló:
-Que me voy esta noche ...
Tomás miró a su papá a los ojos. No enten- 123
día lo que acababa de oír. ¿Por qué era tan grave
que se lo hubiera dicho? ¿Por qué tomar tanto
.aire? ¿Acaso no era normal que su papá viaja-
ra? ¿Para dónde se iba entonces? ¿Por cuánto
tiempo se iba? ¡¿Acaso se iba y no volvía?!
Después de la conferencia, Juana había con-
tado que cuando su papá se había ido, ella ha-
bía dejado de verlo. ¿Sería que Tomás no vería
más a su papá? Pero quizás su papá no había
dicho que se iba. De pronto había oído mal.
Tomás reconoció un nuevo miedo y no tenía
cómo nombrarlo, de modo que prefirió no pre-
guntarle nada mientras esperaba que la lengua
se le achicara de nuevo y lo volviera a dejar hablar.
-No te preocupes. Me voy, pero no es tan
grave, las cosas no van a cambiar, acuérdate:
"Donde lloran está el muerto" -le dijo su papá
y le sonrió-. Además la semana entrante tie-
nen nuevos libros, ¿te parece?
Recordó a Nicolás; él había contado que cuan-
do sus papás se separaron le habían hecho pro-
mesas y nunca las cumplieron. 125
Así es que dejó que su mirada se perdiera
por la ventanilla. No eran muchas las calles
. que tenía que recorrer para llegar hasta el con-
junto, pero le pareció el viaje más largo de su
vida.
Sin decir nada, se metió en la cama. No eran
más de la cinco de la tarde pero no quería que
el día continuara.
El papá, ocupado en sus preparativos, pensó
que seguramente el niño estaba enfermo, que
tal vez tuviera gripa y lo dejó. Pero cuando tres
horas después el niño seguía allí, su mamá in-
tervino.
-¿Qué tienes?
-Nada.
qué te acuestas tan temprano?, ¿te
sientes mal?
-No.
-¿Entonces?
-Nada.
La mamá movió la cabeza de un lado a otro.
126 Eso hacía cuando no le gustaban las cosas. Sa-
lió, fue a la cocina y habló con su papá. Lo hi-
cieron en voz baja, como si se contuvieran.
Antes de que los papás de Manuela se se-
pararan, ella había oído muchas conversacio-
nes en voz baja, cuchicheos y murmullos y casi
siempre, después, una puerta que se cerraba de
golpe.
-Me voy, Tomás -dijo el papá.
El niño asintió.
-¿Qué tienes? ¿Te pasó algo en el colegio?
El niño negó con la cabeza.
-¿Estás enfermo? -preguntó el papá y le
tocó la frente con la mano. Tomás volvió a ne-
gar con la cabeza.
-Bueno ... Me tengo que ir. Cualquier cosa
me llamas -le pidió y Tomás volvió a asentir.
1 Le dio un beso en la frente como hacía todos
los días, pero Tomás no sintió que ese beso lo
alegrara como le pasaba siempre, simplemente
porque ese día no era un día como todos.
Ese día era el peor día de su vida.
Tomás vio a su papá salir del cuarto, lo oyó 127
recogiendo algo pesado que seguramente era
su maleta y arrastrarlo hasta la puerta. Allí se
quedó cuchicheando otra vez con su mamá y
salió. Apenas se quedó sola, su mamá suspiró
muy largo.
Juana había contado que cuando sus papás
se separaron suspiraban muchas veces al día.
-Si un papá o una mamá suspira una vez
a la semana, cuando se separa suspira cinco o
diez veces al día -había dicho la niña.
Después, cuando su mamá se acercó a su ca-
ma con un vaso de leche y un pedazo de torta
de agraz, que Tomás no probó, su mamá suspiró
otra vez. Era la segunda vez en un día.
Entonces definitivamente Tomás quiso dor-
111Jttti1E, cerró los ojos y se durmió. Esperaba des-

pertar y darse cuenta de que sus miedos no eran


más que una tontería, un invento o una mentira.
Pero cuando el sol salió y Tomás se despertó,
entendió, aún sin abrir los ojos, que ese tam-
poco sería un día como todos. No le hizo falta
128 quedarse mirando las estrellas fluorescentes,
ni le dieron ganas de pasar las páginas de sus
libros favoritos y, aunque estaba en la cama y
en pijama, lo menos que quería era oír los rui-
dos de su casa y del edificio: en ellos no estaba
estruendo espantoso que hacía su papá cada
mañana al sonarse las narices, ni los bufidos
que daba cuando se metía debajo del chorro de
agua fría, ni la voz insidiosa que le pedía que
no llegaran tarde otra vez, ni el crujido de su
barba carrasposa.
Tomás quería que este fuera un día como
cualquier otro.
Un día en que pasara lo que pasa en cual-
quier otro día.
Pero en lugar de la barba áspera de su papá,

que le pasaba la mano por la cabeza; mientras


se cercioraba de que no estuviera enfermo,
tó un par de suspiros.
¡Más suspiros! ¡Era demasiado! Tomás apre-
tó los ojos y trató de volverse a dornlir pero su
mamá no se iba del cuarto. 129
-Tomasito, estás despierto. Tienes que
vantarte. Te llamó Susana.
Era imposible. ucw,,erd oído el t1rnbJre te-
léfono.
-Que ya viene para acá.
Tomás se sentó en la cama. Miró a su mamá
sin saber qué decirle ni cómo decirle, se vistió y
ya iba a salir corriendo hacia el parquecito del
conjunto donde Susana debía llegar, cuando su
mamá lo detuvo.
·-Espera, Tomás. Susana viene a desayunar.
Tomás se quedó tieso.
Esto tampoco era normal. Su amiga casi
nunca entraba al apartamento, mucho menos
a desayunar. Una cosa era la casa de los abue-
los donde los desayunos eran increíbles y otra
su propia casa donde Susana nunca había desa-
yunado. Definitivamente nada era normal. Tal
vez Susana ya supiera lo que estaba pasando y
quisiera venir a darle apoyo.
Se quedó entonces esperando unos momen-
130 tos hasta que sonó el timbre.

-¿En el vaso? -preguntó Tomás sin poder


entender muy bien.
-Sí -respondió Susana.
-¿Ya saben qué quieren de desayuno? -in-
¡
terrumpió la mamá.
¡
-Panqueques -gritó Susana.

lJ -Bien -dijo la mujer-. Serán panqueques.


Los comieron con chocolate, crema de leche
y mermelada de mora en la mesa de la cocina,
mientras Susana hablaba sin descanso de mil
cosas distintas.
-Explícame lo del vaso -pidió nuevamen-
te Tomás cuando la niña se calló por un mo-
mento.
-¿No entiendes?-preguntó Susana.
-¡No! ¿Cómo se va a quedar uno metido en
el vaso?
Susana lo miró con un poco de desprecio,
se levantó, tomó un vaso del aparador y como 131
si fuera el mago Cifuentes se lo mostró por un
lado y por el otro. Parecía querer demostrarle
que no había Susana ni por aquí ni por allá. To-
más estuvo de acuerdo, dentro del vaso no ha-
bía nada. Era un vaso de vidrio normal, limpio,
transparente y vacío.
-Ahora mira, mira bien -le advirtió Susana.
La niña cubrió completamente su boca con
el vaso. Y entonces vino lo increíble. Chupó
todo el aire que había dentro, sus labios delga-
dos se amorataron y se agrandaron. Abría los
ojos indicándole que todavía no había llegado
lo mejor. Efectivamente, de una manera repug-
nante, Susana hizo un esfuerzo, recogió los
labios y succionó el último gramo de aire que
aún podía quedar en el recipiente. Cuando ter-
minó, relajó su cara y dejó que el vaso la atrapa-
ra. Toda su boca parecía un pulpo enorme atra-
pado en: "¡un vaso!", pensó Tomás. Y entonces,
Susana dejó caer su cabeza, soltó las manos a
los lados del cuerpo y el vaso se sostuvo sobre
:1-32 su boca-pulpo. Le indicó con la mano que toda-
vía había más y entonces levantó la cara.
Ahí estaba Susana, en la mitad de la cocina
con su boca-vaso-pulpo, subiendo y bajando los
brazos como si fueran alas, sin que le importa-
ra el amoratamiento de la parte encerrada ni
la blancura extrema que Tomás alcanzaba a ver
en las mejillas.
-Susana, deja eso, te haces daño -le pidió
mamá cuando entró a la cocina a servirse un
poco más de café.
Susana hizo una extraña mueca celebran-
do su propio triunfo y Tomás se imaginó que
quería decir: "No te preocupes, estoy bien, esto
es un chiste", y siguió levantando y bajando los
brazos. Dio un par de pasos de bailarina por la
cocina y un giro sobre sí misma. Tomás
al chocolate que le quedaba en la taza. su
amiga nunca se sabía cuándo terminarían
cosas y no valía la pena dejarlo enfriar.
pués de pescar los pedazos de queso derretido
que se habían endurecido en el fondo y de
piar bien la taza con un pedazo de panqueque, 133
Tomás volvió a mirar a su amiga.
Seguramente la presentación había termi-
nado porque Susana estaba tratando de sacarse
el vaso de la cara. Pero ... ¡no podía! El vaso se
le había quedado pegado. La niña le estaba ha-
ciendo señas que seguramente querían decir:
"Oye, ya terminé, ayúdame a quitarme esto".
Tomás se acercó a ella despacio para tratar
de ver lo que ocurría. Efectivamente cuando
tiraba del vaso lo único que conseguía era esti-
rar aún más la boca-vaso-pulpo y hacer que los
ojos de la niña se abrieran.
Era necesario acudir a un adulto. Si hubie-
ra sido un día cualquiera, su papá estaría allí
y carcajeándose le habría quitado el vaso. Pero
no estaba, estaba su mamá que con un senci-
llez asombrosa introdujo un dedo por debajo
del vaso y desprendió el pulpo que lo sostenía
contra la cara.
-¡Te lo dije! -le gruñó y volvió a leer la re-
vista y a terminar su café.
134 A Susana no le importó haber quedado con
la boca tan grande como la de un chimpancé.
Tenía algo más que mostrarle a su amigo. Lo
hizo vestir en un santiamén y lo sacó corriendo
del apartamento sin hacer ni una sola mención
a su experimento de la boca-vaso-pulpo.
En una carrera de pocas cuadras estuvieron
frente a un local desvencijado en uno de los
edificios más viejos. Antes de entrar, Susana se
paró frente a la puerta, tomó aire y se lanzó al
interior.
-¿No vienes? -le preguntó deteniéndose.
-No. Mejor me quedo afuera -respondió
Tomás.
No sabía qué pasaba adentro ni quería ave-
riguarlo y prefirió quedarse afuera, sentado en
el sardinel.
El sol calentaba. Un viento suave movía
las hojas de los árboles. Una mujer empujaba
un cochecito con un bebé. Un carro azul pasó
muy despacio. Una moto se detuvo al lado de
un poste de luz, el hombre apagó el motor y se 135
sentó con las piernas estiradas a descansar en
el suelo. Después, una mujer vestida de rojo
pasó corriendo muy afanada.
Tomás no sabía qué hora era cuando Susana
salió del local muy emocionada. Ya no quedaba
ni el más mínimo rastro del vaso-pulpo sobre
su cara.
l
-¿Viste?
Tomás no sabía a qué se refería su amiga.
Pero la verdad es que Tomás había visto varias
cosas, de manera que le respondió que sí.
Después de la confirmación, su amiga se
sentó a su lado y los dos miraron un momen-
to al motociclista que seguía sentado contra el
poste, las piernas estiradas sobre el suelo y el
casco entre las manos.
-No es tan grave -le dijo Susana después
de un momento.
Él no quiso mirarla, le parecía grave, muy
grave, pero tampoco lo dijo.
-Uno termina acostumbrándose a todo,
eso dice mi mamá -continuó la niña.
Tomás asintió y trató de tragarse la bola de
pelos que le tapaba la garganta.
El motociclista se levantó, se puso el cas-
co, se subió a la moto, encendió el motor y se
marchó.
-¿Vamos?
Se pusieron de pie y caminaron despacio
hasta la casa de Susana. La horneada de ros-
quillas acababa de salir y la gata lamía un mol-
de untado de mantequilla.
La mamá de Susana estaba ocupada empa-
cando las rosquillas. Iba y venía armando ca-
jitas con media docena de rosquitas. Tomás
la miraba ir de aquí para allá con cajitas y
rosquitas, yendo y viniendo hasta que Susana
se paró frente a él y lo miró a los ojos.
-Tranquilo. Si quieres, puedes venirte a vi-
vir acá. No está bien que un niño esté metido
en ese apartamento. Y menos si las cosas ...
Tomás no pudo oír el resto de la frase por-
que la gata Matissa dio un bufido espantador:
la mamá de Susana le había pisado la cola. 137
Tomás se levantó, se despidió y se fue. No
quería irse a vivir a la casa de Susana. Le gusta-
ba ir a visitarla, comer, jugar, tomar limonada,
pero no quisiera vivir en medio de moldes y de
gatas que meten el hocico en todas partes. No,
eso no era lo que quería Tomás.
Caminó despacio hasta su apartamento re-
pitiendo "loco, loco, loco, loco, loco" hasta que
'
ya no entendía qué quería decir, atravesó el jar-
1 dincito que había debajo de la cocina silbando
! como una locomotora y después silbó como los
f que quieren que les abran la puerta. Su mamá
se asomó, le sonrió y le lanzó el canasto con las
llaves.
1
!
t
l
-Estoy haciendo ravioles con carne
-anunció su mamá una vez estuvo dentro del
apartamento.
Tomás ya lo sabía. El olor se lo había anun-
ciado y había tenido tiempo de echar de menos
todo lo que ocurría en su casa cuando había ra-
violes con carne, de modo que no contestó.
-Tenemos que guardarle a Humberto, vie-
ne después de almuerzo, pero seguro llega con
hambre, tú sabes cómo es -dijo la mamá que
no había dejado de decirle por el nombre al
papá de Tomás.
-¿Verdad?
-Claro, amor. Pudo arreglar todo lo que te-
nía y ya viene para acá. El viaje no duró tanto. 139
Bueno, ¿no?
Tomás nunca estuvo tan de acuerdo con su
mamá. No solo era bueno. Era lo mejor. Si así
terminaban los días que no eran como otros,
de pronto no era tan grave que existieran.
Comieron ravioles, pan con mantequilla de
vaca y tomaron coca cola.
Como no sabían muy bien qué hacer mien-
tras llegaba el papá, se acostaron a ver la televi-
sión. Muy pronto se quedaron dormidos, muy
abrazados. Los dos habían pasado una mala
noche.
En medio de sus sueños, Tomás reconoció
los pasos de su papá entrando al apartamento,
se despertó y sintió el perfume dulce de su
mamá, y pensó que al fin de cuentas no todos
los días tenían por qué ser iguales.
Los secretos

El tío de Tomás era flaco como una sombra y


desde que Tomás recuerda ha vivido siempre
en la casa de los abuelos. Cada cierto tiempo
anunciaba que iba a conseguir un trabajo por-
que ya era hora de ser independiente y de pa-
garse sus gastos. Pero aunque ha conseguido
varios, nunca cumple su promesa y sigue ocu-
pando la buhardilla de la casa con las cosas
más extrañas, muchas de las cuales son secre-
tos que solo él conoce.
Cuando Tomás todavía vivía en la casa de
los abuelos competía con el tío por dos cosas:
por tener la mayor cantidad de secretos y por
la buhardilla. Casi siempre el tío se quedaba
con la buhardilla y siempre tenía más secretos,
pero algunas veces Tomás y Susana lograban
adueñarse de ese oscuro rincón de la casa don-
142 de todo podía ocurrir.
La casa de los abuelos no solo era el lugar
donde Tomás había crecido, sino el sitio más
acogedor que había conocido en su vida. Una
vez adentro, no importaba nada de lo que
pasaba en el mundo. El abuelo y la abuela,
con una taza de chocolate, podían salvarlo a
uno hasta de las cosas más monstruosas. Si
existía un refugio perfecto, era la casa de los
abuelos. Seguramente por eso le dio tanta
tristeza irse a vivir al apartamento y trataba
de estar el mayor tiempo posible en esa casa
maravillosa.
Y ahí estaba esa mañana cuando llegó
Susana. Traía un ponqué de frambuesa, la
especialidad de la pastelería artesanal de su
mamá, y cara de buscar refugio.
-¡Todo es negro! -dijo Susana dejando el
ponqué sobre la mesa frente a los ojitos atentos
de los abuelos de Tomás.
-No todo -opinó el tío y señaló la caja del
ponqué que era verde manzana-. Esta caja,
por ejemplo, no es negra. 143
Susana lo miró apretando las cejas una con-
tra otra como si desde la arruga que se le for-
maba pudiera salir disparado un rayo para ful-
minar los comentarios idiotas. No salió nada
y Susana suspiró, miró a Tomás, que ya estaba
abriendo la caja y, frente a ellos, aparecieron
platos y cubiertos para el ponqué y tazas para
el chocolate.
-Es de frambuesa, ¿verdad? -quiso sa-
ber el abuelo acercando sus ojos cubiertos por
las enormes gafas que nunca le habían servido
para ver meJor.
-Sí. El mejor -torció la boca Susana-.
Mi mamá, después de haber roto todas las
promesas que un adulto puede romper en una
,u,1u,1u,a, me pidió que lo trajera y les dijera que

los quiere mucho.


-Nosotros también a ella -dijo el tío mas-
ticando un enorme trozo-. Sobre todo si si-
gue haciendo ponqués tan ricos -continuó y
se carcajeó con la boca tan abierta que algunos
144 pedazos de masa húmeda volaron por el aire.
La abuela le dio un golpe en el codo con
mango de un cuchillo y le sonrió a Susana.
-Es muy amable tu mamá -confirmó el
abuelo acercando un plato con una enorme ra-
ción de la apetitosa torta.
-¡Claro, eso dicen ustedes que no viven con
ella, ni tienen que esperar que los lleve al cen-
tro a comprar las cosas que promete! Porque
fuera así... -suspiró Susana y no terminó.
Todos estaban demasiado ocupados para aten-
derla. Los miró comer. Partían un pedazo de
torta, se lo servían en el plato y lo devoraban
sonriendo corno si no importara nada más en
el mundo que masticar.
Cuando terminaron, Tomás llevó a Susana a
la cocina.
-Preparé tres jarras. Están llenas.
La niña lo miró con tristeza.
-No quiero. Solo quiero ir al centro.
-¿Al centro?
-Sí, tengo que comprar unas cosas ...
De todas formas Tomás sacó las tres jarras 145
de limonada y las puso sobre la mesa del come-
dor. Se sentó frente a su amiga y esperó. Susana
se sopló el mechón de pelo que le caía sobre los
ojos, miró las jarras, miró a su amigo y suspiró.
-La limonada no es negra -confirmó, se
sirvió un vaso y se lo bebió-. Quiero ir por mis
cosas. Mi mamá me había prometido acompa-
ñarme, ¡una promesa es una obligación! ¡Las
promesas no se rompen!
-Se lo dijiste ...
-Sí. Me gritó que yo no entendía nada, que
era una egoísta, que solo pensaba en mí mis-
ma, que era la mejor armando berrinches y me
dio la plata para que fuera sola.
Tomás se tomó dos vasos de limonada mi-
rando a su amiga, a través del vaso, sin decirle
nada. Cuando terminó, tomó una bocanada de
aire y se quedó mirando a su tío, que había apa-
recido al lado de Susana y le acariciaba el pelo
negro con sus manos largas.
-Tengo un secreto que contarles -dijo el
146 tío y se volvió de medio lado-: conseguí tra-
bajo -ní Tomás ní Susana supieron si eso lo
ponía contento o triste-. Encontré el mejor
trabajo del mundo -continuó y los niños pen-
saron que la noticia lo ponía contento-. Soy el
asistente de escalera en la zapatería más gran-
de de la ciudad. Ya no es secreto. Son los prime-
ros en saberlo.
Los niños lo miraron sin entender de qué se
podía tratar ese trabajo ni por qué lo tenía en
secreto.
-¿Asistente de escalera? -preguntó To-
más.
-Sí. Es el trabajo más delicado de todos.
-¿Por qué? -quiso saber Susana.
El tío se sumergió en el tercer vaso de limo-
nada y no respondió; cuando lo terminó, sim-
plemente lo dejó sobre la mesa, sonrió y deci-
dió irse.
-¿Podemos ir? -preguntó Tomás.
-No se puede. En la entrada hay un letre-
ro que dice: "No se reciben niños". Ni siquiera la
cajera puede llevar a su hijita. El dueño obliga a 147
los niños a limpiar los baños. Nadie que quiera a
los niños los lleva. Son unos baños asquerosos.
"Claro que nosotros podemos ir sin que tú
nos lleves", pensó decir Susana, pero se contu-
vo a tiempo porque sabía que los planes anun-
ciados siempre fracasaban.
-A los niños no les gusta limpiar baños
-dijo en cambio-. Es mejor que no vayan ni-
ños a esos sitios.
-¿Por qué? -preguntó Tomás sin enten-
der todavía la estrategia de su amiga.
-¡Porque es lejisísimos! -siseó Susana.
-¡No! No es tan lejos -se apresuró a corre-
gir el tío-. Es en la treinta con octava, por la
avenida Rícaurte, muy cerca del Parque Nacio-
nal. Eso no es lejísimos, niña. Eso es cerca; es
exactamente el centro de la ciudad; la zapate-
ría donde trabajo está en el mejor lugar de la
ciudad.
Tomás sonrió y se grabó en la memoria los
números treinta y octava.
148 El tío le hizo una caricia a cada uno de los
niños, se sirvió el trago de limonada que que-
daba en el jarra y le dijo a Susana antes de salir.
-Vas a ver que no todo es negro. Lo mejor
es que las cosas cambian de color.

hasta el centro no era una tarea fácil para


dos niños. Primero, porque nunca habían sa-
lido de los límites de su barrio y, segundo,
porque no sabían qué camino seguir. Reflexio-
naron y decidieron caminar lo más posible
porque solo tenían para dos pasajes de ida y
dos de venida. Así llegaron hasta la avenida
efecto pasaron muchos pero no supieron cuál
de ellos les servía. Se quedaron mirando los
atiborrados letreros de los buses y ~"~"',uuucc,-
se en las espantosas nubes humo negro
dejaban al pasar.
-¡Niños! -les gritó una anciana LctJ'gctua
con varias bolsas-. Si me ayudan, les ayudo. 1 49
Los dos niños se miraron y estuvieron de
acuerdo: la anciana parecía inofensiva y estaba
bien ayudar a los ancianos.
-¿Para dónde van? -les preguntó.
-Al centro -respondió Tomás.
-Cojan el bus rojo y verde. dicen al se-
ñor que los deje en el Ricaurte, ahí caminan
dos cuadras por el Parque Nacional y llegan a la
treinta con octava.
Tomás se asombró de que la vieja supiera
que iban a la treinta con octava y para no que-
darse atrás le dijo:
-¿Y hasta dónde quiere que le ayudemos a
llevar los paquetes?
La anciana arrugó todavía más la frente y
ellos pudieron darse cuenta de que tenía una
enorme verruga en la nariz.
-No quiero que me ayuden a llevar los pa-
quetes. Quiero que me ayuden a leer esta nota,
no veo nada sin gafas.
La anciana abrió una mano huesuda y des-
150 arrugó un pedazo de papel húmedo. Susana lo
estiró y empezó a descifrar las letras y los nú-
meros que estaban escritos.
-"Flores y materas del Paraíso. 12 y 30.
Llevar capa impermeable. Tener cuidado con
los insectos" -leyó y le devolvió el papel a la
vieja que lo volvió a estrujar entre sus dedos,
arrugó toda su cara y suspiró.
-¡Con los insectos!, ¡ja! ¡Con los insec-
tos! ¡Como si el problema fueran los insectos!
-murmuró, se dio la vuelta y se fue sin decir-
les una sola palabra más.
Susana pensaba recordarle a la señora que la
gente se despide cuando se va, sobre todo si le
acaban de hacer un favor, pero no pudo porque
Tomás la llevó corriendo hasta el bus rojo y ver-
de que se había detenido unos metros más allá.
Se bajaron en la avenida Ricaurte y, efecti-
vamente, a las dos cuadras, frente al Parque
Nacional había un enorme almacén con un ru-
tilante letrero negro sobre fondo rojo que de-
cía: "El buen paso, Zapatería Nacional".
Antes de entrar, se asomaron por el ven- 151
tanal para tratar de ver al tío en su trabajo.
Vieron a una niña llorando porque la mamá le
estaba comprando unos zapatos iguales a los
viejos que tenía, vieron a un hombre vacilando
entre los quince pares de zapatos que le traía
una muchacha con las mejillas muy encendi-
das, vieron a un viejo pidiendo que le cambia-
ran unas sandalias y a una niña chiquita con
una barriguita muy grande corriendo y cantan-
do entre los adultos. Vieron al vigilante que les
revisaba los pies a las personas que entraban y
salían, como si conociera de memoria los zapa-
tos que vendían en su almacén. Vieron mucha-
1 chas uniformadas con enterizos de cuadritos
verdes y negros llevando y trayendo zapatos y,
sobre todo, vieron un grupo de ellas atascado
en el fondo del almacén. De tanto en tanto, una
de ellas recibía una caja con zapatos, revisaba
los que estaban dentro, los devolvía palmo-
teando y esperaba que le entregaran otros, los
volvía a revisar y salía volando hacia el cliente
mientras las demás seguían esperando. Pero el
tío no estaba por ninguna parte.
Si querían descubrir en qué consistía el tra-
bajo más delicado del mundo y lo que hacía un
asistente de escalera, tendrían que entrar.
Adentro, la zapatería resultaba menos gran-
de. Había algunos pufs, las paredes estaban
cubiertas de zapatos y de espejos. Apenas en-
traron una jovencita con el pelo negro cogido
en dos colitas se les acercó sonriendo.
-¿Zapatos para él o para ella? -preguntó
con voz chillona.
Tomás y Susana se miraron y tuvieron que
contener las carcajadas que los asaltaron sin
saber por qué.
-Para mí -dijo Susana, segura de ser más
capaz de mentir que su amigo.
-De qué tipo los prefiere, ¿abiertos, cerra-
dos, duros, suaves, formales, informales, para
bailar, para caminar, de cuero, brillantes, de
gamuza? ¿Talla 29 o 30?
Susana miró a la vendedora y descubrió que
las colitas estaban tan templadas que le alarga- 153
ban los ojos y que las pestañas habían recibi-
do tal cantidad de pestañina que formaban un
alerón completo que subía y bajaba cuando la
vendedora parpadeaba mientras que intentaba
convencer al comprador.
Tomás no tenía nada que hacer al lado de su
amiga, de modo que podía dedicarse a buscar
al tío. Se levantó y fingió revisar la calidad de
unos tenis que tomó de una montaña enorme
con zapatos del mismo modelo.
'
-Los de la liga de atletismo -le informó
1
! una pelirroja muy alta y con los labios hacia
abajo-. Son los oficiales, ¿quiere probarse
unos? ¿En qué número le traigo?

!
,}
1
t
Tomás le agradeció, le explicó que solamente
acompañaba a una amiga y siguió deambulan-
do por el enorme almacén. Cerca de la registra-
dora descubrió los espejos del suelo. Miró sus
zapatos viejos, anchos y raspados. Pensó que
no tendrían por qué estar así de mal si apenas
tenían un mes, se miró las medias verdes y los
154 pantalones azules que le quedaban cortos. Con-
firmó que era el único vestido de esa manera y,
al mirarse un poco más, se dio cuenta de que le
gustaba la imagen de sus piernas en el espejo.
Generalmente, Tomás se sumergía en los
sonidos que lo rodeaban. Nunca sabía cuándo
empezaba a hundirse en el mar de sonidos ni
cuándo salía. Y ese fue uno de esos momentos.
Oyó las voces de las vendedoras que hablaban
en el mismo tono casi amenazador pero endul-
zado por la necesidad de agradar, las respues-
tas indecisas de los compradores, el campaneo
de la caja registradora, el soplido de los fuelles
de la puerta, los chillidos de impaciencia cada
vez más agudos de las vendedoras agrupadas
al fondo del almacén y un chirrido metálico
que no supo bien de dónde provenía. Atendió
un poco más, dejó de lado los demás sonidos
y permitió que el chirrido creciera. Le pareció
que provenía de la bodega, más allá del grupo
de muchachas que se amontonaban en la parte
trasera del almacén. Era muy extraño y tal vez
entendiera mejor de qué se trataba si se acerca- 155
ba más. Así es que dirigió sus pasos hacia allá.
Al acercarse, los chillidos le parecieron gri-
tos enfurecidos y amenazantes.
-¡Un Camino al Cielo pero en 40 azul! ¡No,
en 38 y que sea para hoy!
-¡Unas Princes rojas 7 y otras azules! ¡Por
favor!
-¡Un par de Odisy negras 39!
-¡¿Qué pasó con los mocasines Alfa?!
señor se va a ir!
-¡El Camino al Cielo!
-¡Las Princes!
-¡Los Odisy!
-¿Será mucho pedir que el señor se mueva?
-¿Será tan difícil que encuentre el núme-
ro que le piden? nunca había funcionado
tan mal!
-¡Es increíble que no pueda ni siquiera en-
contrar el número que le piden! ¡Así no hay quien
convenza al cliente! ¡Se aburren de esperar!
-¡Apúrele! ¡La paciencia no es eternal
156 -¡Más vale pájaro en mano que ciento vo-
lando!
-¡Mis zapatos!
-¡Esos son los míos!
-¡No, míos!
-¡Estos son azules no verdes!
Pasar a través de las muchachas exaltadas
fue más fácil de lo que pensaba. Estaban tan
ocupadas peleando que apenas notaron al niño
escabulléndose entre sus piernas. Al entrar a
la enorme bodega, entendió de dónde venía el
chirrido rnetálico que había oído.
Una escalera rodaba velozmente por los rie-
les de las estanterías y daba vueltas alcanzan-
do todos los rincones.
Sobre el tío, pálido y sudoroso, más
sombra un gato negro en un callejón oscu-
ro, cubierto con un enterizo verde que-
daba enorme, volaba sacando y guardando ca-
jas. Se lanzaba, rodaba en la escalera hasta
puerta, dejaba las cajas en las manos cual-
quiera de las muchachas, recogía las devolucio-
nes, recibía los nuevos pedidos, los redamos 157
y los insultos, y con el pie, como impulsara
una patineta, salía disparado hacia fondo de
la bodega colgando de la escalera que
con su impulso. Otra vez adentro, el tío dejaba
las devoluciones en cualquier parte y empeza-
ba a buscar los pedidos.
Tomás se dio cuenta de que su tío necesita-
ba ayuda y recordó que la abuela decía: "Tomás,
es mejor dar una mano que quedárselas cruza-
das". Y en seguida oyó lo que su papá le re¡:1etíía
cuando él no encontraba algo: "Tomás. El or-
den es luz en la oscuridad" y decidió que debía
ayudarlo a ordenar.
Había cajas y bolsas de todos los tamaños y
colores. Algunas tenían unas bonitas etiquetas
de colores, y otras solo un número y unas le-
tras sobre el cartón crudo. Las estanterías es-
taban marcadas con números. Tomás lo pensó
un momento y decidió que lo mejor sería agru-
par las cajas de colores con las de colores, las
158 de cartón con las de cartón y las bolsas con las
bolsas, sin importar ni el tamaño ni las letras.
Era la mejor manera de dar una mano.
Sin que nadie lo notara, recorrió casi toda
la bodega llevando cajas de aquí para allá y
bolsas de acá para allá. No tardó tanto, era un
muchacho rápido en ese asunto de ordenar.
Le echó un vistazo a su trabajo y sintió una
ola de satisfacción. Le había ayudado al tío. ¡Y
de qué manera! ¡No había dejado sus manos
cruzadas!
A partir de ese momento, todo le sería mu-
cho más fácil. Se quedó mirándolo balancearse
en la escalera como un chimpancé y se pregun-
tó si debía contarle de su ayuda. Pero después
de verlo todavía más flaco que siempre, metido
en su enorme uniforme verde, decidió que no
le diría nada. Ahora ese sería su secreto. De to-
das maneras el tío no había querido llevarlos a
ver su nuevo trabajo, entonces le pareció mejor
no contar nada y salió de la bodega.
Afuera las muchachas seguían gritando
cada vez más alto. 1 59
-¡En 40 azul!
-¡Qué las Princes son rojas y las otras azu-
les, por favor!
-¡El par de Odisy eran negras!
-¡¿Y los mocasines?!
-¡El Camino al Cielo!
-¡Las Princes!
-¡Los Odisy!
Susana estaba frente a un espejo. Se miraba
unos zapatos azules con flores rosadas.
1 -¿Lindos, verdad? -le dijo al verlo venir.
¡
-Lo encontré. Tengo un secreto -le res-
pondió Tomás. Los zapatos le parecían espan-
¡ tosos.
l
¡
-¿Los va a llevar? preguntó la mucha-
cha batiendo las pestañas a una velocidad
creíble.
Susana se empinó y dio dos vueltas sobre
puntas de sus pies mirándose en el espejo.
-No. Me tallan. Gracias -dijo, se quitó los
zapatos y sostuvo los suyos en las manos-.
160 ¿Un secreto?
Tomás asintió y la condujo hacia el fondo del
almacén. La muchacha se quedó pestañeando
despacio y ordenando los zapatos.
Cuando se acercaron a la entrada de la bode-
ga, las muchachas ya se encontraban definiti-
vamente molestas. Gritaban y reclamaban por
sus pedidos. Un hombre muy barrigón se acer-
despacio, se quitó las gafas y preguntó:
-¿Qué pasa?
-¡Que el nuevo no encuentra nada! ¡Que
tiene la bodega hecha un nido de ratones! ¡Que
no distingue entre el treinta y cinco y el cua-
renta! ¡Que no entiende cuando dicen azul!
¡Que cree que el rojo y el verde son lo mismo!
¡Que lo único que hace es columpiarse en
escalera como un mono! ¡Que nos rinde
si entramos nosotras mismas a ese

··· chillaron todas al tiempo, como si fueran
una sola.
El hombre se volvió a poner las gafas, "'''"1-,..;,
a la bodega y cerró la puerta.
En ese momento dejó de oírse el chirrido
escaleras, el urn.uv de las ve1:1dEidoras y

hasta el soplido de la puerta de la calle.


Todo pareció quedarse paralizado y en "mea-
do unos instantes.
Susana aprovechó para ponerse sus zapatos,
soplarse el mechón de pelo que le caía sobre los
162 ojos y recostarse contra el hombro blando
su amigo. Después de un momento, el hombre
volvió a salir y tras él, mirando el piso, iba
sin su vestido verde.
Pasaron delante de todos. Las muchachas se
llevaron la mano a la boca y gimotearon:
-No era para tanto.
-Pobre.
-Está aprendiendo ...
El hombre lo acompañó hasta la puerta y no
se quitó de ella hasta que el tío se alejó. Tomás
y Susana corrieron tras él y se le colgaron de la
mano antes de que cruzara la avenida.
-¿De dónde salieron? -les preguntó al
sentir el contacto.
-Del almacén -dijo Susana-. Estábamos
buscando unos zapatos pero no encontramos
nada.
-No es fácil encontrar zapatos -dijo el tío
¡ con una voz apenas audible.
1 -Tengo que ir a comprar unos colores y un
¡ papel -dijo Susana.
-Yo los acompaño. Mi trabajo se terminó.
No tengo nada más que hacer hoy -dijo el tío.
Caminaron de la mano. Tomás y el tío prefi-
rieron esperar a Susana afuera de la papelería
mirando los reflejos que los anuncios de neón
hacían en sus caras.
Pasaron varios carros, un perro se les acer-
có, los olfateó y siguió de largo, un hombre

il
¡
pasó haciendo sumas con los dedos y una mu-
chacha ensayando pasos de baile. Estuvieron
callados uno frente al otro mirándose, hasta
que se les acercó la muchacha de pelo negro y
1 las dos colas apretadas que había atendido a
Susana.
["

1
1
!
~
-Adiós -le dijo al tío-. Ojalá te vuelva a
ver -pestañeó varias veces en su dirección y
siguió hada el fondo de la calle.
tomó aire y confesó:
-¿Sabes? Cada uno tiene su forma de or-
denar. Yo tengo la mía. Tú la tuya, todos. Y
dueño del almacén también tiene la suya, que
164 no es ni la tuya ni la mía. El problema es que
ya casi tenía todo ordenado, había puesto los
zapatos de tacón a un lado, los mocasines a
otro, las botas en otros, y así, ¿entiendes? Me
quedaba mejor y podía atender más rápido a
la muchachas. Pero cuando el dueño me pidió
que le alcanzara unos Reebok verdes, resultó
que donde los había dejado estaban los zapa-
tos para bebé y donde debían estar los de ni-
ños estaban las botas. No entiendo qué pasó.
abuela dice que yo tengo un duende. Sí. Un
duende, no me mires con esa cara. Un duen-
de que me desordena. Pero yo no creo en eso.
más bien como si alguien me los hubiera
movido.
En ese momento Tomás sintió algo nuevo.
Una punzada en el estómago.
Debía ser el secreto. Seguramente cuando
un secreto necesita salir te lo hace saber de esa
manera. Si el secreto quería salir, él no era na-
die para impedírselo. Y le contó que no había
sido ningún duende, había sido una persona
166 y esa persona era él. Él era el que había orde-
nado.
-Pero solo quería ayudar -terminó.
-¡¿Ayudar?! -preguntó tío.
Tomás asintió y el tío se quedó en silencio
muy concentrado, mirando hacia adelante.
Tomás esperaba que se pusiera muy furioso y
apretara los puños y se halara los pelos y abrie-
ra mucho la boca para gritarle.
-Bueno -dijo por hn-. no ayudaste. Pero
no importa. Mañana va a ser mejor.
Tomás no supo eso quería decir que el tío
lo perdonaba, que no le importaba o que los
cerrados y la boca cueva los gritos
quedaban para después.
-¡Me sobró plata! ¡Vamos a comer helado!
¡Yo invito! -interrumpió Susana saliendo del
almacén con sus compras hechas.
Cuando cada uno tuvo su helado caminaron
despacio y en silencio sintiendo el aire tibio de
la noche y adivinando de vez en cuando el res-
plandor de las estrellas que se colaba a través
de las luces de la ciudad. 167 •
Llegaron al barrio y cada uno cogió por una
1
¡
calle distinta.
1
-Los secretos pican -le dijo Tomás a su
papá que desarmaba completamente un radio.
1 -Es verdad. Por eso es mejor no tener se-
1 cretos -le respondió dejando saltar un resor-
te-, además "el que guarda manjares guarda
pesares" -concluyó y se tiró de barriga al piso
a buscar el resorte.
Tomás y su mamá lo vieron forcejear un rato
más con el radio y se fueron a la cama. Tomás
de verdad esperaba que su tío pudiera volver a
su trabajo, de manera que antes de dormir repi-
tió muchas veces en medio de la negrura de su

!'

t,
L__
cuarto que había quedado sumido en el cuno,so
silencio del edificio: "¡Que vuelva, que vuelva,
que vuelva!", hasta que se quedó dormido.

168
~
''
Lejos del baño

lI
¡
Algunas veces Tomás pensaba que hubiera sido
mejor seguir viviendo en la gran casa de sus
1
abuelos. Sin embargo, no siempre le molestaba
1
¡ vivir en el conjunto de edificios. De todas ma-
¡ neras quedaba en el mismo barrio y, aunque el
t
1
apartamento era pequeño, apenas entraba se

l!
_l,
!
daba cuenta de que era cómodo, limpio y siem-
pre le producía una gran sensación de orden y
tranquilidad. Extrañamente, las noches eran
muy oscuras y en su cuarto, además de las es-
trellas fosforescentes que podía mirar con
luz apagada, había aprendido a reconocer to-
dos los sonidos: la tos del viejo, el llanto de
170 niña, el crujido del ascensor y una rana lejana
que croaba llamando la lluvia. Dejaba que esos
sonidos llenaran la oscuridad y esperaba hasta
dormirse.
Dentro del conjunto había zonas verdes. Te-
nía un parquecito con arenera para los más chi-
quitos, un pequeño bosque con el suelo siem-
pre húmedo y donde seguramente vivía la rana
y varios prados donde cada uno podía hacer lo
que quisiera. Su mamá, por ejemplo, pensaba
que ese era el mejor lugar para hacerles la lim-
pieza periódica a los tapetes. Según ella no ha-
bía nada más sucio que un tapete. Así que para
poder usarlos se esmeraba en sacarles hasta la
partícula más minúscula de polvo. Los sometía
entonces a un arduo procedimiento que empe-
l zaba un día soleado con una golpiza de escoba
que les sacudía la tierra y las partes grandes de
suciedad; después, media hora de sol intenso
por cada lado que al parecer mataba los gérme-
nes y espantaba ácaros y pulgas; después, tres
o cuatro pasadas de aspiradora arrastraban los
cadáveres de los microbios y las últimas partí- 171
culas de polvo, y, antes de terminar, una rocia-
da de desinfectante que acababa con las bac-
terias y los ácaros más resistentes que salían
volando desprendidos de las fibras gradas a la
última golpiza que les daban. Solo así los tape-
tes podían volver a ser pisados por cerca de dos
meses, tiempo en el cual el polvo, los ácaros y
las bacterias se habrían acumulado de nuevo.
Precisamente esa mañana Tomás se encon-
traba sentado sobre los tapetes acompañando
a su mamá.
El sol aliviaba de bacterias, gérmenes, pul-
gas y demás microorganismos de los tejidos y
la mamá de Tomás se revisaba las puntas de los
pelos mientras él la miraba un poco incómodo.
-¿Falta mucho? Préstame las llaves, ya
vengo -le preguntó Tomás.
-No. Ya vamos. Espérate. ¿Y además qué
hiciste las tuyas?
-No las encuentro, préstame las llaves
-insistió el niño.
172 -¿Qué te pasa? ¿Por qué te revuelves tanto,
te duele algo, tienes ganas de ir al baño? Pare-
ces una lombriz después de un aguacero. ¿Qué
te pasa?
-Nada. Quiero ir a la casa.
-Ya me lo dijiste, ya casi vamos. No te voy
a prestar las llaves. Para eso tienes las tuyas.
Si las botaste, entonces vas a tener que esperar
que terminemos. Le damos la última vuelta al
tapete verde de la entrada y vamos.
Darle la vuelta a un tapete no es gran cosa.
Pero si 1o es cuando el tapete pesa el doble que
tu cuerpo y no puedes doblarlo sino tienes que
mantenerlo tenso y liso hasta que caiga unifor-
me al suelo.
Tomás estaba tratando de mantener el equi-
librio y resoplaba mientras iba dejando escu-
rrir el tapete sobre el suelo al mismo que
lo hacía su mamá, evitando que se n1c:1er·an
dobleces.
-¡¿Cómo te quejas?! Estás bufando igual
que tu papá cuando se amarra los zapatos.
¡Qué flojo eres, Tomás! -dijo la mamá al :173 ·
minar de poner el tapete.
Tomás se preparaba a responderle que en-
tonces lo hiciera sola y no le volviera a
pedir ayuda; pensaba recordarle que el admi-
nistrador ya les había dicho que los prados no
eran para ese tipo de actividades y que espera-
ba que terminaran rápido y que fuera la última
vez, pero no lo hizo porque en ese momento
llegó Susana.
-Hola -saludó la niña.
-Hola, Susi respondió la mamá de
Tomás.
Susana se sopló el mechón que caía sobre
los ojos y miró revisarse puntas del pelo.
No le gustaba que le dijeran Susi. Pensaba que
su nombre era lindo y no le parecía necesario
ni agrandarlo ni achicarlo para nada. Nunca
había entendido por qué a la gente le gustaba
tanto cambiarles el nombre a los demás. Tomás
se dio cuenta de lo que ocurría, se puso de pie y
mirando exclusivamente a su mamá dijo:
174 -Mejor dicho: hola, Susana -y se volvió a
mirar a su amiga, que volvió a soplarse el me-
chón satisfecha con la corrección.
La mamá de Tomás levantó los ojos, los
miró sin entender de qué se trataba y volvió al
examen de su cabellera.
-Ya vuelvo -anunció Tomás y se alejó co-
gido de la mano de su amiga.
-¿No tenías que subir a ... ? -le iba a pre-
guntar la mamá.
-No me demoro -la interrumpió Tomás-.
Ya vuelvo.
-Lucha se enfermó -le susurró Susana a
pesar de que ya se habían alejado de los tapetes
yla mamá.
Tomás miró a su alrededor sin entender a
qué se debía el secreto.
-¡Mentira! Ayer estaba bien.
-¡Vengo de verla ... ! -aseguró Susana-.
Tiene indigestión.
-Pobre animalito. ¡Claro, como todo el
mundo cree que puede darle comida! -se que-
jó Tomás-. Vamos a verla. De pronto si le lle- 175
vo un poco de agua ...
-No. Tranquilo -lo interrumpió Susa-
na-. Octavio está en eso.
-¿Octavio? ¡Pero si no hace más que rega-
ñarla!
-Pero por lo visto la quiere más que tú.
-¿Cómo la va a querer más que yo? -gritó
Tomás y se preparaba a explicar lo que signifi-
caba en su concepto querer a un perro y cómo
por fuera de eso estaban golpearla y gritarla
corno hacía Octavio con Lucha.
-¡Shhh! -le pidió Susana-. Es nuestro
momento ...
-¿Para qué? ¡Tenemos que ver a Lucha!
-dijo Tomás y sintió la misma urgencia que le
había hecho pensar en subir a su apartamento.
-¡No! Es nuestro momento. Vamos. ¡En-
contré el Refugio! ¡Está al lado de la caseta de
Octaviol
Tomás se quedó mirando a la niña.
-¿El Refugio? No te creo, no es posible.
-¿Porqué?
-Porque debería ser yo el que lo encontrara.
-Pero la verdad es que fui yo la que lo en-
contró. A veces las niñas somos mejores en esto
de encontrar cosas -dijo y torció la boca en
una mueca demasiado femenina para el gusto
de Tomás.
-A ver, si lo encontraste, ¿dónde está?
-dijo Tomás todavía con la esperanza de que
su amiga simplemente tratara de hacerlo con-
fesar lo que sabía y, aunque no sabía nada, la
precaución nunca sobraba. Porque si algo había
aprendido Tomás sobre su querida amiga es que
tenía que estar muy atento y despierto. En par-
te, por eso le divertía que fueran amigos. Siem-
pre estaba pasando algo interesante a su lado.
Y sobre todo, cuando se trataba de competen-
cias, que casi siempre ganaba ella, tenía que ser
mucho más prudente. Y en este caso, llevaban
casi dos meses buscando el tal Refugio. Habían
oído hablar de él en una conversación entre el
tío y los abuelos de Tomás, una conversación 177 .
I
¡ que se apagó inmediatamente ellos asomaron
la nariz. Y cuando preguntaron de cuál refugio
estaban hablando, los adultos les respondie-
ron con cosas como: "Debieron haber oído mal,
no hay ningún refugio por acá, para que se va
a necesitar un refugio en esta dudad, el refu-
gio verdadero es la voz del corazón", pero nada
acerca del lugar sobre el que estaban conver-
sando. Y, sin embargo, los dos niños que sabían
que los adultos mentían con cierta frecuencia
para ocultarles cosas, decidieron que el refugio
existía y que tenían que encontrarlo. De esa
apuesta hacía ya dos meses.
-¿Quieres ir o no?
-Sí, claro, pero... -Tomás dudaba en-
tre ceder a las ganas de ir al baño, ir a ver a
la perrita o creerle a su amiga, que tal vez es-
tuviera mintiendo como ya había hecho mu-
chas veces para llevarlo a ver, por ejemplo, las
formas que había en la corteza de un árbol y
preguntarle qué cosas veía en ella, sin dejarlo
178 libre hasta que descubriera lo mismo que ella
había visto allí.
-Lucha está bien. Solo tiene indigestión
-lo tranquilizó Susana-. ¡Se comió una bolsa
entera de retales de torta de queso! Le encan-
taron. Se va a sentir mal un rato, pero por la
tarde ya va a estar bien. ¡Aprovechemos!
Tomás miró a su amiga sin creer lo que ha-
bía oído.
-¡Es el momento! Si Lucha no se hubie-
ra enfermado, Octavio no se habría distraído
nunca y no nos dejaba ni acercarnos.
-¿Adónde?
-¡Al Refugio! -chilló Susana-. ¡Como
quiere tanto a la perrita!, ¡pues no había otra
manera! -dijo, se dio la vuelta y avanzó ha-
da el fondo del parque sin dejar que su amigo
le dijera lo que pensaba de que le hubiera dado
de aposta tanta comida a la perrita. Pasó frente
a los columpios, le hizo una mueca a una niña
que esperaba turno, siguió más allá de la caseta
de la luz y se metió por el hueco que había cava-
180 do Lucha debajo de la cerca para entrar y salir
del conjunto de edificios.
Una vez afuera, caminó por el prado que
separaba la cerca de la calle y se detuvo fren-
te a un montículo, al lado de la caseta de Oc-
tavio. Tomás estaba a su lado con la cara un
poco arrugada como si le doliera algo. Tal vez
estuviera pensando en Lucha y en su dolor de
estómago, tal vez tuviera rabia con su ami-
ga por haber usado al animalito para engañar
celador, tal vez el desagradable calor que le
circulaba por el cuerpo y que lo hacía apretar
los muslos y el estómago era lo que le producía
más desagrado.
-Tienes una cara horrible -opinó Susana.
-Tienes razón -suspiro-. Tengo que ir
al baño. Lo mejor es que me vaya un momen-
to al apartamento -dijo dándose la vuelta y
sintiendo un ligero alivio por su resolución-.
¿Me acompañas? Vemos a Lucha y podemos
preparar limonada con miel. También hay un
poco de pastel -terminó tratando de conven-
cer a su amiga.
-No me crees. Está bien, pero yo no voy.
-¿Porqué?
-Y no creo que tú debas hacerlo -lo detu-
vo Susana-. Está AQUÍ -dijo y le señaló el
montículo frente al que estaban parados.
Hasta ese momento, Tomás no había creído
que fuera verdad.
-¿Este es? ¿Esta montañita?
-Sí. Aquí está -dijo Susana muy orgullosa
de sí misma.
-¿No será que alcanzo a ir corriendo al
apartamento? No me demoro. Dos minutos.
Dos minuticos -dijo Tomás sintiendo que se
estremecía.
-No se puede. Octavio no se va a quedar
todo el día por allá con la perrita. Lo echan si
lo descubren. Tiene que ser ya.
Miró a su amiga que había juntado las ce-
jas. Lo hacía para indicar que estaba diciendo
algo muy serio. Tomó aire, apretó las piernas y
suspiró.
-Muéstrame -dijo niño con apenas un
hilillo de voz.
Ella se agachó, levantó un pedazo pasto
y Tomás descubrió la entrada a una especie de
caverna. Abrió la boca y no pudo moverse du-
rante unos cuantos buenos segundos.
-¡Vamos! -lo haló la niña y lo hizo Pnt-,,-,,,,
de cabeza.
La oscuridad le impedía ver por dónde an-
daba. Solo sentía el final de los escalones por
los que sus pies caían. Con golpe el se
le escapaba con fuerza de los pulmones.
-¡Entonces este es! -dijo el niño dando
un paso adelante cuando sus pupilas se acos-
tumbraron a la oscuridad.
-Sí -respondió Susana, que miraba el sa-
lón oscuro-. Mira -dijo y encendió una
para que iluminó suavemente el espado.
Susana avanzó trazando un complicado
sendero entre los cojines que llenaban el piso.
Se quedó de pie frente a uno y antes de termi-
nar de sentarse se detuvo y sonrió.
-Ven. Mejor prueba tú -dijo mirando con
picardía a Tomás.
Aceptando la invitación avanzó por el espa-
cio lleno de cojines. Estaba deslumbrado por la
blancura, pues el techo, las paredes y el piso
eran blancos. Solo los cojines tenían una lí-
nea púrpura en el borde que los hacía parecer
suspendidos en el aire. Sin embargo, el espa-
cio estaba cada vez más lleno de luz. ¿De dón-
de venía tanta, si apenas había una lámpara?,
¿o no?
-No pises los otros -le advirtió Susana.
-No los pensaba pisar, ¿por qué siem-
pre tienes que estar advirtiéndome cosas que
yasé?
-Porque no puedo saber que tú ya las sa-
bes. Y si no las sabes, quiero que las sepas. No
pises ningún otro cojín. Ya vas a ver por qué.
Tomás levantó los hombros.
"Hay un momento para todo en la vida",
decía su papá. Y "las ocasiones grandes hacen
olvidar el mugre pequeño", decía su abuelita.
Tomás lo recordó y siguió avanzando hacia el
cojín. Lo hizo con detenimiento. Primero, nun-
ca se había imaginado que el lugar que habían
buscado tanto tiempo pudiera tener esta for-
ma y apariencia. Segundo, quería darse cuen-
ta de todo lo que pasaba y la mejor manera era
teniendo cuidado y andando muy despacio. Y
tercero, había olvidado esa molesta urgencia 185
del estómago que lo había dominado hasta ese
momento.
Avanzó paso a paso hasta el cojín que Susa-
na le había indicado. Ella se había retirado al
fondo del salón al lado de una estantería llena
de frascos.
-Dale, te va a encantar -le dijo alentán-
dolo y se volvió a mirar los frascos.
Nuevamente su amiga estaba advirtiéndole
cosas que él ya sabía. ¿Qué hacer para impe-
dirlo?
-¡Las grandes ocasiones hacen olvidar los
mugres pequeños! -dijo.
Susana lo miró extrañada.
-¿Vas a probar o no?
sí voy a probar. ¿No puedes dejar
lo haga como yo quiera? -le respondió Tomás
y empezó a sentarse sobre el cojín.
Apenas sus nalgas tocaron la tela y se hun-
dieron un poco, la estancia se llenó con el mara-
villoso canto de un pájaro que silbaba primero
186 muy largo y después continuaba con pequeños
gorjeos muy agudos. Fue tan impresionante
que Tomás casi vio su pecho rojo, su cabeza
amarilla y el cuerpo y las alas negros y azules.
Pensó que ese pájaro debía venir de tierra ca-
liente y que le debían encantar la papaya, la na-
ranja ombligona y el anón.
Levantó sus nalgas del cojín y el sonido del
1;.i i;.irn se detuvo.

-nc,v una selva completa -dijo Susana-.


cada cojín suena una parte. Si fuéramos
muchos, podríamos oírla toda. Pero nosotros
dos solo podemos oír por pedazos -concluyó y
se lanzó a sentarse en uno y otro cojín hacien-
do que cantaran garzas, guacamayas, tucanes,
gorriones, pájaros sin nombre y de colores in-
verosímiles, que crujieran árboles, que sonara
el viento y chillaran chicharras y monos aulla-
dores, que chasquearan mandíbulas feroces y
árboles enormes cayendo a la tierra.
Tomás se entusiasmó y empezó a sentarse
en los demás cojines. El peso de sus nalgas hizo
llenar el salón con los gruñidos de un jaguar, 187
con las pisadas sigilosas de un puma, con los
aullidos de una manada no supo de qué, con el
galope de un venado, con el gruñido de un oso
de anteojos, con el extraño sonido de un chi-
güiro, con el chapoteo de unos peces pardos,
con los alaridos de los insectos cuando cae la
noche y con el ruido de una motosierra.
-¿Una motosierra? -preguntó Tomás.
-Parece, ¿no? -reconoció Susana un poco
decepcionada-. De todas formas eso también
está en la selva.
-Extraño, ¿verdad? -suspiró Tomás des-
pués de que se aquietó el agudo zumbido del
motor a gasolina.
-Sí... Pero quisiera saber qué pasa aquí
normalmente.
-Yo también -reconoció Tomás y se ima-
ginó que, en medio de la niebla de madrugada,
Octavio abría la trampa y dejaba entrar a una
vieja con las mejillas muy afiladas que respira-
ba sonoramente. Después, su imaginación qui-
so que entrara su tío. La vieja lo saludaría con
la mano y le diría:
-Por fin llegaste. Te estábamos esperan-
do para completar la selva. ¡Va a ser la primera
vez! -y correría a sentarse en el cojín-gruñido
de jaguar.
Detrás de él entraban su abuela y su abuelo
llevando una bandeja con tazas de chocolate y
panecitos. Sin decir nada se sentaban sobre un
cojín y comían en silencio. La abuela hacía sonar
el viento entre las copas de los árboles más altos
y el abuelo la creciente de un río. Miró de nuevo
hacia la escalera y vio por allí venir a su papá y a
su mamá. Se sentaban en los cojines de pájaros
trompetos y de ranas gigantes, después seguían
'
1,'
';':

llegando: la mamá y la abuela de Susana, Octa-


vio y el niño de la guacamaya, los gemelos uni-
versitarios del bloque C y un señor con la cara
muy afilada y el pelo blanco como las paredes y
los pisos del refugio. Resultaba, entonces, que
para nadie más que él y Susana era un secreto el
escondite lleno de cojines con sonidos.
Cuando ya no entró nadie más por las es- 189
caleras, solo quedaban los dos puestos para
ellos. Se alegró porque no saldría de ese lugar
sin saber cómo sonaba la selva completa. Cada
uno ocupó su sitio e hizo escapar un sonido.
Tomás respiró profundo aflojando las ganas de
ir al baño que volvieron a atacarlo y apretó los
ojos para que le cupieran todos los sonidos en
la cabeza. Ya empezaba a sumergirse en ellos
cuando se dio cuenta de que faltaba algo. De-
trás de él había un cojín vacío. Era su tío que
estaba parado de cabeza contra una pared. Su-
sana corrió a su lado y le jaló los pantalones
para tumbarlo y obligarlo a sentarse en su lu-
!¡ gar. El tío se golpeó brutalmente contra el piso
J
t-
iL
~U}
y Tomás volvió a apretar los ojos esperando oír
la selva completa. Ahí estaba el agua, el viento,
las ranas, los bichos, estaba casi todo, "solo fal-
taría", pensó Tomás, pero no pudo completar
su idea.
Susana le estaba halando la manga de la
camisa.
190 -¿Qué pasa?
-Que nunca va a estar completo, Tomás.
Ya intenté mil veces -le dijo su amiga.
Tomás la miró evaluando si creerle o no y de
repente volvió a sentir la terrible urgencia que
había aplazado por demasiado tiempo.
Si esta vez no encontraba un baño, el desas-
tre sería inminente.
-Ahora sí necesito un baño, en serio
-gimió.
Susana lo miró, se sopló el mechón y pensó
qué responderle. En el refugio no había baño. Y si
salían, lo más seguro es que no pudieran volver
sino hasta cuando Lucha volviera a estar enfer-
' ma y la caseta de Octavio sin vigilancia. Tenían
que aprovechar el tiempo que les quedaba.
-Aguántate. Yo una vez aguanté como tres
horas.
-No puedo más.
-Ya casi vamos a terminar.
-¿Qué más tenemos que hacer? -la voz de
Tomás se estaba haciendo cada vez más aguda.
-¡Mirar los frascos! -dijo Susana divisan- 191
do a su alrededor.
-¿Los frascos? ¿Y para qué? -preguntó To-
más dando saltitos de un pie al otro y agitando
las manos con urgencia.
-¿Cómo que para qué? Para entender
-respondió la niña y se levantó del cojín ca-
1 llando los rápidos de agua. Se acercó a la repi-
sa y antes de tocar el primer frasco sintió un
terrible mal olor.
-¡Fuuu! Apesta -dijo.
-Yo no siento nada -opinó Tomás con un
hilito de voz.
-¡Pues entonces tienes narices de pescado
porque empezó a oler inmundo! Tienes razón, me-
jor nos vamos -dijo Susana tapándose la nariz.
Tomás apenas pudo asentir y caminar a pa-
sos muy pequeñitos, tratando de no descuidar
ningún movimiento y respirando en sorbitos
chiquitos, muy rápido.
Salieron y caminaron hada el edificio del
apartamento de Tomás. La mamá ya había ter-
minado de asolear los tapetes.
-Voy a mi casa -anunció Tomás muy colo-
rado cuando cruzaron frente a su puerta.
-Sí, ya sé -le respondió Susana sin dejar
de taparse la nariz.
Subieron muy despacio las escaleras hasta
la puerta del apartamento. Cuando la mamá
les abrió, Susana pudo respirar ese aire claro y
limpio que siempre había allí y se quitó la mano
que cubría su boca.
-Hola, lindos -los saludó la mujer-. Qué
bueno que hubieran llegado, me pueden ayudar
a organizar...
Tomás corrió al baño sin enterarse qué que-
ría su mamá.
Cuando pudo respirar de nuevo, se quedó un
momento más encerrado en el baño oyendo los
rastros que había dejado en su cerebro la selva
Í dormida en los cojines debajo del montículo de
pasto. Se preguntaba: ¿quién sería el dueño del
lugar?, ¿para qué lo usarían?, ¿qué había existi-
do antes o sí siempre había sido "eso"?, y, final- 193
¡
¡

mente, ¿qué era "eso"?


Pensó que las respuestas las tenía su tío,
que siempre tenía las más fantásticas ideas y
ocurrencias, y decidió que tendría que inven-
tarse una estrategia para que le contara TODO
lo que sabía sobre tan extraño lugar. Primero
averiguaría si sabía de "eso" hace mucho, des-
pués lo obligaría a llevarlos a él y a Susana a lo
que fuera que pasara en el refugío y tercero ...
No pudo terminar de pensar cuál sería el
tercer paso porque la voz de Susana irrumpió
como un cañón.
-¡Llevo ya tres vasos! ¡Tu mamá es testigo!
¡Te voy a ganar esta vez también!
Eso no era posible. Susana no podría volver
a ganar. Se subió los pantalones. Tornó aire, se
miró en el espejo y descubrió que el color de su
cara había vuelto a la normalidad, soltó el aire
y salió gritando.
-¡Tramposa! ¡Susana! Es trampa empezar
:194 sin que el otro esté presente.
Tendrían una pequeña discusión y después
reconocería que su amiga le llevaba tres vasos
de ventaja.
Antes de entrar a la cocina pensó en pedir-
le excusas a su estómago por no hacerle caso
más pronto y explicarle que ganarle a Susana
era cosa de vida o muerte y que para eso nece-
sitaría su colaboración, pero ver a la niña be-
biéndose un vaso de limonada con una mano
mientras con la otra le indicaba que era el cuar-
to se lo impidió.
Una extraña noticia

Lo primero para Tomás era saber por qué


habían atravesado la dudad para llegar a esa
casa tan grande y tan vacía donde se había
quedado solo en un salón esperando a sus pa-
pás y mirando esas imágenes de mujeres ama-
mantando bebés.
De vez en cuando una joven sonriente ves-
tida de enfermera pasaba a su lado y le dejaba
sentir el olor a limpio de su pelo y le preguntaba:
-¿De verdad no quieres nada? ¿Un dulce,
una galleta, una gaseosa?
Tomás no quería nada, solo esperaba que
sus papás salieran pronto, pero en cambio la
misma mujer vestida de enfermera volvía, lo
inundaba todo con su olor a cloro y desinfec -
tante, le tocaba la mejilla con sus manos hela-
das y le decía:
-No hagas esa cara, ya vienen.
Tomás la miraba sin entender de qué cara se
trataba ni por qué estaban en ese lugar. Al lar-
go rato, después de muchas visitas de la preo-
cupada y limpia enfermera, sus papás salieron
de uno de los consultorios. Los acompañaba
una mujer de pelo rubio cogido en una moña
muy templada y vestida con un suéter imita-
ción piel de oso polar. De su cuerpo se despren-
día un olor dulzón, muy parecido al de los tal-
cos de bebé. Se subieron en un taxi con ella sin
que dejara de hablar. Les daba instrucciones
cariñosas. Su papá asentía y su mamá sonreía,
muy colorada.
Tomás se sentía mal por no entender y lo
aturdían lás miradas echaba
cuando quería acentuar alguna palabra. No
había aprendido a abrir más las orejas para
mejor, de modo que ahí estaba, en la parte
atrás del taxi, abriendo los ojos como si con eso
consiguiera entender de qué hablaban sus pa-
pás con esa mujer de suéter oso polar. Pero aun- 197
que los abriera mucho, lo único que conseguía
era unas lágrimas delgadas que se secaba con
puño. Nada más. Y no eran lágrimas de
ni dolor. Eran lágrimas de ardor, temía pesta-
ñear, ¿¡qué tal que el instante en que tuviera los
ojos cerrados ocurriera algo que le permitiera
comprenderlo todo!?
No entendía por qué su mamá estaba tan
colorada ni por qué su papá sonreía como si
hiera roto la taza favorita de su mamá. Y mu-
cho menos comprendía por qué la mujer seguía
inundándolo todo con el olor a talcos de bebé
mientras seguía dando instrucciones, diciendo
cosas y más cosas sobre algo que Tomás, por
más que abriera los ojos, definitivamente no
conseguía aclarar.
Después de dar muchas vueltas, de pasar
varios puentes y de tener que esperar el cambio
de muchos semáforos eternos, dejaron a la mu-
jer. Aunque le dolían los ojos, los tuvo abiertos
un momento más para ver cómo sus padres se
198 sonreían, como si los dos fueran cómplices de
romper la taza favorita de Tomás.
Los miró y ellos lo miraron. Después de
cerrar los ojos cansados, Tomás pensó que esta-
ban a punto de pedirle excusas por algo que de
todas maneras los estaba haciendo muy felices.
Por la mañana, apenas se levantó salió
corriedo para la casa de Susana.
-Nos vemos más tarde -gritó como des-
pedida y se lanzó por las escaleras del edificio
mirar si esa extraña sonrisa seguía instala-
en la cara de sus papás.
Aunque Tomás siempre era bienvenido en
la casa de Susana, pocas veces llegaba tan tem-
prano. Susana todavía estaba en pijama y se
quedó refregándose los ojos después de abrirle
la puerta.
-¿Qué te pasa? ¿Acaso nunca duermes?
-le gruñó Susana-. Los niños que no duer-
men se quedan sin pelo.
-Mentira -dijo sin preocuparse dema-
siado por su pelo-. No pude dormir más. Me
despertó un pájaro picoteando la ventana. 199
-¿Un pájaro? -preguntó la niña un poco
asombrada.
-Sí... Un pájaro; tenía las alas tan grandes
que le colgaban por debajo de las patas, tenía una
argolla naranja en la pata derecha y silbaba como
si fuera una locomotora de juguete -dijo Tomás.
A Susana no le importó si su amigo mentía
o no y lo llevó hasta la cocina de la mejor pana-
dería y pastelería artesanal del barrio. Allí se
quedaron mirando a su mamá con las manos
hundidas hasta los codos en la masa.
-Hola -saludó Tomás.
-Hola -le respondió la mamá soplándo-
se el mechón de pelo lacio que le caía sobre el
ojo-, ¿cómo estás? Es sábado, ¿no pudiste dor-
mir más? Los niños que no duermen se quedan
con los pies chiquitos.
Tomás suspiró y miró aliviado el tamaño de
sus pies.
-No pude dormir. El pájaro quería agua y
no tenía en qué servírsela -dijo y se balanceó
de una pierna a la otra.
Susana se desplomó sobre la única silla que
no estaba ocupada con frascos de esencias, ca-
cerolas untadas de mezclas, recipientes de vi-
drio con polvos misteriosos, tarros de sal, azú-
car, frascos de jarabes, levadura y trapos. Se
sopló el mechón de pelo que le caía sobre los
ojos, recogió las piernas sobre la silla y quedó
sentada como una niña turca. Tomás miró a su
amiga y a la mamá de su amiga que se soplaba
también el mechón de pelo que le caía sobre los
ojos sin conseguir retirárselo.
-Susana -empezó la mamá sin dejar de
amasar moviendo todo el cuerpo como si fuera
una danza-, ¿te vas a quedar ahí sentada?
"'r "
-No -dijo Susana y se amarró el pelo con
una cinta invisible-. ¿Qué? -le dijo a su ami-
go-. ¿Te vas a quedar ahí sentado?
-No -dijo Tomás y se subió las mangas de
la camisa hasta los codos.
La mamá dividió la masa en tres pedazos.
Dos pequeños y uno grande y continuó hun-
diéndole las palmas de las manos. 201
-Ya casi está. Entre los tres va a quedar
más rico -aseguró y siguió amasando.
Susana y Tomás metieron sus manos en la
masa y siguieron durante un rato el ejemplo de
la mujer.
Después de que Susana se había soplado el
mechón que le caía sobre la cara unas cuaren-
ta veces y de que Tomás había untado de masa
las mangas de la camisa, el pantalón y tenía la
cara blanca de harina y sudaba, la mamá deci-
dió que la masa ya estaba en su punto.
-Ahora, a los moldes -dijo sonriéndole a
la masa.
Unieron los tres pedazos y acomodaron la
masa en los moldes largos de lata y los pusie-
ron en el horno que ya estaba caliente.
-¡Ahora sí! -dijo la mamá limpiándose las
manos en el delantal-, ¡a desayunar! Seguro
no has desayunado -le dijo a Tomás.
-No -respondió el niño.
202 -Claro, ¿¡quién desayuna un sábado a esas
horas!? Nadie, ¿¡quién va a ser!? Nadie, a me-
nos que le haya pasado algo muy grave -dijo
la mamá y le echó una mirada de esas que solo
las mamás saben hacer.
Tomás hizo de cuenta que no había visto
nada y se sentó. En la casa de Susana nunca
había chocolate, pero la leche tibia con miel
también era buena y se comió tres pedazos de
ponqué con dos vasos de leche, mientras pen-
saba si valdría la pena decir algo sobre lo raros
que estaban sus papás. De pronto la mamá de
Susana pudiera tener alguna idea sobre lo que
pasaba. Pero finalmente decidió no decir nada,
al fin y al cabo ella también era mamá, era me-
jor ser prudente y terminar su desayuno en si-
lencio.
Tenía tan pocas ganas de volver a su casa
que le ayudó a Susana a tender la cama y a orga-
nizar la ropa. Esperó que se bañara y se vistiera
y le propuso que armaran un rompecabezas.
-¿Rompecabezas? -preguntó la niña abrien-
do los ojos-. ¿Estás enfermo? 203
-Qué tiene de malo. Hace dos años re-
galé ese rompecabezas de la cascada y nunca lo
hemos armado.
-Yo sí lo armé una vez -respondió Susana
levantando la nariz.
-¿Pero qué tiene de malo que lo armemos
juntos?
-¡Uy, Tomás! ¡Yo no sé qué tienes! -advir-
tió la niña bajando la caja del rompecabezas de
doscientas piezas.
-Bueno, ¿lo armamos o no?
-Vale, pero que conste que yo ya lo armé
y que tú odias los rompecabezas. No entiendo
qué te pasa.
Tomás estuvo a punto de decir que él tam-
poco entendía, pero prefirió callarse y sumer-
!I
gir la nariz entre las fichas diminutas.
1 De vez en cuando Tomás se quedaba en si-
lencio y trataba de imaginarse cómo sonaría la
catarata que estaban armando y a veces conse-
guía hacerlo, pero eran pocas.
204 -Oye -dijo Susana cuando decidió que ya
no quería acomodar una sola ficha más-, te
apuesto que puedo tomarme tres jarras de li-
monada.
-No me importa.
-Lo que pasa es que desayunaste como un
marrano y no puedes ni con dos vasos.
-¡No es verdad! ¡Siempre te gano!
-¿Quieres perder otra vez? -lo retó Susa-
na sonriendo.
-No quiero. Mejor me voy.
-¿Te vas? ¿Qué te pasa? -se inquietó la niña.
-Tengo unas tareas que hacer.
-¡Mentira, Tomás! ¡Nunca haces tareas!
-lo acusó.
-Es verdad. Además no quiero quedarme
encerrado más tiempo. Voy al parque.
-¡Vamos! -saltó Susana de inmediato.
-Peroooo, es que yo voy a ir a otro par-
que ...
Susana abrió la boca y lo vio salir arrastran-
do los pies.
206 En la puerta de la casa se encontró con su
papá.
-Venía a buscarte -le dijo.
-Iba al parque -le respondió Tomás.
-¿Y Susana?
-No quería salir. Está con su mamá -dijo
Tomás sin levantar los ojos del piso.
El papá miró la casa de Susana y sintió el
olor del pan y del ponqué recién horneados. Le
acarició la cabeza a su hijo y lo empujó hacia
adelante.
-Vamos -dijo.
-¿Adónde?
-A almorzar. Los dos. ¡Vamos a comer ham-
burguesa!
'
1
' Tomás volvió a abrir los ojos como platos.
¡Nunca en la vida su papá había ido a bus-
carlo a la casa de Susana! ¡Y mucho menos para
llevarlo a comer hamburguesa!
Según él, las hamburguesas y las papas fri-
tas no eran comida. Eran empaque. Y nadie
que quisiera crecer y mantener su estómago
en buena forma come empaques, por lo menos 207 ·
que él supiera.
-¿Hamburguesas? -preguntó Tomás sin
poder cerrar los ojos-. ¿No son empaque?
-Sí. Pero a nadie le cae mal un poco de em-
paque una vez en la vida -dijo y le hizo señas
a un taxi para que se detuviera.
-¿Y mamá? -quiso saber Tomás.
-Se queda en la casa. Si el oro no se gasta,
es mejor dejarlo en la mina. Así que de ahora
en adelante ella no va a salir tanto de la casa,
por si pasa cualquier cosa.
-¿Cualquier cosa?
-Ya te voy a explicar. Un poco de pacien-
cia -pidió el papá. Le dio las indicaciones al
chofer y se quedó todo el viaje mirando por
ventanilla, en silencio.
Tomás hizo lo mismo y trató de dedicarse a
contar el número de carros con placas termina-
das en 9, su número favorito, o cuántas camio-
netas rojas los adelantaban. Pero no se cruza-
ron con ningún carro con placas en 9 y la única
208 camioneta roja que se cruzaron no los adelan-
tó, sino que se quedó varada en la mitad de la
calle, causando un tremendo trancón.
Cuando llegaron al centro comercial, Tomás
pensó que no era tan mala idea estar allí con su
papá dispuestos a comerse una hamburguesa;
tal vez, después de comer, podría convencerlo
de que jugaran maquinitas.
Las hamburguesas estaban deliciosas y las
papas fritas, crocantes. Tomás no solo se co-
su porción sino además su papá le cedió
una parte y lo invitó a una porción adicional y
agrandada.
Mientras el niño comía, su papá lo miraba
sonriendo muy satisfecho.
-¿Una malteada? -le preguntó cuando
terminaron de comer.
-Bueno -respondió Tomás. Por más raras
que fueran las cosas nunca se habría negado a
tomarse una malteada-. De chocolate, grande.
Le faltaba un sorbo para terminar la mal-
teada cuando el papá dejó caer las manos sobre
la mesa y dijo: 209
-Bueno ... -Tomás levantó los ojos-. Ten-
go una noticia que darte.
Dejó el vaso con el último sorbo de maltea-
da sobre la mesa y se quedó esperando.
-Es que, como tú sabes, tu mamá y yo te
queremos mucho ... Siempre hemos estado pen-
dientes de ti y vamos a seguir estando pendien-
tes de ti. Eso no lo puedes olvidar pase lo que
pase. No importa que camines por el centro de
la calle si las aceras están rotas, no se te olvide.
-¿Es algo grave? -preguntó Tomás extra-
ñado.
-No -sonrió el papá-, es algo maravi-
lloso. El mundo no deja de girar y los milagros
vienen a la par. Nos ha pasado una cosa que
solo una vez en la vida.
-Papá, ¿estás enfermo?, ¿te ganaste la
-preguntó Tomás poniendo la cara entre
las manos y sonriendo.
Tal vez así su papá se tranquilizaría y deja-
temblar.
210 -Vas a tener una hermanita.
último temblor sacudió cuerpo del
hombre que se quedó mirando a su hijo como
acabara de correr cinco cuadras detrás del bus
colegio.
Tomás lo miró sin parpadear y de nuevo una
lágrima se le escurrió por la mejilla. Esta lágrima
tampoco era de tristeza o de dolor. Llevaba mu-
cho tiempo con los ojos abiertos y sin pestañear.
No supo cómo, pero después de recibir la no-
casi de inmediato, estuvo en la cocina de
su apartamento frente a su mamá y a su papá.
Los dos tenían otra vez la misma cara de haber
hecho algo que los alegraba mucho pero al mis-
mo tiempo los avergonzaba.
-No te preocupes -decía la mamá.
-No te vamos a dejar de querer -·rPnAHa
papá.
-Todo va a ser como antes -aseguraba la
mamá.
-Como siempre ha sido -insistía el papá.
-Vas a tener una hermanita, es muy
emocionante -decía poniéndose muy roja 211
mamá.
-Va a ser tu mejor amiga -aseguraba el
papá-, pase lo que pase, ella siempre va a ser
tu hermana.
Y precisamente eso era lo que menos le im-
portaba a Tomás. Tomás inclusive se sentía or-
gulloso de tener una hermanita. En el colegio
veía cómo las hermanitas corrían detrás de sus
hermanos pidiéndoles cosas: que los defendie-
ran, que les amarraran los zapatos, que les ayu-
daran con la tarea, que les apuntaran el vesti-
do, que les guardaran la plata. Y le gustaba.
Pero lo que realmente le preocupaba a Tomás
era que él ya sabía a quien le habría entregado
la plata de la semana, a quien pedirle que le
amarrara los zapatos, a quien querer mucho.
Y la verdad es que no sabía cómo ella se toma-
ría la noticia.
-Te vamos a querer igual -repetía la mamá.
-Tienes que pensar en el nombre -le decía
el papá.
212 -Vamos a pintarle un lado del cuarto con
esos conejitos tan lindos que tú sabes hacer
-decía la mamá y le tocaba un brazo.
-Vamos a construirle una casita de cartón
para que se refugie cuando tenga miedo -de-
cía el papá y le tocaba el otro brazo.
-No tienes de qué preocuparte -pedía la
mamá y lo abrazaba.
-Por favor, no te preocupes -pedía el papá
y también lo abrazaba.
-¿Estás preocupado? -se le ocurrió de
repente preguntar a la mamá mirándolo a los
ojos y sospechando algo.
-¿No estás preocupado? -repitió el papá
entendiendo lo que la mamá había sospechado.
Tomás miró a sus papás. No lo preocupaba
nada de lo que ellos habían dicho. No pensaba
que lo quisieran menos, no pensaba que com-
partir su cuarto con la hermanita fuera malo y,
sobre todo, no pensaba que sus papás tuvieran
que darle tantas explicaciones.
-Sí. Sí estás preocupado -descubrió la
mamá. 213.
-¿De verdad, estás preocupado? -quiso
saber el papá.
-Pero no te preocupa nada de lo que he-
mos dicho, sino otra cosa -dijo la mamá en-
tendiendo como entienden todas las mamás lo
que les pasa a sus hijos.
-¿Qué otra cosa te preocupa? -quiso sa-
ber el papá.
Tomás estaba apunto de contarles que no
sabía cómo decirle a Susana.
Quería tener una hermanita, es verdad, pero
también quería seguir siendo amigo de Susana,
eso también era verdad. Pensaba que si le decía:
"Voy a tener una hermanita", Susana podría
contestarle tranquilamente, "entonces ya no
necesitas una amiga. ¡Llénate el buche con li-
monada al lado de tu hermana y a mí déjame
que me consiga otro mejor amigo!". Tomás pen-
saba decirlo pero en ese momento timbraron
en la puerta del apartamento.
Allí estaba su amiga Susana con su mamá.
La niña sostenía un ramo de rosas y la mamá
una caja con un ponqué.
-¡Felicitaciones, Tomás!
-¡Felicitaciones, nuevos padres!
Y se lanzaron a abrazar a Tomás y a los papás
que reían emocionados. Después de los abrazos
se sentaron a la mesa y se miraron un momen- 215
to. La mamá de Tomás seguía estando muy co-
lorada.
-Voy a abrir la ventana, tengo calor
-anunció.
-No. Déjame yo voy -la detuvo el papá.
-No. Tranquilo, yo puedo -insistió la
mamá.
-De verdad, déjame. Cuando la flor no ha
abierto no se puede trasplantar. Ahora tienes
que cuidarte -enfatizó el papá.
Como ninguno de los dos se decidía a abrir
la ventana y efectivamente estaba haciendo ca-
lor, Tomás se levantó y la abrió. Un viento fres-
co entró en la sala.
-¿Y cómo piensan ponerle? -preguntó la
mamá de Susana.
-Susana -respondió Susana-, tiene que
llamarse Susana.
Los papás se miraron y rieron.
Tomás cogió de la mano a su amiga y se la
llevó a la cocina. Allí había una enorme jarra
216 de limonada. Tomás sirvió dos vasos sin dejar
de mirar a su oponente.
-Un, dos, tres -dijo y se lanzó sobre el vaso.
La niña hizo lo mismo y terminaron empatados
en el primer vaso, en el segundo y en el tercero.
Cuando ya no podían recibir una gota más de
líquido en la barriga, se sentaron en la mesa.
Tomás movía la barriga y hacía que le so-
nara el agua que tenía dentro.
Susana movía la barriga y hacía que le so-
nara el agua que tenía dentro.
-¿Sabes una cosa?
-No.
-Pueden ponerle como quieran. De todas
formas a mí lo que me importa es que tú sigas
siendo mi amigo -dijo la niña y se sopló el
mechón de pelo que le caía sobre los ojos.
-Sí -estuvo de acuerdo Tomás-, eso es
lo que importa de verdad.
Se quedaron un momento en silencio ba-
tiendo las piernas sobre la mesa.
-¡A que me como tres pedazos de ponqué!
-¡A que yo me como cuatro! -gritó Susa- 217
na saltando y corriendo a la mesa a demostrar
de lo que era capaz.
Esa noche, cuando Tomás se metió debajo
de las cobijas y su mamá fue a despedirse, le
preguntó sonriendo.
-¿Todavía sigues preocupado?
Su mamá lo miraba con los mismos ojos de
siempre, olía tan bien y lo acariciaba tan rico
como siempre.
-No. Yano.
-Entonces duerme. Te quiero, lindo -y le
dio un beso.
Tomás cerró los ojos y durmió toda la noche
sin tener que levantarse a ir al baño.
-
Francisco Montaña
Autor

Nació en Bogotá, es papá de dos niños mara-


villosos, el mayor de cuatro hermanos, escritor
de historias para niños y padres, profesor de
Universidad Nacional de Colombia y director
allí mismo de la oficina de Divulgación Cultu-
ral. Ha publicado: El adulto y el sastre; Andrés,
Perro y Oso en el país de los miedos y las aguas;
Cuentos de Susana y Bajo el cerezo, estos últimos
publicados por el sello Alfaguara Infantil y
venil.
Durante su infancia vivió en tantas casas
y apartamentos que casi podría decirse que
habitó en todos los extremos de Bogotá. Fue
durante un viaje a las ruinas de en Gua-
temala, cuando conoció por primera vez a un
~~''"", ave que simboliza a los sacerdotes ma-
yas. Después, en Villavicencio, en el n::ir111
de los Ocarros, entendió que gran parte de la
"""''ls'ct de los tucanes está en su capacidad para
seducirnos. En sus viajes ha entendido el va-
lor que tiene volver a casa y también que en
uuun.,u hay muchas casas que nos pueden aco-

ger. Nunca jugó fútbol, pero le encanta verlo en


la tele, en cambio, adora nadar y caminar por
las montañas. Asegura que no hay nada que un
chocolate no pueda mejorar y es fanático devo-
rador de ellos. Después del ajiaco y la pasta, su
comida favorita es el sushi.
Índice

Una colección de piedras 9


Estrellas en una mancha violeta 37
¡Por la derecha, Tomás! 65
El paseo 91
Este día no es como todos 117
Los secretos 141
Lejos del baño 169
Una extraña noticia 195

Francisco Montaña 219

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