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Cuando lo trans no es transgresor

Laura Lecuona, Editora, traductora, feminista, lectora en voz baja y en voz alta

Yo misma prefería jugar futbol que a la comidita. Es cierto que no tenía nada de raro. Tenía como seis
años y mi madre nos llevó a mi hermana y a mí a regalarles juguetes a un niño y una niña que vendían
chicles en el camellón de Barranca del Muerto. En mi memoria los dos se alejan corriendo, felices, el
niño abrazando una muñeca. Se lo comenté extrañada a mi madre, que me explicó que a los niños
también podían gustarles las muñecas. ¡Claro! Yo misma prefería jugar futbol que a la comidita. Es
cierto que no tenía nada de raro. Pero eran los setenta. En 2017 lo progresista sería declararnos
"transgénero" a ese niño y a mí, a juzgar por la "niña transgénero" que aparece en la portada del
número de enero de National Geographic o la noticia de que los Boy Scouts han aceptado a un "niño
transgénero".

madre me explicó que a los niños también podían gustarles las muñecas. Se supone que debemos
regocijarnos, pero primero analicemos un poco más a fondo. ¿Por qué Avery Jackson y Joe Maldonado
son transgénero? Ah, pues porque no les gustan la ropa y los juguetes tradicionalmente asociados con
su sexo. Recordemos, no obstante, que, como el feminismo ha sostenido desde hace décadas, el género
es un constructo social; los roles de género no son naturales, y es de esperar que muchas criaturas no
encajen en ellos. Los Boy Scouts no han modificado sus estatutos para ser verdaderamente incluyentes
y por fin admitir niñas entre sus filas, no: lo que hicieron fue ampliar su definición de niño, de modo
que si alguien es niña según su acta de nacimiento pero se identifica más con los niños y sus padres la
declaran "transgénero", ahora también puede entrar. A mí, ganas no me habrían faltado, y tampoco me
habría costado trabajo sentirme niño en un mundo que clasifica los juegos, los gustos, la ropa, los
intereses, las aptitudes y los rasgos de personalidad como "femeninos" o "masculinos". Los juegos "de
niños" me divertían más que los "de niñas", y de hecho llegué a decir que quería ser niño... Es que
prefería andar de shorts, playera y tenis que de vestido, ¡mil veces! Mis padres, un pelín preocupados,
me llevaron con una psicóloga, que les aclaró que yo no necesitaba terapia: tan solo percibía y resentía
la manera como esta sociedad insiste en separar lo "propio de hombres" y lo "propio de mujeres" y en
valorar lo primero por encima de lo segundo.
Los juegos "de niños" me divertían más que los "de niñas", y de hecho llegué a decir que quería ser
niño. Solo que ahora cabe que mi preferencia por juegos con pelota no se considerara algo normal, sino
un desorden que, para mi realización plena, debía tratarse con hormonas que retardan la pubertad
(aunque pueden tener serios efectos secundarios), y a la larga quizá con cirugía de cambio de sexo.
Algunas pensadoras afirman que esta nueva práctica de transgenerar a diestra y siniestra es una forma
de eugenesia contra quienes no encajan en los estereotipos y, a fin de cuentas, contra gays y lesbianas.

Esta situación delirante es una victoria de ciertos derroteros de la teoría queer y su apropiación por los
activistas de la "identidad de género". ¿Algunos de sus métodos? En 2015 hicieron que despidieran por
"tránsfobo" a un sexólogo que, antes de recetarles hormonas a adolescentes que se sentían del otro sexo,
prefería darles terapia psicológica e intentar ayudarlos a aceptar su cuerpo y su manera de ser. A
feministas que afirman que el sexo es biológico las tachan de "TERF" ("feminista radical que excluye a
los trans",el nuevo feminazi), censuran sus conferencias y en Twitter las amenazan de muerte o de
violación (con "penes femeninos", eso sí). Hace unas semanas atacaron la web española Plataforma
Antipatriarcado con el pretexto de que es "transfóbica" (a pesar de sus numerosas muestras de apoyo al
colectivo trans).

El 3 de febrero quisieron impedir, con intimidaciones, la apertura de una biblioteca feminista en


Vancouver para "exigir" que retirara algunos libros con los que no están de acuerdo. Entonces ¿es
transgresor ese activismo? ¿Es liberador? Veamos: sus activistas son dogmáticos, pretenden callar toda
crítica, destruyen libros, atacan espacios de mujeres, creen que un niño que no se conforma con lo que
la sociedad quiere de él es "transgénero" ipso facto, les disgusta que a las mujeres se les diga mujeres
(para ellos lo indicado es "personas menstruantes"), consideran anatema decir que una mujer transexual
"nació niño" o siquiera preguntar en qué consiste según ellos ser mujer o sentirse mujer. Lo más
preocupante: al sostener que el género es algo así como una esencia innata y que no está en las
estructuras sociales sino en la mente, les están diciendo a niños y adolescentes que el problema no es la
sociedad sexista sino su propio cuerpo. Es su cuerpo lo que tiene que cambiar y "corregirse". Aparte de
todo, mucho me temo que les estén haciendo el caldo gordo al Frente Nacional por la Familia y demás
defensores de la familia tradicional: esa caricatura que los derechistas y el clero llaman "ideología de
género" guarda un importante parecido con el discurso de activistas queer y trans en torno a lo que
ellos llaman a su vez "identidad de género". El género es un constructo social; los roles de género no
son naturales, y es de esperar que muchas criaturas no encajen en ellos. Al negar la distinción feminista
entre sexo y género se está cambiando una teoría muy clara, coherente y con un gran poder explicativo
por una doctrina que tergiversa los significados de las palabras, es contradictoria y, lejos de explicar
nada, confunde todo. Pero eso sí, nos lo pinta de los colores del arcoíris, y algunos simpatizantes de los
derechos LGBT se la tragan casi por reflejo. Pero, ojo, este nuevo activismo "identidad de género" no
solo es antifeminista y hasta cierto punto antigay, sino que trivializa la experiencia de la misma gente
transexual y muchos transexuales se le oponen. Algunos jóvenes creen que la moderna teoría queer
detrás de todo esto es más liberadora que el viejo feminismo. Les aseguro que no es así. Lean más,
analicen, sean críticos y no se vayan con la finta. Defender los derechos de las personas transexuales y
la diversidad humana es compatible con los principios feministas básicos y la libertad individual, pero
asegurar que una niña es "transgénero" porque le gusta subirse a los árboles, no.

El género y su tiro por la culata

Se supone que donde diga género podemos contar con que habrá feminismo. A veces enfoque de
género, perspectiva de género, igualdad de género se usan como palabras mágicas: ¡mira tú, sí nos
toman en cuenta! Entonces las mujeres ya podemos estar tranquilas y dejar de exigir el reconocimiento
de nuestros derechos. Lo cierto es que desde que este término empezó a salpicarse en informes de
gobierno y declaraciones de objetivos hace ya casi cuatro décadas, el significado del feminismo y su
sujeto político se han ido desdibujando. Los espacios feministas, antes destinados a reflexionar sobre
las mujeres y sus problemas como clase oprimida en el patriarcado, ahora dan cabida a los hombres y
sus problemas como clase opresora. Imagínese un sindicato de trabajadores en el que los patrones
tengan voz y voto y sus asuntos sean a menudo el centro de atención. Algo así son ahora los antaño
centros de estudios de la mujer en las universidades: hasta el más macho cabe en el departamento de
género sabiéndolo acomodar. El feminismo adoptó el concepto de género para explicar el patriarcado y
sus mecanismos de acción: el género es un sistema social y cultural que asigna modos de comportarse y
vestirse, temperamentos, capacidades, intereses y, sobre todo, valores y jerarquías diferentes a las
personas según su sexo, es decir, según su presunta capacidad reproductiva. Las feministas aspiramos a
acabar con eso: no alcanzaremos una sociedad justa mientras se siga decretando que las mujeres tienen
aptitudes distintas a las de los hombres, aptitudes además menos valoradas, las cuales justifican su
lugar subordinado. El género, dice Gerda Lerner, “es la definición cultural del comportamiento que se
considera apropiado para los sexos en una sociedad y un momento dados. El género es un sistema de
papeles culturales. Es un disfraz, una máscara, una camisa de fuerza en la que hombres y mujeres
bailan su desigual danza”. Pero el secreto del patriarcado, su gran estrategia de conquista, es mandar el
mensaje de que todo eso es inmutable y viene dado por Dios o por la naturaleza. Si los hombres son
violentos no queda más que resignarse; están destinados a ser la clase superior y dominante porque así
lo dicta su biología, y las mujeres están para obedecerlos, complacerlos y complementarlos. El
feminismo parte de una premisa muy distinta; si pensáramos que no hay remedio, no habríamos
organizado un movimiento político para luchar contra la violencia masculina y buscar nuestra
emancipación. Nosotras no creemos que ese sistema llamado género forme parte de la naturaleza
humana. Defendemos, por el contrario, que es un constructo social, un conjunto de ideas socialmente
creadas, reproducidas y transmitidas. En la década de 1970 la manera más común de referirse a eso era
roles sexuales, un término mucho más acertado que género, pues así queda claro desde un principio que
no se trata de rasgos innatos o intrínsecos, sino de papeles que nos vemos obligadas a actuar en un
inmenso tablado. Esos roles se llaman masculinidad y feminidad, y hombres y mujeres los
representamos veinticuatro horas los siete días de la semana sobre este escenario del tamaño del
mundo… literalmente. La sociedad nos ha impuesto la masculinidad y la feminidad sin preguntarnos ni
darnos la posibilidad de elegir personaje; a lo mucho, nos permite imprimirle al papel algunos matices
y un toque singular acorde con nuestra personalidad e inclinaciones. Pero a las mujeres nunca nos
preguntaron si queríamos tener un papel secundario, sino que alguien nos aventó el libreto en la cara al
momento de nacer, y aquí seguimos, repitiendo mal que bien nuestro parlamento. Algunas somos muy
malas actrices y nomás no nos hallamos en el papel. De niñas rechazábamos los vestidos y los holanes,
y cuando nos obligaban a usarlos nos sentíamos disfrazadas y fuera de lugar; definitivamente alguien
hizo un muy mal casting con nosotras. La expresión para nombrar esta resistencia es inconformidad
con el género. A las niñas incómodas en su papel y que no quieren jugar con muñecas sino atrapar
escarabajos con frecuencia se les dice marimachas, y a los niños que no quieren jugar futbol y tienen un
carácter delicado en muchos casos se les dice maricones. La sociedad, a punta de acoso escolar,
rechazo, cejas levantadas, golpes o castigos, a veces logra que esas criaturas vuelvan al redil; muchas
otras, por suerte, no. Esa inconformidad se da en grados. Nadie es un estereotipo ambulante, pero hay
quienes con el tiempo sí llegan a ajustarse, como las mujeres con los tacones: son el invento más
incómodo del universo, pero algunas, a fuerza de deformarse los pies y aguantar el dolor, a la larga
logran caminar en ellos con cierta naturalidad. Para los hombres es mucho más fácil adaptarse y
conformarse con el sistema (¡cómo no!, si está concebido para su privilegio), pero también los hay que
se oponen a algunos de sus aspectos. Una ingeniera soltera que se viste con ropa muy femenina
desobedece algunos mandatos del género, pero se resigna a otros o incluso los acepta. Un hombre
violento y misógino que adopta un modo de hablar y moverse considerado femenino y se pinta labios y
pestañas pone en tela de juicio algunos estereotipos superficiales, aunque en el fondo sigue siendo muy
obediente a lo que ordena el sistema. Ahora bien, no creamos que porque no todos acatamos a pie
juntillas los dictados del género éste es opcional y puede uno salirse de él si así lo prefiere. No: todos
estamos sumergidos en ese fango. Las maneras de prescribir el género varían; pueden ser sutiles o
brutales. No es lo mismo el reiterado comentario “¿Y cuándo te nos casas? No te vayas a quedar a
vestir santos”, de la clase media mexicana, que el matrimonio forzado de niñas en la India, pero ambos
son modos de hacer valer las reglas del género y poner a las mujeres en su lugar.
Las más inconformes con el género somos las feministas y las personas conocidas como transexuales o
transgénero. Pero hay una diferencia fundamental entre nosotras: las feministas buscamos abolirlo
porque es un constructo social dañino e injusto, impuesto con violencia, y mucha gente trans piensa que
sí es un rasgo intrínseco de las personas. Mientras que las feministas luchamos contra el género
entendido como sistema de subordinación de las mujeres, la gente trans adopta el otro rol sexual,
entendido como identidad. Para algunas personas trans este juego con el género es una estrategia de
supervivencia, y otras aseguran que al decidir qué papel representar están dejando de seguir las reglas.
En todo caso, se trata de una solución individual que, además de darle un giro drástico al concepto,
cambia el objetivo y el sujeto de la lucha: el problema, y por consiguiente el remedio, ya no está en el
sistema social sino en la persona; ya no se trata de acabar colectivamente con el género sino de
adaptarse individualmente a él. No tiene nada de raro que creamos que los roles sexuales son parte de
nuestra identidad, pues absolutamente todo mundo tiene introyectado el sistema de género en cierta
medida y se supone que ese sistema es el orden natural de las cosas. La idea es hacernos creer justo eso
como parte del programa patriarcal. Para esta fábrica de hombrecitos y mujercitas, un niño o una niña
que se sale del esquema es una anomalía amenazante y hay que corregirlos hasta que se amolden,
mientras que para el feminismo las criaturas que no encajan en el modelito son perfectamente normales
y hay que apoyarlas en su liberación y en su búsqueda de individualidad. El patriarcado conquistó
nuestras mentes; sacárnoslo de ahí implica un arduo proceso de desaprendizaje, para algunas más
difícil y doloroso que para otras. Pero vemos que, así como se ha olvidado el sujeto político del
feminismo, se han querido confundir sus conceptos teóricos centrales. Es muy subversivo y transgresor
sostener, como nosotras, que eso que nos han vendido como una situación natural, inevitable y deseable,
en realidad es un artificio que puede y debe cambiar. Por eso el sistema se defiende con ayuda de los
más beneficiados por él pero también de aliados inauditos. Y así hoy en día vemos a mujeres
diciéndose feministas y al mismo tiempo exaltando el género, como si esa feminidad impuesta a sangre
y fuego no fuera el enemigo a vencer sino una característica a celebrar, y vemos a integrantes del
movimiento LGBT asimilando la idea de género como parte esencial de la psicología de cada quien. Si
para el feminismo el género es una estructura externa que debemos eliminar, para el movimiento LGBT,
y en particular para el activismo transgénero, es un rasgo interno que merece una protección especial.
De estas dos acepciones enfrentadas, la que más ha logrado colarse en los programas políticos no es
precisamente la feminista. Claro: el statu quo prefiere la acepción de género como identidad a proteger
y no como sistema a abolir. Lo que puede trastocar las estructuras no son algunas personas que buscan
amoldarse y encajar: lo verdaderamente incómodo son el feminismo y sus pretensiones de que las
mujeres del mundo se unan para transformar de raíz al sistema que las mantiene sojuzgadas. Así, se ha
dado validez a una abstracción llamada identidad de género que está llegando a legislaciones de
muchas partes del mundo y cuenta con apoyo de gente que en otros terrenos mantiene posturas
progresistas. No queda claro qué significa, pues las definiciones que se ofrecen suelen ser circulares,
pero algo podemos deducir sobre la idea de género que hay detrás. Tres ejemplos:

Identidad de género es la percepción de una persona de tener un género particular, que puede o
no corresponder a su sexo de nacimiento.

Identidad de género es el sentido interno de una persona de ser hombre o mujer, alguna
combinación de hombre y mujer, o ni hombre ni mujer.

Identidad de género es la convicción personal e interna, tal como cada persona se percibe a sí
misma, la cual puede corresponder o no al sexo asignado en el acta de nacimiento.
Lo que el feminismo entiende como una estructura sociocultural que separa a los sexos en una clase
opresora y otra oprimida queda así reducido a percepción, sentido interno, convicción personal, y ni
siquiera se nos explica en qué consiste dicho estado mental, cómo podría ser ese sentimiento de ser
mujer u hombre, más allá de los estereotipos y roles sexuales (¿sentirse mujer es que a una le guste
lavar y planchar?). En un acto de prestidigitación, el género ya no está en la sociedad sino en la cabeza
de cada persona, y el sexo ya no es un hecho concreto verificable sino un sentimiento vago y subjetivo
imposible de comprobar. Sería un cambio revolucionario si no fuera porque de revolucionario no tiene
nada: lejos de servir para crear un nuevo mundo sin camisas de fuerza y a la larga sin una clase
subordinada a otra, nos lleva de vuelta al punto de partida, a la estrategia patriarcal consistente en
decirnos que el género está dado de antemano y lo traemos de nacimiento, y en ocultar que es algo que
se ha ido inventando a lo largo de la historia para que la sociedad funcione de cierto modo. Cuando
creíamos estar en camino de superar los más rancios estereotipos sexuales, éstos vuelven con ganas y,
lejos de ser una imposición social, resulta que son lo que el patriarcado siempre quiso que creyéramos:
nuestra más esencial forma de ser. Para el feminismo y su concepción del género como sistema, las
personas actuamos un papel porque la sociedad toda la vida nos ha hecho manita de puerco: no es un
rol que hayamos escrito ni elegido nosotras. Para el activismo transgénero y su concepción del género
como identidad, las personas somos ese papel porque así nacimos, y nos realizamos al ejercerlo
plenamente. En el paso de un concepto a otro, además de mezclar el sexo biológico con el género, se
confunde la influencia de la sociedad sobre nuestra psicología con las predisposiciones innatas que
podamos tener. Para las feministas está clarísimo que, por ejemplo, el gusto por los cosméticos no está
en nuestros genes, sino que la sociedad nos lo inculca y terminamos por adquirirlo. Para eso existen el
juego de maquillaje Mi Alegría y las revistas de belleza: para despertar en nosotras el deseo de
pintarnos la cara, gustarles a los hombres y vernos como la modelo de la foto. No están hechos para dar
rienda suelta a nuestra personalidad: lo que Naomi Wolf denomina el mito de la belleza es un
instrumento de opresión, no de expresión personal ni de realización.
Estelí Meza, sin título
El concepto que más llega a propuestas de ley y agendas de derechos humanos es el de género como
identidad, por vago que sea. Hoy es prioridad de algunos gobiernos permitir a las personas transgénero
un cambio de sexo y de nombre en sus documentos para que puedan “tener una mejor participación
dentro de la sociedad”. Así, el 5 de febrero de 2015 se publicó un “decreto para el reconocimiento de la
identidad de género en la Ciudad de México”,1 que al pasar de procedimiento judicial a trámite
administrativo, ofrece “nuevas oportunidades de desarrollo para quienes poseen una identidad de
género distinta al sexo que se les asignó al nacer” (nota bene: el sexo no se “asigna” al nacer; los bebés
ya vienen con los órganos genitales incluidos). La gran pregunta es si para dar a las personas
transgénero oportunidades de desarrollo y proteger sus derechos de veras es necesario pisotear las
oportunidades de desarrollo y los derechos de las mujeres, olvidando que la causa de su subordinación
en el patriarcado no es ninguna identidad subjetiva sino su materialísima capacidad reproductiva. Como
resume la autora dominicana Raquel Rosario Sánchez,2 “¿cómo supo Boko Haram a quién secuestrar?
¿Cómo saben los empleadores a quién pagarle menos? […] ¿Cómo saben los hombres a quién acosar
en la calle? […] ¿Cómo saben las familias a quién otorgarle todo el peso de los cuidados?” No porque
les pregunten con qué género se identifican o si se sienten mujeres, claro está. El concepto de género
como identidad lleva a la conclusión lógica de que el único árbitro sobre si se es hombre o mujer es
cada quien. Así, cualquier hombre (y las probabilidades de que sea un hombre violento son altas) puede
llegar al registro civil y con decir “soy mujer” obtener el cambio de sexo en sus documentos oficiales
de manera expedita. Parece que quienes sacaron adelante ese decreto ni siquiera imaginaron la nada
lejana posibilidad de que la gente mienta ni pensaron en la cantidad de abusos y problemas a los que
puede dar lugar. Al inventar un supuesto derecho a esa entelequia que es la identidad de género se está
creando un serio conflicto con los derechos de las mujeres alcanzados gracias a la lucha feminista. Una
lista no exhaustiva de los riesgos que se han señalado: si cada quien puede definir su género y un
hombre que se declare mujer puede ser considerado así para todos los efectos, los hombres que dicen
identificarse como mujeres pueden ingresar a cárceles de mujeres aunque hayan cometido un delito
violento, participar en competencias deportivas en la categoría femenina, incluso en el box, usar los
vestidores de niñas y mujeres aunque a éstas les incomode, entrar en refugios para mujeres violadas así
eso ponga en riesgo su seguridad, tener cargos importantes en los departamentos de estudios feministas
o asuntos de la mujer en las instituciones u ocupar cuotas para mujeres en puestos políticos. Se está
legislando como si fuera más importante la identidad de algunas personas que la seguridad material de
todas las mujeres, pero a quienes sostenemos esta postura crítica con el género y elevamos la voz de
alarma no nos escuchan. La nueva estrategia para silenciarnos es decir que tenemos un discurso de odio;
somos “tránsfobas”, alegan, y con eso nos retiran el micrófono, como pueden confirmar Sheila Jeffreys,
Julie Bindel, Linda Bellos, Max Dashu y muchas otras que tienen la osadía de hablar de nuestros
cuerpos y recordar que no hay mujeres con pene, afirmación que es la máxima herejía para la teoría de
moda: un declarado negacionismo de la biología que tiene tanta cabida en una universidad como el
negacionismo de la evolución, del cambio climático o del holocausto, con la excusa de que lo biológico
es progresista y políticamente correcto. En mayo de 2018 se confirmó en México que nuestros temores
no son infundados: en Oaxaca, 17 candidatos simularon ser trans para acceder a candidaturas políticas
reservadas para mujeres. Entonces un grupo de muxes (hombres zapotecos que adoptan vestimentas y
actitudes consideradas de mujeres, algo que en su comunidad no está mal visto) denunció ante las
autoridades electorales que se había intentado burlar las cuotas de género y que esos 17 mentían y
querían “usurpar la identidad trans”.3 Al final, el Instituto Estatal Electoral y de Participación
Ciudadana de Oaxaca (IEEPCO) suspendió su candidatura. Detrás de esa justificada protesta de los
muxes hay un supuesto trascendental: no cualquiera es muxe o transgénero (o mujer, agrego) nomás
por afirmarlo: ante la posibilidad de mentira, fraude o engaño se necesitan determinados criterios; por
ejemplo, en este caso, haber vivido cierto tiempo representando roles femeninos y ser reconocido como
muxe en su comunidad. En cambio, hoy en la Ciudad de México para cambiar de sexo ante la ley basta
con el comprobante de domicilio y con anotar el “género solicitado” en el formulario. Ha desaparecido
todo criterio. Las feministas sostenemos que cristalizar en leyes la identidad de género y permitir la
autoadscripción puede vulnerar muy seriamente los derechos de las mujeres y representar un retroceso.
Las autoridades de la Ciudad de México deberían por lo menos reabrir la discusión, darnos un lugar en
la mesa y escuchar atentamente nuestros argumentos, así como el IEEPCO escuchó los de los muxes. A
las feministas también nos preocupa que lleguen ciertos hombres a usurpar no sólo nuestra identidad
sino nuestro movimiento, nuestra teoría y nuestros conceptos. ¿Se vale discriminarnos, excluirnos del
debate y descalificar a priori nuestras opiniones sólo porque a alguien no le gustan? El artículo primero
de la Constitución dice que no.

Si osas hablar de lo trans y no piensas igual que yo eres tránsfoba*


Siobhan Guerrero Mc Manus (investigadora en el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en
Ciencias y Humanidades de la UNAM y profesora de la Facultad de Ciencias, especializada en estudios
de Filosofía de la Biología y Ciencia y Género) hizo una crítica a mi artículo “Cuando lo trans no es
transgresor”. Me interesa mucho que se discutan esos temas, así que me alegro de que mi escrito haya
tenido tal respuesta, aunque no toda ella fuera positiva.
La de la profesora Guerrero a todas luces positiva no era. Lo que más llama la atención, sin embargo,
es que, al explicar “qué dice exactamente mi texto” para merecer “calificativos tan duros”, casi no
refuta afirmaciones mías, sino afirmaciones que su lectura sesgada equivocadamente me atribuye, y
que le llevan a concluir que mi postura, “en su simpleza, es abiertamente transófoba, falaz y etarista”.
Me veo, pues, obligada a aclarar aquí lo que sí dije y lo que no dije, sobre todo para quienes leyeron su
respuesta antes que el texto que la motivó o para quienes leyeron mi artículo bajo la influencia de su
opinión tajante, y aprovecho para contraargumentar cuando en efecto nuestras posturas no coincidan.
Su primera acusación: “Asevera de manera injustificada que lo ‘progresista’ consiste hoy en día en
considerar como ‘transgénero’ a aquellos niños o niñas que simplemente no cumplen con los roles o
expresiones de género tradicionales”. Aquí Siobhan Guerrero no captó la no tan sutil ironía. Digo, sí,
que eso es lo progresista “a juzgar por la ‘niña transgénero’ que aparece en la portada del número de
enero de 2017 de National Geographic o la noticia de que los Boy Scouts han aceptado a un ‘niño
transgénero’”. ¿Y en qué me baso para decir que eso es progresista según esto? En la reacción de los
medios: en el New York Times, en una nota dedicada al nuevo boy scout, Christine Hauser exclama:
“¡Cómo han cambiado las cosas!”; en la revista Teen Vogue se dice que gracias a la mencionada portada
del NG “la gente transgénero de todas partes debe sentirse orgullosa”, y para ese número, titulado “The
Gender Revolution”, resulta muy revolucionario destacar la foto de una niña vestida de rosa y con el
pelo pintado de rosa, y que ahora está bajo los reflectores por su heroica “historia de transición”. A mí
nada de eso me parece progresista, como le quedará claro a cualquiera que haya leído mi artículo con
mente abierta y sin haberme encasillado de antemano como transófoba (sic). Con toda seguridad yo me
habría alegrado si los Boy Scouts hubieran desechado por completo el requisito de admitir sólo a
hombres, y lucho por una sociedad en la que niños y niñas puedan vestirse como se les antoje y no
tengan que fingir nada ni hacer ninguna “transición” para sentirse cómodos y para que en la escuela no
los molesten… Pero desgraciadamente no hemos llegado a ese punto, y temo que vayamos en retroceso.
A continuación la profesora Guerrero dice que yo “no ofrezco prueba alguna” de que se clasifique
como “transgénero” a niños que “no cumplen con los roles o expresiones de género tradicionales”.
Quizá Guerrero no se tomó la molestia de echar un ojo a los numerosos hipervínculos que puse en mi
texto precisamente para respaldar mis afirmaciones. A lo largo de esta respuesta pongo nuevamente las
mismas ligas para que ahora sí no se le escapen.
En esta nota, tomada del blog de la mujer transexual Miranda Yardley, crítica de las tendencias que yo
veo con preocupación (y por lo mismo blanco de los activistas de la identidad de género), se recogen
las supuestas razones por las que se ha concluido que una serie de niños eran “transgénero” (“Se vestía
de princesa y odiaba las cosas de niños”, “Prefería jugar con muñecas y vestirse de princesa”, “Su
cuarto estaba lleno de animales de peluche”):
Quien prefiera oír la historia en la propia voz de los niños y sus progenitores aquí tiene una entrevista
con Joe Maldonado y su madre.
O acá esta nota sobre Avery Jackson, que incluye un video con ella (para que Guerrero no me reproche
por “borrar el testimonio del menor en favor de una lectura puramente conductista”) y una conferencia
de Debi Jackson.
Estas mismas referencias sirven para responder a Guerrero cuando alega: “De nuevo, aquí la autora
peca de simplismo y claramente no puso atención al documental o a la revista ya que en ningún
momento se establece que la inferencia sobre la causalidad dependa de la ropa o los juguetes”. Sólo
agregaría que no me baso nada más en la revista, y que en todo caso quien peca de simplismo justo por
hacer esas inferencias causales son los padres de Joe y Avery y quienes los aconsejaron.
Ahora bien, en virtud de que, partiendo de mi propia experiencia personal como niña que nunca encajó
en los roles sexuales, que se vestía con ropa considerada “de niño”, que prefería el futbol a las muñecas
y más de una vez dijo que quería ser niño, cuestiono que una criatura a los nueve años pueda tener tal
cosa como una “identidad de género”, la señora Guerrero me tilda de “etarista” (es decir, que
discrimino a los niños por ser menores de edad). Quizá me retire el mote si le aclaro que tampoco creo
que los adultos tengan una “identidad de género” y por lo tanto no creo que eso se pueda descubrir ni
que pueda cambiar ni que se pueda elegir. Para mí el concepto de “identidad de género” es
problemático desde un punto de vista filosófico. Aquí tienen una conferencia de Rebecca Reilly-Cooper
sobre lo que ella llama la “doctrina de la identidad de género”, imprescindible para cualquiera que se
tome en serio estos asuntos.
Y, volviendo a lo de “etarista”, me pregunto si Guerrero consideraría sensato o deseable que un niño a
los nueve años decidiera la carrera que va a estudiar más adelante o, digamos, eligiera a su futuro
cónyuge. ¿Qué le diría a un niño que quisiera dejar de ir a la escuela? ¿Permitiría que tomara sus
propias decisiones sobre su educación? Si a los niños se les da a elegir entre vacunarse o no vacunarse,
¿qué elegiría la mayoría? Por lo general no permitimos que los niños tomen por sí solos decisiones que
afectan de manera determinante su futuro, y no porque los discriminemos sino porque los
protegemos. La protección a los menores es un valor sumamente deseable en una sociedad.
Prosigue Guerrero: “Si admitimos que los roles, expresiones e identidades de género son convenciones,
entonces cuál sería el problema de permitirle a un niño o niña el explorar los roles de género o las
identidades con las cuales se identifica”, y le respondo: sí, los roles sexuales son convenciones sociales.
No tengo claro si aquí está sugiriendo que los roles de género no son convenciones (y en tal caso
tendría que explicar entonces qué son) o admitiendo que “las identidades de género son convenciones”,
porque en otra parte de su escrito menciona que algunos sostienen que “la identidad de género es
innata”; tal vez en otro momento aclaremos este tema fundamental. Estoy convencida de que hay que
dejar a los niños vestirse como quieran, jugar a lo que quieran, imaginar lo que se les ocurra, explorar
lo que esté a su alcance, y desde luego no apoyo que se les obligue a “adecuarse a una identidad”,
signifique eso lo que signifique. En todo caso, me parece que tanto Guerrero como yoapoyamos esa
libertad para niñas y niños por igual, y no es una coincidencia menor.
Hablando de respetar y proteger a los menores, al parecer algunos adultos tienen la costumbre de
adoctrinar a adolescentes y convencerlos de que tienen tal o cual identidad. Aquí, de nuevo, una liga en
la que se muestran chats de internet a los que recurren adolescentes un poco confundidos para
conversar con adultos a los que no conocen y, al cabo de unos cuantos días de un intensivo “lavado de
cerebro”, concluyen que son “transgénero”.
(Quien quiera documentarse un poco más, no se pierda la exposición de los objetivos del
sitio “Transgender Reality. What Trans People Are Really Saying Online”)
A Guerrero le sorprende que no sepa yo “que no es un proceso trivial en términos psicológicos el
‘diagnosticar’ a niños trans”.Se equivoca: sí lo sé. Por eso mismo me preocupa que personas que no
son profesionales de la salud mental anden precisamente “diagnosticando” como trans a adolescentes
confundidos (o a sus padres) en chats de internet. Quiero pensar que ésta es otra coincidencia entre
Siobhan Guerrero y yo.
Pero luego viene otra acusación: “Concluye que de forma esencialista se les considera como
transgénero precisamente porque se asume que hay una suerte de núcleo invariante que determinaría
tales aspectos y que, por ende, justificaría asignarlos al género opuesto al asignado al nacer.” Aquí, si
entiendo bien, sí tenemos una discrepancia porque, en efecto, en mi postura, que es la que llamo la
feminista clásica, así como no cabe ninguna esencia ni “núcleo invariante” (y dejo para otro día la
argumentación sobre cómo la postura queer corre el riesgo de comprometerse teóricamente con una
esencia), tampoco cabe la idea de “género asignado al nacer”. Cuando la gente nace (o incluso antes),
se reconoce su sexo viendo sus genitales. El género (es decir, el sistema social jerárquico construido
para distinguir y clasificar a la gente según el sexo que tenga) no se “asigna” al nacer, sino que se nace
en una sociedad que ya de antemano contaba con un sistema de valores que separa a las personas en
virtud de su sexo y pone a los hombres y los niños por encima de las mujeres y las niñas.Vuelvo a
remitir a la filósofa política Rebecca Reilly-Cooper, que lo explica muy bien en esta introducción para
principiantes.
Está claro que éste es uno de los principales conflictos auténticos entre la postura de Guerrero y la mía,
y valdrá la pena profundizar en otro momento.
Luego viene una parte interesantísima de su respuesta: “Desde el punto de vista biomédico, suele
sostenerse que la identidad de género no sólo es innata sino que se expresa desde una muy corta
edad”. Le pido a Guerrero, especialista en Ciencia y Género, que por favor, ¡por favor!, me diga en
dónde puedo encontrar los estudios que muestran eso de que la identidad de género es innata (de
preferencia que también se explique satisfactoriamente qué es eso de la identidad de género). Yo lo he
buscado sin encontrarlo, así que le agradeceré mucho que me pase su bibliografía.
Luego Guerrero me malinterpreta y me acusa: “El texto continúa y, sin darse cuenta de la violencia que
ello supone, entrecomilla constantemente la identidad transgénero de estos niños. Esto no sólo la pone
en duda sino que, además, desdibuja la experiencia de ambos para reducir el asunto a un mero aspecto
semántico-definicional. Este acto, por parte de la autora, es el equivalente al que encontramos en la
prensa de nota roja o amarilla y que suele entrecomillar los nombres de las personas trans pues éstos
no son, según se sugiere, verdaderos ya que, de nuevo, estas personas no son genuinamente hombres o
mujeres. De nuevo, se filtra aquí un etarismo con el gesto transófobo que no reconoce los nombres
elegidos por las personas trans.”
Aquí es pertinente una aclaración: lo que yo sistemáticamente entrecomillo es el concepto “identidad
de género” porque, como he dicho, me parece problemático y no conozco ninguna definición que no
recurra ni a estereotipos ni a esencialismos; es un concepto en el que no creo. Y para referirme a
personas que han cambiado de sexo o están en proceso de hacerlo prefiero usar el sustantivo
“transexual” o el adjetivo “trans”, debido a que, dada mi postura feminista clásica, soy muy cuidadosa
en mi empleo de las palabras “sexo”, “género” y sus derivados. Por cierto que, como habrán detectado
mis lectores más atentos, también entrecomillo expresiones como “ropa de niño”, “juegos de niña”, o
adjetivos como “masculino” o “femenino” cuando se usan para calificar rasgos de carácter, actividades,
rasgos físicos, etc. (y, aparte de todo, por deformación profesional entrecomillo o subrayo las palabras
cuando se mencionan, por aquello de la distinción uso/mención, muy socorrida en la filosofía y la
lingüística). Entonces, asegurar que ejerzo violencia por mi uso de las comillas es otra más de las
interpretaciones equívocas que hace la profesora Guerrero.
El asalto continúa: mi artículo “levanta una gravísima acusación en contra del establishment
psiquiátrico al acusarlos de llevar a cabo una práctica eugenésica al recetar drogas retardantes de la
pubertad para aquellos menores que duden de su identidad de género o que estén ya seguros de que se
identifican con un género distinto al asignado al nacer. Juzga, además, que ello va en contra de los
propios gays y lesbianas”. Pero… ¿fui yo quien dijo eso?No. Mi nota dice, textualmente: “Algunas
pensadoras afirman que esta nueva práctica de transgenerar a diestra y siniestra es una forma de
eugenesia contra quienes no encajan en los estereotipos y, a fin de cuentas, contra gays y lesbianas”.
Quienes nos interesamos en estos temas debemos analizar las distintas posturas y los distintos
argumentos; por eso remito a muy diversas fuentes y menciono qué han dicho otras personas. Está
claro que la equiparación con la eugenesia no la hago yo, sino, como digo, “algunas pensadoras”,
concretamente la especialista en ciencias políticas Sheila Jeffreys en su artículo “The transgendering of
children: Gender eugenics”, que si yo fuera la profesora Guerrero no desecharía sin más sino que lo
leería con atención. Aquí otro hipervínculo lleva a un estudio que concluye que “un efecto colateral de
esta propaganda para la transición pediátrica es que proactivamente se convierte a jóvenes atraídos por
su mismo sexo en heterosexuales fabricados quirúrgica y hormonalmente”. Se encuentra en 4th Wave
Now, blog de “una comunidad de padres y amigos escépticos frente a la moda de ‘niños y jóvenes
transgénero’”. Entre sus integrantes, por cierto, hay algunas personas que antes se identificaban como
trans.
Y como no soy yo quien “levanta esas gravísimas acusaciones”, permítaseme dejar de lado esa
refutación de Guerrero. Que mejor le respondan los verdaderos acusadores: Jeffreys y esos padres
preocupados por hijos adolescentes que de la noche a la mañana se definen como trans al cabo de unas
sesiones de chat con “activistas de la identidad de género” (descripción que tomo de Reilly-Cooper).
Vale la pena subrayar aquí que de ninguna manera pienso que todos los transexuales se dediquen a ese
activismo o lo promuevan. Prueba de ello es que en mi artículo, y de nuevo en esta réplica, cito a
transexuales que coinciden conmigo en su crítica a esta tendencia de “transgenerar a diestra y siniestra”.
Enseguida Guerrero se dice sorprendido por mi “abierta y rotunda ignorancia” al “responsabilizar a la
Teoría Queer de las prácticas de la propia psiquiatría”. Lo malo es que otra vez le falla el tino. Mis
palabras textuales son: “Esta situación delirante es una victoria de ciertos derroteros de la teoría queer y
su apropiación por los activistas de la ‘identidad de género’”. Es decir, no responsabilizo de esta
tendencia directamente a “Judith Butler, Paul Preciado, David Halperin, Eve Sedgewick y otros
teóricos queer”, sino ala manera como se han incorporado algunas ideas de esa teoría en el discurso de
los activistas queer:personas como Riley J. Dennis, que se presenta como “feminista interseccional, no
binaria, trans, queer, lesbiana”, y que por ejemplo en este video trata de tranquilizar a quienes puedan
compartir conmigo la preocupación por los niños a los que se define como transgénero de manera
según yo un poco precipitada.
La mala puntería no para; dice Guerrero: “Sostiene la autora que mejor sería ayudar a estos jóvenes a
aceptar sus cuerpos y sus formas de ser”. Eso no es una afirmación mía, cabe aclarar, sino la manera
como describo la postura de Kenneth Zucker, el sexólogo que, “antes de recetarles hormonas a
adolescentes que se sentían del otro sexo, prefería darles terapia psicológica e intentar ayudarlos a
aceptar su cuerpo y su manera de ser” (esas sí son mis palabras), y que gracias a los activistas de la
identidad de género y sus difamaciones se ha convertido en un apestado.
Claro, eso tampoco significa que en un momento dado yo no pueda compartir la opinión de Zucker, y
de hecho en mi simplismo no veo cómo pueda ser peor resultado que alguien acepte su cuerpo a que lo
rechace, pero en este momento no se trata de eso. En el artículo que la profesora Guerrero pretende
rebatir, yo no hago esa afirmación que me atribuye. Como se ve, incurre repetidamente en un vicio
argumentativo (la falsa atribución), que es de esperar que no fomente en sus estudiantes y seguidores. Y,
como no soy yo quien lo dice y en ninguna parte de mi artículo toqué el tema, me salto su refutación y
su crítica a mi supuesta “ingenuidad epistemológica en torno a la propia forma de vivir el cuerpo y una
suerte de naturalismo biologicista que, si lo encontráramos en otras esferas, nos resultaría caduco”. Lo
que sí es una suerte es que yo no hable de eso, porque según Guerrero equivaldría a “negar la
posibilidad de que el sujeto trans pueda existir como un sujeto viable. Y es aquí donde el texto alcanza
su máximo grado de transfobia”.
En otras palabras: mi texto alcanza su “máximo grado de transfobia” en unas conclusiones que ella
deriva (sin aportar más premisas) de una afirmación que ni siquiera es mía. Es grave, y francamente
deshonesto desde el punto de vista intelectual y académico, que Guerrero diga, mediante trampas
flagrantes y errores argumentativos elementales, que yo niego que “el sujeto trans pueda existir como
un sujeto viable”, sabiendo, aparte de todo, cómo una acusación así podía inflamar a la comunidad que
ella representa y ante la que por lo visto es líder de opinión. Guerrero tiene la obligación moral y
profesional de informar de inmediato a sus numerosos seguidores que no tenía ningún fundamento para
acusarme públicamente de tránsfoba (Guerrero dirá que no me acusó a mí sino a mi texto, pero es de
todos sabido que sólo las personas, y no los textos, pueden tener filias y fobias).
Guerrero sigue haciendo derivaciones injustificadas a partir de una afirmación que yo no hice y que
según ella suena “aquí sí, a eugenesia. Es la voz tutelar de una razón de Estado que se juzga
competente para decidir la vida de cualquiera sin atender a sus propias experiencias o deseos. Y lo
hace por medio de un naturalismo sobre el cuerpo que debería resultarle escandaloso a los teóricos de
la raza, a las filósofas, a la intelectualidad, a las traductoras y lectoras –en voz alta y baja, en especial
si son feministas– [esto es una alusión a mí] y, en suma, a cualquier persona abierta a la diferencia”.
Quienes me hayan seguido hasta aquí tendrán que reconocer que lo escandaloso es que una
investigadora en humanidades tenga una comprensión lectora tan deficiente como la que aquí
manifiesta Guerrero. Pero no seamos malpensados: a lo mejor tan solo estaba obnubilada por la
convicción de que soy “transófoba” (sic) y eso le impidió leerme con claridad y sin prejuicios
cegadores. En cualquier caso, confío en que ahora pueda releer mi texto con “menos animosidad y más
caridad argumentativa”, como le sugirió nuestro mutuo amigo el poeta y filósofo de la ciencia Carlos
López Beltrán.
Pero esto no termina. La siguiente acusación que Guerrero me lanza es que injustamente equiparo “a
los psiquiatras y a los teóricos queer con un tercer grupo de personas que, por medio de estrategias de
protesta sumamente radicales, han amenazado la integridad de aquellas voces feministas que se
comprometen con la distinción sexo-género y que consideran que el sexo descansa en una clara base
biológica”.
Qué aburrido, pero una vez más hay que aclararlo: ni mezclo a los psiquiatras con los teóricos queer ni
hablo de “todos los” nada. Allí donde menciono los ataques a Zucker, a la biblioteca de Vancouver o a
Plataforma Antipatriarcado, o aludo a la censura sistemática que sufren académicas como Julie Bindel
o Sheila Jeffreys porque alguien decidió que son “tránsfobas” (o “terfs” o “feminazis”, insultos fáciles
que ahora parecen usarse indistintamente), sigo refiriéndome a los activistas de la “identidad de
género”, y por si a alguien todavía le quedaran dudas, no todos los jóvenes que simpatizan con la teoría
queer son transexuales, ni todos ellos son activistas, ni todas las personas transexuales creen en la
identidad de género, ni todas las personas transexuales son activistas de la identidad de género. Pero
subrayo algo que me parece fundamental: Guerrero reconoce que esos métodos de protesta son
“sumamente radicales”, y se adivina en sus palabras cierta condena a los activistas que han participado
en esos ataques. Bien por eso.Por cierto, también la deportista transexual vasca Izaro Antxia se muestra
rotundamente crítica de los métodos de quienes cerraron la web feminista española, como se ve en esta
entrada de su blog a la que vuelvo a remitir.
Prosigue Guerrero y dice que sostengo “de manera totalmente falaz que hay un rechazo absoluto a
decir que una mujer trans ‘nació niño’”. Mis palabras son menos rotundas: yo digo que los activistas
de la identidad de género consideran anatema decir que una mujer trans nació niño, y aquí está una vez
más la prueba que antes ofrecí, ahora completa (aunque sin subtítulos): una entrevista del periodista
Piers Morgan con la mujer trans Janet Mock, que se enfadó con él (y acicateó a sus seguidores a
acosarlo en Twitter) porque se refirió a ella como alguien que “antes fue hombre” o que “nació niño”
(al parecer lo correcto habría sido asegurar que “siempre fue mujer”). Esto es interesante también para
conocer las estrategias de ataque de esos activistas.
Guerrero otra vez: “Laura comete un acto más de simplificación al señalar que la falla de las voces
trans le hace la tarea a grupos como el Frente Nacional por la Familia al ofrecer imágenes
caricaturizadas y que permiten ser llamadas ‘ideologías de género’.”
Sí: sugiero, en efecto, que tal vez los activistas trans estén dándoles una ayudadita a grupos de la
extrema derecha, como los que en México recientemente se han manifestado en contra del matrimonio
igualitario. Estos derechistas definen la “ideología de género” como una que “afirma que no existen
sexos; sólo roles, orientaciones sexuales mudantes, que se pueden cambiar en la vida todas las veces
que se quiera”. Vean los escépticos en este videoy en este otro cómo un(a) joven que cree en la “fluidez
de los géneros” popularizada por algunos derroteros de la teoría queer “cambia de género” en el
mismo día y entenderán mi afirmación. También entenderán por qué en mi artículo digo que ese
activismo “trivializa la experiencia de la misma gente transexual” y por eso “muchos transexuales se le
oponen”.
La crítica de la profesora Guerrero a lo que leyó en mi artículo (sin que necesariamente estuviera ahí,
sin que necesariamente lo hubiera dicho yo o sin que se dedujera lógicamente de lo que yo decía)
termina con unos párrafos dedicados a la distinción feminista clásica entre sexo y género, por un lado,
y las voces “partidarias de la fluidez, del cambio y del devenir y aquellas que son partidarias de una
visión mucho más binaria y fijista y que asume que la identidad es inmutable y está dada”. Me gusta lo
de la visión “muy binaria y fijista”, pero este tema me interesa abordarlo más a fondo en un siguiente
artículo.
Por último, Guerrero, hablando de ese muñeco de paja en que me convirtió, dice que se arroga “el
derecho de opinar sobre nuestras vidas, sobre nuestras voces, sobre nuestra política, sin siquiera
dialogar con nosotras”. El tema de mi artículo, como le habrá quedado claro a cualquier lector o lectora
que no estuviera cegado por el prejuicio, no es la vida de los transexuales. Sí menciono los métodos, el
dogmatismo y la política de los activistas de la identidad de género, pero tanto Guerrero como yo
sabemos que no todos los trans ni todos los simpatizantes de la teoría queer recurren a esas prácticas
violentas e intelectualmente deshonestas.
Agradezco a las lectoras y lectores que me hayan acompañado hasta aquí. Espero que Siobhan
Guerrero reconozca que su respuesta a mi texto, además de abundar en falsas atribuciones y
deducciones injustificadas, fue estridente y combativa en exceso. Atentamente le solicito que a todos
los seguidores, amigos y estudiantes a los que puso en mi contra al propiciar una lectura tan tramposa
de mi artículo les informe que sus conclusiones fueron precipitadas; que les haga ver que si cierro mi
artículo afirmando que son compatibles los derechos de las personas transexuales (como ella) y los
principios feministas básicos (como los que yo sostengo), quizá tránsfoba, tránsfoba no soy. Como
profesora universitaria, Guerrero tiene la responsabilidad de enseñar a los jóvenes el verdadero
significado de una mente abierta: emplear la capacidad de analizar y debatir ideas desde la razón, en
lugar de atacar irreflexivamente desde la víscera.

Cuando lo trans sí es transgresor


Reproducimos una réplica al artículo titulado "Cuando lo trans no es transgresor", de Laura Lecuona González, publicado
en el Huffington Post edición México el pasado 16 de febrero. La autora sostiene que se trata de una publicación
abiertamente transófoba.

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