Вы находитесь на странице: 1из 226

Cristología II - Introducción a la Soteriología

P. Ignacio Garro, S.J.


SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

INTRODUCCIÓN

En esta segunda parte del Tratado de Cristología vamos a exponer el aspecto dinámico de la salvación del
género humano a la luz de los misterios de la vida de Cristo.

A esta parte de la Cristología vista desde esta perspectiva dinámica, se le llama Soteriología, palabra griega que
viene de: Soter que significa "salvador". Soteriología es el estudio de la obra del Salvador, Jesucristo. Esta
"salvación" hace referencia indirecta a otro término de la Historia de la Salvación: al hecho de la "perdición", o
Pecado Original, y la transmisión del mismo por vía generación a todo el Género Humano. Hay salvación donde
antes ha habido perdición.

Hagamos una breve introducción de antropología teológica.

1°. "Homo creatus"


El tratado de "Deo Creante" expone cómo Dios creó a nuestros primeros padres (Adán y Eva). Los creó Dios a
su imagen y semejanza, es decir, inteligentes y libres para amar, obedecer y colaborar en la obra de la creación
y les concedió la gracia santificante para vivir en verdadera relación de filiación. Había plena comunicación entre
Dios y sus criaturas, había paz y armonía entre ellos. A este estadio de la creación se le ha llamado "homo
creatus".

2°. "Homo lapsus"


El capítulo 3º del libro del Génesis nos narra cómo aquellas criaturas (Adán y Eva) no supieron vivir
establemente en aquella paz y armonía en que Dios les había creado. Haciendo mal uso de su inteligencia y de
su libertad se rebelaron contra Dios y por su ambición y soberbia: "quisieron ser como dioses", Gen 3, 5,
comieron del fruto prohibido y pecaron por desobediencia al mandato divino, Gen 3,11, y fueron castigados con
la expulsión del paraíso. A este estado de hombre separado de Dios por su pecado se le llama "homo lapsus",
es el estado del hombre que ha caído en pecado y en las consecuencias fatales que tuvo en todo el género
humano.

3°. "Homo redemptus"


La salvación traída por Cristo hace alusión histórica y real a este estado de pecaminosidad en la que se hallaba
todo el Genero Humano, (el Pecado Original y sus consecuencias). Estado de muerte y de condenación eterna,
porque el hombre no tiene los medios para conseguir la salvación por sí mismo. Si el hombre no tiene medios
para salvarse a sí mismo, ¿quién le puede salvar? Sólo Dios autor del ser y de la vida. Por eso, llegada la
plenitud de los tiempos, Gal 4, 4: "... envió Dios a su Hijo... para rescatar a los que se hallaban bajo la ley y
para que recibiéramos la filiación adoptiva". Es Cristo, el Hijo de Dios, el que nos salva del poder del pecado y
de la muerte eterna. El es el "Salvador" del Genero Humano. Todo aquel que cree en El y se bautiza, se salva.
El Bautismo es participación de la gracia de salvación (justificación), nos hace hijos de Dios y herederos del
cielo. A este estado de salvación del hombre se le llama: "homo redemptus". Hombre redimido por Cristo,
hecho hijo adoptivo de Dios en su Hijo natural Jesucristo.

En este tratado vamos a ver el Misterio de la Persona de Cristo, no en el aspecto ontológico-sustancial que ya
vimos en el Tratado de Cristología I - Fundamental. Aquí vamos a exponer el aspecto salvífico, es decir, su obra
de Redención, se trata de exponer, cómo Cristo realizó la salvación del Género Humano en su vida mortal.
Desde que nació hasta su muerte y resurrección.

Cristología II - 1° Parte: Fundamentos


Veterotestamentarios de la Cristología
P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

1. FUNDAMENTOS VETEROTESTAMENTARIOS

1.1. EL MEDIADOR SALVÍFICO REAL

El Cristo, esto es, el Mesías, es ante todo, en cuanto Hijo de David, una figura
real: "Este, (refiriéndose a Jesús) será grande; se llamará Hijo del Altísimo, y el Señor
Dios le dará el trono de David, su Padre, y reinará sobre la casa Jacob por la eternidad, y
su reino no tendrá fin". Lc 1, 32 y s.s. Nos preguntamos, de dónde vienen estas y otras
afirmaciones neotestamentarias parecidas y qué es lo que significan? El A T nos da la
información correspondiente. La promesa hecha por Dios a David. En el 2 Samuel, 7, se
indica que el Mesías será descendiente de David. El núcleo de la promesa consiste: en
que Dios garantiza la perennidad del Reinado de David: Yahvé quiere "edificar una
casa" a David (y por la tanto a su dinastía) y "debe de durar eternamente". Esto significa
un pacto irrompible en virtud de cual Yahvé quiere vincular a sí en lo sucesivo a todos los
reyes davídicos diciendo: "Yo seré para él padre y él habrá de ser para mí, hijo". Así la
elección de David y de sus sucesores garantiza a Israel, pueblo de Dios, la completa
posesión de la tierra prometida. La "casa" que Yahvé ha edificado a David, (2 Sam 7, 11
y 16) y la "casa" que David, por su parte, edificará a Yahvé (2 Sam 7, 5 y 13) son a
partir de entonces dos realidades inseparables.
Los Salmos regios (o reales): Otra fuente donde se vincula a David con el Mesías
Salvador real son los salmos reales. Hay salmos con oráculos en favor del rey, Salm 2 y
110. Oraciones por el rey, Salm 20, 61, 72, 84, 89. Oraciones compuestas por el rey,
Salm 18, 28, 63, 101. Pero el rey del pueblo elegido ha recibido la "unción", en
hebreo "Mesías". Es el bendito de Yahvé y esta bendición implica la felicidad de su
pueblo. Por otra parte, como hemos visto antes, las promesas hechas por Dios a la
dinastía de David dejaban entrever a un descendiente privilegiado en quien Dios habría
de complacerse especialmente y a quien eligiría para realizar sus designios de salvación;
es decir, el "ungido" por excelencia el Mesías. La profecía de Natán 2 Sam 7, es el primer
eslabón de estas profecías sobre el Mesías hijo de David. Y hemos visto que era
esencialmente una promesa de estabilidad para la casa de David y halló su aplicación en
Cristo.

1.2. EL MEDIADOR SALVÍFICO SACERDTAL

Según la Carta a los Hebreos, Jesús es, en cuanto Cristo, no sólo rey sino también
sacerdote; en consecuencia la cristología dogmática habla del ministerio sacerdotal de
Cristo. Esta función sacerdotal del mediador salvífico del N T tiene sus raíces en el A T y
en el judaísmo.

El sacerdocio, en cuanto oficio autónomo vinculado a una determinada condición, forma


una institución que constituye una casta propia, esto es, la pertenencia a la tribu de Leví.
Pero junto a este sacerdocio oficial del pueblo judío, permanece todavía durante siglos el
sacerdocio originario, sin ministros oficiales, con arreglo al cual los cabezas de tribu
(pueden ser patriarcas o jefes de familia), asumen oficios específicamente sacerdotales
como gestores y realizadores del sacrificio ritual (fiesta de la Pascua). También los jefes
carismáticos del Antiguo Israel: (Moisés, Josué, Samuel), ejercen también personalmente
esas funciones sacerdotales que después, durante la monarquía, asumirá esta función el
rey. Así, los reyes David y Salomón, ofrecen el sacrificio como representantes del pueblo
y también bendicen al pueblo elegido. Sin embargo, el rey, delega habitualmente en el
sacerdote ministerial, quienes en nombre y por encargo suyo ejercen el culto de la
manera ordenada y prescrita.

El sacerdote peculiar de Israel es, según esto, el rey davídico en cuanto cabeza del
pueblo. Y en su entronización es constituido "sacerdote según el orden de
Melquisedec", Salm 110, 4. Esto quiere decir lo siguiente: David es entronizado rey de la
antigua Jerusalén; cada descendiente suyo en el trono, hasta el rey davídico del tiempo
salvífico, obtiene también el derecho de sucesión de aquel Melquisedec pre-israelita,
quien según relata Gen 14, 17-20: "era el rey de Salem y sacerdote del Dios Altísimo,
creador de cielo y tierra". Con esto tenemos ya una segunda raíz del sacerdocio regio,
que incluye el de Mesías. Dentro de esta forma de pensar tenemos que el rey es
esencialmente sacerdote, (pero no de la tribu de Leví, sino de la de Melquisedec).

En el "documento sacerdotal" (P), hacia fines del siglo V antes de Cristo, y ante el
fracaso de los reyes de los dos reinos de Israel, el ministerio sacerdotal es la única
institución que representa a Israel ante Yahvé y de la que necesita para tratar con su
pueblo. Lo mismo que al principio la monarquía, es ahora la mediación sacerdotal la
procura y garantiza a Israel la salvación de Yahvé en el momento presente. Esta
mediación salvífica se verifica exclusivamente mediante el culto sacrificial y se concentra
en la idea de la expiación. El Sumo Sacerdote tiene en esta liturgia un papel destacado,
tanto en la ofrenda diaria de la mañana como de la tarde (Ex 29, 38-42), y sobre todo en
la fiesta anual de la expiación Lev 16. El sacerdocio levítico-aaronítico desempeña, en la
persona del Sumo sacerdote Sadoc, el caudillaje político que en otro tiempo correspondía
al rey. Sus ornamentos son regios Ex 28,s.s y es también, al igual que el rey, el ungido
= "el Masiah", en cuanto que a su investidura le precede el rito de la unción; es pues, si
se quiere, el "Mesías - Sacerdotal". Así pues hay una analogía: lo mismo que el reino
estaba vinculado a una determinada familia (la de David) de una determinada tribu
(Judá), también el oficio del sumo sacerdote pertenece en virtud de una elección divina,
a la familia de Aarón por Sadoc y a la tribu de Leví; y a ambos, David y Sadoc, les ha
prometido Yahvé "una casa perdurable". Lo mismo que a David le pertenece el "reino
eterno", a los sadoquitas se les promete un "sacerdocio eterno". Ex 40,15; Num 25, 13,
todo ello basado en una especial alianza con Yahvé.

Como se puede apreciar, las esperanzas que aquí se atribuyen al mesías sacerdotal
levítico las atribuye el N T a Jesucristo. Sin embargo, aun siendo hijo de David (por la
adopción de su padre protector S. José), es también sumo sacerdote, pero sacerdote no
según la familia de Aarón o de Sadoc, sino "hecho, a la manera de Melquisedec, sumo
sacerdote para la eternidad". Heb 6, 20

1.3. EL MEDIADOR SALVÍFICO PROFÉTICO

Junto al ministerio político cultual de tipo institucional, cuyos principales detentadores


son los reyes y los sacerdotes, hallamos también en el pueblo de Dios del A T una
mediación profética, relacionada con aquellas dos anteriores.

El principio y fundamento de la idea de mediación específicamente profética es la llamada


"Ley sobre los profetas", que se remonta al S.VIII a.d. Xto. Esta ley ha sido recogida en
Deut 18, 9-22, cuya parte central es Deut 18, 15-18, donde se habla de la naturaleza
peculiar del profetismo, enmarcándolo en una serie de declaraciones negativas sobre las
prácticas adivinatorias y sobre posibles degeneraciones del profetismo. En este contexto
surge un profeta como Moisés elegido por Yahvé, a quien el pueblo debe de escuchar
porque: "Pondré mis palabras en su boca y les dirá lo que yo les mande", Deut 18,15 y
17.

Este profetismo del tipo de Moisés surge cuando Israel, estremecido por la majestad
impresionante y ardiente de Yahvé, le pidió a Yahvé que Moisés hiciera de mediador,
Deut 18,16, para que, situado entre Dios y el pueblo, transmitiera la palabra a Israel la
palabra de Yahvé, Deut 5, 4, s,s; 5, 24 y 31. Así Moisés es más que un profeta de los
habituales, Num 12,6.s.s. Deut 34, 10, y se convierte en el prototipo de profeta; esto
quiere decir que la mediación profética se basa en una relación personal e inmediata con
Dios y queda referida al pacto con Israel. En consecuencia, se realizan dos movimientos
de oposición mutua: por una parte, la línea descendente de Yahvé a Israel mediante la
que se transmite la voluntad de Dios a su pueblo, para que se cumpla, y la otra, en
dirección ascendente, en la que el profeta, como otro Moisés, se constituye en intercesor,
ante Dios, de su pueblo, del que se siente solidario y responsable.

1.3.1. Relación entre profeta, sacerdote y rey


Mientras el profeta (deseado y pedido por el pueblo) es "suscitado" directa e
individualmente por Dios, tenemos al "levita", (sacerdote), que sólo tiene con Dios una
relación particular en el sentido de que pertenece a una tribu elegida, (la de Leví), y al
santuario (Deut 18, 5); el rey aunque también es elegido por Yahvé (Saúl y David) es
elevado a la realeza por el pueblo, igual que en los pueblo vecinos.

Con el destierro a Babilonia (586) la destrucción de Jerusalén y del Templo termina


definitivamente la monarquía judía, y pasajeramente, también el sacerdocio. Lo que
queda es la función profética. Es en esta época cuando alcanzan su intensidad teológica
los llamados "Cánticos del Siervo de Yahvé". Is 42,1-4; 49,1-6; 50, 4-11; 52,13-15 -
53,1-2.

Cristología II - 2° Parte: Títulos cristológicos en el


Nuevo Testamento

P. Ignacio Garro, S.J.


SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

2. TÍTULOS CRISTOLÓGICOS EN EL NUEVO TESTAMENTO


2.1. MESÍAS

Mesías viene de la palabra hebrea "masiah" que significa "ungido", (consagrado). De aquí en la
traducción griega “Cristos" que significa = consagrado, es decir: "ungido". En el AT designa a todo
hombre que por la unción (con aceite sagrado) fue "consagrado" a Dios y por tanto queda
santificado.

Como el rey era ungido al ser elevado al trono, 1 Sam 10,1, y se le considera por ello como
lugarteniente inviolable de Yahvé, 1 Sam 29, 6, él es el verdadero "ungido" de Yahvé, l Sam 34, 7.
Por el mismo motivo, el Sumo Sacerdote es el "sacerdote ungido", Lev 4, 3.5.

El rey, en virtud de la unción de aceite, que simboliza su penetración por el Espíritu de Dios, 1 Sam
9,16, es consagrado para ser el primero y el principal en el pueblo de Israel. Esta unción es un rito
importante de la coronación del rey. Así se menciona en el caso de Saúl l Sam 9-10, del rey David, 2
Sam 2, 4. El rey viene así a ser "el ungido de Yahvé", 2 Sam 19, 22, es decir, un personaje sagrado,
al que todo fiel debe manifestar un respeto religioso, l Sam 24, 7. Así a partir del momento en que la
promesa de Natán fijó la esperanza de Israel en la dinastía de David, 2 Sam 7, 12, cada rey que
desciende de él resulta a su vez ser el "Mesías" actual por el que Dios quiere cumplir sus designios
relativos a su pueblo.

También los sacerdotes son "ungidos". Ningún texto anterior al exilio de Babilonia (587) habla de la
unción de los sacerdotes. Después del exilio el sacerdocio ve aumentar su prestigio. Ahora que ya no
hay rey, el sumo sacerdote es el jefe de la comunidad. Entonces es cuando para consagrarlo a su
función se le confiere la "unción". Los textos tardíos sacerdotales, para aumentar la importancia del
rito, lo hacen remontarse hasta el mismo Aarón, Ex 29, 7. La unción, por lo demás, se extiende
luego a todos los sacerdotes, Ex 28, 41. A partir de esta época el Sumo Sacerdote es el "sacerdote
ungido", Lev 4, 3, por tanto un "Mesías" actual como lo era antiguamente el rey.

La expectativa escatológica judía concede un puesto importante a la espera de un Mesías, en el


ambiente general un Mesías regio, en ciertos ambientes sacerdotales, un Mesías sacerdote, y
generalmente ligado a expectativas meramente humanas. Algunos, sin embargo, anuncian la
instauración del Reino de Dios y presentan al Mesías bajo los rasgos del Siervo de Yahvé y del Hijo
del Hombre. La coordinación de todos estos datos con la espera del Mesías no se realiza en forma
clara y fácil . Sólo la venida de Jesús disipará en este punto la ambigüedad de las profecías.

2.1.1. Jesús y la espera del Mesías

Los oyentes de Jesús, impresionados por su santidad, su autoridad y su poder, Jn 4, 29, se


preguntan: "¿No es éste el Mesías?", y en Mt 12, 23: "¿No es éste el hijo de David?"; y le
presionaban para que se declare abiertamente Jn 10, 24: "¿Hasta cuando vas a tenernos en vilo? Si
tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente". Ante esta cuestión las gentes se dividen. Por un lado las
autoridades judías deciden excomulgar a quienquiera que lo reconozca como Mesías, Jn 9, 22. Pero
los que recurren a su poder milagroso lo invocan abiertamente como el hijo de David, Mt 9, 27; 15,
22. Los sinópticos dan una solemnidad particular al acto de fe de Pedro: "¿Quién decís vosotros que
soy yo? ". "Tú eres el Mesías". Mc 8, 29.

Por otro lado, Jesús adopta en este particular un actitud reservada. No se da a sí mismo nunca el
titulo de Mesías. Se deja llamar hijo de David, pero prohibe a los endemoniados que declaren que El
es el Mesías, Lc 4, 41. Acepta las confesiones de fe, pero después de la de Pedro recomienda a los
Doce que no digan que El es el Mesías, Mt 16, 20. Por lo demás a partir de este momento, pone
empeño en purificar la concepción mesiánica de sus discípulos. Su carrera mesiánica comenzará
como la del "Siervo de Yahvé", siervo doliente, Hijo de hombre, entrará en su gloria por el sacrificio
de su vida Mc 8, 31. Sus discípulos al oír esto quedan desconcertados. Sólo después de su
Resurrección podrán los discípulos comprender lo que implica exactamente: "¿No era necesario que
Cristo soportara estos sufrimientos para entrar en su gloria?". Lc 24, 26.

2.2. HIJO DE DIOS

El término "hijo de Dios" tiene una significación muy amplia en el AT. Así, Israel es hijo de Dios, esta
expresión aplicada al pueblo de Dios traduce en términos de parentesco humano las relaciones entre
Yahvé y su pueblo. A través de los acontecimientos del Exodo, Israel experimentó la realidad de esta
filiación adoptiva, Ex 22; 0s 11, 1. La conciencia de filiación adoptiva viene a ser uno de los
elementos esenciales de la piedad judía. Ella funda las esperanzas de las restauraciones futuras, Is
63, 8, así como la retribución de ultratumba, Sab 2, 13.

2.2.1. El rey hijo de Dios

Los judíos saben muy bien que el rey es un hombre como ellos, en contraposición a las mitologías
reales de los pueblos circundantes: Egipto, Babilonia, sometido a la misma ley divina y sujeto al
mismo juicio. Sin embargo, David y su descendencia, fueron objeto de una elección particular que
los asocia definitivamente al destino del pueblo de Dios. Precisamente para traducir esta relación
creada entre Yahvé y el linaje de David dice Dios por medio del profeta Natán: "Yo seré un padre
para él y él será un hijo para mí", 2 Sam 7, 14. En adelante el titulo de "hijo de Yahvé" es un titulo
real, que naturalmente vendrá a ser titulo mesiánico Salm 2, 7.

2.2.2. Jesús Hijo único de Dios

En sinópticos el titulo de Hijo de Dios, fácilmente asociado al de Cristo, Mt 16, 16, aparece en primer
lugar como un titulo mesiánico. Así está expuesto a equívocos, que Jesús habrá de disipar. Desde el
comienzo la escena de las tentaciones de Jesús en el desierto acusa la oposición de las dos
interpretaciones. Para Satán ser Hijo de Dios significa gozar de un poder prodigioso y de una
protección invulnerable. Mt 4, 3-6; para Jesús, Hijo de Dios, significa no hallar alimento ni apoyo
sino en la voluntad de Dios, Mt 4, 4-7. Jesús rechazando toda sugestión de mesianismo terreno
triunfalista y terreno deja aparecer el vínculo indisoluble que le une al Padre.

2.2.3. La confesión de fe de Pedro

"Tú eres Cristo, Hijo de Dios vivo", proviene de una auténtica adhesión de fe, Mt 16, 16, pero Jesús
previene inmediatamente un equívoco: su titulo no le garantiza un destino de gloria terrena; el Hijo
del hombre morirá para tener redimir así al género humano y tener acceso definitivo a su gloria, Mt
16, 21.

Cuando finalmente Caifás, plantea solemnemente la cuestión esencial: "¿Eres tú el Cristo, el Hijo del
bendito?", Mt 26, 63. Jesús siente que la expresión podría todavía entenderse en el sentido de un
mesianismo temporal. Así, responde indirectamente abriendo una perspectiva y anuncia su Venida
como soberano juez bajo los rasgos del Hijo del hombre. En Lucas la pregunta "¿Tú eres, pues, el
Hijo de Dios?, tú lo has dicho, lo soy". Lc 22, 70. Así, Jesús mantendrá intactas, hasta la muerte, sus
reivindicaciones. El se mantendrá fiel a su Padre, Lc 23, 46. Los evangelistas, al referir la confesión
del centurión, Mc 15, 39, subrayan que la cruz es el fundamento de la fe cristiana.

Por la resurrección de Jesús, comprendieron finalmente los apóstoles el misterio de su filiación


divina: la resurrección era la realización del Salmo 2, 7; aportaba la confirmación dada por Dios a las
reivindicaciones de Jesús delante de Caifás y de Pilato. Así, pues, al día siguiente de Pentecostés el
testimonio apostólico y la confesión de fe cristiana tienen por objeto: "Jesús, Hijo de Dios", Hech 8,
37.

2.2.4. San Pablo


El gran evangelizador y pedagogo explica así: "Dios envió al mundo a su Hijo", Gal 4, 4; "a fin de
que fuéramos reconciliados por su muerte", Rom.5,10. La vida cristiana es una vida: "en la fe del
Hijo de Dios que nos amó y se entregó por nosotros", Gal 2, 20.

2.2.5. San Juan

La teología de la filiación divina es un tema principal y dominante. Jesús habla claro de las relaciones
entre el Hijo y el Padre: hay entre ellos unidad de operación y de gloria, Jn 5, 19; el Padre comunica
todo al Hijo porque lo ama, Jn 5, 20, le da el poder de vivificar, Jn 5, 21, y el poder de juzgar, Jn 5,
22; cuando Jesús retorna al Padre, el Padre le glorifica para que el Hijo le glorifique, Jn 17, 1,s.s.
Así, se precisa la doctrina de la encarnación bajo el misterio de la filiación divina. Dios envió al
mundo a su Hijo único para salvar al mundo, 1 Jn 4, 9, s.s; este Hijo único es el revelador de Dios Jn
1, 18, comunica a los hombres la vida eterna que viene de Dios 1 Jn 4, 9 s.s. La obra que hay que
realizar es, pues, la de creer en El, Jn 6, 29; quien cree en el Hijo tiene la vida eterna, Jn 6, 40,
quien no cree está ya condenado, Jn 3, 18.

2.3. HIJO DE DAVID

El Mesías ha de ser "hijo de David". David que en su agradecimiento quiere construir una casa digna
del esplendor y de la gloria de Dios, Dios le responde que El quiere construirle a David una
descendencia eterna, 2 Sam 7, 27: "Yo te edificaré una casa". Así, Dios orienta hacia el porvenir la
mirada de Israel. Promesa incondicionada que no destruye la Alianza del Sinaí, sino que la confirma
concentrándola en la persona del rey, 2 Sam 7, 24. En adelante Dios, presente en Israel le guía y le
mantiene en la unidad por la dinastía de David. Así, se comprende la importancia del problema de la
sucesión al trono davídico y las intrigas y muertes a que dar lugar, 2 Sam 9, 20. l Reyes, l. Y todavía
se comprende mejor el puesto de David en los oráculos proféticos, Os 3, 5; Jer 30, 9; Ez 34, 23.
Para ellos evocar a David es afirmar el amor celoso de Dios a su pueblo Is 9, 6 y su fidelidad a la
Alianza, Jer 33, 20.

Cuando se cumplen los tiempos se llama, a Cristo: "Hijo de David", Mt l, l. Este titulo mesiánico no
había sido nunca rehusado por Jesús, pero no expresaba plenamente el misterio de su persona. Por
eso Jesús, viniendo a cumplir las promesas hechas a David, proclama que es más grande que él: "es
su Señor". Mt 22, 42-45.

En el N.T. nos ofrece pruebas de cómo había en tiempos de Jesús una gran expectativa acerca del
Mesías davídico. Así en el canto del "Benedictus" de Lc 1, 69, revela que la esperanza en el mesías
davídico estaba muy viva: "y nos ha suscitado una fuerza salvadora en la casa de David su
siervo". En el relato de la anunciación también podemos ver esta expectativa, Lc 1, 32, s.s: "El será
grande Y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará la casa de Jacob por los siglos, el
trono de David, su padre, reinará sobre la y su reino no tendrá fin".

2.4. HIJO DEL HOMBRE

En el lenguaje corriente de la Biblia, la expresión aramea: "hijo de hombre", aparece con mucha
frecuencia como sinónimo de "hombre", un miembro de la raza humana, que se podría traducir
por "hijo de Adán". A veces señala la precariedad del ser humano Is 51, 12, su pequeñez delante de
Dios, Salm 11, 4, a veces su condición pecadora, Salm 14, 2.

Donde más destaca este nombre es en la los escritos apocalípticos del AT. Así, Daniel 7, tratando de
representar en forma concreta la sucesión de los imperios humanos que se van a derrumbar
cediendo el puesto al reino de Dios, se sirve de unas imágenes impresionantes. Los imperios son
bestias que surgen del mar. Son despojadas de su poder cuando comparecer ante el tribunal de
Dios, al que representa con los rasgos de un anciano. Entonces llega sobre las nubes del cielo:"un
como hijo de hombre"; avanza hasta el tribunal de Dios y recibe la realeza universal. Dan 7,13, s. s.

En los Evangelios la expresión "Hijo del Hombre", aparece 70 veces. En los sinópticos los cuadros
escatológicos de Jesús enlazan con la tradición apocalíptica del AT. El Hijo del Hombre vendrá sobre
las nubes del cielo Mt 24, 30, estará sentado sobre su trono de gloria, Mt 19 28, juzgará a todos los
hombres, Mt 16, 27. Ahora bien, Jesús interrogado por el Sumo Sacerdote, Caifás, para saber si: "es
el Mesías, hijo del Bendito", responde Jesús indirectamente a la pregunta identificándose con el "Hijo
del Hombre" sentado a la diestra de Dios y que viene sobre las nubes del cielo, Mt 26, 24. Esta
afirmación de Jesús ante Caifás, hace que se le condene por blasfemo. De hecho, Jesús, descartando
toda concepción terrenal del Mesías dejó aparecer su transcendencia. Según estos antecedentes el
titulo de Hijo de Hombre era apto para esta revelación. En cambio, Jesús atribuyó también el titulo
de Hijo de Hombre un contenido que la tradición apocalíptica no preveía directamente.

Así viene a realizar en su vida terrena la vocación del siervo de Yahvé desechado y entregado a la
muerte para ser finalmente glorificado y salvar al Género Humano. Ahora bien, este destino debe
sufrirlo en calidad de Hijo de Hombre. Mc 8, 31.

El Hijo del Hombre, antes de aparecer con gloria el último día habrá llevado una existencia terrenal,
en la que su gloria habrá estado velada en la humillación y en el sufrimiento, al igual que en el libro
de Daniel la gloria de los santos del Altísimo presuponía su persecución. Así, Jesús, para definir el
conjunto de su misión prefiere el titulo de "Hijo de Hombre", al de "Mesías". Mc 8, 29, s. s. titulo
éste demasiado implicado en las perspectivas temporales de la esperanza judía.

2.5. EL SIERVO DEL SEÑOR

El nombre de "siervo de Yahvé" es en la Biblia un titulo honorífico. Yahvé llama "mi siervo" al que
destina a colaborar en la misión salvífica y relacionada con su pueblo elegido Israel. Moisés,
mediador de la Alianza en el Sinaí Ex 14, 31; el rey David 2 Sam 7, 8; se designa también con este
nombre a Abraham Gen 26, 24. Isaac, Jacob, Josué, etc. Ahora bien, desde los primeros tiempos el
pueblo elegido, Israel, es infiel a su vocación de servidor, e indócil a los servidores de Dios, Deut 9,
24, por eso es castigado con el destierro por medio de un rey pagano Nabucodonosor. Pero Dios,
que no quiere la muerte sino la vida del pecador, se escoge un "resto" que será fiel bajo el reinado
de su Siervo, en nuevo David, Ez 34, 23, s. s. A este resto de Israel van dirigidos los oráculos del
"Libro de la consolación" : Isaías, capítulos del 40 al 55. El profeta desarrolla en este libro de la
Consolación el tema de Israel, servidor de Dios. Sin embargo Israel, rebelde desde el seno materno,
Is 48, 8, es por su culpa un servidor perezoso, sordo y ciego, 42, 18. Dios sin embargo, lejos de
olvidar a este servidor escogido, lo perdona, 44, 21,s. s. y va a salvarlo gratuitamente, 41, 8.s.s. por
medio del rey pagano Ciro. Más tarde este canto, releído por la comunidad de Israel, sin tener en
cuenta el contexto en el que se escribió, se aplicó al siervo Israel, cuya vocación, misión y sacrificio
son el objeto de los otros tres cantos : 49,1-6; 50, 4-9; 52, 1-13; 53, 1-13.

Jesús hace suya la misión del siervo de Yahvé, El es el verdadero Siervo de Yahvé, salvador de todos
los hombres. Es manso y humilde de corazón, Mt 11, 29, que anuncia la salvación a los pobres, Lc 4,
18, s. s. está en medio de sus discípulos como el que sirve, Lc 22, 27, El, que es su Señor y su
maestro, Jn 13, 12-15, dando su vida por la redención de todos, Mc 10, 43,s. s.; por eso tratado
como un malvado Lc 22, 37, muere en la cruz Mc 14, 24, sabiendo que resucitará según lo que está
escrito del Hijo del Hombre, Mc 8, 31. Si es, pues, el Mesías esperado, el Hijo del Hombre, también
es el Siervo del Señor que no viene a restablecer un reino temporal, sino para redimir a todo el
género humano del poder del pecado y de la muerte eterna.

En la predicación apostólica es presentado como el Siervo de Yahvé que por el misterio de su muerte
y resurrección Hech 3, 1-3, s. s. Es fuente de bendición y luz de las naciones, Hech 3, 25. Jesús es el
Cordero inmolado injustamente como el siervo Hech 8, 32,s. s, que salvó a las ovejas descarriadas;
las llagas de su cuerpo curaron las almas de los pecadores 1 Petr 2, 21. Por eso el nombre del siervo
de Jesús, es la única fuente de salvación para todo hombre, Hech 4, 10.s.

2.6. EL KYRIOS

La palabra "Kyrios", del griego que significa Señor, significa el que manda, aquel que legítimamente
dispone sobre alguno o sobre algo. En el A.T. Yahvé es designado como Señor Is 1, 24, porque ha
"creado" a su pueblo, Salm 100, 3. El adquirió para sí a Israel como pueblo, al librarlo de la
esclavitud de Egipto, Ex 19, 4. Yahvé es el Señor del mundo entero, Jos. 3, 11, y toda la tierra está
llena de su gloria, Is 6, 3, porque El ha creado el cielo y la tierra, Salm 93, 2. El es el Señor de los
señores Deut 10, 17.

En el N T se designa a Dios como Señor, o como el Señor, sobre en todo en citas del AT. Mc 12, 11;
Jn 12, 38. En ocasiones aparece también el sentido originario de la palabra, Mt 11, 25, para
expresar la soberanía de Dios como rey, l Tim 6, 15, o como creador del mundo, Hech 17, 24.

2.6.1. Jesucristo como el Señor

En Mt. Lc. y Jn. Jesús es llamado "Señor" ya antes de su resurrección, y más frecuentemente se le
habla o saluda con el titulo de "¡Señor mío!", o "Señor nuestro". En Mc. este uso de la palabra sólo
se halla en Mc 11, 3 y 7, 28. No cabe la menor duda de que los discípulos y otros hombres han
hablado a Jesús llamándole "mi Señor". Jesús aceptaba este titulo, Jn 13, 13 y quería que se
reservara para El solo, Mt 23, 8, porque en Jesús se manifestaba el poder regio de Dios, Mt 12, 28.

Pero Jesús, por su muerte y resurrección, entró en su gloria Lc 24. 26 ; l Petr l. 11. Justamente al
Señor crucificado Dios Padre le hizo "Señor" y "Mesías", Hech 2, 36 y le destinó para ser juez de
vivos y muertos, Hech 10, 42. A l1 le ha dado Dios Padre todo poder, Mt 28, 18, y lo ha exaltado y
glorificado, Hech 2, 33; desde entonces Jesús tiene parte en la soberanía divina. Los discípulos
aguardan la venida de su Señor como los criados de las parábolas, Mt 24, 42, s. s. y suplican su
retorno 1 Cor 16, 22: "Marana tha","Ven, Señor", Apoc 22, 20.

2.7. EL LOGOS

"Logos" es palabra griega que significa: "palabra", (latín "Verbum"). En el AT. "logos", significa la
palabra pronunciada, orden o mandato dado por Dios, o por el rey, profeta, etc. El evangelista Juan
habría utilizado este término muy difuso de la filosofía gnóstica y le habría dado un contenido
teológico original. Esta palabra "Logos", en S. Juan no se encuentra más que en tres pasajes: Jn 1,
1; 2, 14; 1 Jn l, l; Apoc 19, 13.

En Jn l, l, s.s. se designa como "Logos" al Cristo histórico a quien los discípulos contemplaron y
palparon con sus manos y al que confesaron como "verdadero Dios y vida eterna", l Jn 5, 20. Dios
Padre dio a los hombres la vida eterna al pronunciar su Palabra de vida, esto es, al enviarles a su
Hijo que es la vida eterna, Jn 11, 25, a fin de que los creyentes vivan por El, l Jn 4, 9. Esta
revelación de la vida divina la oyeron y la vieron los discípulos de Jesús en la persona de su Maestro.

Cristo no es sólo la palabra que Dios ha pronunciado por la encarnación, sino que es también el
Verbo que existía desde el principio Gen l, l; Jn l, l, esto es, antes de la creación del mundo, Jn 17,
24, que estaba desde el principio junto a Dios, es decir, junto al Padre, Jn 1, 18. Esta explicación se
explica en diversos lugares bíblicos: Cristo es Dios, Jn l, l, es el Hijo Unigénito de Dios, Jn 1, 18, es
la imagen del Dios invisible, Col 1, 15, la fuerza y la sabiduría de Dios, l Cor 1, 25 y desde el
principio es presentado como Palabra o Verbo divino subsistente, persona distinta del Padre.
San Juan parece entender más bien el Logos como la Palabra por la que Dios creó todas las cosas Jn
1, 3; Gen l, l, s. s. que ya antes de la encarnación se había dado a conocer al mundo, Jn 1, 4, s. s.;
8, 56 y que por Jesucristo, Logos, Dios y hombre, se reveló completamente a los hombres. El N T
confiesa a Cristo como Dios y como Hijo preexistente de Dios, Rom 1, 38; 1 Cor 10, 3, por
quien "todo fue creado", l Cor 8, 6. La presentación del evangelista S. Juan de Cristo como Logos del
Padre fue para desvirtuar las nociones gnósticas que había en el medio ambiente y que él empleó al
oponer el verdadero Logos de Dios al "logos gnóstico" de los griegos y gentiles. Juan ve en el Logos
del prólogo de su evangelio al revelador supremo del Dios invisible, Jn 1, 18, y al mismo tiempo
descubre en su persona, igual a Dios, el contenido mismo de la revelación salvífica divina.

2.8. EL SUMO SACERDOTE

En la literatura de la tradición sacerdotal, el Sumo Sacerdote o el gran Sacerdote, Lev 21,10, ocupa
el grado supremo de todos cuantos sirven en el Templo, el "ungido" con óleo especial Ex 30, 22, es
el príncipe de los sacerdotes, 2 Reyes 25, 18. El era el gran medíanero entre Dios y el pueblo
elegido, y en calidad de tal ofrecía el gran sacrificio diario, Ex 29, 42 y personalmente actuaba en la
liturgia del gran día de la expiación, Lev 4, 5. El también presidía el gran consejo de Sanhedrín y por
el puesto que ocupaba se le exigía una gran santidad de vida, Lev 21, 10-15. Debía habitar cerca del
Templo, Neh 3, 20.

Después del destierro de Babilonia es cuando se habla de verdaderos sacerdotes, se trata no del
sacerdocio de la familia de Aarón, sino de la de Sadoq; los demás pueden ejercer en el Templo
funciones secundarias la tradición sacerdotal lo expresa diciendo que los levitas son los que
descienden de Leví, pero no de Aarón. Expresión de esta situación es el sistema jerárquico, según el
cual Leví tuvo tres hijos: Guerson, Quehat y Merarí, Ex 6, 16-24. A la cabeza del sacerdocio y de los
levitas se hallaba el Sumo Sacerdote; los sacerdotes estaban distribuidos en 24 clases o linajes
sacerdotales y su orden y servicio se determinaba por suertes, Lc 1, 8. El sacerdocio era hereditario.
Al llegar el Sumo Sacerdote a la edad prevista "se le llenaban las manos", rito por el que expresaba
su pertenencia al sacerdocio y su derecho sobre los sacrificios. Su misión era instruir al pueblo de
Dios en materia de la Ley, en cuestiones rituales y en asuntos religiosos, la oblación de los
sacrificios, la administración de los bienes del Templo y la vigilancia de este.

En el N T, Jesucristo es el Sacerdote único. En los evangelios sinópticos Jesús mismo nunca se


atribuye el titulo de "sacerdote". Y esto se comprende fácilmente pues este titulo designa una
función ritual muy definida, reservada a los miembros de la familia de Leví. Ahora bien, Jesús sabe
que su misión no es la "sacerdotal" entendida desde la perspectiva del AT. Prefiere llamarse Hijo de
Hombre para definir su misión salvífica. En el N T solamente la Carta a los Hebreos habla claramente
de Jesucristo como Sumo Sacerdote. Presenta el sacrificio de Cristo en la cruz como el sacrificio de
expiación Hebr 9, 1-14, de la nueva alianza, Hbr 9, 18-24, del Siervo. Pero concentra su atención en
el papel personal de Cristo en la ofrenda de este sacrificio. Y es que Jesús, como antiguamente
Aarón y mejor que él, está llamado por Dios para intervenir en favor de los hombres y ofrecer
sacrificios por sus pecados, Hbr 5, 1-4. El sacerdocio de Jesucristo estaba prefigurado en el de
Melquisedec Gen 14, 18.s.s. conforme al oráculo del Salm 110, 4, en el que proclama la perfección
inmutable del sacerdote definitivo Hbr 7, 20-25. Jesús es el sacerdote santo, el único Hbr 7, 26,s.s.

Este sacerdocio está enraizado en su mismo ser, que le hace ser mediador por excelencia: a la vez
verdadero hombre Hbr 2, 10-18 que comparte nuestra pobreza hasta la tentación, Hbr 2, 18; 4,15,
y verdadero Hijo de Dios, superior a los ángeles Hbr 1, 1-13, es el sacerdote único y eterno. Realizó
su sacrificio de una vez para siempre en el templo, Hbr 7, 27; 9, 25-28. Ahora ya es para siempre el
intercesor Hbr 7, 24,s.s. el mediador de la nueva alianza, Hbr 8, 6-13.
Cristología II - 3° Parte: El Misterio de la Encarnación

P. Ignacio Garro, S.J.


SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

3. EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN EN SU REALIZACIÓN HISTÓRICA

3.1. EL DESIGNIO DEL PADRE

3.1.1. La iniciativa del Padre

La revelación nos da el dato siguiente: "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios
Padre a su Hijo ...", Gal 4, 4. La iniciativa de la Redención (que comienza con el misterio
de la encarnación y culmina con la Resurrección - Ascensión), viene de Dios-Padre. En el
tratado "De Deo Trino", veíamos cómo todas las obras divinas tienen en el Padre el punto
de partida primero y absoluto. De hecho, en la vida de Cristo, el Padre aparece como el
agente principal: El unge a Jesús y le aprueba y cualifica para la obra de redención, le da
poder de hacer milagros, y él mismo los ejecuta a través de Jesús, Mc l, l; Jn 5, 19.36. El
Padre le enseña la doctrina que ha de predicar Jn 7, 1 16; 8, 26 y 38, él le destina y
entrega a la pasión poniéndolo como propiciación por el mundo, Jn 10, 18; 2 Cor 5, 18-
19. El, en fin, lo resucita y exalta sobre todas las cosas, Rom 10, 9; Filp 2, 9.

3.1.2. Iniciativa libre

La iniciativa del Padre, en cuanto Padre, puesto que se dirige al Hijo y tiene por finalidad
el extender su paternidad a sus hijos, es, por esencia, una iniciativa personal y libre. La
fe nos enseña que Dios es libre en todas sus obras "ad extra", o sea, respecto a sus
creaturas. La creación es una acto plenamente libre para Dios, Denz 3002, con más
razón es Dios Padre libre con relación a la redención; porque si fue libre para dar a las
criaturas el ser de criaturas más ha de serlo para darles una participación en la vida del
mismo Dios, y si Dios es libre al hacer al hombre de la nada, más aún lo es en hacerse él
hombre para hacer a los hombres hijos de Dios.

Uno de los pasajes bíblicos en que con más énfasis se enuncia la plena libertad de Dios
en toda la economía de la salvación es el comienzo de la epístola a los Efesios: "Dios
Padre... "nos ha escogido en Jesucristo por amor, habiéndonos predestinado a ser hijos
suyos... conforme al beneplácito de su voluntad, según la riqueza de su gracia...
dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según su benevolencia..., predestinados
por designio del que es eficaz en todas las cosas, según el consejo de su voluntad",Efes l,
4-11. Pablo se maravilla ante el misterio que Dios, creador de todas las cosas,
conservaba oculto desde el principio de los tiempos hasta descubrirlo ahora en su Hijo
Jesucristo, l Cor 2, 7. Por lo tanto es un designio libre de Dios; libre en su decisión y libre
también en su ejecución.

3.1.3. Iniciativa gratuita

La iniciativa del Padre además de libre, es gratuita, es decir, inmerecida de nuestra


parte. En efecto, cuando aún estábamos esclavizados por el pecado y sometidos a una
Ley que, lejos de rescatarnos, nos retenía en él, Rom 6, 17.20; Dios quiso mostrar con
nosotros su misericordia, Rom 11, 32; porque: "aún cuando éramos pecadores", Rom 5,
8: "cuando aún estábamos muertos a causa de nuestras culpas, Dios, rico en
misericordia, por el inmenso amor con que nos amó", quiso redimirnos, y "nos dio la vida
con Cristo, para patentizar la ... extraordinaria abundancia de su gracia con su bondad
hacia nosotros, en Cristo Jesús...". La salvación no viene de nosotros sino de Dios, Efes
2, 4-10. Así pues,"no somos nosotros los que nos hemos adelantado a amar a Dios, ¡al
contrario!, El fue quien se adelantó a amarnos, y nos envió a su Hijo como víctima
propiciatoria por nuestros pecados"...de modo que "por él tengamos vida", 1 Jn 4, 10-
19

La Sagrada Escritura es bien explícita en afirmar que la gratuidad de la redención es


iniciativa absoluta divina y manifiesta plenamente la incapacidad radical del hombre para
redimirse: la salvación sólo viene de Dios.

3.1.4. Iniciativa de amor

Dios Padre, que es AMOR, quiso otorgarnos el don de la filiación divina por medio de su
Hijo. La gracia de redención (justificación), es decir, la gracia santificante, es
precisamente gracia de filiación divina. Esta gracia se nos otorgó por medio de los
méritos de Jesucristo para ello nos libró del obstáculo del pecado, para reincorporarnos
en Cristo al Padre, por la acción de su Espíritu. Así nuestra relación personal de criaturas
con el Dios Uno y Trino sólo puede entenderse como la respuesta a una llamada gratuita
de Dios, de quien es la iniciativa, y como Dios uno y tripersonal, quiere comunicarse con
el hombre. (La nueva creación de S. Pablo).

En conclusión: la iniciativa de la redención es un acto soberanamente libre y gratuito


fue una iniciativa de amor. El Dios AMOR no puede hacer las cosas sino por amor (ya sea
amor de creación o amor de redención). Y donde se muestra más infinitamente el amor
de Dios a los hombres fue, al enviar a su Hijo único al mundo y entregarlo a la muerte
para acoger de nuevo como hijos a los hombres subyugados por el pecado. Así, en
verdad, Dios no escatimó a su Hijo sino que por amor al mundo lo envió para salvar a los
hombres del pecado y de la muerte eterna. Rom 8, 32; Jn 3, 16-17.

Cristología II - 4° Parte: El Misterio de la Encarnación


- La venida del Hijo
P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

3.2. LA VENIDA DEL HIJO

Se da por supuesto que el término "la venida del Hijo" no es que él viniera por su cuenta a realizar
una misión salvífica, habría que hablar más bien "del envío del Hijo por el Padre".

Expliquemos el significado de la acción de "enviar" cuando se trata de la "misión" (envío) de una


persona divina. Para hablar de la misión del Hijo por su Padre se emplean en el N T dos verbos
griegos "apostellein" y "pempein". El primero es muy frecuente y viene a ser el término técnico para
significar una misión de sentido religioso, como el envío de ángeles o profetas, Mt 13, 41, y en
particular el de los "apóstoles", Mt 3, 14. También se aplica a Jesucristo, Mc 9, 37; Mt 10, 40. S.
Juan lo reserva exclusivamente para enunciar la misión del Hijo, Jn 3, 17, y lo emplea en el titulo
propio de "Cristo como el enviado". Jn 9, 7.

3.2.1. Concepto de "misión"

"Envío" o “Misión", de una persona divina implica, primero, su origen intratrinitario de otra persona
divina y su nueva relación con un término externo al mismo Dios, o sea, con una criatura. En efecto,
toda "misión" incluye, una persona que envía (el Padre), un enviado (el Hijo) y un destinatario que
se supone se halla a distancia, de modo que es menester "enviar" a alguien que le transmita el
mensaje. El enviado, para desempeñar su cometido, tendrá por fuerza que "salir" en busca del
destinatario.

Por eso Cristo habla de "su salida de junto al Padre", Jn 8, 42. Esto, por supuesto, no hay que
entenderlo en un sentido cuantitativo-local, sino cualitativo-existencial: "salir de junto al
Padre", significa comenzar un modo de existir distinto del modo de existir"en el seno del Padre", Jn
1, 3.18. Este modo nuevo de existir podemos, sí, concebirlo como un alejamiento o distanciación de
junto al Padre; porque es un modo de existencia, no sólo distinto, sino también inferior, pues estaba
desprovisto de aquella "gloria" connatural al modo de existencia junto al Padre, antes de que el
mundo fuese, Jn 17, 5. Pero no caigamos en error.

El misterio de la Encarnación consiste en la paradoja de que el Hijo "sale de junto al Padre" para
venir a este mundo, y sin embargo, permanece siempre "en el seno del Padre". Por un lado, no
puede negarse aquel alejamiento, pero por otro lado tampoco puede acentuarse excesivamente y
que vaya en detrimento de esta permanencia porque, si es verdad que el Hijo se hizo hombre,
también es verdad que nunca dejó de ser Hijo de Dios.

Y es que ésta es una misión única en el género de misión: es la misión por excelencia, en la que
el "Enviador" (el Padre), por antonomasia, envía al "Enviado"(el Hijo), por antonomasia, Jn 7, 28; 8,
26; 9, 7; por eso no impone una separación, aunque sólo sea transitoria, sino que, por el contrario,
requiere la unión jamás interrumpida entre el Enviador y el Enviado.

Por eso en la encarnación, el Hijo, al hacerse hombre, "sale" del Padre y, al mismo tiempo,
"permanece" en el Padre: su "misión", es un continuo "salir", que es simultáneamente un
ininterrumpido "estar al lado". Jesucristo decía: "No estoy solo, porque el Padre está conmigo", Jn
16, 32; "el Padre está en mí, y yo estoy en el Padre", Jn l0, 38; 17, 21. La consecuencia es que el
Padre se manifiesta en Jesucristo: "el Padre, que permanece en mí, es quien hace las obras", Jn 14,
10-11; hasta el punto, de que "quien me ve a mí, ve al Padre", Jn 14, 9. Y por eso, Jesucristo vive
de la vida del Padre, y así puede El: “dar la vida a los que creen en El". Jn 5, 26; 6, 57.

3.2.2 El signo de la misión por el Padre

El signo de la paternidad sobre Jesucristo, quiso el Padre manifestarla en Cristo, no tendrá padre
según la carne: "dijo el ángel a María,... el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por eso el
niño que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios". Lc 1, 35. Por eso, Dios - Padre, dador de vida, se
muestra aquí como verdaderamente "Padre" dando a su Hijo, no sólo la vida divina y eterna en el
seno de la divinidad, sino también la vida temporal y humana pero de un modo totalmente singular y
único, esencialmente "de arriba". Jn. 3. 31; 8, 23. La Paternidad de Dios respecto de Jesucristo en
cuanto hombre no es más que la actuación de una paternidad absoluta y plena.

3.2.3. La actitud filial de Jesús

Realmente Jesucristo es el verdadero Hijo de Dios. Nos muestra al máximo su filiación divina.
Señalemos cuatro rasgos fundamentales en que se manifiesta la filiación de Jesús respecto al Padre.
• La confesión de que todo lo que tiene es recibido del Padre. En efecto, el Padre, Jn 3, 35; 13, 3.
• Su doctrina es la que de su Padre ha aprendido, Jn 7, 16; 8, 26, 15, 15.
• Sus milagros son los que su Padre le ha capacitado para hacer, Jn 7, 36; 17, 4.
• Y de su Padre ha recibido también el poder de juzgar y de dar vida, Jn 5, 22. 26; 17, 2 Todo esto se
lo da su Padre, precisamente porque es su Padre y lo ama, Jn 3, 35, y Jesús lo recibe todo con
agradecimiento y busca en todo la gloria del Padre, Jn 7, 18; 12, 28; 14, 31; 17,1.

Esta actitud filial de Jesús, receptiva lleva consigo un respeto hacia el Padre. Es el respeto que nos
inculca al hablarnos de nuestro Padre, "el que está en los cielos", Mt 6, 9. De este respeto se deriva
la obediencia, virtud connatural del buen hijo. Jesús nos da ejemplo perfectísimo de obediencia filial,
en su sumisión a la voluntad del Padre, "Padre no se haga mi voluntad sino la tuya". Lc 22, 42.
Sabemos con cuanta frecuencia habla de la voluntad de su Padre y que todos deben de cumplir Mt 6,
10; 7, 21; 12, 50. Voluntad de Dios que El debe de cumplir y llevar a cabo, aunque le cueste la vida;
porque la voluntad de su Padre es para él una obligación ineludible, es "un mandato". Jn 10, 18; 12,
49; 15, 10. Por ello "se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz", Filp 2, 8.

3.2.4. Filiación única de Jesús

La filiación de Jesús respecto a Dios Padre hay que calificarla de única en cuanto es de un género sin
igual, superior a toda filiación que se pueda manejar o atribuir cualquier hombre.

En primer lugar la filiación única de Jesús se distingue cuidadosamente de la nuestra designando a


ambas con términos diferentes. Así, S. Jn. sólo llama Hijo a Jesús, Jn 1, 34; 3, 18; 5, 25; nosotros
en cambio somos "ahijados", así dice 1 Jn 3, 1-2 : "nos llamamos y en realidad somos ahijados de
Dios".

Por eso Jesús es el Hijo, el "unigénito", que refuerza la idea de filiación única y exclusiva, Jn 1, 14;
3, 16; 1 Jn 4, 9. Esto significa igualdad de naturaleza con el Padre (consubstancialidad), es la gloria
que Jesucristo poseía "junto al Padre, aun antes de que el mundo fuese creado", una gloria que se
funda en el amor eterno del Padre a su Hijo unigénito (El Espíritu Santo), Jn 17, 5. 24. Por esta
relación filial única con Dios es por lo que Jesús habla continuamente de "mi Padre", o
sencillamente "el Padre". Mt 7, 21; 10, 32-33; así a Jesucristo le compete en forma absoluta el
apelativo de "el Hijo", Mt 11, 27; Lc 10, 22. Así pues la unicidad de la filiación de Jesús resalta más
cuando la contrapone a nuestra filiación adoptiva, así S. Pablo puede decir: "Dios Padre, envió a su
Hijo... con el fin de conferirnos la filiación adoptiva; y porque sois hijos (adoptivos), Dios ha enviado
a nuestros corazones él Espíritu de su Hijo", Gal 4, 4-6; Rom 8, 9. 14-17.

3.2.5. La trascendencia divina de la filiación de Jesús

La unicidad de la filiación de Jesús implica una trascendencia que hay que calificar de estrictamente
divina. Jesús es "el Hijo Unigénito", por lo tanto, igual al Padre en su divinidad (consubstancial), en
otras palabras: Jesucristo es Dios-Hijo. Este es el dato de la revelación, esta es la fe de los apóstoles
y de la Iglesia. Por eso a Jesucristo se le confieren títulos divinos, como el de Kyrios, o el Señor, que
es uno de los títulos que hemos visto en uno de los apartados del capítulo anterior. S. Pablo es el
que más pone de relieve este titulo y así propone la fórmula: "si con tus labios confiesas que Jesús
es Señor... te salvarás". Rom 10, 9. El apóstol Tomás en el día de la aparición dice la expresión
actualizada cada día: "Señor mío y Dios mío". Jn 20, 28-29. Así pues, con este titulo de Señor, se
significa verdaderamente la divinidad de Jesucristo y hay que advertir que la atribución de este titulo
a Jesucristo no es casual o accidental, sino consciente e insistente, y así Pablo llega a decir que
éste: "es el nombre superior a todo nombre", Filp 2, 9; y por lo tanto manifiesta la esencia divina
verdadera de Jesucristo nuestro Señor.

3.2.6. ¿Por qué se encarna precisamente el Hijo?

Hemos estudiado cómo el Padre envía al Hijo y éste es el "enviado". Ahora nos preguntamos: ¿Por
qué fue precisamente el Hijo el que se hizo hombre?

Los teólogos, siguiendo a Sto. Tomás, han creído descubrir algunas razones teológicas llamadas de
"congruencia" o de conveniencia. Y son más o menos las siguientes:

1º.- Si el fin de la encarnación incluye, en la situación actual de la humanidad caída en el pecado, la


restauración de la imagen y semejanza de Dios; destruida en el hombre por el pecado, y también el
restablecimiento cósmico de la creación perturbado por la culpa del hombre, ¿quién mejor podía
encargarse de esta obra que el Verbo (el Hijo), imagen consubstancial y reflejo de la majestad de
Dios que había sido mediador de la creación, Hebr 1, 1-2?

2º.- Una segunda razón: Si el fin último de la encarnación y redención es la concesión de la adopción
filial y de la herencia celeste a los hombres, ¿Quién era más conveniente que se hiciese hombre sino
el Hijo unigénito y heredero consubstancial del Padre - Gal 4. 4. 6?

Veamos ahora por qué el Padre no era conveniente que se encarnarse. Veíamos en el Tratado: "de
Deo Trino", que la propiedad personal del Padre es su "innascibilidad" o imposibilidad de nacer
intratrinitariamente. El Padre es el ser "fuente y origen de toda divinidad", Denz 490. 525. El Padre
es "principio sin principio", "aquella luz inaccesible que ningún hombre ha visto ni puede ver", 1 Tim
6, 16. Es evidente que estas características no pueden manifestarse en una encarnación del Padre;
porque por ella nacería el "innascible"; tendría principio en el tiempo el "principio sin principio"; se
convertiría en medio hacia nuestra salvación el que es su fin último; se haría visible y accesible
durante esta vida terrena aquel cuya contemplación constituye el término de todas las cosas.

No olvidemos que la encarnación comporta una serie de elementos y ninguno de ellos se adapta a
las propiedades personales del Padre, e inversamente ninguna de las características peculiares del
Padre puede manifestarse y expandirse convenientemente por medio de una encarnación.

¿Qué decir de la encarnación posible del Espíritu Santo? Veíamos en el mismo tratado de Deo Trino
que la característica personal del Espíritu Santo, es la de unir al Padre y al Hijo en un abrazo de
amor mutuo: él es, personalmente, el Amor con que el Padre ama al Hijo y el Hijo corresponde al
amor del Padre. Su actividad propia es de carácter íntimo y "espiritual" como lo indica su mismo
nombre. El es el "Espíritu vivificador". Su presencia, pues, es de tipo íntimo, vital y espiritual. Su
oficio no es el de objetivar, sino el de subjetivar e interiorizar la unión del Padre y del Hijo. Y como
última consecuencia, la presencia del Espíritu Santo en el mundo no será visible y tangible, externa
y objetivable, humano corpórea, sino íntima, invisible, interiorizante, subjetivante y espiritual.
Además sin la encarnación del Hijo su acción sería inútil, porque no podría manifestarnos e
interiorizarnos en nosotros el amor del Padre y del Hijo. En conclusión, tampoco el Espíritu Santo
puede hacerse hombre.
Finalmente ¿por qué sí puede encarnarse el Hijo? El Hijo tiene propiedades intratrinitarias que le
hacen apto para encarnarse. El Hijo procede, por generación, del Padre, "nace" del Padre. Es Palabra
o expresión de la substancia del Padre, es Sabiduría del Padre, y así es ejemplar, modelo o
instrumento de las obras del Padre. Por lo mismo, el Hijo tiene en su personalidad divina aptitud
para ser enviado por el Padre, para nacer con una nueva natividad (según la carne), obrada por el
Padre, puede hablarnos del Padre. Se hace modelo captable e imitable al que hayamos de imitar y
configurar, de modo que participemos de su propia filiación divina, reproduciendo en nosotros la
imagen del Hijo que es Imagen del Padre, Jn 1, 18; Rom 8, 29.

El Hijo fue mediador en la creación, muy especialmente en la creación de la criatura humana, hecha
a "su imagen y semejanza", Gen 1, 26, de manera que ya "en el principio", él era "vida y luz de los
hombres", Jn l, l-4. Posee, pues, desde su eternidad una inmediación peculiar con nosotros, que le
hace apto, por razón de su característica intra-trinitaria, a ponerse en relación directa con los
hombres, a mediar entre Dios-Padre y nosotros, criaturas a imagen de Dios-Padre a través del Hijo-
Imagen.

El resultado final de estas consideraciones teológicas, basadas en los datos revelados, es que
solamente el Hijo tiene en su propiedad personal divina la capacidad, o tendencia, de manifestarse
objetiva y visiblemente, es decir, humanamente y por ello: solamente el Hijo podía encarnarse.

Estas especulaciones parecería simples elucubraciones teológicas si no tuviesen un alcance enorme


para nuestra vida cristiana; precisamente nos hacen entender en alguna medida la importancia del
dogma trinitario y de su revelación. No fue un lujo de parte de Dios el darnos a conocer la intimidad
de su vida trinitaria; sino que al revelárnosla mediante la encarnación del Hijo, no sólo nos reveló lo
que Dios es en sí, sino también lo que es para nosotros y todo ello de una forma libre, gratuita y
amorosa.

Cristología II - 5° Parte: El Misterio de la Encarnación


- La forma del Siervo
P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

3.3. LA FORMA DE SIERVO

S. Pablo, hablando de Jesucristo dice: "Se manifestó en todo su porte como


hombre". Filp 2, 7. La Iglesia, en su magisterio, mantuvo siempre la enseñanza revelada
en la Sagrada Escritura: Jesús es, sin duda, verdadero Hijo de Dios y verdadero Dios,
pero al mismo tiempo es verdadero hombre: "íntegro en cuanto a la divinidad e íntegro
en cuanto a la humanidad, consubstancial con el Padre, según la divinidad y
consubstancial con nosotros según la humanidad, en todo semejante a nosotros, excepto
en el pecado (Hebr 4, 15)". Denz.148.

En la historia del dogma cristológico se observa que: la fe misma en la divinidad de Jesús


ocasionó una tendencia a negar su humanidad, porque parecía imposible que Dios se
hiciese hombre (docetismo); más tarde la oposición se redujo a suprimir en Jesús lo
específicamente humano la existencia de un alma racional humana, (apolinarismo) y
cuando de vio que esto era imposible se trató de limitar al mínimo la actividad propia de
la humanidad de Cristo, imaginándola como un instrumento inerte de la persona divina
del Verbo, (monofisimo y monotelismo).

La Iglesia afirma: que Jesucristo asumió una verdadera naturaleza humana. Fue
verdadero hombre, en todo, menos en el pecado. Es decir, un hombre real y verdadero
como nosotros, Jn,1,14: "El Verbo se hizo carne...".

Las características específicas de la humanidad de Cristo ya las vimos en la primera parte


del tratado al hablar de la verdadera humanidad de Cristo.

S. Pablo dice en Filp 2, 6-7: dice: "El cual, siendo de condición divina, no retuvo
ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de
siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como
hombre". Así pues, Jesús es nuestro hermano, no solamente porque es un hombre
semejante a nosotros con semejanza específica de naturaleza, sino además, "porque es
carne y sangre nuestra", "carne y huesos de nuestra carne y hueso", Gen 29,13-15;
Hebr 2, 14. Dios no creó a Jesús de una naturaleza humana especial, distinta a la
nuestra, es decir, de otro material, como diría S. Ireneo de Lyon, sino que, porque había
que sanar y "recapitular" precisamente lo que por Adán se había corrompido (pecado
original), el nacimiento virginal de María no desmiente la pertenencia a nuestra familia
humana. Y el Hijo de Dios, al encarnarse, se sumerge en todo el espesor de la existencia
humana, limitaciones, dolor, sufrimiento, y muerte, todo ello como consecuencia del
pecado. Es lo que S. Pablo expresa con una frase muy dura al decir: "El Padre envía su
Hijo en carne semejante a la nuestra, carne de pecado", Rom 8, 3.

Así pues, el Hijo de Dios no se encarnó en una humanidad glorificada e impasible a las
miserias humanas, sino que asumió naturaleza humana débil, humillada y despojada de
todo esplendor. Es lo que S. Pablo nos manifiesta en el himno cristológico de Filp 2, 6-
11: Se trata de la "kénosis", (vaciamiento). En esta kénosis no se trata de una pérdida
de los atributos divinos propios de la divinidad de Cristo, porque no deja de ser Dios al
hacerse hombre, la encarnación no desdiviniza al Hijo, sino que lo humaniza. El misterio
consiste en que Jesucristo es "verdaderamente Dios, íntegro en su divinidad,
consustancial con el Padre", y al mismo tiempo "es verdaderamente hombre, íntegro en
su humanidad, consustancial con nosotros". Denz 148.

La kénosis afecta a la persona divina del Hijo, en cuanto hacerse hombre, acepta un
modo de existencial totalmente humano "a lo Dios", sino también, "a lo hombre"; porque
se resigna su filiación divina en un plano inferior al divino: en el plano humano. Y este
plano humano es el de la limitación propia de la naturaleza el trabajo, el esfuerzo, el
dolor y finalmente, la muerte. Por eso hay no sólo kénosis del Verbo en cuanto Dios, sino
también de Cristo en cuanto hombre porque con su voluntad humana renuncia a la gloria
del Señor para vivir la vida de Siervo de Yahvé.

3.4. EL DIOS - HOMBRE

La doble afirmación de la verdadera divinidad y de la verdadera humanidad del Hijo de


Dios hecho hombre, nos hace abordar ahora el problema de la "relación" y "unión" de lo
divino y de lo humano en aquel que con un único vocablo llamamos: Jesucristo.

En el Concilio de Efeso se definió que el Verbo divino se había hecho hombre, no por un
cambio o transformación suya, sino en virtud de una unión no meramente efectiva, sino
real, es decir, la gracia de unión hipostática: que es la gracia de unión de la naturaleza
humana y de la naturaleza divina en la unidad de la Persona del Verbo. Constituyendo un
único Jesucristo e Hijo, por razón de la unión misteriosa e inefable en una sola persona.
Veinte años después el Concilio de Calcedonia perfila más la fórmula dogmática diciendo:
"uno y el mismo Cristo en dos naturalezas inconfusa e inmutablemente, indivisa e
inseparablemente... unidas en una única Persona y una única hipóstasis". Denz 148. Y la
doctrina así definida se afirma "ser conforme a la enseñanza de Jesucristo y del Símbolo
de los Padres" (Concilios de Nicea y Constantinopla). En él se profesa la fe "en el único
Señor Jesucristo, Hijo de Dios, unigénito, engendrado del Padre... , consustancial con el
Padre... el cual (Jesucristo) ... por nuestra salvación se encarnó e hizo hombre". Denz
40.

Así, pues, en Jesucristo no pueden distinguirse dos sujetos, uno que sea Dios nacido en
la eternidad del Padre, y otro que sea hombre nacido de la V. María; sino que uno mismo
y único sujeto el Dios-Hijo es hijo de María, la "Theotókos", (theos = Dios, Tokos =
madre), la madre de Dios-Hombre. Esto es lo que quiso expresar el Concilio de
Calcedonia, al definir la unidad de persona en la dualidad de naturalezas, o
inversamente, la dualidad de naturalezas en la unidad de persona. Así, Jesucristo no es
Dios en un hombre, sino Dios-Hombre.

En la fórmula del Concilio calcedonense se emplean dos términos "clave": "Persona" y


"Naturaleza". Por "naturaleza" se entiende aquí la esencia y propiedad de una cosa, o el
conjunto de características o cualidades o atributos o partes de una cosa. Así hablamos
de naturaleza humanas naturaleza animal, etc.

En contraposición a "naturaleza" entendemos por "persona" al sujeto de quien es la


naturaleza, el individuo de quien se enuncian como propias aquellas cualidades o partes.
Expresado de otro modo: en la terminología clásica "persona" y "naturaleza" se
distinguen como "quién" y "qué"; "alguien" o "algo". Aplicando estos conceptos a
Jesucristo la idea que se quiere enunciar en la fórmula dogmática al hablar "de una
persona en dos naturalezas", o "dos naturalezas en una persona", es "hipostáticamente"
y quiere decir que en Jesucristo no hay más que un único "alguien" que posee una doble
serie de algo; un único "quién" al que pertenece un doble género de "qué"; un único "yo"
de quien es un doble conjunto de propiedades y acciones divinas y humanas.

En Jesucristo podemos y debemos distinguir lo divino de lo humano, pero no podemos


disgregar dos "sujetos", dos "yo", a cada uno de los cuales corresponda una de aquellas
dos líneas de cualidades y acciones; ni mucho menos podemos dividir un "yo divino"
contrapuesto a un “yo humano", Jesucristo es un solo "YO", el del Verbo divino que tiene
dos naturalezas, la divina y la humana y cada una de las naturalezas obra según sus
propiedades y características que le son propias. Conc. Lateranense (649).

En el NT. la relación de lo divino y lo humano en Jesucristo muestra la unidad e identidad


de Jesús-Hijo como único poseedor de la condición divina y su modo de existencia
humano. Es una relación soteriológica, es decir, dinámica. Lo encontramos en la
frase: "No hay más que un sólo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres:
Jesucristo, hombre él mismo, quien se entregó a sí mismo como rescate por todos". 1
Tim 2, 5-6. En los evangelios sinópticos llama la atención lo relativamente poco que
habla Jesucristo sobre sí mismo, le interesan: únicamente Dios, a quien siempre
llama "mi Padre", y los hombres, muy particularmente los pobres y los pecadores a
quienes invita a la conversión y a la entrada en el Reino de Dios. Referente a sí mismo
dice: "Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quiera revelárselo" , Mt
11, 27.

En el evangelio de Juan, sin embargo, las afirmaciones de Jesucristo sobre sí mismo son
muy abundantes, predominando la forma: "YO", en griego = (eimi): "Yo soy el pan de
vida". "Yo soy la luz del mundo". "Yo soy el buen pastor". "Yo soy la resurrección y la
vida". "Yo soy el camino la verdad y la vida". Son afirmaciones que definen su puesto en
relación con su Padre, (a quien nadie a visto) y los hombres. En Jesucristo habla obra el
Padre para la salvación de los hombres, hasta el punto que llega a decir: "quien me ha
visto a mí, ha visto a mi Padre", Jn 14, 10.

El Padre, está en Jesucristo y se nos presenta en él, como lo pudo estar presente en
ninguno de los profetas y de los santos. Jesucristo porque procede de la esfera de lo
divino puede mostrarnos el Padre y a la vez pertenece a nuestra esfera humana, porque
sólo así puede ser transparencia de Dios para nosotros. Por ello Jesucristo en su
encarnación no pudo ser redimido sino lo que Dios hizo suyo en su Hijo, y no pudo ser
deificado sino lo que en Jesucristo fue unido con Dios. Así, el misterio de la economía
salvífica nos revela que Dios sin perder su transcendencia inaccesible, ha saltado la
distancia infinita que le separa de sus criaturas para comunicarse íntimamente a los
hombres, esto lo ha hecho ''por" y "en" Jesucristo. Así Pablo puede decir: "Todo proviene
de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo... como que Dios estaba en
Cristo reconciliando consigo el mundo", y por eso,"el que está en Cristo, es una nueva
criatura", 2 Cor.5,17-19.

La presencia del Padre en Cristo transciende y sobrepasa infinitamente todo otro modo
de presencia porque Dios-Padre está en Cristo como en su Hijo único, "el unigénito-
Dios, que está en el seno del Padre", Jn.1,18. "Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel
a quien el Hijo se lo revele", Mt.11,27; "Nadie se acerca al Padre sino por mi", Jn 14, 6.
Así el dogma de la unida interna del Dios-Hombre nos muestra el centro del misterio de
la redención en el que el Padre nos salva "por Cristo" y "en Cristo", no por un hombre a
secas sino por el Dios hecho Hombre, este es el "mediador" perfecto ya que Dios Padre a
querido reconciliarse con los hombres por medio de su Hijo hecho hombre. El fin de la
encarnación, como inicio del misterio de la redención no puede ser sino la comunicación
del Padre como Padre a los hombres por medio de su Hijo-Hombre, que es Jesucristo. En
otras palabras, Cristo no es el término último de la comunicación del Padre, sino el
medio; mejor dicho, es el "mediador". Su mediación es perfecta e insuperable, él vez él
es verdadero hombre. Así Dios Padre ella una nueva Alianza con los hombres en la
mediación de su Hijo de la sangre de Jesucristo, Mt 26, 28.

Al contemplar así al Dios-Hombre comprendemos que Dios, en su infinita


condescendencia, se ha comprometido verdaderamente con el género humano al darnos
a su Hijo hecho hombre como nuestra salvación. Así el Hijo de Dios, nuestro Señor
Jesucristo, con la cooperación del Espíritu Santo es nuestro Salvador. Todo esto
queremos decir al afirmar que Jesucristo como Dios-Hijo posee la experiencia de ser
Dios, y como hombre hace la experiencia vital de ser verdadero hombre y se puede decir
de él: el Dios- Hombre y el Hombre-Dios.

3.5. LA INTERVENCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO

Después de haber estudiado la iniciativa del Padre y la encarnación del Hijo, nos
preguntamos qué parte cabe al Espíritu Santo en este misterio. La respuesta nos la da S.
Lucas, pues es sabido que en su Evangelio subraya con más frecuencia que Mt y Mc la
presencia y actividad del Espíritu Santo. Así en la Anunciación del ángel a la V. María
dice: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti... y por eso lo que nacerá de ti santo, será
llamado Hijo de Dios". Lc 1, 35.

En efecto, Lucas, en los primeros capítulos de su evangelio señala la presencia del


Espíritu Santo. Actúa sobre los personajes más cercanos al misterio de la encarnación.
Veamos, el ángel promete a Zacarías el nacimiento del Precursor, Juan el Bautista,
quien,"desde el seno materno estará lleno del Espíritu Santo", Lc 1, 15. Poco después,
Isabel, ante la visita de su pariente la V. María y al recibir el saludo de María, "se llenó
del Espíritu Santo... y exclamó con gran voz", Lc 1, 41-45. Simeón el anciano que había
recibido del Espíritu Santo la promesa de no morir antes de haber contemplado con sus
ojos al Mesías, "llevado por el Espíritu Santo",prorrumpe en alabanzas de Dios, Lc 2, 25-
35.
Pero de quien el Espíritu Santo toma posesión de un modo especial es, de María. De ella
nos escribe Lucas que está: "llena del Espíritu Santo", dará a luz el Hijo de Dios, por eso
el Espíritu Santo descenderá sobre y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra".Lc 1,
35. María es "llena de gracia , la que ha encontrado favor delante de Dios". Lc 1, 28

Dios la eligió con predilección particular para ser Madre del Hijo Dios, y puso en ella su
amor, es decir, puso en ella su Espíritu Santo. Así María, fue enriquecida desde el primer
instante de su concepción (inmaculada concepción) con esplendores de santidad del todo
singular. Era pues necesario preparar a María para que, como dice S. León Magno:
"engendrase al Hijo de Dios con el corazón antes que con su cuerpo". Era necesario
infundirle aquella caridad a Dios y a los hombres que el Espíritu Santo difunde en los
corazones, Rom 5, 5. Para colaborar en la obra más espiritual y sublime de las obras de
Dios, era menester que María se moviese según el Espíritu Santo que moraba en ella,
Rom 8, 4-9. María desde el instante mismo de su concepción fue consagrada para que en
su seno deposite el Padre a su Hijo unigénito; y ha sido consagrada totalmente, en el
cuerpo y en el alma, por la acción santificadora del Espíritu Santo.

Pero evidentemente donde el Espíritu Santo está presente de modo único es en el mismo
Jesucristo. El Espíritu Santo es en la Santísima Trinidad, el lazo de amor entre el Padre y
el Hijo. Esta unión íntima parecería romperse al ser enviado el Hijo y tener que "salir del
lado de su Padre", para "descender" al mundo; pero esta aparente distanciación no
quebranta la unión profunda del Hijo con su Padre: "el Padre no me abandona, no me
deja solo". Jn 16, 32; 8, 16; porque el Hijo no deja un instante de estar "en el seno del
Padre", y el Padre y el Hijo continúan amándose ininterrumpidamente, Jn 10, 17; 14, 31.
Esta continuidad del lazo de amor entre el Padre y el Hijo durante su vida mortal lleva
consigo la presencia del Espíritu Santo, que es precisamente el amor con que
mutuamente se aman Padre e Hijo. La razón última es que el Espíritu Santo procede
eternamente del Padre y del Hijo, y, siendo Jesucristo personalmente el Hijo de Dios, la
presencia del Espíritu Santo en él se deriva necesariamente del origen intratrinitario del
Espíritu; porque Jesucristo, al hacerse hombre, no ha perdido su identidad personal
intratrinitaria.

El modo de intervención del Espíritu Santo en el misterio de la encarnación se concentra


en los personajes centrales. En Jesús con una presencia "sin medida". En María, con una
plenitud correspondiente a su maternidad divina, y más limitada y esporádicamente en
Zacarías, Isabel y Simeón, como hemos visto.

En resumen: el Espíritu Santo, ni "envía" ni "viene" en el misterio de la encarnación, pero


no puede estar ausente allí donde el Padre "envía" y el Hijo "viene". Y esto, no sólo
porque la encarnación en lo que tiene de obra "ad extra" de la trinidad, es
inseparablemente común a las tres personas divinas, sino además, porque en ella le
corresponde una actividad conforme a sus propiedades personales. Su presencia no es
una asistencia pasiva, sino una intervención positiva de santificación y de revelación.
Porque la propiedad del Espíritu Santo es la de interiorizar, penetrar e impregnar, como
impregna un ungüento o perfume, como penetra en lo íntimo el amor. Al interiorizar y
penetrar, santifica y enciende la llama del amor que ilumina e inflama. El Espíritu Santo
revela los misterios de Dios y da a conocer su sentido, 1 Cor 2, 10-12; y es él quien al
difundirse en los corazones, prende en ellos la caridad, Rom 5, 5. Por eso interviene en
este misterio: revelándoselo a almas escogidas para que profeticen: Zacarías, Isabel,
Simeón; haciéndoselo amar a María para que consienta ser madre de Jesús; y en
Jesucristo santificando "sin medida" su humanidad individual, para que también en ella
conozca y ame al Padre, como el Padre le conoce y le ama, Mt 11, 27.

Cristología II - 6° Parte: El Misterio de la Encarnación


- De la anunciación a la infancia hasta presentación
de Jesús en el templo
P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

3.6. EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN

El motivo de la encarnación siempre se afirmó en los primeros tiempos del cristianismo y de la


patrística fue la redención del género humano del poder del pecado y de la muerte eterna.

Estado de la cuestión: de lo que se trata es de averiguar si "en la presente economía de salvación",


o sea, presupuesto el pecado de Adán, el "motivo principal" de la encarnación es la redención del
género humano, o si hay algún otro motivo independiente de esta finalidad redentora. Efectivamente
en virtud del presente decreto salvífico, o sea, el motivo de la encarnación presupone la permisión
del pecado y el hecho del pecado mismo y sus consecuencias para todo el género humano.

Nosotros podemos afirmar: En el presente orden de cosas, o sea, en virtud del presente decreto de
Dios, la encarnación del Verbo se ordenó de tal modo a la redención del género humano, que, si el
hombre no hubiera pecado, el Verbo no se hubiera encarnado. (Sentencia más común y probable).

3.6.1. La Sagrada Escritura

Ni una sola vez se dice que el Verbo se habría encarnado aunque el hombre no hubiera pecado; y en
cambio, se nos dice muchas veces que el Verbo se encarnó para salvarnos del pecado.

•"El Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida en redención de muchos".
Mt 20, 28.
•"El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido". Lc 19, 10.
•"Tanto amó Dios al mundo, que le dió su Unigénito Hijo para que todo el que crea en El no perezca,
sino que tenga la vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo,
sino para que el mundo se salve por ". Jn 3, 16-17.
•"El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por nosotros, ¿cómo no nos daría con
el graciosamente todas las cosas?". Rom 8, 32
•"Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo, y nos confió el ministerio de la
reconciliación. Porque en Cristo estaba reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las
transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación". 2 Cor 5,
18-19.

3.6.2. Magisterio de la Iglesia

Los Símbolos de la fe se nos dice que el Hijo de Dios descendió del cielo por nosotros y por nuestra
salvación. Esta enseñanza de los Símbolos la ha repetido la Iglesia continuamente a través de los
siglos. Pío XII en la encíclica "Haurietis aquas" dice: "Los documentos legítimos de la fe católica
totalmente de acuerdo con las Sagradas Escrituras nos aseguran que el Hijo de Dios tomó una
naturaleza humana pasible y mortal "principalísimamente porque anhelaba ofrecer, pendiente de la
cruz, un sacrificio cruento para consumar la obra de la salvación de todos los hombres".

3.6.3. Razón teológica

Sto. Tomás dice: La razón es que porque aquellas cosas que dependen únicamente de la voluntad de
Dios y que están por encima de todo cuanto se debe a las criaturas, no podemos conocerlas sino por
la Sagrada Escritura, donde se nos revelan. Pero, como en todos los lugares de la Sagrada Escritura
se nos dice que la razón de la encarnación es el pecado del primer hombre, es más conveniente
decir que la obra de la encarnación fue ordenada por Dios para remedio del pecado, de suerte que,
si el pecado no se hubiese producido, tampoco se hubiera encarnado el Verbo. Sin embargo, el
poder de Dios no queda limitado por esto, ya que Dios hubiera podido encarnarse aunque el pecado
no hubiera existido". Por todo ello podemos decir: "El Verbo se encarnó para redimir todos los
pecados de los hombres, pero principalmente el pecado original".

Decimos: "El Verbo se encarnó para redimir todos los pecados de los hombres". Entendido en el
sentido de que Cristo murió en la cruz no sólo para redimir a los predestinados, o a los fieles, o a los
elegidos, sino para redimir a todos los hombres del mundo sin excepción, esta conclusión teológica
es de fe.

Consta claramente en la Sagrada Escritura. Veamos:


•"Darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de su pecados".
Lc 1, 21.
•"Al día siguiente vio venir a Jesús y dijo: "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo", Jn 1, 29.
•"El es la propiciación por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el
mundo", 1 Jn 2, 2.

Sto. Tomás opina acerca de la afirmación de que murió principalmente por el pecado original: "Es
cierto que Cristo vino al mundo no sólo para borrar el pecado original que heredamos todos por la
naturaleza humana, sino también para borrar todos los demás pecados que posteriormente
cometemos. No queremos decir con esto que todos se borren de hecho, porque hay hombres que no
quieren unirse a Cristo, según dice S. Juan: "La luz vino al mundo, pero los hombres amaron más
las tinieblas que la luz", Jn 3, 19. Sin embargo, Cristo vino "principalmente" para borrar el pecado
mayor, el que afectaba a todo el género humano: el pecado original".

En el misterio de la encarnación vamos a destacar la actuación de cada una de las tres divinas
personas y también la de la Virgen María.

3.6.4. El Padre es el que envía

Es el mismo Cristo quien afirma: "El Padre que me envió da testimonio de mí", Jn 8, 18. "Y ellos...
han creído que tú me enviaste", Jn 17, 8.

3.6.5. El Hijo es el "enviado"

"... dan testimonio de que el Padre me ha enviado", Jn 5, 36. "Para que crean que Tú me has
enviado", Jn 11, 42. "Tengo que trabajar en las obras del que me ha enviado", Jn 9, 4.

3.6.6. El Espíritu Santo es el que obra

Mt 1, 18: "Se encontró en cinta por "obra" del Espíritu Santo". Lc 1, 35: "El ángel le respondió: "El
Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra".

3.6.7. La Virgen María acepta y colabora

Lc 1, 38: "He aquí la esclava del Señor hágase en mí según tu palabra".


3.6.8. La encarnación como misterio de Dios

S. Pablo es el que habla en estos términos. Para Pablo el "misterio" comprende toda la economía de
la salvación, o todo el designio salvífico de Dios. Este misterio se nos ha manifestado en su Hijo
Jesucristo, en El todos los hombres, sin diferencias de raza ni de culturas, tenemos acceso al Padre,
porque Jesucristo es el único Señor y Cabeza que todo lo unifica y recapitula, Efes 1, 9-10; Col 1,
26-27; Rom 16, 25-26.

Esta economía de la salvación Pablo la califica de "misteriosa y de escondida"; y lo es bajo un doble


aspecto.

•Primero, porque tiene su origen y fuente en la sabiduría y poder de Dios, que sobrepasa todo
conocimiento humano.
•Segundo, el designio salvífico de Dios es un pensamiento de su corazón y un acto libre de su
voluntad; y Dios no se aconseja con nadie, ni hay criatura que pueda sugerirle el modo de proceder,
Rom 11, 33-34. Las consecuencias de esto son evidentes: el misterio de Dios sólo es accesible al
Espíritu de Dios y a quien éste se lo quiera comunicar. Así el designio de Dios, o su economía de
salvación, es doblemente misterioso: Por ser una decisión del corazón de Dios "escondida desde
antes de los siglos", hasta el día en que El se dignó revelarla "llegada la plenitud de los tiempos...",
Gal 4, 4; y por ser un designio impenetrable. Y un camino incomprensible en sí mismo "de la
sabiduría de Dios". Rom 11, 33; 16, 25; Efes 3, 8-11.
3.7. LA ANUNCIACIÓN. VISITA A ISABEL. NACIMIENTO

Antes de hablar de los misterios de María en la obra de su Hijo Jesucristo vamos a exponer algo
acerca de los "Evangelios de la infancia" y su género literario peculiar. El primer problema que
plantean los Evangelios de la infancia es su género literario. Como síntesis de los estudios más
recientes se pueden señalar tres notas.

•Los evangelios de la infancia son narraciones sustancialmente históricas. No hay duda de que tanto
Mateo como Lucas pretende referir hechos acaecidos en la historia. En Lucas, en concreto, no puede
olvidarse que en su prólogo dice que intenta narrar, "ordenadamente las cosas que se han verificado
entre nosotros, tal como nos las han transmitido desde el principio fueron testigos oculares y
servidores de la palabra... para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido". Lc l,
l¬4.
•Tales narraciones de la infancia está construidas de un modo artístico. Ello implica
fundamentalmente un selección de material en función de una construcción literariamente bella.
•Tales narraciones están influenciadas por un cierto procedimiento literario llamado "midráshico".
"Midrash", es un término de uso lingüístico que significa investigar, explicar la Sagrada Escritura. Un
midrash es una explicación edificante de la Sagrada Escritura hecha por los rabinos, ya sea en forma
de comentario, explicando versículo por versículo, ya en forma de homilía en el que parte de un
determinado pasaje y lo explica con argumentaciones y aclaraciones inesperadas para nuestro modo
de pensar y con toda clase de aplicaciones prácticas para cualquier situación de la vida humana. Este
género literario algunos exegetas consideran que pone en duda la veracidad e historicidad de los
evangelios de la infancia y por ello consideran que dichos evangelios no son un midrash. Los midrash
judíos, especialmente las narraciones midráshicas de historias de la infancia, contienen una
prolongación y embellecimiento literario de textos bíblicos meramente imaginativos y sin base
histórica. Sin embargo, tomando la palabra "midrash" en un sentido amplio, en cuanto narraciones
llenas de alusiones bíblicas, se puede, por comodidad, seguir usando el término, acotando que estas
alusiones no oscurecen en nada el carácter histórico de las narraciones. Por ejemplo, a un hombre
imbuido en la lectura del AT como en el caso de nuestros dos evangelistas (Mt y Lc) al narrar hechos
reales que son precisamente cumplimiento de lo que el AT había anunciado, no pueden menos de
venirle a la pluma espontáneamente alusiones a esos anuncios previos. S. Mateo habrá de descubrir
esas alusiones al AT en concreto, estudiarlas en sus contextos veterotestamentarios y volver
después con los resultados de esos estudios evangélicos a sus escritos.

Habitualmente se reconoce como dato cierto, que el evangelio de la infancia de Mateo y de Lucas
proceden de dos tradiciones distintas. En Mt, S. José es la figura central del evangelio, mientras que
en Lucas, el personaje principal es María. Se puede suponer que de una manera u otra, Lucas, ha
tenido a María como fuente principal de su evangelio de la infancia. Sin embargo, Mateo podría tener
la fuente de "los hermanos del Señor", es decir, de los parientes próximos del Señor, parientes, lo
más probablemente por parte de S. José; ello explicaría el relieve que se le da a S. José en la
narración.
3.7.1. La Anunciación

Este relato lo describe solamente Lc 1, 26-38. Poco después de sus desposorios (no boda o
matrimonio) con S. José, María recibió una revelación de Dios por medio del Angel Gabriel (que
significa: Dios, se ha mostrado fuerte). Este le saluda con estas palabras: "Salve, llena de gracia",
esto significa que alguien es objeto de la benevolencia divina, uno que ha sido favorecido por Dios y
continúa siéndolo, o alguien a quien se le ha concedido una gracia sobrenatural y la conserva. La
palabra griega es "kejaritomene" , y se ha traducido por: "llena de gracia".

La Iglesia expresa su opinión convencida de que María recibió totalmente el favor divino, y que
estuvo llena de gracias de orden sobrenatural y de los dones del Espíritu Santo que de ello se
desprende. El ángel continuó diciendo : "El Señor está contigo", descubriendo así que María disfrutó
de la asistencia divina en todas sus acciones hechas para la gloria de Dios. Y termina el saludo con
las palabras: "bendita eres entre las mujeres", indicando así que María ocupaba una posición única
entre las mujeres de todas las naciones y de todas las épocas. María queda confusa ante este saludo
y se turbó en la humildad de su corazón puro y sencillo. Mientras María reflexionaba sobre las
posibles consecuencias del mensaje, el ángel la tranquiliza, llamándola familiarmente por su nombre,
diciéndole que no tema y afirmando de nuevo que había encontrado favor ante los ojos de Dios.

A continuación le expone la naturaleza de la gracia que se le va a conceder: "Y he aquí que


concebirás y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús...", Lc 1, 30-32. Alusión a la
profecías de Is 7, 14. María responde al ángel: "cómo se hará esto, pues no conozco varón". El ángel
le responde : "El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra ...", Lc 1, 35. La concepción del Niño, será debida a una intervención especial de Dios por
medio de su Espíritu Santo, siendo éste la expresión del amor divino y procediendo del amor del
Padre y del Hijo, así se le atribuye al Espíritu Santo la "obra" de la encarnación. El ángel Gabriel
termina con estas palabras: "Por eso el santo que de ti nacerá será llamado Hijo de Dios". Es el Hijo
de Dios por generación eterna (El Verbo) y es el Hijo de Dios engendrado por obra del Espíritu Santo
en el seno virginal de María (Jesús de Nazaret, el Verbo divino encarnado).

A lo largo de esta conversación de María con el ángel podemos ver en María su sencillez, prudencia,
sabiduría, en todo ello se pone a prueba su fe, su obediencia y su humildad. Su fe en la revelación
del ángel fue completa y sin reservas, y por tanto, su consentimiento, sabiendo que iba a ser Madre
de Dios, no fue pasivo, sino activo, libre y sin coacción. Su obediencia fue completa y su humildad
profunda.

3.7.2. La Visitación a Isabel


Después de la anunciación, María se dirigió a visitar a su prima Isabel, que residía en una ciudad
llamada Ain Karen de la región de Judá. El motivo de la visita fue al enterarse por medio del ángel
que su pariente Isabel estaba encinta. Cuando María entró en la casa de Isabel, ésta sintió una señal
extraordinaria: el hijo que esperaba saltó de gozo en su entrañas, Lc 1, 41-44. Isabel se sintió llena
del Espíritu santo y exclamó: "Bendita tú eres entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre",
Lc 1, 42. Después se confiesa indigna de recibir la visita de María: "De dónde a mí tanto honor que
la madre de mi Señor venga a visitarme", Lc 1,43. Y reconociendo cómo había reconocido el misterio
por inspiración del Espíritu Santo, sigue diciendo: "Pues he aquí que, cuando tu saludo llegó a mis
oídos, el niño saltó de gozo en mi seno", Lc 1, 44. Y acaba Isabel alabando la fe de María, a la cual
se debió en parte la encarnación: "Y bendita eres tú porque has creído, porque el mensaje del Señor
se cumplirá en ti", Lc 1, 45.

La respuesta de la Virgen fue también inspirada por el Espíritu Santo, es el poema que conocemos
con el nombre del "Magnificat" en el que la Virgen María canta con entusiasmo la misericordia, el
poder y la santidad de Dios, que la había escogido para tan gran dignidad. En la segunda estrofa
demuestra que Dios quiere exaltar al humilde y abatir a los soberbios; en la tercera estrofa se
glorifica la fidelidad de Dios, que va a cumplir en su Hijo las promesas hechas a Abrahán y a su
descendencia.

3.7.3. Nacimiento

Cuando estaba próximo a nacer el Hijo de María, la familia tuvo que resolver un nuevo problema. Se
acababa de publicar un edicto del emperador Augusto por el cual se mandaba hacer un censo de
todos los habitantes del reino de Herodes. Para cumplir las disposiciones del decreto cada ciudadano
debía inscribirse en su ciudad de origen. Como José era de la familia de David, él y todos los suyos
tenían que inscribirse en Belén. Al llegar a Belén después de penosas jornadas de camino a pie se
encuentran que en Belén no hay un lugar para acoger al peregrino José y su familia. Se alojó en una
cueva natural del lugar, donde se alojaba ganado. No sabemos cuánto tiempo vivió allí María y José,
tampoco sabemos si el Niño nació la misma noche de llegada o si el nacimiento ocurrió algunos días
después. Cuando llegó el momento del alumbramiento María se retiró, y allí, en soledad, dió a luz a
su Hijo. Es artículo de fe católica que el nacimiento del Hijo de Dios ocurrió sin daño físico para
María, de tal manera que permaneció virgen físicamente antes del parto, du-rante el parto y después
del parto. A continuación lo envolvió en pañales y lo recostó en el pesebre de los animales.

María y José contemplaban absortos en oración y alabanza al Hijo de Dios y reflexionaban con paz y
gozo espiritual todos los acontecimientos. El Hijo de Dios nació en suma pobreza a fin de
enriquecernos con su pobreza, 2 Cor 8, 9: "Conocéis bien la generosidad de Jesucristo nuestro
Señor, el cual, siendo rico, por vosotros, se hizo pobre a fin de que os enriquezcáis con su pobreza".
3.8. ADORACIÓN DE PASTORES Y MAGOS DE ORIENTE

Estando los pastores, durante la noche, guardando sus rebaños de ovejas, se les presentó el Ángel
del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz y se llenaron de temor. El ángel les dijo: "No
temáis, pues os anuncio una gran alegría... os ha nacido, hoy en la ciudad de David, un salvador,
que es el Cristo Señor... y se oyó una multitud del coro celestial que decía desde el cielo: Gloria a
Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace", Lc 2, 8-14. Los
pastores fueron a Belén, visitaron al Niño.

Los pastores proclamaban lo que habían visto y todos se maravillaban de lo que les oían. María, por
su parte, guardaba todas estas cosas en su corazón. Estos pastores representan los pobres y
sencillos del pueblo de Israel, eran los preferidos Dios. Así nos lo mostró Jesús cuando dijo:
"Gracias te doy Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado esta cosas a los sabios y
prudentes y se las has revelado a los pequeños", Mt 11, 25.

Los Magos de Oriente visitaron al Niño aproximadamente al año de haber nacido. Dijeron que habían
visto una estrella desconocida en el Este, la estrella del Mesías, y que Herodes les había informado
de la profecías de Miqueas, por la cual sabían que el salvador nacería en Belén de Judá. Llegaron
guiados por dicha estrella a la casa del Niño y vieron a María con el Niño en sus brazos, se postraron
ante él y con toda reverencia le ofrecieron regalos que era al mismo tiempo demostración de su fe:
oro, incienso y mirra. Los regalos de los magos de Oriente indicaban claramente que en el Mesías no
veían solamente la naturaleza humana del mismo, puesto que eran ofrendas que se ofrecían a los
dioses. Según una tradición común, el oro era un tributo a la realeza de Jesús; el incienso, a su
divinidad, y la mirra, a su humanidad.

María y José recordaron la profecía del anciano Simeón, anunciando que Jesús sería la luz de
revelación para los gentiles, Lc 2, 32. Y también el salmo, 71, 10 11: "Los reyes de Tarsis... los
reyes de Eheba y de Sabá le traerán regalos. Todos los reyes se postrarán ante el y todas las
naciones le servirán". Los Magos de Oriente representan la universalidad de la salvación traída por
Cristo, nadie queda excluido de la gracia de la salvación. Ellos representan la gentilidad del género
humano, los que no son del pueblo elegido, Israel.

3.9. CIRCUNCISIÓN E IMPOSICIÓN DEL NOMBRE DE JESÚS

La circuncisión se realiza a los ocho días de haber nacido; es un rito muy antiguo dentro de pueblo
judío y consiste en la ablación completa del prepucio que cubre el glande del miembro viril. Desde la
antigüedad se la concibió como una señal de la Alianza, como signo de sumisión a Yahvé, Ex 4, 25, y
de pertenencia a la comunidad de Israel, Ex 12, 48, y consiguientemente como señal que debía traer
a la memoria los deberes impuestos por la Alianza: Deut 10, 1. Junto al rito de la circuncisión va la
imposición del nombre. Al Niño se le puso el nombre de Jesús, de acuerdo a lo que el ángel había
señalado a María, Lc 1, 31 y a S. José, Mt 1, 21 que significa "Dios salva" o "el que salva". Así con el
rito de la circuncisión y la imposición del nombre se cumplió lo que dice S. Pablo en Gal 4. 4: "Nacido
de mujer sometido a la Ley". O el pasaje de Hebr 2, 17: "Por eso tenía que parecerse en todo a sus
hermanos".

3.9.1. Purificación de María

Según la Ley de Moisés, toda mujer que daba a luz un hijo varón era declarada impura durante
cuarenta días, Lev 12,, 1.s. Esta ley sobre la pureza estipula que, después de cada parto, la mujer
debe hacer una ofrenda de purificación. El nacimiento de cada hijo está seguido por siete días de
impureza; pero luego la madre tiene que esperar todavía treinta y tres días antes de poder
acercarse a un Templo para llevar al sacerdote un cordero de un año como holocausto, y una
palomita o tórtola como ofrenda de expiación. Se añade en la Ley que quien no pude pagar un
cordero debe de llevar dos tórtolas o dos palomas jóvenes, una para el holocausto, y otra para la
ofrenda de expiación. Lev 12, 2 8. Todo esto toca, en primer lugar, a la madre que tiene que
purificarse después del parto. Es el rito de la purificación de la madre.

3.9.2. Presentación del Niño en el Templo

Otra ley levítica estipula que todos los primogénitos de Israel son propiedad exclusiva de Dios. Ex
22,28-¬29: "Me darás el primogénito de tus hijos". Todo primogénito de sexo masculino, de hombre
o ganado, pertenece a Dios: los animales tienen que ser sacrificados, y los hombres deben de ser
rescatados. Ex 13, 2. Y el precio del rescate es de cinco siclos que se han de pagar a cualquier
sacerdote. Lev 27, 3, a partir del mes del niño.

María y José cumplieron con este rito, cuando dice en Lc 2, 22: "Cuando según la Ley de Moisés, se
cumplieron los días de la purificación de ellos, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor,
como está escrito en la Ley del Señor: "Todo varón primogénito, será consagrado al Señor" y para
ofrecer en sacrificio" un par de tórtolas o pichones" conforme a lo que dice la ley del Señor".

3.9.3. Profecías de Simeón y de Ana

S. Lucas termina el relato de la presentación del Señor con el testimonio de Simeón y de Ana; y
dice: "Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, era varón justo y piadoso y esperaba la
consolación de Israel, y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo
que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor...". ... y lo tomó en brazos (al Niño)
y bendijo a Dios diciendo: "Ahora Señor, puedes dejar que tu siervo vaya en paz porque han visto
mis ojos tu salvación... luz para iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel". Lc 2, 29 32.

La primera idea de la profecía es que el recién nacido debe ser, en el plan de Dios, caída y
resurrección de un gran número en Israel. Poniendo el acento en la caída y sobre la oposición que va
a experimentar. Este texto mira exclusivamente al pueblo judío: es precisamente a sus
compatriotas, que viven a la espera del Mesías, que éste será causa de su caída, piedra de
escándalo o tropiezo, y este escándalo culminará en el Calvario. (l Cor 1, 23: "nosotros predicamos a
Cristo crucificado, escándalo para los judíos...").

Pero Jesús no es sólo causa de caída, sino también de Resurrección y de vida; y espontáneamente
se piensa en multitud de textos que presentan a Yahvé como autor de la vida y de la muerte. Deut
32, 29. Será pues signo de contradicción y éste es su destino. Veamos los últimos días de la vida de
Jesús y veremos cómo se realizaron a la perfección estas profecías. Dirigiéndose a su Madre, María,
le dice: "Y a ti misma una espada te atravesará el alma". Lc 2, 35. Esto significa que María participa
del destino de Jesús. Por lo tanto, ella es como su Hijo signo de contra¬dicción. En estas palabras de
Simeón en la profecía de Cristo Mesías, Hijo de Dios, queda introducida la figura de la Madre
Dolorosa.

El testimonio de Ana queda expresado de la siguiente manera: "Había también una profetisa, Ana...
no se apartaba del Templo... como se presentase en aquel preciso momento, alababa a Dios y
hablaba del Niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén". Lc 2, 36,

Esta profecía viene a confirmar la de Simeón, Lc 2, 29 35. La Ley exigía que la verdad de un hecho
fuera garantizada por el testimonio de dos o tres testigos, Deut 17, 6. De aquí que, en muchas
ocasiones los evangelistas se hayan preocupado por asegurar una presencia de dos o tres testigos
en los episodios importantes de la vida de Jesús. Mt 18, 16; Jn 8, 17; Lc 9, 28 30. Ana era persona
de fiar en su testimonio, era viuda y de edad, "no se apartaba del templo", y por ello fue una
particular providencia de Dios que nos gobierna a través de los acontecimientos ordinarios de
nuestra vida. Su don profético se pone, con todo, de manifiesto en el hecho de reconocer al Mesías,
como tal, alabando a Dios por su aparición y hablando sobre ello a todos, estos es, a los que se
encontraban en el Templo y que, igual que ella, "esperaban la redención de Jerusalén".

3.9.4. Jesús, perdido y hallado en el Templo

En Lc 2, 41 50 se nos narra el acontecimiento. Todo judío, mayor de trece años, tenía obligación de
ir al Templo de Jerusalén tres veces al año, a saber, durante la Pascua, en la fiesta de Pentecostés, y
en la de los Tabernáculos. Las mujeres no estaban obligadas a ir, pero podían hacerlo si este era su
deseo. Muchos padres llevaban con ellos, en peregrinación, a sus hijos al Templo, aunque no
hubieran cumplido los trece años, seguramente para que se fuera acostumbrando, y así vemos que
María y José llevaron a Jesús al templo durante la fiesta de la Pascua, cuando el Niño no había
cumplido los trece años. Cuando terminaron las ceremonias religiosas de la fiesta de la Pascua,
María y José se unieron a una caravana que regresaba a Galilea. En la primera parada, después de
un día de viaje, se dieron cuenta que el Niño no iba con ellos. Con gran alarma regresan a Jerusalén
preguntando a todos los grupos del camino si han visto al Niño. Cuando llegaron a Jerusalén,
estuvieron buscando por todos los lugares donde hubiera podido entretenerse, y después de tres
días lo encontraron en el Templo, escuchando a los doctores de la Ley y haciéndoles preguntas.
Todos los presentes estaban admirados y asombrados de la inteligencia de Jesús en sus preguntas y
respuestas.

Cuando María vio y oyó a Jesús, le preguntó: "Hijo mío, ¿por qué has hecho esto con nosotros?. Tu
padre y yo andábamos buscándote con mucha ansiedad". La respuesta de Jesús implica un
conocimiento mutuo de que los temores por su seguridad no tenían fundamento: "¿Por qué me
buscabais?". Y después de ello explica el motivo de una conducta que no parecía de acuerdo con su
obediencia y amor filial: "No sabíais que tengo que ocuparme de las cosas de mi Padre?" Lc 2, 49.
"Pero no compren¬dieron sus palabras". Lc 2, 50. No es extraño que María no entendiera, de un solo
golpe todo el misterio de la vida de Cristo, pero lo mismo que su amor y su gracia iban aumentando,
también aumentaría su capacidad de entender todo el misterio poco a poco. Por eso S. Lucas nos
dice que María guardaba éste y otros incidentes de la vida oculta: "y su Madre guardaba todas estas
cosas en su corazón". Lc 2, 51.

Este período de la vida de la infancia de Jesús culmina con estas breves y bellas palabras: "Bajó con
ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas
en su corazón. Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los
hombres". Lc 2, 51 52.

Cristología II - 7° Parte: La Vida Pública de Jesús - El


Bautismo en el Jordán

P. Ignacio Garro, S.J.


SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

4. LA VIDA PÚBLICA DE JESÚS - ACTIVIDAD APOSTÓLICA

4.1. EL BAUTISMO EN EL JORDÁN

S. Marcos nos dice: "Vino Jesús de Nazaret en Galilea y fue bautizado en el Jordán por Juan (el
Bautista)". Mc 1, 9. Antes de hablar del bautismo de Jesús es necesario hacer una mención a Juan el
Bautista, el Precursor, el que prepara los caminos del Señor.
Juan el Bautista, es el hijo de Zacarías e Isabel, el que, por inspiración del Espíritu Santo, había sido
proclamado desde su nacimiento como el gran profeta precursor del Mesías. Lc 1, 15 77. El tema de
predicación de Juan es la inminencia del Reino de Dios, que a la vez que anuncia una era de paz y de
bendición del cielo, también proclama la necesidad de la conversión para no caer en el juicio severo
del día de Yahvé. Mt 3, 2. Juan acompaña su predicación con una acción doblemente simbólica: el
bautismo en el río Jordán por la inmersión en el agua, como signo de penitencial de purificación. Mt
3, 2. Simbólico el paraje en que bautiza; porque el paso del Jordán había sido para el pueblo
israelita el complemento del paso del mar Rojo y la entrada en la tierra prometida, en seguimiento
del arca de la Alianza, Jos 3, 1 17; 4, 22 25.

Todas estas circunstancias contribuyeron a que el pueblo considerase a Juan como a un profeta, a
pesar de que de él no se contaba ningún milagro Mt 11, 9. Su misión, es señalar con el dedo a otro
que ha de venir detrás de él, pero que es más grande que él: "Aquél, que bautizará con el Espíritu
Santo y con fuego". Mt 3, 11.

Cuando el Bautista se halla en el apogeo de su ministerio de precursor: "vino Jesús desde Nazaret
en Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán". Mc 1, 9. Y Lucas dice: "Cuando todo el pueblo
estaba bautizándose, bautizado también Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo y bajó sobre él
el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo: "Tú eres mi Hijo
amado; en ti me complazco". Lc 3, 21. En esta teofanía, se pueden señalar tres fenómenos: Un
abrirse o rasgarse de los cielos; un descender del Espíritu Santo en forma de paloma sobre Jesús; y
la voz del Padre desde los cielos proclamándole como Hijo amado. El abrirse los cielos es señal de
promesa de abundancia, de bendiciones divinas a modo de lluvia benéfica. Deut. 8, 12. El
simbolismo de la paloma en el AT. no aporta luz para la interpretación de este mensaje. Y la voz del
cielo, o "el eco de la voz (de Dios)", se consideraba como la forma de manifestarse la voluntad
divina en aquellos tiempos en que Dios no enviaba ya profetas que hablasen en su nombre.

El sentido general del bautismo de Jesús es un preludio del misterio pascual. Mateo intercala aquel
diálogo entre Juan el Bautista y Jesús para explicarnos el sentido de este bautismo. Mt 3, 14 15. Si
Jesús se acerca a Juan para recibir el bautismo: "cuando todo el pueblo se bautizaba", Lc 3, 21
incorporándose a la masa de los penitentes, y si se sujeta a un rito que implica un sentido
penitencial, no es porque Jesús tenga conciencia de pecado propio ni sienta la necesidad de
confesarlo con arrepentimiento, si no porque, en cumplimiento del plan salvífico de Dios, se hace
solidario con los pecadores (que no con los pecados) para salvarlos a todos. Esto es los que se
esboza aquí en este bautismo penitencial del Jordán. Un Jesús, el Cristo, que ha tomado la carne de
pecado, Rom 8, 3, aunque él mismo no tiene pecado, Hbr 4, 15; 1 Petr 2, 22. Desde el momento
mismo de su encarnación ha aceptado la responsabilidad de ser Cabeza de la humanidad pecadora,
y no se avergüenza de llamar hermanos "a los que somos pecadores", Hebr 2,11, ni de hacerse en
todo semejante a nosotros, Hebr 2, 17, hasta la humillación de ser bautizado entre los pecadores,
como más tarde morirá entre dos malhechores. Mc 15, 27. Jesús, no tiene que confesar pecados
propios, Jn 8, 46, pero se solidariza con los que se veían obligados a reconocer sus culpas. Mt 3, 6,
para reconciliarlos con Dios Padre.

Esta idea evoca la imagen de Jesús como Siervo de Yahvé, que no ha cometido falta, pero ha
cargado en sus espaldas nuestros crímenes y por sus sufrimientos obtendrá el perdón para la
multitud innumerable de pecadores. Is 53, 4 11. El primero de los cantos del Siervo de Yahvé, Is 42,
1 9, comienza con esta frase: "He aquí, mi Siervo, mi servidor... mi elegido, en quien me he
complacido; en él he puesto mi espíritu...". Salta a la vista la semejanza de este oráculo divino con
lo ocurrido en el Jordán. Los sinópticos se contentan con presentar a Jesús como verdadero Siervo
de Yahvé. S. Juan, sin embargo, lo presenta como el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo, Jn 1, 29 36. La expresión, metafórica, se compara a Jesús con el cordero ofrecido en
sacrificio para expiar los pecados de los hombres. También el Siervo de Yahvé se compara a un
cordero que sufre en el silencio, Is 53, 7. Esta perspectiva pascual del bautismo de Jesús es, por lo
mismo, una perspectiva soteriológica y eclesial. Como dice S. Ambrosio: "Quiso el Señor ser
bautizado, no para purificarse él, sino para purificar las aguas, de modo que estas, limpiadas por
aquella carne de Cristo sin pecado, alcanzasen la eficacia de bautizar (regenerar)".

Finalmente la efusión del Espíritu santo lleva consigo una consagración (unción) de la persona que lo
recibe: "El Espíritu del Señor Yahvé vino sobre mí; por lo cual Yahvé me ungió para anunciar la
buena nueva a los pobres", Is 61, 1. Lc 4, 18. En la inauguración de Jesús en el oficio de "profeta"
se manifiesta su consagración y "unción" para este ministerio: consagración que, lo mismo que su
vocación, se realizó radicalmente en la misma encarnación. La teofanía en el bautismo proclama y
manifiesta es consagración y misión salvífico redentora. Porque con Cristo está estrechamente
relacionada la donación del Espíritu Santo. "Yo puse en él mi Espíritu para que anuncie a los pueblos
la Ley el camino de la santidad", Is 42, 1. En la tradición del AT. aparece con frecuencia el Espíritu
de Dios como el que inspira a los profetas, comenzando por Moisés, Num 11, 17, pasando por David,
2 Sam 23, 2, hasta llegar al Siervo de Yahvé, Is 42, 1; 61, 1, con una diferencia, a los profetas
anteriores se les dió el Espíritu limitadamente, mientras que a Jesús, el Hijo de Dios, "no se le dió el
Espíritu con medida", sino en toda plenitud. Jn 3, 34.

Después del relato del bautismo de Jesús en el río Jordán, S. Mateo nos dice que Jesús fue tentado
en el desierto. Este es el tema que sigue en la vida de Jesús.

Cristología II - 8° Parte: La Vida Pública de Jesús -


Las tentaciones de Jesús
P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

4.2. LAS TENTACIONES DE JESÚS EN EL DESIERTO

"Entonces Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo"
Mt 4, 1.

El hecho de las tentaciones en el desierto lo narran los tres sinópticos. Las coincidencias entre ellos
son manifiestas, aunque hay pequeñas divergencias.

La primera convergencia se refiere al contexto en que colocan este suceso. El hecho ocurre
inmediatamente después del bautismo en el Jordán y antes de comenzar la predicación pública.
Estamos ante un hecho notable antes de comenzar la vida publica de Jesús. En el que se intenta
demostrar que sólo después de haber vencido a Satanás, comenzará Jesús a predicar el Reino de
Dios. En el bautismo Jesús inaugura su misión salvífica como Hijo de Dios predilecto y Siervo de
Yahvé; y ahora se nos explica la manera de ejercer el oficio que se le ha encomendado.

La segunda convergencia que se da en los sinópticos se refiere al lugar y a la duración de la


tentación. Veamos: "cuarenta días", en el desierto evocan el recuerdo de los "cuarenta años", de
peregrinación del pueblo israelita por el desierto a la salida de la esclavitud de Egipto. "El desierto",
es el lugar de la proximidad de Dios y de la intimidad con el, Os 2, 14; pero también había sido para
el pueblo israelita el lugar que Dios había elegido para ponerlo a prueba, Deut 8, 2-4.

La tercera convergencia, y la mas importante, es la de afirmar el hecho de unas tentaciones


provocadas por el "tentador", "Satanás", "el diablo", Mt 4, 3; Mc 1, 13; Lc 4, 3. Aquí aparecen las
divergencias. Marcos sólo afirma el hecho de que Jesús "era tentado". Mateo y Lucas especifican en
qué consisten esas tentaciones.

Marcos, Mc 1, 12-13, es extraordinariamente conciso: habla de tentación, pero no nos informa ni


sobre su contenido ni sobre su resultado. Este resultado se adivina en unos versículos posteriores. El
primer acto de Jesús es el milagro de la expulsión de un demonio, los espectadores comentan entre
sí: "qué es esto?"... de modo que incluso da órdenes a los demonios y estos le obedecen". Mc 1, 21-
27. Jesús da la explicación de este poder sobre los demonios: "nadie puede entrar en la casa
ocupada por un hombre fuerte y arrebatar los despojos si primero no ha maniatado a aquel intruso".
Mc 3, 27. Así, Jesús aparece desde el principio de su predicación como "el más poderoso", que ha
encadenado a Satanás; los exorcismos pronunciados con eficacia por Jesús demuestran que en la
tentación del desierto, Jesús había derrotado y subyugado a su enemigo, y puede arrebatar de sus
manos a los hombres que tenía esclavizados. Las expulsiones de los demonios y el perdón de los
pecados son la manifestación y la aplicación de aquella victoria inicial y radical, Mc 2, 5-12. En S.
Mateo, las tentaciones en el desierto ofrecen a primera vista el aspecto de una disputa exegética
entre rabinos: se citan con abundancia textos bíblicos. Mt 4,4.6.7.10. Cristo sale triunfante pues su
interpretación de la Escritura es mas atinada que la de su enemigo.

En Mateo, Cristo es el "nuevo Israel", el "verdadero Israel", que tiene que hacer durante cuarenta
días en el desierto la prueba que había hecho el pueblo de Israel en el desierto durante cuarenta
años. El Pueblo israelita había sido elegido por Dios como "hijo primogénito", Ex 4, 22, como tal
había sido liberado de la esclavitud del pueblo egipcio, Os 11,1, y es conducido a través del desierto
hacia la tierra prometida. Con Jesús, está el verdadero "Hijo único", de Dios, Mt 3, 17; como Hijo de
Dios tiene que renovar la experiencia del pueblo israelita: se sentirá abatido, hambriento,
abandonado y por lo mismo tentado. Es la hora de la prueba: "Si eres Hijo de Dios...", di que estas
piedras se conviertan en panes"; respuesta: "No solo de pan vive el hombre..." "Si eres Hijo de Dios,
tírate abajo..."; respuesta: "No tentarás al Señor". Jesús pone toda su confianza en Dios, se somete
a su voluntad y afirma como regla de su vida el adorar y servir a sólo Dios. En estas pruebas
tentadoras Jesús ha renovado la experiencia del pueblo elegido en el desierto, pero ha reaccionado
de una manera totalmente opuesta, y por su sumisión incondicional a la voluntad del Padre, ha
demostrado ser verdaderamente Hijo de Dios. Estas tentaciones nos hacen también comprender que
aquí no se presentan unas tentaciones vulgares de gula, vanagloria o ambición; lo que aquí se pone
en juego es la misión y el destino del "nuevo Israel": Cristo. Se trata del mesianismo salvífico y
redentor: Satanás invita a Jesús a orientarlo con independencia e incluso en oposición al plan de
Dios. Pero Jesús da la respuesta que el pueblo israelita no supo dar en el desierto, Deut 6, 16; su
mesianismo será el de la obediencia del Siervo de Yahvé, ante la desobediencia del pueblo de Israel
en el desierto.

S. Lucas presenta las tentaciones como un preludio del viaje hacia la pasión. Y decimos "pasión", sin
añadir "glorificación"; porque la narración de Lucas, en vez de terminar, con la pincelada triunfal de
la retirada de Satanás y el homenaje y ayuda de los ángeles, como hacen Mateo y Marcos, se cierra
con el preanuncio de otra batalla encarnizada: "acabado todo género de tentación el diablo se alejó
de el hasta un tiempo oportuno", Lc 4, 13, es decir, hasta la pasión: "porque llega el Príncipe de este
mundo, nada puede él contra mí", Jn 14, 30. En la pasión también vencerá Jesús a Satanás por su
obediencia al Padre.

En resumen, lo que Satanás propone a Jesucristo en la prueba del desierto es que estructure su vida
y misión salvífica conforme al ideal de mesianismo predominante de aquella época: un mesianismo
triunfalista, de independencia y poder político, de felicidad terrena y de esplendor sin tener en
cuenta el plan de Dios: que era salvar a todo el género humano por el camino del sacrificio de su
Hijo ofreciéndose como víctima propiciatoria al Padre en favor de los hombres, estos son caminos
que van por el dolor, sufrimiento, kénosis, en definitiva el modelo del Siervo de Yahvé.

4.2.1. Historicidad de las tentaciones

Si Jesús fue El solo al desierto, y fue tentado en la soledad, ¿quién fue testigo de todo lo que allí
ocurrió?, nadie, excepto el mismo Jesús. Entonces ¿cómo narraron los evangelistas unos hechos que
nadie vio? Es indudable que Jesús narró estos hechos a sus discípulos y estos hechos fueron
narrados y tenidos en cuenta en la predicación y transmisión oral del mensaje. Un hecho tan
importante, tan íntimo y profundo de la vida de Jesús no pudo ser inventado por nadie. Tuvo que ser
Jesús quién narró este pasaje a los discípulos como una enseñanza importante en la predicación del
Reino de Dios. Por eso, para los evangelistas, las tentaciones de Jesús fueron tan reales (aunque no
fueran testigos presenciales), como sus milagros y su pasión y muerte. De hecho vemos cómo Jesús
en su vida apostólica tuvo que enfrentarse con concepciones mesiánicas que la gente se hacía sobre
él, y ese mesianismo triunfalista lo rechazó definitivamente: "Dándose cuenta Jesús de que
intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte", Jn 6, 15. Pero
todas las tentaciones se concentran en una sola: "Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz y creeremos",
Mt 27, 40-43, porque en la concepción judaica del mesianismo, la cruz es totalmente incompatible
con el Mesías. Jn 12, 34.

Esta tentación de huir de la cruz, le acompañó toda su vida asaltándole en todas partes, incluso del
discípulo Pedro a quien había llamado "bienaventurado", por haberle reconocido como Mesías, Hijo
de Dios, y momentos después le increpa con palabras durísimas "Apártate de mí Satanás ... me eres
escándalo y tropiezo, porque no entiendes los misterios de Dios, sino que te dejas guiar por el modo
de ver de los hombres". Mt 16, 22-23. El designio de Dios Padre era salvar a todo el Género
Humano mediante la cruz, l Cor 1, 23-25, y según este plan, el verdadero mesianismo era el de la
humillación y sufrimiento del Siervo de Yahvé. Ahí es donde se manifiesta la tentación: el
mesianismo que propone Satanás y el que esperaba el pueblo coetáneo de Jesús, era el mesianismo
lleno de prodigios, de felicidad terrena y de poder político, muy lejos, ciertamente del plan pensado
por Dios Padre.

La realidad existencial de la tentación en la vida de todo cristiano es un hecho. Jesús en el huerto de


Getsemaní recomendó a sus discípulos que "orasen para no caer en la tentación", Mt 26, 41 y el
mismo se entregó a la oración: Mt 26, 36. Porque "el fue tentado en todo como nosotros", Hebr 4,1
5, "y por haber sufrido realmente la tentación, puede venir en socorro de los que somos tentados",
Hebr 2, 18. Esto quiere decir, que sus tentaciones no fueron una mera representación escénica, sino
una experiencia real y humana.

Negar la realidad de la tentación de Jesús nos llevaría a una especie de "docetismo" o de


"monofisismo": Jesús no sería verdadero hombre que vive nuestra experiencia humana. Además, si
sus tentaciones no hubieran sido reales, perderían todo su valor pedagógico; y precisamente son un
modelo de comportamiento para nosotros porque son una experiencia vivida, que le arrancó en su
vida mortal "grandes gemidos y lágrimas", Hebr 5, 7. Pero ¿cómo podemos explicarnos una
tentación "real" en Jesucristo?.

Para responder correctamente hay que considerar el "sujeto" de la tentación y el "objeto" de la


tentación.

a. Por parte del "sujeto tentado"

Jesús, la tentación no supone necesariamente en El ninguna connivencia previa con el mal o con el
pecado. Para que una tentación sea verdadera, y se sienta como tal, no es necesario que el corazón
del hombre esté inclinado hacia el pecado con anterioridad a la misma tentación. La inclinación
afectiva, no controlada ni controlable plenamente por la voluntad, sino nacida espontáneamente en
el corazón del hombre herido por el pecado y que, como un peso, le impide el vuelo del alma a Dios,
le arrastra al amor de los bienes creados y la cierra en su egoísmo, es lo que en teología se llama
"concupiscencia". Es lo que S. Pablo llama "ley del pecado", que "reina en nuestros miembros" y
"nos esclaviza bajo el poder del pecado", Rom 7, 21 25.

En Jesucristo, Hijo de Dios, santificado desde el primer instante por la plenitud del Espíritu Santo, no
se puede imaginar una connivencia previa con el mal, ninguna ley del pecado que reine en sus
miembros, ninguna aceptación del mal propuesto por Satanás. Más bien Jesucristo es modelo de
perfecta unión y de connaturalidad con las cosas de Dios su Padre. Ahora bien, negar las
concupiscencias en Jesús, no es negar su sensibilidad de parte del sujeto, ésta es suficiente para que
esté abierto a la tentación Y de Jesús, si algo nos queda claro en los evangelios es su fina
sensibilidad para todas las sensaciones de la vida, ya positivas o negativas. Jesús por tanto, sin
tener pecado, ni inclinación al pecado "sintió" real y verdaderamente en su naturaleza humana la
malicia y maldad de la tentación. La epístola a los Hebreos no sólo recuerda "sus grandes gemidos y
lágrimas", pidiendo ser librado de la muerte, Hebr 5, 7 8, y anteriormente había dicho: "(Jesús), sin
pecado, fue tentado en todo como nosotros", Hebr 4, 15.
b. Por parte del "elemento objetivo"

El "elemento objetivo", de la tentación en Jesús puede brevemente definirse como; una situación
ambigua, en la que la voluntad del Padre y su mandamiento presentan un aspecto paradójico. El
objeto concreto es lo de menos; lo importante es que el "tentador" aprovecha aquella situación
ambigua y aquel mandato paradójico para hacer sentir al hombre una anomalía en el plan de Dios, y
así incitarle a la desconfianza y, en último término, a la insubordinación y rebeldía contra Dios, como
ocurrió en la primera prueba del Paraíso. Gen 3, 1 5.

Esta ambigüedad y anomalía semejante presenta la "misión" encomendada a Jesús por el Padre.
Nada tan grandioso como la obra de implantar el Reino de Dios entre los hombres; pero nada
también tan aparentemente tan absurdo e incoherente como elegir para ello la humillación el
sufrimiento y la derrota: éste es el escándalo de la debilidad y locura de la cruz, 1 Cor 1, 21 23.
Humanamente hablando, es más lógico y razonable un mesianismo con gloria y poder. Y ciertamente
la misión del Siervo de Yahvé, humanamente hablando, está abocada al fracaso, en medio de una
situación compleja y totalmente obscura. Y sin embargo, ese era el plan de Dios, salvar al Género
Humano, instaurando el Reino de Dios en el corazón de los hombres por medio del fracaso, la
humillación, el servicio fraterno y culminando en el sacrificio cruento de la cruz. Este plan
ciertamente nunca lo sospechó Satanás, es más, ni podía sospecharlo, porque este plan es sabiduría
de Dios y no vanagloria de los hombres. Por todo ello ¿por qué iban a ser necesarias la hostilidad de
las autoridades judías, la indiferencia y frialdad del pueblo, la incomprensión de sus discípulos? ¿Por
qué tendrá que morir en la cruz como un maldito y blasfemo de Dios? De todo esto es lo que
Satanás le propone que huya: que use de su poder mesiánico para centrarse en sí mismo, que
demuestre su autoridad y poder de Hijo de Dios, que ponga su confianza en los medios de la
sabiduría y fortaleza humanas, organizando el plan de su vida y de su obra salvífica en conformidad
con los "criterios" humanos (en este caso diabólicos) y sobre todo, con independencia de Dios.

En resumen: lo que Satanás propone es que Jesús no admita nada de fracaso, humillación, muerte
ni cruz. Y justo, ése era el plan de Dios. Si hay que tomar en serio las tentaciones de Jesús hemos
de ver en ellas cómo a Jesús se le abren dos caminos: el de la gloria y el triunfo humano y el de la
humillación, dolor y fracaso de la cruz. La elección es dolorosa; pero Jesús, "en vez del gozo, eligió
la cruz, sin tomar en cuenta la ignominia", Hebr 12, 2. Precisamente porque es Hijo de Dios, confía
totalmente en su Padre, (primera tentación), sin pedirle pruebas de su amor (segunda tentación),
tomando por única norma de su vida la reverencia y la sujeción amorosa a Dios su Padre (tercera
tentación).

En las tentaciones de Jesús tenemos un modelo real y consolador de cómo responder a la tentación.
El, que: "fue tentado en todo como en nosotros, pero sin pecado", Hebr 4, 15, es modelo de
respuesta decisiva y ejemplar de tener puesta la confianza en su Padre, en reverenciar el plan de
salvación que su Padre le había confiado y que se traducía en un servicio incondicionado hasta llegar
a la totalidad del sacrificio de la cruz, en favor nuestro. El, nos dió ejemplo con su vida de haber
obrado conforme al deseo de su Padre, Jn 8, 29, y dice: "Padre, he llevado a cabo la obra que me
encomendaste", Jn 17, 4. En la cruz dirá claramente: "todo se ha llevado a cabo", Jn 19, 30. Y el
móvil de su vida fue la total sujeción a la voluntad de su Padre: "amo al Padre, y obro conforme al
mandamiento de mi Padre", Jn 14, 31. El dinamismo de la vida de Jesús en su relación con el Padre
es el siguiente. El Padre y el Hijo viven en el amor mutuo, y este amor es una amorosa obediencia;
obediencia que le lleva a realizar las obras del Padre en actitud de servicio hasta llegar al sacrificio
cruento de la cruz, éste es el plan de redención querido por el Padre.

Esta obediencia amorosa se traduce en una actitud de total servicio: "no he venido a ser servido,
sino a servir y a dar mi vida por todos", Mt 20, 28. La vida de Jesús, es una vida de amor,
obediencia y servicio que culmina con el sacrificio de la cruz, y como premio a su obediencia y
entrega Cristo es resucitado y glorificado para siempre. Este era el plan del Padre, esta fue la vida
de Cristo, así se realizó la redención del Género Humano. S. Pablo lo expondrá: "así como por la
desobediencia de un solo hombre (Adán),todos fueron constituídos pecadores, así también por la
obediencia de uno solo (Cristo)todos serán constituídos justos", Rom 5, 19.

Cristología II - 9° Parte: La Vida Pública de Jesús - El


anuncio del Reino
P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

4.3. LA PREDICACIÓN, ANUNCIO Y PROCLAMACIÓN DEL REINO DE DIOS

En la carta de los Hebreos se nos dice: "Dios, que en otros tiempos había hablado en muchas
ocasiones por medio de los profetas, últimamente, en estos días, nos ha hablado por su Hijo", Hbr 1,
2. Por eso Jesús, la Palabra misma del Padre encarnada, comenzó su misión pública con estas
palabras: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca, convertíos el Reino de Dios está
cerca", Mc.1,15.
Los evangelistas señalan que Jesús al comenzar su actividad predicadora "enseñaba" a las gentes.
"Enseñanza" es un término que significa "exponer una doctrina". En el caso de Jesús, es la doctrina
del misterio de la salvación, o sea, el misterio del Reino de Dios. Reino de Dios que está cerca, o
entre nosotros.

El contenido del pregón proclamado por Cristo es: la buena nueva ("Evvangelion") de la salvación, a
proximidad del advenimiento del Reino de Dios,Lc.4,43, y de la venida del Salvador. Lc 2, 10.

El mensaje del Reino de Dios: Los evangelistas sinópticos concuer¬dan en que el tema primario de
la predicación de Cristo era el "Reino de Dios". "Enseñaba en las sinagogas y proclamaba el
evangelio del reino", Mt 4, 23, que "es el evangelio de Dios". Mc 1, 14. Jesús "les dijo: también en
las otras ciudades tengo que evangelizar el Reino de Dios, porque para esto he venido". Lc 4, 43.
Este Reino no es de una dimensión geográfica, ni política, sino religiosa y moral; es la sujeción del
hombre al dominio de Dios: esto, no es una esclavitud dura a un señor tiránico sino la aceptación
libre y alegre de la acción amorosa y benéfica de Dios Padre.

Porque el Reino de Dios anunciado por Cristo es la cercanía de Dios en la soberanía de su amor de
Padre, cuya consecuencia es un estado de paz, libertad y felicidad, cual sólo puede otorgarlas el
poder y la bondad de Dios. Reino de Dios es, por lo tanto, la acción salvífica de Dios y su aceptación
por el hombre, y, por consiguiente, es la salvación, objeto de las esperanzas del hombre; salvación
incoada en este mundo para consumarse en el eón futuro y eterno. Por eso la proclamación del
Reino es una "buena nueva", "Evangelio" o "buena noticia", precisamente para los pobres, los
destituidos, los oprimidos, que esperan su salvación del único que realmente puede traérsela, Dios.

4.3.1. Características del Reino de Dios. La conversión del corazón como la invitación a un cambio de
vida

El mensaje de Jesús tiene un marcado carácter de urgencia. El Reino de Dios no cabe sino aceptarlo
o rechazarlo. Por eso al principio de su predicación empieza la invitación tajante: "Convertíos y creed
en el evangelio", Mc 1, 15. Y declara que es preciso hacerse violencia para entrar en el Reino de
Dios, Mt 11, 12. Jesús sabe muy bien que el mensaje que él predica está en contra de las apetencias
hedonistas de la sociedad que le rodea, y por ello declara en su discurso las bienaventuranzas como
condición para entrar en el reino de Dios que él anuncia. Mt 5, 1, s.s. Las exigencias morales para
entrar en el Reino de Dios y vivir en él son altas y aún paradójicas pues parecen estar en contra de
las normales apetencias humanas: Cristo exige espíritu de sacrificio, de mansedumbre, de
desprendimiento, de perdón y de amor, incluso hacia los enemigos. Todo esto resulta algo
sobrehumano, pero, con todo, declara que no cabe sino aceptar estas condiciones en bloque o
rechazarlas. No hay término medio, porque el que no está con El, está contra El, Mt 12, 30. Y El ha
venido a traer no la paz sino la espada. Mt 10, 34; pues va a ser signo de contradicción en la
historia: "para que se abran los pensamientos de muchos corazones", Lc 2, 34 35.

En efecto, Cristo, con estilo profético apremia a sus oyentes para entrar en el Reino de Dios
empezando por practicar una sincera penitencia: "Haced penitencia en saco y ceniza", Mt 11, 21 s.s.
Jesús pide la compunción del corazón, Lc 15, 11,s.s, es decir, la vuelta de los sentimientos de hijos
de Dios. Para ello el hombre debe de liberarse de la atracción de las riquezas; Mt 6, 24, de la
sensualidad, Lc 7, 50, del odio hacia sus hermanos, Mt 6, 12, manifestando sentimientos de plena
magnanimidad y de perdón, sin distinción de raza ni de clase social. Mt 17, 22 Así, la conversión y la
fe son en Jesús las dos caras la misma postura fundamental. Sólo quien se convierte puede formarse
la creencia de que el tiempo de salvación ha llegado ya, y adquiere la disposición para cumplir la
voluntad de Dios conforme a la exigencia predicada por Cristo.

El mensaje de Cristo supone "una nueva justicia", que debe ser superior a la de los escribas y
fariseos: "Si vuestra justicia no fuera mejor que la de los escribas y fariseos, no podréis entrar en el
Reino de los cielos". Y por ello propone: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto", Mt
5, 48. Y todas las cosas deben de estar subordinadas a este ideal. "Buscad el Reino de Dios y su
justicia y todo lo demás se os dará por añadidura", Mt.6,33. Por eso, nos invita a pedir: "Venga a
nosotros tu Reino, hágase tu voluntad Así en la tierra como en el cielo", Mt 6, 9 13. Y sabe, también,
que este "Reinado" pleno no se dará en este mundo, en el que siempre estarán mezclados el trigo y
la cizaña. Mt 13, 24. Pero Jesús, no es un idealista desconectado de la dura realidad que le rodea,
más bien conoce muy bien las complejidades del corazón humano y sus debilidades innatas, por eso,
proclama que entremos por la puerta estrecha, dificultosa y cuesta arriba que lleva a la salvación, Mt
7, 13-4.

Jesús mismo se considera como el modelo en el camino hacia el Reino de Dios, y puesto que El ha
cumplido su misión en la renuncia y el sufrimiento, los que le quieran seguir deben también "tomar
la cruz", negándose a sí mismo Mc 8, 34: Incluso hay que estar dispuesto a perder la propia vida en
aras de los intereses del Evangelio. Mc 8, 35. Jesús identifica a su persona con el Reino de Dios y en
el momento solemne del juicio final, que abre la perspectiva del Reino de Dios en su dimensión
escatológica, Jesús con el Padre decide la suerte de los hombres.

4.3.2. El Reino de Dios como realidad salvífico mesiánica

Jesús es consciente de su condición de Mesías, y como tal proclama que con El se inaugura el Reino
de Dios. Prueba de ello es que ha empezado a remitir el poder de Satanás: "Si yo arrojo los
demonios por el Espíritu de Dios, luego ha llegado a vosotros el Reino de Dios", Mt 12, 27.

Para Jesús, el Reino de Dios en su dimensión salvífico mesiánica está ya en marcha; por eso se
enfrenta con las clases dirigentes judías que ni entran en el Reino de Dios ni dejan entrar en él y les
dice: "¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, porque cerráis a los hombres el acceso al
Reino de los cielos, pues ni entráis ni dejáis entrar", Mt 23, 13. En contraposición a esta actitud de
los autosuficientes fariseos, dice a sus discípulos: "No temáis, rebañito, porque plugo a vuestro
Padre daros el Reino", Mt 12, 32. Y les anima: "Más bien, buscad su Reino, y todo lo demás se os
dará por añadidura", Lc 12, 31. "A vosotros ha sido dado conocer el misterio del Reino de Dios", Mt
13, 44. Y a los niños, por su inocencia: "les pertenece el Reino de Dios", Mc 10, 14; es más, los
mismos pecadores arrepentidos pueden entrar en él, con preferencia a los orgullosos fariseos, "los
publicanos y prostitutas os precederán en el Reino de los cielos" , Mt 21, 31.

De este modo, Jesús anuncia el Reino de Dios como una realidad dinámica espiritual que está ya en
marcha y ha sido inaugurada con su mensaje. No es una transformación repentina de las almas que
se impone de una manera aparatosa, ni una mera evolución natural que parte de uno mismo, sino
que es una iniciativa que parte del Padre que se hace presente con la vida de Jesús, que se enfrenta
al poder de Satán. En efecto el mensaje de Jesús es, ante todo, una oferta de salvación, de
rehabilitación espiritual ante Dios que perdona, olvida y ama. Jesús brinda una oportunidad de
salvación, que exige una decisión, un cambio de vida, una entrega confiada a su mensaje de
salvación que comunica de parte del Padre, por eso exclama: "Si al menos en este día conocieras lo
que conviene a tu paz", Lc 19, 42. Jesús es consciente de ser el Salvador de este Reino de Dios, y
como tal, ha actuado en su vida predicando, llamando a penitencia, curando enfermos, expulsando
demonios, resucitando a los muertos.

Frente a la expectación anhelante de una manifestación espectacular del Reino de Dios, preparada
por el advenimiento del Mesías, como se esperaba entonces, Jesús declara claramente: el Reino de
Dios no viene con ostentación, ni podrá decirse, ¡helo aquí o allí! : "porque el Reino de Dios está
dentro de vosotros", Lc 17, 20.s.s. Es como un grano de mostaza, o como la levadura en una masa
de pan; es un germen sobrenatural que Jesús ha depositado en la sociedad de su tiempo, es un don
divino, por eso sólo Dios conoce su misterio y al fin de los tiempos tendrá una manifestación
decisiva. Meinertz dice: "es obvio suponer también en la petición "venga a nosotros tu Reino" se
encierra la súplica de todos aquellos bienes salvíficos que tienen ya efecto en el presente, y que cada
vez han de impregnarnos más...; y por más que el Reino sea un don del Padre, hay que buscarlo por
encima de todas las cosas y estar dispuestos por él a los mayores sacrificios. El Reino se encuentra
ya preparado desde la creación del mundo para los benditos de mi Padre, Mt 25, 34. Pero con la
venida del salvador se ha manifestado el reino juntamente con sus bienes salvíficos, porque el
ultimo período del tiempo, el período escatológico, ha comenzado ya. Es indiferente que dure más o
menos, ya que, por larga que sea la duración, el Reino existe y actúa con sus fuerzas divinas. Esta
actuación del Reino sitúa al hombre ante la decisión de abrirse con interés a los bienes salvíficos, o
bien de rechazarlos. Cuando Dios determine el día de la recolección, el Reino llegará a su
consumación".

En realidad Cristo es el punto de unión de los dos perspectivas:

•Mesiánica, porque en Cristo se ha realizado la promesa hecha a David.


•Escatológica, porque con Cristo se ha inaugurado "ya" el Reino de Dios "pero todavía no" se ha
consumado.

Jesucristo, como Mesías, inaugura la comunidad salvífico mesiánica que encontrará su plenitud en la
etapa definitiva del Reino escatológico. Entre ambas etapas (la del "eón" presente y el "eón" futuro)
hay una tensión no de oposición sino de continuidad y de plenitud.

4.3.3. Carácter espiritual y universalista del Reino de Dios

Los judíos contemporáneos de Jesús, esperaban una manifestación y venida del Reino en términos
de bienestar, paz y triunfo sobre los enemigos tradicionales de Israel. Por eso para ellos lo primero
era expulsar a los romanos de la tierra santa que era Israel, y luego debía darse la rehabilitación
material de los miembros de la comunidad israelita. Jesús se coloca en una perspectiva distinta. Por
eso, para evitar una interpreta¬ción temporalista de su mensaje, rehuye públicamente el titulo de
"Mesías" y cuando lo acepta es declarando expresamente que tendrá que cumplir esta misión en el
sufrimiento y el dolor. Mc 10, 37. Por el que se empleen armas para defenderle en el momento del
prendimiento en el huerto de Getsemaní. Lc 22, 38, pues su ideal no ha de introducirse por la fuerza
y la violencia sino por la persuasión interior. Sus discípulos y seguidores continuaban pensando en
que Jesús sería el Mesías esperado en sentido temporalista y cuando hizo su entrada solemne en
Jerusalén para dar cumplimiento a la profecía de Zac 9, 9 creían que habla llegado el momento de su
manifestación triunfalista, sobre todo después de haber arrojado del Templo a los comerciantes.
Pero Jesús, sigue anunciando su fin próximo a manos de las clases dirigentes de la sociedad judía y
aunque reconozca su categoría mesiánica ante el Sanhedrín, le da un sentido puramente
escatológico conforme a la profecía de Daniel, Mt 26, 64.

Precisamente porque el "Reino de Dios" predicado por Jesús es de índole espiritual, tienen cabida en
él gentes de todas las razas y de todos los tiempos, aunque El, personalmente ha sido "enviado a las
ovejas de Israel", Mt 10, 6. Este Reino es universalista. En efecto, frente al exclusivismo mesiánico
judaico declara con énfasis: "muchos vendrán de Oriente y Occidente, y se sentarán a la mesa de
Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos, mientras que los hijos del reino serán arrojados a
las tinieblas, donde será el llanto y crujir de dientes", Mt 8, 11.

Por tanto, el Reino, tal y como lo proclama Jesús, es un Reino netamente universalista porque se
basa en los valores del espíritu y no de la carne, y el espíritu no tiene fronteras. En realidad, el Reino
de Dios aunque se inicie su realización en este mundo, es algo supratemporal y supranacional, ya
que en él no intervienen los elementos temporales y políticos. Jesús presenta como modelo de fe a
un pagano, el centurión de Cafarnaún, Mt 8, 10, insistiendo que lo importante es la fe. Por su parte
los discípulos de Jesús deben de continuar su obra siendo "la luz del mundo", Mt 5, 14, pues, el
campo donde se siembra la semilla del evangelio es el mundo entero. Mt 13, 18. Pero este
"universalismo" no excluye el misterio de la elección divina ya que el Reino de Dios es un don divino:
"plugo al Padre dar el Reino a la pequeña grey", Lc 12, 32, pero por otra parte, la invitación a entrar
en el reino es general. Nadie está excluido de la participación en el reino de Dios, aunque, de hecho,
por las exigencias de renuncia que se imponen como condición para entrar en él, muchos rehusen
seguir la invitación del Maestro: "Muchos son los llamados, pero pocos los escogidos", Lc 13, 22. s.s.

4.3.4. Perspectiva "escatológica" del Reino de Dios

Anteriormente hemos hablado del Reino de Dios como una realidad dinámica espiritual y
universalista, que ya está actuando en el momento presente, es la semilla insignificante y oculta del
grano de mostaza que terminará en convertirse en una planta esplendorosa y visible en la que
llegarán a anidar los pájaros. Mt 13, 31.

Junto a estos textos de mesianismo espiritual hay otros que aluden a la manifestación plena del
Reino de Dios en un estado trascendente y metahistórico. Bajo este aspecto es lo que se llama la
perspectiva escatoló¬gica del Reino de Dios. Escatología quiere decir fin del ciclo de la historia
humana y momento decisivo y conclusivo del Reino de Dios. Esta tensión hacia una etapa definitiva
es algo que estaba muy metido en el alma del pueblo judío. En efecto, Jesús habla de una
intervención divina judicial al fin de los tiempos que acelerará el advenimiento del Reino de Dios en
su etapa definitiva y plena. Mt 25, 36, s.s. Por ello el Reino de Dios, como hemos dicho
anteriormente se ha instaurado "ya" con la venida de Cristo, pero "todavía no" ha llegado a su
culminación, ésta se realizará al final de los tiempos.

Para conjugar adecuadamente la tensión entre este "ya"... " pero todavía no" del Reino de Dios
entre nosotros predicado por Jesús es necesario tener en cuenta una doble expectativa en el pueblo
judío, la expectativa mesiánica y la expectativa escatológica. Jesús recoge esta doble expectativa y
la inserta en su predicación, aludiendo a las etapas del Reino de Dios. Con él ha llegado "ya" el Reino
de Dios, "pero todavía no" se ha consumado, esta última etapa está ligada a su venida futura que él
realizará al final de los tiempos. Es más, declara que todos deben vivir preparados, pues
inesperadamente hará su aparición el "Hijo del hombre", Lc 22, 18, aludiendo a su intervención
judicial al fin de la historia, participando plenamente del poder de Dios. Y reiteradamente habla del
"día del juicio", Mt 11, 20 24. Y también, Jesús habla del "Reino de los cielos" como lugar de
recompensa escatológica: "Habrá lamentación y rechinar de dientes cuando veáis a Abrahán, a Isaac
y a Jacob, así como a todos los profetas del Reino de Dios, mientras que vosotros habréis sido
arrojados fuera. Vendrá de oriente y de occidente, del mediodía y del norte, para sentarse en el
Reino de Dios", Lc 13, 28 29.

En la última cena Jesús, declara que no volverá a: "beber del fruto de la vid hasta que no llegue al
Reino de Dios", Lc 22, 18. Ello alude al festín mesiánico - escatológico, conforme a la idea expresada
por un comensal delante de Jesús: "Dichoso el que coma alimentos en el Reino de Dios", Lc 14, 15.
Y también cuando dice a sus discípulos: "Yo dispongo en favor vuestro el Reino de Dios, como el
Padre lo ha dispuesto en favor mío, de modo que comeréis y beberéis a mi mesa en mi Reino, y os
sentaréis sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel" , Lc 22, 29.

Cristología II - 10° Parte: La Vida Pública de Jesús -


Las exigencias para entrar en el Reino de Dios

P. Ignacio Garro, S.J.


SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

4.4. EXIGENCIAS ESPIRITUALES Y MORALES PARA ENTRAR EN EL REINO DE DIOS

4.4.1. Conversión profunda y entrega confiada al Padre celestial

Los evangelios resumen las exigencias de Jesús cuando anuncia el advenimiento del "Reino de Dios"
diciendo: "Convertíos y creed en el evangelio", Mc,1,15. "Conversión", supone un cambio de mente
("metanoia" = cambio de mente) sólo así es posible hacerse digno del "Reino de Dios". Ahora bien,
lo primero que pide la conversión es aborrecer el pecado, y una vez apartado del pecado aceptar un
programa de vida a base de la práctica de determinadas virtudes y la adhesión incondicional a la
persona y al mensaje de Cristo.

Otra de las características es reconocer la paternidad divina y esto dentro de una actitud filial. Jesús
les enseña a sus discípulos a decir "Padre nuestro", contrario al Dios lejano y distante del Monte
Sinaí. Ex 19, 18. La imagen que presenta Jesús, del Padre, y de nuestro Padre es la del Dios bueno y
providente: "que hace llover sobre justos y pecadores, que viste los lirios del campo", Mt 5, 45, s.s.
La exhortación "sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" , Mt 5, 48, es el modelo
ideal de nuestra vida. Dios Padre, El es el único bueno y por ello hay que acercarse a El con
confianza: "Pedid y se os dará...", Mt 7, 7-11. Porque como Padre se preocupa de nuestras
necesidades y provee en ellas. Por eso un sentido sanamente providencial en nuestras vidas es
necesario. Con esto, Jesús, no quiere fundar una sociedad de flojos y haraganes sino de personas
que viven, siempre en tensión hacia los valores espirituales de la vida, en función de lo: "único
necesario", Lc 10, 42, es decir, conseguir la vida eterna, Jn 12, 23.

4.4.2. Espíritu de renuncia

Frente a los sueños mesiánicos de una sociedad futura del bienestar dirigida por los principios
hedonistas, Jesús, resalta en su mensaje que sólo tendrán acceso al "Reino de Dios" los que tengan
espíritu de sacrificio y de renuncia. Por ello declara bienaventurados a los pobres, a los
misericordiosos y a los perseguidos por causa de la justicia del Reino de los cielos, etc. Mt 5, 1, s.s.
Respecto a su persona, Cristo, exige como condición previa a sus discípulos que: "tome cada uno su
cruz y que le siga cada día", Mt 10, 38, rompiendo incluso con los lazos familiares para entregarse
más de lleno a la causa del Reino. Lc 14, 25 33, porque: "el que se ama a sí mismo se perderá,
mientras que el que se odia en este mundo, se conservará para la vida eterna", Jn 12, 23 26. Para
dar fruto es preciso enterrarse como "el grano de trigo". Cristo triunfó por el sufrimiento y el dolor,
por eso, sus seguidores deben seguir su camino de persecuciones y sufrimientos. Mt 10, 23. Jn 15,
20.

En realidad todo el mensaje de Jesús se mueve siempre dentro de una dimensión trascendente y
ultraterrena. Y esto exige muchos sacrificios. Los contemporáneos de Jesús esperaban un Reino
mesiánico de índole terrenal. Jesús sale al paso de este falso mesianismo y lanza un mensaje de
superación en función de la esperanza trascendente. Jesús aclara ante Pilato: "mi Reino no es de
este mundo", Jn 18, 36. Por eso declara a sus seguidores que deben alegrarse cuando sean
perseguidos por aclamar el ideal, "porque su recompensa será grande en el cielo", Mt 5, 1 8. En
cambio, Jesús, considera desgraciados a los que han sido mimados por la suerte o la fortuna y aún
suenan duras y difíciles a los oídos humanos las palabras: "¡Ay, de vosotros, ricos, porque habéis
recibido vuestro consuelo!", Lc 6, 20 26. Y también declara: "¿De qué le sirve al hombre ganar el
mundo si al fin pierde su alma?", Lc 9, 23. Este es el gran interrogante que flota en todo el mensaje
de Jesús: que lo efímero y temporal no tiene valor, sólo lo sobrenatural tiene valor eterno, y esto
hay que descubrirlo y vivirlo aquí en la tierra para pasar a su plenitud en el cielo.

4.4.3. Espíritu de sencillez y de autenticidad

La vida de Jesús fue una lucha constante contra la hipocresía religiosa que caracterizaba a los
dirigentes religiosos de la sociedad judía. Estos se preocupaban solamente de cumplir externamente
y de guardar las apariencias. Jesús los define: "como sepulcros blanqueados, llenos de podredumbre
por dentro, limpios por fuera". Mt 23, 27. Jesús al contrario enseña una religión: "en espíritu y en
verdad", Jn 4, 24. Y es que una de las características de su mensaje es la sinceridad; por eso exige a
sus seguidores una posición clara y tajante: "Vuestra palabra sea sí, sí; no, no", Mt 5, 37. Esta
sinceridad requiere como actitud básica la "humildad". En la parábola del fariseo y el publicano
queda claro el pensamiento frente al orgullo y autosuficiencia de los dirigentes religiosos judíos y la
humildad sincera del publicano pecador. Lc 18, 10. Otra de las actitudes es la "sencillez" e inocencia
de los niños: "dejad que los niños se acerquen a mí, porque de ellos es el Reino de los cielos". Mc
10, 13. "En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como niños no podréis entrar en el reino
de los cielos", Mt 18, 3. De hecho, Jesús, no tomó como colaboradores suyos a sabios e inteligentes
de este mundo, sino a simples pescadores y gente sencilla. En su Reino, los primeros deben de ser
los últimos, porque El ha venido: "a servir y no a ser servido", Mt 20, 27. Jesús consecuente con
este espíritu de servicio, en la última cena lavó los pies a sus discípulos, dando así un sublime
ejemplo de humildad y servicialidad, pues cumplió cabalmente la función más humillante de los
siervos. Jn.13, 8.

4.4.4. El amor al prójimo

El mensaje de Jesús se basa en la vinculación esencial al Dios Padre, que queda como modelo de
perfección para los seguidores de Jesús. Pero, ¿cómo se demuestra el amor al Padre?. Cuando un
escriba le preguntó por el principal mandamiento de la Ley, Jesús, le respondió: "Amarás al Señor tu
Dios con todo tu corazón ... este es el más importante el segundo es semejante a éste: amarás al
prójimo como a ti mismo...", Mt 22, 37-40, con lo cual le señala la importancia del amor al prójimo
igual en importancia al primer mandamiento de la Ley. Jesús, en la última cena añadió: "un
mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros como yo os he amado". Jn 13, 34. En
el sermón del monte dijo que hay que amar incluso al enemigo, Lc 6, 27. Además, nos dió como
fórmula de oro: "todo lo que quieres que te hagan a ti, hazlo tú a los demás", Lc 6, 31. Y con: "la
misma medida que midamos a los demás, con esa misma medida seremos medidos", Mt 7, 2. De la
misma manera, no tendremos perdón de Dios si no nos perdonamos entre nosotros mismos. Mt 6,
12. Y es tan fundamental el precepto del amor, puesto en las buenas obras, que en el día del Juicio
Final se nos va a juzgar de acuerdo a la práctica u omisión de las mismas. Mt 25, 34 40. Jesús
pues, no ha creado un código abstracto de amor, sino que vivió su espíritu de servicio hasta el
extremo.

Pero la verdadera novedad en la enseñanza de Jesús sobre el amor al prójimo es que lo hace derivar
del amor a Dios, es decir, es un amor vertical, trascendente, no horizontal ni filantrópico: es el
modelo del amor al prójimo a través de Dios, que es el modelo de amor: "Sed misericordiosos como
es misericordioso vuestro Padre celestial", Lc 6, 36. Y para Jesús, el prójimo es todo hombre creado
a imagen y semejanza de Dios, Gen l, 26. De ahí, su mensaje universalista de salvación: todos son
hijos de Dios, y en consecuencia, todos son hermanos. Pero además, Jesús, da una razón nueva de
vinculación fraternal entre los hombres, pues El se considera como centro de la humanidad, (en su
condición de Redentor), y por ello se siente solidario con todos los hombres, especialmente con los
más desheredados y los que sufren. Por eso exclamará en el día del Juicio: "lo que habéis hecho con
uno de estos mis pequeños, conmigo lo hicisteis...", Mt 25, 40.

Cristología II - 11° Parte: La Vida Pública de Jesús -


Los milagros de Jesús
P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

4.5. LOS MILAGROS, SIGNOS SALVÍFICOS DEL REINO DE DIOS

No era infrecuente que un profeta acompañase su predicación oral con acciones simbólicas. La
acción simbólica expresaba en una forma visible y palpable el sentido del mensaje y al mismo
tiempo introducía y provocaba, en cierto aspecto, su realización. Así el profeta Abdías desgarra su
manto en doce piezas y entrega diez de ellas a Jeroboam para anunciar la escisión del pueblo
israelita, en los dos reinos, del norte y del sur, l Reyes, 11, 29 39.

Profetas hubo que, además, obraron milagros. Son famosos los de Eliseo, 2 Reyes 4, 1 6. Pero
quienes eran considerados como los grandes profetas y grandes taumaturgos fueron Moisés y Elías.
Jesús, realizó muchos milagros y se extendió rápidamente su fama entre el pueblo, pues hacía
muchos prodigios, Mc 1, 27 28. Los evangelios nos atestiguan este tipo de actividad milagrosa que
iba unida a su actividad predicadora: "recorría toda la Galilea, enseñando en las sinagogas y
proclamando el evangelio del Reino, y sanando todas las enfermedades y todas las flaquezas en el
en el pueblo", Mt 4, 23.

Ahora bien, ¿qué es un milagro?. El milagro solía mirarse particularmente bajo su aspecto
apologético (es decir, de defensa), como una acción divina que es argumento externo de la
revelación traída por Jesús. El milagro es una llamada de Dios; la iniciativa viene de El. Pero no
llama inmediatamente, sino que se vale de "las causas segundas", es decir de un hombre que es un
instrumento en la ejecución de la obra milagrosa realizada y en la explicación de su sentido. Porque
el milagro, por ser una llamada tiene un sentido definido (aunque el espectador pueda darle otro
sentido). Los milagros de Jesús, de hecho, se interpretaron de maneras opuestas, incluso como
obras satánicas: "y decían, está poseído por Beelzebul y en virtud del príncipe de los demonios lanza
a los demonios", Mt 3, 22, y también como obras divinas: "nadie puede hacer las señales que tú
haces si Dios no está con él", Jn 3, 2. El milagro tiende a mejorar la situación precaria del hombre:
Dios interviene en el mundo, no para destruirlo sino para recrearlo. El milagro: datos,1.- la Sagrada
Escritura, 2.- la Tradición, 3. el Magisterio.

4.5.1. Sagrada Escritura

En el N T. los milagros se denominan: "térata", es decir, "prodigios". También "semeia" que significa
"signo" de un prodigio sagrado. "Adynata", es decir, obras propiamente divinas, ya que son
imposibles para el hombre "erga", es decir, obras divinas, fuerza divina. S. Pablo la llama "dynamis",
fuerza salvadora; manifestaciones y efectos del poder divino. Los milagros remiten a la "dynamis"
divina o acción omnipotente con la que Dios vivifica y salva, en el orden natural y en el sobrenatural.
Estos términos: "erga" y "dynamis" destacan el aspecto físico, material del milagro, como obra del
poder divino que supera las posibilidades del saber humano. Lleva ese sello de Dios que le llama
"omnipo-tencia".

4.5.2. Tradición

S. Agustín, subraya el aspecto psicológico del milagro, éste es un fenómeno inesperado que rompe
la monotonía de lo cotidiano, y en consecuencia, provoca la admiración o estupor este efecto
psicológico sirve de punto de apoyo para la función de "signo" propia del milagro. Con su carácter
prodigioso, el milagro invita al hombre, demasiado distraído, o demasiado carnal, a levantar la
mirada al cielo y contemplar las realidades invisibles del mundo de la gracia.

4.5.3. Magisterio

No debemos buscar en los documentos del magisterio una definición explícita del milagro. Sin
embargo podemos encontrar en dichos documentos los aspectos destacados por la Sagrada Escritura
y la Tradición. El Vaticano I considera los milagros como "hechos divinos" es decir, que tienen a Dios
por autor; estos hechos manifiestan de forma eminente la omnipotencia de Dios, del mismo modo
que las profecías mantenían manifiestas su cumplimiento. El Vaticano I dice que los milagros son
también, signos de la revelación. Signos que Dios emite para ayudarnos a descubrir que ha hablado
a la humanidad. El Vaticano II habla de las "obras", "signos" y "milagros", con los que Cristo
manifiesta y ratifica al mismo tiempo el origen divino de la revelación.

Hechas estas aclaraciones conceptuales acerca del "milagro" nos proponemos ahora hacer una
definición de qué es el milagro: "Es un prodigio religioso que expresa, en el orden de la creación,
una intervención especial y gratuita del Dios del poder y del amor, el cual envía a los hombres un
signo de la venida al mundo de su palabra de salvación". Expliquemos los términos de esta
definición.

•El milagro es un prodigio, es decir, un fenómeno insólito que trastorna el curso normal de las cosas
tal como ha sido visto a lo largo de los siglos, ejemplo, la curación instantánea de un leproso. El
milagro acontece en el orden material, cósmico, es decir, en el mundo de las realidades sensibles y
espacio temporales que perciben nuestros sentidos
•El milagro es un "prodigio religioso" o sagrado. En consecuencia queda excluido todo lo que se
pudiera hacer por medios humanos. Por contexto religioso entendemos una serie de circunstancias
que confieren al milagro una estructura, al menos en apariencia, de "signo divino". Ejemplo, que
ante una simple oración elevada a Dios con fe y humildad se cure un enfermo desahuciado de
cáncer. El milagro sólo tiene sentido en su relación a Cristo, Mesías e Hijo de Dios y relacionándolo
con su obra salvífica, que es la Iglesia, que perpetúa su presencia a través de los siglos. Fuera de
este contexto soteriológico el milagro es un absurdo.
•El milagro es una ''intervención especial y gratuita de Dios". Con esto queremos subrayar un
aspecto del milagro constantemente afirmado por la Sagrada Escritura y por la Tradición. El milagro
como la "revelación" y la "salvación" de las que es signo, postula una iniciativa especialísima y
gratuita de Dios y, por tanto, distinta de la acción de conservación y gobierno que Dios tiene
habitualmente sobre el universo cosmos. El milagro es una actuación de la "dynamis" o fuerza de
Dios y al mismo tiempo, un signo de su "ágape", es decir, del amor que salva al hombre y al
universo.

Finalmente, el milagro, es signo de que ha llegado al mundo la salvación. El milagro está siempre en
relación con el acontecimiento salvífico, con la revelación: bien a través de la palabra profética del A
T, que anuncia y promete la salvación, bien por medio de la palabra de Dios hecha carne en
Jesucristo. En cualquier hipótesis, el milagro está siempre al servicio de la palabra, sea como parte
integrante de la revelación sea como testimonio de su autenticidad y eficacia. Los milagros son obras
marcadas por el poder de Dios. En los sinópticos los milagros de Cristo son epifanías del salvador,
manifestaciones de su poder universal y absoluto. Cristo actúan en nombre propio: con una simple
palabra cura, arroja los demonios, calma la tempestad, resucita los muertos. En S. Juan los milagros
son obras comunes del Padre y del Hijo y manifestaciones de que el poder está tanto en Cristo como
en el Padre.

Los milagros de Cristo son manifestaciones de su amor activo compasivo, que se vuelca sobre todas
las miserias. A veces la iniciativa el milagro parte del mismo Cristo, que se adelanta a la súplica
humana como en la multiplicación de los panes, resurrección del hijo de la viuda le Naím, curación
del hombre del brazo atrofiado. Otros milagros, en cambio, son la respuesta de Cristo a una petición,
a veces expresada claramente, a veces silenciosamente, encerrada en un gesto; los ciegos de Jericó,
la cananea, el centurión. Dios visita a la humanidad en sus flaquezas, siente compasión se
conmueve. Los milagros son la respuesta del amor de Dios a la súplica le la miseria humana. Dios es
amor, y este amor toma forma humana en Cristo haciendo visible al hombre la intensidad y el poder
del amor divino.

Contemplados desde esta perspectiva, los milagros se insertan en el tema más amplio del
cumplimiento de las Sagradas Escrituras: significa que por fin ha llegado el Reino de Dios, anunciado
por los profetas en el decurso de los siglos. Jesús de Nazaret es el Mesías. Los hombres son curados
de sus enfermedades y sobre todo liberados del poder del pecado y de la muerte: así proclamación
de la buena nueva, curaciones, exorcismos, demuestran que el Reino de Satanás es destruido,
mientras llega y se manifiesta el Reino de Dios Lc 7, 22; Mt 12, 28. Donde está Cristo actúa el poder
de salvación y de vida anunciado por los profetas, triunfando sobre la enfermedad y la muerte, sobre
el pecado y sobre Satanás. Ha llegado el Reino de Dios y está en acción.

Desde el punto de vista del hombre, los milagros son "signos salvíficos"; pero desde el punto de
vista de Cristo son, más exactamente, las obras el Hijo. Considerados como "obras", se relacionan
con la conciencia que Cristo tiene del misterio de su filiación divina y representan la actividad del
Hijo en medio de los hombres. Por eso, Cristo no cesa de remitir a sus oyentes a sus milagros como
testimonio del Padre en su favor, Jn 5, 36-3-7; 10, 25.

El reconocimiento de los milagros, como obras comunes del Padre del Hijo, nos introduce en el
misterio de la Trinidad. Si las obras de Cristo son también las obras del Padre, el cual posee la
iniciativa todas las cosas, y si, por otra parte, pertenecen al mismo tiempo al Hijo, esto revela que
entre el Padre y el Hijo hay una alianza única, un misterio de amor. Los milagros revelan que el
Padre está en el Hijo, y el Hijo en el Padre, unidos por un mismo Espíritu, Jn 14, 10 11; 10, 37 38.
Resumiendo podemos agrupar y sistematizar las funciones esenciales de los milagros de Cristo de la
siguiente manera.

•El milagro tiene por función significar la presencia de la proximidad benéfica del amor de Dios, y de
disponer el alma a la escucha de la buena nueva.
•El milagro tiene una "función reveladora", como elemento constitutivo de la revelación, que se
realiza en Cristo mediante "gestos palabras", "signos y milagros". El milagro manifiesta en ejercicio
la palabra de salvación. Sin el milagro que vivifica y salva los cuerpos, quizá no habríamos
comprendido que Cristo traía la salvación a toda criatura humana. Los milagros son, pues, un signo
del Reino, el cual no es algo estático sino una realidad dinámica que cambia la condición humana,
que establece el señorío de Cristo sobre todas las cosas, incluidos los cuerpos humanos y todo el
cosmos. Con la curación y la resurrección de los cuerpos y también con los exorcismos Jesús
destruye el reino de Satanás e instaura el Reino de Dios. La palabra de salvación se manifiesta así
como la palabra eficaz del Dios viviente.
•Finalmente, el milagro ejerce una función de "testificación", función jurídica. Es el sello de la
omnipotencia de Dios sobre una misión o una palabra que se dirige a El. En el caso de Cristo, este
testimonio tiene por objeto la afirmación central de Cristo sobre su condición de enviado de Dios
como Hijo del Padre y, a la vez, confirma la autenticidad divina del evangelio que él proclama.

4.5.4. El milagro y la fe

El milagro, por el hecho mismo de tener un sentido sobrenatural, apela a nuestra inteligencia. Y
como su sentido y su significado son las realidades sobrenaturales de la salvación escatológica, el
milagro es una revelación, cuya aceptación incluye, además del asentimiento intelectual al misterio
revelado, la adhesión total del hombre a la realidad salvífica significada por el milagro; y esta actitud
de asentimiento intelectual y de adhesión vital es lo que se llama "fe".

Los evangelistas y con ellos la Iglesia, al predicarnos los milagros de Jesucristo, no sólo quieren
instruirnos sobre nuestra salvación, sino también, y por encima de todo, exhortarnos a aceptarla en
nuestras vidas: nos invitan a "creer". Así lo explica S. Juan en su evangelio: "otros muchos signos
hizo Jesús que no están consignados en este libro... los he dejado escritos para que creáis que Jesús
es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo obtengáis la vida en su nombre", Jn 20, 30-31.
En los evangelios, el milagros se pone siempre en relación con la fe. La carencia de fe hace
imposible el milagro. Así, en Nazaret, donde sus conciudadanos: "se escandalizaron de El", y no
estaban dispuestos a reconocerle como profeta, Jesús: "no pudo hacer allí ningún milagro, fuera de
unas pocas curaciones", Mc 6, 3 6. El mismo Jesús se muestra conmovido por la fe profunda del
centurión (que es pagano), Mt 8, 10; o de la mujer cananea. Mt 15, 28, del paralítico y sus
camilleros, Mt 9, 1, y otros más. Una frase frecuente en labios de Jesús al hacer milagros es: "tu fe
te ha salvado; hágase conforme a tu fe", Mt 9, 22. En otras ocasiones requiere, como condición para
obrar el milagro, un acto explícito de fe: "¿creéis que puedo hacer esto?, Mt 9, 29. A veces la fe del
que pide el milagro es una fe débil, como la del padre del muchacho epiléptico, que dice con
humildad: "Creo Señor, pero ayuda mi débil fe", Mc 9, 24.

En todo caso la fe es necesaria. Porque fe es la condición humilde de la propia impotencia, la


petición confiada de socorro al que todo lo puede, y en consecuencia, la apertura del corazón del
hombre a la acción divina. Por el contrario, si el corazón del hombre se cierra, la luz y a acción
divinas resbalan sobre él dejándole, por su culpa, en las tinieblas en el pecado, Jn 8, 21; 9, 41.
Cuando falta la fe se llega incluso hasta el punto de atribuir las maravillas del milagro al poder
diabólico de Satanás, Mt 12, 2 4; ésta es la blasfemia contra el Espíritu Santo, que no puede
perdonarse, porque el hombre se hace el sordo al llamado de Dios, se encierra a la acción salvífica
de la gracia del Espíritu Santo. Mt 12, 31¬-32.

Dios no fuerza sus beneficios; ofrece al hombre su gracia, le invita a aceptar la salvación gratuita,
pero respeta siempre su libertad. Así es como el milagro, que de parte de Dios es un signo salvífico,
puede convertirse en ocasión de condenación para el hombre que se obstina contra la bondad
misericordiosa de Dios. Ejemplo: el caso de la resurrección de Lázaro. Unos creyeron, otros querían
matar a Lázaro para que no hubiera pruebas evidentes, otros decidieron matar a Jesús: un mismo
hecho, el milagro de la resurrección, da como resultado tres reacciones. Jn 11, 45,s.s. La actitud
ideal del creyente que ve los milagros de Jesús es la del ciego de nacimiento que al ser curado,
reconoce a Jesús, se postra ante El y le adora. Jn 9, 38.

Cristología II - 12° Parte: La Vida Pública de Jesús -


La transfiguración de Jesús
P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

4.6.- LA TRANSFIGURACIÓN: Lc 9,28-36; Mt 17, 1-9: Mc 9, 2-10

Para Lucas el hecho de la transfiguración de Jesús en el monte Tabor, representa la clausura de la


actividad pública de Jesús en Galilea, el hecho acaece antes de emprender el viaje definitivo
Jerusalén que desemboca en la Pasión, Lc 9, 51. El ambiente, alrededor de Jesús es el siguiente el
entusiasmo del pueblo acerca de Jesús ha ido disminuyendo, la oposición de los enemigos de Jesús
va en aumento. Jesús ha aceptado el acto de fe de Pedro en su mesianidad, pero inmediatamente ha
declarado el sentido real de su mesianidad, la del Siervo de Yahvé que ha de pasar por el sacrificio
de la cruz.

La transfiguración tiene como finalidad expresar la mesianidad de Jesús tal como él la entiende: un
mesianismo cuyo esplendor se deriva precisamente de su dimensión pascual en su doble fase de
humillación hasta la muerte seguido de la resurrección hasta la glorificación a la diestra de Dios. El
hecho lo narran los tres sinópticos y es en sí bien sencillo. Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan y se
los llevó a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos, los vestidos de Jesús quedaron blancos
como la nieve y su cuerpo quedó transfigurado. Se les aparecieron Elías, Moisés y conversaban con
Jesús. Pedro se queda admirado y le propone a Jesús hacer tres tiendas para quedarse allí. Una
nube del cielo se formó y se oyó una voz que decía: "Este es mi Hijo amado, escuchadle", Lc 9, 2 8.

Nos vamos a fijar en algunas consideraciones de tipo teológico en esta escena de las transfiguración
del Señor Jesús. El "monte alto", nos recuerda el Monte Sinaí, sobre todo por el acontecimiento de la
Alianza del pueblo de Israel con Dios, y el mediador de esta Alianza, Moisés. Monte sagrado y que
evoca la revelación de la voluntad divina. Ex 3, 1 15; 19, 2 20.

También puede evocar el Monte Sinaí, el monte que Yahvé eligió como su santa morada, Salmo 68,
16; y desde donde él mismo enseñará a todos los pueblos sus caminos, Is 2, 3; y salvará a todas las
naciones, Is 25, 6 10. Simbólica es la nube, signo de la presencia misteriosa de Dios, como lo había
sido en el Sinaí, en el tabernáculo y en el Templo, Ex 24, 15 18; 1 Reyes 8, 10 12; Ez 10, 3 4. Se
aparecen dos personajes. Elías, que representa a todos los profetas, y Moisés, que representa al
Maestro que enseña la Ley de Dios. Culmina la escena con la voz que proviene del cielo diciendo:
"este es mi Hijo querido, escuchadle". Esta frase va dirigida a los apóstoles allí presentes, que
representan de alguna manera al nuevo Israel. Escuchad al Mesías del Reino de Dios.

Moisés había anunciado al pueblo de Israel: "las naciones paganas dan crédito a sus adivinos y
agoreros. Pero para ti, Dios, suscitará de en medio de sus hermanos a un profeta semejante a ti; yo
pondré mis palabras en sus labios y él anunciará todo lo que yo le mande decir; yo mismo pediré
cuentas al que no escucha mi palabra, la que este profeta pronuncie en mi nombre", Deut 18, 14 19.
En estas frases se da cuenta de la serie de profetas que, a continuación de Moisés, Dios había de
enviar a su pueblo, para instruirlo y dirigirlo. La serie de profetas se cerraba con Jesús, el Hijo de
Dios.

Cristología II - 13° Parte: Jesucristo Redentor - El


sacrificio redentor y la preparación existencial
P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

5. JESUCRISTO REDENTOR. ÚNICO MEDIADOR - SU MISIÓN REDENTORA: PROFETA,


SACERDOTE Y REY

5.1. EL SACRIFICIO REDENTOR PREPARADO Y FIGURADO EN EL A.T. PREPARACIÓN


CULTUAL

El sacrificio redentor de Cristo, como la misma Encarnación, no ha sido una improvisación en el plan
de Salvación. Le precedió una larga preparación y prefiguración en la economía de la antigua
Alianza, de tal modo que el Salvador, Cristo, se muestra en su pasión y muerte como la culminación
de toda una tradición que El escoge y actualiza en su propia vida.

Por una parte, existe una preparación general de la mentalidad judaica, preparación, principalmente,
de orden cultual, es decir, todo lo referente al culto en el Templo de Jerusalén, especialmente en la
oblación del sacrificio.

Por otra parte, en el aspecto existencial, están las figuras especiales que pre-anuncian la pasión y
muerte de Cristo, la más rica de todas ellas en este sentido es la imagen del Siervo de Yahvé del
profeta Isaías. En el culto judaico, el sacrificio desempañaba un papel muy importante, y entre los
diversos sacrificios, el sacrificio "expiatorio", ocupaba un lugar preferente, (fiesta del Yom Kippur ) .

Es necesario, ante todo, subrayar el aspecto positivo del sacrificio en la espiritualidad litúrgica y
cultual. El sacrificio implica renuncia o dolor, pero esencialmente es una "oblación que se hace a
Dios". Su valor simbólico no está en relación simplemente con el que encierre un sufrimiento
experimentado, sino más bien con la generosidad del don que se ofrece. El aspecto de privación o de
destrucción no tiene valor en sí mismo, sino por la sumisión que manifiesta, tanto más profunda
cuanto más dolorosa en la donación.

También es positiva la finalidad del sacrificio: tiene como finalidad el acercamiento a Dios, una cierta
unión con él. Para los antiguos, el don ofrecido, más que un objeto, representaba un trozo de sí
mismo. Por esta razón, el don es con frecuencia la expresión y el cauce de una alianza. La finalidad
del sacrificio se presenta a veces más bien bajo forma negativa: cómo alejar la cólera divina y
obtener su protección contra una desgracia inminente y muy temida. De todas maneras la finalidad
del sacrificio es siempre la amistad del hombre con Dios.

Por lo que se refiere a los sacrificios expiatorios, estos tienen como fin específico la "purificación".
Quitan las manchas que hacen impuro al hombre y le separan de Dios. Esta purificación alcanza su
culminación litúrgica en la fiesta del "Yom Kippur", o "Día de las expiaciones", en que se la simboliza
mediante el rito del "macho cabrío" emisario, animal sobre el que descargaban todos los pecados del
pueblo y a continuación era conducido al desierto. El significado exacto del rito de expiación ha sido
objeto de controversias. Intenta¬remos determinar la teología esencial implicada en ese rito.
Primero es preciso hacer una distinción entre el sentido de ciertos términos bíblicos y la significación
profunda del "sacrificio". El verbo "expiar" ("hilaskesthai", en griego), designa propiamente la
purificación, que tiene dos sentidos: "expiación" cuando se cumple una pena por una falta cometida.
"Propiciación", en cuanto apaciguamiento de la cólera divina.

La importancia de la "propiciación" se hace patente incluso en los sacrificios no expiatorios, como


plegarias e intercesiones. Una reflexión sobre la "propiciación" nos lleva dentro de la mentalidad
judaica a que el pecado es una ofensa que se hace a Dios y que merece de parte de Dios una
reacción de cólera. Se sigue que el pecado no puede borrarse sino en virtud del aplacamiento de esa
cólera y de una decisión divina de perdón. El sacrificio "propiciatorio" no puede pretender suprimir el
pecado sino mediante ese aplacamiento, y por lo tanto, gracias a una "propiciación". Lo primero que
se precisa es recobrar el favor divino, pues sólo de él proviene la purificación y el perdón. El culto
judaico conocía un sacrificio que, aun estando vinculado a la liberación del pueblo, no tenía el
carácter "expiatorio" era la inmolación del cordero durante la fiesta de la Pascua. Ex 18, 1-14; 21-
27. Pero lo característico del "sacrificio expiatorio" es que vaya ligado a la liberación del pecado, lo
que explica que Jesús se haya referido a este tipo de sacrificio como modelo de la Redención. Cristo
realizará su misión salvífica por medio del "Misterio Pascual" en el que él se ofrece al Padre como
víctima en el altar de la Cruz para redimir los pecados de todo el Género Humano.

5.2. PREPARACIÓN EXISTENCIAL

La historia del pueblo judío constituyó por sí misma una preparación al sacrificio redentor de Cristo.
En efecto, esa historia se caracteriza por experiencias de "desgracia" y de "liberación". Los dos
acontecimientos que, según la Biblia, dominan esa historia son: la liberación del pueblo judío de
manos de los egipcios, y la restauración del pueblo judío después de la vuelta del destierro
babilónico.

La reflexión religiosa en torno a las desgracias padecidas (opresión en Egipto, y destierro en


Babilonia) propendía a atribuirlas a los pecados, pero recalcando que los castigos venían en realidad
del amor de Dios que de ese modo quería provocar una transformación de las disposiciones internas
del pueblo elegido. Esto es lo que observa el autor del libro de los Macabeos y dice: "Estos castigos
buscan no la destrucción, sino la educación de nuestra raza". "Dios nunca retira de nosotros su
misericordia, cuando corrige con la desgracia no está abandonando a su propio pueblo". 2 Mac 6,
12-¬16. Surgió así la convicción en el pueblo judío de que a través de la desgracia llegaba la
salvación: sus sufrimientos y sus humillaciones, merecidas por sus culpas, no estaban destinadas a
aplastar al pueblo, sino a provocar su conversión y de ese modo se convertían para el pueblo en un
estímulo para la enmienda y la salvación.

5.2.1. El problema del sufrimiento

La interpretación de los acontecimientos históricos de Israel según el principio de que el sufrimiento


es castigo del pecado no podía dejar de suscitar serias dificultades. Es verdad que este principio
había sido aplicado sistemáticamente por ciertos autores sagrados a la historia del pueblo elegido,
como por ejemplo en el libro de las Crónicas, donde las enfermedades de los reyes son atribuidas a
las faltas cometidas. Pero tenía que tropezar forzosamente con la evidencia de que las desgracias no
siempre guardan proporción con la culpabilidad en que se ha incurrido. Así en los Salmos el justo
aparece luchan con pruebas que no cabe achacar a sus propias culpas, Salmo 7, 17, 26, contienen
enérgicas declaraciones de inocencia.
El problema de los sufrimientos del inocente se aborda en el libro de Job bajo la forma del caso
extremo de un hombre irreprochable abrumado por la desgracia. Y es que bajo una perspectiva
individual, el problema no puede recibir una respuesta satisfactoria. El contraste entre la inocencia
personal y el terrible zarpazo de la desgracia no puede encontrar justificación, ya que, según el
principio de una justa retribución, el inocente merece ante Dios el favor divino. Sin embargo, en la
mucha más amplia perspectiva del destino del pueblo y de la humanidad entera, en el A.T. se le dio
una significación a los sufrimientos del inocente: esto es lo que da pie a la profecía del Siervo
paciente, que sufre en bien de muchos.

Cristología II - 14° Parte: Jesucristo Redentor - El


Siervo de Yahvé

P. Ignacio Garro, S.J.


SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

5. JESUCRISTO REDENTOR. ÚNICO MEDIADOR - SU MISIÓN REDENTORA: PROFETA, SACERDOTE Y


REY

5.3. LA FIGURA DEL SIERVO DE YAHVÉ

El personaje literario del Siervo de Yahvé se describe en los cuatro cánticos del Libro de Isaías, 42,
1-7; 49, 1-9; 50, 4-9; 52, 13 - 53, 1-12. Este conjunto de cuatro cánticos del Siervo de Yahvé ha
tenido diversas interpretaciones. Una fundamentalmente individual mesiánica; la otra la
interpretación colectiva, que identifica al siervo como el pueblo de Israel, como el "resto" del pueblo
elegido. Nosotros sin entrar en detalles de discusión, mencionaremos los indicios que parecen
demostrar los sólidos fundamentos de la interpretación individual. Y este individuo es Cristo, el
Verbo divino encarnado que en su naturaleza humana padece los sufrimientos de la pasión y muerte
y se ofrece al Padre como víctima propiciatoria en favor de los hombres. La forma como lo describe,
su humildad, fortaleza, delicadeza, lo cuadra perfectamente con Cristo. El siervo tiene a su cargo
una misión con Israel por lo que no puede identificarse con él: el siervo debe de librar a los cautivos,
Is 42, 7; 49, 8; reagrupar a Israel, 49 5; ser alianza del pueblo, 42, 6; 49, 8; debe sufrir por las
culpas del pueblo, 53, 4-5. En el desempeño de su misión, el siervo muestra rasgos opuestos a los
del pueblo: el pueblo está cautivo y es impotente, 42, 22; el siervo es un liberador; el pueblo es
ciego y sordo, 42, 19, el siervo es luz de las naciones y abre los ojos a los ciegos, 42, 6-7; el pueblo
es pecador e infiel, 43, 27, el siervo es inocente, justo, 53, 9-11; el pueblo es rebelde, 48, 3, el
siervo es dócil , 50, 5-6.

Pero, aun sosteniendo el carácter individual del siervo, observamos que se da una transición de la
colectividad al individuo, en el sentido de que ciertas características del siervo, especialmente el
mismo nombre de siervo de Yahvé, o su situación humillante pertenecían primeramente al pueblo
judío y después fueron transferidas a una persona individual. Además, las actuaciones del siervo
como individuo conservan un matiz colectivo, ya que se efectúan o bien en nombre del pueblo, o al
menos en su favor. Se puede decir que en el siervo se nos ofrece un ideal de Israel, lo que el pueblo
judío habría debido realizar y que no ha podido alcanzar, pero que encuentra su realización concreta
en un individuo superior. De esta manera el Siervo reúne en sí mismo todo cuanto de bueno y de
noble hay en Israel; representa al pueblo judío en lo mejor que éste tiene. Es, sin duda, por esta
razón por la que el siervo es llamado "Israel" por Dios, pues a los ojos de Dios él ocupa el lugar del
pueblo, cumple el ideal de siervo y de este modo manifiesta la gloria divina que la raza elegida tenía
misión de revelar: "Tú eres mi siervo, Israel, en quien me gloriaré", 49, 3. El siervo individual lleva,
pues, en su persona la perfección y el destino de Israel.

El siervo no puede ser identificado con ningún personaje histórico concreto, ya que se le describe
como un ser ideal, de una inocencia y de una docilidad, perfectas. Aparece como un salvador ideal.
El papel que se le asigna es mesiánico: proclamar la verdadera doctrina y liberar del pecado a la
muchedumbre humana. Pero se trata de la figura de un Mesías paciente, muy diferente de la figura
del Mesías davídico, rey que impone su poder a las naciones, Is 9, 1-6.

5.3.1. La "misión" del Siervo según los primeros cánticos

La misión del siervo está expresada por medio de una afirmación conmovedora: el siervo ha sido
formado por Dios para ser "la alianza del pueblo", 42, 6; 49, 8. Lo que sorprende es la identificación
pura y simple del siervo con la alianza. Jamás se había hecho antes una identificación semejante. No
volvemos a encontrarla hasta la Ultima Cena, de labios de Jesús. La alianza entre Dios y el pueblo
debe concentrarse en la persona del siervo.

Esta personificación de la alianza implica una "misión liberadora". El siervo debe traer al pueblo judío
la liberación que Yahvé desea otorgarle en virtud de la alianza. Por eso el siervo está destinado a
liberar a los cautivos, 42, 7; 49, 9, a traer de nuevo el pueblo a Yahvé, a reagruparlo para él, 49, 5,
a levantar el país, 49, 8. Así pues, la liberación comprende una obra de restauración positiva, que
debe acercar el pueblo a Dios, unificarlo, rehacer su condición de elegido.

La misión del siervo comprende una tarea de enseñanza y de establecimiento de la verdadera


religión sobre la tierra: debe publicar su doctrina, instaurar la justicia y el derecho, esto es, la ley de
Dios, coincidente por lo demás con su propia ley, 42, 1-4. Esta misión, sobre todo bajo este último
aspecto, tiene una extensión universal. El universalismo está deliberadamente subrayado. El siervo
es la luz de las naciones, 42, 6; 49, 6, debe hacer llegar la salvación hasta los confines de la tierra,
49, 6, hacer aceptar su doctrina hasta en las islas, esto es, hasta en las regiones más lejanas, 42, 4.

El cumplimiento de esta misión se caracteriza por el paso de la humillación a la gloria. El siervo


aparece expuesto al desprecio y a la aversión, sometido a esclavitud. Pero he aquí que los reyes se
inclinan ante él: "Verán los reyes y se pondrán en pie, príncipes, y se postrarán...", 49, 7. Esta gloria
se le otorga al siervo, no ya como consecuencia de una empresa conquistadora sino por la acción de
Dios, que se hace reconocer en su siervo por respeto a Yahvé, que es leal, "al Santo de Israel, que
te ha elegido".

El liberador, no se presenta como un conquistador, que se impone a la fuerza. En la obra de difundir


su doctrina y su religión por toda la tierra, el siervo se caracteriza por su dulzura. Esta dulzura no
excluye, sino que más bien incluye la firmeza en la adhesión a la verdad, 42, 3. Ella mueve al siervo
a evitar toda ostentación, toda propaganda ruidosa: "no gritará", 42,2; ella le inspira sobre todo la
preocupación de no romper ni ahogar cosa alguna: "caña quebrada no partirá, y mecha mortecina
no apagará", 42, 3. De ahí que se muestre comprensivo, respetuoso hacia las flaquezas humanas,
preocupado por salvar en ellas todo aquello que se puede salvar.

5.3.2. El "sufrimiento" del siervo

En el segundo canto, 49, 7, ya se menciona el sufrimiento del siervo: "aquel cuya vida es
despreciada, y es abominado de las gentes". En cierto modo es la humillación del pueblo judío la que
se concentra en la persona del siervo. Pero todavía no se pone bien de relieve la actitud moral del
siervo ante este sufrimiento. La humillación es simplemente una situación objetiva que descarga
sobre el siervo.
En el canto tercero, el siervo paciente se caracteriza por la docilidad en medio de las pruebas; tal
docilidad no es una simple pasividad o resignación ante desgracias inevitables; es sumisión activa
con respecto a Dios, como la docilidad del discípulo que escucha al maestro: "El Señor Yahvé me ha
abierto el oído; y yo no me resistí, ni me hice atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban,
mis mejillas a los que me mesaban mi barba; mi rostro no hurté a los insultos y salivazos'', 50, 5-6.

Esta docilidad va unida a la confianza en la ayuda de Dios; gracias a es ayuda, el siervo no queda
avergonzado, y lleva ventaja en la confrontación con sus adversarios, 50, 7-9. La idea de una
victoria en medio de las humillaciones está aquí presente.

Es en el canto cuarto donde aparece el significado del sufrimiento del siervo: volvemos a encontrar
ahí la descripción de la humillación y de la docilidad del siervo paciente, pero en una visión mucho
más completa de todo el drama de la salvación.

Lo que se menciona principalmente en este canto es el triunfo final del siervo, la "glorificación", o
exaltación suprema que le será otorgada, Is 52, 13. Se nos indica de ese modo cuál es el sentido del
sufrimiento, que es un paso hacia la gloria; el dolor no es otra cosa que una prueba transitoria que
debe desembocar en una elevación mucho mayor. Por lo que se refiere al sufrimiento en sí mismo,
éste reviste varios rasgos característicos. Se trata de un sufrimiento "total", que afecta al siervo en
todo su ser, tanto moral como físicamente: "Varón de dolores y sabedor de dolencias", Is 53, 3, se
diría que el dolor está personificado en él. Sus sufrimientos físicos llegan hasta la muerte. Sus
pruebas morales consisten en el desprecio, en el abandono, 53, 3, el hecho de ser condenado por un
juez inicuo, 53, 8, de ser considerado como un criminal castigado por Dios, siendo totalmente
inocente, 53, 4. Esta apreciación injusta le persigue hasta en la misma muerte, pues su sepulcro es
colocado entre los malvados, 53, 9. Hay aquí un despojo que llega hasta el final, un aniquilamiento
en la estimación de los hombres: "indefenso se entregó a la muerte", 53, 12, "no le tuvimos en
cuenta", 53, 3.

El sufrimiento, enviado por Yahvé: "es aceptado voluntariamente y ofrendado por el siervo como un
homenaje a Dios". Constituye, pues un sacrificio. En efecto, el siervo, "se da a sí mismo en
expiación", 53, 10, y su voluntad responde así a la de Dios: "plugo a Yahvé quebrantarle". Esta
aceptación por parte del siervo se traduce en la ausencia de toda resistencia, de toda queja: "fue
oprimido, y él se humilló y no abrió la boca, como un cordero era llevado...", 53, 7. De este modo se
afirma el carácter heróico de su obediencia.

Si hay sacrificio, no se trata de un sacrificio ritual. No se habla de templo, ni de sacerdote, ni de


altar. El sacrificio evoca los sacrificios cultuales, pero los trasciende por completo. Es el resultado de
una persecución dramática, al margen de toda inmolación ritual. El acento se pone sobre la
naturaleza interior y espiritual del sacrificio. Se da una primacía a los sufrimientos morales, y el
sacrificio su valor de la perfección moral del siervo, de su inocencia y de su docilidad, que hacen
perfecta su oblación, enteramente conforme con la voluntad divina. El sacrificio se sitúa en el
corazón más que en las formas exteriores.

Este sacrificio es un "sacrificio expiatorio". El siervo expía los pecados de los hombres: "El ha sido
herido por nuestros rebeldías, molido por nuestras culpas", 53, 5. Los pecados, cuyo peso soporta,
son los de la humanidad entera, "de muchos", 53, 12. El castigo merecido por los pecados del
género humano recae, sobre él: ¿quiere esto decir que el profeta ve ahí una manifestación de la
cólera divina? Habla de "castigo", 53, 5, de punición por las infidelidades del pueblo, 53, 8, pero se
cuida de subrayar que es un castigo tan sólo aparente, a nuestros ojos: "nosotros lo tuvimos por
azotado, herido de Dios y humillado", 53, 4. En realidad, a los ojos de Dios, el siervo es inocente:
Dios ha cargado sobre él los sufrimientos que nosotros habíamos merecido como castigo por
nuestros pecados, pero que en su caso no son un castigo. El hecho de que el inocente sustituya a los
culpables hace que el sufrimiento cambie de sentido; el sufrimiento no puede ser sino una
manifestación del amor de Dios, que nos perdona y hace recaer nuestras culpas sobre el siervo
inocente, y al mismo tiempo es una prueba de amor del siervo, que se encarga de obtener el perdón
de nuestras culpas tomando sobre sí mismo sus dolorosas consecuencias. La diferencia entre la
apariencia y la realidad está bien señalada en el v. 4: "Eran nuestras dolencias que él llevaba y
nuestros dolores los que soportaba", la confirmación de que es por un designio de amor y no por
voluntad de cólera por lo que Yahvé se ha complacido en triturarle, la tenemos en la intención de
Dios de hacer que el siervo, en virtud de ese sacrificio expiatorio, llegue a una glorificación que
demuestra al mismo tiempo el éxito de la obra divina, 53, 10, (salvar al género humano).

La glorificación del siervo es resultado de su sacrificio y se le califica como un "retorno" a la vida,


después de la muerte: "por la fatiga de su alma, verá la luz", Is 53, 11. Impresionante anuncio, que
permite entrever una resurrección. En hebreo: "ver la luz" significa: "vivir". Por lo demás, este
retorno a la vida es el paso a una vida más abierta y más fecunda; el siervo será saciado y colmado:
"verá descendencia, alargará sus días", Is 53,10. Esta vida plena coincide con la exaltación del
siervo prometida al principio del cántico.

Además, el siervo adquiere, en su glorificación, un poder sobre las multitudes, Is 53, 12. es decir,
que se convierte en dueño y Señor de la humanidad. Las autoridades de este mundo deberán
inclinarse ante él: "ante él cerrarán los reyes la boca", Is 52, 15. Pero este poder lo ejerce el siervo
en el plano religioso; consiste en justificar, en hacer justas a las multitudes que anteriormente
estaban agravadas por el pecado. Por lo tanto, la salvación que aporta el siervo es espiritual; es la
santificación de los pecadores. La prolongación de la vida y la descendencia del siervo son también
de orden espiritual.

Por fin, es preciso poner de relieve el papel que desempeña el sufrimiento, el sacrificio. El siervo es
glorificado y confiere la salvación, no ya a pesar del sufrimiento, ni simplemente a través del
sufrimiento, sino a causa del sufrimiento. Este "valor causal del sufrimiento" en relación con el éxito
de la misión del siervo está afirmado tan sólo en el cántico cuarto, pero ahí se subraya varias veces:
"si el ofrece su vida en sacrificio, verá una descendencia..." "a causa de las pruebas de su alma, verá
la luz, a causa de sus adversidades será saciado", "él es quien cargará con sus culpas, por eso le
concederé el dominio de las muchedumbres", "con los poderosos repartirá los despojos, ya que
indefenso se entregó a la muerte", "él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus heridas
hemos sido curados", Is 53, 10-12.

De hecho estamos aquí ante la afirmación del valor meritorio del sacrificio; sacrificio que le vale al
siervo su glorificación y el don de la salvación a la humanidad.

5.3.3. La "figura del siervo"

Si el siervo ofrece su vida en sacrificio expiatorio ¿habrá que ver en él a un sacerdote? No hay duda
de que la figura del siervo de Yahvé es compleja. Reúne en una síntesis superior diversos aspectos
de personajes que han desempeñado una misión en el destino religioso de Israel. En la figura del
siervo reaparece una especie de nuevo Moisés. Moisés había concertado una Alianza en el monte
Sinaí y había dado la ley de Dios a Israel. También el siervo aparece como el fundador de una
economía de salvación, superior a Moisés; en comparación de Moisés, que había concluido la alianza,
he aquí que él es la alianza; mientras que Moisés había comunicado la ley de Dios, he aquí que él
establece su ley su "Torah" Is 42, 4; el siervo o solamente es legislador, sino autor de la misma ley.
Además mientras que Moisés había legislado solamente para Israel, el siervo instaura su religión
para toda la tierra.

En el siervo, se trasluce también la figura del "profeta". La descripción del siervo, hecho objeto de
irrisión, rememora las humillaciones del profeta Jeremías. La misión de propagar la religión en la
verdad, Is 42 3, y de recibir la doctrina de Yahvé como un discípulo dócil, 50,4, guarda una similitud
con la de los profetas; igualmente la misión de interceder por el pueblo, 53, 12. Sin embargo, la
intercesión es aquí más sublime que la de cualquier profeta: la propagación de la verdadera religión
tiene un objetivo más amplio comparado con las imprecaciones de Jeremías contra sus enemigos, la
dulzura del siervo en medio de las contradicciones es una actitud mucho más noble. El siervo se
sitúa por encima de todos los profetas conocidos. El siervo se revela también como una figura
"regia". Evoca al Emmanuel, (Dios con nosotros); como éste, el siervo es llamado "retoño", y el
Espíritu de Yahvé reposa sobre él, Is 9, 1. Dios le llama "mi elegido", titulo que no se emplea para la
función profética, pero sí se aplica al rey, Is 42, 1. Yahvé llama al siervo para una misión liberadora
que presenta cierta analogía con la atribuida a Ciro rey de Persia.

Ciertos rasgos "sacerdotales" no están ausentes del siervo. No solo ejerce la función sacerdotal de
ofrecer un sacrificio expiatorio, Is 53, l0, sino que se le describe en un gesto que evoca el acto ritual
del sumo sacerdote en el "día de las expiaciones”: "él asperjerá a multitud de naciones", 52, 15. En
la fiesta de la expiación el sumo sacerdote asperjaba con sangre de las víctimas el propiciatorio y a
continuación el altar. Esta aspersión, que indicaba la reconciliación del pueblo con Dios y la
renovación de la alianza, cuadra perfectamente con la misión del siervo, que, mediante el sacrificio
expiatorio, quiere liberar a los hombres de sus pecados y reconciliarlos con Dios. Evoca, también, el
gesto de Moisés al concertar la alianza, pero en el caso del siervo la aspersión se extiende a toda la
humanidad. Además, por el giro empleado, el autor sugiere que numerosas naciones son puestas en
pie por el gesto de la aspersión. El siervo es sacerdote de una forma excepcional. Se puede decir
que él realiza de una vez, de manera definitiva y para toda la humanidad, la remisión de los
pecados, que los gestos rituales tendían a obtener cada año para el pueblo judío.

Fundador de religión, legislador, profeta, rey y sacerdote, el siervo es todo esto, y por consiguiente
reasume en sí mismo todas las cualidades y funciones de aquellos que había estado encargados de
conducir el destino de Israel hacia la salvación. Por el hecho de que él es la alianza, aparece como el
perfecto representante de Dios al mismo tiempo que como el perfecto representante del pueblo. La
religión que promulga es la religión de Dios, pero también su religión. La ley que él establece es su
ley. No sólo trae la luz divina, sino que él mismo es la luz de las naciones. Cuando él realiza le gesto
sacerdotal de la aspersión de la sangre, los reyes "cierran la boca", Is 52, 15. El poder regio
atribuido al siervo consiste en recibir la humanidad entera como dominio; se trata de la
comunicación de la soberanía divina sobre el mundo. El siervo ejerce este poder con una actividad
santificadora, que hace justos a los pecadores, y esta actividad es de origen divino, pues perdonar
los pecados, "justificar" es algo propio y exclusivo de Dios. Ciertamente, el siervo no es sino un
hombre, pero en el que se manifiesta, en su misión liberadora, una singular potencia divina. El
siervo es la expresión de la santidad divina que quiere comunicarse a la humanidad.

5.3.4. "Valor" de la figura del siervo paciente

El siervo paciente constituye la culminación de la presentación cultual y existencial del Antiguo


Testamento al sacrificio redentor. En él se realiza la intención más próxima del culto, por la
espiritualización del sacrificio expiatorio, y en él se personifica el paso de la desgracia a la liberación
y al triunfo, que caracterizaba la historia del pueblo elegido. En este cumplimiento y en esta
personalización aparece un nuevo sentido del sufrimiento, el de un inocente que se inmola por los
culpables y obtiene para ellos perdón y purificación. Esta figura se encuentra singularmente próxima
a la de Cristo, aunque en ella no se observe la cualidad de Hijo de Dios, que dará al sacrificio de
Jesús su más alto valor. Aun no implicando ni anunciando la Encarnación, indica, sin embargo, la
oblación dolorosa que merece la liberación espiritual de la humanidad.

Es una figura frecuentemente evocada en el N T y domina los dos principales encuentros de Jesús
con los representantes del A T tal como nos lo ofrecen los relatos evangélicos al comienzo de su vida
terrena y al comienzo de su vida pública. En el encuentro del templo Simeón predice el nacimiento
del niño, viéndolo sucesivamente bajo los dos aspectos presentados en los cantos del siervo: El
aspecto de "gloria”: "luz para iluminar a las naciones". Y el aspecto de "dolor" en las contradicciones
que vendrán sobre Jesús y en la espada que traspasará el corazón de su madre. En efecto, el siervo
había sido presentado como la "luz de las naciones", sometido a la contradicción, traspasado,
comprometido en un sacrificio del alma.

Al comienzo de la vida pública, Juan el Bautista reconoce en Jesús al siervo del que hablaba el libro
de Isaías, en dos rasgos fundamentales: su "dulzura y su sacrificio expiatorio", reunidos en la
imagen del cordero: "He ahí el cordero de Dios, que quita los pecados del mundo". Jn 1, 29.

Sin embargo, la figura del siervo paciente no logró penetrar en la mentalidad popular judaica, que
más bien, esperaba un Mesías glorioso, y se resistía a las perspectiva de pruebas y humillaciones;
una demostración de esto la tenemos en la dificultad que tenían los discípulos de Jesús en admitir el
anuncio de la Pasión por tres veces, y que estaba tan en consonancia con la profecía del Siervo de
Yahvé.

Cristología II - 15° Parte: Jesucristo Redentor - El


único Mediador

P. Ignacio Garro, S.J.


SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

5.4. JESUCRISTO, EL ÚNICO MEDIADOR ENTRE DIOS Y LOS HOMBRES

Jesús es el Siervo de Yahvé que en obediencia al Padre se ofrece como víctima propiciatoria en la
cruz en favor del género humano, es el único Mediador entre Dios y los hombres. Esta expresión
concreta se encuentra en un versículo de la 1ª carta a Timoteo, 2,5-6:

"Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús,
hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos. Éste es el testimonio dado en
el tiempo oportuno".

Esta fórmula resume e interpreta a la vez el kerigma primitivo, haciendo intervenir la categoría de
"mediación". Esta fórmula esta estructurada como una confesión de dos artículos, el uno dirigido al
Dios único como Padre y el otro a Cristo, como el Señor, 1 Cor 8, 6: Este artículo cristológico
designa a Cristo a la vez según su identidad y según su acción. Se le confiesa como "mediador entre
Dios y los hombres". El término sustituye aquí a los títulos de Señor o de Hijo de Dios que aparecen
en otras confesiones: no hay más que un solo mediador, lo mismo que no hay más que un solo
Señor y un único Hijo. Indica, por tanto, a aquel que está en vínculo substancial con Dios y que
puede por este titulo ser objeto de la confesión cristiana.

El mediador está del lado de Dios y viene de Dios (el Verbo). Pero este origen no basta para
constituir al mediador; es preciso que esté también del lado de los hombres. Por eso la
"encarnación" se expresa bajo la forma de: "Cristo Jesús, hombre también". Por tanto, Cristo está a
la vez del lado de Dios y del lado de los hombres; en su Persona se encuentran el fundamento y la
condición de posibilidad de la mediación más perfecta entre Dios y los hombres: pues es verdadero
Dios (consubstancial al Padre) y verdadero hombre. La fórmula cristológica nos dice el modo o
manera cómo realizó esa mediación. "Se entregó a sí mismo como rescate por todos". Esta
evocación del sacrificio de Cristo recuerda el pasaje de Mt 20,28: "De la misma manera que el Hijo
del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida como rescate por todos". Y
también sin duda la figura del Siervo doliente de Is 53, 11-12.

Un eco explícito de Jesucristo como mediador es la mención de 1 Cor 8, 6:

"Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas, y hacia el
cual vamos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas, y por el cual somos".

Este texto indica los dos lados de la mediación de Cristo, del lado descendente (katábasís) referido a
la creación (creados en Cristo Jesús), y el lado ascendente (anábasís) referido a la salvación (hemos
sido salvados por Cristo Jesús).

En el Himno cristológico de Colosenses 1, 15-20: en la primera estrofa, 1,15: "Cristo es la imagen


de Dios, el primogénito de toda criatura", describe la mediación de Cristo en el orden de la creación:
" ... porque en El fueron creadas todas las cosas, todo ha sido creado por El y para El"; la segunda
parte, 1, 19-20, describe su mediación en el orden de la salvación, ya que fue el beneplácito de Dios
"reconciliarlo todo por medio de El y para El en la tierra y en los cielos".
5.4.1. Jesucristo "el mediador de una Alianza nueva" y "el Sumo Sacerdote"

El autor de la carta a los Hebreos 9, 15 presenta a Cristo como: "el mediador de una alianza nueva",
Heb 9, 15: "Por esto, Cristo es el mediador de la Nueva Alianza", y más tarde en Heb 12, 24 : "a
Jesús es el mediador de la Nueva Alianza". Nueva Alianza entre Dios y los hombres, de una Alianza.
Heb 8, 6: "Tanto mejor cuanto que está fundada en promesas mejores". En efecto el papel propio
del mediador es no solamente hacer posible una alianza, sino realizarla; ésta descansa en la
iniciativa totalmente gratuita de Dios, pero exige una respuesta del hombre. Cristo cumple estos dos
aspectos de la mediación:

• Por una parte nos concede el don de la alianza (misterio pascual).


• Por otra parte es en El y por El como tenemos acceso en adelante a Dios, ya "que está siempre vivo
para interceder en favor nuestro", Heb 7, 25.

Para desarrollar la exposición de la mediación de Cristo entre Dios y los hombres el autor de la
epístola utiliza ampliamente el lenguaje sacerdotal y declara a Cristo único y definitivo Sumo
Sacerdote. Efectivamente en la antigua alianza el sacerdote (tribu de Leví) se define con un papel de
mediación. La función del sacerdote consiste en dar al pueblo la posibilidad de comulgar con Dios.
Este es el elemento central en el funcionamiento del sacerdocio levítico: permitir una acogida
favorable obtenida ante Dios. Entre los aspectos ascendentes de la función sacerdotal esta la
oblación del sacrificio que establece o repara el vínculo de unión con Dios. El sacerdote procura
también al pueblo, según el movimiento descendente, los beneficios nacidos de la relación obtenida,
en particular el perdón de los pecados, las respuestas que viene de Dios y las bendiciones.

La novedad radical del sacerdocio de Jesucristo en la carta a los Hebreos, respecto al sacerdocio de
la antigua alianza está:

• Primeramente el cargo de sumo sacerdote era objeto de ambición. Cristo, sin embargo, obtiene esta
gloria por el camino del rebajamiento y la muerte.
• La función del sumo sacerdote se basaba en la separación del mundo profano. Cristo, por el
contrario, asume su solidaridad que los asemeja a todos sus hermanos.

Por ello, para el autor de la carta, el término de sumo sacerdote tiene el interés de indicar de forma
sintética la relación de Jesús con Dios y su relación con los hombres; evoca a la vez la pasión y la
gloria. Todo esto quiere decir que en el sacerdocio antiguo la mediación ascendente tenía la
prioridad sobre la descendente. Es muy distinto lo que ocurre en Cristo: ha sido establecido Sumo
Sacerdote por declaración divina, sobre el fundamento de su filiación, Heb 5, 5-6:

Cristo no se apropió la gloria de ser Sumo Sacerdote, sino que se la confirió Dios quien le dijo: "Tú
eres mi hijo yo te he engendrado hoy", o como dice también "Tu eres sacerdote para siempre a la
manera de Melquisedeq".

Porque procede de Dios y ha venido a nosotros rebajándose, puede establecer "realmente una
comunicación perfecta y definitiva entre el hombre y Dios", Heb 9, 24-28. En cuanto a la función
descendente, "Cristo es apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra profesión de fe", Heb 3, 1. Este es el
contexto en que se desarrolla la actividad sacrificial ascendente de Cristo Sumo Sacerdote, inscrita
con las actitudes amor al Padre como oblación propicia en actitud de obediencia como sacrificio
propicio en favor de los hombres.

5.4.2. Un "admirable intercambio"

La Escritura expresa la "mediación de Cristo" apelando al tema del intercambio. En la Persona de


Jesús se produce un misterioso intercambio entre Dios y los hombres. No se trata formalmente de
intercambio entre divinidad y nuestra humanidad. Se trata del intercambio de su riqueza con nuestra
pobreza:

"Conocéis bien la generosidad del Nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo
pobre a fin de que os enriquezcáis con su pobreza", 2 Cor 8, 9.

Es además el intercambio de su fuerza divina con nuestra debilidad humana:

"Pues, ciertamente, fue crucificado en razón de su flaqueza, pero está vivo por la fuerza de Dios. Así
también nosotros: somos débiles en El, pero viviremos con El por la fuerza de Dios sobre vosotros",
2 Cor 13, 4.

Porque el amor de Cristo, que sobrepasa todo conocimiento, nos colmará "hasta la plenitud total de
Dios", Efes 3, 19. Pero esta comunicación de la plenitud nos viene del que primero se rebajó (Cristo)
y "se despojó de sí mismo tomando nuestra condición de siervo, haciéndose semejante a los
hombres ... obedeciendo hasta la muerte y muerte en cruz", Filp 2, 7-8.

El tema del "intercambio admirable" es el que muestra la relación entre el Hijo y el Padre y Pablo lo
expresa así:

"A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios
en El", 2 Cor 5, 21. El intercambio es aquí el de nuestro pecado por la su justicia. hemos hecho
recaer sobre El todo el poder del pecado del mundo; hemos hecho de El todo lo que el pecado es
capaz de hacer: "Ha sido hecho pecado" es una metonimia que dice la acción por el efecto. El rostro
macilento de Cristo en la cruz nos devuelve la imagen de nuestro pecado. Pero en ese mismo
momento nos comunica su justicia: la santidad de su forma de morir provoca nuestra conversión y
traspasa nuestro corazón. En Gálatas 3, 13, el intercambio es el de maldición por bendición : "Cristo
nos rescató de la maldición de la Ley, haciéndose El mismo maldición por nosotros, pues dice la
Escritura: "Maldito todo el que está colgado de un madero" Deut 21, 23, a fin de que llegara a los
gentiles, por Cristo Jesús, la bendición de Abraham, y por la fe recibiéramos el Espíritu de la
promesa", Gal 3, 13-14.

S. Ireneo de Lyon nos indica magníficamente en qué se fundamenta la mediación de Cristo y lo que
realiza. Cristo es mediador entre Dios y los hombres en virtud de su "parentesco" y de su
"solidaridad" con las dos partes: Dios y los hombres. Este "parentesco" hace que Cristo sea
verdaderamente Dios (Verbo) y verdaderamente hombre (nacido de mujer). Lo que realiza la
mediación de Cristo, es a la vez reconciliación entre Dios y los hombres y el intercambio divinizador.
Todo se lleva a cabo según el doble movimiento que viene de la iniciativa de Dios (Dios acoge al
hombre en el Verbo: encarnación) para poder venir luego del hombre (Cristo) que se ofrece como
víctima a Dios. Cristo realiza perfectamente ese doble movimiento descendente (encarnación -
kénosis) y ascendente (misterio pascual: muerte y resurrección), haciendo de este modo posible el
intercambio de la divinización: "Porque esta es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo
de Dios Hijo del hombre: para que el hombre, mezclándose con el Verbo y recibiendo la filiación
divina adoptiva, se hiciera realmente hijo de Dios".

Sto. Tomás dice: "La labor del mediador consiste propiamente en unirse a aquellos entre los cuales
ejerce esta función, pues los extremos se juntan en el medio. Pero el unir de una manera perfecta a
los hombres con Dios compete ciertamente a Cristo, pues por Cristo son reconciliados los hombres
con Dios, según se dice en la carta a los Corintios: "Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo
consigo". Por tanto, sólo Cristo es el perfecto mediador entre Dios y los hombres, por cuanto
reconcilió con su muerte al género humano con Dios".

Cristología II - 16° Parte: Jesucristo Redentor - La


Misión Redentora
P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

5.5. LA MISIÓN REDENTORA DE JESUCRISTO Y SU TRIPLE FUNCIÓN SALVÍFICA

Acabamos de hablar de la función mediadora de Cristo, ahora queremos precisar cómo realizó esta
mediación de una triple manera: profética, sacerdotal y real. Evocando a Jesús como Profeta,
Sacerdote y Pastor. Triple aspecto que la Iglesia siempre ha distinguido e integrado en la función
mediadora y salvífica de Cristo.

5.5.1. Jesucristo Profeta

Hay dos acontecimientos en el N.T. que señalan a Jesús como el Profeta esperado por el pueblo de
Israel.

• 1º. En el pasaje del Bautismo en el río Jordán, Mt 3,13-14: Lc 3, 21-23: "Este es mi Hijo amado, en
quien me complazco". Es una cita casi literal de Is 42, 1, y una manifiesta alusión a Is 61, 1: " He
aquí mi siervo... mi elegido, en quien se complace mi alma. He puesto mi Espíritu sobre él, y el dará
la ley a las naciones...". "El espíritu del Señor, Yahvé, descansa sobre mí, pues Yahvé me ha ungido
y me ha enviado a predicar la buena nueva...”. Jesús es el profeta, sobre el cual ha descendido el
Espíritu de Dios para que anuncie la buena nueva del Reino de Dios como consolación al pueblo de
Israel, Mt 11, 5-6. El Espíritu de Dios, que había hecho sentir su presencia en los profetas del A.T.
Am 3,8; Jer 20, 7; Is 11,3; Ez 2,1; Zac 7, 12, está también presente en Jesús de una manera
especial y le guiará en su predicación y en su acción, Mc 1, 13; Mt, 4,1; Lc 4,1.
• 2º. Escena de la Transfiguración, Mc 9, 2-12; Mt 17, 1-13; Lc 9, 28-36, aparece Jesús como el
celestial "Hijo del hombre", descrito por Daniel, Dn 7, 13-14, envuelto en los fulgores de la gloria
divina y acompañado de los dos profetas más grandes del pueblo judío: Moisés e Isaías, que habían
comunicado a otros su espíritu profético, Num 11, 16-30; 2 Reyes 2, 1-8. La voz divina: "Este es mi
Hijo predilecto, escuchadle", hace patente el sentido de la escena: Dios Padre quiere que Jesús, su
Hijo, sea escuchado, más que como profeta, como su Hijo predilecto, como el que posee la plenitud
de la revelación. Dios en el A.T. había enviado a los profetas para que en su nombre hablaran a
Israel: en Jesús enviaba a su propio Hijo predilecto, Mc 12, 1-12; Mt 21, 33-45.

Jesús se aplicó a sí mismo raras veces el titulo de profeta, Mc 6, 4; Mt 13, 57; Lc 4, 24; 13,13, pero
en su predicación manifestó claramente la conciencia de que su misión era, al mismo tiempo,
semejante y superior a la de los profetas del A.T. Así lo demuestra la parábola de los viñadores, Mt
21, 33-46. Jesús tiene conciencia que su misión está por encima de la de los profetas y del mismo
Juan el Bautista, Mt 11, 11; Lc 7, 28: "La ley y los profetas hasta Juan el Bautista; desde entonces
es predicado el Reino de Dios", cuyo instaurador es Jesús mismo, Lc 16, 16; con la llegada del Reino
ha comenzado a ser realidad lo que los profetas habían deseado ver, Lc 10, 23-24. Jesús es
consciente, en su misión profética, que con su persona ha llegado ya el fin de los tiempos, Mc 1, 15;
Mt 11, 1- 6: su predicación representa la revelación salvífica definitiva de Dios. En los sinópticos
podemos resumir la función de Jesús como profeta diciendo: Que el Reino de Dios está ya
instaurado, que está cerca y que está dentro de ustedes. Que hay que convertirse a este Reino, que
Dios es Padre misericordioso, bueno, justo y fiel, tiene piedad con el débil, con el pecador, que Dios
quiere salvar a todo el género humano. Que todos los hombres son hermanos. Que el Reino es de
orden espiritual y no se concreta en riquezas y poder sino en la humildad y en la obediencia a Dios y
sus preceptos. Que el pobre, el huérfano y la viuda, son los preferidos de Dios, todo ello en el
horizonte de la Bienaventuranzas. Que él es el rey de ese Reino.

En el evangelista San Juan, Jesucristo es el profeta revelador del misterio del Padre, Jn 17, 4, y
s.s: "Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste... He
manifestado tu nombre a los hombres... Yo les he dado tu palabra... Yo les he dado tu gloria... Yo
les he dado a conocer tu nombre". No es casual que este sea el tema fundamental de todo el cuarto
evangelio. Los milagros de Jesús, no son sino signos de esa misión salvífico-profética que el Padre le
ha encomendado. Por eso las "palabras" de Jesús dicen relación con sus "obras", es decir, los
milagros (semeia) como signos salvíficos, Jn 8, 28; 14, 10-12. Así como Jesús no hace sino lo que
ve que el Padre hace, Jn 5, 19-20; 8, 28. Asimismo no dice sino lo que ve en el Padre, lo que oye al
Padre, lo que el Padre le encarga decir; él habla las palabras del Padre, Jn 3, 32-34; 8, 26-28; 12,
49-50. Por eso, creer a Jesús es creer al Padre; conocerle y verle (por la fe) es conocer y ver al
Padre, Jn 5, 24, s.s.; 146,12. Así pues, la filiación divina de Jesús, su misión por el Padre y su íntima
comunión de vida con el Padre son la razón por la cual sus palabras son palabras del Padre, Jn 8,
26-30; 12, 44-50.

Jesús en su misión profética nos enseñó y dio a conocer lo siguiente:

• Que él era verdadero Dios: "El que me ha visto a mí ha visto al Padre", Jn 14, 8-10. Así nos daba a
conocer quién es el Padre y cómo era una misma cosa con él y con el Espíritu, así Cristo nos
introdujo en el gran misterio de la vida divina
• Nos reveló que además era verdadero hombre: "Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros",
Jn 1, 14. "Nacido de mujer bajo la ley", Gal, 4,4,
• Nos dio a conocer el designio salvífico del Padre: "Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo
para condenar el mundo, sino para que el mundo se salve por él", Jn 3, 17

5.5.2. Jesucristo Sacerdote y Víctima

No fue Sumo Sacerdote según el orden de Aarón, sino según el orden sacerdotal de Melquisedec. En
la carta a los Hebreos 5, 1-4, leemos: "Porque todo sumo sacerdote es, tomado de entre los
hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y
sacrificios por los pecados. Y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar
también él envuelto en flaqueza. Y a causa de esa misma flaqueza debe ofrecer por los pecados
propios igual que por los del pueblo. Y nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios, lo
mismo que Aarón".

Por su misma definición el oficio sacerdotal es oficio principal de mediación. Cristo puesto que era
verdadero Dios y verdadero hombre podía mediar perfectamente entre Dios, su Padre, y los
hombres, sus hermanos. Cristo ejerció de manera perfecta esa doble mediación sacerdotal:
ascendente (anábasís), y descendente (katábasís). De esta manera Cristo, comunicó a los hombres
los dones de Dios haciéndonos hijos de Dios, y por otra parte, ofreció al Padre en nombre nuestro el
homenaje y reparación que nosotros le debíamos. La carta a los Hebreos, 2, 17; 4, 15; 5, 7; 7, 24,
muestra que Cristo era sacerdote según su naturaleza humana, y cómo el fundamento de su
sacerdocio era la unión hipostática. Juan dice: "Y por ellos me santifico, para que ellos sean
santificados de verdad", Jn 10, 17-18.

Esta misión sacerdotal la realizó Cristo ofreciéndose al Padre como víctima propiciatoria y expiatoria
en el altar de la cruz en favor de los hombres. Sacrificio Pascual en el que Cristo pasa de este mundo
al Padre por medio de la Resurrección, trayéndonos una nueva vida. Cristo es el Sumo Sacerdote de
la Nueva Alianza que se ofrece a sí mismo en favor de los hombres, otorgándonos a nosotros la
condición de verdaderos hijos de Dios

5.5.3. Jesucristo Rey o Pastor

La palabra Rey viene de "regere" = conducir, dirigir, se trata aquí de ayudar a los hombres para que
encuentren su verdadera vida, vida de hijos de Dios, vida que lleva a la verdadera Vida: la salvación
eterna.

La base bíblica está expresada en la imagen más familiar y bucólica de Jesucristo el Buen Pastor, Jn
10 1, s.s. Jesucristo cumple su misión real no de manera despótica sino humilde y servicial, como la
imagen del buen Pastor que cuida cariñosamente sus ovejas, las lleva a verdes praderas y las hace
descansar, acoge a la oveja perdida y cuida de las que están heridas, y finalmente está dispuesto a
dar su vida por ellas.

Jesucristo cumple su función real recordándonos la importancia del cumplimiento de los 10


mandamientos y sobre el gran mandamiento que él nos dejó: "de amarnos los unos a los otros como
él nos amó". Cristo se presenta como un rey-pastor legislador que nos da unos mandamientos y
leyes que nos llevan a la verdadera vida fraterna a reconocer a Dios como Padre de todos los
hombres, así nos lo enseña el apóstol San Juan en su Primera Carta 1 Jn 5, 3-4-: "Pues ésta es la
caridad de Dios, que guardemos sus preceptos. Sus preceptos no son pesados, porque todo el
engendrado de Dios vence al mundo".

Cristología II - 17° Parte: El Misterio Pascual - La


Pasión de Cristo
P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

6. ACONTECIMIENTO DECISIVO EN LA OBRA DIVINA DE LA SALVACIÓN

EL MISTERIO PASCUAL

Este término es una expresión y una categoría propiamente teológico - litúrgica que no se había
usado en un documento magisterial de la Iglesia oficial hasta el Concilio Vaticano II., en la
Constitución "Sacrosanctum Concilium", Nº 5, dice: "Dios, que quiere que todos los hombres se
salven y lleguen al conocimiento de la verdad", 1 Tim 2, 4, "habiendo hablado antiguamente en
muchas ocasiones y de diferentes maneras a nuestros padres por medio de los profetas", Hebr 1,1,
"cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió a su Hijo", Gal 4, 4, "el Verbo hecho carne", Jn 1, 14,
"ungido por el Espíritu Santo para evangelizar a los pobres y curar a los contritos de corazón", Lc 4,
18, como médico corporal y espiritual. "Único Mediador entre Dios y los hombres", 1 Tim 2, 5. En
efecto, su humanidad, unida a la persona del Verbo, fue el instrumento de nuestra salvación, Por
esto, en Cristo se realizó plenamente nuestra reconciliación y se nos dio la plenitud del culto divino.
Esta obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas
que Dios obró en el pueblo de la Antigua Alianza, Cristo el Señor la realizó principalmente por el
Misterio Pascual de su bienaventurada pasión, muerte resurrección de entre los muertos y gloriosa
ascensión a los cielos. Por este misterio "con su muerte destruyó nuestra muerte y con su
resurrección restauró nuestra vida", (Misal Romano. Prefacio Pascual). Pues del costado de Cristo
dormido en la cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera". Sacr. Conc. Nº 5.
6.1. EL MISTERIO PASCUAL COMO UNIDAD DE LA PASIÓN - MUERTE Y RESURRECCIÓN DE CRISTO

¿Qué significa esta unidad que expresa el misterio pascual? Significa, viene a decir el Concilio, que
no hay muerte sin resurrección ni resurrección sin muerte. La muerte en Cristo es un paso, pasó
para la resurrección, y esta es la salida, el fin de la muerte, su culminación última: la resurrección.
La muerte de Jesús lleva a la vida perdurable, eterna, así como la vida eterna es el fruto maduro de
la muerte. Una muerte ciertamente sacrificial, vicaria, reconciliadora, perdonadora de los pecados.

Aquí tenemos el núcleo central del misterio de Cristo en obediencia ala voluntad salvífica del Padre,
núcleo central que unifica todas las realidades y verdades de la fe cristiana. Esto es lo que afirma S.
Pablo en 1 Cor 15, 1-7: "Os recuerdo hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y
en el cual permanecéis firmes, por el cual también sois salvados, si lo guardáis tal como os lo
prediqué ... Si no ¡habríais creído en vano! Porque os transmití, en primer lugar lo que a mi vez
recibí: que Cristo murió por nuestro pecados, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a
los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales la mayoría
viven y otros han muerto. Luego se apareció a Santiago; más tarde, a todos los apóstoles. Y en
último término se me apareció también a mí, como a un abortivo. Pues yo soy el último delos
apóstoles: indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Mas por la
gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí. Antes bien, he trabajado
más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de Dios, que está conmigo. Pues bien, tanto ellos
como yo esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído. Ahora bien, si se predica que
Cristo ha resucitado de entre los muertos ¿cómo andáis diciendo algunos entre vosotros que no hay
resurrección de los muertos? Si no hay resurrección de los muertos, Tampoco Cristo resucitó. Y si
Cristo no resucitó vacía es nuestra predicación y vacía es vuestra fe... Porque si los muertos no
resucitan tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó vuestra fe es vana; estáis todavía en
vuestros pecados".

Por lo tanto, el misterio pascual es el paso, tránsito y participación de la Pascua de Cristo, es decir el
paso de la muerte a todo pecado a la Resurrección y la nueva vida, que es vida de gracia, vida en el
Espíritu; el cruce de fronteras, la crucialidad o la encrucijada de la existencia vivida desde la fe en
Dios Padre y en comunión con Cristo. Pablo amplía y profundiza tal interpretación pascual del
misterio de Cristo, en aquellos que han sido bautizados en Cristo, Rom 6, 1-11: "¿Qué diremos
pues? ¿Qué debemos permanecer en el pecado para que la gracia se multiplique? ¡De ninguna
manera! Los que hemos muerto al pecado ¿cómo seguir viviendo en él? ¿O es que ignoráis que
cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él
sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los
muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si
nos hemos hecho una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos
por una resurrección semejante; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con él, a fin de
que fuera destruido este cuerpo de pecado y cesáramos de ser esclavos del pecado. Pues, el que
está muerto, queda liberado del pecado. Y si hemos muertos con Cristo, creemos que también
viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y
que la muerte ya no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para
siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros, consideraos como muertos al
pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús". Y en 2 Cor 5, 14-15: "Porque el amor de Cristo nos
apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron. Y murió por todos, para
que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquél que murió y resucitó por ellos". Y en Efes 2,
4-6: "Pero Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa
de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo - por gracia habéis sido salvados - y con él
nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús". Y en Col 2, 12-13. "Sepultados con él en
el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que resucito de entre
los muertos. Y a vosotros que estabais muertos en vuestros delitos y en vuestra carne, os vivificó
juntamente con él y nos perdonó todos nuestros delitos".

6.1.1. El misterio pascual en los escritos paulinos

Recogemos a continuación algunas de las principales formulaciones del misterio pascual que
hallamos en los escritos paulinos, como elaboración del "kerigma" más primitivo, como es en 1 Cor
15, 3-7: "Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros
pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras;
que apareció a Cefas y luego los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos ala vez,
de los cuales la mayor parte viven y otros murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde a
todos los apóstoles. Y en último término se me apareció a mí, como a un abortivo".

En Rom 6, 4-11: En el versículo 4, dice: "Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la
muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria
del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva". Esto quiere decir que por el bautismo
hemos sido sepultados con Cristo y hemos muerto a toda vida de pecado, para que, así, como Cristo
fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una
nueva vida, la vida de los hijos de Dios, vida en el Espíritu y no en la carne. Versículo 5: "pues si
hemos llegado a ser una misma cosa con Él, con una muerte semejante a la suya, también lo
seremos por una resurrección parecida a la suya". Versículo 8: "Y si morimos con Cristo, creemos
que también viviremos con Él". Versículo 9: "Sabiendo que Cristo, resucitado de entre los muertos,
ya no vuelve a morir, la muerte ya no tiene dominio sobre Él". Versículo 10: "Al morir, murió al
pecado una vez para siempre; pero al vivir, vive para Dios". Versículo 11: "Así, también vosotros
consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en unión con Cristo Jesús".

En Filipenses, 3, 10-11: "Así reconoceré a Cristo y experimentaré el poder de su resurrección, y


compartiré sus padecimientos, y moriré su muerte. A ver si alcanzo así la resurrección de entre los
muertos".

En Efesios 2, 5-6: "Nos dio vida juntamente con Cristo (pues habéis sido salvados por pura gracia)
cuando estábamos muertos por el pecado. Nos resucitó y nos hizo sentar con Él en los cielos con
Cristo Jesús".

Efesios, 5, 8-11: "Antes erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor; caminad como hijos de la luz,
porque el fruto de la luz consiste en la bondad, la justicia y en la verdad. No toméis parte en las
obras infructuosas de las tiniebla".

Colosenses 2, 12-13: "En el bautismo habéis sido sepultado con Cristo, habéis resucitado también
con Él por la fe en el poder de Dios, que lo resucitó de entre los muertos. Y a vosotros, que estabais
muertos por vuestras faltas y por no haber dominado los apetitos carnales, os volvió a dar la vida
juntamente con Él, y nos ha perdonado todos los pecados".

Colosenses 3, 1-4: "Por consiguiente si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba,
done Cristo está sentado a la diestra de Dios. Vosotros habéis muerto, y vuestra vida está escondida
con Cristo en Dios. Cuando Cristo se manifieste, Él que es vuestra vida, entonces vosotros también
apareceréis con Él en la gloria".

6.1.2. El testimonio de los demás escritos

En los Hechos de los Apóstoles, un discurso de Pablo habla de la Iglesia adquirida por Dios "al precio
de su propia sangre", Hech 20, 28. La Iglesia debe, pues, su existencia a la sangre de Cristo, y esta
sangre es considerada como propiedad del mismo Dios. La Primera epístola de Pedro atribuye la
liberación a esta sangre: "Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres
con una sangre preciosa, la de Cristo como cordero sin mancha y sin mancilla", 1 Petr 1, 18-19.

En las epístolas pastorales, hay que atender sobre todo a la afirmación de la mediación de Jesús:
"porque hay un solo Dios, y hay también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús,
hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos", l Tim 2, 5-6.

En la carta a los Hebreos desarrolla toda una doctrina sobre el sacrificio sacerdotal ofrecido por
Jesús, sacrificio que comporta un valor único y definitivo. Jesús ha llevado a cabo su oblación "con
su propia sangre", y nos ha obtenido de este modo una redención eterna. Nuestro Sumo Sacerdote
ha sellado, mediante su sacrificio, la nueva alianza, rescatando las transgresiones, y obteniéndonos
la herencia prometida, Heb 9, 12-15, y haciéndonos perfectos para siempre a aquellos a quienes él
ha santificado, Heb 10, 1. En la Primera carta de S. Juan, Jesús es el Hijo enviado por el Padre como
víctima de propiciación por nuestros pecados, "no sólo por los nuestros, sino también por los del
mundo entero", 1 Jn 2; 2; 4, 10. Juan nos dice que la muerte de Jesús es para librarnos del poder
del pecado: "El se ha manifestado para quitar los pecados", 1 Jn 3, 5. "La sangre de su Hijo Jesús
nos purifica de todo pecado", 1 Jn 1, 7.

6.2. DOS AFIRMACIONES ESENCIALES

En los primeros testimonios de la comunidad cristiana, se constatan dos enfoques que pueden
parecer paradójicos:

•La misión salvadora de Jesús se cumple con su muerte.


•Por medio de esa muerte y resurrección se realiza la obra de salvación de Dios.

6.2.1. La misión salvífica de Jesús. Su Pasión y Muerte en la Cruz

Según Pablo la muerte de Jesús es el acontecimiento privilegiado al que se debe atribuir la eficacia
de su misión de Salvador. Si Jesús ha rescatado o liberado a la humanidad precisamente en virtud
de su sangre, su muerte trágica no puede reducirse simplemente a un desgraciado incidente que
habría interrumpido demasiado pronto la total realización de su misión salvífica. La comunidad
cristiana consideró la muerte de Jesús como el acontecimiento esencial, el que nos ha alcanzado la
salvación. Lejos de atribuir a esa muerte un significado meramente accidental, le reconoce su valor
capital, descubriendo en la oblación de su vida, como un sacrificio expiatorio que nos libra del poder
del pecado y de la muerte eterna.

Hemos de hacer hincapié en que la primitiva comunidad cristiana vio la muerte de Jesús en su
dimensión plena y universal: Jesús no murió sólo por sus discípulos o seguidores, murió como
víctima de propiciación por los pecados del mundo entero, l Jn 2, 2. Es decir, Jesús ha tomado sobre
sí mismo la injusticia humana, la que proviene del pecado; al sacrificar su vida conduce a los
hombres al camino de la "justicia" purificándoles de sus pecados y haciéndoles capaces de una
conducta agradable a Dios. Se trata pues, no de una justicia meramente humana, sino justicia en el
sentido religioso y sobrenatural, es decir de santidad. La actitud fundamental de la muerte de Jesús
no es la protesta contra la injusticia humana, que la había, sino la de quien carga con la injusticia de
toda la humanidad para poder darle una justicia de orden superior. Es decir, la comunidad
comprendió que Jesús asumiendo con su muerte el peso de las culpas de la humanidad, es decir, de
todas las injusticias, es como Jesús ha obtenido el perdón divino universal y definitivo de nuestros
pecados, con su resurrección nos da nueva vida, la filiación divina.

6.2.2. En la muerte de Jesús, Dios Padre se reconcilia con el Género Humano

La muerte de Jesús es considerada con sólo como un acontecimiento soteriológico, sino también
como un hecho teológico: la muerte de Jesús es obra de Dios. Estamos aquí ante una paradoja, pues
afirmamos que la muerte de Cristo es obra de Dios; esto lo veremos bajo varios puntos de vista:

•Es obra de Dios en el sentido de que en ella Dios toma la iniciativa en todo este proceso que
desembocará en la muerte de Jesús: El Padre envía a su Hijo como propiciación por nuestros
pecados, l Jn 4, 10. Es decir, el Padre le entrega por todos nosotros Rom 8, 32.
•Es obra de Dios en el sentido de que en ella Dios opera la reconciliación. Pablo no dice que Dios se
reconcilia con nosotros, sino que Dios nos reconcilia con él. La reconciliación, produce en nosotros
una transformación, lo cual pone de relieve la soberanía eficaz de la acción divina: "Todo proviene
de Dios, que nos reconcilió por Cristo", 2 Cor 5, 18. Esta reconciliación es la instauración de la paz
por la sangre de la cruz, Col 1, 20, y se extiende a toda la humanidad.
•La Pasión es obra de Dios en el sentido más fuerte, por el hecho de que Dios ha adquirido la Iglesia,
"por su sangre", Hech 20, 28. La sangre de Jesús es la sangre de Dios. El Hijo que es Dios, ofrece el
sacrificio, y presenta su oblación por medio del Espíritu Santo, Heb 9, 14.
•La Pasión de Jesús se mantiene como obra de Dios en su efecto sobre la humanidad, pues Cristo
crucificado es "poder de Dios y sabiduría de Dios", l Cor 1, 24. Si en la cruz se han concentrado el
poder y la sabiduría de Dios, está claro que el sacrificio de Jesús es verdaderamente la expresión de
lo que es propio de Dios.
•Así pues, una interpretación meramente humana de la muerte de Jesús carecería de su dimensión
capital. No podríamos limitarnos a explicar el hecho de la muerte de Jesús por las circunstancias
históricas que la provocaron: la conspiración de los judíos, la condescendencia de Pilato, etc. Aquí el
aspecto más importante es que esa muerte formaba parte de un plan divino.

Hay que notar que no sería suficiente admitir que Dios "permitió" la muerte de Jesús. Si permitió las
tramas criminales de Anás, Caifás, el Sanhedrín, la injusta sentencia condenatoria de Pilato, es
evidente que Dios interviene de forma más activa en lo que concierne a la muerte de Jesús: esta
muerte ha sido querida por Dios como sacrificio de redención, y Dios ha empeñado ahí su sabiduría y
su poder. El padre ha decidido la propiciación y el Hijo la ha asumido como acto del más intenso
amor, ofrendando su vida por sus hermanos. Estas afirmaciones de los testigos de la primitiva
comunidad cristiana nos hacen reconocer el hecho teológico de la muerte de Cristo y nos previenen
contra otro tipo de interpretación de simple visión humana o antropológica.

6.2.3. El pensamiento de Jesús

Dado que las afirmaciones de Pablo y de la comunidad primitiva cristiana coinciden en el valor de la
muerte de Jesús, implica que tenga su origen en las palabras del mismo Jesús. Esto es lo que vamos
a verificar. En efecto, Jesús aprovechó diversas ocasiones para indicar cómo concebía su propia
muerte. Cuando anuncia por tres veces proféticamente su muerte, no se limita a indicar un hecho, la
presenta con unos términos que hacen comprender su sentido y su valor. Subraya ante todo que esa
muerte es querida por Dios: este es el hecho teológico. Describe su alcance sacrificial: ese es el
hecho soteriológico.

6.3. PREDICCIONES DE LA PASIÓN. EL HECHO TEOLÓGICO

En la primera predicción explícita de la Pasión, Jesús subraya el hecho teológico: "Es necesario que
el Hijo del hombre sufra mucho, sea reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes, y los
escribas, sea matado y resucite a los tres días", Mc 8, 21. La afirmación "es necesario", expresa una
necesidad absoluta que deriva del plan divino. Esta necesidad se apoya en una referencia a la
Escritura: "Está escrito del Hijo del hombre que sufrirá mucho y que será despreciado", Mc.9, 12. En
esta alusión a la Escritura no aparece la palabra: "es necesario", parece que Jesús la expresa como
una necesidad o una convicción personal, como una afirmación que deriva de la autoridad que posee
el Hijo del hombre. Es su intimidad y unión con el Padre, que le lleva a afirmar: "es necesario", pues
él sabe y afirma lo que el Padre quiere.

Jesús pronuncia el "es necesario" por un sentimiento de unión y de obediencia a la voluntad del
Padre, ya que esta misma expresión la emplea en otras circunstancias aludiendo a su muerte y
resurrección. En el evangelio de Lucas ya a la edad de 12 años Jesús dice a María y José: "es
necesario que me ocupe de las cosas de mi Padre", Lc 2, 48-50. Una vez resucitado repite, "¿no era
necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?", Lc 24, 2 El principio fundamental
para interpretar el hecho de la Pasión está, pues, inequívocamente enunciado: se trata de una
necesidad establecida por Dios Padre.

6.4. PASIÓN Y MUERTE DE CRISTO. CAUSALIDAD DIVINA Y CAUSALIDAD HUMANA

La afirmación "es necesario" no excluye en modo alguno la intervención humana en las causas
materiales y circunstanciales. Más bien las engloba: "es necesario que el Hijo del hombre... sea
reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes, los escribas... sea matado". Mc 8, 21. Pero esta
hostilidad humana forma parte de un encadenamiento de acontecimientos dominados por un
designio superior. Jesús, invita a sus discípulos a percibir principalmente ese designio; de ningún
modo insiste en las perversas disposiciones de sus adversarios ni trata de suscitar la indignación
ante la injusticia. Desea más bien que sus discípulos no fijen su atención en las causas humanas y
acepten ese infeliz destino como voluntad del Padre.

Cuando Jesús reprende a Pedro porque éste pretende apartarle de la vía dolorosa afirma claramente
que ésta es la vía de Dios: "Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres", Mc.8,
33. La seguridad con que Jesús hace esa predicción, Mc 8, 32, parece fundarse precisamente en el
plan de Dios que se ha de realizar de forma clara. Esta voluntad del Padre le hace refutar todas las
objeciones y superar todas las repugnancias. Pedro no olvidará ya la lección recibida. En su
predicación de Pentecostés dice: "Vosotros lo matasteis clavándole en la cruz por mano de los
impíos, a éste (Cristo) Dios lo resucitó".

Puntualiza, después, que "ha sido entregado según el determinado designio y previo conocimiento
de Dios", Hech 2, 23-24. Así Pedro, cuando considera el acontecimiento de la muerte de Jesús desde
el punto de vista histórico, pone de relieve la culpabilidad de aquellos que han entregado a Jesús en
manos de Pilato y que, pidiendo gracia para un asesino, han hecho morir al príncipe de la vida, Hech
3, 13-14. Pero elevándose inmediatamente después al nivel del plan divino, señala matices de
responsabilidad humana: "Ya sé yo, hermanos, que obrasteis por ignorancia, lo mismo que vuestros
jefes. Pero Dios dio cumplimiento de este modo a lo que había anunciado por boca de los profetas:
que su Cristo padecería", Hech 3, 17-18. Jamás se habría atrevido Pedro a atenuar de ese modo la
culpabilidad humana ni atribuir a Dios la responsabilidad de la muerte, si el mismo Jesús no hubiera
impuesto claramente ese criterio.

En la excusa de la ignorancia se descubre una alusión a las palabras de Jesús en la cruz: "Padre,
perdónales porque no saben lo que hacen", Lc 23, 34. Pero sobre todo, en la afirmación del designio
divino aflora la idea de los anuncios de Jesús: "Es necesario que el Hijo del hombre sufra". Y de otras
profecías análogas que debieron grabarse profundamente en el espíritu recalcitrante de Pedro, y bien
enseñado por su Maestro nunca más lo olvidó.

Y no solamente Pedro, sino también los demás testigos del pensamiento de la primitiva comunidad
cristiana han afirmado la prioridad de la responsabilidad divina en la Pasión. La polémica con los
judíos los habría estimulado más bien a recriminar la responsabilidad humana de quienes habían
maquinado la muerte de Jesús; pero la fidelidad de las enseñanzas del Maestro les dictaba la
doctrina de una muerte que era esencialmente obra de Dios.

Así, en vez de atribuir la muerte a la causalidad humana y la Resurrección a la causalidad divina,


como cabía esperar, los dos acontecimientos son referidos primariamente al designio de Dios, de tal
modo que, bajo ese punto de vista, se muestran en continuidad el uno con el otro. El verbo "ser
entregado" se presentaba particularmente a la expresión de las dos causalidades: Jesús había sido
entregado por Judas, después por los judíos a Pilato para que le condenara a muerte, pero a un nivel
superior, entregado por el Padre a la muerte redentora. En la segunda profecía de la pasión ya se
apuntaba esa doble causalidad: "El Hijo del hombre es entregado en manos de los hombres y le
matarán", Mc.9, 31; Mt.17, 21. En la tercera profecía, la traición de Judas parece indicada con
términos más precisos: "El Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas",
Mc 10, 33. Pero "el Hijo del hombre entregado a los hombres", indica mejor la acción divina, (es la
expresión paulina: "Dios, entregó a su propio Hijo por todos nosotros", Rom 8, 32). Se sugiere una
responsabilidad humana más universal: El Hijo del hombre, esto es, el Hijo de Dios hecho hombre,
es entregado a la humanidad, la cual es responsable de su muerte.

Es importante no olvidar que, por lo que respecta al drama histórico de su muerte, Jesús ha querido,
de forma muy clara, sobrepasar las circunstancias y el papel desempeñado por los distintos
personajes. Así por una parte, sugiere una culpabilidad (y la hubo), bastante más amplia que la de
los responsables directos y visibles de la condena, ya que le Hijo del hombre es entregado a los
hombres, a los pecadores. Por otra parte, y de un modo especial, invita a elevar la mirada hacia
Dios, quien mediante esa muerte ha llevado a cabo la obra de salvación. De este modo, la
evaluación de las responsabilidades históricas concretas de los jefes judíos y la de Pilato pasan a un
segundo plano.

6.5. LA VOLUNTAD DEL PADRE Y LA OBEDIENCIA DEL HIJO

Especifica el género de necesidad y podría ser interpretada en un sentido fatalista. Pero Jesús la
completa por medio de otras indicaciones que expresan más claramente que se trata de la voluntad
de su Padre. En la parábola de los viñadores homicidas, el dueño de la viña envía a su hijo predilecto
exponiéndole a la muerte violenta, Mc 12, 2-12. Esta parábola es una advertencia a sus adversarios;
intenta situarlos ante sus responsabilidades haciéndoles comprender el trasfondo invisible del drama
que se está urdiendo, el envío del Hijo único por parte del Padre y la gravedad de una muerte que
representa, un repudio monstruoso hacia el amor divino. Dar muerte al hijo único y heredero es
querer apoderarse violentamente del dominio de Dios, y de su Reino.

En la oración de Getsemaní, la voluntad del Padre aparece también en primer plano. Jesús expresa
su conflicto interior proclamando la soberanía del Padre sobre los acontecimientos: "¡Abbá, Padre!
Todo es posible para ti, aparta de mi esta copa; pero que no sea lo que yo quiero, sino lo que tú
quieras!", Mc 14, 36. La afirmación es más fuerte que en la parábola de los viñadores homicidas,
pues en esta última el Padre, enviando a su Hijo, se limitaba a ponerle en situación peligrosa,
mientras que aquí el Padre es interpelado como quien quiere la Pasión y alarga la copa, pues "lo que
quieras tú", no equivale a "lo que permitas tú". Se trata de una voluntad propiamente dicha, aunque
no se ejerza en el orden de las causalidades humanas. En este orden el Padre se contenta con
permitir las perversas maquinaciones de Judas, Caifás, Pilato. Pero el Padre posee un dominio
superior sobre el desarrollo de los acontecimientos, de tal manera que quiere el sacrificio de Jesús,
pero respetando la libertad de quienes hacen el mal. Jesús, considera al Padre, como el responsable
principal de la Pasión, sin que se le oculte la responsabilidad de sus adversarios a nivel de hecho
histórico.

La tradición primitiva, al subrayar la obediencia como disposición fundamental de la Pasión,


comprendió esa prioridad de la voluntad del Padre, tan inequívocamente expresada por Jesús en
Getsemaní: el himno cristológico de la carta a los filipenses presenta a Cristo como quien se hecho
obediente hasta la muerte y muerte de cruz, Filp 2, 8, y la carta a los Hebreos declara que Cristo
con lo que padeció, aprendió la obediencia, Heb 5, 8. El conflicto interior manifestado por Jesús en
Getsemaní justifica este modo de ver: Jesús obedece por ser la voluntad del Padre.

Hay que precisar, por otra parte, que esa obediencia manifieste más completamente el hecho
histórico en cuanto que es obediencia del Hijo al Padre; según el himno cristológico es Jesús que
"siendo de condición divina, se ha hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz". Según
Hebreos, es el Hijo quien ha aprendido lo que es obedecer; se trata por lo tanto de la obediencia de
una persona divina. Ahora bien, precisamente a ese nivel sitúa su obediencia el mismo Jesús. La
voluntad a la que se somete es la de un Padre, a quién él llama ¡Abbá!; con esta palabra del ámbito
familiar expresa profundamente su conciencia de ser el Hijo. La obediencia manifiesta en su pasión,
que no es la del hombre para con Dios; es la de un hombre, pero la de un hombre que es consciente
de ser Hijo de Dios y que quiere obedecer como tal.

El empleo del término ¡Abbá! merece ser captado en todo su sentido. De hecho se ha demostrado
que Jesús lo había utilizado normalmente en su oración con Dios Padre, pero dado que disponemos
tan sólo de este testimonio explícito, hay que pensar que Jesús debió de pronunciar ese nombre de
tal manera que se grabó más vivamente en el recuerdo de los testigos, indicando una actitud más
manifiestamente filial.

Además, se debe observar que ésta es la única circunstancia en la que Jesús manifiesta una cierta
oposición entre su voluntad y la del Padre, más exactamente una lucha íntima para aceptar la
voluntad del Padre. La palabra ¡Abbá! sugiere el aspecto desgarrador de esta lucha interna que se
produce en la íntima familiaridad de relaciones entre el Hijo y el Padre. El drama de la obediencia
afecta en cierto modo al interior de Dios en cuanto que concierne al Hijo encarnado frente a su
Padre; esto significa que si en el pecado la desobediencia había provocado el drama de las relaciones
del hombre con Dios, en la redención la obediencia del hombre es elevada al plano de las relaciones
entre personas divinas es la consecuencia de la encarnación. S. Pablo lo explica, en el aspecto
soteriológico con estas palabras: "porque como por la desobediencia de un solo hombre (Adán)
fueron constituidos pecadores todos, así también por la obediencia de uno solo (Cristo), serán todos
constituidos justos", Rom 5, 19.

6.6. EL HECHO SOTERIOLÓGICO


Los textos evangélicos nos ofrecen muchas palabras de Jesús que esclarecen el valor soteriológico
de su Pasión. Esta aparece en ellos más que nada como un gesto que compromete toda su persona
de Hijo mediante la donación de su vida ofrecida por la salvación del género humano, y también
como un gesto eclesial que establece la realidad fundamental de su sacerdocio, del bautismo y de la
eucaristía.

Cristología II - 18° Parte: El Misterio Pascual - El


Sacrificio del Hijo del Hombre
P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

6.7. EL SACRIFICIO DEL HIJO DEL HOMBRE, SE REALIZA POR EL RESCATE DE MUCHOS

Marcos y Mateo nos transmiten una declaración muy profunda sobre el sentido de la muerte de
Jesús. Jesús anuncia que aquel que quiera ser el primero debe hacerse el servidor de los demás y
dice: "Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como
rescate por muchos". Mc 10, 45; Mt 20, 28. Isaías en la profecía del Siervo de Yahvé, presenta la
muerte del siervo con la idea esencial de un sacrificio personal hecho para la liberación de muchos.
En Is 53, 10, dice: "ofrece su vida en sacrificio expiatorio". El "dar su vida", en el lenguaje de Jesús
significa algo más que ofrecer la muerte física, literalmente se puede traducir por "dar el alma",
indicando el don de la persona en el don de la vida. Este don comporta la oblación de sufrimientos
físicos y morales, que hacían del siervo un "varón de dolores, despreciado y desestimado", Is 53, 3,
en este sentido es aún más un don del "alma", que un don de la vida. Una expresión transmitida por
Lucas confirma la conciencia que tenía Jesús de deber realizar el sufrimiento moral atribuido al
siervo, es decir, su destino de oprobio: "Os digo que es necesario que se cumpla en mí esto que está
escrito: Ha sido contado entre los malhechores", Lc 22, 37. Esta cita de Isaías 53, 12 empieza con
un: "es necesario", que atestigua el plan divino y un "os digo", que manifiesta la autoridad de aquel
que lo conoce y lo revela.
En los evangelios de Marcos y Mateo, el alma de Cristo es entregada como: "rescate de muchos a
cambio de muchos". Esta expresión es muy fuerte, Jesús considera su Pasión como el precio que hay
que pagar para la liberación de muchos, esto es, de la humanidad entera. El término "rescate" pone
de manifiesto la intención de Jesús de llevar a la práctica lo que estaba anunciado sobre el siervo de
Yahvé: es decir, la donación de su propia vida, como cordero inocente, para la liberación de la
humanidad pecadora. El intercambio ante Dios de su vida ofrecida en sacrificio expresa la
"sustitución" que caracteriza la misión del siervo: "eran nuestras dolencias las que él llevaba y
nuestros dolores los que soportaba ... él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras
culpas... Yahvé descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Indefenso se entregó a la muerte y con
los rebeldes fue contado, cuando él llevó el pecado de muchos", Is 53, 4-12.

Esta manera de ilustrar el anuncio de su muerte a base de oráculos de Isaías, implica por parte de
Jesús una verdadera originalidad. Aun cuando apreciara los sufrimientos de los justos, el judaísmo
desconocía dos aspectos esenciales de la profecía:

• Se guardaba muy bien de atribuir al Mesías un destino doloroso.


• Limitaba el valor expiatorio de los sufrimientos de los justos al pueblo de Israel.

No se tomaba en cuenta en consideración ni un Mesías sufriente y paciente ni tampoco la


perspectiva universalista de su obra. Con respecto a la corriente de la tradición judaica, se da, pues,
un novedad en el modo de asumir de la profecía estos dos rasgos esenciales:

• El sufrimiento expiatorio.
• La liberación de la humanidad entera.

La novedad del mesianismo de Jesús es mucho más amplia que las señala la profecía del siervo de
Yahvé . Notemos los aspectos de esta transformación.

• El que sirve y da su vida como rescate es el "Hijo del hombre". Si de un modo general el vocablo de
Hijo de hombre por el que Jesús se designa a sí mismo, comporta una referencia al oráculo de
Daniel, aquí la alusión es más significativa en razón del verbo "servir" ya que en la visión del profeta
Daniel se dice: "Todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron", Dan 7, 14. En contraste con el
Hijo del hombre servido por la humanidad, Jesús presenta un Hijo del hombre que sirve y da su vida
en rescate por la humanidad. El contraste es tanto más acusado cuanto el "logion" evangélico se
caracteriza por una oposición a la actitud de los gobernantes que se hacen servir.
• Cuando habla del Hijo del hombre, Jesús evoca una figura celeste, gloriosa, de orden divino. La
grandeza del servicio y la grandeza de la donación de la vida en sacrificio se ponen de relieve de esa
forma. Así encontramos el hecho "teológico" en el hecho "soteriológico".
• La excelencia de la persona que sirve y se entrega nos hace comprender mejor por que puede haber
un intercambio válido de un individuo por la multitud; por el hecho de ser una persona divina
humanada, el Hijo del hombre posee una dimensión superior a la totalidad de los hombres y, por
consiguiente, puede con todo derecho entregarse a cambio de la humanidad entera, "dando su
alma" como rescate puede liberar a todas las almas humanas.
• Jesús indica igualmente que ese sacrificio forma parte de la finalidad de la Encarnación El Hijo del
hombre ha venido para esto: servir y sacrificarse en bien del género humano. La afirmación carga el
acento sobre el papel capital del sacrificio, que lejos de ser un mero accidente histórico (como
algunos pretenden) ha constituido el motivo principal de su existencia. Así se evidencia la
orientación altruista de la Encarnación. Jesús quiere demostrar que la venida del Hijo del hombre se
funda enteramente en el amor y en la más humilde donación de sí mismo.
• Según la declaración de Jesús el "servicio" aparece como "servicio a los hombres". En el oráculo de
Isaías, el siervo se presentaba como siervo de Dios, Yahvé decía de él "mi siervo", Is 52, 13. Jesús
sitúa más el servicio en sus relaciones con la humanidad: el Hijo del hombre no ha venido a ser
servido sino a servirles. Es cierto que el servicio a los hombres lleva implícito un homenaje al Padre;
si el Hijo del hombre da su vida como rescate, es porque el Padre se lo pide. En Getsemaní Jesús
manifiesta su "obediencia", ofreciéndose al Padre en actitud de "sacrificio cruento".

De todas maneras queda claro que la dirección fundamental del servicio va de Dios al hombre,
cuando en la profecía de Isaías iba del hombre a Dios. El Hijo del hombre es el Hijo de Dios que, al
hacerse hombre, se pone al servicio de los hombres, y lleva ese servicio hasta la oblación total de sí
mismo para la liberación de la humanidad entera.

6.8. EL SACRIFICIO DEL BUEN PASTOR

La entrega de la vida por parte del Pastor. El evangelio de Juan nos ofrece unas palabras de Jesús
que describen su sacrificio con términos muy parecidos a los que nos transmiten Marcos y Mateo.
Juan dice: "Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas", Jn 10, 11. 15. 17. 18.
La semejanza aparece en la expresión "ofrecer su vida". Jesús se refiere ahí a la profecía del siervo
paciente para anunciar su propia muerte. En Marcos y Mateo el Hijo del hombre aparece de forma
opuesta a los gobernantes que ejercen la autoridad en provecho propio, como quien domina. En
Juan el buen pastor se contrapone al mercenario que busca su ventaja, en ambos casos se ve la
orientación altruista del ejercicio del poder como servicio.

La identidad divina de Jesús está insinuada en la expresión "Yo soy", y por la cualidad de ser pastor,
atribuida en el AT. a Yahvé. Es más exactamente una identidad de Hijo, pues Jesús habla de su
Padre que le conoce y ama, Jn l0, 15. 17. Afirma su soberanía de Hijo de Dios en el poder que tiene
de dar su vida y recobrarla, precisando su obediencia de Hijo hacia la voluntad salvífica del Padre. Jn
10, 18. Encontramos en Juan la dirección descendente del sacrificio de Jesús : es esencialmente un
don de Dios a los hombres. Es la Encarnación la que permite al Hijo ser el pastor que da la vida por
sus ovejas, y de este modo invierte la orientación del sacrificio. Sin embargo, como ya hemos
observado esta dirección descendente (del Padre, por el Hijo en favor de los hombres), no suprime
el homenaje de obediencia del Hijo al Padre: "Esa es la orden que he recibido de mi Padre", Jn 10.
18.

Bajo el punto de vista de la "finalidad redentora de la Encarnación" se advierte la equivalencia entre:


"El Hijo del hombre ha venido para dar su vida como rescate", y : "Yo he venido para que tengan
vida". Otras palabras de Juan expresan esta finalidad en Getsemaní: "Ahora mi alma está turbada. Y
¿qué voy a decir? !, Padre, líbrame de esta hora ! Pero, ¡si he venido con miras a esta hora !", Jn 12,
27. La "hora" que es la de la Pasión, aterra a Jesús hasta el punto de estimularle a pedir que le
liberen de ella, es decir, "ser salvado de ella". Pero agrega que la petición iría en contra del fin por el
que ha venido. "Haber venido con miras a esta hora", es análogo a "haber venido a dar su vida en
rescate". Finaliza con una orientación positiva de su sacrificio, "Por eso me ama el Padre, porque doy
mi vida para recobrarla de nuevo", Jn 10, 17. Jesús da su vida como Hijo obediente con miras a la
Resurrección. Así pues la finalidad de dar su vida no se queda en la mera muerte: incluye también la
intención del triunfo definitivo y glorioso: la Resurrección.

Hay una idea complementaria al sacrificio que Jesús hace en la cruz. Se trata de la idea de
"servicio". Es en el lavatorio de los pies donde Jesús pone la conexión entre "servicio" y "sacrificio".
El evangelista Juan indica esta conexión en la conciencia de Jesús cuando dice: "Sabiendo que el
Padre había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la
mesa... y se puso a lavar los pies de sus discípulos", Jn 13, 3-5. El gesto es un primer cumplimiento
del amor que Jesús ha querido manifestar con su Pasión, amor que llega "hasta el extremo", Jn 13,
1. No se puede ver ahí un simple gesto pedagógico, destinado a servir como ejemplo a sus
discípulos. Encierra ciertamente esa intención, Jn 13, 15, pero también es más que eso: Jesús
adopta ahí deliberadamente esa actitud de humilde servicialidad que caracterizará su Pasión y así
testimonia que el servicio va por delante del sufrimiento, al considerarlo no como un deber que se le
impone, sino como un modo de practicar hasta el extremo un amor de siervo.

Juan insiste especialmente en la conciencia filial de Jesús: el que se pone a lavar los pies de sus
discípulos es el Hijo de Dios que ha recibido todo poder del Padre. Empeña en ese gesto toda su
persona de Hijo, como también el don de su vida es acto del Hijo que pasa de este mundo a su
Padre. Así, pues, "servicio" y "sacrificio", tienen pues, un distintivo esencialmente "filial".

En el evangelio de Juan hay expresiones que subrayan la eficacia del "sacrificio": la imagen del
grano de trigo que al morir da "mucho fruto", Jn 12, 24, dirige la atención hacia un principio del plan
divino de salvación, a saber: la considerable fecundidad otorgada al sufrimiento. La naturaleza de
esta fecundidad aparece más claramente a continuación: "Ahora el príncipe de este mundo será
echado fuera", Jn 12, 31, la victoria de Jesús sobre Satán no es sino el aspecto negativo de la obra
salvífica. Más positivo es el atractivo que ejercerá sobre todos los hombres aquel que habrá sido
"levantado de la tierra", Jn.12,32. Jesús indicaba de qué modo habría de morir, Jn 12, 33. A los ojos
del evangelista, la elevación obre la cruz es signo de la elevación gloriosa y del poder que Cristo
posee desde ahora sobre la humanidad. La muerte la presenta pues, como fuente del poder salvador
y santificador.

Hay también en Juan en la idea del "sacrificio" un gesto sacerdotal. Hemos dicho que el sacrificio de
Jesús va unido a la idea de servicio: "Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las
dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con poder. Pero no ha de ser así entre
vosotros, sino el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será el esclavo de todos", Mc 10, 42-
44. Esta consigna perfila de hecho la actitud sacerdotal, pues va dirigida a aquellos a quienes Jesús
quiere hacer jefe y pastores de su Iglesia, esto es, aquellos a quienes quiere comunicar su
sacerdocio. Se trata de un sacerdocio concedido de un modo nuevo y más amplio, cuya
característica es el servicio a la humanidad.

La originalidad de Jesús, consiste en presentar al Hijo del hombre no ya como alguien que es
servido, sino como quien sirve. En su calidad de Hijo de hombre, reivindica poderes divinos, como el
de perdonar los pecados, pero se comporta como siervo. Ahora bien, esta originalidad está destinada
a dar una nueva faz al sacerdocio: aunque se le comuniquen poderes divinos, el sacerdote no podrá
ejercerlos sino a titulo de servicio a los hombres. Las palabras y los gesto de Jesús, ayudan a
comprender que el discípulo de Jesús no puede ser sacerdote sino siendo a la vez pastor y siervo. El
discípulo debe reproducir el gesto del "buen pastor", que da su vida por las ovejas, pues el precepto
de la caridad tiene como modelo el más grande amor, que consiste dar la vida por los amigos, Jn 15,
12-13. Debe hacerse el humilde servidor de todos, según el ejemplo del lavatorio de los pies.

Hay también una relación directa y esencial entre sacrificio y gesto eucarístico. Sería difícil no ver
referencia ninguna eucarística en las palabras de Jesús: "¿podéis beber la copa que yo voy a
beber?", Mc 10, 38. Esta copa es el cáliz de la pasión. Es el cáliz de dolor lo que Jesús, en
Getsemaní, pide al Padre que aleje de él. Ese cáliz Jesús lo bebe en calidad de Hijo del Padre: "La
copa que me ha dado el Padre ¿no la voy a beber?", Jn 19, 11. Todo lo que es don del Padre debe
suscitar acción de gracias; el Hijo no puede recibir el cáliz sino como testimonio de amor en actitud
de obediencia y de cumplir la voluntad del Padre.

Donde se ve la relación más directa entre sacrificio y eucaristía es en la última cena. Aquí
fundamenta Jesús el inminente valor sacrificial de su vida. La fórmula de consagración del pan,
indica ese valor: "Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros...", Lc 22, 19. La versión de
Pablo es más breve: "Este es mi cuerpo que se da por vosotros", l Cor 11, 24. La determinación:
"que se da por vosotros", no equivale a: "que se os da". Si Jesús hubiera empleado simplemente
esta última forma, habría hablado del don que él hacía a sus discípulos de su cuerpo como alimento.
Por el contrario, al decir: "se da por vosotros", expresa la oblación que se hace por los hombres, es
decir, el sacrificio. Es su cuerpo sacrificado el que distribuye a sus discípulos en la cena.

Esto lo confirma la declaración transmitida por Juan en el discurso eucarístico: "El pan que yo voy a
dar, es mi carne por la vida del mundo", Jn 6, 5-15. En efecto, por el hecho de que Jesús dé su
carne , que ha sido ofrecida por la vida del mundo, esa carne hace vivir a aquellos que se nutren de
ella: "si uno come de este pan vivirá para siempre... el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene
vida eterna", Jn 6, 51-54.

El sacrificio de Jesús es la sangre de la nueva alianza: "Esta es mi sangre de la alianza que es


derramada por muchos", Mc 14, 24. La fórmula indica la alianza como objetivo final de la efusión de
la sangre. Esta fórmula rememora la empleada por Moisés el rociar al pueblo con la sangre de los
toros para la conclusión de la alianza en el Sinaí y dice: "esta la sangre de la alianza que Yahvé ha
hecho con vosotros", Ex 24, 8. Pero inspirándose en la figura del "siervo", Jesús se identifica
personalmente con la alianza: "mi sangre de la alianza". Ya hemos notado que Lucas dice: "Esta
copa es la nueva alianza en mi sangre", Lc 22, 20.

Queda por precisar las implicaciones de estas ideas en el marco del sacrificio. Si Jesús es la
"alianza", realiza en su sacrificio la oblación de la humanidad a Dios y el don de Dios a la
humanidad. Según la imagen de la alianza estipulada por Dios con Moisés en el Sinaí, su "sangre" es
a la vez la sangre reservada al altar y sangre rociada sobre el pueblo, Ex 24, 6-8. Esto es, sangre
ofrecida a Dios, y sangre dada a los hombres. Jesús representa a los hombres delante de Dios y al
Padre delante de los hombres.

Por el hecho de personificar la alianza, Jesús es el mediador, mucho más que Moisés, en Jesús se
dan la divinidad (es verdadero Dios), y la humanidad (es verdadero hombre). Esta unión de Dios y el
hombre en su persona le permite llevar a cabo un sacrificio que sea al mismo tiempo don de Dios al
hombre y oblación del hombre a Dios. Así, el sacrificio de Jesús al Padre es primeramente un don de
Dios a la humanidad, es el don del Hijo enviado por el Padre, aquí el sacrificio tiene una dirección
descendente, y Jesús ofrece su vida al Padre en favor de los hombres, es una dirección ascendente.

La afirmación de la alianza personificada en Jesús demuestra que las dos direcciones no son
contradictorias; no se excluyen entre sí. La oblación del hombre a Dios no debe hacer ignorar, en el
sacrificio, el don divino, y éste no debe hacer olvidar el aspecto de homenaje expiatorio. Así, el
vínculo establecido por Jesús entre alianza y sacrificio. Demuestra que para la estipulación de la
alianza, no ha sido suficiente el hecho mismo de la encarnación, el Hijo de Dios hecho hombre, ha
sido necesario que la alianza se contraiga en la sangre: consistiendo en una reconciliación que se ha
realizado mediante un sacrificio.

Cristología II - 19° Parte: El Misterio Pascual - El


amor divino
P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

6.9. EL DESIGNIO DIVINO DEL AMOR EN LA REDENCIÓN

Puesto que la Pasión ha sido concebida y anunciada por el mismo Jesús como un hecho "teológico" y
"soteriológico", este cumplimiento del designio divino que había de merecer hombres, debemos
preguntarnos como interpretar la intención divina que pide el sacrificio. Hay que saber unir los
elementos que la constituyen:

• La donación que el Padre hace del Hijo a la humanidad.


• Jesús que asume, obediencialmente el designio del Padre y se ofrece como víctima sacrificial, como
rescate ofrecido por la humanidad pecadora.

Pablo nos ha dejado una afirmación sorprendente, que trata de explicar lo que Jesús había dicho
aludiendo al sacrificio de expiación: "Dios había predestinado a Cristo como "propiciatorio"
(instrumento de propiciación), para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados
cometidos anteriormente, en el tiempo de la paciencia de Dios", Rom 3, 25. Y también: "Cristo nos
rescató de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros", Gal. 3,13. Y "Dios le
hizo pecado por nosotros", 2 Cor 5, 20. Ante estas palabras ¿sería necesaria para evaluar la obra
redentora tasar la contribución respectiva de la cólera y del amor, o incluso recurrir a un
compromiso entre la misericordia que quiere la salvación de la humanidad y la justicia que requiere
la muerte como sanción del pecado? Ciertas interpretaciones teológicas de la Edad Medía proponían
esta conciliación entre cólera y amor; entre misericordia divina y justicia divina. Este problema es de
la mayor importancia, pues lo que se discute es la inspiración principal de toda la obra salvífica.
6.10. LA EXPLICACIÓN DE LA OBRA REDENTORA PARA COLMAR LA CÓLERA DIVINA

Esta es una interpretación que se da en el mundo teológico de los reformadores que explican la obra
de la redención para colmar la cólera divina: Dios está irritado por el pecado en el mundo y Dios
descarga su ira en Cristo, muere en la cruz y Dios queda satisfecho, su cólera queda calmada. Los
principales exponentes de esta doctrina son Lutero y Calvino. Se puede sintetizar más o menos así.
Dios ha cargado sobre su Hijo los pecados de todos los hombres, hasta el punto de convertirle en el
mayor pecador, en los términos más concretos: asesino, adúltero, criminal, etc., Calvino se fija más
en el aspecto jurídico de la condena de Cristo, Jesús ha sido acusado y condenado en lugar de los
pecadores. El proceso criminal que nos correspondía como pecadores lo ha asumido Cristo en la
cruz. En Cristo contemplamos la persona de un pecador y de un justo a la vez (simul iustus et
peccator), pero al mismo tiempo la de un inocente cargado con el pecado de los demás y no con el
suyo.

6.11. LA EXPLICACIÓN DE LA OBRA REDENTORA POR EL SÓLO AMOR DIVINO

En esta concepción teológica se excluye la interpretación basada en la ira o en la justicia punitiva


como medio de redención. En la Pasión se dio una condena del Hijo de Dios dictada por el Sanedrín y
por Pilato. Pero no fue expresión de una condena lanzada por el Padre, como tampoco podía ser un
ejercicio de cólera o de justicia vengadora por su parte. En efecto, entre el Padre y el Hijo reinó
siempre la unión más perfecta como lo manifiestan aquellas palabras de Jesús: "El Padre y yo somos
una misma cosa", Jn 10, 30. No puede haber discordia ni hostilidad entre las personas divinas. El
Padre no ha podido considerar al Hijo encarnado como un pecador. Pensar que el Hijo inocente sea
tratado como pecador, sin serlo, sería introducir en la conducta del Padre una ofensa a la verdad. A
los ojos del Padre, Jesús no ha podido ser sino el Hijo inocente.

Lo que ha dado pie a las teorías de la condena y de la cólera divina, es una interpretación exagerada
de la sustitución. Basándose en el hecho de que Jesús ocupo el lugar de la humanidad pecadora, se
ha llegado a considerarle como el pecador, sobre el que se centraba la cólera divina merecida por el
pecado de la humanidad pecadora. En realidad, se pasaba por alto un elemento fundamental de esa
"sustitución" que es de un carácter único: es precisamente como Hijo inocente y por lo tanto grato a
los ojos del Padre como Jesús sufrió representando a la humanidad pecadora. Así, asumiendo las
secuelas del pecado de los hombres agradaba al Padre: "Por eso me ama el Padre, porque doy mi
vida...", Jn 10, 17.

La doctrina de la obra redentora es compleja, y cualquier simplificación basada en un solo aspecto,


radicalizado o absolutizado conduce a enfoques inaceptables. Cierto es que el pecado merece la
cólera divina y que Jesús nos ha salvado de esa cólera entregándose como rescate por la
humanidad. Pero eso no significa que sobre Jesús haya recaído la cólera divina que habría debido
descargar sobre la humanidad pecadora. Jesús al sustituir a los hombres ha cambiado los términos
de la relación entre Dios y los hombres pecadores, ofreció el sacrificio redentor como Hijo inocente
(inmaculado). Así pues, Cristo modifica el sentido del intercambio como el de la "sustitución". Siendo
el Hijo, no puede tener con el Padre sino una relación de amor, que excluye las reivindicaciones de la
cólera y de la justicia divinas. Es la relación del Hijo encarnado con el Padre, esencial a la obra
redentora, la que transforma y desbarata las perspectivas del A T. El misterio de la Encarnación
confiere al sacrificio redentor un nuevo sentido, el de un amor divino que no está condicionado por
sentimientos de cólera ni limitado por exigencias de estricta justicia. Por eso en el mensaje del
Nuevo Testamento se atribuye al sacrificio únicamente al amor divino, el del Hijo y el Padre.

Cristología II - 20° Parte: El Misterio Pascual - La


doctrina de san Pablo sobre el amor de Cristo

P. Ignacio Garro, S.J.


SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

6.12. LA DOCTRINA DE SAN PABLO

6.12.1. El amor del Hijo hacia los hombres


Pablo, que habla de las manifestaciones de la cólera divina cuando considera el pecado de la
humanidad, no presenta jamás al Hijo de Dios como fustigado por esa cólera, ni marcado por un
veredicto de condena. Por el contrario, no ve Él otra cosa sino el amor que se manifiesta a través de
su sacrificio. Pablo, consciente de participar en ese sacrificio, estando: "crucificado con Cristo",
declara vivir: "en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí", Gal 2, 20. Las
características de este amor se explican por el nivel divino del mismo. Es un amor "que excede a
todo conocimiento", Efes 3, 19. Es un amor del que nada nos puede separar, pues "en todo esto
salimos vencedores gracias a aquel que nos amó", y ninguna "criatura podrá separarnos del amor
manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro", Rom 8, 35-39. "El amor de Cristo nos apremia", 2 Cor
5, 14.

Este "don de Dios", el amor de Jesús en su muerte, constituye no obstante, un sacrificio ofrecido al
Padre: Cristo "os ha amado y se ha entregado a sí mismo por nosotros, ofreciéndose a Dios en
sacrificio de olor agradable", Efes 5,2. Este amor es el ejemplo que hay que imitar: "sed imitadores
de Dios, como hijos carísimos, y seguid el camino del amor, como Cristo", Efes 5, 1-2. Aun siendo
oblación a Dios, el sacrificio se muestra como una expresión del amor de Dios, que reclama
imitación. No existe el menor signo de oposición entre la posición de Cristo y la del Padre en el
sacrificio.

La enorme riqueza de amor que inspira el sacrificio está sugerida por la misma cualidad de Esposo
atribuida a Cristo, modelo de todos los esposos humanos: "Maridos, amad a vuestras mujeres como
Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella", Efes 5, 25. Este mismo nivel divino del
compromiso se observa en el saludo de la carta a los Gálatas: "Gracia a vosotros y paz de parte de
Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo, que se entregó a sí mismo por nuestros pecados...
según la voluntad de nuestro Dios y Padre", Gal 1, 4. Aquel que se entregó es el Señor, esto es,
aquel que posee una dignidad divina, y su sacrificio forma parte del designio del Padre. En
consecuencia, jamás se toma en consideración una cólera divina, que haya entrado en acción en la
muerte de Jesús. Los pecados de la humanidad solo se mencionan para demostrar la generosidad
del amor de Cristo que entregó su vida para alcanzar el perdón. El sacrificio no es un castigo, sino
una oblación "de agradable olor", que implica una armonía perfecta entre el Padre y el Hijo.

6.12.2. El amor del Padre y el misterio pascual de Cristo como fuente de justificación,
reconciliación y liberación de todo el Género Humano

A. La iniciativa paterna
El Padre ha entregado a su propio Hijo. El Padre tiene la responsabilidad en el sacrificio redentor. No
se describe su intervención como la de un juez que exige satisfacción por sus derechos lesionados,
ni como la de un Padre enojado que aplaca su furor con la muerte de su Hijo. Es significativo el
hecho de que el gesto del Padre esté descrito en términos análogos a los que describen el gesto del
Hijo: Cristo "se entrego por nosotros", Efes 5, 2. El Padre "ha entregado a su propio Hijo por todos
nosotros", Rom 8, 32. Ambos gestos se orientan hacia la misma dirección y encierran el mismo
significado esencial: una donación en beneficio de la humanidad. En el gesto de Cristo, Pablo ha
reconocido el gesto del Padre que había enviado a su Hijo.
Este envío esta claramente consignado en un texto que conecta Encarnación y redención: "al llegar
la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a
los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación divina", Gal 4, 4-5. Sin embargo,
el envío podría haberse concebido como dejando al Padre al margen del gestor redentor en sí
mismo, o que habría dado una base a esa oposición que describieron los reformadores entre la
cólera de Padre y Jesús. Pero al hablar de la acción de enviar a su Hijo para otorgar la adopción filial
a los hombres, Pablo sugiere que el gesto del Padre es el de un profundo amor paternal. Este amor
es el que Pablo explica mejor diciendo que el: "Padre ha entregado a su propio Hijo por todos
nosotros". El Padre no se mantiene ajeno a un acto redentor para el que delegaría a su propio Hijo.
Es el primero en realizar la donación; su amor se compromete a fondo ya que no hay don mas
radical que el de entregar al Hijo único.
Sin embargo, una dificultad podría surgir de la afirmación: el Padre: "no perdonó ni a su propio Hijo,
antes bien le entregó por todos nosotros", Rom 8, 32. Algunos han interpretado la expresión "no
perdonar" en el sentido de una justicia vindicativa, según la cual el Padre se habría mostrado
despiadado incluso para con su Hijo. Entre las expresiones "no perdonar" y "entregar" no cabe tal
contraste: las dos expresiones significan una misma acción. Las dos se explican por la consecuencia
que de ellas saca Pablo: “¿cómo no nos dará con El graciosamente todas las cosas?". El verbo
empleado para "dar" es el más propio para expresar una favor gratuito, una gracia (charisetai). El
hecho de que el Padre no haya perdonado, sino que haya entregado a su propio Hijo es la primera
gracia, fuente de todas las demás.
En este don que el Padre hace de su Hijo, Dios demuestra su amor. Cuando Pablo habla de nuestra
situación de pecadores en la obra de la redención, la describe como un signo de un amor más
grande por parte de Cristo y del Padre: "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo
nosotros todavía pecadores, murió por nosotros", Rom. 5,8. Anteriormente, dentro de la misma
epístola, había descrito el despliegue de la cólera divina sobre la humanidad pecadora. Pero la
muerte de Jesús indica precisamente que en lugar de una cólera merecida por los pecados, se ha
puesto en práctica un amor todavía más asombroso: "Cristo murió por los impíos; en verdad, apenas
habrá quien muera por un justo", Rom 5, 6-7. Pues bien, ese amor no es solamente el de Cristo,
sino el de Dios, del Padre. Observemos que en ese amor hay más que una entera gratuidad; se da
también la superación de la repugnancia que habría debido inspirar el pecado.
Es el Padre que nos ha predestinado en el amor; el Padre que dirige toda la obra redentora, no se ha
visto de improviso ante una situación de pecado a la que ha respondido con un exceso de amor. Su
designio es previo a toda la historia humana, como lo demuestra el himno a los Efesios: "Dios Padre,
nos ha elegido en Cristo, antes de la fundación del mundo, para ser santo e inmaculados en su
presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de
Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad...", Efes 1, 4-5. La redención pertenecía, pues, a un
plan elaborado incluso antes de la creación: antes de que existiera el mundo, ya que era un hecho
nuestra predestinación y ésta se debía al amor del Padre. Esta perspectiva tiene la ventaja de
hacernos ver que el Padre jamás ha tenido otra intención para con la humanidad que la del amor
salvífico. En consecuencia, las manifestaciones de cólera hacia los pecadores estaban dominadas por
esa disposición predominante de amor. La predestinación es, con sentido único, la de la redención, y
de la adopción filial en Cristo.

B. Cristo, fue hecho pecado y maldición por nosotros.


Debemos recordar brevemente los dos textos que a menudo han dado ocasión a interpretaciones de
la obra redentora en base a satisfacer la cólera divina, (protestantes-reformadores). En el primero
de ellos, se atribuye a Dios directamente la acción que hace a Cristo "pecado por nosotros", "a quien
no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en El", 2
Cor 5, 21.
Según el contexto, esta acción se inscribe en el marco de la "reconciliación": "En Cristo estaba Dios
reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres", 2 Cor 5,
19. Por consiguiente, la acción de Dios no podía estar inspirada por la ira. Es cierto que el pecado ha
sido transferido a Cristo, y que de este modo los que eran pecadores reciben por medio de él la
justicia divina, esto es, la salvación. Pero este traspaso del pecado de la humanidad a Cristo no le
hace a él pecador. Pablo no dice que Cristo haya sido hecho "pecador" sino " pecado".
Objetivamente Cristo ha cargado con las consecuencias penosas del pecado, a saber, el sufrimiento
y la muerte. Pero subjetivamente, siguió siendo el mismo que era: "aquel que no había conocido
pecado", y es precisamente en calidad de inocente como él sufrió lo que se debía a nuestro pecado.
Sería inconcebible una atribución de culpabilidad o experiencia personal de pecado en Cristo (ver,
impecabilidad).
Por parte del Padre, el gesto que hace a Cristo "pecado por nosotros" indica un amor extremo que
quiere asegurar la reconciliación con la humanidad cargando, en su Hijo, las consecuencias del
pecado. En un sentido análogo conviene interpretar la frase: "Cristo nos rescató de la maldición de la
ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros, pues dice la escritura: Maldito todo el que está
colgado de un madero", Gal 3, 13. A pesar de la cita del texto en el que el hombre colgado del
madero es calificado de "maldito", Pablo afirma que Cristo se ha hecho, por nosotros, no maldito,
sino "maldición". Objetivamente, Cristo ha tomado sobre sí mismo la maldición que pesaba sobre el
mundo pecador; pero subjetivamente no ha experimentado la maldición divina. Por otra parte, ese
gesto le permitió hacer llegar a los paganos la "bendición" de Abraham, se trata de un gesto
totalmente lleno de bendición divina. Convertirse en maldición en favor de la humanidad, es el fruto
de un amor que va más allá de todo lo imaginado, y manifiesta la suprema benevolencia del Padre.

C. Efectos de acontecimiento salvífico Pablo describe con varias imágenes los efectos de la
actividad salvífica de Cristo
Aquí consideramos esos efectos como parte de la redención objetiva, como efectos permanentes
producidos por la pasión, muerte y Resurrección de Cristo, y de los que participa el hombre por la fe
y el bautismo; estos efectos son, la expiación de los pecados, la reconciliación del hombre con Dios,
la justificación ante Dios y finalmente su liberación redentora.

C1. Expiación
Pablo nos dice que Cristo: “... murió por nuestros pecados”,1 Cor 15, 3, y que: “por Él obtenemos...
el perdón de nuestros pecados”, Col 1, 14. Esta descripción general del perdón, de los pecados del
hombre por la muerte o sangre de Cristo, condición necesaria para la reconciliación, queda
especificada con varias metáforas. Una de estas metáforas es la de la “expiación”.
Aunque el verbo “hilaskomai” = expiar, propiciar, y el nombre “hilasmos” = expiación, propiciación,
aparecen ocasionalmente en el N.T., Lc 18, 13; 1 Jn 2, 2. Pablo emplea solamente “hilasterion”:
“Dios (a Cristo) lo expuso como “hilasterion” por su sangre para el perdón de los pecados
anteriores,...”. ¿Por qué emplea Pablo esta imagen? Podría parecer que el hecho de exponer a Cristo
como “hilasterion” significa que Jesús es el instrumento para aplacar la cólera del Padre. No parece
ser así. Pablo piensa más bien en una noción “expiatoria” que en la noción de “aplacar la cólera de
Dios”.
Más bien, con la muerte de Cristo todos los hombres, judíos y gentiles al haber pecado han perdido
la gloria a la que habían sido destinados. Pero, con el favor de Dios son “expiados” los pecados de
los hombres, es decir, perdonados, borrados, porque el Padre, graciosamente juzgo conveniente
exhibir a Cristo en la cruz como instrumento de expiación. Pero puede haber otro matiz en el
pensamiento de Pablo, debido al uso que la versión griega de los LXX hace de la palabra
“hilasterion”, cuando traduce la palabra hebrea “kapporet”; esta palabra suele traducirse por
“propiciatorio”. En realidad, la palabra “propiciatorio” significa “cubierta”, o “tapa” de oro que cubre
el arca de la Alianza en el “Sancta Santorum”, lo cual servía de soporte a dos querubines de oro,
trono de la presencia gloriosa de Yahvé en el Templo de Jerusalén, Ex 25, 17-22.
Cuando llegaba la fiesta del “Yom Kippur”, o fiesta del día de la “expiación” de los pecados del
pueblo de Israel, una vez al año, el sumo sacerdote entraba en el Sancta Santorum con la sangre de
los animales sacrificados y rociaba el “hilasterion”, el “propiciatorio” con dicha sangre, expiando así
los pecados del pueblo de Israel, Lev 16, 2- 11-17. Pablo alude quizá a este rito del Día de la
Expiación “Yom Kippur”, dado que menciona la gloria de Dios, la sangre de Cristo, el “hilasterion” y
el perdón de los pecados. En tal caso, estaría considerando la cruz de Cristo como el nuevo
propiciatorio y el primer viernes santo como el Día de la expiación en la que Cristo derramó su
sangre a favor de todo el género humano. Así pues, Cristo rociado con su propia sangre, es el
verdadero propiciatorio, el instrumento del Padre para borrar los pecados de los hombres. Cristo fue
expuesto en medio del pueblo de Dios como instrumento para limpiar los pecados de los hombres y
proporcionarles el “acceso” al Padre, Rom 5, 2: “por quien hemos obtenido también, mediante la fe,
el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de
Dios”; con el cual fueron reconciliados de esta manera.
Sin embargo, el sentido más hondo de la manifestación pública de Jesús “en su sangre” Rom 3, 25:
“a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para
mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos anteriormente”; se entiende
solamente si recordamos un axioma rabínico de aquel tiempo que dice: “sin derramamiento de
sangre no hay remisión de los pecados”, Hebr 9, 22. El sentido no era que la sangre derramada en
los sacrificios apaciguase la cólera de Yahveh, ni tampoco se ponía el acento en que el
derramamiento de sangre y la subsiguiente muerte fueran una especie de recompensa o precio que
había que pagar. Antes bien, la sangre se vertía para purificar y limpiar ritualmente los objetos
dedicados al culto de Yahveh, Lev 16, 15-19, o también, para consagrar objetos y personas a su
servicio y vinculándolos íntimamente a Yahveh como con un pacto sagrado, Ex 24, 6-8. El día del
“Yom Kippur” o día de la “expiación”, el sumo sacerdote rociaba el propiciatorio, Lev 16, 16: “por las
impurezas de los israelitas y las transgresiones que cometían con sus pecados”.
Los judíos pensaban que los pecados habían manchado la tierra, el templo y todo lo que éste
contenía. La aspersión de la sangre lo purificaba y consagraba de nuevo al expiar los pecados. El
porqué de este rito lo encontramos en Lev 17, 11: “Porque la vida de la carne está en la sangre; yo
os la he dado para hacer sobre el altar el rito de expiación por vuestras vidas; porque la sangre es lo
que lleva a cabo la expiación a causa de la vida”. Así pues, la sangre se identificaba con la vida
misma, porque se pensaba que la “nephes” (respiración aliento) estaba en ella. Cuando se
derramaba la sangre de un hombre, la “nephes” le abandonaba.
La sangre que se vertía en los sacrificios no era, por tanto, un castigo vicario que se infligía a un
animal en lugar de la persona que lo inmolaba, sino que constituía la consagración de la “vida” del
animal a Yahveh, Lev 16, 8-9; era una dedicación simbólica de la vida de la persona que lo
sacrificaba a Yahveh; la purificaba de sus faltas en presencia de Yahveh y la reconciliaba con él una
vez más.
La sangre de Cristo, derramada para expiar los pecados del hombre, fue un ofrecimiento voluntario
de su vida para llevar a cabo la reconciliación del hombre con Dios y para proporcionarle una forma
nueva de unión con Dios, Efes 2, 13: “Mas ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo
estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo”.
En toda esta explicación sobre la reconciliación y la expiación interesa tener en cuenta cómo Pablo
subraya la iniciativa graciosa y amorosa del Padre y el amor del mismo Cristo. Pablo afirma muchas
veces que Cristo “se entregó a sí mismo por nosotros y por nuestros pecados para librarnos de este
mundo perverso, según la voluntad de nuestro Dios y Padre”, Gal 1, 4; y en Efes 5, 2: “y vivid en el
amor como Cristo nos amó”. Y atribuye al Padre la misma actitud hacia nosotros en 2 Tes 2, 16:
“Que el mismo Señor nuestro Jesucristo y Dios, nuestro Padre, que nos ha dado gratuitamente una
consolación eterna y una esperanza dichosa, consuele vuestros corazones y los afiance en toda obra
buena”.
Si tuviéramos en cuenta este elemento de la teología de Pablo, nos pondría en guardia contra el
peligro de acentuar demasiado los aspectos jurídicos de la expiación, aspectos que subrayaron
algunos intérpretes del pasado basándose en ciertas expresiones de Pablo.
La muerte de Cristo en expiación del pecado fue un acto fundamentalmente de amor
simultáneamente hacia el Padre y hacia los hombres, por el que Jesús hizo la oblación de su vida
para volver a consagrar los hombres a Dios. Pablo sabe que por la muerte de Cristo él ha sido
crucificado con Cristo, de tal manera que ya “vive para Dios” Gal 2, 19. Pablo no enseña que el
Padre quisiera la muerte de su Hijo para satisfacer las deudas contraídas con Dios o con el diablo por
los pecados del hombre.
Para evitar que las afirmaciones de Pablo, envueltas a veces en el ropaje de una terminología
jurídica, se entiendan de acuerdo con unas categorías demasiado rígidas, debemos subrayar que
Palo nunca especifica a quién se pagó el “precio”; la razón de esto es que Pablo no hace teoría sobre
el misterio de la redención. Nos presenta no teorías teológicas, sino metáforas vivas, que, si las
dejamos actuar en nuestra imaginación, pueden convertir en efectiva para nosotros la verdad
salvadora de la redención que Cristo llevó a cabo en favor nuestro ofreciéndose a sí mismo. Creer
que toda metáfora debe convertirse en una teoría es una manera de tergiversar las cosas.

C2. Justificación
En la mente religiosa del pueblo judío el “justo” = “dikaios”; era una persona que era fiel a la Alianza
que Dios había pactado con su pueblo elegido, Israel, en el Sinaí, por medio de Moisés. El judío que
cumplía esta Alianza en su parte espiritual, practicando la Ley, era una persona justa, buena, amiga
de Dios. Dios le bendecía. El hombre “injusto” = pecador; era el infiel a la Alianza, era mentiroso,
ladrón, etc. El que cumplía todos los preceptos de la Ley se salvaba, ésta era la retribución a las
buenas obras, es decir, el pueblo judío se salva si cumple la Ley, fuera del cumplimiento de la Ley no
hay salvación.
Pablo tiene que luchar con una nueva forma de pensar habitual entre el pueblo elegido durante
siglos. Para Pablo en Rom 3, 10: “todos están bajo pecado”, y sólo hallamos la salvación, la
justificación, somos justos, por medio de la fe en Jesucristo, en la participación de su muerte y su
resurrección. Para Pablo sólo se es “justo” por la fe en Cristo, no por la simple práctica de la Ley.
La “justificación por la fe” del cristiano es otra de las formas con que Pablo expresa los efectos de la
acción salvífica de Cristo, Rom 4, 25: “quien fue entregado por nuestros pecados, y resucitó para
nuestra justificación”. Esta afirmación fundamental de Pablo acerca de la salvación proporcionada y
regalada por Jesucristo es que Dios justifica al hombre por medio de la fe en el Hijo de Dios, es
decir, creer que Cristo murió en la cruz: “fue entregado por nuestros pecados, y resucitó para
nuestra justificación”. Es un tema central de la visión que Pablo tiene del hombre en la salvación.
Ante todo constatamos que Pablo poseía un punto de partida tradicional acerca de la doctrina de la
“justificación”. Ya en el entorno cristiano prepaulino se podía designar la salvación cristiana con el
calificativo de “justo” en Cristo. Así en 1 Cor 6, 11: “Pero fuisteis lavados, fuisteis santificados,
fuisteis justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios”;
como en 1 Cor 1, 30: “El cual (Jesucristo) fue constituido por Dios para nosotros justicia,
santificación y redención”.
El término “justicia”, “ser justificado”, “ser justo”, es uno de los tres elementos que aparece en las
cartas de Pablo, especialmente en la carta a los Romanos. A este hecho apuntan también la
invocación del Señor Jesucristo y la mención del Espíritu de nuestro Dios, que se otorga al
bautizando en el Bautismo. Esta palabra significa en realidad que se les ha concedido el perdón de
los pecados a todos los que creen en el misterio de Cristo. En 2 Cor 5, 21: “Al que no conocía pecado
lo hizo pecado, con el fin de que nosotros viniéramos a ser en Él justicia de Dios”.
Para Pablo por el bautismo, hemos llegado a ser justicia de Dios en Jesucristo, el exento de pecado.
La frase contiene una doble paradoja tras la que se oculta la acción salvífica divina. Dios hace
pecado al que no conoce pecado; nosotros, los pecadores, nos hacemos justos en Él. Hay una
referencia clara a la expiatoria muerte vicaria de Cristo. Nos hacemos justos en la comunión con
Cristo adquirida en el bautismo y eso significa que recibimos el perdón de los pecados. Cristo se hizo
pecado por nosotros, pero no pecador. El que no conocía pecado no podía convertirse en pecador.
Esto quiere decir: como Cristo se convirtió en titular del pecado, así nosotros nos hemos convertido
en titulares de la justicia de Dios. Como Cristo sufrió en la cruz las consecuencias funestas del
pecado humano, así repercute en nosotros el poder salvífico y liberador de la justicia divina.
También para Pablo no hay hombre alguno que sea justo por sí mismo, así en Rom 3, 10: “Pues, ya
demostramos que tanto judíos como griegos están todos bajo el pecado”; como lo especifica en su
relación de Rom 1, 21-31: “porque habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le
dieron gracias, antes bien se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se
entenebreció: jactándose de sabios se volvieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible
por una representación en forma de hombres corruptibles, de aves, de cuadrúpedos, de reptiles. Por
eso Dios los entregó a las apetencias de su corazón hasta una impureza tal que deshonraron entre sí
sus cuerpos; a ellos que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la
criatura en vez del Creador, que es bendito por los siglos. Amén”.
Para Pablo sólo Dios es justo, Rom 3, 26: “en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a
demostrar en el tiempo presente para ser justo, y justificador de todo el que cree en Jesús”. La
infidelidad a la Alianza, la mentira e impiedad de los hombres no pueden abolir la justicia única de
Dios, sino confirmarla, Rom 3, 3-4: “Pues ¿qué? Si algunos de ellos fueron infieles ¿frustrará por
ventura, su infidelidad la fidelidad de Dios? ¡De ningún modo! Dios tiene que ser veraz y todo
hombre mentiroso como dice la Escritura: Para que sea justificado en tus palabras y triunfes al ser
juzgado”. La tesis de Pablo en Rom 3, 28: “Porque pensamos que el hombre es justificado por la fe,
independientemente de las obras de la Ley”; afirmación que repite en Gal 2, 16: “consciente de que
el hombre no se justifica por las obras de la ley sino por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos
creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la
ley, pues por las obras de la ley nadie será justificado”. Del mismo lo vuelve a afirmar en Gal 3, 11:
“Y que la ley no justifica a nadie ante Dios es cosa evidente, pues el justo vivirá por la fe”.
Así pues, el tema de la “justificación” es el aspecto de la salvación que surgió en el contexto
polémico de las controversias de Pablo con los judaizantes, es decir, con los judíos recién
convertidos al cristianismo. Aparece más claramente su carácter polémico si recordamos que la
palabra “dikaiosis” = justificación, sólo se encuentra en Rom 4, 25: “quien fue entregado por
nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación”; y en 5,18: “Así pues, como el delito de uno
(Adán) atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno
(Cristo) procura a todos la justificación que da la vida”; y que el correspondiente verbo “dikaioo” =
hacer justicia, aparece 15 veces en Rom y 8 veces en Gal, frente a 2 veces en el resto de las cartas.
Además, la justificación confiere a la salvación una dimensión jurídica que, si bien era necesaria para
el debate en ese contexto judaizante, difícilmente sintetiza la realidad misma del hecho cristiano. Sin
embargo, existe un valor positivo en este aspecto de justificación si se interpreta correctamente, es
decir, si se interpreta como manifestación de la “justicia de Dios” en el sentido que tenía este
término en la literatura profética y postexílica del AT.
La justificación, en cuanta metáfora aplicada a la salvación tiene su origen en el procedimiento
judicial por el que se emite un veredicto de absolución de una culpa y constituye una perspectiva de
la salvación casi exclusiva de Pablo. Pero si queremos comprender lo que realmente significa,
debemos tener en cuenta sus raíces veterotestamentarias. Nos referimos a la “justicia de Dios”, es
aquella cualidad por la que Yahvé, en cuanto juez de Israel, manifiesta en una decisión justa su
liberalidad salvífica hacia su pueblo. Es, sobre todo, una cualidad que guarda relación con la
misericordia de Dios (hesed) fundada en la Alianza. La manifestación de este atributo de Dios (su
justicia que es a la vez misericordia amorosa que perdona), constituye el tema de la primera parte
de Rom 1, 17: “Porque en Él se revela la justicia de Dios, de fe en fe, como dice la Escritura: “el
justo vivirá por la fe”; y en Rom 3, 21-25: “Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de
Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo,
para todos los que creen – pues no hay diferencia; todos pecaron y están privados de la gloria de
Dios – y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús,
a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe para
mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos anteriormente”.
El AT. enseña en el Salm 143, 2,: “ningún ser viviente es justo ante Dios”, es decir, nadie alcanza
por sí mismo el perdón en la presencia de Dios, y en 1 Rey 8, 46: “Cuando pequen contra ti, pues no
hay hombre que no peque”; y en Job 9, 2: “¿Cómo puede el hombre ser justo ante ti?”; y en el Salm
130, 3-4: “Si retienes las culpas, Yahvé, ¿quién, Señor, resistirá? Pero el perdón está contigo, para
así ser temido”. Se esperaba que la justificación fuera realizada por un redentor futuro, Is 59, 15-20,
en la figura del Siervo de Yahvé. Sin embargo, Pablo subraya que la justificación ya ha tenido lugar
por la fe en el acontecimiento Cristo, Rom 3, 26: “Fue para manifestar ahora, en el tiempo de la
paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia en le tiempo presente, para ser justo y justificador
del que cree en Jesús”.
Y no sólo pone de relieve Pablo que la justificación del hombre ya se ha efectuado, sino que insiste
en su completa gratuidad. La justificación viene exclusivamente de Dios, es iniciativa divina. Por su
parte, los hombres, Rom 3, 23: “todos pecaron y están privados de la gloria de Dios”, pero Dios por
pura gracia ha llevado la justificación en Cristo, por quien el hombre queda justificado ante Dios.
La justificación, como acto divino, incluye una declaración de que el hombre pecador es justo ante
Dios. Pero ¿significa esto que el hombre es simplemente declarado justo mediante una ficción legal,
siendo realmente pecador? Podríamos pensar que “dikaioo”, lo mismo que otros verbos griegos
terminados en “oo”, tiene un significado causativo o fáctico: “hacer justo a alguien”. Sin embargo,
en la versión de los LXX “dikaioo”, parece tener generalmente un significado declarativo, forense. A
veces, éste parece ser el único sentido que tiene en las cartas de Pablo, Rom 8, 33: “¿Quién acusará
a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica”, pero muchos casos son ambiguos.
Ciertamente no se puede apelar a ese sentido forense para descartar una transformación más
radical del hombre por el acontecimiento Cristo y convertirlo, en cierto modo, en la esencia de la
experiencia cristiana. La justificación consiste realmente en que el hombre queda situado en un
estado de justicia ante Dios por su vinculación a la actividad salvífica de Cristo Jesús: por su
incorporación a Cristo y a su Iglesia mediante la fe y el bautismo. El efecto de esta justificación, es
que el cristiano se hace “dikaios” (justo); no es que sea declarado justo, sino que “realmente” queda
constituido como justo “katastathesontai”, así en Rom 5, 19: “En efecto, así como por la
desobediencia de un hombre (Adán), todos fueron constituidos pecadores, así también por la
obediencia de uno (Cristo) todos serán constituidos justos”.
Pablo reconoce que, como cristiano, no tiene ya una justicia propia, fundada en la ley, sino una
justicia adquirida por medio de la fe en Cristo, así en Filp 3, 8-9: “Y más aún: juzgo que todo es
pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las
cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que
viene de la Ley, sino la que viene por la fe en Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe”.
E incluso afirma que el cristiano unido a Cristo es la “justicia de Dios”, 2 Cor 5, 21: “A quien no
conoció pecado le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justos de Dios en Él”.

C3. Reconciliación
El efecto principal de la pasión muerte y resurrección de Cristo es la reconciliación del hombre con
Dios, la restauración del hombre en el estado de paz y unión con el Padre; este efecto es
denominado “katallagé” es decir, reconciliación, que se deriva del verbo (“apo”) “Katallaso” que
significa: “hacer las paces” después de una guerra. En sentido religioso, estos términos significan el
retorno del hombre al favor e intimidad con Dios después de un período de alejamiento y rebelión a
causa del pecado y de las transgresiones. La Idea de reconciliación subyace a muchas afirmaciones
de Pablo, pero está desarrollada de manera especial en 2 Cor 5, 18-20: “Y todo proviene de Dios,
que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo
estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los
hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de
Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos:
¡reconciliaos con Dios!”. El pecador, por la benevolencia de Cristo Jesús, consigue acceso a la
presencia de Dios; es introducido de nuevo en el séquito real del mismo Dios, como lo estuvo
anteriormente, Rom 5, 2: “Y así suspiramos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos
de nuestra habitación celeste”.
Cristo ha llegado a ser nuestra paz, Efes, 2, 14: “porque Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos
hizo uno; derribando el muro divisorio de la enemistad”; porque ha derribado la barrera que existía
entre judíos y griegos y ha abolido el precepto de la Ley. Cristo ha creado el hombre nuevo por
encima de judíos y griegos y los ha reconciliado con Dios en un solo cuerpo. Por la cruz han cesado
las hostilidades, y Cristo ha traído la paz a los hombres: “Habiendo, pues, recibido de la fe la
justificación, estamos en paz con Dios, por nuestro Señor Jesucristo”.
Existe además una reconciliación cósmica 2 Cor 5, 19: “Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al
mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros
la palabra de la reconciliación”; que se extiende a “todas las cosas, terrestres o celestes”, Col 1, 20-
21: “y reconciliar por Él y para Él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz los
seres de la tierra y de los cielos”.
Una vez advertimos la tendencia de Pablo a atribuir la reconciliación al Padre. El Padre ha
reconciliado a los hombres consigo mismo a través de su Hijo Jesucristo y concretamente a través
de la muerte de Cristo: “por su sangre”, Rom 5, 9. “Siendo enemigos de Dios, hemos sido
reconciliados con Él por la muerte de su Hijo y reconciliados, seremos salvos, por so nos gloriamos
en Dios y de la íntima unión que tenemos con Él a través de Cristo”, Rom 5, 10.

C4. Liberación redentora


Otro de los efectos que Pablo atribuye a la acción salvífica de Cristo es la libertad, Rom 8, 21, “de
ser liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de
Dios”, que anhela ávidamente toda la creación, aún no es perfecta. No obstante, existe una libertad
que Cristo ha logrado ya para los hombres. La expresión clásica para designarla es “redención”,
término que hace referencia a la institución social de poner en libertad a los esclavos o cautivos.
Pablo tiene ante la vista claramente esta institución en 1 Cor 7, 23: “¡Habéis sido bien comprados!
No os hagáis esclavos de los hombres”, donde aconseja a los esclavos y a los libres que no intenten
cambiar su estado social, porque tal estado tiene poca importancia una vez que han sido “comprados
por buen precio”, y son esclavos de Cristo o libertos del Señor.
Cuando Pablo afirma que los cristianos han sido “comprados con un precio”, no hace sino subrayar el
pesado gravamen de la obligación que Cristo hizo de su vida para conseguir la libertad de los
hombres y hacer de ellos “su pueblo”. En Gal 3, 13: “Cristo nos rescató de la maldición de la ley,
haciéndose Él mismo maldición por nosotros”; Pablo emplea el verbo “exagorazo” para designar la
liberación frente a la ley que lleva el acontecimiento Cristo.
Por tanto Pablo llama a Cristo “nuestra redención” = “apolitrosis”, 1 Cor 1, 30: “De Él os viene que
estéis en Cristo Jesús, al cual hizo Dios para nosotros sabiduría de Dios, justicia, santificación y
redención”; expresión mayestática que identifica a la persona de Cristo con su liberación y sintetiza
la concepción paulina de Cristo. Pero conviene tener muy en cuenta que, aunque los hombres
alcanzan la remisión de sus pecados Col 1, 14: “en quien tenemos la redención, el perdón de los
pecados”; y en Rom 3, 24: “y son justificados mediante la redención realizada en Cristo Jesús”; se
trata específicamente de una “redención de adquisición”, Efes 1, 14.
Aunque la redención, en cierto sentido, ya se ha efectuado Rom 3, 24: “y son justificados por el don
de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús”; tiene todavía una etapa futura,
escatológica, de igual modo que todo el acontecimiento Cristo, ya que los cristianos todavía esperan
la “redención del cuerpo”, Rom 8, 23. El sello del Espíritu, de que gozan los cristianos, es
simplemente una prenda del Espíritu Santo para “con el que fuisteis sellados para el día de la
redención”. Efes 4, 30.
La libertad que Cristo ha conquistado para los cristianos es la libertad de la Ley, del pecado, de la
muerte y de sí mismo Rom 5, 8: “mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros
todavía pecadores, murió por nosotros”. Los que estaban bajo la Ley han sido comprados por El;
ahora se les puede llamar “esclavos de Cristo”, 1 Cor 7, 23: “¡Habéis sido bien comprados! No os
hagáis esclavos de los hombres”; porque ya solo deben obediencia a Cristo. Ahora están ligados a su
ley: 1 Cor 9, 21: “Con los que están sin ley, como quien está sin ley para ganar a los que están sin
ley, no estando yo sin ley de Dios sino bajo la ley de Cristo”.
Pero en Cristo encuentran la liberación de todos los elementos que oprimen la existencia humana 1
Cor 9, 1: “¿No soy yo libre? ¿No soy yo apóstol? ¿Acaso no he visto a Jesús, Señor nuestro? ¿No sois
vosotros mi obra en el Señor?”; porque su ley es ley del amor, Rom 13, 10: “La caridad no hace mal
al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud”.
Cristología II - 21° Parte: La Redención según San
Juan

P. Ignacio Garro, S.J.


SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

6.13. LA DOCTRINA DE LA REDENCIÓN EN SAN JUAN

En la primera epístola, Juan llega hasta el extremo en la afirmación del amor del Padre en la obra
redentora, al reconocer en esta la revelación esencial de lo que es Dios: "Dios es Amor". En esto se
manifestó el amor que Dios nos tiene: "en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que
vivamos por medio de El. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino
en que El nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados", l Jn 4, 9-10.

Así como Pablo no veía contradicción ninguna entre el Hijo predestinado "propiciatorio" y el amor del
Padre, Juan tampoco la ve entre ese amor y el Hijo convertido en víctima de propiciación por
nuestros pecados. Las dos doctrinas concuerdan fundamentalmente en este punto: el sacrificio
expiatorio de Cristo constituye el don supremo del Padre a la humanidad. Para penetrar en esta
verdad Juan precisa que: "el amor es de Dios", l Jn 4, 7. Por eso el amor redentor no ha consistido
en nuestro amor ofrecido a Dios; ha venido del Padre que nos ha amado y que, al enviar al Hijo, nos
ha hecho capaces de vivir de su vida y de amar. Era necesario que el sacrificio redentor viniese de lo
alto, y que el amor ofrecido como propiciación se recibiera primeramente del Padre.

También en el evangelio tenemos algunas palabras que confirman lo dicho anteriormente. Jesús
presenta su propia muerte como la más excelsa expresión de amor: "Nadie tiene mayor amor que el
que da su vida por sus amigos", Jn 15, 13. Este amor es revelación del amor del Padre: además de
las declaraciones sobre la unidad substancial del Padre y del Hijo Jn 10, 30; 17, 21-22. Es la
respuesta dirigida a Felipe: "El que me ha visto a mí a visto al Padre", Jn 14, 9. No se podría, pues,
atribuir disposiciones al Padre diferentes de las del Hijo. La muerte redentora manifiesta el amor y el
don del Padre: "Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en El no
perezca, sino que tenga vida eterna". Jn 3, 16. La pasión de Jesús, lejos de aparecer como la
expresión de un juicio divino, aparece como el mayor don del amor del Padre.

Encontramos por consiguiente, en la doctrina de Juan el evangelista, la explicación de los dos


motivos por los que el sacrificio redentor es obra del amor del Padre:

• Por una parte, el principio de que el amor procede de Dios, y que todo el amor manifestado en la
vida de Jesús y en su sacrificio debe tener su origen en el Padre.
• Por otra parte, está el principio de la más íntima unión entre el Padre y el Hijo, que excluye toda
hostilidad u oposición como sería la de la ira, e implica, por el contrario, la unidad de las
disposiciones de amor en el drama redentor.
• Amor y cólera de Dios: Ya hemos expuesto cómo para Pablo y Juan la obra redentora, tal como se
realizó en el sacrificio de Cristo, es una obra inspirada y guiada únicamente por el amor divino, el del
Hijo y el del Padre. La cruz de Jesús no es en modo alguno el resultado de la ira divina.

Sin embargo, no se pueden ignorar algunas afirmaciones escriturísticas relativas a la


cólera de Dios con relación al pecado y al pecador. El mismo Pablo describe la cólera que
alcanza al pecador, Rom 1, 18-32. Según el mismo Pablo, la redención tiene
precisamente como finalidad el sustraernos a esa cólera divina: "en la espera de su Hijo
Jesús, que vendrá de los cielos, y a quién El resucitó de entre los muertos y que nos ha
de librar de la ira (cólera) venidera", l Tes l, 10. ¿Qué lugar cabe asignar a esa cólera en
relación con la obra de la redención? En la exposición bíblica, "la cólera de Dios",
constituye el preludio de esa obra, en el sentido de que se la describe como la primera
reacción divina al pecado del hombre, previamente a toda reconciliación y al perdón.

Por el pecado el hombre adopta una disposición de rechazo o de enemistad hacia Dios; el
pueblo rompe la ALIANZA, no respetando sus compromisos y abandonando a Dios. Esta
ruptura es sancionada por Dios, que manifiesta su cólera con castigos: "Yahvé ha
desechado y repudiado a la generación objeto de su cólera", Jer 7, 29.

Los castigos no son tan sólo exteriores, sino que afectan al interior del hombre, que es
entregado al influjo degradante del pecado. "Apartando su rostro" de los pecadores,
Yahvé los abandona al dominio de sus culpas: "Nos dejaste a merced de nuestras
culpas", Is 64, 6. En el cuadro de los pecados de los hombres, Pablo reanuda esa
descripción de la cólera divina: "Dios los entregó", a sus pasiones infames, los entregó a
su mente insensata, Rom 1, 24-28.
La cólera divina no puede entenderse sino como la expresión de la santidad divina que no
quiere complicidad ninguna con el pecado, y como la expresión de un amor que trata a
toda costa de comunicar a los hombres esa santidad. En realidad, Dios no monta en
cólera sino en razón de su amor hacia el hombre, porque el hombre se perjudica a sí
mismo cuando rechaza la amistad divina. Así pues, la cólera viene a ser una forma de
amor que quiere superar los obstáculos derivados de la mala disposición del hombre para
con Dios.

Añadamos a esto que la cólera no se produce sino en la medida en que Dios toma en
serio la voluntad del hombre y desea respetar su libertad, pero queriendo el bien de su
destino. Esto es lo que Cristo manifestó al mirar ardientemente al grupo de los fariseos
empedernidos: "Entonces mirándolos indignado y apenado por la dureza de sus
corazones...", Mc 3, 5; esta mirada encarna la cólera divina como respuesta al pecado,
que se niega a reconocer al Hijo encarnado y a creer en El. Ya en el A T. hubo ejemplos
de transformación de la cólera divina en misericordia: "En un arranque de furor oculté mi
rostro pero con amor eterno te he compadecido, dice Yahvé", Is 54, 8. S. Pablo dice: "La
Escritura encerró todo bajo el pecado, a fin de que la promesa fuera otorgada a los
creyentes mediante la fe en Jesucristo", Gal 3, 22. Todos los hombres deben reconocerse
culpables, ya que todos ellos están sujetos al pecado, pero es para recibir gratuitamente
la santidad mediante la fe en Cristo Redentor. Dios no descarga su ira sobre los hombres
sino para concederles la salvación, Rom 3, 5. s.s. Este principio de Pablo esclarece la
historia de la salvación ofrecida a todas las naciones.

• Amor y justicia de Dios: Son muchos los equívocos a que ha dado pie la distinción entre nuestra
noción moderna de justicia y la concepción bíblica de la justicia de Dios. En Pablo la manifestación
de la justicia se asocia a la predestinación de Cristo como "propiciatorio". Rom 3, 25. Pablo ha visto
la justicia de Dios como a los bienes de salvación poseídos a partir de la vida presente en virtud de
la fe en Cristo. Por aquí se ve hasta qué punto iría descaminado quien pretendiera entender esa
"justicia divina" según el significado actual de la palabra "justicia". En Pablo "justicia" se puede
traducir, sin más, por "santidad".

Cristología II - 22° Parte: Muerte y sepultura de


Cristo
P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA
mismo tiempo negaba la eternidad del reinado de Cristo. Los apolinaristas que, por pensar que el
Verbo hacía las veces de alma con respecto al cuerpo de Cristo, lógicamente decían que Cristo no
podría haber muerto a no ser que la Divinidad se hubiese separado del cuerpo.

En la doctrina del Magisterio de la Iglesia siempre ha sido constante la afirmación de la


indisolubilidad de la unión hispostática. Ambas naturalezas, la divina y la humana están unidas en
Cristo inseparablemente, dice el concilio de Calcedonia, el Conc. Constantinopolitano III y el Conc.
XI de Toledo que dice: "Creemos que en el Hijo de Dios hay dos naturalezas, una de la divinidad y
otra de la humanidad, a las cuales de tal forma unió en Sí mismo la persona de Cristo, que nunca
pueden separarse ni la divinidad de la humanidad ni la humanidad de la divinidad", Dz 534.

No existe ninguna razón, en efecto, para pensar que el cuerpo o el alma de Cristo perdieran la unión
hipostática. Por consiguiente puede decirse que Cristo, en su humanidad, experimentó la muerte de
un modo normal: separación entre el alma y el cuerpo y a la vez experimentó dicha muerte de una
manera excepcional, es decir, tuvo como propio no sólo el modo de ser del alma (que en todos es
inmortal) separada del cuerpo, sino el modo de ser del cuerpo sin vida, lo que no ocurre en la
muerte de una persona humana, cuyo cadáver no es algo de la persona.

Por esto tras la muerte de Cristo ni su cuerpo quedó separado de la divinidad, ni su alma quedó
separada de la divinidad. Ambos: cuerpo y alma, estaban unidas sustancialmente a la Persona divina
del Verbo por la gracia de la unión hipostática, gracia de unión substancial.

6.15. LA SEPULTURA DE CRISTO

José de Arimatea pide a Pilato poder enterrar dignamente el cuerpo de Jesús; los mismos que han
logrado la condena del Señor piden a Pilato que ponga guardia en el sepulcro. Los Evangelios narran
con exactitud la sepultura de Jesús, Mt 27, 57-61; Mc 15, 42-47; Lc 23, 50-56; Jn 19, 38-42;
Hech.13, 29; 1 Cor 15, 4.

La sepultura de Jesús constituye, como es sabido, un tema fundamental en la catequesis bautismal,


Rom 6, 4; Col 2, 1. Cabe señalar que el cuerpo muerto de Cristo no sufrió corrupción en el sepulcro,
conforme a lo que dice: “... (David) con visión anticipada habló de la resurrección de Cristo, que no
sería abandonado en el Hades, ni su carne vería la corrupción", Hech, 2, 22-31. La sepultura de
Cristo es consecuencia y complemento de su muerte, y en consecuencia tiene carácter salvífico.
Cristo es sembrado en el sepulcro, como el grano de trigo, que cae en el surco y produce fruto
abundante, Jn 12, 24.

Cristología II - 23° Parte: Jesús descendió a los


infiernos
P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

6.16. DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS

En cuanto a la expresión "descendió a los infiernos", según algunos exegetas y pastores dicen que
hay que entenderlo de esta manera: "y descendió al lugar de los muertos", es decir, el "Scheol",
con esta palabra la teología del A T designaba el lugar donde descansaban las almas de todos los
seres muertos desde Adán hasta el día del juicio final.

¿Qué le sucedió a Cristo en el intervalo comprendido entre la muerte (Viernes santo a mediodía) y la
Resurrección (madrugada del domingo)? He aquí un problema al que no puede sustraerse la teología
que reflexiona sobre la obra redentora. Y no puede considerarse como un problema menor, pues la
muerte y la Resurrección de Jesús (Misterio Pascual) constituyen dos momentos capitales de la
existencia de Jesús, y el paso (Pascua) de uno a otro estado no puede carecer de importancia con
respecto a la obra de la salvación.

Decimos en el Credo que Jesús descendió, después de su muerte, al infierno, o al lugar de los
muertos. Ahora bien, con su cuerpo no pudo descender pues estaba en el sepulcro enterrado, luego
tuvo que descender al lugar de los muertos con su alma unida a la divinidad de la Persona del Verbo.

En la Tradición se ha impuesto la afirmación de la bajada de Cristo a los infiernos. Esta creencia ha


sido expresamente definida por los Concilios Ecuménicos: Letrán IV (1215), y el II Concilio de Lyon
(1274). Pero es mucho más antigua, ya que desde el S. IV había sido ya incorporada a la fórmula
del Credo En el año 359 la encontramos por primera vez en el símbolo de Aquíleya, de modo que su
entrada oficial en las fórmulas de fe data de la segunda mitad del S. IV.
Se debe de observar que antes de la formulación oficial de esta verdad en los símbolos de la fe, ya
existía en la Iglesia una tradición constante que atestiguaba que Cristo había descendido a los
infiernos, como lo testifican en el S. II: S. Ignacio, S. Policarpo, S. Justino, S. Ireneo. Esta tradición
se remonta a la misma Escritura, ya que en el NT alude más de una vez a la bajada de Cristo a los
infiernos. Hech 2, 31; Rom 10, 6,7; Efes 4, 8-10; l Petr 3, 18-20.

¿Qué significa esta bajada de Cristo a los infiernos afirmada desde los orígenes? No hay duda de que
quiere indicar lo que se produjo inmediatamente después de la muerte de Jesús, pero lo hace por
medio de una representación gráfica que necesita interpretación. Se plantean dos interrogantes,
independientemente de las metáforas espaciales ¿Cuál fue el estado de Cristo en la muerte? Hubo
verdadera separación de alma y cuerpo. Y en este estado, ¿qué tipo de acción o influjo ejerció en
orden a la salvación de la humanidad?

La situación personal de Cristo en el momento de la bajada a los infiernos está descrita en la Primera
carta de S. Pedro. Para justificar el principio según el cual es mejor sufrir, si tal fuere la voluntad de
Dios, haciendo el bien que haciendo el mal, el autor de la carta apela al ejemplo dado por Cristo:
"pues, también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los
injustos, muerto en la carne, vivificado en el espíritu. En el espíritu fue también a predicar a los
espíritus encarcelados, en otro tiempo incrédulos, cuando les esperaba la paciencia de Dios, en los
días en que Noé construía el arca, en la que unos pocos, ocho personas, fueron salvados a través de
las aguas". l Petr 3, 18-20.

Se ha llegado a decir de este texto que no sólo era el más difícil de la epístola, sino también uno de
los más obscuros de toda la Biblia. Surge la dificultad especialmente cuando se trata de precisar el
estado de Cristo: "muerto en la carne, vivificado en el espíritu". Ante todo hay que preguntarse si
esas dos determinaciones conciernen a Cristo en el mismo momento, o a dos estadios sucesivos.

Algunos exegetas se han inclinado a referir a la Resurrección de Cristo las palabras "vivificado en el
espíritu", dado que los dos términos "vivificado" y "en el espíritu" se emplean en otros pasajes del N
T. para caracterizar la Resurrección. En este caso Cristo resucitado habría ido a predicar a los
infiernos a los espíritus encarcelados.

Sin embargo, esta interpretación no parece imponerse, no es la que sugieren el texto y el contexto
inmediato: "muerto en la carne" y "vivificado en el espíritu" parecen referirse los dos a la misma
situación de Cristo (estado después de la muerte y aún no había la resurrección), aquella situación
en que se encontraba Cristo por el hecho de la muerte. No se indica intervalo alguno entre esa
muerte y esa vivificación; más que realizarse en diversos momentos, son presentadas en planos
diferentes, el de la carne y el del espíritu, como dos aspectos de un mismo estado (por una parte...
por otra parte...). Por lo demás el contexto indica la razón por la cual Cristo es considerado aquí en
el estado de muerto, anterior a la Resurrección: es porque va a predicar a los muertos. Como
espíritu separado de la carne, va a dar a conocer su mensaje de salvación a los "espíritus", a las
almas separadas de los cuerpos. La idea sobreentendida es que El cumple su misión entre los
difuntos en virtud de una comunidad de destino con ellos. Asume su estado para salvarlos de ese
estado.

Tal como se le describe en este pasaje, Cristo se encuentra, por consiguiente, en el estado
característico de la muerte; todavía no ha vencido a esa muerte en su carne, lo que se producirá
cuando salga victorioso de la tumba. Por eso la mayor parte de los exegetas que, según el texto de
Pedro, la bajada a los infiernos precedió a la Resurrección.

Muchos son los teólogos que han seguido la doctrina de Sto. Tomás sobre el descenso de Cristo a los
infiernos = "sheol", palabra hebrea que designa la estancia de los muertos. Esta doctrina de la
Iglesia tiene un fundamento escriturístico referido a Cristo en Hech 2, 27: "... de que no
abandonarás mi alma en el Hades ni permitirás que tu santo experimente la corrupción". Este pasaje
se sitúa en el contexto que pone de relieve la victoria de Cristo. Pablo dice en Col 1, 18:
"primogénito de entre los muertos...", Rom 10, 6-7; Efes 4 8-10.

Sto. Tomás establece una estrecha conexión entre la sepultura de Cristo y el descenso a los
infiernos, o el "lugar de los muertos". Y dice: "para tomar sobre sí nuestras penas, Cristo quiso que
su cuerpo fuese depositado en el sepulcro y que su alma descendiese a los infiernos". Y luego
precisa que Cristo descendió, no al infierno como lugar definitivo de los condenados, sino al infierno
donde los justos están retenidos: "Scheol", en hebreo = lugar de los muertos; "Hades", en griego =
morada de los muertos, palabra o término empleado por la traducción de los LXX para traducir del
hebreo la palabra "Scheol". Aunque Cristo no estuvo en el infierno de los condenados por su esencia
divina, su acción irradió en él confundiendo a los condenados por su incredulidad y su malicia, (S.T.
III, q. 52, a. 2.).

Así, pues, en su descenso a los infiernos, Cristo por la virtud de su pasión, libró a los justos, los
cuáles no podían entrar en la vida de la gloria eterna a causa del pecado de Adán. Si las almas de
los justos del Antiguo Testamento llegaron a la gloria celestial, fue gracias a los méritos de la pasión
y muerte de Cristo. El descenso de Cristo a los infiernos fue como una acto de iluminación a fin de
mostrar a las almas de los justos su poder salvífico visitándolos y derramando sobre ellos su luz. Por
eso el descenso de Cristo a los infiernos está en estrecha conexión universalidad de la redención.

El valor de esta afirmación aparece inmediatamente: la bajada a los infiernos nos garantiza que
Cristo ha conocido verdaderamente la muerte. Si no hubiera existido ese periodo intermedio, y si la
Resurrección hubiera sucedido en el acto, al último suspiro de Jesús, se habría podido dudar de la
realidad de su muerte. La bajada a los infiernos demuestra que el final de su vida no ha sido una
especie de paso fugaz con el que simplemente habría rozado la muerte humana, y eso fue el límite
extremo de su humillación.

Si se quiere transferir ese lenguaje local, que habla de traslado a un lugar (lugar de los muertos) a
un lenguaje más abstracto, hay que decir que Cristo ha pasado por un auténtico estado de muerte,
estado de separación del alma y del cuerpo de su naturaleza humana ¿Afectó esa separación a la
unión hipostática? Ya hemos dicho al comienzo que no. La naturaleza humana de Cristo sufrió
verdadera y real separación del alma del cuerpo; y alma y cuerpo estuvieron unidos
substancialmente al Verbo divino. Hay que reconocer que la unidad hipostática, que ya en sí misma
es misteriosa, nos ofrece aquí un nuevo misterio. Sería demasiado fácil pretender que no ha
cambiado nada, ya que la muerte, como en la vida, hay unión del cuerpo y del alma con la persona
del Verbo divino, el Hijo. En efecto, la unión hipostática implica la unión de la naturaleza humana
con la divina en unidad de Persona (el Verbo); no es simplemente un cuerpo y un alma, sino una
naturaleza formada de la unión de los dos, la cual es asumida por la persona del Verbo.

Ahora bien, en la muerte de esa naturaleza humana de Cristo no existe ya como tal, en razón de la
separación del alma y del cuerpo, hasta tal punto que Sto. Tomás declara que en la muerte, Cristo,
estrictamente hablando, cesa de ser hombre. La grandeza del misterio consiste precisamente en
que, a pesar de la unión hipostática, se haya podido producir un cambio tan profundo como es la
separación del alma y del cuerpo. En la Encarnación, lo que ha asumido el Verbo de Dios, no es
solamente la naturaleza humana, si no todo el destino humano: la muerte aparece como el límite
extremo de la Encarnación. El Verbo se ha hecho carne hasta el punto de aceptar que esa carne se
convierta en cadáver.

Esa humillación afecta igualmente al alma, privada de su cuerpo. Veremos, no obstante, que el
alma de Cristo recibió, a partir del mismo instante de la muerte, una vida superior, gloriosa, de tal
modo que la más profunda humillación coincide con el comienzo del triunfo. Pero hay que decir que
en esto no existe contradicción; en efecto, la gloria otorgada al alma de Cristo no ha suprimido el
hecho de que esa alma haya quedado, hasta la Resurrección, separada del cuerpo, y por lo tanto
profundamente afectada por la muerte.

6.17. LA OBRA DE CRISTO EN SU DESCENSO A LOS INFIERNOS

"Predicación" y liberación: ¿Cuáles son los "espíritus encarcelados" hacia los cuales Cristo se dirigió
para predicarles?

Hasta ahora hemos supuesto que eran difuntos. Los espíritus encarcelados son, pues, las almas de
los difuntos que en la tradición judía eran consideradas como el ejemplo de la incredulidad más
obstinada, aquellas que habían resistido a la predicación de Noé antes del diluvio. Se encuentran en
prisión, esto es, no solamente en la residencia de los muertos, sino también en las cadenas de su
pecado de insubordinación, en una verdadera cautividad.

La prisión implica, en efecto, que no se encuentran simplemente en una situación de espera sino de
una cierta punición. Su destino se describe y contrasta con el de las ocho personas que se salvaron
del agua entre los contemporáneos del diluvio. Así pues, los "espíritus encarcelados" son las almas
que, en el momento en que Cristo se dirige hacia ellos, parecen estar todavía bajo dominio de su
culpabilidad. Es aquí donde el problema de la interpretación se plantea en toda su agudeza.
Lógicamente, puesto que se trata de almas culpables de incredulidad, la predicación de Cristo
debería ser una suprema tentativa de provocar su conversión, llamándolas a la fe. El mismo término
"predicar" parece implicar una proclamación de la salvación capaz de suscitar conversiones.

Ahora bien, ¿la conversión no es algo imposible a unas almas que se encuentran en el más allá?
¿Hay que limitarse, pues, a la interpretación según la cual Cristo descendió a los infiernos para llevar
a los justos la buena nueva de la salvación y liberarlos? A primera vista, esta interpretación parece
expresar toda la fuerza del texto, pues éste habla de "predicación". Esa predicación no va dirigida a
los justos, sino a culpables, a incrédulos obstinados. A pesar de todo, el texto, tal y como se nos
presenta, nos sugiere la idea de una conversión.

Conclusión

Para precisar el significado de la bajada de Cristo a los infiernos, hay que despojarla de la imagen
con que se la representa: esta bajada significa que Cristo ha pasado verdaderamente por el estado
de la muerte, estado de abajamiento en que el alma es separada del cuerpo. Sin embargo, según la
primera epístola de Pedro, ese estado coincide con una vivificación espiritual: el alma de Cristo ha
sido inmediatamente glorificada, y para la humanidad entera, esa glorificación, que se produjo en el
instante de la muerte, es el acontecimiento capital, que comporta la concesión de la gloria celestial a
todas las almas de los justos.

Observemos que ese estado glorioso del alma de Cristo, comunicado a un gran número de almas,
constituye la prueba decisiva de que la entrada en la muerte puede ser una entrada en la gloria,
antes de la resurrección corporal. Existe una glorificación del alma separada en el más allá; la
situación de Cristo durante el período intermedio entre la muerte y la Resurrección evidencia esta
verdad y nos alerta contra la teoría simplista que trata de fundamentar tan sólo en la Resurrección la
adquisición de la gloria celestial y arrumbar en la penumbra la inmortalidad del alma, con la
pretensión de que el N T. anuncia únicamente la gloria de la resurrección corpórea. La primera
glorificación de Cristo, la más decisiva, tuvo lugar en el momento de su muerte; ella es la que
impulsa, precediéndola, su resurrección.

La actividad salvífica de Cristo con respecto a las generaciones pretéritas está descrita a titulo de
figura de su actividad salvadora actual en el bautismo: así como el bautismo indica el paso de la
incredulidad a la fe, y una conversión en respuesta a la predicación del Evangelio, así también se le
atribuye a Cristo, con respecto a los muertos, una actividad redentora del mismo género, una
"predicación" o anuncio del Evangelio. Si queremos precisar la realidad que, históricamente, ha
correspondido a esa figura, y que la epístola de Pedro no se preocupa de concretar, vemos que se
nos plantea el problema de las relaciones entre la historia de la humanidad y una economía de la
salvación que se realiza en la historia, pero que, precisamente en virtud de la muerte de Cristo,
emerge de la historia.

El principio de la universalidad absoluta de la redención implica un influjo del poder espiritual de


Cristo sobre las generaciones que le precedieron, un otorgamiento de la gracia y una llamada a la fe.
En el momento de su muerte y de su glorificación espiritual, a Cristo sólo le resta liberar las almas a
las que El ya había concedido su gracia; sólo le resta comunicarles su gloria.

Para terminar, observemos que se puede plasmar el sentido de la bajada a los infiernos en el marco
litúrgico, como un paso de la Pascua judía a la fiesta cristiana de la Pascua de Cristo. Cristo murió en
el momento en que iba a comenzar la Pascua judía. Pascua que coincidía con el día sábado. La
Pascua era la fiesta de la liberación del pueblo judío, evocación de la gran liberación del pasado y
promesa de la liberación futura; el sábado era símbolo de descanso final, el de la era mesiánica. En
ese momento de la Pascua y del sábado, Cristo a proporcionado la liberación y el descanso
mesiánico a todas las almas de la antigua economía.

De este modo Cristo dio cumplimiento, para ellas, a todas las promesas vinculadas a la Pascua y al
día sábado. Una vez que terminaron esa Pascua y ese sábado, Cristo estableció, en virtud de su
Resurrección corporal, una nueva Pascua y un nuevo Sábado para aquellos que viven en la tierra:
fiesta de Pascua, domingo (día del Señor =Dominus), símbolo de la nueva era, de la liberación ya
consumada y del descanso mesiánico, ya asegurado. Ahí se evidencia la última conexión entre la
glorificación que sigue inmediatamente a la muerte, en una bajada a los infiernos que al mismo
tiempo es una entrada en el cielo, y la glorificación corporal de Cristo.

Cristología II - 24° Parte: Interpretación cultual del


sacrificio redentor de Cristo
P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

7. LA INTERPRETACIÓN CULTUAL DEL SACRIFICIO SEGÚN HEBREOS

La epístola a los Hebreos nos ofrece la reflexión más sistemática del N T sobre el sacrificio redentor
de Cristo. El autor, explica este sacrificio situándolo en la perspectiva del culto judaico, demostrando
que lo que había sido anunciado en figura en ese culto encuentra su realización y su verificación
eficaz en el sacrificio de Cristo en la Cruz. La intención de la epístola es evidenciar la incomparable
superioridad del culto y la religión cristiana sobre el culto y la religión judía cuyo centro era el
Templo de Jerusalén

7.1. CRISTO SUMO SACERDOTE

Se habla de Cristo en la epístola a los Hebreos como "sacerdote" o "sumo sacerdote". Esto es una
novedad, pues Jesús no se había aplicado a sí mismo semejante titulo ni se lo aplica tampoco ningún
otro escrito del N T. Para evaluar esta novedad, baste recordar que en la Pasión fue el sumo
sacerdote el que provocó la condena a muerte de Jesús. A lo largo del proceso, Jesús no intentó
enfrentarse a ese sumo sacerdote reivindicando una cualidad del mismo género. Así pues, para dar a
Jesús el titulo de "sumo sacerdote", era necesario situarse a un nivel superior al del sacerdocio
judaico; y eso es lo que hace el autor de la epístola.

7.1.1. SACERDOCIO TRASCENDENTE


Cristo no está ligado a un sacerdocio levítico: no es sacerdote según el orden de Aarón, Hebr. 7, 2,
y no pertenece a la tribu de Leví (según la carne), él es de la tribu de Judá, ningún miembro de la
cual estuvo consagrado al altar y de la que Moisés nada dijo a propósito del origen de los sacerdote.
Es pues, sacerdote, de un género único. Este género lo califica el autor como: "sacerdote según el
orden de Melquisedec".

Ya el mero hecho de haber escogido a Melquisedec como figura del sacerdocio de Cristo, indica la
intención de sobrepasar los límites del sacerdocio judaico. Melquisedec no era judío y si se le pone
en primer lugar, es para representar un sacerdocio más universal; este sacerdocio es anterior al
sacerdocio judaico.

Además, en el episodio del Melquisedec narrado por el Génesis, el autor descubre un doble signo de
la trascendencia del sacerdocio de Cristo. Por una parte, no se menciona la genealogía de
Melquisedec, ni su nacimiento, ni su muerte, de tal manera que el personaje aparece desvinculado
de toda raza humana e incluso de la temporalidad de la existencia humana. Por ello, es "asemejado
al Hijo de Dios", al sacerdote eterno, Hebr 7, 3. Por otra parte, es a Melquisedec a quien Abraham,
el gran patriarca judío, paga el diezmo, y es de él de quien recibe la bendición: es el sacerdocio
levítico el que por medio de Abraham, paga se diezmo, reconociendo la superioridad del sacerdocio
de Melquisedec, y por consiguiente el sacerdocio de Jesús.

Poco importa que el sacerdocio del Génesis haya sido transfigurado por la exégesis del autor, ya que
se le menciona tan sólo en cuanto imagen de Cristo. Señala así que, en el plan divino, el sacerdocio
de Cristo dominaba ya sobre el sacerdocio de la Antigua Alianza. La proclamación: "Tú eres
Sacerdote para siempre, a semejanza de Melquisedec", significa la abrogación del sacerdocio
levítico, basado esencialmente en la descendencia carnal, y su substitución por el sacerdocio
inmortal de Cristo, Hebr 7, 15-19.

7.1.2. SACERDOCIO DEL HIJO ENCARNADO

Al pertenecer al orden de Melquisedec, ¿se puede decir que Cristo es sacerdote desde toda la
eternidad? Una lectura rápida de algún otro pasaje de la epístola podría sugerirlo. Se habla, en
efecto, de la dignidad sacerdotal como algo conexo a la dignidad de Hijo de Dios; el Padre ha
conferido a Jesús ese doble título, pues: "De igual modo, tampoco Cristo se apropió la gloria del
Sumo sacerdocio, sino que la tuvo de quien le dijo: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy.
Como también dice en otro lugar : "Tú eres sacerdote para siempre, a semejanza de Melquisedec",
Hebr 5, 5-6.

De aquí se podría deducir, un tanto apresuradamente, que el Hijo de Dios posee en su misma
cualidad de Hijo, un sacerdocio recibido del Padre. En consecuencia, sería sacerdote ya antes de la
Encarnación, sacerdote "que no tiene comienzo de días ni fin de vida", Hebr 7, 3. Pero, la misma
epístola contiene afirmaciones que descartan claramente esta interpretación. La epístola afirma que
todo sumo sacerdote se "toma de entre los hombres", y da a entender la razón profunda de la
necesidad de una naturaleza humana en el sacerdote: porque el sacerdote debe de obtener para los
hombres el favor divino, Hebr 5, 1. Es tomado de entre los hombres para representar a los hombres
delante de Dios. Su cualidad de "mediador" presupone en él que sea un ser humano. La cualidad de
"mediador" está especialmente subrayada: Cristo es "mediador de una Nueva Alianza", Hebr 9, 15;
8 6. Cristo es "fiador" de una Alianza mejor que la primera Alianza (en el monte Sinaí, Moisés
mediador entre Yahvé y el pueblo elegido).

Además, la función sacerdotal requiere esencialmente la "solidaridad" con los hombres. Cristo es un
sumo sacerdote capaz de "compadecerse de nuestras flaquezas, probado en todo igual que nosotros,
excepto en el pecado", Hebr 4, 15. Por el hecho de estar "envuelto en flaqueza", el sumo sacerdote
puede "sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados", Hebr 5, 2. Una total solidaridad
requiere la más completa encarnación: "tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos para ser
misericordioso y Sumo Sacerdote digno de confianza en lo que toca a Dios, en orden a expiar los
pecados del pueblo", Hebr 2, 7. La participación en las flaquezas y en las pruebas de la existencia
humana constituye, pues, un rasgo fundamental del sacerdocio. No cabe pensar en un ministerio
sacerdotal que el Hijo haya ejercido con anterioridad a la encarnación. Si Cristo es actualmente
sacerdote celeste, lo es sobre la base de la vida humana pasada en esta tierra y del sacrificio
ofrecido en su carne humana. Este sacerdote "para siempre", sin haberlo sido siempre, ha llegado a
ser sacerdote.

Así, pues, la doctrina de la Carta a los Hebreos no debe de originar perplejidad ninguna. Cristo es
sacerdote no en virtud simplemente de su titulo de Hijo de Dios. Hay un elemento capital en la
concepción del sacerdocio de Cristo: El sacerdote es mediador y sólo perteneciendo al género
humano puede representar válidamente a los hombres. Sólo la Encarnación hace a Cristo capaz de
una mediación sacerdotal. En el sacerdocio de Cristo es preciso reconocer la conveniencia existente
entre la actitud eterna del Hijo, vuelto hacia el Padre en una donación de amor, y la actitud
sacerdotal que adopta al venir al mundo. Así, pues, Cristo, por su actitud, ha adoptado, en su vida
humana, una actitud que le pertenecía ya en virtud de su vida divina: volverse hacia Dios, hacia el
Padre.

7.1.3. SACERDOCIO CELESTE

Según la Carta a los Hebreos, el sacerdocio de Cristo se ejerce en el cielo e incluso recibe su valor de
su carácter celeste: "este es el punto capital que vamos a decir: que tenemos un Sumo Sacerdote
tal, que se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, al servicio del santuario y de la
Tienda verdadera, erigida por el Señor, no por un hombre", Hebr 8, 1-2. Este santuario y esta tienda
no son otra cosa sino el cielo, donde Cristo oficia como sacerdote. Esto tiene como resultado el que
su ministerio sea eficaz: "Si Jesús estuviera en la tierra, añade el autor, ni siquiera sería sacerdote,
habiendo ya quienes ofrezcan dones según la ley", Hebr 8, 4. Si su sacerdocio fuera terreno, habría
que incluirlo en el marco del sacerdocio judaico, y no tendría sino una eficacia a titulo y de figura,
ya que el Templo y el culto de este mundo son tan solo la sombra y la figura del santuario y del culto
celestes. Por estar Cristo en el cielo, su sacerdocio es verdadero y proporciona la salvación.

Los Salmos 2 y 110 aplicados a Cristo hacen coincidir la "generación" del Hijo y el "sacerdocio" del
mismo: "Hijo mío eres Tú; yo te he engendrado hoy", y "Tú eres sacerdote para siempre, a
semejanza de Melquisedec". Esta es la doctrina de la epístola a los Hebreos, corroborada por otra
parte por el texto paulino según el cual el Hijo, nacido de la estirpe de David según la carne, ha sido
"constituido Hijo de Dios con poder, según el espíritu de santidad por su resurrección de entre los
muertos", Rom. 1, 3-4. En su naturaleza humana, Cristo no poseía todavía todo el poder ni toda la
irradiación gloriosa de su filiación divina. La "kénosis" o abajamiento de su vida terrena impedía que
esa filiación se manifestara todo su esplendor y todos sus privilegios. Se podría expresar esta idea
diciendo que la Encarnación del Hijo de Dios era todavía "revelación incompleta de su divinidad". La
carne humana de Cristo no dejó traslucirse plenamente la filiación divina sino a partir de su
glorificación y fue en ese momento cuando la Encarnación alcanzó la máxima expansión suprema.
Desde ese instante, la carne se convirtió en expresión completa del poder divino del Hijo de Dios. La
conexión establecida entre filiación y sacerdocio nos mueve en seguida a pensar que el sacerdocio
supremo ha sido igualmente a Cristo en el momento de su glorificación. Esta es precisamente la idea
de la epístola a los Hebreos, en consonancia con el valor atribuido al carácter celeste del sacerdocio
de Jesús.

Las palabras del salmo 110: "Tú eres sacerdote para siempre", han sido dirigidas a Jesús en el
momento de su entrada gloriosa en el cielo: al entra en el santuario celeste, como precursor de toda
la humanidad, Jesús, "se ha convertido para siempre en sumo sacerdote según el orden de
Melquisedec", Hebr 6, 20; 5, 6-10; 7, 17-21. La concesión de la suprema dignidad sacerdotal se
deriva de la consumación del sacrificio: "aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la
obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le
obedecen, proclamado por Dios Sumo Sacerdote a semejanza de Melquisedec", Hebr, 5, 5-10.

Cristo entra, pues, en posesión de la plenitud de su sacerdocio en virtud de la glorificación, del


mismo modo que, en su momento, entra en posesión de la plenitud de su filiación divina. La doctrina
expuesta es coherente y muestra bajo una nueva luz la relación existente entre filiación divina y
sacerdocio. La filiación divina existe desde toda la eternidad, a diferencia del sacerdocio; pero tanto
el sacerdocio como la filiación divina alcanzan al mismo tiempo su plenitud de realidad en la
naturaleza humana de Jesús cuando esta naturaleza es glorificada.

Que Cristo ejerce en el cielo su actividad sacerdotal es, sin duda, una idea fundamental de la
epístola a los Hebreos. ¿Pero en qué consiste esa actividad? La oblación se realizó históricamente en
la Pasión y muerte en el calvario, como oblación del sacrificio auténtico y definitivo de Cristo al Padre
en favor de los hombres, Hebr 5, 7-10. A la vez la epístola afirma que la oblación del sacrificio de la
cruz se consumó en el cielo, donde Cristo penetró para interceder por nosotros. Sugiere, pues, que
Cristo en el cielo presenta al Padre el sacrificio ofrecido en la tierra para que nosotros podamos
recibir sus beneficios.

En consecuencia, hasta cierto punto, se da una oblación sacerdotal del sacrificio en el cielo, pero esa
oblación no tiene exactamente el mismo sentido que la oblación realizada en la tierra, que coincidió
con la inmolación cruenta: puede significar, más bien, una presentación de la inmolación realizada
para recoger los frutos. La oblación celeste viene a identificarse con la misma función intercesora de
Cristo.

Ahora bien, según la epístola, es en esa actividad de "intercesión" donde se ejerce plenamente el
sacerdocio. He ahí por qué el sacerdocio de Cristo se ha fijado en el cielo y allí despliega su poder
soberano. La intercesión sacerdotal debe su eficacia al estado glorioso de Cristo: "el Sumo Sacerdote
que nos convenía, pues debía ser encumbrado por encima de los cielos", Hebr 7, 26.

Sin embargo, la actividad sacerdotal de Cristo no ha comenzado simplemente con su glorificación.


Cristo ya había actuado como sumo sacerdote en su vida terrena, en el sentido de que había
ofrecido aquí abajo su propio sacrificio. A partir de la Encarnación, tenía el poder de ofrecerse al
Padre como víctima expiatoria. La epístola a los Hebreos nos muestra esa oblación inaugurada desde
el comienzo de la vida terrena de Jesús: al entrar en el mundo, dice: "Sacrificio y oblación no
quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron.
Entonces dije: ¡He aquí que vengo... para hacer, oh Dios, tu voluntad!", Hebr 10, 5-7.

Además el autor de la epístola declara que el sumo sacerdote está instituido por Dios: "a fin de
ofrecer dones y sacrificios por los pecados", Hebr 5, 1. Y aplica enseguida este principio a Cristo,
mostrando cómo su sacrificio ha sido una súplica sacerdotal dirigida a Dios, Hebr, 5, 7. De aquí se
debe de concluir que antes de la concesión de la plenitud del sacerdocio, Cristo ha ejercido una
actividad sacrificial que era ya de naturaleza sacerdotal e implicaba en él un poder sacerdotal.

El sacerdocio de Cristo se inició, pues, en la Encarnación, Hebr, 2, 7, pero simplemente como poder
de ofrecer el sacrificio; se consumó este sacrificio en la glorificación, como poder de intercesión en
favor de los hombres, en virtud del sacrificio ofrecido, y de una oblación que se perpetúa en su
resultado. El autor considera el sacrificio de Cristo como una actividad de oblación, que aun siendo
una inmolación realizada ya en la tierra, se consuma después en la gloria del cielo. El sacerdocio no
es verdaderamente tal, sino cuando aprovecha a aquellos para los que ha sido instituido, y por
consiguiente cuando, gracias al sacrificio consumado, Cristo intercede por los hombres y les otorga
la salvación.

Como sacerdote, Cristo no es solamente el hombre del sacrificio, sino, en su sentido más completo,
"el mediador de la nueva alianza", Hebr. 9,15, y todo el valor del sacrificio consiste en permitirle
ejercer esa mediación. El sacerdocio se define a través de la mediación o intercesión, que se basa en
el sacrificio. Conviene, pues, situarse en la perspectiva del autor de la carta en la que se considera el
sacerdocio de Cristo como una mediación, así se comprende que, aun habiendo realizado una
oblación sacerdotal en la tierra, Cristo sea integralmente sacerdote en el cielo, donde ejerce
eficazmente su oficio sacerdotal y de mediador.

7.2. EL SACRIFICIO SACERDOTAL DE CRISTO. SACRIFICIO VERDADERO, ÚNICO Y EFICAZ

En la carta a los Hebreos se hace la comparación entre las dos economías del A.T y N.T. los
sacrificios cruentos realizados en el Templo de los machos cabríos, o novillos, seguido de aspersión a
los israelitas contaminados por el pecado en orden a la purificación de la carne; y el sacrifico cruento
de Cristo en la cruz que es el que verdaderamente purifica y libra de los pecados de todo el género
humano, así lo explicita Hebreos, 9, 14: "¡Cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno
se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir
culto a Dios vivo!". Así también lo corrobora Pablo, en su carta a Tito, 2, 13-14: "Aguardando la feliz
esperanza y la manifestación del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo; el cual se entregó por
nosotros a fin de rescatarnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo que fuese suyo, deseoso
de bellas obras".

Los sacrificios del A.T. eran tan sólo una figura del único sacrificio del N.T. La ley judaica contenía
simplemente una "sombra de los bienes futuros, no la realidad de las cosas", Hbr 10, 1. Los
sacerdotes "dan culto en lo que es sombra y figura de realidades celestiales", Hbr 8 5, y el santuario
del culto judaico no pasa de ser una "imagen del santuario auténtico", que es el cielo, Hbr 9, 24. He
aquí por qué los sacrificios judaicos no podían tener eficacia alguna: carecían de "poder para borrar
los pecados", Hbr 10, 4, y eran incapaces de hacer perfectos a quienes querían acercarse a Dios, Hbr
10, 1. Su misma multiplicidad era ya indicio de su impotencia.

El sacrificio de Cristo no pertenece ya al orden de las figuras: Cristo murió en el auténtico santuario,
penetrando en el cielo después de su oblación, Hebreos, 9, 14: "¡Cuánto más la sangre de Cristo,
que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas
nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!". Este sacrificio verdadero es único, Hbr 10, 12: "Él
(Cristo), por el contrario, habiendo ofrecido por os pecados un solo sacrificio, "se sentó a la derecha
de Dios para siempre". Repitiendo que el sacrificio ha tenido lugar una "sola vez", el autor de la
epístola pone bien de relieve el carácter histórico del sacrificio de Jesús, que se inserta en un
momento dado en el desarrollo de la historia de la humanidad, pero al mismo tiempo recalca su
valor definitivo, que excluye toda otra repetición.

De una vez, el sacrificio de Cristo ha conseguido la eficacia de la que carecían los sacrificios judaicos,
pues ha operado la remisión de los pecados, la santificación, y ha hecho perfectos a aquellos a
quienes quería santificar, Hbr 10, 13-14: "Esperando desde entonces hasta que sus enemigos sean
puestos por escabel de sus pies. En efecto, mediante una sola oblación ha llevado a la perfección
para siempre a los santificados". Jesucristo, con su muerte en la cruz ha establecido una Nueva y
definitiva Alianza.

Estas afirmaciones nos llevan a la siguiente conclusión: Si el sacrificio de Cristo es el único


verdadero y el único eficaz, quiere decirse que es el único que ha podido santificar y salvar a los
judíos. Por sí mismo el culto judaico no tenía valor definitivo alguno. Captamos aquí un principio
esencial de la redención: los hombres son incapaces por sí mismos de alcanzar la remisión de sus
pecados. Todos los gestos religiosos de los judíos, y con mayor razón los gestos religiosos de los
demás hombres, menos privilegiados que aquellos que se beneficiaron de la revelación judaica,
adolecen de una impotencia radical, y sólo adquieren valor en virtud del acto redentor único de
Cristo.

Las religiones de la humanidad no han podido alcanzar a Dios sino en virtud del sacrificio de Jesús.
Si el culto judaico no era sino una sombra del verdadero culto de Cristo, las demás religiones no
tenían de suyo mayor consistencia. No han podido alcanzar realidades sino en la oblación única de
Cristo.

Puede sorprender el punto radical de este punto de vista, si se considera el sacrificio de Cristo como
la culminación de la historia religiosa del pueblo judío, cabría pensar que ese sacrificio es
simplemente el final de lo que se había esbozado, y que unos sacrificios imperfectos se completan en
virtud de una oblación absolutamente santa. Pero, no es así, a la luz de la Revelación, la perspectiva
es diferente: los sacrificios anteriores no tenían de suyo ningún valor, ni siquiera lograban la
finalidad que se proponían. Esta finalidad no se alcanza sino mediante el sacrificio único de Cristo.

El estudio de la naturaleza del sacrificio debe de tener en cuenta esta perspectiva. Para comprender
el sacrificio, se pueden, ciertamente, distinguir los elementos esenciales de los ritos sacrificiales en
el judaísmo y en las demás religiones. Pero, si consideramos que esos ritos son tan sólo una sombra,
habrá que buscar en el sacrificio de la cruz la realidad, propiamente dicha, del sacrificio.
Históricamente, existieron en primer lugar los sacrificios paganos y judaicos, y después la inmolación
del calvario. Pero, ontológicamente, el primero de todos es el sacrifico de Cristo, y los sacrificios de
las demás religiones son tan solo una "copia" o "imagen" imperfecta del mismo. Por lo tanto, es en
Cristo en quien hay que procurar ante todo captar el sentido profundo del sacrificio. Tan solo el
sacrificio de Cristo es capaz de dar a conocer lo que es todo sacrificio, cualquiera que sea.

7.3. LA CRUZ, ACONTECIMIENTO DE "CARIDAD DIVINA"

La cruz de Jesús no es un instrumento de castigo divino, sino un altar de propiciación, de


reconciliación y de perdón. No es la ira punitiva de Dios la que se manifiesta en la desolada muerte
en cruz de Jesús, sino su caridad sin límites, que perdona y reconcilia consigo a todo el mundo. Es
verdad que el crucificado fue hecho “pecado por nosotros”, 2 Cor 5, 21, pero también es verdad que,
permaneciendo santo e inocente, se convirtió en “sabiduría, justicia, santificación y redención”, 1 Cor
1, 30. La “palabra de la cruz”, 1 Cor 1,18: “pues la predicación de la cruz es una locura para los que
se pierden; mas para los que se salvan -–para nosotros – es fuerza de Dios”, 2, 2: “pues no quise
saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado”, y en 1 Cor 1,17: “Porque no me envió
Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz
de Cristo”. Indica que “la cruz de Cristo”, se ha convertido de suplicio infamante en acontecimiento
salvífico, que incluye un anuncio original de amor. La cruz es la teofanía del amor de Cristo, que ha
aceptado libre y obedientemente su pasión antes de padecerla.

No se trata de un acontecimiento humano simplemente trágico sino de una concreta iniciativa


salvífica del Hijo, que encarnándose “se humilló haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de
cruz”, Filp. 2,8. La muerte de Jesús ha sido considerada por Juan como “exaltación” del Hijo, que
mediante su sacrificio “glorifica” al Padre, Jn 3, 14b: “así tiene que ser elevado el Hijo del hombre
para que todo el que crea en él tenga vida eterna”; Jn 8,28: “cuando hayáis levantado al Hijo del
hombre entonces sabréis que Yo Soy, y que no hago nada por mi propia cuenta; sino que, lo que el
Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo”, Jn12 32: “Y cuando sea elevado de la tierra atraeré a
todos hacia mí”.

Los dos grandes momentos de la pasión, la agonía y la muerte en cruz expresan en realidad dos
circunstancias significativas de intimidad filial de Cristo con el Padre. El “fiat” de Getsemaní es el
acto supremo de libertad y de obediencia humana de la voluntad humana de Cristo aceptando la
voluntad divina del Padre, Mt 26, 39: “Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero que
no sea como yo quiero, sino como quieres tú. E igualmente el grito de Cristo en la cruz y la entrega
final del Hijo en manos del Padre: Lc 23, 46 “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. En Lucas
esta última expresión del Jesús histórico recuerda la primera palabra suya que se conoce de niño,
que se refiere también al Padre Lc 2, 39: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en
las cosas de mi Padre?.

Se trata de los dos polos extremos de la existencia consciente y atestiguada de Jesús que,
iluminándose mutuamente, subrayan la intimidad de la entrega y la caridad del Hijo en relación con
el Padre, sobre todo en los momentos decisivos de su acontecimiento salvífico. Siendo distintas las
perspectivas, toda la teología neotestamentaria es una meditación inspirada de la muerte en cruz de
Jesús como manifestación del “amor” y del “poder de Dios”; “para los que se salvan”, 1 Cor 1, 18:
“pues la predicación de la cruz es una locura para los que se pierden; mas para los que se salvan -–
para nosotros – es fuerza de Dios”.

7.4. LA MUERTE DE JESÚS COMO "REDENCIÓN"

Hay muchos significados de la muerte de Jesús que han sido explicitados en la Escritura, en la
Tradición patrística y en la reflexión teológica. Vamos a ilustrar sintéticamente solamente algunos
más importantes:
Al describir e interpretar la existencia mesiánica de Jesucristo y sobre todo su pasión y muerte, el
Nuevo Testamento emplea, entre otras, la categoría de “redención – rescate”, como precio para
obtener la liberación. En la relación Dios - hombre este precio no tiene un contenido monetario, sino
que intenta subrayar de una manera llamativa tanto la situación del pueblo pecador en general y de
cada pecador en particular como el correspondiente compromiso “costoso” del gesto de Dios
“redentor – liberador”.

En el Nuevo Testamento la muerte de Jesús es considerada como “lytron” = rescate”. En efecto, el


Hijo del hombre ha venido en Mc 10, 45: “para servir y dar su vida en rescate por muchos”. El
“servicio” de Jesús, Lc 22,27: “yo estoy en medio de vosotros como el que sirve”, consiste en dar la
vida como “rescate por todos”. En este contexto semítico la palabra “rescate” presenta la pasión de
Cristo como “expiación”. Por eso, en este pasaje se puede captar el testimonio del mismo Jesús
terreno sobre el significado expiatorio de su muerte.

Un texto paulino importante emplea con el mismo significado de “rescate”: 1 Tim 2, 6: “Uno solo es
Dios y uno solo el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí
mismo como rescate por todos”. En la carta a Tito, 2, 24: S. Pablo habla de Jesucristo que “se ha
entregado por nosotros, para rescatarnos de toda iniquidad y formarse un pueblo puro que le
pertenezca, celoso de las buenas obras”. S. Pedro en su primera carta, 1 Petr 1, 1-19 dice: “Sabéis
con qué habéis sido liberados de la conducta heredada de vuestros padres: no con un precio
corruptible, con oro o con plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, el cordero sin defecto ni
mancha”. Este mismo concepto se expresa con el sustantivo “lytrosis” = redención. Cristo sumo
sacerdote, “entró una vez para siempre en el santuario, pero no con sangre de machos cabríos y de
toros, sino con su propia sangre, después de haber obtenido la redención eterna”, Hebr 9, 12.

Con razón, S. Pablo puede identificar a Jesús con la “redención” misma: Cristo Jesús “se ha hecho
por nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención”, 1 Cor 1, 30. Por tanto, la redención de
Cristo, único mediador entre Dios y los hombres, fundamenta su eficacia en la propia muerte, que es
liberación de la humanidad entera de todo pecado y de toda iniquidad.

7.5. LA MUERTE DE JESÚS COMO "EXPIACIÓN"

La epístola a los Hebreos nos ofrece la reflexión más sistemática del N T sobre el sacrificio redentor
de Cristo. El autor, explica este sacrificio situándolo en la perspectiva del culto judaico, demostrando
que lo que había sido anunciado en figura en ese culto encuentra su realización y su verificación
eficaz en el sacrificio de Cristo en la Cruz. La intención de la epístola es evidenciar la incomparable
superioridad del culto y la religión cristiana sobre el culto y la religión judía cuyo centro era el
Templo de Jerusalén.
Por eso en la Carta a los Hebreos vemos cómo explica este proceso de expiación, como salvación,
cuando dice en Hebr 2, 9b-10: “Vemos a Jesús coronado de gloria y honor por sus pasión y muerte.
Así, por la gracia de Dios, ha padecido la muerte para bien de todos. Dios, para quien y por quien
existe todo, juzgó conveniente, para llevar a una multitud de hijos a la gloria, perfeccionar y
consagrar con sufrimientos al guía de su salvación”.

7.6. EL SACRIFICIO EXPIATORIO DE CRISTO. ANALOGÍA CON EL SACRIFICIO JUDAICO DE


EXPIACIÓN

La carta a los Hebreos no considera el sacrificio de Cristo como un simple sacrificio de adoración o
un sacrificio de comunión. Lo explica como un sacrificio expiatorio, ofrecido al Padre para la remisión
del pecado de los hombres.

El sacerdocio de Cristo está caracterizado por la misión expiatoria: "Tuvo que asemejarse en todo a
sus hermanos para ser Sumo Sacerdote misericordioso y digno de confianza en lo que toca a Dios,
en orden a expiar los pecados del pueblo", Hbr 2, 17. Esta íntima relación entre el sacerdocio y la
expiación de los pecados se observa también en definición del sacerdote en Hbr 5, 1, ya que el
sacerdote debe de ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Se podrá observar que no solamente
el sacerdocio, sino la misma Encarnación tiene como finalidad garantizar el cumplimiento de esta
función expiadora.

Cristo se ha hecho semejante en todo a sus hermanos, para poder ayudarles por la solidaridad que
le une a ellos, y poder expiar sus pecados en base a esa solidaridad. Por otra parte, la función
expiatoria lleva consigo un poder más profundo de intercesión, Hbr 2, 18: "Pues, habiendo sido
probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados". Aquí se manifiesta el vínculo
existente entre el sufrimiento de expiación y la capacidad de intercesión, vínculo entre dos aspectos
de la actividad sacerdotal, a saber: sacrificio y mediación.

En la carta a los Hebreos se insiste bastante en la asimilación del sacrificio de Cristo al cuadro cultual
del sacrificio expiatorio. En efecto, la oblación que Cristo hace de su propia sangre es comparada al
gesto que realiza el sumo sacerdote en la fiesta de Expiación (Yon Kippur): así como el sumo
sacerdote de la antigua alianza entra en el santuario para rociar el "propiciatorio" con la sangre de
las víctimas animales, para obtener el perdón de los pecados del pueblo elegido, Cristo entró con su
propia sangre en el santuario del cielo (glorificación) y allí ha obtenido una "redención eterna", Hebr
9,12. Así pues, el sacrificio de Cristo es asimilado al más solemne y válido de todos los sacrificios
expiatorios.

7.7. AMPLIACIÓN DE LA NOCIÓN DE SACRIFICIO EXPIATORIO


Haciendo resaltar las sorprendentes analogías que se dan entre el sacrificio de Cristo y el sacrificio
del sumo sacerdote en el día de la Expiación, la carta a los Hebreos menciona unas características
que dan la máxima amplitud a la noción de sacrificio expiatorio. Se refieren al mismo tiempo tanto al
objetivo intentado como a la modalidad de la acción.

a. Objetivo intentado
El sacrificio de Cristo sobrepasa la mera remisión de los pecados, ya que la carta declara que el
efecto de este sacrificio no solamente es la remisión de los pecados sino que además obtiene la
santificación de los hombres, y es una santificación completa, pues hace perfectos a los santificados
(verdaderos hijos de Dios, partícipes de la naturaleza divina).
El resultado, por lo tanto, no es simplemente negativo: "borrar los pecados", Hebr, 9,26, sino que
también otorga santidad y perfección, lo que supera con mucho la estricta purificación de los
sacrificios de la "antigua alianza". Este objetivo más amplio se expresa bien en el establecimiento de
la "nueva alianza". "Por eso es mediador de una Nueva Alianza; para que, interviniendo su muerte
para remisión de las transgresiones de la primera alianza, los que han sido llamados reciban la
herencia eterna prometida", Hebr, 9, 15. La herencia eterna consiste en los bienes que pertenecen a
Dios y que El quiere comunicar a los hombres, según su promesa. El establecimiento de la nueva
alianza, por medio del sacrificio, garantiza esa concesión de los bienes divinos a la humanidad.

b. Modalidad de la acción
No se reduce a un automatismo ritual. La epístola adopta ciertamente un principio del A.T. según el
cual "sin efusión de sangre no hay remisión de los pecados", Hebr 9, 22. Este principio se cumple en
la obra realizada por Cristo. Pero de aquí no se podría sacar la conclusión de que la purificación
obtenida por Jesús se debe únicamente al hecho material de la efusión de sangre. Esto es tan sólo
un aspecto exterior.
La epístola precisa, por otra parte, que la razón de la eficacia del sacrificio es de orden espiritual. Es
la sangre la que purifica nuestra conciencia, pero es la sangre de aquel "que por el Espíritu Eterno se
ofreció a sí mismo sin tacha a Dios", Hebr 9, 14. Así pues, el valor de la inmolación no se deriva
propiamente de su aspecto cruento, sino de la oblación de sí mismo: Cristo se ha presentado a Dios,
y la efusión de sangre manifestaba esa oblación. En lugar de una víctima sin tacha material, Cristo
se ofrece como víctima santa, sin la menor tacha moral. Además, esa oblación de Cristo es
presentada al Padre por el Espíritu Eterno, y por lo tanto de un modo esencialmente espiritual y
definitivo.

7.8. LAS DISPOSICIONES PERSONALES DE CRISTO Y LA FUNCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO

El aspecto personal del modo como se realiza el sacrificio se subraya de tal manera que éste es
considerado como una súplica que ha sido escuchada: "El cual, habiendo ofrecido en los días de su
vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue
escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia
De este modo, la expiación se manifiesta ya a las claras lo que escondía en si misma. Es una
tentativa para obtener el perdón de los pecados. Considerada bajo el aspecto de una plegaria, se
muestra despojada de toda eficacia ritual automática, y se revela dirigida esencialmente hacia Dios.

No se dirige en primer lugar al hombre, que debe de ser purificado, ni hacia los pecados que deben
de ser perdonados, sino que, a manera de una imploración, se dirige a Dios, a quien pide favor y
misericordia en orden al perdón. Por el hecho de ser una plegaria, la expiación manifiesta todavía
más su carácter teocéntrico, el recurso a la bondad y a la misericordia de Dios Padre.
Se constata la coincidencia de las nociones de expiación y de propiciación, expresada, por lo demás,
en mismo término griego. Expiar los pecados consiste en hacer propicio a Dios, en implorar su favor.
En cuanto a la plegaria de expiación que caracteriza al sacrificio de Cristo en el calvario, su valor no
proviene solamente del sufrimiento, que hace más ardiente la imploración.

El ardor de la súplica está vivamente subrayado e indica que la razón de la eficacia estriba en la
obediencia de Cristo. Más que el ardor de la petición, lo que importa es la actitud anímica,
caracterizada por la sumisión a Dios, sumisión que también llega hasta el extremo de la muerte en
virtud del sufrimiento total. El valor de la expiación reside, pues, en esa disposición íntima
fundamental: hacer la voluntad del Padre obedeciendo.

Lo que transfigura aún más la expiación, es el hecho de que está animada por el Espíritu Santo.
Aquí, el sacrificio expiatorio se muestra no ya simplemente como el homenaje de la criatura a Dios,
sino como la oblación del Hijo al Padre en el Espíritu Santo. Precisemos los dos aspectos de este
nivel divino. Por una parte, el que ofrece el sacrificio es el Hijo de Dios, y ya hemos observado que
en el sacerdocio de Cristo, la cualidad de Hijo de Dios desempeña un papel esencial: la actitud
sacerdotal de Jesús es la prolongación de su actitud eterna de Verbo, vuelto hacia el Padre.

Por otra parte, la expiación ya no es solamente una plegaria de intercesión en lenguaje humano:
comporta según la expresión de S. Pablo en Rom 8, 26: "el gemido inefable", por el que el Espíritu
Santo confiere al sacrificio expiatorio un valor definitivo y eterno. Así el sacrificio expiatorio de Cristo
es una plegaria de intercesión. Esta intercesión, que emana del Hijo, llevada hacia el Padre por el
Espíritu Santo, aspira a eternizarse como tal.

Pero se ve también más claramente cómo, mediante este sacrificio, Cristo es mediador único de la
Nueva Alianza. El realiza la unión entre Dios y los hombres, fundamentándola en la unión existente
entre El mismo y su Padre, unión reforzada por la acción del Espíritu Santo. La mejor, o la Nueva
Alianza , es una prolongación de la comunidad Trinitaria hasta los hombres. Ofrecido por el Hijo y
animado por el Espíritu Santo, el sacrificio expiatorio se incorpora al circuito de amor que brota de la
Trinidad.

Esta alianza con la Trinidad lleva consigo una transformación íntima: como consecuencia de su
oblación obediente, "Cristo se ha hecho perfecto" y hace perfectos a los hombres santificándolos. La
naturaleza humana, de modo absoluto en Cristo y de manera participada en los demás hombres, se
hace perfecta en razón del sacrificio, y esta perfección deriva de una comunicación de la perfección
divina.

De este modo se ve que el sacrificio expiatorio de Cristo sobrepasa con mucho a la simple
purificación de los pecados del AT. Mediante la intercesión de este sacrificio se obtiene un favor
divino que significa la unión definitiva entre Dios y los hombres, unión que tiende a divinizar a la
humanidad y a hacerla santa, perfecta. Ese era el designio salvífico del Padre realizado por Cristo en
el Espíritu Santo.

Cristología II - 25° Parte: Naturaleza y valor de la


oblación del sacrificio de Cristo al Padre

P. Ignacio Garro, S.J.


SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

8. NATURALEZA Y VALOR DE LA OBLACIÓN DEL SACRIFICIO DE CRISTO AL PADRE

Después de haber explicado el designio salvífico del Padre es importante determinar, a base de
reflexión teológica, la naturaleza del acto redentor. Consideraremos los dos aspectos de este acto,
situándolo primeramente en las relaciones de Cristo con el Padre, y después en las relaciones de
Jesucristo con toda la humanidad. En efecto, es necesario precisar como en este acto las relaciones
entre el hombre pecador y Dios han asumido una significación única en virtud del sacrificio ofrecido
por Jesús al Padre. Conviene indicar de qué manera Cristo vinculaba a este sacrificio la suerte de
toda la humanidad, por qué podía él representarla y transformar así su condición de humanidad
pecadora en humanidad santificada.

En estas entregas abordaremos el tema relativo al acto redentor de Cristo bajo la perspectiva de las
relaciones de la humanidad pecadora con Dios, esto es, la oblación del sacrificio de Cristo al Padre.

8.1. EL PRINCIPIO DE EXPLICACIÓN. EL MISTERIO Y SU EXPRESIÓN

No es inútil subrayar el misterio que encierra el acto redentor. Decir que hay un misterio es como
decir que ningún concepto de nuestro lenguaje es capaz de agotar el contenido ni de expresarlo de
un modo enteramente satisfactorio, en el fondo porque tal vez no existe una imagen totalmente apta
para representar todos sus aspectos.

La noción de "sacrificio", tal vez sea la más adecuada y la más rica de sentido, debe de ser, sin
embargo, depurada de sus implicaciones meramente rituales. Lo mismo ocurre con la "expiación",
que, además, debe desvincularse de cualquier resonancia penal. La "satisfacción" y el "mérito"
deben de despojarse, también, de connotaciones meramente jurídicas. Los conceptos de
"reparación" o de "rescate" no pueden utilizarse de tal forma que indiquen una compensación
humana del honor o del contrato. La inadecuación de las nociones no constituye una base suficiente
para rechazar plenamente lo que el lenguaje ha expresado en la Escritura y en la Tradición. La
reflexión teológica debe ejercitarse en reconciliar la gratuidad del don de Dios (Cristo) con el rescate
pagado; es decir, la donación que el Padre hace de su Hijo, con la oblación propiciatoria del Hijo al
Padre. Se trata de recoger el dato revelado y superar los conflictos.

Hemos visto que la redención se desarrolla en la línea del amor de Dios a la humanidad. Y hemos
puesto de relieve la intención de amor que inspira la acción redentora. De ahí se deriva el principio
de que todo aspecto del misterio encuentra su explicación en el amor. Cuando se habla de "sacrificio
expiatorio", de "propiciación" o de "rescate", tales expresiones jamás deben entenderse en sentido
que suponga en Dios un orgullo herido que trate de vengarse, o de una injusticia que exija un
castigo, o una reivindicación de algún derecho o propiedad que imponga egoístamente una
compensación. Expiación o rescate deben justificarse por el amor divino, deben de manifestar con
más viveza ese amor para que se comprendan en su justo alcance.

8.2. LA REPARACIÓN

Si tratamos de expresar el sentido de la muerte de Jesús, tal como la revelación nos permite
descubrirlo, hemos de afirmar que en esa muerte se efectuó la reparación del pecado de la
humanidad. Es precisamente la reparación la que constituye el fondo de las afirmaciones
escriturísticas, a través de las diversas imágenes que emplea. Es una idea subyacente a las palabras
de Jesús relativas a la entrega de su vida como rescate, conforme a Isaías, se trata de un sacrificio
de reparación ofrecido por los pecadores. La reparación puede considerarse como el denominador
común de la presentación del acto redentor en la Escritura y en la Tradición: Cristo, verdadero
propiciatorio, según Pablo; el Cordero de Dios y el Hijo enviado, según Juan, son las imágenes
cultuales del sacrificio expiatorio interpretadas en un sentido espiritual en Hebreos. Cristo ha
entregado su vida por la humanidad pecadora y como reparación por las faltas cometidas por esta
humanidad pecadora.

Utilizamos el término de "reparación", con preferencia al de expiación o satisfacción, porque posee


un significado más general, que no tiene tintes jurídicos y no está ligado a imágenes cultuales o
rituales. Pero incluimos en el término reparación todo el valor positivo de la expiación y de la
satisfacción. A fin de aclarar conceptos, debemos distinguir cuidadosamente dos sentidos posibles
del término "reparación". La reparación puede entenderse en el sentido de "reparación de alguna
cosa", como cuando se considera la reparación de la naturaleza humana herida por el pecado. Puede
también significar la "reparación con respecto a alguien": esta noción se verifica en la reparación
personal del hombre para con Dios por la ofensa que se le ha infligido por medio del pecado. Estos
dos significados no se excluyen entre sí; se deben incluso englobar en una doctrina completa de la
Redención. En efecto, Cristo, mediante su sacrificio, ha ofrecido reparación al Padre, y, a través de
ese mismo sacrificio, ha obtenido la reparación de la naturaleza humana. Lo primero es la reparación
personal; la restauración de la naturaleza humana no se realiza sino en virtud de una oblación
reparadora dirigida al Padre. A propósito de la expiación, ya hemos observado que la purificación
supone una propiciación: Cristo, por medio de su sacrificio nos devuelve el favor del Padre, y de este
modo nos consigue la salvación.

Lo que aquí tratamos de comprender mejor es la reparación personal. Esta reparación acarrea
dificultades a algunos teólogos que querrían limitarse tan sólo a la reparación de la naturaleza
humana y que propenden a atenuar la noción de pecado, que hacen consistir en un daño inferido al
hombre mismo más que una ofensa personal a Dios. Por lo demás no se puede negar que el
principio de la "inmutabilidad divina", entendiéndolo de la forma más radical, plantea en serio un
problema a la comprensión del pecado y a su reparación. Por lo que respecta al pecado, la
impasibilidad parecería exigir en Dios que no pueda ser afectado realmente afectado por nuestras
culpas. La ofensa que se le hace sería incapaz de tocarle, de herirle. Entonces se reduciría a una
perturbación del orden establecido por Dios, de la manifestación de sus perfecciones; en definitiva,
el pecado solamente perjudicaría al hombre y al mundo.

Por lo que se refiere a la reparación, la inmutabilidad divina parecería oponerse a su efecto real en
Dios: la "satisfacción" sugiere que Dios experimenta un gozo, que el sacrificio le agrada. Pero ¿es
que el Ser inmutable puede recibir un gozo nuevo de lo que se le ofrece? Análogamente, la
propiciación no podría tener su auténtico sentido, si en virtud de la inmutabilidad todo tránsito de la
cólera a la benevolencia fuera imposible por parte de Dios. Así el análisis teológico del pecado y de la
reparación suscita toda la problemática de la realidad de las relaciones personales entre Dios y el
hombre.

8.3. EL PECADO, OFENSA A DIOS

8.3.1. Dios se revela como el Ser que supera y domina al hombre hasta tal punto que éste
jamás podría quitarle ni su absoluta perfección ni su trascendencia

El pecado no puede causar daño alguno al Ser divino. Esto es lo que según Jeremías, declara con
respecto a los idólatras: "¿A mí me exasperan esos? ¿No es a sí mismos, para vergüenza de sus
rostros?", Jer 7, 19. Dios permanece intacto; aparece inaccesible a todas las ofensas humanas, en el
sentido de que no puede perder ni un ápice de su potencia ni llegar a ser menos Dios de lo que es.
Conserva inmutable su naturaleza divina. Pero todo esto no supone que Dios sea insensible al
pecado del hombre. Los relatos bíblicos atestiguan abundantemente la profunda repercusión que
producen en Dios las culpas humanas. Se trata incluso de un elemento esencial de la revelación
bíblica. Dios se muestra infinitamente ofendido por el pecado del hombre, no hay más que leer los
Salmos y los Profetas para ver esta realidad. Es la ofensa a la Alianza por lo que las relaciones
personales de Dios con su pueblo elegido, le expone a sufrir repulsas en su amor. Dos imágenes
sirven para describir al vivo la profundidad de la herida del pecado del hombre a Dios:

a. La ingratitud del hijo para con su padre.


b. La infidelidad de la mujer hacia el esposo.

Israel es comparado a con frecuencia a una esposa adúltera. En esta perspectiva hay que entender
los "celos" de Dios para con su pueblo. Si tales celos adoptan la forma de reivindicación de un
derecho sobre Israel, o de una terrible cólera, en realidad son el grito de un amor herido, que por
todos los medios intenta hacer volver a su esposa. Esto nos lleva a dos afirmaciones:

• Dios está profundamente ofendido, herido, en sus relaciones de amor con los hombres.
• Pero en su perfección divina, no padece daño alguno.
8.4. EL PECADO EN EL NUEVO TESTAMENTO

Es un dato significativo de la Nueva Alianza el que la imagen del pecado, en cuanto ofensa inferida al
Padre, se nos ofrezca en la parábola del hijo pródigo; en efecto, la revelación de la ofensa va
destinada esencialmente a hacernos comprender el sentido del perdón y la inmensidad de la
misericordia divina. En la parábola se describe el pecado como el ultraje que un hijo infiera a su
padre. Al reclamar su herencia y abandonar el domicilio paterno, el hijo inflige a su padre una
afrenta que el Padre ha tenido que sentir muy hondamente. A través de esta parábola, Jesús ha
querido manifestarnos la disposición fundamental del Padre hacia el pecador; la revelación de la
compasión que perdona con gozo no se puede disociar de la revelación de una auténtica ofensa
inferida al Padre.

Esta revelación de la misericordia divina se efectúa a través de todo el comportamiento de Jesús con
los pecadores, Lc 15, 2. Jesús por medio de su comportamiento humano revela el amor
misericordioso del Padre. La pena que siente por la dureza de los corazones, la mirada que dirige a
sus adversarios, hacen comprender lo que, en Dios, es el amor herido por la ofensa del pecado, Mc
3, 5. En el N T se constata la misma afirmación fundamental del A T: a Dios le hieren las culpas
humanas. Pero se acentúa el carácter personal de la ofensa: ofensa al Padre, ofensa a Cristo que es
la expresión visible del amor divino, ofensa al Espíritu Santo presente en el corazón del hombre. En
este contexto personal se inscribe la petición contenida en la oración enseñada por Jesús: "perdona
nuestra ofensas ...", Mt 6, 12. El pecado implica una deuda personal con respecto al Padre.

8.5. EL PECADO EN LA TEOLOGÍA

La preocupación por salvar la trascendencia divina ha obstaculizado, en la teología, el


reconocimiento de lo que va implicado en la ofensa a Dios. S. Anselmo empieza diciendo que el
pecado consiste en quitar a Dios el honor que se le debe pero después al caer en la cuenta de que
Dios es inmutable, puntualiza diciendo que el pecador "parece" deshonrar a Dios en cuanto puede:
es decir, la ofensa queda reducida a un "parecer". Sto. Tomás afirma que "el pecado cometido
contra Dios tiene una cierta infinitud en razón de la infinitud de la majestad divina". Semejantes
interpretaciones no llegan a explicar el dato bíblico, según el cual el pecado afecta personalmente a
Dios, de una forma no simplemente aparente sino real, y de una manera, no indirecta sino directa.
El pecador con su pecado no pone nada en Dios "de un modo efectivo y eficaz", sino que "pone en
Dios y le quita a Dios algo afectivamente".

Así, el pecador, tiene la intención de agraviar a Dios, no rindiéndole el honor, el culto, y el amor que
le debe, y le quita su valor de fin último. Es cierto que ahí no se da un "daño efectivo", pues un tal
daño no está en poder del hombre pecador, pero sí nos encontramos a nivel de una ofensa e injuria
moral: en este orden, Dios se considera ofendido y agraviado como si su soberanía se destruyese
efectivamente, y por tanto, la ofensa posee una gravedad infinita, no menor que la que tendría si de
ella se derivara una "efectiva" destrucción.

Ahora bien, la inmutabilidad de las divinas perfecciones impide tan solo que el pecador pueda privar
a Dios de las mismas de modo "efectivo", pero que no pueda privarle de las mismas
"afectivamente". Esta privación "afectiva" señala la vía apta para explicar la ofensa del pecado, de
acuerdo con la imagen bíblica del amor divino realmente herido por el pecado de los hombres.

8.6. LA NATURALEZA DEL PECADO COMO OFERTA HECHA A DIOS

¿En qué consiste la ofensa inferida a Dios? Comprendemos lo que tal ofensa significa por analogía
con la ofensa hecha a un hombre en su amor, la ofensa hecha por un hijo a su padre, o a su madre,
o por la ofensa de un esposo a su esposa, o viceversa. Precisamente valiéndose de esta analogía
Dios, nos ha revelado la malicia del pecado. Como se trata de una experiencia común y sencilla, la
piedad popular cristiana no encuentra dificultad ninguna en captar lo que es dicha ofensa.

Sin embargo, en aras de la exactitud teológica debemos depurar la noción de "ofensa" de todas la
imperfecciones que reviste dentro del lenguaje humano. Vemos a menudo, que la ofensa que una
persona hace a otra, la agraviada reacciona con agresividad y amor propio, es un movimiento de
irritabilidad natural y receloso. Es evidente que al tratarse de Dios, esto no se da, pues hay que
descartar en Dios cualquier reacción de tipo egoísta. El Dios del amor no se ofende, en definitiva, en
razón del propio honor divino, sino a causa del mal que el hombre se hace a sí mismo. En Dios se
trata del amor fundado en la Alianza que Dios ha hecho con nosotros en su Hijo Jesucristo, y queda
tanto más herido cuanto que está más solícito del bien del hombre.

Además, si nos atenemos a la experiencia humana de la ofensa, ésta se impone a quien la sufre
como un dolor que no puede evitar, aunque sea una ofensa inferida al amor, tiene para aquel que es
su víctima, un carácter de necesidad. El ofendido no podría substraerse a esa tristeza, como la de un
padre ultrajado por su hijo, sufre necesariamente esta afrenta. Y sufre en la expansión y despliegue
de su ser más íntimo. Y es que el hombre tiene necesidad de amar y de ser amado; el amor es
necesario para el perfeccionamiento de su ser; de ahí que sufra en ese perfeccionamiento siempre
que se rechaza su amor. Por el contrario, el amor divino hacia los hombres es completamente
"libre"; Dios no tiene "necesidad" de amarnos ni de ser amado por nosotros. Nos ama únicamente
por nosotros mismos, no por El. Su amor hacia nosotros no puede añadir nada a su perfección
absoluta, como tampoco nuestro amor a El puede perfeccionarle en su ser. Dios se ha decidido
"libremente" a crearnos por amor, y por lo mismo se ha expuesto a sufrir nuestras ofensas. Las
sufre tan sólo porque ha querido que sea así, y estas ofensas no pueden alterar ni disminuir la
perfección de su ser. Así es Dios.
Para explicarse cómo se pueden conciliar la inmutabilidad divina y la realidad de la ofensa hecha por
el hombre pecador a Dios, hay que tener presente la distinción entre el ser necesario de Dios y su
libre compromiso en el amor. Esta distinción asume todo su valor, incluso en el interior de Dios,
pues hay una diferencia entre la necesidad de la naturaleza divina y la libertad de la acción divina en
la obra creadora y redentora. Cuando la revelación bíblica enseña la gratuidad de la obra salvífica,
nos señala una cualidad o propiedad que caracteriza a la acción de Dios con respecto a los hombres
y que la diferencia de lo que Dios es en sí mismo: Dios, cuando salva al mundo, no actúa por
necesidad sino en virtud de una decisión libre.

Ahora bien, la inmutabilidad afecta precisamente a aquello que en Dios es necesario, entendiendo
por tal integridad absoluta de la naturaleza divina, la cual no puede sufrir daño alguno por parte del
pecador. La ofensa no afecta a esa naturaleza divina sino al amor libre de Dios por medio del cual
Dios ha querido acercarse a la humanidad. Es precisamente en este amor en el que Dios se ha
expuesto a la ofensa y en el que es ofendido realmente.

Esta distinción entre "ser necesario" y "compromiso libre" de Dios nos ayuda a comprender que no
existe contradicción entre la invulnerabilidad divina y la ofensa causada por el hombre pecador. Sin
embargo, no hace que desaparezca el misterio. En relación con nuestra experiencia humana,
nosotros no podemos comprender cómo la perfección divina no sufre daño alguno cuando un amor,
tan profundo e integral como el de Dios, es agraviado por el pecado. En efecto, en nuestra
experiencia, nuestras relaciones de amor con los demás contribuyen a nuestra perfección, nuestra
perfección no tiene la necesidad, ni nuestro amor la libertad que se dan en Dios.

En cuanto que afecta a Dios el pecado, sigue siendo para nosotros un misterio. Debemos afirmar la
dimensión infinita de la ofensa, pero reconociendo que esa dimensión sobrepasa la capacidad de
nuestra inteligencia. Tan sólo la Revelación nos permite conocer las verdaderas dimensiones del
pecado. En realidad, la Revelación no parte simplemente del hecho del pecado para mostrarnos, a
modo de consecuencia, lo que es la redención; nos muestra el pecado dentro del designio redentor,
y es el sacrificio de Cristo el que nos revela de la forma más eficaz la magnitud del pecado. Por
medio de su homenaje reparador ofrecido al Padre, Cristo nos hace ver claramente la enormidad de
la ofensa inferida al Padre por el pecado de los hombres.

Es cierto que, como ya hemos observado, una tal reparación no era necesaria como simple
contrapeso del pecado. Pero por el hecho de haber sido exigida por el Padre, ilustra con la mayor
viveza las dimensiones de la ofensa. Solamente contemplando el suplicio del Calvario se llega a
captar la inmensidad de la culpa. El hecho de que el Hijo de Dios haya sido enviado por el Padre para
ofrecer ese homenaje de expiación es el más elocuente y auténtico testimonio de la profundidad de
la ofensa.

Si Dios hubiera permanecido inaccesible a los ultrajes de los hombres, no se comprendería el


sacrificio exigido a Cristo. En la oblación dolorosa de la Cruz, que tiene un valor infinito,
reconocemos más fácilmente hasta qué punto la ofensa había alcanzado a Dios en su amor infinito.
Por lo tanto, es el Redentor el que nos desvela, en forma decisiva, el misterio del pecado y de su
grandeza infinita.

8.7. LA REPARACIÓN CON RESPECTO A DIOS

Una vez establecida la realidad de la ofensa infligida a Dios por el pecado, aparece claro que la
reparación no puede limitarse a restaurar lo que en el hombre ha sido dañado por el pecado. Ante
todo debe dirigirse a Dios en una oblación que le sea agradable en la medida en que el pecado le
había disgustado. Su dirección es teocéntrica. La Reparación es principalmente reparación de la
ofensa. La reparación está destinada a alcanzar a Dios, a serle agradable. No puede, sin embargo,
aportar perfección alguna a su naturaleza divina, así como la "ofensa del pecado" tampoco se la
pudo quitar.

Por lo que respecta al efecto de la reparación, señalemos dos correctivos a la analogía, semejantes a
los hemos señalado para la ofensa del pecado.

8.7.1. Es que Dios no se complace en la satisfacción por egoísmo

Dios no se alegra del mismo modo que un hombre se sentiría satisfecho por un homenaje que
halaga su vanidad, o con una reparación que restaura su honor ofendido. Si el sacrificio le agrada, es
en razón de su amor, dichoso de comprobar las buenas disposiciones del hombre. El homenaje que
se le rinde le es grato porque mediante ese homenaje el hombre alcanza su propio fin y se encamina
hacia el bien. Al aceptar la ofrenda, Dios se interesa por quien se la presenta; tan sólo mira a ese
hombre y se alegra por su felicidad.

8.7.2. El segundo correctivo se refiere a la independencia o soberanía divina con su


impasibilidad

Dios no acepta la reparación sino en la medida en que él ha decidido de antemano que esa
reparación le sería grata. Del mismo modo que no se expone a la ofensa del pecado sino en la
medida en que lo permite su libre amor, no se abre a un homenaje reparador sino en la medida
libremente determinada por él. El es el dueño de la eficacia del sacrificio; sólo él fija las condiciones
para que se le pueda presentar una compensación por la ofensa cometida y suscitar por su parte
benevolencia y comunicación de gracia.

Así pues, es Dios a quien corresponde determinar el género de sacrificio que él consideraría como
reparación suficiente por el pecado de la humanidad. Incluso le correspondería decidir si debía
realizarse semejante reparación. En efecto, como hemos observado a propósito de las necesidades
planteadas por S. Anselmo, no era necesaria una satisfacción; Dios habría podido perdonar sin
exigirla. Si se ha exigido la reparación, es porque Dios lo ha decidido así en su plan de salvación.
Debemos pues, plantear las preguntas a las que S. Anselmo había intentado responder ¿ Por qué la
reparación? ¿Por qué la reparación por parte del Hijo de Dios?

8.8. ¿POR QUÉ LA REPARACIÓN?

¿Por qué se ha exigido la reparación? Dado que, de suyo, no era necesaria, se pondría pensar, a
primera vista, que el perdón divino habría sido más generoso si no hubiera pedido compensación
ninguna ni fijado condiciones. En efecto, en las querellas humanas, un perdón otorgado sin
condiciones parece demostrar una generosidad más completa. Ya sabemos que a esta dificultad
algunos se inclinan a responder que el amor debe tener en cuenta las exigencias de la justicia. La
respuesta es poco satisfactoria, pues la justicia no puede pedir reparación sino de parte del culpable;
ahora bien, aquí es Cristo inocente el que ha ofrecido al Padre una reparación por los culpables.

Por un aparte, hemos constatado, según la Escritura, que toda la obra redentora se basa en el amor;
ahí no interviene la justicia a menos que por justicia se entienda la santidad divina que desea
comunicarse: en este caso la misma justicia no es otra cosa que un don del amor. Por lo tanto, si se
exige la reparación, no es por una necesidad de justicia, sino por la exigencia del mismo amor. Dios
hubiera podido perdonar sin reclamar reparación alguna; en tal caso, la obra de la redención habría
sido, por su parte, un acto unilateral. Por amor Dios ha querido una alianza, en virtud de la cual la
humanidad cooperase en la consecución de la propia salvación. Es la alianza la que, al reclamar la
cooperación humana requiere también una reparación humana.

Al exigir al hombre una reparación, Dios quiere asegurar el mayor bien del mismo hombre. Por su
parte, y en su voluntad divina, el perdón hubiera sido completo sin reparación alguna; los pecados
habrían sido perdonados con la misma intención divina de borrarlos y olvidarlos. Pero, con respecto
a la misma humanidad, la victoria sobre el pecado resulta más completa, si se da una reparación.

Tratándose del hombre como ser libre, esa victoria ni siquiera es real y profunda, a no ser que la
voluntad se aparte del pecado y se vuelva amorosamente hacia Dios. Si la reparación redunda en
honor de Dios, no redunda menos, en cierto sentido, en honor del hombre. Pedir reparación por las
culpas cometidas es un honor que Dios hace a la humanidad. Un perdón otorgado así habría
demostrado menos respeto y estima para con la condición humana, menos confianza en las
aptitudes humanas.

Cabría objetar que, según tal principio, la reparación debiera haber sido ofrecida por los culpables y
no por un inocente, pues a los culpables debe corresponder el honor de reparar, y es precisamente
en ellos donde debe ser vencido el pecado ¿Por qué razón, pues, ha reparado Cristo en nombre de
toda la humanidad? Dios ha querido el sacrificio de Cristo, porque en él la humanidad podía ofrecerle
la más alta satisfacción. Ese sacrificio redundaba en honor de la humanidad entera.
Gracias a él, la reparación superaba incomparablemente a la ofensa. Esto es cierto sobre todo por lo
que se refiere a la reparación ofrecida personalmente por Cristo en el Calvario; pero es igualmente
cierto en cuanto a la reparación exigida individualmente a cada hombre. En efecto, lejos de
dispensar a los hombres de una reparación, Dios ha querido asociarlos al sacrificio del Redentor. Les
pide unirse a su homenaje reparador. Ahora bien, por el hecho de estar fundada e integrada en la
reparación del Hijo de Dios, su reparación adquiere un valor muy superior. Cristo les permite reparar
de la forma más sublime y eficaz, haciendo que la ofrenda de los hombres se apoye en la suya
propia.

En conclusión, Dios ha reclamado la reparación en virtud del amor a la Alianza, que recurre a la
cooperación humana; la exigencia de una reparación busca el bien del hombre y demuestra la
máxima generosidad por parte de Dios.

Cristología II - 26° Parte: Naturaleza y valor de la


oblación del sacrificio de Cristo al Padre II

P. Ignacio Garro, S.J.


SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

CONTINUACIÓN

8.9. ¿POR QUÉ LA MUERTE DE CRISTO?


Según la Escritura, apoyada por la Tradición, Cristo nos ha salvado por medio de su muerte: es el
sacrificio cruento del Calvario el que nos ha alcanzado la salvación. Por consiguiente, el valor de la
reparación estriba en la Pasión y en la muerte de Cristo. Este valor no se debe al simple
derramamiento de la sangre, que no pasa de ser un acto material. Proviene de la actitud de
obediencia y amor que tuvo su expresión en los padecimientos y en la muerte del crucificado. Ahora
bien, esta actitud interior la había adoptado ya Jesús a lo largo de toda su existencia humana
¿Porqué su Pasión y muerte son las que constituyen la reparación, y por qué la Redención deriva
enteramente del sacrificio de la Cruz?

La primera razón es la decisión divina. Dios es libre para determinar el género de reparación que le
sea grato de instituir la forma del sacrificio capaz de obtener el perdón. Sin embargo, el decreto
divino no es arbitrario, y es necesario examinar por qué Dios ha querido precisamente el sacrificio
del Calvario. Si lo ha escogido, es porque aquel sacrificio debía constituir a sus ojos la reparación
ideal por el pecado ¿A qué titulo lo era?

El pecado de Adán, tal como nos lo describe el Génesis se había caracterizado por una actitud de
orgullo y desobediencia: "seréis como dioses", Gen 3, 5. La reparación consiste en que Cristo adopta
la actitud contraria: la actitud sumisa y humilde: la obediencia. En Adán pensaba S. Pablo al declarar
que Cristo no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se rebajó haciéndose "obediente hasta
la muerte y muerte de cruz", Filp 2, 6-8. De este modo ante la soberbia (de Adán) = "ser como
dioses", viene la humildad (del nuevo Adán, Cristo) = "ser siervo"; ante la desobediencia de Adán en
el paraíso, la obediencia de Cristo a la voluntad del Padre: "porque como por la desobediencia de un
solo hombre (Adán) fueron constituidos pecadores todos, así también por la obediencia de uno solo
todos serán constituidos justos", Rom 5, 19.

De este modo se manifiesta la intención divina de instaurar un sacrificio en el que la reparación de la


"desobediencia inicial" se realizase a través de una "obediencia llevada hasta el extremo", dar la vida
en sacrificio por la salvación de todos. Al orgullo de Adán lleno de egoísmo y de rivalidad envidiosa
que va contra la ley divina, debe responder la humildad del nuevo Adán, Cristo, impregnada de amor
y de abnegación de sí mismo, que se somete plenamente a la voluntad del Padre, pues, "donde
abundó el pecado, sobreabundó la gracia", Rom 5, 20b.

Por otra parte, el pecado de Adán ha acarreado desventuras para toda la humanidad: la pena de una
muerte espiritual, con la privación de una amistad divina y de la gracia santificante; el castigo de la
muerte corporal y de los sufrimientos terrenos. La "reparación" supone el hacerse cargo de las
consecuencias del pecado para eliminarlas.

Es evidente que Cristo no puede asumir la pena de la muerte espiritual, que comporta la enemistad
con Dios y el estado de pecado; eso seria contrario no sólo a su ser de Hijo de Dios encarnado, sino
también a su misión de ofrecer al Padre un sacrificio que pueda complacerle. En cambio, Cristo
puede asumir la carga de los sufrimientos y de la muerte, y soportar aquellas secuelas del pecado
que no implican ninguna desviación moral ni hostilidad hacia Dios. Si los sufrimientos y la muerte
son, en cuanto castigos del pecado, signos o símbolos de la ruina espiritual del pecador y de su
distanciamiento de Dios fuente de vida y de alegría, sin embargo, no comportan de suyo indignidad
de ningún género ni tienen nada de pecaminoso.

Pero al hacerse cargo de los sufrimientos y de la muerte, Cristo, por ese mero hecho, modifica su
significado. No puede asumirlos personalmente a titulo de castigo, ya que es inocente. Por medio de
su reparación, soporta, pues, las consecuencias del pecado que, infligida a los culpables, habrían
sido un castigo, pero que, en su persona inocente y santa, adquieren un nuevo valor, el de un
homenaje ofrecido al Padre por los pecados de la humanidad pecadora.

Por eso, no sería exacto hablar de expiación penal por lo que respecta a Cristo, dado que en él la
expiación sólo se realiza por los pecados de otros y no tiene el carácter de una pena que se soporta.

Además, en los sufrimientos y en la muerte, "la obediencia" de Cristo alcanza unas cotas extremas.
La epístola a los Hebreos declara que Jesús, en su Pasión, ha dado el testimonio decisivo de su
obediencia: "con lo que padeció experimentó la obediencia", Hebr 5, 8. S. Pablo afirma que fue
precisamente en la muerte donde su obediencia llegó al límite en virtud de la más completa
humillación, Filp 2, 8. Por el hecho de que la reparación quería ser superabundante y perfecta, según
el plan salvífico del Padre, el acto de obediencia de Cristo debía contener la plenitud de la obediencia
humana.

Ahora bien, tal plenitud se verifica en el acto de morir. La muerte, considerada como acontecimiento
no ya pasivamente soportado sino libremente consentido, comporta en efecto un acto de suprema
disposición de sí.

Cuando el hombre da su vida, ejerce el poder más amplio que posee sobre sí mismo pues todo su
pensamiento, todas sus acciones, todos sus sentimientos no pueden pertenecerle sino en la medida
en que está vivo. Entregar su vida a Dios, es abandonar en sus manos todo el propio ser, no
solamente la vida material, sino también el alma junto con sus facultades superiores de
conocimiento, de voluntad libre, de afectividad espiritual, ya que el alma está ligada a la existencia
corporal. Aceptar la muerte es llevar a cabo el acto por el que la voluntad humana se abandona de la
manera más completa al querer divino, reconociendo su dependencia integral con respecto a él.
Constituye, pues, la culminación de la obediencia: el hombre entrega a Dios todo el poder que tiene
de disponer de sí mismo.

Este abandono lo expresó Cristo con toda claridad al lanzar aquel grito final sobre la cruz "Padre, en
tus manos encomiendo mi espíritu", Lc 23, 46. Estas palabras reflejan exactamente el sentido del
acto de morir. Para Cristo exhalar el último suspiro o expirar es poner el espíritu en las manos del
Padre. Nótese que se carga el acento en el abandono del espíritu. Jesús no dice "mi vida", sino "mi
espíritu", dando con ello a entender que el acto de morir consiste en entregar el alma, más que la
vida material; es el cuerpo el que, impotente ya para conservar la vida, padece propiamente la
muerte; pero es el espíritu el que se entrega esencialmente en el acto de morir y el que, en ese
acto, tienen que darse enteramente.

Por ser acto de obediencia y de abandono, la muerte es también acto religioso, cultual. Dado que el
culto tiene como finalidad rendir homenaje a Dios, donde puede encontrar su expresión más amplia
es en ese homenaje final y completo constituido por el acto de morir. Ese acto es, por consiguiente,
el acto supremo del culto. De ahí que en la epístola a los Hebreos hable de la "piedad" de Jesús, a
propósito de su sacrificio, Hbr 5, 7; afirma que esta piedad es la razón de la gloria obtenida por
Cristo después de su muerte. Para captar con mayor exactitud a qué titulo "el acto de morir" es la
cúspide de la obediencia y del culto rendido a Dios, subrayemos la naturaleza del don que implica.

El hombre tiene el poder de entregarse durante todo el curso de su vida: antes de la muerte, lo que
dedica a Dios es su actividad; en la hora de la muerte, le ofrece el mismo principio de esa actividad,
la substancia de su espíritu. La muerte es el don de si mismo que se podría calificar de substancial
distinguiéndolo de los demás dones precedentes que consistían en actos, más que en el mismo ser.
Ciertamente al ofrendar su actividad, su voluntad, su pensamiento y sus sentimientos, una persona
se entrega verdaderamente, pero en la muerte, más que entregarse en una serie de actos, se
entrega directamente en su propio ser. Es su misma substancia la que se pone en manos de Dios
Padre.

Se comprende, pues, cómo el acto de morir sobrepasa en importancia a todos los demás actos
escalonados a lo largo de la existencia humana y cómo los engloba a todos. Ofrece a Dios, en una
donación final, el mismo principio del don en el hombre, el alma o el espíritu. Cristo presentó a su
Padre, en el momento final, toda su naturaleza humana, después de haberle ofrecido, durante su
vida terrena, toda su actividad humana, sus pensamientos, sus deseos y sentimientos humanos.
Después de los actos, le entrega el principio de estos actos, y de este modo realiza el don esencial.

Matizando más, el acto de morir aparece en Cristo como la culminación de su amor filial. Cristo
declara que encomienda su espíritu en las manos del Padre; con ello quiere resaltar la disposición
esencial que le anima: su homenaje, su obediencia son los propios de un Hijo. Ahora bien, por otras
declaraciones de Jesús sabemos por qué su actitud filial alcanza su perfecta expresión en la muerte.

En efecto, esta actitud tiene como ideal el volver al Padre todo cuanto ha recibido de él y retornar al
Padre del mismo modo que salió de él: "Salí del Padre y he venido al mundo; ahora dejo otra vez el
mundo y regreso al Padre", Jn 16, 28. Es cierto que, durante toda su vida terrena, Cristo había
caminado hacia el Padre; pero es en el momento de la muerte cuando se realiza propiamente el
"retorno final", el paso de este mundo al Padre, este retorno, es pues, el acto de amor supremo del
Hijo encarnado.
La actitud filial nos ayuda al mismo tiempo a comprender hasta qué punto en el acto de morir se
funden el amor y la obediencia que culminan en el sacrificio expiatorio. Ahí existe amor, don de sí
mismo, pero ese amor y ese don no aspiran a preeminencia ninguna; en su generosidad no
reivindican ni la iniciativa ni la soberanía. La muerte no puede ser causada ni provocada por el
hombre; éste debe aceptarla en la hora y circunstancias determinadas en el plan divino. De no ser
así, se convertiría en suicidio, que es un ultraje y no un homenaje a Dios. El amor que se entrega en
la muerte, para ser auténtico, no puede ser otra cosa sino amor obediente a la voluntad salvífica del
Padre.

Esta sumisión adquiere su verdadero significado bajo la óptica filial. Por medio de la muerte, el
hombre no pude pretender dar cosa alguna que sea posesión propia; tan solo da lo que ha recibido
de Dios. Cristo se entregó como un Hijo, cuyo ideal es la equivalencia entre lo que el Padre había
dado y lo que en aquel momento se ofrecía. La muerte, y sólo ella, permite a Jesús, realizar esa
equivalencia; permite a los demás hombres, siguiendo a Cristo, aproximarse lo más posible a esa
equivalencia en un retorno filial al Padre.

La obediencial filial muestra la unión existente entre el aspecto positivo y el aspecto negativo de la
muerte. El acto de morir es un acto nacido de una voluntad de amor, un acto de disposición suprema
de sí mismo, por el que el hombre se entrega a Dios de forma total. Es también un acto por el que el
hombre se vacía de sí mismo, acepta despojarse completamente, abandonar su propio ser.

En Cristo ese desposeimiento absoluto está admirablemente expresado en el cuadro de la Pasión y


los sufrimientos íntimos del crucificado: pobreza completa del condenado a muerte, abandono del
Maestro por sus discípulos, y sobre todo vacío interior dolorosamente experimentado al sentir el
abandono por parte del Padre. Junto a la desnudez de la carne está la desnudez del alma dejada a
merced de la desolación espiritual; esta desnudez moral permite una obediencia aún más radical, un
acto de total entrega de sí mismo con la más humilde dependencia en el abandono total.

Añadamos que, mediante esa donación final representada morir, Cristo se dispone al mismo tiempo
a pasar la glorificación. Ya hemos observado que, mediante la obediencia, Cristo dejaba en sí mismo
vía libre a la acción divina, pues su obediencia era cumplimiento a la voluntad divina; esa acción
divina, que llena la naturaleza humana de Cristo en medio de su desposeimiento, solo precisa
revelarse, manifestarse en esa naturaleza, para glorificarla. Así es cómo la obediencia establece un
nexo de continuidad entre el supremo abajamiento y la suprema exaltación. Se puede expresar esta
verdad bajo la perspectiva del amor filial.

Cristo se entrega sin reservas el acto de morir, pero como se entrega filialmente, se entrega en
cuanto ser recibido del Padre: su autodonación atestigua que de él lo ha recibido todo y no pretende
entregar al Padre sino lo que viene de él. De ahí que, con ese don filial, Cristo se abre al máximo al
don paternal, y se dispone a recibir la cumbre de ese don en su glorificación. Su retorno filial es la
más amplia apertura de su naturaleza humana al esplendor divino del Padre.
Vemos, pues, cómo tan sólo la muerte, vacío completo del ser y del tener humano, permite el triunfo
perfecto de Dios en el nombre Dios puede llenar completamente ese vacío donando su riqueza divina
a la absoluta pobreza humana y elevando a su nivel divino al ser desfallecido que se ha dejado caer
en sus manos. Solamente la muerte de Cristo podía asegurar el triunfo de la Resurrección; ella ha
merecido ese triunfo ofrendando al Padre una naturaleza humana que se había vaciado de sí misma
y de este modo se había hecho susceptible de ser henchida con su vida divina.

Considerada en sí misma, la muerte no es desde luego un triunfo; hay que evitar cualquier
concepción triunfalista de la muerte no deja de ser una violencia que se hace a la naturaleza
humana y lleva consigo una deshumanización como efecto de la separación de alma y cuerpo. Con
todo, libremente consentida y asumida, la muerte merece el triunfo y la salvación; mediante la
aceptación de una deshumanización, se abre a una divinización de la naturaleza humana. Así se
explica el valor redentor atribuido por Dios al sacrificio de la cruz, valor derivado del hecho de que
ese sacrificio ofrecía al Padre la más completa reparación por el pecado.

Para hacer ver el valor supremo de ese sacrificio, no es en modo alguno necesario, pretender que
Cristo haya experimentado los padecimientos más terribles que se puedan soportar jamás en la vida
humana. Si se trata de dolores físicos, difícilmente se podría sostener tal opinión, pues otros
martirios fueron, al parecer, más terribles; por lo que respecta a los sufrimientos morales, lo más
probable es que tales sufrimientos debieron llegar en Cristo a una profundidad inigualable.

Pero no consiste propiamente en eso el valor de la reparación: ese valor deriva de la actitud del
amor obediente de Cristo, que culminó en la Pasión y muerte en la cruz. Más que la intensidad del
dolor, lo que importa es la disposición moral. Y si la intensidad del sufrimiento moral de Jesús
contribuyó a la grandeza de la reparación, es porque permitió a la obediencia y al amor de Cristo
desplegarse más todavía.

Así pues, el Padre quiso ese sacrificio a titulo de la reparación más perfecta. Pero adviértase que si
queremos enunciar en toda su amplitud el motivo por el que escogió como acto redentor la Pasión
de su Hijo, hemos de afirmar que la razón última es el amor total del Padre a los hombres. En
efecto, al exigir a Cristo esa satisfacción completa, el Padre entregaba a su propio Hijo al suplicio,
haciendo con ello a la humanidad el mayor de los dones. En la Pasión, Cristo ofrecía a su Padre el
mayor homenaje de amor obediente, pero su misma ofrenda provenía también de un don que el
Padre hacía a los hombres.

Todavía queda por aclarar otra cuestión. Si el Padre "puso la salvación del género humano en el
árbol de la cruz". ¿Qué valor habrá de atribuir a los demás actos de la vida de Jesús? Según la
revelación, toda la redención ha sido merecida por la muerte de Cristo, y fue en virtud de su Pasión
como Cristo satisfizo al Padre. Sin embargo, no se puede negar todo el valor satisfactorio y meritorio
a los demás actos de Cristo.
Pero para salvaguardar el principio de que toda la salvación proviene del sacrifico de la cruz, hay que
decir que los demás actos de la vida de Jesús tiene valor de reparación y de mérito en dependencia
del acto supremo de oblación de Cristo en el Calvario. La vida de Cristo estuvo esencialmente
orientada hacia ese sacrificio; la obediencia y el amor guiaron su vida moral desde sus comienzos y
la condujeron hasta la consumación final.

Por estar así ordenada al sacrificio, toda la vida moral de Cristo contribuyó a la reparación ofrecida
sobre la cruz. En consecuencia, los actos de virtud poseían en el momento en que Cristo los
realizaba, un valor satisfactorio en cuanto que estaban destinados a culminar en el sacrificio total de
la cruz: en virtud de ese sacrificio, toda la existencia de Jesús, hasta en sus más mínimos detalles,
influyó realmente en la obtención de la salvación de la humanidad entera.

8.10. ¿POR QUÉ LA REPARACIÓN POR PARTE DEL HIJO DE DIOS?

A la pregunta ¿por qué el Hombre-Dios? San Anselmo había contestado que la Encarnación era
necesaria para asegurar la salvación del hombre, y que la satisfacción no podía ser ofrecida sino por
el Hombre-Dios. Pero, como ya hemos visto, afirmar semejante "necesidad" es algo excesivo. No
pocos teólogos han sostenido que, aun no siendo de "necesidad absoluta", la Encarnación era
"hipotéticamente necesaria". Se requería en la hipótesis de una satisfacción integral por el pecado.

Dios podía perdonar sin exigir tal satisfacción, pero, si la exige, no puede obtenerla sino por medio
de la Encarnación. Esta opinión se funda en el principio de que el pecado, en cuanto ofensa de Dios,
tienen una gravedad infinita. Por lo tanto, una satisfacción integral debe tener un valor infinito.
Ahora bien, una simple creatura, que necesariamente se encuentra confinada en el orden finito, no
puede ofrecer una satisfacción infinita. Solamente un Dios hecho hombre puede ofrecer una
satisfacción adecuada, esto es, de orden infinito, por la ofensa cometida.

Una observación de "sentido común" sacada por analogía con las relaciones humanas, suele aducirse
para corroborar ese razonamiento. En efecto, cabría preguntar por qué la creatura, capaz de una
ofensa infinita, no va a ser capaz de aportar una satisfacción infinita. A esto se responde que no
existe paridad de términos, ya que la gravedad de la ofensa se mide por la dignidad de la persona
ofendida, mientras que el alcance de la satisfacción se mide por la dignidad de la persona que repara
o satisface.

En el acto de honrar, "el honor reside en aquel que honra y se evalúa en proporción a la dignidad de
éste", ahora bien, el acto de reparación de la creatura solo puede tener un grado finito. En la ofensa
padecida "el pecado es un grado infinito, porque el agravio reside en la persona agraviada (Dios) y
se valora no en base en valor de aquel que agravia (la persona humana) sino de aquel que padece el
agravio (Dios).
¿Qué se debe pensar de este razonamiento y de la observación de "sentido común" que trata de
justificarlo? No se puede negar el hecho de que, en un contexto de relaciones personales, una
ofensa se mide por la dignidad de la persona ofendida. Pero se mide igualmente por la persona que
me comete la ofensa. Pues no se ve por qué la ofensa va a estar en relación únicamente en relación
con el ofendido, mientras que la satisfacción guarda relación tan sólo con el que satisface. Tanto en
el caso de la satisfacción como en el de la ofensa, se deben tener en cuenta las dos personas
interesadas. El valor de un acto depende ante todo de la persona que lo realiza; y secundariamente
en una relación interpersonal, de la persona que constituye el término directo de ese acto.

El pecado es un acto de orden finito, en cuanto que lo realiza una creatura finita; reviste una "cierta
infinitud" en cuanto que alcanza a Dios. Análogamente, la satisfacción ofrecida por una creatura
también es finita en razón de su autor (finito) e infinita en atención a su término (Dios). Si el pecado
desagrada al amor infinito de Dios, la satisfacción le agrada a ese amor infinito. Hay paridad. Por
consiguiente, para que al pecado corresponda una satisfacción del mismo orden, no es necesario que
esa satisfacción provenga de Dios hecho hombre. Para reparar una ofensa finita en su autor (la
persona humana) e infinita en su término (Dios), no se debe exigir una satisfacción infinita en su
autor (la persona humana) e infinita en su término (Dios). Por lo tanto para una reparación
adecuada no se requiere la Encarnación.

Si así hubiera sido la voluntad de Dios, una creatura humana hubiera podido ofrecer a Dios una
satisfacción suficiente para reparar el pecado; un nuevo Adán, que hubiera sido un simple hombre,
habría podido reconstruir lo que el primer Adán había destruido. Dios hubiera podido encargar a un
hombre cualquiera una misión reparadora en nombre de la humanidad, y otorgarle la gracia
necesaria para llevar a cabo esa misión. Así pues, la Encarnación no era hipotéticamente necesaria.
Dios no estaba obligado a enviar a su Hijo a la tierra para recibir de la humanidad una reparación
igual a la ofensa. La Encarnación fue decretada no ya en orden a una simple compensación por la
culpa cometida, sino con miras a una redención muy superior.

Se pueden distinguir varios aspectos de esta superioridad de la redención y precisar de este modo el
motivo de la Encarnación. Más adelante consideraremos la envergadura universal que posee el
sacrificio o la satisfacción en virtud de la Encarnación: por ser persona divina, Cristo puede
representar de modo eminente a toda la humanidad y merecerle la salvación. Además, con la
Encarnación, el Padre ha querido una "reparación superabundante", perfecta; ha querido un
homenaje humano que le agradara infinitamente más de lo que el pecado le había disgustado, por el
hecho de que ese homenaje venía de su propio Hijo. Incluso para honor de la humanidad pecadora,
la reparación debía ser la más excelente posible. Mientras que el pecado sólo tenía gravedad
atendiendo a la dignidad personal del ofendido (Dios), la reparación lo superaría
incomparablemente, al ser infinita no solamente en su término (Dios Padre) sino también en la
persona de su autor que repara (Cristo)
Más en particular, el Padre que había sido contrariado en su designio por haberse negado Adán a
comportarse como hijo amante, obtendría gracias a la Encarnación redentora, un homenaje que
procedería del más excelso amor filial: la reparación del Calvario sería la oblación del Hijo único, que
arrastraría tras si la oblación filial de los cristianos que viven en Cristo.

Además en virtud de la Encarnación, la "reconciliación" se realizaría de manera perfecta. Esta


reconciliación tendría como fundamento la unión de la naturaleza divina y de la naturaleza humana
en una sola persona. El Hombre-Dios es el mediador perfecto, pues en él la divinidad y humanidad
están no solo representadas sino realmente presentes en la unidad hipostática. Cristo, el Dios-
Hombre, es el sacerdote perfecto porque en él la naturaleza humana no está solamente dedicada a
Dios por medio de su consagración; está asumida por la persona divina del Hijo que la hace
sacerdotal con su mismo ser, desde la Encarnación, de tal manera que Cristo es sacerdote por
nacimiento, (sacerdote no a la manera del AT que tenía que ser de la familia de Aarón).

Es cierto que la Encarnación no opera todavía, por sí misma, la reconciliación de los hombres con
Dios pero la fundamenta y la inaugura, uniendo al menos en un individuo, la naturaleza divina y la
naturaleza humana, hasta entonces separadas por el pecado. La Encarnación, permite al sacrificio
redentor introducir en la comunidad humana en la comunidad divina de la Trinidad: ya hemos
observado que, por haber sido ofrecido por el Hijo de Dios, el sacrificio queda situado a un nivel
divino. Cristo por unir en sí mismo naturaleza divina y naturaleza humana, como sacerdote puede
reconciliar la comunidad de las personas humanas con la comunidad de las personas divinas,
levantando la primera (humana) a la altura de la segunda (divina).

También en virtud de la Encarnación, la satisfacción ofrecida al Padre conduce a una "restauración"


perfecta de la naturaleza humana y a su "divinización". Por el hecho de ser Dios, el Redentor está en
condiciones de restaurar por sí mismo la naturaleza humana venida a menos por el pecado.
Recordemos aquí la distinción entre los dos sentidos del termino "reparación", Rom 3, 23-25:

• La reparación personal con relación al Padre herido por la ofensa del pecado.
• La reparación de la naturaleza humana herida por la degradación, o corrupción del pecado.

La reparación personal hubiera podido venir de una creatura; pero la reparación de la naturaleza
humana, que supone una especie de "recreación" de esa misma naturaleza, sólo puede venir de
Dios. También Sto. Tomás ve ahí un motivo de la Encarnación: para poder reparar la naturaleza
humana, Cristo debía ser Dios.

Pero, además, la Encarnación tenía la finalidad de restaurar la naturaleza humana divinizándola. Por
ser Dios, el Redentor nos comunica una santidad divina, nos hace participar en la misma naturaleza
divina. Este es el aspecto que subrayan los Padres Griegos: nuestra divinización prueba que Cristo
es Dios. Ciertamente, la comunicación de la santidad divina a la naturaleza humana no se realiza
simplemente por el hecho de la Encarnación: supone ante todo la reparación ofrecida al Padre y
debe de ser merecida por el sacrificio. Pero la consumación del sacrificio produce la divinización, la
asimilación a la vida divina del Hijo, tan solo por ser obra de un Hombre-Dios. La Encarnación
empeña un papel esencial en el resultado del sacrificio redentor.

De este modo, la Encarnación, en virtud de estos diversos aspectos, sirve de base a una Redención
superior, perfecta. Al establecer la Alianza, la Encarnación eleva a un nivel divino el papel jugado por
la colaboración humana: reparación, reconciliación, junto con el efecto de restauración y divinización
de nuestra naturaleza humana. Al mismo tiempo que encumbra la función del hombre dentro de la
alianza, eleva al máximo la prestación o el don de Dios. Lo que, en último análisis justifica la
Encarnación es el amor del Padre que, entregando a su Hijo, ha querido ser el amor más perfecto.
Este amor constituye la definitiva justificación, pues la elevación de la colaboración humana es
también fruto del amor del Padre, del don que nos ha hecho de su Hijo.

Este amor del Padre, motivo fundamental de la Encarnación es tanto más generoso cuanto que es
respuesta al pecado del hombre. Aun considerando en si mismo el don de la Encarnación, hay que
reconocer que el Padre no habría podido amarnos más que donando a su propio Hijo, el "Amado",
Efes 1, 6. Pero añade S. Pablo que ese amor es todavía mayor por estar dirigido a pecadores: es a
aquel, que acaba de ofenderle, a quien el Padre promete la Redención por medio de su Hijo Cristo.
Íntimamente afectado y herido en su amor de Padre por el pecado cometido por el hombre, el Padre
redobló su amor donando a su propio Hijo.

Notemos que el valor de ese amor del Padre es independiente del conocimiento que del mismo
tengamos. No se puede reducir la voluntad del Padre, por lo que se refiere al don de la Encarnación,
a la intención de "mostrar" de "manifestar" su amor, y de provocar de esta forma una respuesta de
amor por parte de los hombres. Es cierto que tal intención no estaba ausente del designio redentor
del Padre. El Padre quería hacer conocer a los hombres su amor, apelando así a su afecto filial: la
generosidad con la que nos donó a su Hijo constituye para nosotros el supremo motivo para amarle.
Pero la intención de brindar un estímulo psicológico es secundaria. La intención primordial del Padre
era la de hacer la Redención de la manera más perfecta posible en el orden objetivo, mediante el
máximo don divino. Era una intención más de "dar" que de "mostrar".

Finalmente, la voluntad de "mostrar" o "manifestar" el amor no es otra cosa que la coronación de la


intención principal de "dar" dentro del marco de una alianza, en la que debe de anudarse un amor
recíproco, el amor que llama (Dios) y el amor que corresponde (la criatura humana).

8.11. REPARACIÓN Y GRATUIDAD DE LA OBRA REDENTORA

En conclusión, subrayemos la gratuidad de la obra redentora que se manifiesta en la "reparación".


Lo que ha suscitado en algunos una cierta repulsa hacia la doctrina de la "expiación" o de la
"satisfacción", es que parece demostrar un amor menos gratuito por parte de Dios, un amor que se
quiere hacer pagar la salvación otorgada a la humanidad. Hemos constatado, por el contrario,
planteando los diversos por qué de la "reparación", que el plan redentor pone de manifiesto el más
generoso amor divino.

Si ha habido exigencia de reparación, es porque el Padre en su amor quería la colaboración humana


a la salvación y quería conceder al hombre la facultad de reparar. Si la redención ha sido realizada
por el Hijo de Dios, es porque el Padre ha querido donar a su Hijo: de esta manera, ha sido él el
primero en pagar el precio de la reparación. Si Cristo ha muerto, es porque el Padre no ha dudado
en entregarlo al sacrificio en favor de todos los hombres. Al brindar él mismo la reparación que
reclamaba el Padre ha hecho más gratuita la obra de la salvación.

8.12. SÍNTESIS FINAL

8.12.1. La reparación de la ofensa hecha a Dios por el hombre

Dios quiere que el pecado original de Adán y Eva y todos los pecados del género humano sean
reparados.

• Dios no se complace en la satisfacción del pecado por egoísmo, sino por amor.
• Dios no acepta la reparación sino en la medida en que Él ha decidido qué tipo de reparación quiere,
según los designios salvíficos de su voluntad.
• Es a Dios a quien le corresponde determinar el género y manera de sacrificio que Él quiere para
reparar el pecado, y a la vez que le sea grato.

8.12.2. ¿Por qué la reparación del pecado ante Dios?

• Si Dios exige la reparación no es por necesidad de justicia divina, sino por la exigencia del mismo
amor.
• Dios al exigir al hombre una reparación, quiere asegurar el mayor bien del mismo hombre, como hijo
de Dios.
• ¿Por qué razón Cristo ha reparado en nombre de toda la humanidad? Dios ha querido el sacrificio de
su Hijo Jesucristo porque en Él la humanidad podía ofrecer la más alta y perfecta satisfacción a Dios
Padre. Gracias a Cristo (el Verbo hecho hombre) la reparación del mal producido por el pecado
superaba la ofensa del mismo pecado.
• Dios ha reclamado la reparación del amor en virtud del Amor de la Nueva Alianza que se realizó por
el sacrificio de Cristo y que exige la cooperación humana. La exigencia de una reparación busca el
bien del hombre y demuestra la máxima generosidad por parte de Dios.
8.12.3. ¿Por qué la muerte de Jesucristo?

• Dios Padre nos ha salvado en Cristo por medio de su muerte y resurrección (Misterio Pascual).
• Aspecto sacrificial de Cristo que acepta la voluntad del Padre y la lleva a cabo en el Calvario
ofreciéndose al Padre como víctima expiatoria y propiciatoria, en favor de los hombres.
• Aspecto obediencial de Cristo en antítesis de la desobediencia de Adán:

El sacrificio expiatorio de Cristo en la cruz y su Resurrección nos llevan a una nueva vida.

La obediencia de Cristo es aceptación y realización de la Voluntad salvífica del Padre. También es


una obediencia auténtica, de verdadero Hijo. Al morir expresa su abandono en la providencia
amorosa del Padre, diciendo: "Padre en tus manos encomiendo mi espíritu", y finaliza su sacrificio
expiatorio con las palabras: "Todo está consumado". Es decir, Padre, todo se ha cumplido según tu
voluntad, así Jesucristo a través del Misterio Pascual, es decir, de su muerte y resurrección nos libra
del poder del pecado y de la muerte eterna y nos otorga una nueva vida: la vida de filiación divina,
la vida la gracia santificante.

La participación del cristiano por el Bautismo en el Misterio Pascual de Cristo consiste en morir con
Cristo al pecado y a la vez participar de su resurrección en una nueva vida: la vida gracia
santificante. Así lo recuerda S. Pablo en Rom 6, 8-10: "Y si hemos muerto con Cristo, creemos que
también viviremos con Él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no
muere más, y que la muerte ya no tiene señorío sobre Él. Su muerte fue un morir al pecado, de una
vez para siempre; mas su vida es un vivir para Dios. Así también vosotros consideraos como
muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús". Esa es la forma de vivir el cristiano en el
horizonte de la filiación divina: vivir en gracia de Dios continuamente, y a la vez apartado de todo
pecado.

8.12.4. ¿Por qué la reparación por parte del Hijo Jesucristo?


• Una ofensa infinita a Dios no podía ser reparada por una criatura finita y de manera finita. Era
necesario que Dios (el Verbo) hecho hombre (Encarnación), Jesús de Nazaret, verdadero Dios y
verdadero hombre ofreciera una satisfacción adecuada a la ofensa infinita que había realizado Adán.
Era necesaria una reparación infinita ante una ofensa infinita. Sólo el Verbo encarnado: Jesús de
Nazaret, podía realizarla plenamente. Y así fue.
• El pecado es un acto de orden finito, en cuanto realizado por una criatura humana finita, pero reviste
una cierta infinitud en cuanto que alcanza a Dios, que es infinito.

1. Análogamente, la satisfacción ofrecida por una criatura humana también es finita


en orden a la criatura humana es finita, pero es infinita en orden en cuanto a su
término que es infinito que es Dios.
2. Luego, así como el pecado desagrada al amor infinito de Dios, así también la
satisfacción por el pecado agrada a ese amor infinito de Dios.

• Superioridad de la Redención del Hijo:

1. El Hijo por ser Persona divina, que asume naturaleza humana, puede representar
a todo el Género Humano y merecer para el Género Humano la salvación eterna.
2. Es un honor para el Género Humano pecador, pues la reparación expiatoria del
pecado por Cristo es más excelente que la malicia y maldad del pecado,
pues: "donde abundó el pecado sobreabundo la gracia", Rom 5, 20.
3. Mientras el pecado tenía mucha gravedad atendiendo a la dignidad divina del
ofendido, Dios, la reparación lo superaría incomparablemente al ser infinito no
sólo por su término sino también por el autor que repara, Cristo, que es
verdadero Dios.
4. El Padre que había sido desobedecido por el Adán carnal negándose a vivir como
verdadero hijo de Dios en obediencia al mandato del Padre; Cristo, con su
obediencia amorosa hasta a la muerte y muerte de cruz, realiza la verdadera
obediencia en la dimensión filial: expía los pecados obedientemente: "Se hizo
obediente hasta la muerte y muerte de Cruz" Filp 2, 8. Es el hijo en
que: "nosotros creemos en Aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús Señor
nuestro, quien fue entregado por nuestros pecados, y resucitó para nuestra
justificación" Rom 5, 10.

• Así, pues, con la "reparación" realizada por Cristo, del pecado de Adán y Eva y de todo el Género
Humano, vino la "reconciliación" de Dios con todo el Género Humano. Pablo así lo enseñaba: "Si
cuando éramos enemigos de Dios, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con
cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvados por su vida!", Rom 5, 10.
• Con la "reparación" del pecado y la "reconciliación" con Dios Padre se nos hace "partícipes de la
naturaleza divina", 2 Petr 1, 4.
• La Encarnación es el medio que Dios Padre tenía guardado en su designio salvífico para que lo divino
y lo humano estuvieran unidos en unión substancial en la Persona divina de Verbo que asumió
naturaleza humana, semejante en todo a nosotros menos en el pecado, así en el sacrificio expiatorio
de Cristo en la cruz muera en la naturaleza humana de Cristo la malicia y maldad del pecado y con
su gloriosa resurrección nos hace partícipes de su naturaleza divina.
• Así, pues, con la "reparación" del pecado de nuestros primeros padres y de todo el Género Humano,
con el sacrificio de Cristo en la cruz se realiza la "reconciliación" de Dios Padre con todo el Género
Humano. Dios Padre sale al encuentro del Género Humano por medio de su Hijo Jesucristo. Así se
origina el orden de la "restauración" del orden divino y la "divinización" de la naturaleza humana.
Este es el aspecto principal del Misterio Pascual.
• La verdadera filiación divina nos la otorga Dios: "mirad qué amor nos ha tenido el Padre para
llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!", 1 Jn 3,1. Por medio de la filiación divina pasamos de ser
enemigos de Dios e hijos de las tinieblas a ser hijos de Dios e hijos de la luz. Con el Bautismo da
comienzos en nosotros una nueva vida, una verdadera participación en el Misterio Pascual de Cristo,
pues somos "reconciliados" con Dios. También con la participación en la muerte y resurrección de
Cristo somos hechos "partícipes de la naturaleza divina", 2 Petr 1, 4b.
• La intención providente del Padre en el orden de la redención fue realizada de la manera más
perfecta posible, en el orden objetivo mediante el máximo don de sí, que era entregándonos su
propio y único Hijo Jesucristo: "porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su propio Hijo
unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca", Jn 3, 16. Y también en Rom 5, 8: "mas la
prueba que Dios nos ama es que Cristo, siendo todavía nosotros pecadores, murió por nosotros". De
esta manera quedaba reconciliada toda la humanidad entera con Dios Padre. Una nueva y definitiva
creación.

Cristología II - 27° Parte: El Valor de la reparación de


Cristo
P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

9. El VALOR REPRESENTATIVO DE LA REPARACIÓN DE CRISTO

Después de haber analizado el acto redentor atendiendo a las relaciones de Cristo con el Padre,
debemos considerarlo prestando atención a las relaciones de Cristo con los hombres. El problema
estriba en saber el alcance que encierra el valor representativo de la reparación ofrecida por el
Salvador.

En razón de este valor representativo, la teología habla de "satisfacción vicaria", esto es, realizada
en lugar nuestro. La expresión es relativamente reciente, pero la idea es mucho más antigua, pues
se encuentra ya en la profecía del Siervo de Yahvé, inocente, cargando con nuestras culpas, que
ofrece su vida en sacrificio expiatorio por la multitud de los pecadores. Jesús la emplea de nuevo
cuando se designa a sí mismo como el Hijo del hombre que da su vida en rescate de muchos. Se
puede seguir el desarrollo de la idea en la doctrina de S. Pablo, en la Tradición patrística, en la
teología posterior. Sto. Tomás declara que Cristo ha tomado sobre sí mismo en lugar nuestro, en
nuestra naturaleza, las penas del pecado del género humano. Cristo ha soportado las penas por
nosotros, y en nuestro lugar. Vamos a ver a continuación las diversas teorías teológicas acerca de la
sustitución.

9.1. LA TEORÍA DE LA SUSTITUCIÓN PENAL


9.1.1. Sustitución penal y cabrito emisario

La sustitución implicada en el valor representativo de la reparación ha sido interpretada por algunos


como "una sustitución penal".

Ya hemos visto cómo en los escritos de los primeros Reformadores protestantes se formuló esta
concepción: Cristo ha sido considerado como pecador por el mismo Dios (Lutero); ha sido
condenado por un veredicto que reprochaba nuestro pecado; ha sido castigado por Dios a causa de
nuestras culpas; ha sufrido la pena del infierno o una pena equivalente a la condenación eterna. La
sustitución penal reviste, pues, varios aspectos: sustitución en la culpabilidad, en la condena, en el
castigo, en el tormento infernal, (todo esto según los luteranos).

Esta teoría ha tratado de apoyarse en los ritos cultuales del AT. Ahora bien, uno de esos ritos parecía
demostrar que los pecados se transferían a la víctima expiatoria. Para justificar la sustitución el
discípulo de Calvino, Teodoro de Beza, invocó el rito del chivo expiatorio de la fiesta del Yom Kippur,
en el que dice que la figura de este chivo es: "Cristo hecho pecado por nosotros esto es, pecador, no
en sí mismo sino por habérsele imputado la culpabilidad de nuestros pecados".

Se sabe, en efecto, que en la fiesta de la "expiación", (Yom Kippur) se presentaban al sumo


sacerdote dos chivos; uno estaba destinado a ser inmolado, en expiación de los pecados de Israel,
mientras que el otro chivo era cargado con aquellos pecados: "imponiendo ambas manos sobre la
cabeza del chivo vivo, Aarón, hará confesión sobre él de todas las iniquidades de los israelitas y de
todas las rebeldías en todos los pecados de ellos y cargándolas sobre la cabeza del chivo, lo enviará
al desierto por medio de un hombre dispuesto para ello, y el chivo llevará sobre sí todas las
iniquidades de ellos al desierto", Lev 16, 21-22.

Así el chivo expiatorio ha sido considerado como una imagen realmente apropiada para indicar cómo
Cristo pudo ser cargado con las culpas de la humanidad. Esta imagen no sólo la han tomado
teólogos protestantes, también algunos católicos. No olvidemos que son teorías teológicas de la
sustitución.

9.1.2. Crítica de la transmisión del pecado y de la imagen del chivo expiatorio

El chivo expiatorio, no puede ser considerado como figura de Cristo, porque difiere de él en dos
aspectos esenciales:

El chivo no era inmolado ni ofrecido en sacrificio, era sencillamente conducido al desierto como si los
pecados fueran transportados por él al paraje donde moraba el demonio Azazel, Lev 16, 10. Además
era considerado como inmundo, contaminando a aquellos que lo tocaban, incurrían en impureza
legal. Por eso carecía de las condiciones requeridas para un sacrificio válido, puesto que una víctima,
para ser grata a Dios, debe ser limpia, sin tacha. En consecuencia el chivo expiatorio no prefiguraba
a Cristo, víctima válida e inmaculada; el rito que se relacionaba con él presentaba simplemente la
imagen de eliminación de los pecados, de purificación del pueblo.

Por lo que respecta al principio según el cual en los ritos sacrificiales judaicos los pecados eran
transferidos sobre la víctima mediante la imposición de las manos, se trata de una conclusión
errónea, infundadamente deducida del rito efectuado sobre el chivo expiatorio, rito que en realidad
no era sacrificial. El poder expiatorio del sacrificio no dependía de la imposición de las manos, y ésta
no se ordenaba a operar una transmisión de los pecados a la víctima. Por consiguiente, para explicar
el sacrificio de Cristo no se puede recurrir a la sustitución que habría implicado todo sacrificio
expiatorio; no se puede pretender que "la inmolación en el sacrificio expiatorio, revista el aspecto de
una sustitución penal".

Por lo demás no hay ningún principio general del ritual sacrificial judaico que pueda dar una
explicación del sacrificio de Cristo, ya que este último presenta una característica excepcional: la
expiación efectuada por un inocente en lugar de los culpables, expiación, de la que por primera vez
se encuentra una idea en el cuarto cántico del Siervo de Yahvé, al margen de cualquier perspectiva
ritual o cultual.

9.1.3. Naturaleza no penal de la sustitución del inocente a los culpables

La sustitución penal no tiene lo suficientemente en cuenta la inocencia y santidad que comporta la


filiación divina de Jesús, y que son esenciales al valor del sacrificio de la cruz. Esta sustitución
atribuye a Cristo algo de pecado, transfiriéndole la culpabilidad condena y el castigo que
correspondía a los hombres pecadores. Ahora bien, si Cristo ha podido expiar en nuestro puesto, es
precisamente porque no tenía ni habría podido tener culpabilidad ninguna, ni siquiera sustitutiva, y
porque sobre él no podía recaer ni la condena ni el castigo del pecado. Por eso no se puede afirmar
de ningún modo que Cristo fuera pecador, no lo fue en su sacrificio ni a los de Dios ni a los ojos de
los hombres, ya que fue condenado a muerte como inocente. Tampoco se puede sostener que Cristo
fue castigado, pues un castigo, si ha de ser justo, sólo puede afectar al culpable. Todavía menos se
puede decir que padeció la pena del infierno o una pena equivalente, pues esa pena supone el
desorden íntimo causado en la conciencia por el pecado.

Lutero que lleva hasta el extremo la lógica de la teoría de la "sustitución", atribuye a Jesús, en
medio de su abandono, un desorden anímico análogo al del alma pecadora y rebelde. Pero, ¿se
puede considerar el alma de Cristo como marcada por el estigma del pecado? Aquí es donde se
manifiesta con más claridad el error inherente al principio luterano de interpretación de la muerte del
Salvador. Lutero describe la actitud y la situación de Cristo en su sacrificio como la más semejante a
la actitud y a la situación del pecador. Ahora bien, el sacrificio tiene valor precisamente porque
implica en Jesús una actitud contraria a la del pecado. Cristo se ha hecho semejante a los hombres
en todo menos en el pecado: en el ámbito del pecado o existe la menor semejanza, y Cristo nos
salvó porque fue al mismo tiempo semejante a nosotros en la naturaleza humana, pero desemejante
de nosotros por su inocencia total. Es cierto que la muerte y los sufrimientos habían sido anunciados
y descritos en el AT. como castigo del pecado. La parte de verdad que existe en la teoría de la
sustitución penal está en el hecho de que Jesús sí sustituyó a los hombres pecadores para tomar
sobre sí la muerte y los sufrimientos, que habrían sido la pena debida al pecado. Decimos que
"habrían sido", ya que muerte y sufrimientos habrían sido el castigo si hubieran simplemente caído
sobre los pecadores en la medida de su culpabilidad, pero como afligían a un inocente ya no podían
tener un carácter de castigo. Por consiguiente, con respecto a Cristo, no eran una pena debida al
pecado, como lo hubieran sido respecto a nosotros. Por el mismo hecho de haberse sustituido Cristo
a los pecadores, hubo una sustitución del sacrificio al castigo, de la satisfacción a la pena. De esta
forma, la sustitución por tratarse de una sustitución de un inocente a los culpables, no puede ser
propiamente una sustitución penal. Cesa de ser penal precisamente en tanto en cuanto es
sustitución.

Es cierto que en el suplicio de Cristo sobre la cruz nos percatamos de la gravedad de nuestras
culpas; la magnitud de la reparación o del sacrificio nos hace ver la magnitud de la ofensa. En el
inmenso dolor de Cristo crucificado reconocemos un signo de la inmensa reprobación que Dios
muestra hacia el pecado. Pero lo que se manifiesta directamente no es esa reprobación, dado que
semejante reprobación divina hacia el pecado de ningún modo recae sobre Cristo, que es santo e
inocente. Lo que directamente se manifiesta en los sufrimientos del Calvario es la inmensidad de la
reparación y del amor que la inspira; la cruz muestra elocuentemente no ya la condenación del
pecado, sino su reparación. Así el Viernes Santo no es un "no" de Dios que responda al "no" del
pecado, sino el grandioso "sí" de Dios, que entrega a su Hijo a la muerte con miras al perdón, y el
grandioso "sí" de Cristo, dirigido solemnemente al Padre en nombre de todos los hombres.

Cristo ocupa el lugar de todos los pecadores, pero no para personificar el pecado, sino para
personificar una reparación de la que los pecadores eran incapaces por sí mismos.

9.1.4. El desamparo

Apliquemos concretamente esta crítica a la interpretación del "desamparo" de Cristo en el Calvario.


Es cierto que una de las penas del pecado consiste en quedar desamparado de Dios: después de la
ruptura de la alianza, el pecador no goza ya de la amistad divina; por haber abandonado a Dios, él
es abandonado por Dios. Esto es lo que explica el abandono experimentado por Cristo en el Calvario.
Jesús se sintió abandonado por el Padre a fin de expiar de ese modo las culpas de la humanidad que
habían merecido la separación de Dios. Sin embargo, en Cristo ese abandono o desamparo no podía
tener el sentido de un castigo: era un sufrimiento impuesto por el Padre a titulo de reparación. Por lo
demás esa abandono no podía ser sino un abandono afectivo, pero no un abandono intrínseco y
ontológico. En efecto, Jesús no podía estar en la situación del pecador que es realmente abandonado
por Dios: en su alma no había nada pecaminoso, siendo así que el estar separado de Dios es una
situación pecaminosa. Cristo conservaba toda su santidad, y por lo tanto su unión íntima con el
Padre como lo exigía su identidad de Hijo: "no estoy solo, porque el Padre está conmigo", Jn 16, 32.
Había declarado Jesús, para asegurar que la soledad de su Pasión comportaba la presencia y la
compañía del Padre.

Así pues, aun siendo una compensación por la pena del abandono merecida por la humanidad
pecadora, el abandono experimentado por Cristo tiene un significado diametralmente opuesto a
aquel, en cuanto que es una manifestación de santidad fundada en la unión con el Padre. La
expresión hebrea: "¡Elohí, Elohí, lamma sabacthani!", en nada se parece a una blasfemia, ni siquiera
en la forma externa. No implica ni desesperación ni rebelión. Es la confesión de una prueba que se le
hacía muy dolorosa: el desamparo afectivo ofrendado en sacrificio por todos los distanciamientos de
Dios que provoca el pecado. Al repetir el comienzo del Salmo 22, Jesús daba a entender que él se
apropiaba de la perspectiva final del salmo: el anuncio de la liberación personal y de la salvación de
la humanidad.

Se ve por este ejemplo cómo, al sustituirse a la humanidad para cargar con las consecuencias del
pecado, Cristo transforma el sentido: el desamparo no es un castigo, sino un sufrimiento impuesto
por el Padre y ofrecido por Cristo para evitar a la humanidad el castigo del abandono. Los
sentimientos íntimos de Cristo, en este sacrificio, son inversos a los que experimenta el pecador, o el
condenado, cuando es castigado: en vez de rebelión y desesperación, en Cristo encontramos
confiada sumisión a la voluntad del Padre. El desamparo del Calvario no se puede comparar con el
desamparo de los condenados: ni por parte del Padre, que no se ha separado de su Hijo ni le ha
hecho objeto de su ira, ni por parte de Cristo, que no se ha alejado del Padre y ha sobrellevado el
sentimiento de la ausencia con un espíritu de amor filial reparador.

9.2. EL VALOR Y EL PROBLEMA DEL VALOR REPRESENTATIVO DE CRISTO EN SU


SACRIFICIO

En nuestra crítica de la teoría de la sustitución no hemos rechazado enteramente la idea de una


sustitución, sino que tan solo le hemos negado todo carácter propiamente penal. Esto nos ayudará a
comprender mejor la complejidad del problema que plantea el valor representativo del sacrificio de
Cristo.

Hay que guardarse de simplificar apresuradamente este problema, por ejemplo, oponiendo a la
teoría protestante de la sustitución penal la doctrina católica de Cristo Cabeza del Cuerpo Místico. En
virtud de esta oposición, se explicaría el valor representativo del sacrificio de la cruz no por una
sustitución sino por la solidaridad entre la Cabeza y los miembros del Cuerpo Místico. Se podría
señalar cómo, gracias a la acción de Cristo sobre el Cuerpo Místico, o por una cierta identificación
entre el salvador y su Iglesia, la satisfacción redentora se extiende a toda la humanidad.
Ciertamente, la comunicación de los frutos del sacrificio redentor se realiza por medio del Cuerpo
Místico, en virtud de la acción por la cual Cristo, Cabeza del Cuerpo, difunde en sus miembros la
salvación y la santificación. Para explicar esta comunicación no sería suficiente una sustitución o una
imputación jurídica. Pero la comunicación es ya un efecto del sacrificio, su aplicación que se difunde
y diversifica en el tiempo y en el espacio mediante la expansión de la Iglesia. También es cierto que
el sacrificio eucarístico es ofrecido por Cristo en su calidad de Cabeza o Jefe del Cuerpo Místico, ya
que es al mismo tiempo una aplicación y una renovación de la oblación del Calvario y es
manifestación de la vida de la Iglesia.

Sin embargo, el problema que nos ocupa ahora es previo a esta fase de aplicación ¿Cuál es la razón
por la que el sacrificio de la cruz tiene fuerza de aplicación universal? Cristo ha debido merecer, por
medio de este sacrificio, la misma constitución del Cuerpo Místico y su poder santificador como
Cabeza de este Cuerpo ¿Cómo ha podido merecerlo? Aquí es donde es necesario recurrir al valor
representativo de la "reparación". Querer explicar este valor mediante su calidad de Cabeza del
Cuerpo Místico es querer explicar la causa por el efecto. Sobre la cruz, Cristo no es todavía Cabeza
del Cuerpo Místico, pero representa ya a la humanidad; la representa, con miras a convertirse
después en Cabeza de esa Iglesia que es su Cuerpo Místico y que pronto va a nacer.
Así pues, el sacrificio sirve de preparación al Cuerpo Místico; es necesario precisar qué es lo que
implica su valor representativo. Si Cristo ha podido establecer la alianza en nombre de todos los
hombres, ofrecer la reparación en nombre y en beneficio de todos y operar para todos ellos la
reconciliación con Dios, es en virtud de una solidaridad que, queriendo llegar hasta el límite extremo,
ha comportado ciertamente una "sustitución" que no excluye la ulterior colaboración de los hombres
en su propia salvación.

9.3. LA SOLIDARIDAD

La reparación de la cruz implica en primer lugar la "solidaridad" de Cristo con los hombres. Esta
solidaridad está atestiguada por la Escritura bajo dos puntos de vista: en el acontecimiento de la
Encarnación y en el sacrificio sacerdotal.

San Pablo insinúa la solidaridad implicada en la Encarnación cuando escribe a los Gálatas: "Al llegar
la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a
los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva", Gal 4, 4. A la misma
solidaridad se refiere Pablo, siempre que presenta a Cristo despojándose de sí mismo para tomar la
forma de siervo "haciéndose semejante a los hombres", Filp 2, 7, o incluso como Hijo de Dios
enviado en "una carne semejante a la del pecado", Rom 8.3.

Hablando con propiedad, la solidaridad consiste por lo tanto para el Hijo de Dios en hacerse
semejante a nosotros en la existencia humana, en la sumisión a la ley, en la debilidad de la carne y
en la condición mortal: esa semejanza constituye la base sobre la cual se realizará la redención
salvadora.

La carta a los Hebreos subraya por su parte la solidaridad implicada en la Encarnación. Desde luego
añade un matiz: el Hijo de Dios no sólo se ha hecho semejante a nosotros, sino que ha participado
en nuestro destino; no ha sido solamente "como" nosotros, sino "con" nosotros: "Por tanto, así
como los hijos participan de la sangre y de la carne, así participó El de las mismas, para aniquilar
mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo, y libertar a cuantos, por temor a la
muerte, estaban de por vida sometidos a la esclavitud", Hebr 2, 14-15.

Ya hemos observado que la epístola a los Hebreos pone de relieve la solidaridad propiamente
sacerdotal de Cristo con nosotros. "Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda
compadecerse de nuestras flaquezas, sino que probado en todo igual que nosotros, excepto en el
pecado", Hebr 4, 15. En efecto, la misión sacerdotal comporta esa simpatía, esa aptitud para
ponerse al mismo nivel de las flaquezas humanas para aliviarlas, Hebr 5, 2.

Así pues, la solidaridad tiene un doble aspecto. Por una parte, la Encarnación ha sido un acto por el
que Cristo se ha solidarizado con nosotros, con nuestra condición humana, en orden a salvarnos;
esta solidaridad ha llegado hasta el máximo: es decir, hasta dar la vida por todos los hombres. Por
otra parte, esa solidaridad, que ha hecho posible el sacrificio redentor, hace actualmente posible el
cumplimiento de la misión sacerdotal de Cristo, que intercede por nosotros en virtud de su simpatía
con nuestra debilidad.

9.4. LA SUSTITUCIÓN

Reaccionando contra la teoría teológica de la "sustitución penal", ciertos teólogos, han querido
eliminar lo más posible la idea de sustitución y explicar la Redención únicamente mediante la
"solidaridad". El P. Prat ha querido convertir el "principio de solidaridad" en el principio supremo de
la soteriología, el principio que da la clave de la relaciones que se establecen entre Cristo y nosotros
en virtud de su sacrificio.

El deslizamiento de la "sustitución" hacia la "solidaridad" es particularmente expresivo en frases


como éstas, en las que Prat interpreta aquellos textos paulinos según los cuales Cristo se ha hecho
"pecado", o "maldición", por nosotros: "Para salvar a los hombres, cargó sobre sí su pecado, o más
bien entró en su naturaleza pecadora; en forma análoga, para salvar a los judíos y a todos los
gentiles, carga sobre sí su maldición o mejor dicho se hace partícipe de su maldición". Mientras que
en el texto de Pablo sugiere que Jesús carga sobre sí mismo el pecado o la maldición, esta exégesis
prefiere decir que entra en comunión con la naturaleza humana pecadora, que participa de la
maldición de que esa naturaleza era objeto. "No es propiamente una sustitución de personas, se da
una solidaridad de acción. El pecado no es transferido de los hombres a Cristo, sino que se extiende
de los hombres a Cristo...".

Sin embargo, entendiéndola en sentido estricto, la noción de solidaridad no basta para explicar el
pensamiento de San Pablo ni para dilucidar el papel desempeñado por Cristo en su sacrificio.
Solidarizarse significa ponerse al mismo nivel de otro para compartir su carga con él y así aliviarle;
por consiguiente en el caso de Cristo significa que Cristo ha llevado junto con la humanidad la carga
de los pecados y de este modo a ayudado a los hombres a llevarla. Se muestra así por qué ha
compartido con nosotros el peso de los sufrimientos y de la muerte.

Pero observemos que los textos de la Escritura, así como los de la Tradición, coinciden en afirmar
que Cristo ha padecido y ha muerto "por" nosotros, y no solamente que ha padecido y ha muerto
"con" nosotros. San Pablo no dice que Jesús ha compartido la maldición que gravitaba sobre la
humanidad pecadora; al declarar que se hizo "maldición" o "pecado" por nosotros, quiere afirmar en
realidad que el Salvador tomó sobre sí mismo toda la carga de las consecuencias del pecado. Limitar
el sentido de esas afirmaciones a una "solidaridad" sería restringir el alcance de las mismas. Hay
solidaridad, pero una solidaridad que llega a la "sustitución": Cristo se hace solidario con nosotros de
tal modo que hace recaer sobre sí mismo, sustituyéndose por nosotros, todo el peso de las culpas
humanas.
Semejante sustitución constituye la aspiración suprema de la solidaridad, aspiración que
ordinariamente la solidaridad es incapaz de realizar, como es asumir toda la carga del otro.

La idea de sustitución había aparecido ya en forma sobrecogedora en el sufrimiento del Siervo de


Yahvé: "Eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba... El ha sido
herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas . El soportó el castigo que nos trae la paz
", Is 53, 4-5.

Según esta descripción, el Siervo ha llevado Él solo el peso de nuestras culpas. Este Siervo sustituyó
a Israel precisamente porque el pueblo era culpable, indócil, obstinado en seguir por sus malvados
derroteros, y por lo mismo, incapaz de ofrecer a Dios un sacrificio expiatorio que le fuera grato; el
Siervo es inocente, perfectamente dócil, y por eso puede expiar en nombre de todos. La solidaridad
habría implicado simplemente que el siervo sufre en unión de su pueblo; en cambio, la sustitución
hace que sufra "por" el pueblo, cargando sobre sí mismo el peso de sus pecados.

En San Pablo, además de los textos que presentan a Cristo hecho "pecado", o "maldición" por
nosotros, hay una declaración que indica el valor eficaz de la "sustitución": "Uno murió por todos,
todos por tanto murieron", 2 Cor 5, 14. Las palabras "todos murieron", significan: "todos murieron
idealmente y místicamente en El y con El". Se trata de una muerte mística que exige una muerte
moral a sí mismo (al egoísmo y al pecado). S. Pablo sigue: "Murió por todos, para que ya no vivan
para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos". Ahora bien, esta muerte
mística de todos los hombres en Cristo implica una sustitución; supone que Cristo ha muerto en
nuestro lugar de tal manera que su muerte es en principio la nuestra, y llega a ser nuestra, en virtud
de nuestra conducta.

9.5. SUSTITUCIÓN Y COOPERACIÓN

Aun siendo necesaria para explicar el valor representativo de la satisfacción de Cristo, la sustitución
no debe de llevarse hasta las últimas consecuencias lógicas que podría tener en el marco de unas
relaciones meramente humanas. Según esta lógica, Cristo, al sustituirse a nosotros, nos habría
dispensado de hacer cosa alguna por nuestra salvación. Los frutos del sacrificio se nos adjudicarían
simplemente en forma jurídica, automática, sin colaboración alguna de nuestra parte. Si así fuera, la
sustitución ya no estaría en la línea de la Alianza y del amor que inspira esa Alianza. En efecto, la
alianza se basa en el principio de "colaboración" humana con Dios, y si demuestra un inmenso amor
por parte de Cristo al tomar sobre sí mismo la carga de nuestros pecados, ese amor sería menos
total si no nos llamara a "cooperar" en la obra redentora. El amor auténtico estimula el desarrollo de
la persona invitándola a la "colaboración".

En consecuencia, la "sustitución" no se debe de admitir sino dentro de ciertos límites y según ciertas
modalidades. Cristo no se ha sustituido a nosotros en el sacrificio más que en orden a hacernos
capaces de tomar parte en él. Por eso, lejos de dispensarnos de nuestra colaboración a la obra de la
redención, la sustitución tiene como finalidad promoverla. Implica una exigencia de colaboración.
Cristo ha ocupado nuestro lugar ante el Padre en la "reparación" para arrastrar a la humanidad al
movimiento de su oblación.

Habiendo representado a todos los hombres en la reparación del pecado, Cristo ha merecido
comunicarles los beneficios de la propia muerte, mereciendo convertirse en su Cabeza del Cuerpo
Místico, en posesión de un poder universal de santificación, Cristo ofrece la salvación a todos
aquellos a quienes a representado y cuya situación ha modificado a los ojos del Padre. Y cuando
comunica a cada individuo humano el fruto de su sacrificio, lo hace bajo la forma de una extensión
más concreta de la alianza, solicitando la libre contribución de cada uno, su adhesión personal a la
historia de la salvación.

Tal es el resultado final de la sustitución. Esta culmina en el influjo santificador de Cristo sobre la
humanidad y en una llamada a la cooperación individual de cada hombre con el Redentor. En efecto,
el Salvador pide a los cristianos que se dejen "crucificar con El", Gal 2, 19. Se ve, pues, cómo, al no
eximirnos de una colaboración al sacrificio redentor, la sustitución representativa de la cruz tampoco
nos exime del sufrimiento y de la muerte. Cristo nos pide sufrir y morir con El. De este modo, la
sustitución que había tenido su origen en la solidaridad del Verbo encarnado con la humanidad,
termina en la solidaridad de los hombres con Cristo. Hay que señalar, también, que si la sustitución
no nos dispensa de tomar parte en la Redención, modifica la naturaleza de nuestra colaboración.

Por el hecho de que Cristo ha ofrecido ya en nuestro nombre al Padre el sacrificio redentor y,
representándonos ante él ha obtenido para todos la salvación, santidad y divinización, nuestra
colaboración se basa en una participación en la santidad y vida divina de Cristo. Admitamos por un
momento que Cristo hubiera venido simplemente, por solidaridad, a ayudarnos a soportar las penas
merecidas por nuestros pecados; a los ojos de Dios habríamos permanecido en estado de pecado y
sólo a titulo de pecadores habríamos podido con la ayuda de Cristo, soportar u ofrecer esas penas.
Muy al contrario, dado que el Salvador ha ocupado nuestro lugar y ha tomado sobre si mismo, por
sustitución toda la carga de nuestras culpas, le ha sido posible restituirnos santidad e inocencia, y
nos da la posibilidad de colaborar en su sacrificio redentor uniendo a ese sacrificio el nuestro a titulo
de "justos", esto es, de pecadores que han obtenido el perdón de sus pecados y han recibido en si
mismos la santidad divina. Asimilados a la santidad de Cristo es como nos unimos a su sacrificio; de
este modo, nuestra cooperación puede complacer a Dios, como la misma reparación del Salvador, y
nuestro sacrificio puede ser aceptado por Dios como el sacrificio del Calvario.

9.6. LA RECONCILIACIÓN

La reconciliación pertenece a la descripción concreta de los dos lados de la mediación, ya que es a la


vez unilateral y bilateral. En la Sagrada Escritura la reconciliación es ante todo un acto de Dios con el
hombre: en ella Dios es sujeto y el hombre objeto. La iniciativa unilateral y gratuita de la
reconciliación pertenece por este titulo a la mediación descendente. Pero hay también otro aspecto:
no existe reconciliación efectiva sin la respuesta de aquel que es objeto del perdón, es decir, del
hombre. Ocurre con la reconciliación como con la alianza de Dios con la humanidad: todo viene de
Dios en la alianza y, sin embargo, la alianza no se puede sostener sin el compromiso fiel de los
hombres que son sus compañeros. Por esta razón la reconciliación supone un movimiento
ascendente del hombre hacia Dios, que Cristo ha asumido en su propia Persona. De este modo la
reconciliación es una categoría sintética que constituye una conjunción de todas las demás
categorías. Por eso la reconciliación es tratada en último lugar por resumir todas las categorías
anteriores.

En la actualidad la categoría de "reconciliación" es objeto de descubrimiento en la sociedad moderna


y en la Iglesia. En la Iglesia se habla del Sacramento de la Reconciliación o de la Penitencia. Así se
lee y se comprende toda la economía de la salvación como una gran epopeya de reconciliación entre
Dios y los hombres por medio de su Hijo Jesucristo. Este tema que no ha constituido en la tradición
eclesial una categoría notable de la soteriología, aparece hoy como el presupuesto de todas las
demás y hace inclusión con la "mediación" única realizada por Cristo.

La reconciliación es una realidad antropológica llena de sentido: constituye un proceso humano con
el que todos tenemos que enfrentarnos un día u otro. Entre dos compañeros, personas o grupos, se
crea una situación de conflicto. En ese conflicto hay estructuralmente un ofensor y un ofendido,
ambos, si son cristianos, tienen una tarea difícil de realizar: tienen que reconciliarse. El ofensor tiene
que reconocer su mal y arrepentirse, el ofendido tiene que aceptar la disculpa por la ofensa y
perdonar y continuar viviendo en el horizonte de la fraternidad cristiana. Así, la interacción entre el
arrepentimiento del ofensor y el ofrecimiento del perdón del ofendido, se convierte en una emulación
en el amor que permite no sólo el encuentro entre ambos sino también el mantenimiento de una
fraternidad en Cristo. Sean cuales sean las maneras de reconciliarse, la reconciliación es una
necesidad de la vida que nos constituye como hombres. Y no solamente tenemos que reconciliarnos
entre nosotros, sino también hay que reconciliarse con Dios e incluso reconciliarnos con nosotros
mismos.

Por consiguiente, es fácil comprender que, en lo que se refiere a su salvación definitiva, el hombre
tiene necesidad de la iniciativa gratuita de la reconciliación realizada por Dios en su Hijo Jesucristo.
No solamente El dio el primer paso y todos los demás pasos necesarios para reconciliarnos, sino que
además tomó sobre sí los dos lados del proceso de la reconciliación, poniéndose al frente de todos
los ofensores para conducirlos al Padre, a costa de un esfuerzo que le costó entregar su vida en
sacrificio cruento.

9.6.1. La reconciliación realizada por medio de la cruz


La enseñanza de S. Pablo es aquí muy clara: la reconciliación es una iniciativa gratuita de Dios, 2
Cor 5, 18-20:

"Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo, y nos confió el ministerio de la
reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta
las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación. Somos,
pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os
suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!".

En esta breve frase, Dios es el sujeto, nosotros los hombres somos el objeto y los beneficiarios de
esa reconciliación. Más aún, esta iniciativa de gracia y de benevolencia divina se realiza a pesar de
que nosotros somos pecadores y enemigos, Rom 5, 10-11:

"Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta
más razón, estando ya reconciliados, seremos por él salvados de la cólera! Si cuando éramos
enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo ¡con cuánta más razón, estando ya
reconciliados, seremos salvados por su vida!".

Este es el contexto en que tenemos que comprender tanto la justificación como el sacrificio de
Cristo. Igualmente la reconciliación se lleva a cabo por medio de la muerte del Hijo en la cruz; bajo
el signo de la reconciliación, Pablo desarrolla toda una teología de la cruz. Pero no puede haber
reconciliación con Dios sin reconciliación fraterna; por eso, la reconciliación de los hombres con Dios,
adquirida por la sangre de Cristo, compromete formalmente a la reconciliación entre judíos y
paganos, tras la destrucción del muro que los separaba, Efes 2, 14-17:

"Porque él es nuestra paz; el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que separaba, la
enemistad... Para crear en sí mismo, de los dos, uno solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y
reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a
la enemistad. Vino a a anunciar la paz: paz a vosotros que estábais lejos (los paganos) y paz a los
que estaban cerca (los judíos)".

La cruz era el lugar en el que se desencadenó la enemistad y el odio; ahora se convierte en el lugar
de su muerte y del establecimiento de la paz, fruto de la doble reconciliación de los judíos y de los
paganos entre y con Dios. La idea de reconciliación va cobrando en Pablo cada vez mayor
importancia, y así dice en Col 1, 19-22:

"Pues Dios tuvo a bien hacer residir en El toda la plenitud y reconciliar con El y para El todas las
cosas, purificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos. Y a
vosotros, que en otros tiempos fuisteis extraños y enemigos, por vuestros pensamientos y malas
obras, os ha reconciliado ahora, por medio de la muerte en su cuerpo de carne".
Cristología II - 28° Parte: La redención en la
Tradición

P. Ignacio Garro, S.J.


SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

10. LA EXPLICACIÓN DE LA REDENCIÓN EN LA TRADICIÓN

10.1. ELEMENTOS DE EXPLICACIÓN EN LA DOCTRINA PATRÍSTICA

En los Padres no se encuentran intentos de una explicación sistemática de la Redención. Una


tentativa no aparecerá hasta la Edad Medía, con S. Anselmo. Se observan, no obstante, no pocos
elementos de explicación como son: la victoria de Cristo sobre el demonio, la función salvífica de la
Encarnación, la doctrina del sacrificio.

10.2. LA VICTORIA DE CRISTO SOBRE EL DEMONIO

Los Padres se complacen en subrayar, en la obra redentora, la liberación de la humanidad del poder
de Satanás. Este tema se presenta de diversas formas. Es raro que la sangre de Cristo se presente
como pagada al demonio "a quien habíamos sido vendidos por nuestros pecados", S. Ambrosio. Aquí
habría, en efecto, una utilización de la imagen de rescate difícilmente compatible con el principio del
sacrificio ofrecido al Padre. En Agustín, esta teoría se complementa por la del abuso de poder
perpetrado por el demonio, que ha querido ejercitar sobre Cristo inocente un derecho que tan sólo
poseía sobre los pecadores, y que por eso ha merecido perder todos sus prisioneros. Esta explicación
se propagó no solamente en la teología latino sino también en la oriental. Sin embargo, yerra al
atribuir al demonio un verdadero derecho sobre la humanidad, y al imaginar un abuso de ese
derecho, como si el abuso cometido por Satanás no consistiera en el influjo que ejerce sobre el
hombre para hacerle pecar.

También se hizo bastante común la teoría del "desquite". Según la cual convenía que Dios obtuviera
la victoria de la misma manera que el demonio había obtenido la suya, esto es, por medio de un
hombre nacido de mujer. Esta teoría va acompañada a veces de ingeniosas descripciones de la
trampa tendida por al demonio, anzuelo, ratonera, etc. Es evidente que no se le podría atribuir a
Dios la venganza ni el engaño; por las imágenes utilizadas son las propias de una predicación
popular, que quiere hacer comprender el triunfo divino sobre Satanás.

La explicación teológica de la redención no puede recurrir a imágenes de este género; también debe
de evitar el concentrar la atención en Satanás, como si fuera éste el que ocupa el lugar céntrico del
misterio de la Redención. Pero, pese a sus imperfecciones, los textos patrísticos contienen un dato
que no se puede desatender. Subrayan un aspecto del drama redentor que el pensamiento moderno
propende a menudo a pasar por alto o a dejar en la penumbra: la lucha con los poderes espirituales
del mal. Al recalcar esa lucha, los Padres no hacen, por lo demás, otra cosa que recoger una idea
esencial en la Escritura: Cristo ha liberado a la humanidad mediante el triunfo sobre Satanás y
despojándole de su poder esclavizador Las metáforas patrísticas tienden a ponernos delante de los
ojos la gran verdad de que nuestra salvación ha sido obtenida mediante una victoria de Cristo sobre
aquel que tenía sujeta a la humanidad bajo la servidumbre del pecado: así como antes el demonio
había arrancado a la humanidad de la amistad divina Cristo ha substraído a la humanidad toda del
poder del demonio. El demonio ha sido vencido allí mismo donde él había triunfado
provisionalmente: en el corazón del hombre.

10.3. LA DOCTRINA DE LA "SATISFACCIÓN" DE SAN ANSELMO

En la teología patrística la encarnación del Verbo y su sacrificio en la cruz fueron interpretados como
“liberación” del pecado y del mal, “recapitulación salvífica”, “inmortalidad”, “divinización” e
iluminación del hombre, también como victoria sobre el demonio.

Es San Anselmo de Aosta (Obispo de Canterbury, Inglaterra) el que desarrolla la teoría de la


“satisfacción”, y en esta doctrina encontró una sistematización precisa. Definido el pecado como el
rechazo del honor debido a Dios, la “satisfacción” consiste en la reparación de esta falta,
restituyendo a Dios el honor debido. Pero el hombre no puede por sí mismo ofrecer esta
satisfacción: tanto porque todas sus acciones, su conversión y sus obras de misericordia son ya
debidas a Dios, independientemente del pecado, como porque el pecado es tan grande que no puede
ser reparado por ninguna criatura. Entonces sólo Dios puede cumplir una satisfacción adecuada
aunque haya de ser el hombre el que la ofrezca. Por eso, es necesario que se aun Dios – hombre el
que la cumpla. Así se explica la encarnación del Verbo y su muerte ignominiosa.

Jesucristo, siendo inocente, al aceptar libremente el sacrificio de la cruz, puede merecer una
satisfacción infinita por todos los pecados del mundo. La muerte de Dios encarnado constituye la
obra supererogatoria, no debida, que puede devolver a Dios el honor sustraído por el pecado.

Aceptamos de S. Anselmo el mérito de haber subrayado la razonabilidad de la muerte redentora de


Cristo. Sin embargo esta teoría teológica parece insistir demasiado en la necesidad de la
encarnación, con perjuicio de su intrínseca gratuidad. Dios Padre no se vio “obligado” a que su Hijo,
el Verbo, se encarnara para que se realizara la satisfacción por la ofensa del pecado del mundo.

Abelardo (1142) por el contrario, presentará la pasión de Cristo como manifestación de la caridad
divina que mediante este “ejemplo” supremo de donación estimula al hombre a una respuesta de
amor. Santo Tomás de Aquino ofrecerá diversas categorías interpretativas de la pasión. Además de
la satisfacción, él habla de mérito, sacrificio y redención. Cada una de ellas manifiesta un aspecto
original del misterio Pascual de Cristo. Después se han propuesto otras muchas interpretaciones,
algunas de las cuales están bastante alejadas del auténtico dato bíblico.

10.4. LA DOCTRINA DEL "MÉRITO". DESARROLLO DE LA DOCTRINA DEL MÉRITO

Fue en la Edad Medía cuando se elaboró de un modo sistemático la doctrina del mérito de Cristo en
la Redención. Pero se puede demostrar que esta doctrina se apoya en los datos de la Escritura y de
la Tradición Patrística, donde ya se encuentra formulada, al menos en términos equivalentes.

El "mérito" se define ordinariamente como "un derecho a la recompensa". Es un término latino, que
no tiene su estricto sinónimo en griego. Para formular esa idea en griego, se emplea la expresión:
"ser digno de". Pero lo importante aquí es la idea en sí misma: el mérito quiere expresar la relación
de consecuencia que existe, por razón del valor moral de un acto, entre ese acto y su sanción y
recompensa.

En la Escritura el "mérito redentor" de Cristo está implícitamente afirmado siempre que se reconoce
la eficacia de la muerte de Cristo en relación con nuestra salvación. Ya en la profecía del Siervo
paciente, la glorificación del Siervo y el cumplimiento de su misión salvadora se presentaban como
fruto de sus sentimientos el siervo obtenía la remisión de los pecados en virtud de los sufrimientos o
del sacrificio expiatorio, Is 53, 10-12. Según S. Pablo la redención y reconciliación se deben a la
muerte de Cristo; se realizan en "su sangre". El mismo Cristo afirmó el nexo que existe entre su
sangre derramada y la remisión de los pecados, entre sus sufrimientos y su triunfo glorioso, Mt 26,
28; Lc 24, 26.

Todavía más expresamente se afirma el mérito cuando la Escritura señala, como causa al hecho de
la Redención, el valor moral contenido en la muerte de Cristo. La epístola a los Hebreos declara que
Cristo fue escuchado en su sacrificio "por su piedad", y que de este modo llegó a ser causa de
nuestra salvación Hebr.5,79. En el himno cristológico de Filipenses la máxima humillación aceptada
por Cristo al obedecer hasta la muerte en cruz está considerada como el motivo de su máxima
exaltación: "por lo cual Dios lo exaltó", Filp 2, 9.

En la época patrística, es precisamente ese texto paulino da pie para que, en los escritos de S.
Hilario, aparezca "mérito": "en razón del mérito de la humildad", o "de la obediencia", humildad y
obediencia en virtud de las el que le la palabra mérito de las cuales se había anonadado tomando la
forma de siervo, Cristo obtuvo su glorificación, esto es, la posesión, en su naturaleza humana, de la
naturaleza divina que le era propia.

Su entrada en la gloria del Padre fue la "recompensa" el "salario" de la humanidad. En forma


análoga se expresa S. Agustín con una fórmula bien acuñada: "la humildad es mérito de la gloria; la
gloria es recompensa de la humildad". La afirmación del mérito redentor de Cristo se encuentra en
ciertos pasajes de S. León y de S. Gregorio Magno.

Pero la noción del mérito redentor de Cristo permanecía en la predicación, como se puede
comprobar en las obras de S. Bernardo y ese mérito era considerado como algo referido a nuestra
salvación o a la glorificación personal del Salvador.

Pedro Lombardo hizo que la teología escolástica aceptara definitivamente el mérito bajo su doble
aspecto. Sostiene que Cristo ha merecido para sus miembros la liberación del pecado y la entrada en
el reino, y que El ha merecido para sí mismo la glorificación del cuerpo y la impasibilidad del alma.
Es indudable que encontraba más asentada en la tradición la noción de mérito que la de satisfacción,
ya que, aun exponiendo ampliamente la doctrina del mérito, se abstiene de pronunciar la palabra
satisfacción.

Sto. Tomás adopta la misma doctrina: por una parte, Cristo ha merecido su resurrección, con todo lo
referente a su glorificación corporal; por otra parte, como la gracia no se le ha dado tan sólo a titulo
individual, sino como Cabeza de la Iglesia, con su Pasión ha merecido la salvación, no sólo para sí
mismo, sino para todos sus miembros. Este desarrollo doctrinal termina con la declaración ya citada
en el Concilio de Trento, según la cual Cristo: "con su santísima Pasión, sobre el madero de la cruz,
nos ha merecido la justificación".

10.5. NATURALEZA JURÍDICA U ONTOLÓGICA DEL MÉRITO


Definiendo el mérito como un derecho a la recompensa, se le confiere un aspecto jurídico. La
calificación "de condigno" corre el peligro de acentuar el juridicismo, pues implica un derecho
estricto. Pero ya hemos explicado este mérito "de condigno" afirmando la proporción existente entre
el valor ya presente en la Pasión y este mismo valor manifestado, gracias a la aceptación divina, en
la glorificación de Cristo.

Profundicemos algo más en esta explicación. El valor de la Pasión estriba en la actitud interior de
obediencia y de amor adoptada por Cristo al ofrecer su sacrificio. De esta obediencia suprema pasó
Cristo a una exaltación suprema: en el himno cristológico de Filipenses, S. Pablo intentó poner de
relieve este paso de un extremo al otro. De este modo insinúa una cierta proporción entre ambos
extremos: cuanto más se rebajó Cristo, descendiendo de su categoría divina hasta el colmo de la
humillación humana, tanto más fue exaltado, hasta la más esplendente manifestación de la dignidad
divina. Pero esta proporción, que al exterior presenta un violento contraste, constituye en realidad
una continuidad interna. En efecto, mediante su obediencia integral Cristo se abrió de lleno a la
acción divina. La voluntad del Padre se cumplía en él de una manera perfecta, en la misma Pasión, y
esa voluntad siguió cumpliéndose en una irradiación exterior, en la glorificación.

La actitud de obediencia es la requerida por la alianza: como la alianza es bilateral, requiere el


concurso de una acción auténticamente humana, que surja de la voluntad libre del hombre; como es
obra del amor soberano de Dios, requiere por parte de la libertad humana una obediencia prestada
por amor, ya que gracias a esta obediencia Dios puede actuar en el hombre e instaurar en él, con su
cooperación, su alianza. También el mérito nace de la obediencia, y que por medio de la obediencia
la actividad de Dios se realiza en el interior del hombre, y de este modo puede ahí establecer la
alianza a través de la aceptación del sacrificio.

Por consiguiente, la aceptación divina del sacrificio no fue, en definitiva, otra cosa sino la
continuación de la acción de Dios que se había desplegado en el mismo sacrificio, y Cristo, en la
glorificación, reveló lo que ya era El en la Pasión. Por lo dicho hasta aquí se comprende mejor la
naturaleza ontológica del mérito; se trata de un valor vital, debido a la operación divina encarnada
en una acción humana.

10.6. MÉRITO INDIVIDUAL Y UNIVERSAL

¿De qué modo el mérito individual de Cristo puede alcanzar a todos los hombres? En efecto,
habiendo muerto por todos los hombres, Cristo ha merecido "de condigno" la salvación para toda la
totalidad del género humano. Ordinariamente, un hombre solamente puede merecer "de condigno"
para sí mismo, pero no para los demás. ¿A qué se debe en el caso de Cristo, la extensión universal
del mérito redentor?.

El P. Glorieux, al estudiar este problema, ha fijado especialmente la atención en la doctrina expuesta


por Sto. Tomás. Suyo es un pasaje característico, que expresa un principio de solución: "La carne de
Cristo, lo mismo que su alma, era como un instrumento de la divinidad; por eso, aunque la
operación de Dios y la operación del hombre sean diferentes, la operación humana poseía, sin
embargo, en sí misma la fuerza de la divinidad, así como el instrumento actúa gracias a la fuerza del
agente principal.

Por consiguiente, la acción meritoria de Cristo, aun siendo una acción humana, estaba animada por
una potencia divina, y por eso tenía poder sobre toda la naturaleza; cosa que no habría sido posible
para la operación de un simple hombre, ya que un hombre individual es menos digno que la
naturaleza común. Se sigue de aquí que el mérito de Cristo, que se extendía a la naturaleza, podía
extenderse igualmente a cada hombre; así es como ha podido merecer para todos los demás".

El mérito de Cristo se ha extendido, por lo tanto, a toda la naturaleza humana, porque Cristo
actuaba con una potencia divina, capaz de influir no solamente en los individuos particulares sino
sobre la misma naturaleza. Sto. Tomás subraya que la redención supone una satisfacción no
solamente para todos los individuos humanos sino "para toda la naturaleza humana". El obstáculo
que cerraba la entrada en el paraíso no sólo era el obstáculo del pecado actual, que proviene de la
persona, sino del obstáculo del pecado original que proviene de la naturaleza: este segundo
obstáculo es "común a todos; y este obstáculo no ha podido ser suprimido sino por aquel, cuya
operación tiene poder sobre la naturaleza, esto es, por Cristo".

De estos textos y de otros análogos, concluye Glorieux que: "de un modo ciertamente misterioso, se
da en Jesús una unión, una identidad entre naturaleza individual y la naturaleza humana, esa
naturaleza específica de la que todo los hombres participan". Es esa naturaleza específica la que
Cristo toma en sí mismo, en virtud de esa unión esencial: "ella, de forma misteriosa, constituye una
sola cosa con él".

El principio básico de explicación estriba en la potencia divina que anima las acciones humanas de
Cristo. Esa potencia es capaz de ejercer un influjo sobre la misma condición de la naturaleza
humana; una potencia tal sólo la puede tener Dios. También la Encarnación, al conferir una fuerza
divina a las operaciones humanas de Jesús, sirve de fundamento a la universalidad de su mérito.
Tomás explica la universalidad en base a la "eficacia infinita" del mérito derivada del hecho de que
ahí se da "acción de Dios y del hombre", y por la eficacia infinita de la satisfacción derivada de la
entrega de un alma que, por estar unida a Dios, tenía un valor infinito.

10.7. LA MUERTE DE JESÚS COMO "RECONCILIACIÓN" PERFECTA DEL HOMBRE CON DIOS

Todas estas teorías intentan iluminar desde distintos puntos de vista el gran misterio de la salvación
definitiva realizada por el Misterio Pascual de Cristo. Todas ellas, sin embargo, deben ser
continuamente purificadas y completadas. Para expresar el significado global de la muerte de Jesús
puede decirse que en ella se ha realizado la “reparación por el pecado de la humanidad”. La
“reparación es una categoría más general y abierta para interpretar el múltiple contenido teológico
de la pasión de Cristo, que la Escritura y la tradición eclesial presentan de diversas maneras. La
“reparación” abarca todo lo que hay de común en los términos de redención, satisfacción, mérito,
sacrificio, caridad, liberación, expiación.

En el NT. El pecado es presentado como ofensa al Padre, pero también como revelación de la
grandeza del perdón y de la misericordia gozosa y sin límites del Padre para con el pecador. Un
precioso ejemplo en este sentido lo tenemos en la parábola del hijo que se aleja de la casa del
Padre: el Padre, sin embargo, lo espera y a su retorno, lo acoge con alegría, Lc 15,11-32. El pecado
es una herida a la caridad de Dios, Mc 3,5. En la misteriosa analogía del verdadero amor humano
traicionado, Dios revela la intrínseca malicia del pecado. Sin embargo, las repercusiones de esta
herida en Dios no son del tipo humano. El pecado no provoca en Dios una reacción de amor propio o
de dolor estéril, sino, paradójicamente, una mayor disponibilidad a la acogida misericordiosa. Aquí
reside la misteriosa realidad del pecado del hombre y de la invencible y gratuita actitud de Dios al
perdonarlo. Cuando el pecado del hombre llega a Dios, su carga negativa de odio, de dolor, de
muerte y de traición produce una extraordinaria reacción de perdón, de amor, de vida y de amistad
más grande que la ofensa recibida. De lo contrario, no podría explicarse la entrega dolorosa del Hijo
de Dios encarnado en el sacrificio de la cruz, que es como una recomposición del amor de Dios
herido. La herida del pecado es real, como es real el designio de redención en Cristo. Pero es una
herida que manifiesta únicamente el dolor y la pasión de Dios por el hombre, que se pierde con el
pecado, dañándose a sí mismo. Este es el gran sufrimiento que el pecado del hombre causa a Dios.

Este dolor se convierte en misterio de misericordia y de perdón. Por eso el Verbo se hace carne, para
hacerse totalmente perdón. Su devenir libre y gratuito es el testimonio supremo de la gran pasión de
Dios por la salvación de la humanidad. Al hombre que peca, Dios le responde volviéndole a proponer
su nombre que es Amor. En la caridad trinitaria está el origen tanto de la encarnación como de la
cruz de Cristo, que es la invencible respuesta de amor por parte de Dios al hombre, en su misma
condición de humanidad pasible y mortal. Al orgullo y la desobediencia de Adán, Cristo responde con
la humillación y la obediencia al Padre hasta la muerte y muerte en cruz.

Por tanto con su muerte, Cristo devuelve al Padre una humanidad hecha obediente en el Espíritu. La
cruz de Cristo rescata el árbol de la desobediencia de Adán. En el sacrificio de Cristo, la humanidad,
que se había alejado de Dios, vuelve para siempre a la comunión y a la vida divina, es decir, la
humanidad recupera en Cristo la genuina filiación divina, perdida por el orgullo y desobediencia de
Adán. La cruz de Cristo es la única reparación verdadera y sobreabundante que el hombre podía dar
a Dios. En ella se cumple la reconciliación perfecta entre el hombre y Dios, y la restauración y la
divinización definitiva de la humanidad.

10.8. LA DOCTRINA DE LA "SUSTITUCIÓN"


Según esta hipótesis, Jesús, siendo inocente, “nos sustituye a nosotros pecadores” (sustitución
penal), “hace nuestras veces” (sustitución vicaria), sufriendo y reparando por nosotros y en nuestro
lugar. Esta era la práctica penitencial habitual en el A.T. Los sacrificios veterotestamentarios así lo
atestiguan. Tanto en el holocausto ofrecido en el Templo, Lev 1, 1-17, como en los sacrificios de
expiación por los pecados, Lev 4, 1-5, los sacrificios de reparación, Lev 5, 14-26, la víctima animal
hace las veces del hombre y es inmolada a Dios por el hombre.

Alguna vez se ha identificado también a Jesucristo con el “chivo expiatorio”, Lev 16, 21-22, cargado
con los pecados de los hombres. Y el Siervo de Yahveh del Deuteroisaías es considerado como el
ejemplo de sustitución vicaria. Is 52, 13 - 53, 1-12. El Siervo inocente cargando con las culpas de la
humanidad, afronta libremente los sufrimientos y la muerte como expiación de los pecados de los
hombres. En esta línea se interpreta la afirmación de Jesús: “El Hijo del hombre no ha venido a ser
servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos”, Mc 10 45.

La mayor parte de las interpretaciones teológicas de la muerte de Jesús presuponen una cierta
“sustitución vicaria”. La verdad perenne de esta hipótesis está en afirmar que Jesús ha ofrecido al
Padre lo que el hombre pecador no podía ofrecer él solo. La sustitución vicaria indica tanto la
gratitud de la acción de Dios en Cristo como la incapacidad absoluta del hombre para librarse por sí
solo.

Ahora bien, la identificación de Cristo con el chivo expiatorio del AT no es muy feliz, ya que al chivo
expiatorio se le transfieren todos los pecados del pueblo es una víctima impura, cosa que no ocurre
en Cristo. Por otra parte, el sacrificio redentor de Cristo no elimina nuestro compromiso de
participación en su pasión y muerte, 2 Cor 4, 7-12, con el fin de completar “lo que falta a los
sufrimientos de Cristo”, Col 1, 24.

10.9. DOCTRINA DE LA "SOLIDARIDAD"

Para otros teólogos es la solidaridad el principio fundamental para interpretar la pasión y muerte de
Jesús “por nosotros”. En esta perspectiva, el Siervo de Yahveh es considerado como víctima inocente
del sacrifico de expiación por los pecados de la humanidad, pero no porque se inmola en “nuestro
lugar”, “no se trata de la sustitución del siervo fiel por el pueblo pecador; sino de una solidaridad
aceptada con vistas a la expiación y al perdón divino”.

En este sentido habría que interpretar la afirmación de Mc, 10, 45: “que tampoco el Hijo del hombre
ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos”. S. Pablo usa
también el término “por otros” y en él aflora más la idea de solidaridad que la idea de “sustitución”,
Jesucristo no se ha inmolado y no ha vuelto al Padre para evitarnos a nosotros que lo hagamos; en
este sentido no ha muerto “en nuestro puesto”. La “solidaridad” de Cristo tiene una motivación
ontológica y cultual. En el plano del ser, Jesús es solidario con la humanidad mediante la
encarnación: “Cuando llegó la plenitud de los tiempos. Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer,
nacido bajo la ley, para que recibiéramos la adopción de hijos”, Gal 4,4.

Con su encarnación el Hijo se ha hecho auténtico hombre, entrando en solidaridad ontológica con la
humanidad entera. Así, pues, la solidaridad cultual del sacrificio expiatorio de Cristo en la cruz se
apoya en la solidaridad ontológica = la encarnación. Efectivamente, el sacrificio redentor cumplido
en la plenitud de los tiempos y “una vez por todas para quitar los pecados de muchos”, Hebr 9, 28;
10,10-12, hace posible el ejercicio de su misión sacerdotal: “ (Jesús ) en los días de su vida terrena
presentó oraciones y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía liberarlo de la muerte y
fue escuchado por su piedad. Aun siendo Hijo, aprendió sufriendo a obedecer y, llevado a la
perfección, se ha convertido en causa de salvación eterna para cuantos le obedecen, proclamado por
Dios sumo sacerdote según el rito de Melquisedec”, Hebr 5, 7-10. La verdad de esta hipótesis está
en la participación de Cristo en la naturaleza humana, mediante la cual de hecho es solidario con el
destino de la humanidad entera. Esta solidaridad ha hecho posible su único sacrificio de redención de
los pecados y el cumplimiento de su tarea sacerdotal.

10.10. LA "REPRESENTACIÓN UNIVERSAL" DEL ÚNICO SACRIFICO REDENTOR DE CRISTO

Estrictamente hablando, sin embargo, el concepto de solidaridad no implica comunicación de


redención. Ser solidario “con nosotros” no significa “morir por nosotros”. La Escritura afirma no sólo
que Cristo ha muerto como nosotros y con nosotros, sino sobre todo que ha muerto “por nosotros”.
Por eso, excluyendo las motivaciones impropias, tanto en la hipótesis de la sustitución como la de la
solidaridad unidas pueden dar razón del lazo existente entre el único sacrificio de Cristo y nuestra
redención en él. De hecho, Cristo se hace solidario con nosotros de manera que hace recaer sobre sí,
sustituyéndonos a nosotros, todo el peso de las culpas de los hombres.

De esta manera, su único sacrificio, realizado una vez para siempre, es salvífico para todos. Y ésta
es la clave más adecuada para la comprensión del Siervo de Yahveh. Él: “ha cargado con nuestros
sufrimientos, ha tomado nuestros dolores”, Is 53,4; “Ha sido traspasado por nuestros crímenes,
destrozado por nuestras iniquidades. Nuestro castigo saludable ha venido sobre él; sus cicatrices nos
han curado”, Is 53, 5; “El Señor descargó sobre él nuestra iniquidades”, Is 53, 6; “fue arrebatado de
la tierra de los vivos, por la iniquidad de mi pueblo fue entregado a la muerte”, Is 53, 8.

Esta simultaneidad de solidaridad y de sustitución, que hace universal el influjo del único sacrificio
redentor de Cristo, tiene un triple fundamento escriturístico sólido.

• En primer lugar: se trata de la realización libre y gratuita del plan divino de salvación, formulado
antes de la creación del mundo: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha
bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales: Él nos ha
elegido en la persona de Cristo antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables
ante él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos adoptivos, según el
beneplácito de su voluntad. Para alabanza y gloria de su gracia, que nos ha dado en su querido Hijo,
en el que tenemos la redención mediante su sangre, la remisión de los pecados según la riqueza de
su gracia”, Efes 1, 3-7. El misterio de la voluntad del Padre es el de “recapitular todas las cosas en
Cristo, las del cielo y las de la tierra”, Efes 1,10.
• En segundo lugar: este designio encuentra la posibilidad de realizarse en la misma realidad de la
persona de Cristo. El Hijo es el modelo, el arquetipo y la causa ejemplar de la humanidad. No es que
Él se haya hecho como nosotros los hombres, sino que nosotros hemos sido creados y modelados
según Él: Él es el primogénito de toda criatura; pues: “en Él han sido creadas todas las cosas, las del
cielo y las de la tierra”, Col 1, 1-16. Él, además ha tomado parte activa en la creación y la mantiene
providencialmente en la existencia: “Todo ha sido creado por medio de Él, y todo se mantiene en Él”,
Col 11,16; “todo ha sido hecho por medio de Él, y sin Él no se ha hecho nada de lo que existe”, Jn
1,3. “Dios ha hablado por medio del Hijo, que le ha constituido heredero de todo y por medio del
cual ha hecho el mundo”, Hebr 1,2. Finalmente, todo ha sido creado “para ÉL”, Col 1,16. Es decir,
Cristo, el Hijo es el fin y el cumplimiento del universo creado.
• En tercer lugar: no sólo como creador y recapitulador del universo, sino también como Verbo
encarnado, el Hijo ha entrado en plena solidaridad con la humanidad. La naturaleza humana ha sido
rescatada gracias a que la persona divina del Verbo la ha asumido y gracias al único y perfecto
sacrificio redentor de Cristo “por nosotros”, es decir, para la salvación de toda la humanidad.
Precisamente en cuanto asumida por la persona divina del Verbo, la acción humana sacrificial de
Cristo encierra un valor universal, de influjo infinito sobre toda la humanidad. De manera que su
sacrificio expía totalmente los pecados de la humanidad entera, haciendo partícipes a todos los
hombres de los beneficios de su salvación y liberación. Su gesto sacrificial es un gesto humano
individual, pero su radio de acción y su influencia es infinita y universal, porque es el gesto sacrificial
y redentor de la persona divina del Verbo.

EN CONCLUSIÓN

Jesucristo en cuanto recapitulador de la humanidad representa a todos los hombres de todos los
tiempos; en cuanto Verbo encarnado y redentor, ha merecido con su sacrificio único en la cruz la
satisfacción eterna y sobreabundante de los pecados de toda la humanidad: “así como todos
murieron en Adán, así todos recibirán la vida en Cristo”, 1 Cor, 15, 22. “Pues hay un solo Dios y un
solo mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se ha entregado en rescate por
todos”, 1 Tim 2, 5-6.

Cristología II - 29° Parte: La Resurrección - 1° Parte


P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

11. LA RESURRECCIÓN

11.1. SENTIDO DE LA GLORIFICACIÓN - EXALTACIÓN

Al hablar del Misterio Pascual decíamos que éste tiene como dos tiempos: uno, la pasión y muerte de
Cristo, es el aspecto kenótico - sacrificial, en el que Cristo se ofrece al Padre como víctima
propiciatoria en favor de la salvación de los hombres; otro, la Resurrección de Jesucristo de entre los
muertos, es el aspecto triunfal y glorioso de Cristo como premio al cumplimiento de la voluntad del
Padre. S. Pablo lo explica de esta manera: "Y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y
muerte de Cruz. Por lo cual le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todos los nombres", Fil 2,
8-9. Así se completa el ciclo del "paso", de Cristo de este mundo, a la gloria del Padre.

La predicación apostólica sobre la muerte de Jesús no termina en un hecho constatable por la


multitud de testigos presentes en el monte Calvario sino que culmina en la Resurrección. En la
primera predicación del Apóstol Pedro dice: "A éste, que fue entregado según el determinado
designio y previo conocimiento de Dios, vosotros lo matasteis clavándole en la cruz por mano de los
impíos; a éste, pues, Dios le resucitó librándole de los dolores del Hades", Hech 2, 36. En la primera
predicación apostólica siempre van unidas muerte y resurrección de Cristo refiriéndose al
acontecimiento de Cristo como entronización gloriosa ante Dios, su Padre.

Sin embargo esta glorificación de Cristo comenzó inmediatamente después de su muerte, en el


descenso a los infiernos, o lugar de los muertos: Si la muerte comporta la separación del alma y el
cuerpo, se sigue que también para Jesús ha habido por una parte el estado real de cadáver del
cuerpo, y por otra el estado de glorificación celeste de su alma desde el momento de su muerte. La
primera carta de S. Pedro habla de este doble estado en Cristo, cuando refiriéndose a la muerte de
Cristo por los pecados dice de El : "muerto según la carne, pero vivificado en el espíritu", 1 Petr 3,
18.

Así el alma de Cristo, unida sustancialmente a la Persona del Verbo, recibe ya plenamente la gloria
que se deriva de la visión beatífica, como la reciben los santos inmediatamente después de la
muerte. Pero la completa glorificación de Cristo, en la integridad de su ser Dios-Hombre, tiene lugar
en la Resurrección y Ascensión a los cielos.

La Resurrección como manifestación del triunfo y Señorío de Cristo, S. Pablo: "Si confiesas con tu
boca al Señor Jesús y creyeres en tu corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, serás
salvo", Rom 10, 9. Aquí se pone de manifiesto que la fe en Cristo como Señor está en dependencia
del acontecimiento supremo en que se manifiesta: la Resurrección.

La Resurrección de Jesucristo tiene una dimensión soteriológica indiscutible. Con la resurrección de


Jesús, Dios da cumplimiento a sus promesas de un Mesías salvador, Hech, 13, 10; 32-37. La
relación entre la resurrección de Cristo y nuestra salvación es tan estrecha, que S. Pablo no duda en
afirmar: "Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación, vana es nuestra fe. Si Cristo no
resucitó, vana es nuestra fe, aún estáis en vuestros pecados" , 1 Cor 15, 14-17.

Este aspecto soteriológico de la resurrección de Jesús y nuestra salvación es tan estrecha e


importante y en la que se muestra la auténtica victoria de Cristo sobre la muerte, una victoria que
es parte esencial de nuestra redención y en la que participamos mediante la unión con El: "Cristo ha
resucitado de entre los muertos, como primicias de los que duermen. Porque como por un hombre
vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos", 1 Cor 15, 20-21.

La glorificación es el "paso" de Jesús de la vida terrena al estado definitivo de gloria. Como tal, en su
realidad profunda, esa glorificación no es constatable, es decir, del hecho puntual, concreto, de
cómo resucitó Cristo no hay testigos humanos; ningún testigo terreno ha podido observar la
transformación que se ha producido en Jesús después de su muerte y no por esto dejamos de
afirmar que Cristo realmente resucitó de entre los muertos. Los apóstoles nunca dijeron en su
predicación : "Yo lo vi resucitar de entre los muertos", sino predicaron que Jesús resucitado se les
había aparecido, cómo comió con ellos, les mostró sus llagas, etc. Esta glorificación se ha dado a
conocer a través de sus manifestaciones y en sus efectos. La manifestaciones han consistido
esencialmente en las apariciones de Jesús resucitado, y los efectos han sido sobre todo los que han
marcado la formación y desarrollo de la Iglesia mediante la efusión del Espíritu Santo en el día de
Pentecostés, y en los tiempos sucesivos.

Hay que guardarse de identificar la glorificación sólo con la resurrección. El hecho de que esta
identificación sea frecuente se debe a que el acontecimiento de la Resurrección fue considerado
como el más decisivo por parte de aquellos que volvieron a ver vivo a Jesús después de la muerte
del Calvario. Aun reconociendo la importancia única de tal acontecimiento, hay que admitir, sin
embargo, que no se agota la realidad de la glorificación ni expresa todos sus aspectos. Ni siquiera se
puede decir que la glorificación haya comenzado con la Resurrección ya que desde el instante de la
muerte y antes del "tercer día", existió una primera etapa durante la cual Jesús fue colmado de
gloria divina en su alma: la glorificación del espíritu (de Cristo) precedió a la del cuerpo (de Cristo).
Además, cuando esa glorificación se efectúa en el cuerpo, se realiza ciertamente a través de la
Resurrección, pero también por medio de la Ascensión. En Pentecostés, llega a su auténtica
culminación, pues Cristo ha sido glorificado, divinizado en su naturaleza humana para comunicar a la
humanidad esa divinización por medio del Espíritu Santo. Debemos, pues, considerar el desarrollo de
la glorificación en sus diversas etapas: estado glorioso después de la muerte de Cristo. Resurrección
de entre los muertos. Ascensión a los cielos. Pentecostés (don del Espíritu Santo).

11.2. VALOR DE LA GLORIFICACIÓN EN LA OBRA DE LA SALVACIÓN

Antes de examinar cada una de las etapas, anteriormente citadas, demos una primera indicación
general sobre el valor de la glorificación. Constatamos, que según los textos bíblicos, la glorificación
es la obra soberana del Padre. Es El, el que hace a Cristo espiritualmente vivo en el momento de la
muerte, l Petr 3, 18; es él el que resucita a Jesús, Rom 4, 24; le toma y le eleva a los cielos, Mc 16,
19; le hace sentarse a su derecha, Efes 1, 20; le proclama sumos sacerdote según el orden de
Melquisedec, Hebr 5, 10, y envía el Espíritu Santo como Espíritu de Cristo. Si la Resurrección, la
Ascensión y Pentecostés son actos de Cristo que resurge de la tumba, asciende al cielo y envía el
Paráclito, lo son en la medida en que Jesús lo recibe todo del Padre, Hech 2, 33.

El acento que se da a la acción del Padre nos hace comprender a qué titulo la glorificación "consuma
el sacrificio". Por medio de su sacrificio Jesús se abandonó a la voluntad del Padre, y de esa voluntad
salvífica suprema es de donde le viene su triunfo. La glorificación expresa la acogida que el Padre
dispensa a la ofrenda, y manifiesta en el estado glorioso de Cristo el resultado que el Padre quiere
dar a esa ofrenda. Es, pues, una aceptación del sacrificio y una aceptación que realiza en el mismo
Cristo el objetivo (conseguido a través del sacrificio) de una humanidad nueva, divinizada.

La glorificación atestigua que la obra de la reparación por el pecado ha alcanzado su finalidad,


asegurando a los hombres la benevolencia divina. Traduce la eficacia del mérito redentor en el acto
del Padre que, al elevar a su Hijo a la gloria, le otorga el poder de salvar a la humanidad. Sella
definitivamente la conclusión de la alianza nueva bajo dos aspectos de restablecimiento de la
amistad y de comunicación de la vida divina a naturaleza humana.

En el ámbito de las relaciones personales, consagra, en efecto, la reconciliación, la restauración de la


amistad entre Dios y la humanidad, ya que el favor del Padre se hace ya manifiesto en la gloria
otorgada a Cristo, representante de los hombres. Atestigua el perdón concedido a los pecadores, y
crea esa atmósfera de amor y de paz que caracteriza a la nueva religión.

En el campo de la transformación de la naturaleza humana mediante su unión a la naturaleza divina,


la glorificación desempeña igualmente una función decisiva. Esa transformación de la naturaleza
humana ya había comenzado, pero no estaba todavía consumada en la misma Encarnación. Cristo
era Dios (Verbo) hecho hombre, pero en su vida terrena, su naturaleza humana, que se encontraba
en un estado de anonadamiento o de "kénosis", no estaba todavía penetrada por el esplendor de la
vida divina. A través de la glorificación, alianza llega a su culminación en la persona de Cristo,
mediante una metamorfosis de la naturaleza humana ya divinizada.

Realizada en Cristo glorioso, la alianza queda, por eso mismo, realizada en principio para la
comunidad humana. En efecto, la glorificación depara una respuesta al interrogante planteado en
torno a la adquisición de la salvación. La redención objetiva, distinta de la redención subjetiva,
designa la adquisición de la salvación independientemente de su aplicación particular a cada
individuo ¿Dónde se sitúa esa salvación adquirida en principio? No en los hombres que deben
recibirla, ya que no pocos de esos hombres no existen todavía y en la redención objetiva se hace
abstracción de la aceptación individual de la salvación. Tampoco bastaría pretender que la salvación
está adquirida en la voluntad divina, que perdona los pecados de la humanidad, pues la redención
objetiva consiste en el perdón no simplemente querido por Dios sino puesto objetiva e
históricamente a disposición de los hombres, en la realidad humana concreta. Esta realidad humana
concreta es la de Cristo glorioso: en él reside la salvación de toda la humanidad, salvación en
principio que debe aún ser aplicada a cada hombre mediante su acogida y colaboración.

Este principio de salvación concretamente realizado no significa solamente que en Cristo ya está
adquirida la divinización de la naturaleza humana que debe realizarse en los demás hombres.
Además de la ejemplaridad, como ya hemos observado, implica la eficiencia: Cristo glorioso posee,
en virtud de su glorificación, el poder de comunicar a los hombres su propia vida divina, de tal
manera que, aun siendo el perfecto modelo de la transformación de nuestra naturaleza, también es
su causa eficiente.

En virtud de la Encarnación, Cristo tenía el poder de "merecer" la salvación de la humanidad; la


mereció efectivamente con el propio sacrificio. En virtud de la glorificación, consumación y fruto del
sacrificio, posee el poder directo de dar la salvación, y más exactamente de darla a través de su
naturaleza humana gloriosa. En este sentido es como en Cristo glorioso todos los hombres están
salvados en principio.
La glorificación explica cómo se efectúa la extensión universal de la salvación. Ya hemos tocado este
problema a propósito del mérito del Redentor. No sólo se da una extensión jurídica universal, debida
a la calidad de representante jurídico de la humanidad, ni tampoco una extensión de carácter
intencional, resultante de la intención de Jesús de salvar a todos los hombres por medio de su
sacrificio; la extensión se apoya en un fundamento ontológico, esto es, en la capacidad de Cristo
glorioso de actuar sobre todos los hombres y de transformarlos a su imagen.

11.3. LAS ETAPAS DE LA GLORIFICACIÓN CORPORAL

Hemos observado que en Cristo no se pueden identificar simplemente glorificación y Resurrección.


Antes de la Resurrección tuvo lugar una glorificación del alma de Cristo, como acabamos de ver,
desde el instante de su muerte; por lo demás es necesario advertir que la resurrección no es
sinónimo la cual sólo representa la primera etapa.

En efecto, mientras que la glorificación del alma de Cristo se produjo en un sólo acontecimiento que
fue a la vez vivificación espiritual y elevación celestial y que implicó inmediatamente la comunicación
de la gloria a la humanidad difunta, la glorificación corporal, se realiza progresivamente en dos
etapas: la Resurrección y la Ascensión, a las que viene a añadirse una tercera: Pentecostés, que no
aporta nada nuevo a la glorificación del cuerpo de Cristo, pero hace llegar a la humanidad viviente
en la tierra la repercusión de esa glorificación, su influjo salvífico.

Lo que sólo había durado un instante en el dominio del alma, en la misma alma de Cristo y en
beneficio de las almas del más allá, se escalona, en el tiempo, es decir, en el plano corporal y en la
instauración del Reino visible, en una cronología de tres acontecimientos.

Se podría decir que la glorificación corporal, con la sucesión de la Resurrección, de la Ascensión, de


Pentecostés, se presenta como una liturgia, en el sentido de una traducción visible escalonada en el
tiempo, de un misterio de varias facetas que, en el plano espiritual e invisible, se realizó
simultáneamente.

Esa liturgia posee, por lo demás, su plena realidad; manifestación de lo que ya se había producido a
nivel del cuerpo y de la vida terrena, y aporta una real consumación a la obra redentora que, sin ella
quedaría esencialmente inacabada ¿Cuál es la razón de esa sucesión cronológica y de ese
fraccionamiento en varias etapas? Ahí se ve una finalidad pedagógica: Dios ha querido hacernos
comprender, a través de distintos acontecimientos, los diversos aspectos de la glorificación de Cristo
y de su influjo sobre nosotros. No habría sido imposible que Resurrección, Ascensión y Pentecostés
se hubieran producido en el mismo día, pero en tal caso se nos habría hecho más difícil captar todas
las significaciones agrupadas en un solo misterio.
Además, los intervalos de tiempo permitieron a los discípulos prepararse: la Ascensión que
anunciada a los discípulos desde el día de la Resurrección, Jn 20, 17, de tal manera que ellos
pudieron orientar sus pensamientos hacia ese acontecimiento, tanto más cuanto que Cristo, en el
decurso de sus apariciones, les ilustraba sobre el sentido de la Ascensión hablándoles acerca del
Reino de Dios, Hech 1, 3: Pentecostés se anunció en el momento de la Ascensión, y Cristo subrayó
la necesidad de una preparación, de una espera del acontecimiento en Jerusalén, Hech 1, 4.

Por fin, esa cuestión cronológica armoniza con la instauración del Reino de Dios. Como todos los
acontecimientos que se inscriben en la historia de la humanidad, esta instauración se efectúa dentro
del cauce de un desarrollo temporal. Por esta razón la glorificación corporal de Cristo, principio del
establecimiento visible del Reino de Dios, se realiza en varias etapas, cada una de las cuales aporta
un nuevo alcance.

Estas etapas marcan la consumación de la Redención objetiva, la obra de la salvación en la medida


en que se concentra objetivamente en la persona de Cristo. Con la Resurrección y la Ascensión
Cristo recoge en su cuerpo la vida y la potencia espiritual que le han merecido, en ese mismo
cuerpo, sus padecimientos y su muerte; por medio de Pentecostés, comunica a sus discípulos a
través de la efusión del Espíritu Santo, su nueva vida que su mismo cuerpo glorificado contribuye a
difundir.

11.4. EL ACONTECIMIENTO DE LA RESURRECCIÓN SEGÚN LOS TESTIMONIOS DE LA ESCRITURA

Antes de reflexionar sobre el valor de la Resurrección dentro de la obra salvífica, vamos a considerar
aquí la presentación del acontecimiento en el N T. Tratándose de un acontecimiento capital para la fe
cristiana, no es sorprendente que el alcance de los textos que a él se refieren haya sido objeto de
discusiones.
En el aspecto histórico, lo primero que hay que afirmar es que no hubo testigos presenciales del
hecho de la Resurrección. A veces desviados por algunas imágenes piadosas (quién no ha visto
cuadros artísticos de Jesús resucitando, saliendo del sepulcro con un estandarte en las manos, los
soldados tendidos en el suelo y Jesús triunfante y glorioso). Primera afirmación: no hubo testigos
presenciales del hecho mismo.

11.5. EL HECHO DE LAS APARICIONES DE JESÚS RESUCITADO

¿Las apariciones de Jesús vivo y resucitado después de su muerte están suficientemente


garantizadas por los relatos que se nos han transmitidos y que tradicionalmente han sido
consideradas en la Iglesia como testimonio auténtico? No parece obvio atribuir las apariciones de
Jesús, primero a las mujeres y luego a los discípulos a imaginaciones fantasiosas o escritos helénicos
de influencia mítica de la primitiva comunidad cristiana, pues ningún antecedente parece apto para
justificar los relatos de las apariciones bajo esta manera, pues no hay paralelo ni en el mundo
religioso helénico ni en las tradiciones judías.

Lejos de aparecer como una fe que se ha dado a sí misma su objeto, la fe en la Resurrección se


presenta en los textos como fundada en los testimonios de aquellos que han visto a Jesús
resucitado. La más antigua enumeración de los testimonios nos vienen de Pablo, que apela a una
tradición anterior bien fundamentada: "Porque os transmití lo que a mi vez recibí: que Cristo murió
por nuestros pecados, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se
apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros
murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde a los Apóstoles. Y en último término se me
apareció a mí, como a un abortivo", l Cor 15, 3-8.

Se debe suponer que Pablo recibió esa tradición cuando, años después de su conversión, fue a
Jerusalén y se encontró Pedro y Santiago, dos testigos de la Resurrección, Gal 1, 18s.s. Dado que
ese viaje tuvo lugar en al año 37 o en el 38, la transmisión se produjo muy cerca del origen, y se
debe concluir que los primeros años de la Iglesia, el testimonio de los Doce y de un círculo más
amplio de discípulos era invocado para apoyar la afirmación de la Resurrección de Jesús.

Según el relato de la elección de Matías, los Doce eran considerados en la Iglesia primitiva como:
"testigos de la Resurrección", Hech 1, 22. (Testigos de la Resurrección, no por el hecho de que le
vieron resucitar, sino que lo vieron resucitado, de ahí testigos de la resurrección). Si la Resurrección
no hubiera sido otra cosa que una "interpretación", una representación suscitada por una fe fanática
y fantasíosa, no se explicaría ese titulo de: "testigos de la Resurrección", porque el testimonio tiene
precisamente el sentido de garantizar un acontecimiento de la historia, y en nuestro caso de la
historia de la salvación.

Las apariciones de Jesús, lejos de producirse en un contexto previo de fe, tropiezan, más bien, con
actitudes de incredulidad en aquellos a quienes se aparece (los apóstoles en el cenáculo). El episodio
más significativo es el de Tomás Jn 20, 24-29. Todos los evangelios destacan la dificultad que
tuvieron en creer: "de qué os turbáis y por qué se levantan dudas en vuestros corazones?. Ved mis
manos y mis pies. Soy yo mismo...", Lc 24, 38-39. Dado que estas dudas no redundan en favor de
sus discípulos, destinados a convertirse oficialmente en testigos de la Resurrección, los evangelistas
no las han mencionado sino por fidelidad a lo que realmente aconteció.

Así pues, no cabe suponer que, tras la muerte de Jesús, haya nacido una fe entusiasta hasta el
punto de convertirse en visionaria. Los testimonios coinciden en reconocer que los discípulos no se
prestaron fácilmente a dar fe a la Resurrección, y que fue necesario el encuentro con el mismo Jesús
resucitado para que se convirtieran. De todo esto podemos colegir que la Resurrección no fue para
los apóstoles un acontecimiento esperado y descontado; fue más bien un acontecimiento inesperado
y desconcertante, Lc 24, 13,s.s.
Finalmente la experiencia vivida por los discípulos no fue la de una resurrección visionaria e
imaginativo-espiritual sino un aproximación de contacto visible con un Jesús resucitado corpóreo,
concreto, a quien se le puede palpar y tocar, que come con ellos, no es un fantasma, es Jesucristo
resucitado. Todo esto explica el modo de actitud que se operó en los discípulos después de la muerte
de Cristo. Sabemos que la desconfianza ante el resucitado no es infundada, el escándalo de la
muerte en cruz fue demasiado fuerte para aquellas mentes sencillas y desvalidas; fue una verdadera
derrota en el sentido humano y realista de la palabra. Los discípulos de Emaús hablan confirman el
abatimiento y confusión de los Doce. Esto demuestra que los Doce y discípulos de Jesús habrían sido
impotentes para salir de la situación de fracaso y pesimismo para que luego se lanzaran a predicar
desde la fe a un Cristo resucitado. Más bien hay que interpretar que el cambio de depresión,
pesimismo, angustia a manifestación profunda y segura de Cristo resucitado es por la seguridad de
haber visto a Jesús y ver que Jesús con su presencia continua su disposición de salvar al mundo.
Desde esta perspectiva los Doce son testigos de la Resurrección. Lejos de inventar la resurrección
les costó enormemente creer en la Resurrección.

11.6. ASPECTOS ESENCIALES DE LA REVELACIÓN DE LA RESURRECCIÓN. LA TUMBA VACÍA

Nos limitaremos a considerar ciertos aspectos esenciales de la manifestación histórica de la


Resurrección de Cristo.

El descubrimiento del sepulcro vacío aparece como la primera indicación destinada a conducir a la fe
en la Resurrección, aunque por sí no sea suficiente para demostrar que Jesús ha resucitado
realmente.

Muchos indicios de historicidad existen a favor de los relatos del descubrimiento. La visita de las
mujeres al sepulcro es de lo más verosímil; no solamente porque está de acuerdo con las usanzas
judaicas, sino porque está en consonancia particularmente con el afecto demostrado por las mujeres
hacia Jesús durante su Pasión. Si la comunidad primitiva hubiera inventado un relato del
descubrimiento del sepulcro vacío, a buen seguro que no habría presentado a las mujeres como
protagonistas. Pero es que, además, no habría podido recurrir a la invención de un sepulcro vacío,
pues los adversarios habrían impugnado inmediatamente tal alegación. Ahora bien, precisamente
esos adversarios, al pretender que el cuerpo de Cristo había sido retirado por los discípulos, Mt 28,
13-15, admitieron implícitamente la realidad del sepulcro vacío, y el hecho de que esa acusación se
haya mantenido hasta la redacción del evangelio de Mateo confirma que ese sepulcro vacío era
conocido en Jerusalén. Finalmente, María Magdalena, testigo del descubrimiento, era conocida por la
Iglesia primitiva, lo mismo que las otras mujeres mencionadas por Marco, Mc 16, l.

¿Cuál es el valor teológico del sepulcro vacío? El descubrimiento de ese sepulcro es signo de
continuidad entre la muerte y la revelación de la resurrección. La primera constatación es la de la
ausencia del cuerpo de Jesús. En consecuencia, el resucitado es idéntico al crucificado, con una
identidad corpórea. Se puede añadir que el sepulcro abierto simboliza más especialmente la victoria
de Cristo que abre la prisión de la muerte. El símbolo se trasluce aún más en el relato de Mc 16, 3,
según el cual las mujeres se percatan de su impotencia para retirar la piedra de entrada, esto es,
para abrir por sí mismas la puerta del sepulcro. Cristo ya ha abiertos esa puerta, en señal de que la
muerte no podrá ya aherrojar a la humanidad. Sin embargo, es necesario advertir que los relatos
evangélicos nos refieren el descubrimiento del sepulcro vacío no por su valor simbólico, sino por su
simple realidad de hecho perteneciente al misterio de la resurrección, los evangelista nos señalan
una evidencia objetiva. Es al teólogo al que le corresponde discernir en este hecho un "signo", una
intención particular del plan divino.

11.7. EL PRIMER MENSAJE

El descubrimiento del sepulcro vacío está marcado por la presencia de los ángeles. Este es uno de
los rasgos del relato evangélico que ha suscitado más reacciones escépticas acerca de la su
historicidad: muchos exegetas han pensado ver ahí un elemento fantasmagórico debido a una
representación de tipo apocalíptico.

Un análisis de los relatos debe de esforzarse por verificar si la descripción de los ángeles, a pesar de
la diferencias de su mensaje, deriva de un montaje inspirado por los apocalipsis, y si existen indicios
positivos en favor de una tradición original.

Primeramente se debe advertir que en los cuatro evangelios se afirma la presencia de uno o varios
ángeles, a pesar de las diferencias de los relatos. Particularmente impresionante es el relato de
Juan, en el que la visita de María Magdalena al sepulcro parece aportar elementos precisos derivados
de la transmisión de recuerdos personales. La concordancia de los evangelistas parece indicar que la
experiencia del sepulcro vacío está esencialmente ligada a la de una explicación y un mensaje
suministrado por los ángeles.

Veamos, en el relato de Mateo nos encontramos con una escenificación apocalíptica, insertada entre
la llegada de las mujeres al sepulcro y la comunicación del mensaje: terremoto, bajada del ángel del
Señor, pánico de los guardias, Mt 28, 2-4. Está claro que esa descripción prodigiosa se sale del
campo de las constataciones que han podido hacer las mujeres en ese momento, y del testimonio
que ellas han podido dar. De ahí que no pueda ser considerada sin más, como un recuerdo histórico.

El relato de Marcos ignora semejante escena, no describe a un ángel que baja del cielo, sino que
refiere que las mujeres, "vieron a un joven sentado en el lado derecho, vestido con una túnica
blanca", Mc 16, 5. Esta descripción se mantiene en el ámbito de lo constatable y no puede ser
puesta en duda, al menos a priori.

Lo que contribuye a corroborar el valor histórico de esa descripción es que se comprendería mal una
invención por parte de la primitiva comunidad cristiana. ¿A qué vendría inventar un mensaje de
ángeles para anunciar la resurrección de Jesús, cuando ya existían los testimonios decisivos sobre
las apariciones del resucitado? Por lo demás, la tendencia espontánea de la comunidad hubiera sido
más bien la de reservar al mismo Jesús la primera revelación de su Resurrección.

La presencia de los ángeles debió, pues, imponerse en virtud del testimonio original de las mujeres
que descubrieron el sepulcro vacío. Esa presencia va vinculada a este descubrimiento y esclarece su
sentido. Nos podemos preguntar lo siguiente ¿Por qué una tumba vacía y un mensaje de los ángeles,
cuando ese encuentro hubiera podido bastar y había aportado más luz ?

La respuesta parece residir en el designio de promover una fe activa, verdadera cooperación a la


revelación de la Resurrección. Las mujeres son invitadas a creer antes de ver. El mensaje angélico,
tal como nos lo refiere Marcos, 16, 6-7, y Mateo, 28, 5-7, constituye una llamada a la fe: tiende ante
todo a suscitar una disposición de confianza, eliminando el espíritu de temor; a continuación enuncia
el hecho de la Resurrección confirmándolo con la indicación del lugar donde el cuerpo había sido
depositado; asigna a las mujeres el encargo de advertir a los discípulos sobre el hecho; invoca la
afirmación: "ha resucitado, como lo había dicho", Mt 28, 6 y da a entender como la fe en la
Resurrección es en primer lugar fe en la verdad de la palabra de Cristo. En la versión de Lucas, 24,
57, la referencia a esa palabra es más explícita.

Lo mismo que el sepulcro vacío y juntamente con él, el mensaje de los ángeles es, por consiguiente,
una invitación a la fe en el Resucitado, las mujeres deben creer la declaración misteriosa de los
ángeles, y los discípulos son llamados a creer primeramente en el mensaje de las mujeres, que les
transmite esa inicial revelación. Hay aquí como una aplicación anticipada de las palabras de Jesús a
Tomás: "Dichosos los que no han visto y han creído", Jn 20, 29.

Cristología II - 30° Parte: La Resurrección - 2° Parte


P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

11. LA RESURRECCIÓN

Continuación

11.8. JESÚS EN LAS APARICIONES

Jesús toma la iniciativa de los encuentros, escogiendo él mismo el marco de las apariciones. Se
aparece donde y cuando quiere. Jesús se muestra de un modo que cuadra con las relaciones
ordinarias de los hombres entre sí. Algunos expertos en la Sagrada Escritura han visto en las
apariciones de Jesús aspectos teológicos muy importantes, dentro de una pedagogía muy elaborada
por el resucitado. Se dice que Jesús resucitado con sus apariciones cumplió varias funciones
importantes en favor de sus Apóstoles y discípulos.

• Dándose a conocer (con la aparición física en sí misma) los confirma en la fe.


• Consuela a los que se habían escandalizado con el "escándalo de la Cruz".
• Instruye a los habían olvidado sus enseñanzas, discípulos de Emaús.
• Une alrededor de sí (Cenáculo) a los estaban dispersos por los acontecimientos del Viernes Santo.

Es cierto que un cierto misterio envuelve su persona. Aparece y desaparece a voluntad propia; se
hace difícil reconocerle. Estas características revelan un estado superior de su condición corporal.
Pero no impiden una presencia sensible análoga a la de los demás hombres.

En el desarrollo de las apariciones, dos orientaciones son reveladoras de las intenciones particulares
de Jesús. Tenemos en primer lugar cómo las mujeres preceden a los hombres al descubrir el
sepulcro vacío, en recibir el mensaje de la Resurrección y en encontrar a Cristo resucitado. Tal
prioridad no estaba en consonancia con la mentalidad religiosa judaica, ni con la usanzas sociales
que rehusaban atribuir validez al testimonio de una mujer. Jesús se enfrenta con los prejuicios de su
ambiente haciendo expresamente de María Magdalena y de las otras mujeres los primeros testigos
de la Resurrección. Sabemos que Pedro reivindicará especialmente para los Doce ese titulo
de: "testigos de la Resurrección", Hech.1.22. La atribución oficial del titulo a los apóstoles pone de
relieve, por contraste, la innovación de Jesús que había conferido primeramente esa cualidad a la
mujeres y de una forma definitiva. Por medio de esa innovación, Cristo manifestaba su intención de
otorgar a la mujer, en la Iglesia un papel que no sería inferior a la del varón.

Otra elección es el lugar de las apariciones: Jerusalén fue el lugar de las primeras apariciones
después Galilea. Queriendo dar a entender que a Jerusalén por ser la principal, Galilea es la apertura
a todo el mundo, ensanchando el horizonte de las apariciones.

11.9. LA FORMULACIÓN DE LA FE

Si el descubrimiento del sepulcro vacío, el mensaje de los ángeles, y después las apariciones de
Cristo resucitado han suscitado la fe en la Resurrección, ¿cómo se ha expresado esa fe? A partir de
los orígenes, el hecho de la Resurrección ha sido enunciado mediante dos fórmulas que han
adquirido un valor permanente de expresión de la fe: "Cristo ha resucitado", esto es literalmente en
el verbo griego: "se ha elevado", o "se ha despertado". Y la otra fórmula: "Dios (el Padre) ha
resucitado (al Hijo), lo "ha ensalzado" o "lo ha despertado de entre los muertos".
Si nos preguntamos cuál es 1a fórmula primitiva, el criterio será el de la sencillez y el de la ausencia
de interpretación doctrinal. La primera fórmula parece más antigua que la segunda, que comporta
una afirmación sobre la acción de Dios (Padre) y, por lo tanto, una afirmación teológica: "Cristo ha
resucitado", l Cor 15, 4; o: "el Señor ha resucitado", no pueden ser consideradas como enteramente
primitivas, pues contienen ya una explicitación en el titulo aplicado a Jesús: "Cristo" o "Señor". En
realidad, la fórmula más simple es la que encontramos en el mensaje del ángel: "El (Jesús) ha
resucitado", Mc 16, 6; Lc 2, 6.

Observemos que esa primera formulación va más allá de lo que es inmediatamente constatable. El
sepulcro vacío, y las subsiguientes apariciones demuestran que Jesús ha debido resucitar, pero la
Resurrección en sí misma no ha sido objeto de ninguna constatación. ¿De dónde viene la afirmación
que no se limita a las apariencias sensoriales y enuncia el hecho esencial que ellas implican? Parece
que viene del mismo Jesús, que había anunciado a sus discípulos, antes del acontecimiento, que
resucitaría al tercer día. Es a ese anuncio al que se refiere el mensaje angélico, Mt 28, 6; Mc 16, 7;
Lc 24, 6-7. El hecho que los discípulos no habían comprendido anteriormente la profecía de la
Resurrección Mc 9, 10, no significa un obstáculo para el empleo del término "resucitar", una vez que
la profecía se ha realizado: a la luz de su experiencia actual, en los encuentros con Jesús viviente,
los discípulos han podido ya clarificar lo que en principio había quedado obscuro para ellos.

Por lo demás, se observan dos orientaciones en el desarrollo de las fórmulas. Una subraya la
soberanía de Jesús que "ha resucitado", como Señor. La otra fórmula indica la acción del
Padre: "Dios le ha resucitado de entre los muertos", Rom 10, 9; l Tes l, 10. En esta segunda
orientación se observa el esfuerzo por colocar más aún la resurrección en el conjunto del plan divino
de la salvación, insistiendo en la iniciativa preponderante del Padre. El Padre es el autor de todo el
designio de salvación; es El que ha enviado a su Hijo a este mundo y le ha señalado la vía del
sacrificio. Pero su intervención en la resurrección de Jesús es particularmente significativa, pues
responde a la entrega que el crucificado ha hecho de sí mismo en el momento de su muerte.
Implica, ya lo hemos observado, una aceptación del sacrificio, y contribuye a mostrar cómo la misma
muerte formaba parte de la obra de la salvación.

El acontecimiento de la Resurrección: ¿Es la Resurrección un acontecimiento, y, más exactamente,


es un acontecimiento histórico? La fe se ha expresado no sólo constatando que Jesús seguía
viviendo, sino afirmando que resucitó al tercer día. Según esto, "la comunidad ha afirmado desde el
origen un acontecimiento" y no solamente un estado celeste de Cristo. Es cierto, que ese
acontecimiento, en virtud de ciertos aspectos esenciales, sobrepasa la historia, por lo que se le
puede calificar de un acontecimiento "metahistórico" o "transhistórico" como prefieren otros.

La Resurrección escapa a la historia en primer lugar porque, como acontecimiento, no ha podido ser
objeto de ninguna constatación de testigos presenciales del hecho mismo (nadie vio con sus propios
ojos cómo Jesús resucitaba). Los testimonios evangélicos se limitan a informar sobre el
descubrimiento de la tumba vacía, y sobre las posteriores apariciones, pero no llegan directamente
hasta el hecho en sí mismo.

Existe otro motivo, más profundo, por el que la resurrección transciende la historia. Si no ha habido
observación por parte de testigos, es en realidad porque el acontecimiento, en su realidad
fundamental, superaba cualquier constatación posible. La Resurrección de Cristo implica un paso del
estado de muerte a una vida superior, pero el hecho de que el cuerpo está animado, por el espíritu,
de una vida divina. Por este hecho, la Resurrección de Jesús difiere de la de Lázaro: no se reduce a
la reanimación del cadáver, como fue el caso de Lázaro. A diferencia de éste, que después de haber
salido de la tumba reanudó su vida terrena, Jesús, después de su Resurrección, no prosigue su
existencia humana en compañía de sus discípulos. Su vida de resucitado no pertenece ya al
desarrollo ordinario de la historia humana.

No obstante, si la Resurrección transciende la historia, no se pueden desconocer otros aspectos por


los cuales posee un valor histórico. La Resurrección, aun no habiendo sido vista por testigos, está sin
embargo, atestiguada indirectamente por algunos testigos históricos. Los relatos de las apariciones
de Jesús resucitado de la Resurrección. Ha habido una auténtica transmisión histórica de esos
testimonios en los que los exegetas se esfuerzan por determinar la parte de redacción y los
elementos originales.

La Resurrección es también un acontecimiento histórico en el sentido de que acaeció en un momento


determinado de la historia de la humanidad, y a partir de un lugar también determinado del espacio
terrestre. La fecha del "tercer día", ha sido mencionada en la fórmula de fe, precisamente para
subrayar que se trata de un hecho ocurrido en el decurso de la historia. El descubrimiento del
sepulcro vacío indica las coordenadas de tiempo y de lugar que constituyen la base del
acontecimiento.

Finalmente, la Resurrección confirma su nexo con la historia mediante las apariciones de Jesús:
aunque superior al desarrollo de la historia terrena, Cristo resucitado puede entrar en ella en ciertos
momentos. Tales retornos al campo de la historia, por breves que sean, son el signo de que el
resucitado no quiere permanecer ajeno a la historia de la humanidad. Demuestra que en El
permanece la continuidad con el pasado, y sobre todo, enviando a sus discípulos en misión por el
mundo, manifiesta su intención de ser la fuente de la historia futura de la Iglesia. Es decir, inaugura
una nueva historia del mundo.

De este modo, al mismo tiempo que los aspectos por los que se muestra "metahistórica" o
"transhistórica", la Resurrección posee ciertos aspectos esenciales de acontecimiento efectuado
dentro de la historia. Pertenece a la historia de la salvación, acción dirigida por Dios en la historia
humana, y acción que ha alcanzado su máximo despliegue en la Encarnación del Hijo de Dios. La
Encarnación es un acontecimiento metahistórico o transhistórico, ya que es paso de la eternidad
(Verbo), al tiempo (naturaleza humana), sin embargo es histórica, puesto que es la entrada de una
persona divina en la historia humana. La Resurrección consuma esa penetración de la eternidad en
el tiempo, transformando la existencia terrena; instala la carne humana en su estado definitivo,
escatológico en el que esa carne se llena de vida divina, y establece un nuevo principio de desarrollo
histórico, que coincide con el desarrollo escatológico. Desde este punto de vista, se puede decir que
la Resurrección es el comienzo de la Parusía.

11.10. EL VALOR SOTERIOLÓGICO DE LA RESURRECCIÓN

La consideración del valor soteriológico de la resurrección está fuera de duda. La resurrección es el


culmen de la obra de la redención. Es el premio del Padre a su Hijo Jesucristo por haber llevado a
término la obra de la Redención.

11.11. LA RESURRECCIÓN, ACONTECIMIENTO DE SALVACIÓN

Con demasiada frecuencia, la Resurrección de Cristo ha sido considerada bajo una perspectiva muy
estrecha, la de una apologética que en ella buscaba casi exclusivamente una demostración de la
divinidad de Jesús. Apenas se le concedía lugar en la teología de la Redención concentrada en el
acontecimiento del Calvario; el valor de salvación era totalmente atribuido a la muerte de Cristo, a la
que siguió la Resurrección, pero tan solo como un feliz epílogo del drama de la muerte. Una fuerte
reacción se ha producido en la teología católica en orden a reconocer el valor soteriológico de la
Resurrección .

No se puede, ciertamente, desatender el valor demostrativo de la Resurrección, que aparece como la


cúspide de la revelación que Jesús hace de sí mismo. La Resurrección garantiza la autenticidad de la
enseñanza de Cristo, demostrando que: "sus palabras no pasarán", Mt 24, 35; en efecto, "ha
resucitado, como lo había dicho", Mt 28, 6. Más especialmente manifiesta la veracidad de la
afirmación: "Yo soy", por la que Jesús reivindica una identidad divina: "Cuando hayáis levantado al
Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo soy", Jn 8, 28.

S. Pablo ha subrayado la importancia capital de la Resurrección en la revelación de Cristo: "si no


resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe", l Cor 15, 14. Suprimir la
Resurrección, es quitar a la fe su objeto central, el acontecimiento que le sirve de fundamento. Sin
embargo, S. Pablo añade más adelante una precisión de más amplio alcance: "si no resucitó Cristo,
nuestra fe es vana, estáis todavía en vuestros pecados", l Cor 15, 17. Considera entonces en la
Resurrección su valor soteriológico, la eficacia del acontecimiento en orden a la remisión de los
pecados. La salvación deriva de Cristo resucitado. La Resurrección es el objeto esencial de la fe, no
sólo como manifestación de la divinidad de Jesús, sino como acontecimiento que nos vale de
salvación, el perdón de las culpas.

Esta afirmación concuerda con diversas indicaciones de los relatos de las apariciones: Jesús
resucitado envía a sus discípulos en misión, Mt 28, 18-20, y les comunica el poder de perdonar los
pecados. Jn 20, 22-23 ¿En qué consiste el valor soteriológico de la Resurrección? Debemos analizar
sobre todo la conexión entre la muerte y la Resurrección en el drama de la salvación, y después
determinar la eficacia propia de la misma Resurrección.

11.12. CONEXIÓN ENTRE LA MUERTE Y RESURRECCIÓN EN EL DRAMA DE LA SALVACIÓN

11.12.1. En los anuncios del Antiguo Testamento

Desde el A T se observa la conexión existente entre la desgracia y la liberación, entre el dolor y el


gozo triunfante. Sabemos que el binomio "desgracia - liberación", se había grabado profundamente
en el historia del pueblo judío, y cómo la espera escatológica se orientaba hacia la salvación
obtenida a precio de una calamidad (libro del Exodo y liberación de los egipcios). Notemos que en
ese binomio de acontecimientos, se carga el acento sobre la liberación, sobre el triunfo o la salvación
del pueblo. Desgracia y sufrimiento son tan sólo un paso hacia la liberación y el gozo. Contemplando
su historia, los judíos consideraban sus desgracias como el efecto de la ira divina que se desplegaba
con miras de misericordia, y daban gracias a Dios por la preponderancia de sus beneficios y favores;
volviéndose hacia el futuro mesiánico, su esperanza se centraba se centraba en la salvación
prometida.

11.12.2. En los Evangelios Sinópticos

La conexión entre la muerte de Jesús y su Resurrección aparece primeramente en las predicciones


que Cristo hace de las mismas a sus discípulos, después en sus comentarios después de los
acontecimientos.

La primera predicción de la muerte y Resurrección marca un viraje en la enseñanza de Jesús. Hasta


entonces Jesús se había revelado como el Mesías. Después de haber conseguido la adhesión de sus
apóstoles, la profesión de fe de Pedro en su mesianidad, Jesús desvela en qué consistirán su destino
y su función mesiánica: tendrá que sufrir, lo maltratarán, lo condenarán a muerte y resucitará al
tercer día. Mt 16, 21; Mc 8, 31; Lc 9, 44. Anuncia con intención la Resurrección después de su
muerte, ya que de modo ordinario unirá las dos predicciones. El valor salvífico de la Resurrección no
queda indicado en esa predicciones, como tampoco el valor salvífico de la muerte. Pero
implícitamente se sugiere ese valor, ya que muerte y Resurrección forman parte de la misión del
"Hijo del hombre", de los acontecimientos queridos por Dios "es necesario", para la fundación del
Reino mesiánico.

El nexo entre la muerte y Resurrección está indicado únicamente en el aspecto cronológico: "al
tercer día". El comentario que Jesús hace a los dos discípulos de Emaús: "¿No era necesario que el
Cristo padeciera eso y entrar así en su gloria?, Lc 24, 26, sugiere que la prueba de la muerte trae
consigo la recompensa de la glorificación eterna. Por eso les echa en cara a los discípulos el haber
perdido la esperanza y no haber visto en la prueba el signo de la entrada del Mesías sufriente en la
gloria eterna.

Después, en una instrucción a los apóstoles, comenta de manera análoga las Escrituras para
mostrarles la conexión entre Muerte y Resurrección y predicación universal del evangelio Lc 24, 46-
47; la mención de esa predicación, como meta de la muerte y Resurrección, deja entrever el alcance
soteriológico de esos dos acontecimientos .

11.12.3. En el Evangelio de Juan

Se presenta de forma aún más estricta el nexo entre la muerte y la Resurrección. Los tres días de
intervalo parecen a veces difuminarse, como si la muerte coincidiera con la glorificación. Así, la
"hora" capital en la vida de Cristo es la hora de la Pasión redentora, Jn 12, 27, y la hora de la
glorificación, Jn 12, 23; 17,1. Esa hora única, a la vez muerte y entrada en la gloria, queda
expresada en la frase: "Habiendo llegado su hora de pasar de este mundo al Padre", Jn 13, 1. Morir
y entrar en la gloria del Padre es todo uno. Pero no es que el autor del "evangelio espiritual" ignore
el intervalo de tres días. Cuando se refiere a una profecía de Jesús: "Destruid este Santuario y en
tres días lo levantaré", Jn 2, 19, precisa a continuación Jesús: "hablaba del Santuario de su cuerpo",
Jn 2, 21. La evocación de la Resurrección resulta tanto más clara cuanto que el verbo empleado para
significar la reconstrucción del templo es uno que significa al mismo tiempo "resucitar", (egero ) .

La relación de finalidad entre muerte y resurrección se muestran en las palabras: "doy mi vida para
recobrarla de nuevo", Jn 10, 17. Por lo tanto no se entrega a la muerte sino para llegar a la
Resurrección: es a la Resurrección a la que apunta la intención del Salvador. Para Cristo la muerte
es tan sólo un paso, hacia el cual avanza voluntariamente, y cuyo desenlace domina, pues ahí se
ratifica como dueño de la propia resurrección como de su propia muerte.

El alcance soteriológico de la glorificación se evidencia al comienzo de la oración sacerdotal: "Padre


ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti, según el poder que le has
dado sobre toda carne, a fin de que a todos los que le has dado él les dé la vida eterna", Jn 17, 1-2.
El don de la vida eterna será obra del Hijo glorificado: después de su glorificación él podrá ejercer el
poder que el Padre le ha dado sobre toda carne.

Finalmente, el valor de la muerte y de la resurrección en la economía de la salvación se anuncia en


la declaración, ya mencionada, sobre la destrucción y la reconstrucción del templo .

11.12.4. En la predicación apostólica


En la primitiva predicación apostólica, tal como nos la refieren los Hechos de los Apóstoles, la
Resurrección de Jesús ocupa un lugar esencial . El apóstol es definido incluso como "testigo de la
resurrección", Hech 1, 22. Su predicación debía consistir ante todo en ese testimonio, y así fue
realmente: "los apóstoles daban testimonio con gran poder de la Resurrección del Señor Jesús",
Hech 3, 15. Eso es lo que Pedro afirma en su primer discurso. Habla de Jesús a quien: "vosotros le
matasteis clavándole en la cruz por manos de los impíos" . "Dios le resucitó rompiendo las ataduras
de la muerte, pues no era posible que quedara bajo su dominio", Hech 2, 23-24 .

En cuanto al valor soteriológico de la resurrección, no está directamente consignado. Pero la


Resurrección está subrayada para indicar que Jesús es el Salvador, que sin El no hay salvación; las
curaciones milagrosas obtenidas mediante la fe en Cristo, testimonian precisamente el poder de
Jesús resucitado: "no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros
debamos salvarnos", Hech 4, 12. Si es cierto que el testimonio de la Resurrección debe hacer
aparecer en Jesús la cualidad de Salvador, se notará sin embargo que la Resurrección es
considerada sobre todo como una aprobación divina dada a Jesús y se ve en ella más la acción y la
garantía de Dios que su aportación a la aptitud salvífica personal de Cristo.

11.12.5. En la doctrina de S. Pablo

Destaquemos dos textos: En la segunda carta a los Corintios Pablo afirma de Cristo: "ha muerto por
todos, para que ya no vivan para sí sino para aquel que murió y resucitó por ellos", 2 Cor 5, 15. Así,
pues, la Resurrección de Cristo ha tenido lugar para nosotros, como su muerte; ese triunfo personal
de Cristo se justifica por el valor que reviste para toda la humanidad.

¿Qué significa la expresión "por ellos"? En primer lugar significa que Cristo ha muerto y resucitado
en nuestro favor, para nuestro provecho. La Resurrección como la muerte, es un don del amor. Que
ahí existe un don del amor se evidencia por el comienzo de la frase: "El amor de Cristo nos
apremia", más directamente lo confirma el hecho de que en respuesta a ese amor los vivientes, a su
vez, deben vivir para Cristo puesto que Cristo ha recobrado vida para nosotros, nosotros debemos
vivir para El. La afirmación es importante: el designio divino de amor redentor, que se ha revelado
en la muerte de Jesús, llega a su culminación en su Resurrección.

Además, las palabras "por ellos", expresan la función de representación que desempeña Cristo,
Pablo acaba de decir: "uno murió por todos, todos por tanto murieron". Y más adelante añade: "si
alguno esta en Cristo, es una nueva criatura", 2 Cor 5, 17. La muerte y la Resurrección de Cristo
implican y comportan la muerte de todos y una nueva vida para todos. Es de advertir que sería
erróneo trazar simplemente dos líneas paralelas, una según la cual la muerte de Cristo comporta
nuestra muerte, y otra según la cual su Resurrección nos sitúa en una nueva vida. Pablo junta en
una unidad indisoluble (el misterio pascual), la muerte y Resurrección de Cristo; es Cristo resucitado
el que nos da una vida nueva, en la cual hay una muerte, precisamente esa muerte a nosotros
mismos (egoísmo) y al pecado, que nos hace vivir para Cristo. Es cierto que la muerte de Cristo
tiene su significado y su papel propios, pero sólo actúa en nosotros gracias a la Resurrección. No es
Cristo muerto el que actúa en nosotros, sino Cristo muerto y resucitado, que, al comunicarnos su
vida de resucitado y haciendo en nosotros una "nueva creatura", nos hace beneficiarios de su
muerte, como condena del pecado.

Así Pablo, en otro pasaje nos dice: "por el gran amor con que nos amó, estando muertos a causa de
nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo... con él nos resucitó y nos hizo sentar en los
cielos en Cristo Jesús", Efes 2, 4-6. Dios nos salva comunicándonos la vida de Cristo glorioso. Si
Cristo ha sido resucitado "para nuestra justificación", por consiguiente, resucitado para otorgarnos
una participación en su vida gloriosa. Entre la Resurrección y nuestra justificación se da una relación
de causalidad eficiente al menos mediadora o instrumental; la causalidad eficiente principal es la de
Dios que resucita a Cristo para hacernos participes de su vida divina. Con la resurrección tiene, por
sí misma un valor soteriológico; es causa eficaz de la justificación. Romanos capítulos del 4 al 6.

Conclusión:

La conexión entre muerte y Resurrección debe expresarse ante todo en términos de finalidad:
Muerte y Resurrección se eslabonan la una con la otra, de tal forma que la segunda es el desenlace,
el término final de la primera. La muerte se produjo con miras a la Resurrección. Este pensamiento
fue audazmente expresado por Severo de Antioquía (538) que dijo: "Cristo ha aceptado y padecido
la pasión con el fin de hacer posible la Resurrección, la inmortalidad y la incorruptibilidad, y
comunicárnoslas". En efecto, sin una muerte previa, ¿cómo podría tener lugar la Resurrección? Es
pues, la Resurrección con su efecto salvífico la que, por ser el objetivo de la muerte, motiva
definitivamente esa misma muerte.

En consecuencia, muerte y Resurrección de Cristo concurren, en su concatenación, para procurarnos


la salvación. Aquí con Sto. Tomás, es preciso distinguir la eficacia y la ejemplaridad. Muerte y
Resurrección son las dos eficaces para la salvación considerada en su totalidad; pero su valor
figurativo es distinto, por el hecho de que la muerte simboliza la muerte al pecado, mientras que la
Resurrección significa el otorgamiento de la vida nueva. Estos dos efectos: destrucción del pecado, e
infusión de vida divina, no forman sino una sola realidad; ya que el pecado se borra mediante la
infusión de la gracia; se da un doble símbolo para la diferencia de aspecto, muerte y vida.

En la línea de la eficacia, si muerte y Resurrección desempeñan cada uno su función, ¿cómo se


puede caracterizar su causalidad respectiva? Hay que decir que la muerte no produce su efecto sino
a través de la Resurrección. "El Hijo salió al encuentro de la muerte en su resurrección de entre los
muertos", (Teodoro de Mopsuestia, 428). Así pues, la muerte de Cristo no tiene ninguna eficiencia
directa sobre la salvación; no posee esa eficiencia sino provocando la Resurrección. Ahora bien, esa
virtud que ha tenido la muerte para provocar la Resurrección puede llamarse "mérito". La muerte,
pues, tiene un valor salvífico en cuanto causa meritoria de la Resurrección.
Muerte y Resurrección son cada una causa de toda la salvación, pero a titulo diferente: la muerte
como causa meritoria, y la Resurrección como causa eficiente directa. Toda la eficiencia de la
Resurrección deriva de la muerte, y todo el fruto salvífico de la muerte se encuentra en la
Resurrección, o más exactamente todavía, en la glorificación de Cristo, de la que la Resurrección es
el acontecimiento más característico.

11.13. EFICACIA SOTERIOLÓGICA DE LA RESURRECCIÓN. EN LA PERSONA DEL REDENTOR

S. Pablo presenta la Resurrección como un "nuevo nacimiento de Cristo a su filiación divina". Al


comienzo de la epístola a los Romanos, escribe que el Hijo de Dios, nacido de la raza de David según
la carne, ha sido: "constituido Hijo de Dios con pleno poder, según el Espíritu de santidad por su
Resurrección de entre los muertos", Rom 1, 34. La traducción de la Vulgata dice: "ha sido
predestinado Hijo de Dios", evita la dificultad que suscita el texto, pero no responde al sentido de la
palabra empleada por Pablo, como tampoco corresponde a ese sentido la interpretación de S. Juan
Crisóstomo que dice: "declarado, manifestado". La palabra significa: "constituido", establecido. Es
necesario, por tanto, tratar de penetrar en el significado de esa afirmación audaz: ¿ En qué sentido
Cristo ha sido constituido Hijo de Dios como consecuencia de la Resurrección de entre los muertos ?
La determinación "con poder", no debe movernos a interpretar simplemente que la Resurrección le
ha valido a Cristo el poder de Hijo de Dios. Eso sería atenuar indebidamente el alcance del texto. La
palabras "constituido Hijo de Dios", indican la instauración de una filiación, un nuevo nacimiento. En
la epístola a los Colosenses, tras haber declarado que Cristo es "la imagen de Dios invisible, el
primogénito de toda la creación", añade S. Pablo que Cristo ha sido "el primogénito de entre los
muertos", Col 1, 15-18. Por lo tanto, la Resurrección es considerada como un nacimiento en el que
se revela la primacía de Cristo.

¿En qué consiste esa nueva generación o esa nueva filiación de Cristo? Pablo ha afirmado la filiación
eterna de Jesús (el Verbo), antes de hablar de su nacimiento carnal en este mundo y del nuevo
estado alcanzado por medio de la Resurrección. Si aquel (Verbo) que es el Hijo de Dios desde toda la
eternidad ha sido constituido Hijo de Dios, lo ha sido en un sentido muy especial, que no pone en
tela de juicio la divinidad de Jesús. En un discurso que nos refieren los Hechos de los Apóstoles,
Pablo ve en la Resurrección de Cristo el cumplimiento de la promesa del Salmo 2: "Hijo mío eres tú,
yo te he engendrado hoy", Hech 13, 33. Ahora bien, la declaración del salmo significaba la
entronización del Mesías. Cristo es, pues, constituido Hijo de Dios en el sentido mesiánico del
término; en virtud de la resurrección, queda situado en el estado de filiación divina que debía
caracterizar al Mesías entronizado en su gloria, y es reconocido por Dios como Hijo suyo con un
titulo nuevo.

Esta nueva filiación sólo tiene sentido en orden a una economía de salvación. La filiación eterna
implicaba simplemente una relación intratrinitaria, entre el Padre y el Hijo; pero la filiación que
Cristo recibe a través de su Resurrección se explica en base a una relación con los hombres
(mediador). En la cualidad de Mesías y por consiguiente de Salvador de la humanidad queda
expresada y definida en esa filiación. Aun cuando se reconozca esa diferencia, observemos que la
nueva filiación prolonga esencialmente la primera. Lo que el Hijo era desde la eternidad, lo adquiere
plenamente en su naturaleza humana glorificada.

La misma Encarnación suponía una análoga prolongación. Es el Hijo de Dios el que ha "nacido de la
raza de David según la carne", Rom 1. 3. Al encarnarse, el Hijo comunicaba su filiación divina a su
naturaleza carnal. Pero antes de la Resurrección esa filiación no había podido penetrar enteramente
la naturaleza humana de Jesús, hacer pasar a ella sus privilegios y su gloria divina. Puesto que la
condición de existencia terrena estaba marcada por la "kénosis", por el estado de "siervo", el Hijo
encarnado renunciaba a hacer resplandecer la gloria de su divinidad en su naturaleza humana, de tal
modo que su filiación se mantenía velada. En virtud de la Resurrección, Cristo posee en su
humanidad corporal todo el resplandor de su divinidad: desde ese momento de la Resurrección todo
su ser humano es portador de la gloria divina, y manifiesta, por tanto, la filiación divina. Se trata del
nuevo nacimiento del Hijo de Dios en su naturaleza humana, en cierto sentido el Hijo no hace otra
cosa sino manifestar lo que era desde toda la eternidad; pero, por otra parte, esa manifestación
constituye una auténtica novedad, una prolongación substancial de su divinidad en su humanidad.
Así, puede decirse, con S. Hilario, que Cristo, por la gloria de la Resurrección, aun "naciendo a lo
que ya era antes de todos los tiempos, sin embargo, nace para ser en el tiempo lo que todavía no
era".

Se puede ver ahí un segundo estadio de la Encarnación, su consumación. Esta vez el cuerpo es
asumido por el Hijo hasta el punto de participar en su condición divina, de ser divinizado aunque
siga siendo cuerpo humano. Esta transformación de Cristo es evocada por S. Pablo bajo dos
aspectos: Cristo resucitado posee en su naturaleza humana el poder de Hijo de Dios: "constituido
Hijo de Dios en pleno poder", y su nuevo nacimiento se realiza no ya según la carne sino "según el
Espíritu de santidad". Se trata, pues, de un nacimiento de orden superior, el nivel espiritual, y de un
nacimiento que le permite ejercer el dominio propio de la divinidad.

La glorificación es la Encarnación perfecta, una Encarnación, cuyas exigencias íntimas se cumplen en


su totalidad y cuya eficacia se puede desplegar. Esta Encarnación es a un mismo tiempo perfecta en
el orden de la naturaleza y en el orden de la finalidad. En el orden de la naturaleza, porque la
naturaleza humana no es invadida plenamente por la divinidad sino a partir de la Resurrección,
según la expresión de S. Pablo: "en El reside corporalmente todo el pleroma de la divinidad", Col 2,
19. En el orden de la finalidad porque la Encarnación tiene exclusivamente como objetivo la
salvación de los hombres con su divinización, y no alcanza ese fin sino a través de la glorificación de
Jesús.

11.14. EN LA NATURALEZA HUMANA DE CRISTO


La transformación que se produjo en el Redentor en virtud de la Resurrección está destinada a
comunicarse a la humanidad. Tres aspectos de esa transformación caracterizan ya el destino de
todos los hombres:

• Vida nueva "según el Espíritu de santidad".


• Filiación divina en la naturaleza humana.
• Resurrección de la carne

11.14.1. Según la Escritura

A. La Resurrección de Cristo es principio de vida nueva para la humanidad

Esto es lo que reflejan las palabras de Jesús, tal como nos las refiere S. Juan. Ya hemos recordado el
comienzo de la plegaria sacerdotal en la que Jesús suplica al Padre su glorificación para ejercer el
poder de dar la vida eterna, Jn 17, 1-2. La "gloria" es la vida divina que Cristo quiere difundir. Al
anunciar a sus discípulos que, tras una breve desaparición, le volverán a ver, precisa él: "porque yo
vivo y también vosotros viviréis", Jn,14,19. Dentro de su concisión esta fórmula muestra cómo la
vida del resucitado tiende a comunicarse.

La doctrina de S. Pablo comporta afirmaciones análogas: "cuando estábamos muertos a causa de


nuestros pecados, Dios nos vivificó juntamente con Cristo y con El nos resucitó..", Efes 2, 56; Col 2,
13. La asimilación a la vida de Cristo resucitado se efectúa a través del bautismo, Rom 6, 1-11. El
paso de la muerte del pecado a la vida nueva implica que la Resurrección tiene como efecto la
remisión de los pecados, y que esta remisión se concede al infundirse la vida divina. Es necesario
también mencionar la fórmula paulina, "en Cristo". Con sus variantes: "en Cristo Jesús", "en el
Señor", "en el Señor Jesús", acude frecuentemente a la pluma de S. Pablo; viene a ser expresión de
la situación fundamental de la vida cristiana, ser cristiano es vivir en Cristo.

Ahora bien, se trata de Cristo en su estado actual, que es el estado glorioso. Vivir en Cristo y recibir
de El vida y salvación no es estar en relación con El tal como El vivió en otro tiempo en la tierra y tal
y como se encontró en la Pasión redentora. S. Pablo afirma enérgicamente la eficacia de la Pasión y
de la muerte de Cristo, pero cuando asienta la existencia cristiana en Cristo, fija su atención en
Cristo que, después de la muerte redentora, pasó al estado de gloria divina. Toda la eficacia de la
Pasión nos llega por medio de Cristo resucitado.

Esto explica el que antes de declarar que se da una nueva creación cuando se está en Cristo,
enuncie el principio: "si conocimos a Cristo según la carne, ya no le conocemos así", 2 Cor 5, 16.
Considera a Cristo resucitado como aquel que funda la nueva creación.

Esta consecuencia, la fórmula "en Cristo", atestigua que, según el pensamiento de S . Pablo, el
estado glorificado de Cristo es el principio actual de vida y de salvación para nosotros. Percibimos
ahí el valor soteriológico de la glorificación, no como el acto del drama redentor, sino como estado
en el que se consumó ese drama y que se prolonga actualmente. Cristo resucitado constituye el
clima permanente de vida en que se desarrolla toda la existencia cristiana.

Se trata de una vida según el Espíritu, con todas las consecuencias morales que de ahí se derivan en
el comportamiento: vivir del Espíritu muriendo al pecado. Rom 8, 12-13.

B. La Resurrección de Cristo es principio de filiación divina para los hombres

La vida según el espíritu, que viene de Cristo glorioso, implica la cualidad de hijo de Dios, como lo
subraya S. Pablo: "Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios", Rom 8, 14-
17; Gal 4, 5-7. Según el testimonio evangélico, Jesús resucitado quiere mostrar a los discípulos que
se han convertido en hijos del Padre; por primera vez les llama hermanos suyos, y explica esta
fraternidad mediante la expresión: "mi Padre y vuestro Padre", Jn 20, 17 . La primera epístola de
Pedro afirma nuestra "regeneración", efectuada por la Resurrección de Jesucristo, l Petr 1, 3. Este
término significa nuevo nacimiento y nueva vida.

C. La Resurrección de Cristo es fundamento de la resurrección corporal de los hombres

Según el discurso eucarístico de Juan, 5, 54, la vida comunicada por la carne y la sangre de Hijo del
hombre contiene la seguridad de la resurrección en el último día . Pero es sobre todo S. Pablo el que
ha enunciado la relación entre la Resurrección de Jesús y la nuestra . Cuando habla de la vida del
Espíritu, Pablo indica su cumplimiento en la resurrección de la carne: "Si el Espíritu de Aquel que
resucitó a Cristo de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los
muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros ",
Rom 8, 11.

En la primera carta a los Corintios, sostiene que la fe en la resurrección universal va unida a la fe en


la Resurrección de Cristo: "si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó", l Cor
15, 13. En rigor, semejante afirmación podría referirse simplemente a Jesús como un caso
particular de una regla universal. Pablo desarrolla su pensamiento de fe, precisando que Cristo es la
fuente, la única fuente, de la resurrección: "Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de
los que durmieron. Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre
viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así todos
revivirán en Cristo", l Cor 15, 20-22.

Por consiguiente, la resurrección de los hombres se modela sobre la de Jesús, es fruto de la muerte,
en nosotros como en El. A quienes lo ponen en duda, les dice S. Pablo: "Lo que tú siembras no
revive sino muere". La imagen es paralela a la que había empleado Jesús para indicar el sentido de
su propia muerte: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo, pero si muere, da
mucho fruto", Jn 12, 24. La imagen da a entender especialmente que la resurrección es una novedad
en la continuidad.

Conclusión general

El valor soteriológico de la Resurrección de Cristo está ampliamente afirmado en la Escritura y en la


Tradición. Este valor va vinculado al acontecimiento histórico de la Resurrección, en cuanto que
coloca a Cristo en un estado glorioso, en una vida nueva que es la del Espíritu. No cabe separar
estado y acontecimiento, ya que el efecto salvífico no deriva simplemente del acontecimiento
considerado en su carácter transitorio en el momento el paso de la muerte a la vida, como tampoco
del estado disociado del acontecimiento: deriva del acontecimiento en su valor permanente,
definitivo, como vida triunfante que no cesa de colmar a Cristo glorioso.

El efecto salvífico producido por la Resurrección está destinado a extenderse al alma y al cuerpo de
los hombres. Al alma de Cristo resucitado comunica la vida de la gracia, y al cuerpo le otorga una
participación actual en esta misma vida, que fundamenta la garantía de la resurrección final. No se
podría atribuir exclusivamente al alma gloriosa de Cristo el efecto obtenido o a obtener en nuestro
cuerpo pues es Cristo todo entero, por medio de su humanidad gloriosa, el que nos salva y nos
santifica. Su humanidad total, alma y cuerpo, ejerce una actividad sobre nuestra totalidad humana,
alma y cuerpo. Así, pues, el cuerpo glorioso de Cristo contribuye a la santificación de las almas, así
como su alma gloriosa desempeña también su función en la santificación de los cuerpos.

En cuanto al modo de causalidad, ya hemos observado que une causalidad ejemplar y causalidad
eficiente. Cristo resucitado es el ejemplar perfecto de la nueva humanidad, es sobre todo fuente de
eficaz realización de esa humanidad. Esta eficacia ha sido calificada de instrumental con el fin de
reservar claramente al mismo Dios el primer origen y el dominio supremo en la comunicación de la
gracia. ¿Qué significa esta instrumentalidad? Significa que la acción divina pasa toda entera por la
humanidad gloriosa de Cristo, única vía a través de la cual transmite a los hombres la vida divina.
Pasando a través de esa humanidad gloriosa, recibe de ella una marca, una profunda impronta, de
tal modo que la vida de la gracia adopta la forma que reviste en Cristo la vida brotada de la
Resurrección.

La vida de la gracia, aunque todavía no sea gloria celeste, posee ya un aspecto escatológico, de tal
manera que los cristianos que deben todavía pasar a través de la muerte y que deben vivir en
comunión con la Pasión de Cristo, albergan ya en sí mismos un más allá de la muerte y de la Pasión.
Aun cuando no estén exentos del pecado, tienen, en la vida recibida del Resucitado, el principio de la
victoria sobre el pecado.

Sin embargo, afirmando la causalidad instrumental de la Resurrección o de la humanidad gloriosa de


Cristo, no hay que perder de vista los límites de este concepto. Un instrumento es un medio para
llegar a un fin, no forma parte del término al que se quiere llegar. Ahora bien, la Resurrección de
Cristo forma parte del fin: "su humanidad gloriosa pertenece al término último del destino de los
hombres y del universo". Más exactamente, sitúa ese término en su principio, lo inaugura.

La Resurrección es, pues, bastante más que un instrumento. "Para Él fueron creadas todas las
cosas", dice S. Pablo, Col 1, 16, con lo cual quiere decir que la creación está destinada a estar
sometida a Cristo glorioso y a resplandecer con su gloria. El gran designio del Padre es el de
"recapitular", todas las cosas en el, Efes l, l0, de restaurar y reunir bajo el poder y la acción
vivificante de Cristo glorioso a todos los hombres, con el universo interesado en su redención. Por lo
tanto, más que medio, Cristo, en su estado de gloria, es el fin hacia el que tiene el nuevo universo;
el fin ultimo es un mundo enteramente penetrado de la vida de Cristo resucitado.

La Resurrección pone especialmente de relieve el aspecto cósmico de la redención. La vida gloriosa


conferida al cuerpo de Cristo inscribe definitivamente en el cuerpo, en la materia, su auténtico
destino. El cuerpo humano debe participar en la salvación y en la divinización del alma: he ahí por
que, en la esperanza, aguardamos: "la redención de nuestro cuerpo", Rom 8, 23. El cuerpo es objeto
de Redención, y lo es integralmente. El destino glorioso indica que no es un simple instrumento, ni
un accesorio que se abandona después de usarlo, sino que pertenece a la persona, que es necesario
para el pleno desarrollo de la misma y que, por lo mismo, es un fin como la misma persona.

Por lo que respecta al mundo material, este es solidario con el cuerpo humano, y es impulsado hacia
un destino similar. El cuerpo resucitado de Cristo es en principio una"resurrección de todo el
universo visible". La materia ha sufrido la influencia del pecado y debe de participar en la salvación,
según el criterio formulado por S. Pablo: "la creación gime con dolores de parto hasta que sea
liberada de la servidumbre de la corrupción para recibir la libertad de la gloria", Rom 8. 21, que el
Hijo de Dios comunica a su propio cuerpo para extenderla luego al universo. El mundo material, que
existe únicamente para el hombre, debe participar en el destino del hombre, y por consiguiente en la
vida divina que Cristo resucitado otorga al cuerpo.

La Resurrección aparece así como un triunfo completo, que no deja realidad ninguna fuera de la
Redención y de la victoria de Cristo. Todo aquello que ha sido afectado, dañado por el pecado,
incluyendo la más modesta realidad material que ha padecido, contra su propia naturaleza, la ley del
mal, esta ya restaurada por Cristo glorioso y elevada a una vida superior.

Cristología II - 31° Parte: La Ascensión


P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

12. LA ASCENSIÓN

La Ascensión del Señor a los cielos es un artículo de fe, que aparece en los símbolos más antiguos
como parte esencial de la exaltación - glorificación de Cristo. En ella se expresa el señorío de Cristo
sobre toda la creación, la plenitud de su vida y de su poder, es el Rey del Universo. La Ascensión, en
el símbolo de la fe, va unida a la expresión: "sentado a la derecha de Dios Padre, todopoderoso", en
cuanto que participa de la soberanía y plenitud de Dios Padre, "que le ha entregado todo poder en el
cielo y en la tierra" , Mt 28, 18.

El Concilio Vaticano II, en la Constitución Sacrosanctum Concilium, Nº 5 dice: "La obra de la


Redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, que tuvo su preludio en las admirables
gestas divinas obradas en el Antiguo Testamento, ha sido realizada por Cristo Señor, especialmente
por medio del Misterio Pascual de su santa Pasión, Resurrección, y gloriosa Ascensión, misterio con
el que muriendo ha destruido nuestra muerte y resucitando nos ha devuelto la vida".

La Ascensión nos la describe S. Lucas en Hech 1, 9-14, y también Mc 16, 19. Los relatos de la
Ascensión Mc 16, 19; Lc 24, 50-53, le dan particular relevancia en cuanto ligada a la última
aparición del Resucitado, cerrándose así un período de convivencia y de instrucción con los
apóstoles. La Ascensión puede calificarse como la otra cara o la culminación aquí en la tierra del
hecho de la Resurrección. A partir de ese momento Cristo estará para siempre ante el Padre
intercediendo por nosotros los hombres y rogando por nuestra salvación.

Nos podemos preguntar ¿qué añade la Ascensión a la gloria de Cristo resucitado? La Ascensión no
añadió nada a la gloria del Resucitado ni a la obra de la Redención, simplemente manifestó la gloria
de Jesús ante los discípulos y señaló el final de su presencia sensible aquí en la tierra. Pero de todas
maneras conviene hacer algunas consideraciones.

12.1. CONEXIÓN ENTRE LA MUERTE Y LA ASCENSIÓN EN EL DRAMA DE LA SALVACIÓN

12.1.1. La Ascensión figurada por la muerte

Según el evangelio de S. Juan, Jesús consideró por anticipado bajo una misma perspectiva, la de su
"partida", el acontecimiento de su muerte y el de su Ascensión. Las palabras con las que, durante la
última Cena, anuncia a sus discípulos su partida inminente, se aplican en primer lugar a la muerte;
pero aluden igualmente a su instalación definitiva en el cielo. Después de haber dicho: "adonde yo
voy, vosotros no podéis venir", Jn 13, 33, el Maestro declara: "Voy a prepararos un lugar", a saber,
en la casa de mi Padre, Jn 14, 2. Igualmente la promesa de la venida del Espíritu parece implicar no
solamente el hecho de la muerte sino el de la obtención en el cielo del poder de enviar el Paráclito:
"os convienen que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me
voy, os lo enviaré", Jn 16, 7. En estas palabras aparece la vinculación simultánea de Pentecostés con
la muerte y con la Ascensión, consideradas ambas en la formula: "si me voy". Tan solo la Ascensión
constituye, en efecto, la partida definitiva de Cristo de este mundo terreno.

Más significativa es todavía la asociación de la muerte con la Ascensión en la perspectiva de la


elevación. Cuando Jesús anuncia que sería "elevado", emplea un término que haba designado, en el
Deutero-Isaías, la glorificación del Siervo paciente, Is 52, 13, y que pronto servirá para expresar el
misterio de la Ascensión Hech 2, 33; 5, 31. Pero el evangelista se cuida decirnos que Jesús sugería
de esa forma la clase de muerte le aguardaba, su elevación sobre la cruz.

También la idea de la Ascensión con la expresión: "Nadie ha subido al cielo sino el que bajo del cielo,
el Hijo del hombre que está en el cielo", Jn 3, 13. La elevación apunta, pues, hacia una subida
gloriosa al cielo; comporta, por lo demás, un poder de salvación análogo al de la serpiente de
bronce, el poder de conferir la vida eterna. Sin embargo, inmediatamente después, se evoca el amor
del Padre que donó a su Hijo único, Jn 3, 16. Por consiguiente el evangelista explica el anuncio de
Jesús pensando en la muerte redentora.

La alusión a la muerte es aun más transparente en Jn 8, 28: "Cuando hayáis levantado al Hijo del
hombre, entonces sabréis que Yo soy". La acción de levantar al Hijo del hombre, atribuida a los
adversarios, significa necesariamente la crucifixión de Jesús. También significa la elevación a la
gloria, ya que a continuación de esa muerte los adversarios tendrán que reconocer la divinidad de
Cristo.

¿De qué modo se puede precisar la conexión entre muerte y Ascensión? Situándolas en el mismo
hecho de la "elevación", el Maestro ha señalado su muerte en la cruz como "signo y origen" de su
exaltación gloriosa. El hecho de que el las vea con una sola mirada en continuidad la una con la otra,
indica que en el género de muerte se esboza ya, a manera de un signo sensible, la elevación de
Jesús a la gloria, y así es como esa muerte contiene ya en si misma el valor de la exaltación
suprema.

12.1.2. La Ascensión en contraste con la muerte

En las cartas de S. Pablo, muerte y Ascensión se encuentran directamente relacionadas, pero como
dos acontecimientos de dirección inversa que se suceden, una bajada y una subida. Se trata de una
óptica aparentemente opuesta a la que acabamos de mencionar en el evangelio de Juan, donde los
dos acontecimientos son enfocados como una única elevación. El contraste entre la bajada: "a las
partes inferiores de la tierra", y la subida "por encima de todos los cielos", está ya bien señalado en
la epístola en Efes 4, 9, s.s, pero es sobre todo en el himno cristológico de la epístola a los Filipenses
donde se muestra a plena luz: "Cristo se humilla en la obediencia hasta la muerte y muerte de cruz,
y Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre", Filp 2, 9. En la medida en que profunda
la bajada (kénosis), en esa misma medida, aun mayor, es considerable la elevación: es una
"superelevacion", que sitúa a Jesús en el rango de Dios, ya que recibe el nombre divino (Kyrios).
Pablo señala una relación intrínseca entre los dos movimientos contrarios, cuando dice: "por lo cual".
La bajada ha sido la causa de la elevación (Ascensión), la muerte en cruz por obediencia del Siervo
ha merecido la elevación a la gloria divina.

Aunque la imagen paulina de un movimientos descendiente y de un movimiento ascendente difiera


de la imagen de S. Juan de un solo movimiento ascendente, la idea fundamental es común: la
muerte es origen o causa de la Ascensión. Nótese que la imagen paulina tiene un precedente en los
evangelios sinópticos; en efecto, de un modo general, Jesús vincula el abajamiento con la
exaltación: "El que se humilla será ensalzado", Mt 23, 12; Lc 14, 11.

12.1.3. La Ascensión introducida por la muerte

En la epístola a los Hebreos, se emplea una nueva imagen, que sintetiza contraste y continuidad
entre la muerte y la elevación gloriosa. Es la imagen del sacrificio solemne realizado por el sumo
sacerdote judío, que en ese día penetraba en el "Sancta Sanctorum" para rociar con sangre el
propiciatorio, Cristo entró, mediante su propia sangre, en el santuario celeste, Hebr 9, 12-14. Así
pues, la muerte ha sido para Cristo la introducción a la gloria del cielo.
A diferencia de S. Juan, la epístola a los Hebreos no ve perfilarse propiamente la Ascensión en la
muerte; pero lo mismo que él, indica que ambas forman parte de un mismo movimiento. El sacrificio
desemboca en la elevación gloriosa y el acto redentor consiste en un paso de la muerte a la gloria. A
decir verdad, no se puede identificar simplemente la entrada en la gloria celeste y la Ascensión. A
través de esta entrada en la gloria celeste la epístola ve la glorificación espiritual de Cristo que
comenzó desde el instante de la muerte; sin embargo, el autor piensa también en la ascensión
corporal, pues al comienzo de la epístola resume el estado glorioso de Cristo al declarar que Dios:
"le hizo sentarse a la diestra de la majestad en las alturas", Hebr 1, 3, y mas adelante llama:
"sentarse a la diestra de Dios", a la posición de Nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, que oficia en el
cielo, Hebr 8, 1-10,12; 12, 2. La muerte da pie a una elevación celeste que se consuma en la
Ascensión corporal, de tal forma que esa Ascensión pueda compendiar toda la glorificación de Cristo.

Influenciados por la epístola a los Hebreos, los Padres ven en la Ascensión la consumación del
sacrificio redentor. Por eso Hipólito de Roma reconoce en la Ascensión el punto culminante de la
oblación: "Subió al cielo el primero y ofreció a Dios el Hombre como don". Esa visión del sacrificio
consumado en la glorificación celeste de Cristo tiene repercusiones sobre la liturgia, que adquiere
conciencia de la renovación que aporta al misterio redentor su gloriosa culminación en la
Resurrección y en la Ascensión. En las liturgias principales de Oriente, las tres etapas de la obra
redentora: Pasión-Muerte, Resurrección, y Ascensión, "constituyen la gran trilogía en torno a la cual
se estructura todo el resto del misterio". Jungmann.

12.1.4. Valor soteriológico de la Ascensión. Fenómeno y misterio

La instauración del Reino de Dios: En la Ascensión debemos distinguir el acontecimiento sensible, lo


que ha sido visto y oído por los discípulos en el episodio de los hechos de los Apóstoles, y el misterio
que significa y manifiesta ese acontecimiento.

En el orden sensible de los fenómenos, la Ascensión, aparece como una partida y una elevación
hacia el cielo. La expresión empleada por los ángeles: "este Jesús que os ha sido llevado hacia el
cielo", Hech l, l, indica bien ese doble aspecto: Jesús es llevado, pero es llevado "hacia lo alto",
llevado para ser elevado. Y precisamente ese doble aspecto es el que pone de relieve la descripción
de la Escritura: Jesús "fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos", Hech 1,
9. La nube es característica de las teofanías y su presencia indica que Cristo hombre es elevado al
rango divino.

La partida y la elevación no se producen simplemente a titulo triunfo personal de Cristo; tienen un


valor soteriológico. Cristo se va, dando fin a su vida terrena y a su presencia sensible en medio de
sus discípulos; pero inaugura otro modo de existencia que le permite actuar aun más en el mundo,
difundir en el su presencia soberana. Lo indican inmediatamente los ángeles: "Este Jesús que os ha
sido llevado al cielo vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo". Notemos que los ángeles
dicen: "Este Jesús vendrá de la forma en que se le ha visto partir, esto es, mediante su asunción en
la nube". Es gracias a su partida y a su elevación divina por lo que podrá venir. Esa será la gran
venida mesiánica, no una venida como la de un hombre a su vida terrena, sino una venida sobre la
nube o con la nube, a la manera divina. Cristo abandona este mundo para ocuparlo, para tomar
posesión del mismo; es partiendo de el como puede venir de modo superior, espiritual.

La venida de Cristo no es otra cosa que la instauración de su Reino. De ello nos ofrece varios indicios
convergentes el episodio de la Ascensión. Cuando Jesús desaparece en la nube con el fin de "venir",
parece evocar y dar cumplimiento a la escena de la entronización mesiánica tal como había sido
anunciada por Daniel. "He aquí que en las nubes del cielo venía como un hijo de hombre...", Dan 7,
13-14. La profecía de Daniel, ¿no expresa el aspecto invisible de la Ascensión?. Visiblemente, no
puede hacer otra cosa sino aquello que los discípulos contemplan: Jesús se adentra en la nube; más
allá, el misterio no puede ser conocido sino mediante la revelación de lo invisible.

Que se trata de la instauración del Reino mesiánico, lo deducimos también, de la pregunta hecha por
los discípulos a Jesús: "Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el reino de Israel?".
Esta idea de la instauración del Reino se les ha quedado tan grabada a los discípulos, que estos
piensan que ya ha llegado el momento de ese reino. Ellos han comprendido ese reino al modo
judaico, reino político en favor de Israel y es evidente que aun no han captado lo que Jesús entendía
por el Reino de Dios, pero si se dan cuenta que se ha cumplido el plazo. Ese Reino de Dios se
extiende en este mundo no a través de la acción visible del Maestro, sino por medio de la acción y el
testimonio de los discípulos, enviándoles el Espíritu Santo (Pentecostés) y en cuya virtud queda
inaugurada y establecida la realidad soteriológica del Reino de Dios.

12.1.5. Naturaleza del poder poseído por Cristo en virtud de la Ascensión

Si la elevación sensible de Cristo hacia el cielo significa el misterio de su elevación gloriosa "a la
diestra de Dios", y el establecimiento de su reino mesiánico, debemos examinar lo que encierra más
exactamente el poder definitivamente adquirido por Cristo. Se trata ciertamente de un "poder
divino", como lo sugiere el hecho de que Cristo es arrebatado en una nube: incluso la humanidad de
Jesús con su cuerpo se encuentra ya en la esfera de la divinidad y en posesión de la soberanía de
Dios. Pero aun queda por precisar cuál es el alcance de ese poder divino poseído por Cristo-hombre
en la gloria de su Ascensión, y de que naturaleza es su función en la obra salvífica.

A. Poder regio

El Salmo 110, cuyas palabras: "siéntate a mi diestra", se realizan en la Ascensión, atribuye al Mesías
un poder regio. La Ascensión confiere, pues, a Cristo un poder regio de dominio. Es la entronización
de Cristo Rey, y se pude decir que, instaurando una fiesta litúrgica especial de Cristo Rey, la liturgia
ha desdoblado la conmemoración de la Ascensión.

Así su poder regio le sitúa no solamente por encima de la humanidad, sino por encima de todos los
seres, de los ángeles y del universo entero. Pablo subraya con energía el dominio de Cristo glorioso
sobre los ángeles, pues: "Dios le ha hecho sentarse a su diestra, por encima de todo cuanto tiene
nombre no solo en este mundo sino también en el venidero; bajo sus pies sometió todas las cosas",
Efes 1, 20-22.

Con respecto a los hombres, el poder regio de Cristo reviste una característica esencial: es un poder
que tiende a procurar la salvación de la humanidad. El salvador no había de salvar a los ángeles sino
a los hombres; es así como Cristo ha establecido su dominio sobre el universo entero. Este poder
salvífico es ante todo un: "poder de intercesión": Por eso S. Pablo afirma que, estando a la diestra
de Dios, Cristo Jesús intercede por nosotros Rom 8. 34. Es un poder de "misión apostólica", como lo
indican las últimas palabras que Mateo pone en boca de Cristo antes de la Ascensión: "Me ha sido
dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes y
bautizadlas ...", Mt 28, 29. Es un "poder de conversión", como lo indica el resultado del primer
discurso de S. Pedro, el día de Pentecostés. Pedro había descrito el acontecimiento de Pentecostés
como la manifestación del triunfo que Jesús había obtenido en su Ascensión, de su poder de "Señor
y Cristo", y las conversiones que obtienen atestiguan la eficacia de ese poder. Hech 2, 33-38.

B. Poder sacerdotal

Por la entronización a la diestra de Dios, el Salmo 110 le atribuía al Mesías no solamente un poder
regio sino también un poder sacerdotal: "Tú eres por siempre sacerdote, según el orden de
Melquisedec". A titulo de poder interceder por los hombres y salvarlos, el poder sacerdotal coincide
con el poder regio de Cristo. La Ascensión aúna en un plano superior los títulos de rey y de
sacerdote, en la única función de dispensar la salvación. La cualificación sacerdotal, se trata de un
poder que tiene exclusivamente por dominio la santidad, un poder que ha sido obtenido a través del
acto supremo del culto, el sacrificio, y que esta ordenado a la santificación de los hombres. El
"carácter sacrificial y la finalidad santificadora", no estarían sugeridos por un poder simplemente
regio. Por el hecho de ser regio, el poder sacerdotal de Cristo es un poder de santificación, que actúa
a través del sacrificio, que se extiende a toda la vida de la humanidad, y que pretende envolver y
penetrar toda la existencia humana con la santidad divina. Por aquí se ve como se da una
coincidencia entre el poder regio y el poder sacerdotal. Cristo es rey y sacerdote. Por estos dos
títulos son designados los dos aspectos de una única realidad y de un poder único. A través de la
Ascensión, Cristo posee a la vez lo que podemos llamar la amplitud social del poder regio y el valor
exclusivamente santificador del poder sacerdotal.

C. Cabeza del Cuerpo Místico

El Cristo glorioso es la Cabeza del Cuerpo Místico. Mediante su inmolación sobre la cruz, Jesús ha
reconciliado a los hombres con Dios y entre ellos mismos. Ha reunido a los hombres, antaño
enemigos, en "un solo cuerpo", Efes 2, 16. Si el Cuerpo Místico es el fruto del sacrificio, Cristo
glorioso, ascendido al cielo, es su Cabeza, su jefe. En efecto, S. Pablo dice explícitamente que Cristo
ha sido constituido Cabeza del Cuerpo en virtud de su glorificación. Tras haber declarado que Dios
ha resucitado a Cristo de entre los muertos, le ha hecho sentarse a su derecha y le ha otorgado el
dominio universal, añade: "le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, la Plenitud
del que lo llena todo en todo", Efes l, 22-23.

La función de Cabeza indica en primer lugar "el poder de dominación", que Cristo ejerce sobre la
Iglesia; es una soberanía absoluta: "por encima de todo". Pero en la doctrina paulina indica también
un "poder de influjo vital": Cristo llena a la Iglesia de vida divina. En Cristo glorioso habita el
"pleroma" de la divinidad, esto es, la plenitud de la vida divina, y es plenitud se comunica a la
Iglesia, que a su vez se convierte en el pleroma. Ese poder de influjo vital aparece más literalmente
en el hecho de que Cristo, como Cabeza, nutre a su Cuerpo y lo hace crecer en Dios. En estos dos
aspectos de la función de la Cabeza, encontramos los dos aspectos de la potencia divina, su
trascendencia y su inmanencia. Cristo lo penetra todo con su vida, pero siendo superior a todo.

12.1.6. Resurrección y Ascensión

Cuando se habla de la glorificación de Cristo, sucede a menudo, como ya hemos observado, que se
menciona simplemente la Resurrección, y se consideran como sinónimos de glorificación y
Resurrección. De este modo se deja en la penumbra el acontecimiento de la Ascensión. Resurrección
y Ascensión a los cielos se realiza a través de dos acontecimientos distintos, y cada uno de esos
acontecimientos posee un significado propio, tiene su valor particular. Es labor del teólogo destacar,
profundizar y elaborar estos dos aspectos.

Uno de los motivos por los que la atención se centra sobre todo en la Resurrección, es que desde el
punto de vista apologético o demostrativo, la Resurrección tiene una mayor importancia que la
Ascensión. La Resurrección se presenta como la demostración suprema de la divinidad de Cristo; es
el milagro fundamental, que garantiza la autenticidad de todo el mensaje de Jesús. La Ascensión no
posee ese valor demostrativo; la manifestación milagrosa que comporta se produce en realidad en
Pentecostés, en el momento en que Cristo, ascendido al cielo, manifiesta mediante signos visibles su
nueva potencia.

Sin embargo, para toda doctrina que no se concentre en preocupaciones apologéticas, sino que dirija
su atención a la comprensión de la economía de la salvación, la Ascensión reviste una importancia
similar a la de la Resurrección, y exige ser reconocida en todo el alcance de su poder salvífico. Se
trata de captar el valor en cuanto acontecimiento distinto y complementario de la Resurrección. Al
hablar de acontecimiento complementario, no queremos decir que sea un complemento secundario
que viene a añadirse a la Resurrección. La Ascensión culmina lo que la Resurrección había
comenzado a realizar, y ese acontecimiento quiere dar a Cristo resucitado la segunda componente
de su estado glorioso, fase última y verdaderamente esencial.

Nos podríamos preguntar qué es lo que la Ascensión aporta de esencial a la glorificación de Cristo.
Habría dos maneras de reducir la Ascensión, en cuanto fenómeno visible tal como se nos describe en
Hechos, a un papel secundario:

•Por una parte se puede pretender que la elevación visible del cuerpo de Cristo no es sino la
manifestación de un triunfo espiritual que ya ha tenido lugar.
•Por otra parte, se puede situar en el mismo día de la Resurrección la exaltación celeste del cuerpo
de Cristo.

Examinemos estos dos interpretaciones. Si se reconoce en la Ascensión la manifestación, en el


cuerpo de Cristo, de un triunfo que ya se ha producido espiritualmente, se enuncia una verdad
innegable. En efecto, la Ascensión realiza un triunfo corporal, una exaltación que traduce y prolonga
en el cuerpo de Jesús el triunfo otorgado anteriormente a su alma. El triunfo celeste del alma de
Cristo, su elevación a un rango divino, se produjo a partir del momento de su muerte: apenas Cristo
penetró en el mas allá, recibió en su alma una glorificación completa, que comporta el equivalente
de lo que para el cuerpo serán la Resurrección y la Ascensión.

Sin embargo, si la Ascensión no es sino la manifestación de un triunfo anterior, no por eso pierde su
importancia. la misma Resurrección no es sino la expresión, en el cuerpo de Jesús, de la vida nueva,
espiritual, recibido en el alma, pero eso no disminuye su valor. La participación del cuerpo en el
destino glorioso del alma y la manifestación sensible que de ahí se deriva tiene su valor propio. Por
lo demás, junto con el cuerpo de Cristo es todo el universo material el que entra en la gloria divina.

Veamos ahora la segunda interpretación, según la cual el cuerpo de Cristo habría obtenido su triunfo
completo en el día de la Resurrección. ¿No sería inconcebible el que el cuerpo de Cristo resucitado
no haya tenido su lugar en el cielo, desde el mismo día de Pascua? En particular no se ve lo que la
elevación visible que se produjo en el momento de la Ascensión habría podido aportar al cuerpo de
Cristo, y ¿no deberemos decir que entre la partida de Jesús resucitado, tras cada aparición y la
partida de la Ascensión, no existe más diferencia sino la de que, en el monte de los olivos se trata
de una partida definitiva? Dicho en pocas palabras, desde la Resurrección el cuerpo de Cristo, ha
debido encontrarse en el cielo; desde antes de la Ascensión ya en el mundo divino junto a Dios.

Si es así, la Ascensión no pasa de ser un acontecimiento bien pobre y la fiesta litúrgica que la
conmemora pierde casi todo su valor. Pero, ¿es esa la realidad, y es cierto que la liturgia no celebra
otra cosa sino la manifestación retardada de un acontecimiento que ya tuvo lugar en el día de
Pascua?

Observemos, en primer lugar que el problema no es el de una localización de donde estaba Jesús
resucitado. La cuestión no es la de saber si la Ascensión da un nuevo emplazamiento al cuerpo de
Cristo, o si la Resurrección lo colocaba ya en el cielo. En primer lugar, sabemos que el "cielo" no es
un lugar localizable. La "diestra de Dios" no puede ser, evidentemente, sino una metáfora, la
"ascensión", o "subida", no pasa de ser una imagen y no pretende significar un traslado desde un
lugar inferior a otro superior. Si se quiere determinar el sentido del misterio, hay que desligarlo de
cualquier imagen localista, es decir, espacio-temporal. El problema de una novedad aportada por la
Ascensión se plantea a propósito del estado, de la condición de Cristo en su cuerpo glorioso.

Ahora bien, en la condición del cuerpo de Cristo antes y después de la Ascensión, el mismo relato
bíblico nos invita a ver una importante diferencia. La Ascensión es una partida, es cierto; pero por el
hecho de que la partida es la última, el cuerpo de Jesús queda situado en una condición celeste en
virtud de la cual se hace ya definitivamente invisible sobre la tierra, inaccesible a los sentidos del
hombre terreno.

Se trata de una condición verdaderamente nueva; su consecuencia será en especial que, al salir al
encuentro de camino de Damasco, Cristo no muestra su rostro; se limita a envolver a Saulo con su
luz, a deslumbrarle, Hech 9, 3. Esa luminosidad pretende expresar, mediante un signo, la gloria
superior de Cristo ascendido al cielo. La condición celeste de Cristo en la Ascensión reviste una
característica que ingresa sobre todo a la economía de la salvación; y es que, gracias a su partida
definitiva, el Salvador puede ya venir espiritualmente, por medio del Espíritu Santo.

Había incompatibilidad, conforme al plan divino, entre su presencia corporal en medio de sus
discípulos, tal como aconteció en la apariciones, y su presencia espiritual que debía inaugurar en
Pentecostés con el envío del Espíritu Santo. Todavía más importante es el misterio que los discípulos
de Jesús intuyeron en el acontecimiento de la Ascensión; desde entonces Cristo esta sentado a la
diestra del Padre. Y no lo estaba a partir del momento de la Resurrección. Hemos visto que la
entronización a la diestra de Dios era la expresión, habitualmente empleada para designar la
situación obtenida por Cristo en su Ascensión. Se da, pues, una nueva situación para el Salvador.

De este modo podemos, pues, determinar lo que distingue Resurrección y Ascensión. La


Resurrección es la irrupción de la "vida nueva", espiritual o divina, en el cuerpo de Jesús; la
Ascensión es la atribución de un nuevo "poder", espiritual o divino, poseído tanto en el cuerpo como
en el alma de Cristo. Este poder es, de hecho, el que está significado por la expresión: "sentarse a la
diestra de Dios".

Vida y poder son a la vez distintos y estrechamente complementarios. Son distintos, porque la vida
es mas bien la forma que Cristo ha adquirido en sí mismo y que El nos comunica el "poder" es la
fuerza de acción que El posee sobre nosotros y que le permite comunicarnos su vida divina de
resucitado. Son complementarios, ya que la vida no se le da a Cristo resucitado sino con miras a una
comunicación, y toda la finalidad del poder es la de difundir la vida de la Resurrección.
Por eso en la Resurrección de debe reconocer la vida divina que tiende a difundirse con potencia,
Rom l, 4, y en la Ascensión se debe discernir el poder que la Cabeza posee para dar vida al cuerpo.
La distinción comporta necesariamente interferencias.

Con la resurrección el "hombre nuevo", Efes 2, 15, es constituido en Cristo, ese Hombre que él es
antes que nosotros y que nosotros debemos ser después de El. La perfección que debe extenderse a
la humanidad se realiza individualmente en el Salvador. La Resurrección es una realización individual
del nuevo tipo de humanidad. Por medio de la Ascensión, Cristo, queda posesionado de su función
social; su puesto es determinado con relación a Dios y a la sociedad humana, y por consiguiente, su
papel de "Mediador".

Cristo, sentado a la diestra de Dios, y convertido en Cabeza del Cuerpo Místico, Cristo ascendido al
cielo puede comunicar a la humanidad su nuevo estado de resucitado. Las dos etapas de la
glorificación corporal dan respectivamente al cuerpo de Cristo la forma de vida que El debe
comunicarnos y la potencia comunicativa para hacerla penetrar en nosotros.

Cristología II - 32° Parte: Pentecostés

P. Ignacio Garro, S.J.


SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

13. PENTECOSTÉS

Pentecostés, (del griego: Pentecostés = quincuagésimo), es el nombre de la fiesta judía llamada


"Fiesta de las Semanas". Esta fiesta recibe también el nombre de "Fiesta de la cosecha", Ex 23, 16,
es la fiesta de la siega del trigo y cebada, Ex 34, 22. Esta fiesta también es mencionada en Deut 16,
9-10, en donde se nos dice que esta fiesta de la cosecha debe celebrarse "siete semanas después"
del comienzo de la recolección de la cebada (fiesta de los ázimos). Como todas las fiestas judías
tenía un tono gozoso y aspecto de júbilo. La ceremonia consistía en ofrecer dos panes con levadura
hechos con la nueva harina de trigo. El empleo del pan sin levadura realizado al principio de la
recolección cincuenta días antes (fiesta de los ázimos), había señalado un nuevo punto de partida;
ahora cuando las cosechas ya habían sido completamente recogidas, se volvía a las costumbres
habituales.

Desde el punto de vista bíblico la fiesta de Pentecostés en su origen fue una fiesta agrícola, más
tarde adquirió un profundo sentido religioso al quedar referida al Exodo. Según Ex 19, 1, los
israelitas llegaron al Sinaí el tercer mes después de su partida de Egipto. Como ésta tuvo lugar a
mediados del primer mes (Nisan), se consideró que las fiesta de las Semanas venía a coincidir con la
fecha de la llegada del pueblo elegido al Sinaí, con lo que aumentó su importancia como
conmemoración de la Alianza sinaítica.

Para los cristianos la fiesta de Pentecostés también está llena de simbolismos soteriológicos. En
efecto, a los 50 días de haberse ofrecido Cristo al Padre como víctima propiciatoria en favor de los
hombres (pascua cristiana), pasados estos 50 días, Cristo, muerto y resucitado, ascendido y sentado
a la derecha del Padre y junto con el Padre nos envían el Espíritu Santo como Abogado y defensor de
la Nueva Alianza.

Pentecostés es la efusión visible del Espíritu Santo sobre aquellos que Jesús había dejado en la tierra
para que continuaran su obra de redención, los apóstoles, con María a la cabeza, y los discípulos.
Con la venida del Espíritu Santo queda instaurada aquí en la tierra la Iglesia como continuadora de
la obra de redención hasta el final de los tiempos.

Pentecostés es el resultado del drama redentor y al mismo tiempo la inauguración de la vida de la


Iglesia. El desarrollo de la comunidad cristiana hasta el fin del mundo no será otra cosa que la
continuación de ese Pentecostés; esta continuación será la obra del Espíritu Santo que, habiendo
formado la Iglesia y suscitado su primera expansión, no cesa de extender su irradiación en el
mundo.

Por el hecho de aquí limitemos nuestro estudio a la redención objetiva y no tratamos de presentar ni
una teología de la Iglesia ni una teología de la gracia y de los sacramentos, mencionaremos
brevemente el acontecimiento mismo de Pentecostés, subrayando su relación con el sacrificio de la
cruz y la glorificación de Cristo (Misterio Pascual), y enunciando su valor salvífico para la humanidad.

13.1. RELACIÓN DE RESURRECCIÓN Y PENTECOSTÉS


La vida nueva que Cristo ha recibido en su cuerpo en la Resurrección es la vida del Espíritu Santo.
Recordemos la afirmación de S. Pablo: "Jesús ha sido constituido Hijo de Dios con (pleno) poder,
según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos", Rom 1, 4. Las palabras:
"según el Espíritu de santidad", han sido entendidas de varias maneras, ya como referencia a la
divinidad de Cristo, ya como designación del Espíritu Santo, ya como el elemento espiritual de la
naturaleza humana de Jesús que ha recibido una nueva vida sobrenatural en la glorificación.

De todos modos, parece que la expresión implica una comunicación del Espíritu Santo a través de su
glorificación. Es el Espíritu Santo el que, por así decirlo, ha suministrado la substancia de la que se
hizo la Resurrección. Aún más significativas son otras declaraciones de S. Pablo sobre el mismo
objeto: "fue hecho el primer hombre alma viviente. El último, espíritu que da vida", l Cor 15, 45.
Aquí se subraya la distinción entre alma y espíritu. El alma es espiritual, lo es por naturaleza, y el
primer hombre tenía en sí mismo ese elemento espiritual. Pero por "espíritu vivificante", S. Pablo
entiende un elemento espiritual de orden superior; no la espiritualidad a nivel del alma humana, sino
la espiritualidad a nivel del Espíritu Santo, espiritualidad comunicada ya al hombre escatológico que
es Cristo en orden a vivificar a toda la humanidad. En el mismo sentido, S. Pablo afirma: "El Señor
es Espíritu", 2 Cor 3, 17.

Con esto no pretende S. Pablo identificar la persona de Cristo y la persona del Espíritu Santo, sino
que quiere decir que desde el punto de vista de la condición, Cristo posee en sí mismo la riqueza y
energía del Espíritu Santo. El Señor esta "espiritualizado" en su naturaleza humana; todo el Espíritu,
como todo el pleroma divino, se ha concentrado en esa naturaleza humana con el fin de difundirse.

La expresión: "espíritu vivificante", indica que Cristo resucitado comunica su nueva vida en calidad
de espíritu. Es vivificante por el Espíritu Santo del que él mismo está penetrado. La efusión de vida
será una efusión de Espíritu Santo; Pentecostés es, por lo tanto, complementario de la Resurrección,
la culminación hacia la cual tendía la Resurrección, ya que la nueva vida no se le ha otorgado a
Cristo sino en orden a una efusión de la misma humanidad para su salvación Se da una continuidad
de acción del Espíritu Santo en la Resurrección y en Pentecostés.

La Resurrección tiene por primer autor al Padre, pero el Padre ha resucitado a su Hijo por medio del
Espíritu Santo, y desde entonces el Padre nos da la vida de Cristo resucitado por medio del Espíritu
Santo: "Si el Espíritu de Aquel (el Padre) que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en
vosotros. Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos
mortales por su Espíritu que habita en vosotros". Rom 8, 11.

Una consecuencia importante será que la Eucaristía, nutriéndonos con el cuerpo de Cristo y
dándonos a beber su sangre, nos dará también como alimento y bebida del Espíritu Santo, pues se
trata de un "alimento espiritual" y de "una bebida espiritual", 1 Cor 10, 3-4. El cuerpo glorioso de
Cristo nos alimenta a través del Espíritu del que él mismo está henchido.
Otra consecuencia, todavía más general, será la equivalencia entre la vida de Cristo y la vida en el
Espíritu Santo; entre la justificación o santificación en Cristo y la justificación o santificación en el
Espíritu Santo; S. Pablo emplea ambas expresiones como sinónimas. La adhesión a Cristo es unidad
de espíritu con El. 1 Cor 6, 17.

13.2. ASCENSIÓN Y PENTECOSTÉS

Entre la Ascensión y Pentecostés el nexo es todavía más estrecho. Se trata, en efecto, de lo que
podríamos llamar dos facetas de un mismo acontecimiento fundamental. La Ascensión es una
partida, la partida definitiva de Cristo. Ahora bien, Cristo se va corporalmente a fin de venir
espiritualmente: la venida de Cristo por medio del Espíritu Santo en Pentecostés es la contrapartida
a la ocultación de su presencia corporal en la Ascensión. Hemos observado que esta venida del Hijo
del hombre sobre las nubes había sido anunciada por los ángeles para explicar a los discípulos el
sentido de la Ascensión. Hech 1, 11.

La Ascensión es también una elevación, la elevación celeste de Cristo que desde ahora está sentado
a la derecha de Dios y recibe el poder absoluto sobre el Reino. Ahora bien, el poder atribuido a
Cristo en el momento de la Ascensión no es sino el poder de dar el Espíritu Santo. Cuando S. Pablo
afirma que Cristo ascendido al cielo "dio dones a los hombres", dones por los que en la Iglesia hay
apóstoles, profetas, evangelistas, pastores, doctores, no hay duda alguna que por tales dones
entiende los carismas del Espíritu Santo.

El poder divino adquirido por Cristo ascendido al cielo es el poder de disponer del Espíritu Santo; por
lo demás, debemos recordar la equivalencia establecida en el N T entre Espíritu y potencia de Dios.
Disponer de la potencia divina es disponer del Espíritu Santo.

Hemos visto que el poder de Cristo ascendido al cielo era el poder de la Cabeza sobre el Cuerpo;
ahora bien, Cristo da la vida al Cuerpo Místico por medio del Espíritu Santo, de tal manera que este
ha sido llamado, por una tradición que refleja el eco fiel de la Escritura, alma del Cuerpo Místico.

La Ascensión no realiza, pues, su plena virtualidad sino en Pentecostés. Es la instauración de un


Reino que no se establece sobre la tierra sino en el momento de Pentecostés, y Cristo no constituye
el Cuerpo Místico, del que es la Cabeza, sino por medio de la efusión del Espíritu Santo sobre la
comunidad de sus discípulos. En Pentecostés queda formalmente constituida la Iglesia.

Al preguntarle los discípulos cuando iba a establecer el Reino, Jesús les respondió que la tarea de la
instauración del Reino les incumbía a ellos, con la energía divina que les llegaría de lo alto:
"Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos..." Hech 1,
8. En la muerte de Cristo, la instauración del Reino de Dios se inaugura en el cielo por la Ascensión,
pero en la tierra por medio de Pentecostés.
13.3. PENTECOSTÉS, FRUTO DEL SACRIFICIO

En el evangelio de S. Juan, la escena de la lanzada se narra en razón de su significado simbólico. El


evangelista no explica ese significado, se limita a mostrar que él atribuye una gran importancia al
símbolo, ya que atestigua solemnemente la veracidad del testimonio. Ahora bien, en la sangre y en
el agua que fluyen del costado traspasado de Cristo, Jn 19, 34, se debe reconocer la imagen de la
efusión del Espíritu Santo que deriva del sacrificio. Si la alusión al bautismo y a la eucaristía es
probable, es aún mas cierto que el agua simboliza la gracia, la comunicación del Espíritu.

El diálogo con la samaritana, Jn 4, 4 y sobre todo la declaración del Maestro con ocasión de la fiesta
de los Tabernáculos lo indican suficientemente. A propósito de esta última declaración: "de su seno
brotarán ríos de agua viva", el evangelista añade su interpretación: Jesús "lo decía refiriéndose al
Espíritu que iban a recibir los que creyeran en El", Jn 7, 39.

Del cuerpo del Mesías debía salir abundante efusión del Espíritu Santo. Sin embargo ese cuerpo
debía antes ser glorificado: "porque aun no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido
glorificado". El episodio de la lanzada demuestra simbólicamente que la efusión del Espíritu Santo se
obtiene con el sacrificio. En el momento en que, simbólicamente el sacrificio se consuma, el agua
empieza a fluir. El cuerpo santificado de Cristo que, a los ojos de S. Juan, lleva en sí su glorificación,
comienza a difundir simbólicamente el Espíritu Santo.

En la Tradición, el nexo entre el sacrificio y Pentecostés ha sido expresado también a propósito de


una idea de la epístola a los Hebreos: la sangre e Cristo es "una sangre de aspersión que habla
mejor que la de Abel", Hebr 12, 24.

Algunos comentaristas han interpretado en el sentido del don del Espíritu y han afirmado en
consecuencia un don del Espíritu Santo resultante del sacrificio de Cristo. La sangre que habla es el
Espíritu que se difunde en virtud del sacrificio.

Se puede concluir que todo el fruto del sacrificio redentor ha sido recogido en Pentecostés.
Mereciendo su glorificación Cristo ha merecido a los hombres la efusión del Espíritu Santo, efusión
por la que ellos reciben la salvación, la remisión de los pecados, y la santificación, todos los dones
espirituales. Pentecostés es la fecundidad del sacrificio; si los discípulos quedaron "todos llenos del
Espíritu Santo", Hech 2, 4, esa plenitud del don deriva de la plenitud del sacrificio ofrecido por Cristo
al Padre, y manifiesta la plenitud de su glorificación.

13.4. VALOR SOTERIOLÓGICO DE PENTECOSTÉS. PENTECOSTÉS, CONSUMACIÓN DE LA


ALIANZA
En la época inmediatamente anterior a Cristo, la fiesta de las Semanas o Pentecostés, no estaba sino
relación con la alianza del Sinaí. En efecto, el libro de Jubileos considera esa fiesta como destinada a
celebrar cada año la renovación de la alianza. Según los Jubileos, Dios había pedido a Moisés esa
renovación, mediante la aspersión de sangre que se hacía sobre el pueblo; era una renovación,
porque la Alianza del Sinaí perpetuaba las alianzas anteriores estipuladas con Noé y con los
patriarcas. Sin embargo, el nexo entre Pentecostés y la Alianza, es todavía mas profundo. En el A T
la alianza definitiva había sido anunciada como presencia del Espíritu de Dios en el pueblo.

Si el libro de Isaías profetiza que el espíritu de Yahvé reposará sobre el Mesías, Is 11, 1; 61, 1,
contiene igualmente un oráculo que extiende a Israel esa presencia del espíritu de Yahvé: "en
cuanto a mí, esta es la alianza con ellos, dice Yahvé. Mi espíritu que ha venido sobre ti y mis
palabras que he puesto en tus labios no caerán de tu boca ni de la boca de tu descendencia, dice
Yahvé, desde ahora y para siempre", Is 59, 21.

El oráculo de Ezequiel es todavía mas preciso, pues indica aun más en que sentido la nueva alianza
comportará la presencia del Espíritu. En efecto, el gran problema planteado por la alianza es el de la
fidelidad del pueblo; en la nueva alianza, la fidelidad en cumplir todas las obligaciones de la alianza y
la auténtica pertenencia del pueblo a Dios tendrán su garantía en el don definitivo del Espíritu de
Dios: "Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne
el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros haré que os
conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas. Vosotros seréis mi pueblo y
yo seré vuestro Dios", Ez 36, 26-29.

Así, pues, la liberación del pecado, la purificación son el resultado de esa infusión de un "espíritu
nuevo", espíritu de Dios comunicado a los hombres. Ese espíritu infundido en los corazones será el
principio de la rectitud moral, y actuará de tal modo que el pueblo sea el pueblo de Dios. De esta
manera se consuma "la nueva alianza" en la que según Jeremías, la ley divina queda ya inscrita en
el fondo de los corazones. Jer 31, 31-33.

También S. Pablo caracteriza a la nueva alianza en base al Espíritu cuando habla de los apóstoles:
"ministros de la nueva alianza, no la de la letra, sino del Espíritu", 2 Cor 3, 6. El apostolado es el
"ministerio del Espíritu", 2 Cor 3, 8. El Espíritu es el que confiere a la nueva alianza su superioridad;
la ausencia del Espíritu ha condenado a muerte a la antigua alianza (la del Sinaí), por eso "la letra
mata, el Espíritu vivifica".

En la Tradición, Pentecostés ha sido a veces comparado a la alianza del Sinaí: S. Agustín estableció
un paralelismo entre la bajada de Dios sobre el Sinaí entre llamaradas de fuego y la bajada del
Espíritu Santo, pero poniendo de relieve la diferencia de que en Pentecostés no era un fuego que
sembrara el terror, sino un fuego apacible y una ley no escrita en piedra sino en los corazones.
Es por consiguiente, en Pentecostés cuando se estrecha la verdadera y definitiva alianza, en ese
momento Cristo glorioso reúne definitivamente a la humanidad con Dios infundiendo en el corazón
de esa humanidad su Espíritu, el Espíritu Santo; este Espíritu asegura la sinceridad de la nueva
Alianza, la íntima realidad de la pertenencia a Dios; asegura igualmente la fidelidad la inconmovible
permanencia; asegura por fin, su desarrollo, pues la alianza esta destinada a desplegarse en una
unión cada vez más honda de los hombres con Dios.

Pentecostés representa el don supremo del amor divino, ya que por medio del Espíritu Santo, Dios
se entrega a lo más íntimo del ser del hombre y viene a morar, no ya simplemente entre los
hombres, como sucedió con la Encarnación, sino en el corazón de los hombres. Pentecostés consuma
la Encarnación hasta en su aspiración suprema, su extensión a toda la humanidad. Por otra parte,
Pentecostés suscita la entrega más sublime de los hombres a Dios, entrega sostenida y animada por
el Espíritu Santo. El encuentro de estas dos donaciones, en su estadio más completo, constituye la
Alianza perfecta, que era el objetivo de toda la obra redentora.

13.5. PENTECOSTÉS ACONTECIMIENTO DE MISIÓN

Ya Cristo resucitado, en las apariciones y con ocasión de la Ascensión, había asignado a las mujeres
y a los discípulos una misión: su glorificación no podía significar un repliegue sobre el triunfo
obtenido; debía ser el principio de una nueva acción en el mundo. El acontecimiento de Pentecostés
demuestra que el Reino establecido por Cristo es un Reino esencialmente abierto y que, al igual que
su fundador, la Iglesia no puede encerrarse en sí misma en el disfrute de la vida divina y de los
dones divinos.

La comunidad queda formada espiritualmente en virtud de la venida del Espíritu Santo; ahora bien,
es constituida por El en estado de misión, sin que se puedan distinguir dos momentos diferentes
para la constitución y para la misión. La Iglesia nace con un dinamismo de expansión que le es
esencial.

El contraste entre la comunidad agrupada toda ella en un solo lugar y la afluencia de gentes de
todas las naciones, a las que se les debe dirigir el testimonio inmediatamente, subraya el impulso
del Espíritu Santo hacia una misión universal. La primera profesión de fe de Pedro en Pentecostés,
lejos de estar reservada a un reducido núcleo de creyentes, adopta la forma de una proclama a la
muchedumbre y de una llamada general a la conversión.

Esta misión había sido anunciada por Jesús, que personalmente había insistido en su carácter
universal, ya que a los discípulos que le hablaban en provecho de Israel, les dio como campo de
operaciones la tierra entera hasta sus últimos confines, Hech 1, 6¬8. Lo que es propio del Espíritu
Santo es poner en obra esa misión, darle un primer cumplimiento desde el mismo día de
Pentecostés. El Espíritu Santo impulsa a los discípulos a dar testimonio y atrae hacia ellos a oyentes
llegados de todas partes.

El símbolo de las "lenguas de fuego", Hech 2, 3, es característico: los que se han reunido para recibir
el Espíritu Santo se hacen aptos para propagar el mensaje: se encuentran en circunstancias en las
que deben dar testimonio, y para ello tienen capacidad, superior a toda aptitud humana. Además el
Espíritu Santo hace comprender a cada oyente, en su propia lengua, el mensaje proclamado Hech 2,
8-11, de modo que el mismo asegura en cada uno de ellos la comprensión del mensaje. Aparece así
con más claridad la naturaleza de la salvación que Jesús transmite por medio del Espíritu Santo. Se
trata de una salvación comunitaria, ya que el don del Espíritu se confiere a la comunidad reunida, y
de una salvación destinada a comunicarse al mundo a través de un testimonio cuya eficacia está
asegurada.

13.6. PENTECOSTÉS Y PARUSÍA. SEGUNDA VENIDA DE CRISTO

A primera vista podría uno extrañarse de que toda la obra realizada por Jesús para la salvación de la
humanidad se concluya con la venida de algún otro, con el "otro Paráclito", según la expresión de Jn
14, 16. Parece paradójico que, tras haber alcanzado su triunfo en la Resurrección, Cristo
desaparezca ante la persona del Espíritu. Después de haberse revelado como punto céntrico de toda
la obra de la salvación, como Aquel a quien deben tender la fe y el amor, desaparece y envía al
Espíritu para inspirar todo el desarrollo de la Iglesia y distribuir a los hombres los frutos del sacrificio
redentor ¿Cómo explicar semejante ocultación?

Al subrayar la conexión entre Ascensión y Pentecostés, hemos indicado la orientación de la


respuesta. Jesús desaparece tan solo visiblemente, y lo hace con miras a una presencia espiritual
más intensa. De hecho, Pentecostés comienza a realizar la predicción de Jesús al Sanhedrin: "A
partir de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del
cielo", Mt 26, 64. Si despojamos estas palabras de las imágenes que las envuelven, significan que
Cristo ascendido junto al Padre en la Ascensión para constatar su venida, una venida no ya para una
vida terrena en la carne como la primera venida del Hijo del hombre, sino una venida al modo
divino, ya que la nube es símbolo de la teofanía.

13.6.1. CRISTO, JUEZ DE VIVOS Y MUERTOS

Los Símbolos, después de proclamar que el Señor ascendió a los cielos y está sentado a la derecha
de Dios Padre, afirman que “desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos”.

El mismo Jesús, se refiere repetidas veces a este juicio final con frases con son complementarias con
la descripción de la ascensión, pues dice que vendrá: “sobre las nubes del cielo con gran poder y
majestad”, Mt 24, 30-31; Lc 21, 27. En la Ascensión, los ángeles dicen a los Apóstoles. Que han
visto a Jesús subir al cielo: “Este mismo Jesús, que os ha sido arrebatado al cielo, volverá , de la
misma manera que le habéis visto irse al cielo”, Hech 1,11. Jesús afirma que ha recibido del Padre:
“poder para juzgar, porque es el Hijo del hombre”, Jn 5, 27; 8, 26.

El poder de juzgar conviene a Cristo, no sólo como Dios, sino también en cuanto hombre. La Iglesia
confiesa que, al final de los tiempos, Cristo juzgará a los hombres con la misma naturaleza humana
que asumió: “en aquella misma carne ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos”.

Cristo es cabeza de la Iglesia en cuanto hombre; también en cuanto hombre ha sido exaltado sobre
toda la creación; a Él, pues, también en cuanto hombre le pertenece poseer la potestad de juzgar.
Vendrá a juzgar a vivos y muertos “con gloria”, de forma que, mientras su primera fue en carne
pasible y mortal, “su segunda manifestación a nosotros será gloriosa y verdaderamente divina,
cuando vendrá no para sufrir, sino para dar a todos el fruto de su propia Cruz, es decir, la
resurrección y la incorruptibilidad. No será juzgado, sino que juzgará a todos”.

Estaba profetizado del Hijo del hombre que recibiría el señorío, la gloria y el imperio sobre todos los
pueblos: “Yo seguía mirando, y en la visión nocturna vi venir sobre las nubes del cielo alguien
parecido a un ser humano que se dirigió hacia el anciano y fue presentado ante él. Le dieron poder,
honor y reino y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían. Su poder es eterno y nuca pasará,
y su reino no será destruido”, Dan 7, 13-14.

Juan el Bautista habla de los tiempos mesiánicos como de tiempo de salvación y también de juicio,
Mt 3, 1-12. Este juicio es parte integrante de la victoria del Mesías sobre el mal y el pecado, y por
ello, pertenece a su actividad salvadora. Pertenece a la parte esencial del kerigma, conforme dice S.
Pedro: “nos ordenó predicar al pueblo y atestiguar que ha sido instituido por Dios juez de vivos y
muertos”, Hech 10, 42; “darán cuenta a quien está pronto para juzgar a vivos y muertos”. 1 Petr 4,
5

Este juicio está unido con la venida gloriosa del Señor. En el Nuevo Testamento se le llama
“Parusía”, así Pablo en 1 Cor 15, 23: “Cristo como primicia; luego los de Cristo en su venida”; y en 1
Tes 2, 19;: “pues, ¿quién, sino vosotros, puede ser nuestra esperanza, nuestro gozo, la corona de la
que nos sentiremos orgullosos, ante nuestro Señor Jesús en su Venida”. Algunas veces “epifanía”,
como en 2 Tes 2, 8: “entonces se manifestará el Impío, a quien el Señor destruirá con el soplo de su
boca, y aniquilará con la manifestación de su Venida”. Y finalmente en 1 Tim 6 14: “que conserves el
mandato sin tacha ni culpa hasta la Manifestación de nuestro Señor Jesucristo, que a su debido
tiempo hará ostensible”; poniendo de relieve con ambos términos el carácter público y solemne de la
vuelta del Señor, como el rey que entra solemnemente en su ciudad.

Es el momento en que llega a su manifestación definitiva y plena el triunfo de Cristo sobre el pecado
y el mal. Por eso la Parusía es objeto de esperanza y de oración: “¡Ven Señor Jesús!”, ¡Marana tha!”,
Apoc 22, 20. Tras esta victoria Pablo nos dice: “cuando todo le esté sometido, entonces el Hijo
mismo se someterá a Aquel que se lo sometió todo a El, a fin de que Dios sea todo en todas las
cosas”, 1 Cor 15, 28.

Cristología II: Bibliografía General

1. ¡Cristo!, ¿Tú quién eres?. Jean Galot, S.J. Edit. CETE, Madrid 1982
2. Jesús Liberador. Jean Galot, S.J. Edit. CETE, Madrid, 1982
3. La conciencia de Jesús. Jean Galot. S.J. Edit. Mensajero, Bilbao, 1967
4. La Persona de Jesús. Jean Galot, S.J., Edit. Mensajero, Bilbao, 1971
5. Hacia una nueva cristología. Jean Galot, S.J. Edit. Mensajero, Bilbao, 1972
6. Cristo. El Misterio de Dios. Tomos I y II. Manuel González Gil, S.J. Edit. Bac. 1976
7. Jesucristo es el Señor. Paul Faynel. Edit. Sígueme, 1968
8. Fundamentos de la Cristología Neotestamentaria. R.H. Fuller. Edit. Cristiandad, Madrid,1979
9. Teología del Nuevo Testamento. M. Meinertz, Edit. Fax, Madrid, 1966
10.Jesús el Ungido. Cristología. A. López Amat. Edit. Atenas, Madrid, 1991
11.Teología del Nuevo Testamento. K. Herman Schelkle. Edit. Herder. 1977
12.El Misterio de Encarnado y Redentor. C. Chopin, Edit. Herder, 1980
13.Jesús, el Cristo Jesucristo. F Ocáriz, L.F. Mateo, J.A. Riestra. Edit. EUNSA, Pamplona, 1991
14.El Verbo. Walter Kasper. Edit. Sígueme, 1982
15.El es nuestra Salvación. Cristología y Soteriología. C. Ignacio González, S.J., CELAM, 1991
16.El desarrollo dogmático en los Concilios Cristológicos. C. Ignacio González, S.J. CELAM, 1991
17.Jesucristo el único Mediador. Bernard Sesboüé, S.J., Edit. Secr. Trinitario, Salamanca, 1990
18.Dios entre los hombres. Piero Coda. Edit. Ciudad Nueva, 1993
19.Jesús de Nazaret. Historia de Dios. Dios de la Historia. Bruno Forte. Edit. Paulinas, 1983
20.Jesús de Nazaret. Olegario González de Cardedal. Edit. Bac. nº 9 Maior. 1975
21.Jesucristo y la vida cristiana. A. Royo Marin, O.P. Bac, Nº 210.
22.Vocabulario de Teología Bíblica. Xavier León Dufour, S.J. Edit. Herder, 1989
23.Biblia de Jerusalén. Desclée de Brouwer. 1998
24.Diccionario de la Biblia. H. Haag. A. van den Born y S. de Ausejo. Herder
25.Diccionario de Teología Bíblica. J.B. Bauer. Herder
26.Diccionario Teológico Manual del Antiguo Testamento. Jenni y Westermann. Cristiandad
27.Nuevo Diccionario de Teología Bíblica. Rossano. Ravasi. Girlanda. Edic. Paulinas
28.Manual de la Biblia. H. A.- Mertens. Herder
29.Enciclopedia de la Biblia. Varios. Verbo Divino
30.Palabra y mensaje del Antiguo Testamento. J. Schreiner. Herder
31.La Biblia Palabra de Dios. P. Grelot. Herder
32.La Biblia como palabra de Dios. V. Manucci. Desclée de Brouwer
33.Versión nueva de la Biblia. L. H. Grollenberg. Herder
34.Historia de Israel y de Judá. F. Castel. Verbo Divino
35.Jesús el Señor. Angelo Amato. BAC (584)
36.El Misterio de Cristo en la Historia de la salvación. L. Rubio. Sígueme

Вам также может понравиться