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Visos fantásticos en la narrativa de Guadalupe Dueñas1

Resumen:

Guadalupe Dueñas es poco conocida como una escritora que haya configurado un

sólido mundo fantástico, a diferencia de otras escritoras mexicanas del siglo XX como

Elena Garro o Amparo Dávila. Quizás esto se deba a que dentro del conjunto de su breve

obra, las figuras de lo sobrenatural (duendes, vampiros, fantasmas, seres míticos o sin

forma precisa) son poco aprovechadas en su apariencia y sus roles tradicionales; en cambio,

presenta estrategias vinculadas con la noción de liminalidad, de la existencia de un umbral

en el que se avizora la racionalidad aceptada tanto como la posibilidad de instaurar nuevos

y retadores órdenes para aquélla. Me propongo evidenciar la organización del nivel

semántico del cuento “Girándula” (1976) como resultado de la confrontación entre el

narrador y el personaje: mientras éste se obstina en plantear la existencia de otro orden de

realidad, aquél lo desmiente y ratifica el mundo conocido. La lucha entre estas dos

entidades textuales configura un cuento que superpone dos tipos de realidad aparentemente

incompatibles y con ello proyecta, por momentos, destellos fantásticos de manera eficaz.

Palabras clave: Guadalupe Dueñas, literatura fantástica, literatura mexicana, literatura del

siglo XX, análisis de estrategias narrativas

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Publicado en Castro Ricalde, Maricruz, (2011), “Visos fantásticos en la narrativa de Guadalupe Dueñas”,
en Revista de Literatura Mexicana Contemporánea, vol. 17, no. 50, Universidad de Texas at El Paso, Ed.
Neón, p. VII- XIII, ISSN14052687

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Visos fantásticos en la narrativa de Guadalupe Dueñas

Maricruz Castro Ricalde

ITESM, campus Toluca

Guadalupe Dueñas (1908?-2002) sólo publicó tres libros de narraciones. El más

conocido de ellos fue Tiene la noche un árbol (1958) aunque sus otros dos volúmenes, No

moriré del todo (1976) y Antes del silencio (1991) concitaron la atención de la crítica en la

voz de personajes como José Luis Martínez, María Elvira Bermúdez y Emmanuel Carballo.

Dueñas no fue reconocida de inmediato por la sólida configuración de un mundo fantástico,

a diferencia de otras escritoras mexicanas del siglo XX como Elena Garro o Amparo Dávila

quienes también cultivaron el cuento corto. Quizás esto se deba a que dentro del conjunto

de su breve obra, las figuras de lo sobrenatural (duendes, vampiros, fantasmas, seres

míticos o sin forma precisa) son poco aprovechadas en su apariencia y sus roles

tradicionales; en cambio, recurre a estrategias que favorecen la ambigüedad dentro del

marco de lo que se considera la realidad. Varios de los relatos incluidos en los textos

mencionados dan fe de ello: “La hora desteñida”, “Pasos en la escalera”, “La dama gorda”,

“Todos los sábados”, “Enemistad”, “La sorpresa”. Tal recurso aprovecha la noción de

liminalidad, de la existencia de un umbral en el que se avizora la racionalidad aceptada

tanto como la posibilidad de instaurar nuevos y retadores órdenes para aquélla.

Publicados en 1973 por primera vez en un volumen colectivo coordinado por

Agustín Yáñez, tres textos de Guadalupe Dueñas vuelven a aparecer, en 1976, en No

moriré del todo. Uno de ellos fue “Girándula”, en el que se centrarán las siguientes líneas.

Relato relevante en el contexto de la escritura de Dueñas, fue producto del taller

encabezado por el mencionado Yáñez (autor canónico dentro de lo que se conoce como la

“narrativa de la Revolución Mexicana”) y en el que ella participó durante muchos años


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junto con otras escritoras como Mercedes Manero y Carmen Peña Ardid; la frase con la que

lo concluye (“antes del silencio”) es el título de su siguiente y último libro de cuentos,

editado en 1991 (Castro Ricalde, 2010: 45-61). Es decir, si no lo fue el cuento completo,

por lo menos su cierre fue tan significativo que determinó el nombre de un volumen que

aparecería tres lustros más tarde.

“Girándula” narra un corto lapso en la vida de Julio, un arquitecto de edad madura:

entre la llegada a su casa y el intento de vestirse para acudir a una anhelada cita. Todo

ocurre en unos momentos “antes del silencio”, antes de su muerte. Desde el título, este

cuento advierte la relevancia de lo percibido y cómo esto se transmite a los lectores a través

del proceso de la enunciación, pues una girándula es tanto un “Artificio que se pone en las

fuentes para arrojar el agua con agradable variedad” como una “Rueda llena de cohetes que

gira despidiéndolos” (DRAE). Es decir, se trata de un artefacto que desvía la mirada de sí

mismo y la proyecta hacia otro sitio fuera de sí. Su movimiento rotatorio impide observar

con detención su centro a fin de que, paradójicamente, la vista se dirija hacia la

circunferencia de mayor amplitud dibujada gracias al efecto de la luz (en el caso de los

cohetes) o del agua (en el de las fuentes). Tal efecto funciona como una isotopía de las

elecciones perceptivas del personaje masculino, quien opta por constituir un universo

paralelo al que está viviendo y así evitar la conciencia de su propia e inminente muerte.

Pero, al mismo tiempo, las figuras generadas por la girándula sólo son posibles gracias a la

existencia del aparato mismo que es referido – explícitamente y con gran fortuna – como un

ojo que, de manera implícita, posee una visión estereoscópica. La girándula, entonces,

despliega mecanismos de los textos de ficción que abordaré en este trabajo. Me propongo

evidenciar la organización del nivel semántico de este cuento y el resultado de la

confrontación entre el narrador y el personaje: mientras éste se obstina en plantear la


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existencia de otro orden de realidad, aquél lo desmiente y ratifica el mundo conocido. La

lucha entre estas dos entidades textuales configura un cuento que superpone dos tipos de

realidad aparentemente incompatibles y con ello proyecta, por momentos, ciertos destellos

fantásticos de manera sumamente eficaz.

El narrador configura lo extraño

Dueñas despersonaliza a la fuente de enunciación de su texto, pues no es posible

determinar quién es o a quién atribuir su narración. Para los lectores resulta sencillo

advertir, desde las primeras líneas del cuento, las omisiones de Julio y las contradicciones

entre su percepción y la de la voz narradora. Así, los receptores se ven en la necesidad de

reconfigurar el relato, según se va construyendo la historia de acuerdo con la óptica del

personaje o la perspectiva del narrador. El inicio de los dos primeros párrafos resalta lo

anterior: “Cuando atravesó la calle y subió la escalinata de su apartamiento no reparó en

que el aspersor del prado le bañaba el rostro y, mucho menos, en la pequeña Maité […]

Julio no advirtió que el caluroso atardecer de mayo humedecía sus axilas […] (Dueñas,

1976: 39).2 En el siguiente apartado se reitera la parcialidad de su mirada: “En su

apresuramiento no vio la bombilla eléctrica encendida, que en otra circunstancia le hubiese

extrañado” (39). Enunciados como los anteriores descubren el doble papel ejecutado por el

enunciador quien subraya la arbitrariedad de la realidad observada por Julio, pero también

la torna ambigua al atribuirla al contexto del personaje. Así, cuando se detiene “Acezante”

en el umbral de su puerta y no atina a introducir la llave en la cerradura, puede deberse al

esfuerzo producido por subir las escaleras y a su “invariable torpeza”. Y si no se fija en ese

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Citaré de esta edición, por lo que en lo sucesivo sólo incluiré el número de la página. Igualmente, me
atribuyo todas las cursivas insertas en dichas transcripciones. Este cambio tipográfico será útil para centrar
la atención en aquello que me interesa demostrar.

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momento en el foco mencionado, es por la ansiedad que lo invade ya que esa noche tiene

una cita con una joven a la que ha pretendido desde dos años atrás y apenas ahora parece

interesarse en él. Es decir, el narrador contribuye a crear una polisemia que esclarece las

razones por las cuales el orden habitual de Julio se ve perturbado y, al mismo tiempo, abre

el espacio para introducir la duda sobre si basta esa causa para producir las crecientes

alteraciones físicas y anímicas del personaje. Tal dubitación se instaura con singular fuerza,

a tal grado que comienza a erigirse en la explicación definitiva, cuando se menciona el

“insistente dolor del brazo” experimentado por Julio desde la noche anterior.

A partir de ese momento, la voz enunciadora multiplicará los síntomas

característicos de un infarto: creciente dolor del brazo, el hombro y la espalda. Dicha

sensación aparecerá tanto de manera repetida como descrita cada vez más incisivamente. Si

primero se le “había adherido como una ventosa” y aumentaba “más y más”, después le

impedirá “hacer mayor esfuerzo”, se convertirá en un “malestar incontrolable”, en un dolor

de pecho “insoportable” y, al final, lo abatirá “hasta lo inconmensurable”. Ese signo – el del

dolor – es el más reiterado, pero aparecen muchos otros ligados a un ataque al corazón: el

sudor inicial convertido en bochorno, agitación y torpeza en aumento, su concentración se

va diluyendo, connato de vómito, mejillas lívidas, fotofobia, dolor de cabeza y sienes que

“parecían estallar”.

A tales señales podrían añadírsele algunas que Julio no reconoce o bien que el lector

no puede asegurar si provienen del estado actual del personaje o de la percepción que tiene

de sí mismo. El primer caso puede ilustrarse con la aparición en el lavabo de “dos coágulos

de sangre ennegrecida, como si alguien hubiese aplastado contra la superficie el vientre de

dos tarántulas” (42). El segundo con la intensificación de las arrugas de su rostro, la de las

venas “congestionadas” de sus manos o las de sus piernas que “parecían correas; tensos
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acueductos de agua negra”. Si el rechazo hacia su apariencia se relaciona con los nervios

por la cita con alguien mucho más joven que él, la visión de su cuerpo decadente se explica

como parte de un desasosiego ampliado al comparársele con la vitalidad de Lucinda y la

extensa corte de sus “acicalados galanes”.

De esta manera, el narrador va configurando un universo coherente con las leyes

conocidas: la percepción trunca y alucinada de Julio se origina en un trastorno físico. Éste

culmina en una caída que hace “saltar los sesos contra el brocal de la tina” y cuyo “cráneo

al estrellarse” produce un sonido de cascarón (45). Así, tanto lo que pasa inadvertido para

el arquitecto como los hechos que lo dejan perplejo y lo convencen de la existencia de una

presencia desconocida en la habitación desplazarían el cuento a la región de lo extraño,

según la nomenclatura de Tzvetan Todorov (1981: 25-35). Esa “sensación de que alguien,

en ese momento, había entrado a su alcoba”, por ejemplo, se atribuiría a la percepción

desequilibrada de quien experimenta una anomalía fisiológica y de ningún modo a un

fenómeno sobrenatural.

El personaje configura lo fantástico

La inclusión de elementos transgresores sólo se explicita en el relato después de que

se manifiesta la importancia del compromiso social contraído por Julio. Después de dos

“años de martirio. Dos años de desearla sin esperanza; seiscientos veinte días de anhelar

una palabra, una mínima señal que lo diferenciara de la camaradería usada con los demás

arquitectos”, Lucinda le pidió que la llevara al teatro y luego cenaran con su familia (40).

La densidad fantástica comienza a espesarse en el momento en el que se establecen los

contrastes entre el maduro arquitecto y su “joven hermosa y cortejada” colega. La

polarización insinuada en este momento irá agudizándose en forma similar tanto al


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incremento del dolor experimentado por Julio como a la aparición de aquello que le es

inexplicable. Adelanto, entonces, una de las conclusiones de este trabajo al sostener que la

integración de otro nivel de realidad se sustenta en la incapacidad del sujeto de lidiar con lo

conocido; en concreto, el horror que inspira el proceso de decadencia física del sujeto y la

muerte como culminación del mismo. Esto es tan monstruoso e inaceptable que es

preferible instaurar un plano diferente.

Las pistas sobre ciertas anomalías han sido lanzadas con la mención de una

bombilla eléctrica encendida, insinuación de que alguien más ha entrado al departamento o

– por lo menos – ha estado antes en él, y la ausencia del traje que Julio esperaba encontrar

en su habitación. Ambos hechos forman parte de los sucesos contradictorios que se

incluyen repetidamente dentro del texto: si la luz de afuera ha sido prendida es porque

Rosa, la mujer del servicio doméstico, había recogido la indumentaria que el protagonista

portaría y lo dejó en donde él lo solicitó. Si dicho traje no está, ¿quién encendió entonces el

foco de la entrada? La respuesta de esta pregunta desplazaría al lector hacia un territorio u

otro: si la empleada cumplió con lo pedido, Julio no ve el traje oscuro porque hay algo en

su visión (concretamente, en su percepción) que le impide fijarse en él. La anomalía radica

en el personaje dado su crítico estado de salud, el cual explica la parcialidad de su

perspectiva. Pero si la ropa no está en el lugar esperado y Rosa no fue al hogar de Julio

(porque, además, no solía trabajar ese día de la semana), los temores del arquitecto son

fundados y algo externo a sí mismo está trastocando el orden que lo rodea. La narración da

cuenta de diversos elementos supuestamente sobrenaturales, vinculados al campo de lo

fantástico, ligados al punto de vista del personaje y, como hemos señalado, cada vez más

desvinculados de la voz de la enunciación.

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Julio comienza a inquietarse por dos hechos que ocurren de manera casi simultánea:

por no encontrar el traje y por “la sensación de que alguien, en ese momento, había entrado

a su alcoba” (40). Esto lo pone en actitud acechante: “Claramente oyó girar los goznes de la

puerta”, pero la pregunta sobre quién ha entrado no encuentra respuesta alguna. Se

introduce, así, el primer ingrediente sobrenatural: el de una presencia no identificada que se

ratifica con el conjunto de acontecimientos inusuales de los que sólo Julio es testigo y de

los cuales tiene la total certeza, según indica el adverbio “claramente” en ésta y en otra

afirmación que transcribo unas líneas más adelante. La soledad del personaje se vuelve en

su contra, pues las aserciones de la voz narradora prevalecerán ante la explicación de los

síntomas fisiológicos aludidos, pero también porque no hay nadie que corrobore esas

situaciones anómalas. Algunas de ellas son el descubrimiento de los dos coágulos de sangre

en el lavabo y cuyo origen no es aclarado (Julio se examina, revisa sus encías y la navaja de

afeitar, sin detectar “Absolutamente nada”). Enseguida se topa “con la camisa almidonada

que no encontró un minuto antes” (42). Después leemos: “No dio crédito a la silueta, mejor

dicho, a la sombra que claramente se desplazó de su persona con lentitud de actoplasma

[sic]. Le llegó un fuerte olor a cieno” (42). El personaje se resiste a admitir lo que sus

sentidos le advierten, “que en su cuarto había una presencia, una presencia viva y extraña,

un algo que lo cohibía y ¿por qué no decirlo? Algo mágico e intangible que le iba quitando

fuerza” (42). Los dos últimos hallazgos que lo sumen en la zozobra es la aparición del traje,

aunque “arrugado, retorcido, escurriendo un líquido amarillento y lleno de fango” y el

advertir que “alguien levantaba un mazo y lo dejaba caer sobre su nuca, una y otra vez”

(44-45).

El ser anónimo percibido por Julio transgrede las leyes del espacio, pues es capaz de

penetrar en una habitación cuya ventana se encuentra cerrada y la puerta tiene “echado el
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cerrojo”. Es un ser al que le es imposible enfrentarse, a pesar de haber revisado debajo de la

cama, detrás de las cortinas y las puertas. Julio se pregunta: ¿todo ello es un producto o no

de su imaginación? Quien narra apunta que el personaje se encuentra “extrañado” por lo

que pasa, cómo “con tranquilidad, sin ofuscarse” observa “todo con detenimiento”, de qué

forma considera “ridícula su actitud” y hace “acopio de cordura”; tacha de “incongruente”,

“absurdo e inadmisible” a lo que sucede y describe sus intentos por aferrarse “a su

realidad”. Pero también esboza su creciente zozobra, pues no puede “contener un

estremecimiento, un temor supersticioso”, “la sorpresa y la absurda sensación de espanto

que iba en aumento”, “el desaliento que se adueñaba de su persona”, cómo queda “Abatido

hasta lo inconmensurable” y se debate “en la pesadilla de ese instante”.

La acumulación de hechos inexplicables (objetos que aparecen, ruidos súbitos,

presencias intuidas) contribuye a la constitución de una atmósfera inquietante para el

personaje e, incluso, para el lector que, aún en el supuesto de que se adhiriera a la hipótesis

de la voz enunciadora (que Julio está sufriendo un infarto), no puede dejar de sentirse

intimidado por el horror ascendente que embarga al protagonista. Luego, el peso gradual

del narrador que apuesta por la verosimilitud de lo que cuenta, alineado con las leyes del

mundo conocido, lejos de tranquilizar al espectador respalda la sensación de ambigüedad

comunicada por el texto.

El sujeto moderno y su resistencia a lo sobrenatural

Guadalupe Dueñas actualiza los ambientes en donde la posibilidad de lo fantástico

puede tener lugar. En “Girándula”, la naturaleza, el paisaje o los páramos – tan caros para

el relato gótico o el romanticismo fantástico – ceden su lugar a los espacios propios de la

modernidad del siglo XX. Se trata ahora de los novedosos edificios de departamentos de la
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segunda mitad de esa centuria en una zona urbana. Los personajes pertenecen a un nivel

socioeconómico medio alto, dado su nivel de estudios y el tipo de empleo. En este cuento

no se habla de genealogía alguna, de abolengos o cualquier tipo de tara atribuida a algún

pasado mediato o remoto. De los antecedentes de Julio y Lucinda se aporta lo estrictamente

necesario, en cuanto a su posición social y el vínculo existente entre ellos. De aquí que si en

los apartados anteriores las configuraciones de sentido han emanado del cuento mismo, en

este segmento provendrán de “los desequilibrios entre lo dicho y el silencio”, en términos

de Rosalba Campra (2008: 111). El silencio con el que concluye el cuento analizado y,

paradójicamente, con el que Dueñas abrirá (al incluirlo en el título) el último de sus libros.

Se calla tanto la afectividad como la cercanía de la muerte y, desde este enfoque, se

teme tanto la extinción física como el relato fantástico es soslayado por “una tradición de

crítica literaria más preocupada por sostener los ideales establecidos que por subvertirlos”

(Jackson, 1986: 181). La girándula del cuento posa su ojo inmóvil, pues, en lo que se ha

optado por marginar dado su carácter amenazante hacia el orden conocido y dominante, sea

la existencia frente a la muerte, la racionalidad ante lo ilógico, la configuración realista por

encima a la que la subvierte.

Dueñas, entonces, instala el horror en el presente que aún alcanza a los lectores del

nuevo siglo. Aquellos que pertenecen a una ciudad letrada que, como el arquitecto de la

narración, se resiste a perder la cordura y, al mismo tiempo, ha expulsado de sus

expectativas la pronta llegada de la muerte. La pregunta “¿Es usted, Rosa?” es formulada

en dos ocasiones. La segunda vez aparece en las últimas líneas del texto y apunta hacia la

necesidad de que prevalezca la razón, de que ella dote de significados a lo que el aterrado

Julio percibe a través de los sentidos. En lugar de exorcizar el horror a través de un proceso

de explicación cimentada en la referencialidad del contexto, la modernidad aludida no


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puede anular las atmósferas no codificadas (rasgo característico y unificador de la escritura

de Dueñas). El relato explicita o sugiere lo que sabemos de los personajes y su entorno:

Julio ha cursado una carrera universitaria de prestigio; la descripción de su departamento y

el tiempo que lleva a su servicio la misma empleada doméstica indica una economía

desahogada y disfrutada desde hace años. Su rango laboral es superior al de otros colegas

(el trato que le concede el gerente es más bien de amistad y no de subordinación: juegan

póker y van juntos al club). Su apariencia distinguida facilita su inserción en una posición

dada dentro de la sociedad y ambas (apariencia y posición social) son los argumentos que

se da a sí mismo el protagonista para explicarse el súbito interés de Lucinda por salir al

teatro y gozar una cena familiar. La información leída o colegida se encamina hacia la

trayectoria de quien, a partir del estudio y el ascenso en el mundo laboral, consigue una

vida acomodada en lo material. La trama, no obstante, está vacía de información sobre la

familia y los afectos de Julio, con excepción de su desmedido y desesperanzado interés por

Lucinda. Se infiere que vive solo y con una rutina organizada (siempre le da un caramelo a

la pequeña Maité; en otra situación hubiera sido capaz de advertir cualquier anomalía de su

entorno; suele ver los días pasar desde la ventana de su habitación).

Lo sobrenatural no tendría cabida en un universo que privilegia lo objetivo, la

materialidad y, en suma, las categorías de la realidad. Ese tipo de sociedades le ha restado

peso a los apellidos o a la antigüedad del tronco familiar y, en cambio, estratifica a sus

miembros de acuerdo con el éxito económico y el acceso a la denominada alta cultura. El

hincapié está puesto en el presente y no en el pasado, lo cual acota el valor concedido a la

tradición. Así, al asociar las creencias derivadas de las supersticiones a “un tipo de

pensamiento prelógico”, éste “representa individuos y grupos como diferentes de los

demás” y favorece la creación de jerarquías sociales, sostiene Tobin Siebers (1989: 13).
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Consecuente con su formación y su adscripción a un grupo social determinado, Julio es

puesto en una encrucijada: si admite la existencia de seres fantasmales capaces de no

respetar cerraduras, de sombras que le restan fuerzas, se erige en un individuo incompatible

con el mundo al cual pertenece. Pero si posiciona los acontecimientos dentro de los límites

de la realidad debe enfrentarlos como parte de un proceso entrópico sobre su cuerpo, su

propia vida y, por ende, la inminencia de su fin. Al asumir que el mazo asestado

incesantemente sobre su nuca proviene de la mano de Rosa, la percepción del personaje

prioriza el nivel de lo real por encima de lo sobrenatural y, en forma simultánea, se resiste a

aceptar la muerte como un continuum de la vida. Dueñas, entonces, opta por desplazar el

horror producido por la idea de lo sobrenatural al horror generado por lo “natural” que no

se acepta y se localiza en el rango de lo cotidiano. Registra un cambio en la percepción

habitual, pues sigue el planteamiento de Ana María Barrenechea al intuir el “orden dentro

del desorden que insinúa un peligro oculto, la presencia de cosas detrás de las cosas, de otra

realidad detrás de la realidad” (Hazaiová, 2007: 12-13).

La soledad del personaje, encarnación del sujeto moderno, imposibilita la existencia

de un testigo que desmienta o corrobore la naturaleza sobrenatural de lo percibido. El doble

encierro (en sí mismo y en el contexto del espacio de su vivienda) impide la intrusión de

cualquiera que pudiera advertirle sobre su estado de salud. Es decir, se dividen de tajo tanto

los dos niveles, el de la realidad y el de un más allá, como los dos tipos de explicaciones

sobre lo que ocurre. La construcción de tal frontera habla de un individuo concebido como

un ser diferenciado en relación con los otros y esto es sostenido – según advertimos líneas

atrás – por la razón y la concreción de la materialidad. La existencia de sus opuestos (lo

irracional y la carencia de sustancia), paradójicamente, tranquiliza al personaje, pues lo

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aleja de su temor verdadero, el de la muerte (que ni siquiera es concebida y mucho menos

nombrada).

El aislamiento de Julio funciona también como una coraza hacia los dos rangos

mencionados: el subjetivo y el objetivo. Al no vincularse amorosamente, se evita la

angustia experimentada en el momento de la narración, en el que predomina la zozobra, el

temor, la subestimación. En ambos casos, el Otro se erige en una amenaza que culmina con

la idea de que el golpe final proviene de la mano de su empleada doméstica. Es sintomático,

tanto desde la lectura de género como desde la de la clase social, elegir a Rosa como su

victimaria. Si Maité desempeña un rol sinécdótico en relación con Lucinda, debido a su

juventud y su fragilidad, Rosa ejercería una función similar en cuanto al poder de

destrucción que Julio les ha conferido, según argumentaremos en el siguiente apartado.

El título del cuento alude a aquello que produce un efecto gracias al movimiento

rotatorio que impide apreciar con claridad el dispositivo que lo genera, dada la distracción

de la mirada. Tal y como el personaje, en forma inconsciente, se centra en unos hechos para

no ver aquellos que aluden a su derrumbamiento físico. En la medida en la que la angustia

de Julio por la proximidad de la cita con la joven crece a la par de su malestar corporal, se

alteran hiperbólicamente tanto lo visto como lo intuido. Sin embargo, lo inexplicable es una

mera consecuencia de un centro inadvertido y enraizado como la girándula misma. He

pretendido demostrar cómo van apareciendo ciertas anomalías en las que se insinúa la

intervención de lo sobrenatural. Me detendré, por último, en lo que sostengo que

verdaderamente aterroriza a este personaje y cuyas manifestaciones se insertan

estrictamente en el ámbito de la realidad. Si quien narra caracteriza el aspersor como una

“flor de cristal, girándula luminosa por el último rayo del sol”, no es difícil que los lectores

nos percatemos de la semejanza establecida entre éste y cómo adjetiva su existencia el


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maduro arquitecto. El inminente infarto quebrará la “flor de cristal”, pero esto él no lo sabe

aún. En lo que sí va reparando es en su propia condición de “girándula luminosa por el

último rayo del sol”: mientras se acerca al momento final, establecerá una serie de

comparaciones basadas en la oposición, entre su percepción como sujeto en decadencia y

Lucinda, cuya existencia despunta apenas.

Finalmente, llamaré la atención en los cambios que experimenta la girándula: pasa

de ser una “flor de agua” a un “mirasol enloquecido”. Cuando esto ocurre, Julio descubre

de inmediato los esputos sanguinolentos en el lavabo y la “presencia viva y extraña”.

Después, mientras siente que las sienes le estallan, el aspersor será comparado por la su

efecto hipnótico con los ojos de Lucinda. Finalmente, el objeto pierde la movilidad y es

restaurado textualmente como “un inmóvil ojo de escarcha”. La girándula ha actuado,

entonces, como el punto de visión del relato en su vínculo con Julio. La velocidad del

aparato cambia de ritmo conforme se aceleran y luego se extinguen las pulsaciones vitales

del personaje. Ese compás es distinto en su relación con el horror, intensificado frente a su

lentitud de reflejos y capacidad de respuesta. El gélido y estático ojo en que ha mutado la

girándula anticipa tanto la muerte del ser como la instalación del horror momentos antes.

En síntesis, “Girándula” de Guadalupe Dueñas ilustra la cimentación de los recursos

narrativos en la retórica empleada y los cambios analizados en los procesos de enunciación

y el punto de vista. Así, el narrador tiende a explicar los acontecimientos en función de la

lógica de la realidad aceptada, mientras Julio se resiste a admitirla, pues implicaría el

advenimiento de un desorden fisiológico fatal. Cuando el acecho de la muerte es inevitable,

el punto de vista de súbito es otro y reinstaura el nivel de lo conocido.

Si todas esas visiones (apariciones y mutaciones) estremecen a Julio, los lectores

poseen una perspectiva general en la que el personaje también horroriza. Como aquello que
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él ve o deja de apreciar, según la variabilidad de su percepción, quien lee el cuento

identifica cómo él magnifica, empequeñece o elimina lo observado y es testigo de los

cambios corporales que éste experimenta. La diferencia radica en la naturaleza del peligro

que entrañan tales mutaciones: mortal para Julio, inocuo para los receptores. Éstos, sin

embargo, son advertidos sobre el riesgo que entraña la convivencia de sujetos marcados por

el género y la clase social. Pero, sobre todo, se previene que en un periodo en el que se

rinde culto a lo nuevo, a la juventud y la renovación, es posible entender el repudio del

personaje hacia su propia mutación que lo convierte de maduro a viejo, de fuerte a débil, de

individuo interesante a repulsivo. El cuento, por lo tanto, abunda en la inutilidad de los

esfuerzos por frenar la decadencia del ser humano, en la desesperada y vana búsqueda de la

afirmación del sujeto y en el horror como resultado de la existencia del otro marcado por la

diferencia. Si seguimos los argumentos de Jackson (1986: 82-83), “Girándula” es un

ejemplo textual que reflexiona sobre lo fantástico moderno, al plantear que sólo sobrevive

lo que se transforma y se adapta.

Obras citadas

Castro Ricalde, Maricruz. 2010. “Entre la elocuencia y el silencio” en Maricruz

Castro y Laura López (eds.). Guadalupe Dueñas. Después del silencio. México: FONCA,

ITESM, UAM-I, UIA, UAEM, UNAM, pp. 41-61.

Campra, Rosalba. 2008. Territorios de la ficción. Lo fantástico. Sevilla:

Renacimiento.

Diccionario de la Real Academia Española. 2001. 22ª ed. http://buscon.rae.es/draeI/

[fecha de consulta: abril de 2011]

Dueñas, Guadalupe. 1976. No moriré del todo. México: Joaquín Mortiz.


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------------------------. 1991. Antes del silencio. México: FCE (Letras Mexicanas),

1991.

Hazaiová, Lada. 2007. “Lo fantástico discreto de Felisberto Hernández”, en

Literatura Latinoamericana. Historia, imaginación y fantasía. México: Universidad

Carolina de Praga, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Instituto de

Comunicación, Artes y Humanidades de Monterrey, Cozcyt, Plaza y Valdés.

Jackson, Rosemary. 1986. Fantasy. Literatura y subversión. 2ª ed. Buenos Aires:

Catálogos Editora [1981].

Siebers, Tobin. 1989. Lo fantástico romántico. México: FCE (Breviarios) [1984].

Todorov, Tzvetan. 1981. Introducción a la literatura fantástica. Trad. Silvia Delpy.

2ª ed. México: Premiá [1970].

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