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TEXTOS DE SABIDURÍA

SEMANA 10 DE JULIO: LAS CENIZAS


DEL AMOR
10-JULIO-2016 ENRIQUE MARTÍNEZ LOZANO

Rupert SPIRA.
INTRODUCCIÓN
Desde el punto de vista convencional, se cree que la experiencia está
compuesta por dos elementos esenciales: un sujeto –el cuerpo mente- y un
objeto –las cosas, los demás y el mundo-. Por este motivo, podríamos
llamar a esta visión de la experiencia Dualidad Convencional, en la cual está
implícita la relación sujeto-objeto.
En la Dualidad Convencional, se cree que el cuerpo-mente (el sujeto de la
experiencia) conecta con las cosas, los demás y el mundo –los objetos de la
experiencia- mediante un acto de conocer, sentir o percibir. De ese modo,
se considera que el cuerpo-mente es consciente, y que “las cosas, los demás
y el mundo” son aquello de lo cual “yo” –el cuerpo mente- soy consciente. Esta
creencia es la asunción fundamental en la cual está basada nuestra cultura
mundial y es encumbrada en nuestro lenguaje con frases como “yo conozco
esto y lo otro”, “yo te quiero”, “yo veo el árbol”. En todos los casos, hay un
sujeto, “yo”, que conoce, siente o percibe un objeto –“tú” o “ello”-. De
hecho, esta creencia está tan integrada en nuestra cultura que la mayoría
de la gente no lo considera en absoluto una creencia, sino que lo asume
ciegamente como una verdad absoluta.
Como un primer paso hacia la comprensión de la verdadera naturaleza de la
experiencia, las enseñanzas no duales señalan que no es el “yo”, el cuerpo-
mente, el que es consciente de las cosas, de los demás y del mundo, sino
que es el “Yo-Consciencia” el que es consciente del cuerpo y de la mente, así
como de las cosas, de los demás y del mundo. De este modo, el cuerpo y la
mente son entendidos como objetos de la experiencia, no como el sujeto.
En este caso, se entiende que el sujeto o el conocedor de la experiencia no
está hecho de nada objetivo, como pudiera ser un pensamiento, una
imagen, un sentimiento, una sensación o una percepción; está simplemente
presente y consciente, y por lo tanto nos referimos a él como “Consciencia”.
Al no tener ninguna característica objetiva, se dice que el sujeto de la
experiencia -pura Consciencia- está inherentemente vacío: vacío de
pensamientos, imágenes, sentimientos, sensaciones y percepciones;
transparente, sin color, sin forma, imperceptible y, en última instancia,
inconcebible; sin embargo, si queremos poder hablar o escribir sobre la
naturaleza última de la experiencia, no nos queda más remedio que hacer
una concesión y concebirlo provisionalmente.
El proceso mediante el cual descubrimos que no es el “yo” como cuerpo-
mente el que es consciente de las cosas, de los demás y del mundo, sino que
es el “Yo” como Consciencia el que es consciente del cuerpo y la mente, así
como de las cosas, los demás y el mundo, es denominado en ocasiones neti-
neti: “no soy esto, no soy aquello”. No soy mis pensamientos;
soy consciente de mis pensamientos. No soy mis sentimientos;
soy consciente de mis sentimientos. No soy mis sensaciones corporales;
soy consciente de mis sensaciones corporales. No soy mis percepciones –
visiones, sonidos, sabores, texturas y olores-; soy consciente de mis
percepciones.

Así, el neti-neti es un procedimiento de discriminación o exclusión, mediante


el cual vamos de la creencia de que soy “algo” –una mezcla de un cuerpo y
una mente- a la comprensión de que soy “nada” (ninguna cosa)- ningún
pensamiento, imagen, sentimiento, sensación o percepción.
De este modo, la culminación del camino del neti-neti –el Camino de la
Exclusión– es conocer nuestro Yo como pura Consciencia. Sin embargo, este
proceso aún no nos dice nada sobre cuál es la naturaleza de la Consciencia,
más allá de que está simplemente presente y consciente. Y en ese sentido,
no es esto lo que se ha entendido tradicionalmente por despertar o
iluminación. El despertar o iluminación no es tan solo la revelación de
la presencia de la Consciencia –aunque este sea el primer paso- sino la
revelación de su naturaleza
________________________

Para poder avanzar desde el entendimiento de que la Consciencia está


presente y es consciente a la comprensión de su verdadera naturaleza, es
necesaria, en la mayoría de los casos, una cierta exploración. Sin embargo,
¿quién o qué podría explorar o conocer la Consciencia? Únicamente ella es
consciente y, por lo tanto, es tan solo ella la que puede saber algo sobre sí
misma. Por este motivo explorar la Consciencia significa ser consciente de
la Consciencia. No obstante, para ser consciente de sí misma, la Consciencia
no necesita conocer nada nuevo; simplemente siendo ella misma, la
Consciencia ya es siempre, de un modo natural y sin esfuerzo, consciente
de sí misma, de igual modo que el sol, de forma simple y natural, se ilumina
a sí mismo simplemente siendo él mismo.
Por lo tanto, investigar verdaderamente nuestra naturaleza esencial,
aunque casi siempre se inicia razonando, reflexionando y cuestionando, es,
en última instancia, simplemente permanecer conscientemente como
nuestro Ser esencial de pura Consciencia. En este proceso, la mente queda
privada de su objeto y, al no tener nada en lo que enfocarse o a lo que
aferrarse, retorna de una forma natural, espontánea y sin esfuerzo a su
fuente de pura Consciencia, permaneciendo como tal de manera consciente.

Es en este permanecer como nuestra naturaleza esencial de pura


Consciencia donde el recuerdo de nuestra naturaleza ilimitada y
eternamente presente comienza a surgir el recuerdo de nuestro eterno e
infinito Ser. Por supuesto, no es un recuerdo de “algo”. Sin embargo, el
término recuerdo es apropiado porque este conocimiento de nuestro propio
Ser –su conocimiento de sí mismo como esencialmente es- siempre ha
estado con nosotros y, por lo tanto, no es algo nuevo que se conozca. Tan
solo estuvo aparentemente perdido, velado, pasado por alto u olvidado.
Este recuerdo de nuestra naturaleza ilimitada y eternamente presente es
designado de formas variadas en las distintas tradiciones espirituales:
despertar, iluminación, satori, liberación, nirvana, resurrección, moksha, bodhi,
rigpa, kenhso, etc. En todas estas denominaciones se hace referencia a la
misma experiencia: el abandono de la identificación con todo lo que
previamente considerábamos que era inherente y esencial en nuestro Yo.
En la tradición zen se refieren a ello como La Gran Muerte y en la religión
cristiana se representa mediante la crucifixión y la resurrección –la
disolución de los límites que el pensamiento ha sobreimpuesto en nuestro
Yo y la revelación de su naturaleza eterna e ilimitada-.
Este despertar a nuestra naturaleza esencial de Consciencia ilimitada y
eternamente presente puede tener o no un efecto drástico e inmediato en el
cuerpo y en la mente. De hecho, en muchos casos, este reconocimiento
puede darse de un modo tan silencioso y sosegado que incluso puede que a
la mente le pase desapercibido.
En cierta ocasión escuché una historia en la que un estudiante de un
reconocido maestro zen le preguntaba: “¿Por qué nunca hablas de tu
experiencia de iluminación?”. En este punto la esposa del maestro zen se
levanta en el fondo de la sala y dice a voces: “¡Porque nunca la ha tenido!”.
Otros cuentan que el simple reconocimiento de su Ser esencial los dejó tan
desorientados que, por ejemplo, ¡se pasaron los dos años siguientes
sentados en un banco del parque acostumbrándose a él!
En cualquier caso, el reconocimiento de nuestra verdadera naturaleza es tan
solo una etapa intermedia: la verdadera naturaleza de nuestro Yo –pura
Consciencia- ha sido reconocida como el sujeto eterno e infinito de toda
experiencia, pero los objetos del cuerpo, la mente y el mundo aún han de
ser incorporados en esta nueva comprensión.
En esta etapa, se ha comprendido que nuestra verdadera naturaleza es la
Consciencia trascendente; la presencia testigo de la Consciencia en el
trasfondo de toda experiencia; el espacio eternamente presente e ilimitado
en el que aparecen los objetos temporales y limitados del cuerpo, la mente
y el mundo, y mediante el cual son conocidos; el vacío en el que surge la
totalidad de la experiencia.
Sin embargo, desde este punto de vista, la experiencia aún consiste en un
sujeto –si bien se trata de un sujeto iluminado- y un objeto. El sujeto –la
Consciencia eterna e infinita- se equipara en ocasiones a un espacio abierto
y vacío como el cielo, en el que los objetos de la experiencia –
pensamientos, imágenes, sentimientos, sensaciones corporales y
percepciones- aparecen y desaparecen como las nubes. En ese sentido, la
Consciencia aún es un (algo), aunque sea un (algo) transparente y vacío.
Todavía estamos en el terreno de la dualidad –que podríamos denominar
Dualidad Iluminada- en la que un sujeto eterno e infinito parece conocer
objetos temporales y finitos.
Es en este contexto en el que la palabra Consciencia se usa en este libro: Las
cenizas del amor.
__________________________

Para que la paz y la felicidad que son inherentes al conocimiento de nuestro


propio Ser –su conocimiento de sí mismo- puedan ser plenamente sentidas
y vividas en todos los aspectos de la vida, nuestra comprensión iluminada
ha de incorporarse en todos los ámbitos de la experiencia, es decir, en el
modo en que pensamos, sentimos, actuamos, percibimos y nos
relacionamos.
Por lo tanto, hay una segunda etapa –el Camino de la Inclusión o Camino
Tántrico- en la que el modo en que pensamos, sentimos, actuamos y nos
relacionamos se readapta gradualmente a nuestra nueva comprensión. En
este Camino de la Inclusión –o, como es denominado en la tradición zen, El
Gran Renacimiento y en la tradición cristiana, la transfiguración- descubrimos
que nuestra naturaleza esencial de pura Consciencia no está tan solo
presente como testigo de toda experiencia, sino que además constituye la
mismísima sustancia o realidad de la experiencia. Como tal, no es tan solo
el trasfondo de la experiencia, sino también lo que está presente en primer
plano; no es tan solo trascendente, sino que también es inmanente.
En esta comprensión, la dualidad, es decir, la distinción entre el sujeto –la
pura Consciencia- y los objetos del cuerpo, la mente y el mundo, se ha
colapsado. De hecho, ni siquiera puede decirse que se haya colapsado, dado
que para empezar nunca estuvo ahí realmente. Más bien, se ha visto con
claridad que la dualidad es y siempre ha sido completamente inexistente : en realidad,
no hay ningún yo –ya sea temporal y limitado o eternamente presente e
ilimitado- que conozca, ni tampoco ningún objeto, ser o mundo limitado que
sea conocido. Lo único que hay es puro Conocer –una totalidad íntima,
continua, indivisible, eternamente presente e ilimitada-.
Es en este sentido en el que los términos Conocer o la luz del puro Conocer se
usan en Las cenizas del amor; para describir ese sentir y conocer que toda
distinción entre un sujeto aparente y un objeto, ser o mundo aparente se ha
disuelto, al contrario que los términos Consciencia o pura Consciencia, en los
que aún están presentes un sujeto aparente y un objeto.
Y, del mismo modo que utilizamos como metáfora para la relación de la
Consciencia con la experiencia el cielo abierto y vacío, en el que los objetos
del cuerpo, la mente y el mundo flotan como nubes, para el puro Conocer,
en el que no hay sujeto ni objeto, emplearemos la metáfora de la pantalla y
la imagen o película.
Sin embargo, la pantalla en esta metáfora es una pantalla consciente; está
viendo o conociendo las imágenes que en ella aparecen, y es,
simultáneamente, la sustancia de la que están hechas. De este modo, las
conoce como sí misma, no como objetos o como otros.
En este caso, no existe un objeto con existencia real independiente en la
pantalla que podamos llamar (una imagen). No hay dos cosas –
Advaita significa (adual, no dos)-; no hay por un lado la pantalla y por otro la
imagen; únicamente existe la pantalla. Es la pantalla la que, vibrando y
creando modulaciones de sí misma, aparece como la imagen, pero nunca se
convierte en nada diferente a sí misma.
De igual modo, el puro Conocer, vibrando dentro de sí mismo, toma la
forma del pensar, sentir, percibir, ver, oír, tocar, gustar y oler, y
así, parece convertirse en una mente, un cuerpo y un mundo, pero en
realidad nunca se transforma en nada que no sea él mismo.
Por lo tanto, desde el punto de vista del puro Conocer, no hay (objetos).
Tan solo hay objetos e individuos desde el punto de vista ilusorio de uno de
los personajes de la película.
El nombre común que le damos a la ausencia de distinción entre un sujeto
que conoce y un objeto, ser o mundo, que es conocido, es amor o belleza.
El amor es la experiencia de que no hay otros; la belleza es la experiencia
de que no hay objetos.
De hecho, no hay palabra que pueda ser legítimamente utilizada para
describir la realidad de la experiencia, que permanece innombrable, por
siempre más allá del alcance del pensamiento, y que, sin embargo, es total
y absolutamente íntima. Es por este motivo por el que, cuando se intenta
expresar esta Realidad, ¡es posible tanto no emplear ninguna palabra como
utilizar muchísimas!
______________________________

El Camino de la Exclusión –no soy esto, no soy aquello- nos lleva de la


creencia (soy algo) a la comprensión (soy nada). El Camino de la Inclusión
–soy esto, soy aquello- nos lleva de la comprensión (soy nada) a sentir y
comprender que (soy todo).
El Camino de la Exclusión está basado en la discriminación; en él hacemos
una distinción entre lo que es esencial en nuestro Yo y lo que no lo es. El
Camino de la Inclusión está basado en el amor; en él se ve que todas esas
distinciones no tienen existencia real, y descubrimos nuestra intimidad
innata con todos los aparentes objetos y seres. Este Camino del Amor lleva
a lo que podría denominarse Iluminación Encarnada, en la que la
comprensión de la verdadera naturaleza de Consciencia eternamente
presente e ilimitada va impregnando gradualmente todas las facetas de la
vida, penetrando y saturando el cuerpo, la mente y el mundo con su luz. Es
un proceso que nunca termina.
Tomamos el Camino de la Exclusión para ir de la Dualidad Convencional a la
Dualidad Iluminada; tomamos el Camino de la Inclusión o Tántrico, el
Camino del Amor o la Belleza, para ir de la Dualidad Iluminada a la
Iluminación Encarnada.
Estas tres etapas –Dualidad Convencional, Dualidad Iluminada e
Iluminación Encarnada- se encuentran en todas las grandes tradiciones
espirituales y religiosas; en el cristianismo son la crucifixión, la resurrección
y la transformación; en el budismo, el samsara, después el nirvana y por
último el samsara y el nirvana como equivalentes: primero la forma, luego el
vacío, y por último la forma es vacío y el vacío es forma. Tal y como lo
expresó Ramana Maharshi: “El mundo no es real; tan solo Brahman es real;
Brahman es el mundo”.
En primer lugar, descubrimos que toda experiencia aparece en y es
conocida por el espacio abierto y vacío de la Consciencia. Después,
descubrimos que la Consciencia no es tan solo el contenedor y el conocedor,
sino la mismísima sustancia o realidad de toda experiencia.
A medida que la distinción entre la Consciencia y los aparentes objetos del
cuerpo, la mente y el mundo se colapsa o, dicho con más precisión, a
medida que se percibe que esa distinción es completamente inexistente, se
comprende que todo lo que siempre hemos conocido, todo con lo que
alguna vez nos hemos relacionado, es únicamente el Conocer de la
experiencia. De hecho, no es tan siquiera el Conocer de (la experiencia),
porque nunca encontramos una experiencia independiente del Conocer de
dicha experiencia.
Tan solo conocemos el Conocer. Sin embargo, el (nosotros) o el (yo) que
conoce ese Conocer no está separado ni es distinto de él; el Conocer no es
conocido más que por sí mismo.
Todo lo que en todo momento se conoce es Conocer, y es el Conocer el que
se conoce a sí mismo.
Lo único que existe es la luz del puro Conocer.

Rupert SPIRA, Las cenizas del amor. Aforismos sobre la esencia de la no-dualidad,
Sirio, Málaga 2016.

SEMANA 28 DE ABRIL: LOS CEREBROS


«HACKEADOS» VOTAN
28-ABRIL-2019 ENRIQUE MARTÍNEZ LOZANO

Yuval Noah HARARI, en El País, 6 de


enero de 2019.
Algunas de las mentes más brillantes del planeta llevan años investigando cómo piratear el
cerebro humano para que pinchemos en determinados anuncios o enlaces. Y ese método ya
se usa para vendernos políticos e ideologías.
La democracia liberal se enfrenta a una doble crisis. Lo que más centra la atención
es el consabido problema de los regímenes autoritarios. Pero los nuevos
descubrimientos científicos y desarrollos tecnológicos representan un reto mucho
más profundo para el ideal básico liberal: la libertad humana.
El liberalismo ha logrado sobrevivir, desde hace siglos, a numerosos demagogos y
autócratas que han intentado estrangular la libertad desde fuera. Pero ha tenido
escasa experiencia, hasta ahora, con tecnologías capaces de corroer la libertad
humana desde dentro.
Para asimilar este nuevo desafío, empecemos por comprender qué significa el
liberalismo. En el discurso político occidental, el término “liberal” se usa a menudo
con un sentido estrictamente partidista, como lo opuesto a “conservador”. Pero
muchos de los denominados conservadores adoptan la visión liberal del mundo en
general. El típico votante de Trump habría sido considerado un liberal radical hace
un siglo. Haga usted mismo la prueba. ¿Cree que la gente debe elegir a su Gobierno
en lugar de obedecer ciegamente a un monarca? ¿Cree que una persona debe elegir
su profesión en lugar de pertenecer por nacimiento a una casta? ¿Cree que una
persona debe elegir a su cónyuge en lugar de casarse con quien hayan decidido sus
padres? Si responde sí a las tres preguntas, enhorabuena, es usted liberal.
El liberalismo defiende la libertad humana porque asume que las personas son entes
únicos, distintos a todos los demás animales. A diferencia de las ratas y los monos,
el Homo sapiens, en teoría, tiene libre albedrío. Eso es lo que hace que los
sentimientos y las decisiones humanas constituyan la máxima autoridad moral y
política en el mundo. Por desgracia, el libre albedrío no es una realidad científica. Es un
mito que el liberalismo heredó de la teología cristiana. Los teólogos elaboraron la idea
del libre albedrío para explicar por qué Dios hace bien cuando castiga a los pecadores
por sus malas decisiones y recompensa a los santos por las decisiones acertadas.
Si no tomamos nuestras decisiones con libertad, ¿por qué va Dios a castigarnos o
recompensarnos? Según los teólogos, es razonable que lo haga porque nuestras
decisiones son el reflejo del libre albedrío de nuestras almas eternas, que son
completamente independientes de cualquier limitación física y biológica.
Este mito tiene poca relación con lo que la ciencia nos dice del Homo sapiens y otros
animales. Los seres humanos, sin duda, tienen voluntad, pero no es libre. Yo no puedo
decidir qué deseos tengo. No decido ser introvertido o extrovertido, tranquilo o
inquieto, gay o heterosexual. Los seres humanos toman decisiones, pero nunca son
decisiones independientes. Cada una de ellas depende de unas condiciones biológicas
y sociales que escapan a mi control. Puedo decidir qué comer, con quién casarme y a
quién votar, pero esas decisiones dependen de mis genes, mi bioquímica, mi sexo, mi
origen familiar, mi cultura nacional, etcétera; todos ellos, elementos que yo no he
elegido.
Esta no es una teoría abstracta, sino que es fácil de observar. Fíjese en la próxima
idea que surge en su cerebro. ¿De dónde ha salido? ¿Se le ha ocurrido libremente? Por
supuesto que no. Si observa con atención su mente, se dará cuenta de que tiene poco
control sobre lo que ocurre en ella y que no decide libremente qué pensar, qué
sentir, ni qué querer. ¿Alguna vez le ha pasado que, la noche anterior a un
acontecimiento importante, intenta dormir pero le mantiene en vela una serie
constante de pensamientos y preocupaciones de lo más irritantes? Si podemos escoger
libremente, ¿por qué no podemos detener esa corriente de pensamientos y relajarnos sin
más?
Animales pirateables
Aunque el libre albedrío siempre ha sido un mito, en siglos anteriores fue útil.
Infundió valor a quienes lucharon contra la Inquisición, el derecho divino de los
reyes, el KGB y el Ku Klux Klan. Y era un mito que tenía pocos costes. En 1776 y en
1939 no era muy grave creer que nuestras convicciones y decisiones eran producto
del libre albedrío, y no de la bioquímica y la neurología. Porque en 1776 y en 1939
nadie entendía muy bien la bioquímica, ni la neurología. Ahora, sin embargo, tener fe
en el libre albedrío es peligroso. Si los Gobiernos y las empresas logran hackear o
piratear el sistema operativo humano, las personas más fáciles de manipular serán
aquellas que creen en el libre albedrío.
Para conseguir piratear a los seres humanos, hacen falta tres cosas: sólidos
conocimientos de biología, muchos datos y una gran capacidad informática. La
Inquisición y el KGB nunca lograron penetrar en los seres humanos porque carecían
de esos conocimientos de biología, de ese arsenal de datos y esa capacidad
informática. Ahora, en cambio, es posible que tanto las empresas como los Gobiernos
cuenten pronto con todo ello y, cuando logren piratearnos, no solo podrán predecir
nuestras decisiones, sino también manipular nuestros sentimientos.
Quien crea en el relato liberal tradicional tendrá la tentación de restar importancia a
este problema. “No, nunca va a pasar eso. Nadie conseguirá jamás piratear el
espíritu humano porque contiene algo que va más allá de los genes, las neuronas y
los algoritmos. Nadie puede predecir ni manipular mis decisiones porque mis
decisiones son el reflejo de mi libre albedrío”. Por desgracia, ignorar el problema no
va a hacer que desaparezca. Solo sirve para que seamos más vulnerables.
Una fe ingenua en el libre albedrío nos ciega. Cuando una persona escoge algo —un
producto, una carrera, una pareja, un político—, se dice que está escogiéndolo por su
libre albedrío. Y ya no hay más que hablar. No hay ningún motivo para sentir
curiosidad por lo que ocurre en su interior, por las fuerzas que verdaderamente le
han conducido a tomar esa decisión.
Todo arranca con detalles sencillos. Mientras alguien navega por Internet, le llama la
atención un titular: “Una banda de inmigrantes viola a las mujeres locales”. Pincha
en él. Al mismo tiempo, su vecina también está navegando por la Red y ve un titular
diferente: “Trump prepara un ataque nuclear contra Irán”. Pincha en él. En realidad,
los dos titulares son noticias falsas, quizá generadas por troles rusos, o por un sitio
web deseoso de captar más tráfico para mejorar sus ingresos por publicidad. Tanto la
primera persona como su vecina creen que han pinchado en esos titulares por su libre
albedrío. Pero, en realidad, las han hackeado.
La propaganda y la manipulación no son ninguna novedad, desde luego. Antes
actuaban mediante bombardeos masivos; hoy, son, cada vez más, munición de alta
precisión contra objetivos escogidos. Cuando Hitler pronunciaba un discurso en la
radio, apuntaba al mínimo común denominador porque no podía construir un mensaje
a medida para cada una de las debilidades concretas de cada cerebro. Ahora sí es
posible hacerlo. Un algoritmo puede decir si alguien ya está predispuesto contra los
inmigrantes, y si su vecina ya detesta a Trump, de tal forma que el primero ve un
titular y la segunda, en cambio, otro completamente distinto. Algunas de las mentes
más brillantes del mundo llevan años investigando cómo piratear el cerebro humano para
hacer que pinchemos en determinados anuncios y así vendernos cosas. El mejor
método es pulsar los botones del miedo, el odio o la codicia que llevamos dentro. Y ese
método ha empezado a utilizarse ahora para vendernos políticos e ideologías.

Y este no es más que el principio. Por ahora, los piratas se limitan a analizar señales
externas: los productos que compramos, los lugares que visitamos, las palabras que
buscamos en Internet. Pero, de aquí a unos años, los sensores biométricos podrían
proporcionar acceso directo a nuestra realidad interior y saber qué sucede en nuestro
corazón. No el corazón metafórico tan querido de las fantasías liberales, sino el
músculo que bombea y regula nuestra presión sanguínea y gran parte de nuestra
actividad cerebral. Entonces, los piratas podrían correlacionar el ritmo cardiaco con
los datos de la tarjeta de crédito y la presión sanguínea con el historial de
búsquedas. ¿De qué habrían sido capaces la Inquisición y el KGB con unas pulseras
biométricas que vigilen constantemente nuestro ánimo y nuestros afectos? Por
desgracia, da la impresión de que pronto sabremos la respuesta.

El liberalismo ha desarrollado un impresionante arsenal de argumentos e


instituciones para defender las libertades individuales contra ataques externos de
Gobiernos represores y religiones intolerantes, pero no está preparado para una
situación en la que la libertad individual se socava desde dentro y en la que, de
hecho, los conceptos “libertad” e “individual” ya no tienen mucho sentido. Para
sobrevivir y prosperar en el siglo XXI, necesitamos dejar atrás la ingenua visión de los
seres humanos como individuos libres —una concepción herencia a partes iguales de la
teología cristiana y de la Ilustración— y aceptar lo que, en realidad, somos los seres
humanos: unos animales pirateables. Necesitamos conocernos mejor a nosotros
mismos.
Códigos defectuosos
Este consejo no es nuevo, por supuesto. Desde la Antigüedad, los sabios y los santos
no han dejado de decir “conócete a ti mismo”. Pero en tiempos de Sócrates, Buda y
Confucio, uno no tenía competencia en esta búsqueda. Si uno no se conocía a sí
mismo, seguía siendo una caja negra para el resto de la humanidad. Ahora, en
cambio, sí hay competencia. Mientras usted lee estas líneas, los Gobiernos y las
empresas están trabajando para piratearle. Si consiguen conocerle mejor de lo que
usted se conoce a sí mismo, podrán venderle todo lo que quieran, ya sea un producto
o un político.
Es especialmente importante conocer nuestros puntos débiles porque son las
principales herramientas de quienes intentan piratearnos. Los ordenadores se
piratean a través de líneas de código defectuosas preexistentes. Los seres humanos,
a través de miedos, odios, prejuicios y deseos preexistentes. Los piratas no pueden
crear miedo ni odio de la nada. Pero, cuando descubren lo que una persona ya teme
y odia, tienen fácil apretar las tuercas emocionales correspondientes y provocar una
furia aún mayor.
Si no podemos llegar a conocernos a nosotros mismos mediante nuestros propios
esfuerzos, tal vez la misma tecnología que utilizan los piratas pueda servir para
proteger a la gente. Así como el ordenador tiene un antivirus que le preserva frente
al software malicioso, quizá necesitamos un antivirus para el cerebro. Ese ayudante
artificial aprenderá con la experiencia cuál es la debilidad particular de una persona
—los vídeos de gatos o las irritantes noticias sobre Trump— y podrá bloquearlos para
defendernos.
No obstante, todo esto no es más que un aspecto marginal. Si los seres humanos son
animales pirateables, y si nuestras decisiones y opiniones no son reflejo de nuestro
libre albedrío, ¿para qué sirve la política? Durante 300 años, los ideales liberales
inspiraron un proyecto político que pretendía dar al mayor número posible de gente
la capacidad de perseguir sus sueños y de hacer realidad sus deseos. Estamos cada
vez más cerca de alcanzar ese objetivo, pero también de darnos cuenta de que, en
realidad, es un engaño. Las mismas tecnologías que hemos inventado para ayudar a
las personas a perseguir sus sueños permiten rediseñarlos. Así que ¿cómo confiar en
ninguno de mis sueños?
Es posible que este descubrimiento otorgue a los seres humanos un tipo de libertad
completamente nuevo. Hasta ahora, nos identificábamos firmemente con nuestros
deseos y buscábamos la libertad necesaria para cumplirlos. Cuando surgía una idea
en nuestra cabeza, nos apresurábamos a obedecerla. Pasábamos el tiempo corriendo
como locos, espoleados, subidos a una furibunda montaña rusa de pensamientos,
sentimientos y deseos, que hemos creído, erróneamente, que representaban nuestro
libre albedrío. ¿Qué sucederá si dejamos de identificarnos con esa montaña rusa?
¿Qué sucederá cuando observemos con cuidado la próxima idea que surja en nuestra
mente y nos preguntemos de dónde ha venido?
A veces la gente piensa que, si renunciamos al libre albedrío, nos volveremos
completamente apáticos, nos acurrucaremos en un rincón y nos dejaremos morir de
hambre. La verdad es que renunciar a este engaño puede despertar una profunda
curiosidad. Mientras nos identifiquemos firmemente con cualquier pensamiento y
deseo que surja en nuestra mente, no necesitamos hacer grandes esfuerzos para
conocernos. Pensamos que ya sabemos de sobra quiénes somos. Sin embargo, cuando
uno se da cuenta de que “estos pensamientos no son míos, no son más que ciertas
vibraciones bioquímicas”, comprende también que no tiene ni idea de quién ni de
qué es. Y ese puede ser el principio de la aventura de exploración más apasionante
que uno pueda emprender.
Filosofía práctica
Poner en duda el libre albedrío y explorar la verdadera naturaleza de la humanidad
no es algo nuevo. Los humanos hemos mantenido este debate miles de veces. Salvo
que antes no disponíamos de la tecnología. Y la tecnología lo cambia todo. Antiguos
problemas filosóficos se convierten ahora en problemas prácticos de ingeniería y
política. Y, si bien los filósofos son gente muy paciente —pueden discutir sobre un
tema durante 3.000 años sin llegar a ninguna conclusión—, los ingenieros no lo son
tanto. Y los políticos son los menos pacientes de todos.
¿Cómo funciona la democracia liberal en una era en la que los Gobiernos y las
empresas pueden piratear a los seres humanos? ¿Dónde quedan afirmaciones como
que “el votante sabe lo que conviene” y “el cliente siempre tiene razón”? ¿Cómo
vivir cuando comprendemos que somos animales pirateables, que nuestro corazón
puede ser un agente del Gobierno, que nuestra amígdala puede estar trabajando
para Putin y la próxima idea que se nos ocurra perfectamente puede no ser
consecuencia del libre albedrío sino de un algoritmo que nos conoce mejor que
nosotros mismos? Estas son las preguntas más interesantes que debe afrontar la
humanidad.
Por desgracia, no son preguntas que suela hacerse la mayoría de la gente. En lugar
de investigar lo que nos aguarda más allá del espejismo del libre albedrío, la gente
está retrocediendo en todo el mundo para refugiarse en ilusiones aún más remotas.
En vez de enfrentarse al reto de la inteligencia artificial y la bioingeniería, la gente
recurre a fantasías religiosas y nacionalistas que están todavía más alejadas que el
liberalismo de las realidades científicas de nuestro tiempo. Lo que se nos ofrece, en
lugar de nuevos modelos políticos, son restos reempaquetados del siglo XX o incluso
de la Edad Media.
Cuando uno intenta entregarse a estas fantasías nostálgicas, acaba debatiendo sobre
la veracidad de la Biblia y el carácter sagrado de la nación (especialmente si, como
yo, vive en un país como Israel). Para un estudioso, esto es decepcionante. Discutir
sobre la Biblia era muy moderno en la época de Voltaire, y debatir los méritos del
nacionalismo era filosofía de vanguardia hace un siglo, pero hoy parece una terrible
pérdida de tiempo. La inteligencia artificial y la bioingeniería están a punto de
cambiar el curso de la evolución, nada menos, y no tenemos más que unas cuantas
décadas para decidir qué hacemos. No sé de dónde saldrán las respuestas, pero
seguramente no será de relatos de hace 2.000 años, cuando se sabía poco de
genética y menos de ordenadores.
¿Qué hacer? Supongo que necesitamos luchar en dos frentes simultáneos. Debemos
defender la democracia liberal no solo porque ha demostrado que es una forma de
gobierno más benigna que cualquier otra alternativa, sino también porque es lo que
menos restringe el debate sobre el futuro de la humanidad. Pero, al mismo tiempo,
debemos poner en tela de juicio las hipótesis tradicionales del liberalismo y
desarrollar un nuevo proyecto político más acorde con las realidades científicas y las
capacidades tecnológicas del siglo XXI.
Yuval Noah Harari es historiador y autor, entre otros libros, de“Sapiens. De
animales a dioses” (editorial Debate).

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