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PENSAMIENTO CRITICO/PENSAMIENTO UTÓPICO

MANIFIESTO
HEDONISTA
Esperanza Guisan

AOTH1MW
' EDITORIAL DEL HOMBRE
PENSAMIENTO CRÍTICO / PENSAMIENTO UTÓPICO

Colección dirigida por José M. Onega


Esperanza Guisán

MANIFIESTO
HEDONISTA
Manifiesto hedonista / Esperanza Guisán. — Barcelona :
Anthropos. 1990. — 141 p . ; 20 cm. — (Pensamiento Crítico/
Pensamiento U tópico; 53)
ISBN 84-7658-221-8

I. Titulo II. Colección I. Hedonismo


17.03

Primera edición: abril 1990

© Esperanza Guisán, 1990


© Editorial Anthropos, 1990
Edita: Editorial Anthropos. Promat, S. Coop. Ltda.
Vía Augusta, 64,08006 Barcelona
ISBN: 84-7658-221-8
Depósito legal: B. 2.247-1990
Fotocomposición: Seted. Sant Cugat del Vallés
Impresión: Ingraf. Badajoz, 147. Barcelona

Impreso en España - Printed in Spain

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en par­
te. ni registrada en. o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna
forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquimico, electrónico, magnético, elcctroóptico,
por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
PRÓLOGO

Comencé a redactar estas páginas el 7 de enero de 1981.


Entonces, como ahora, me alentaba el deseo de comunicar,
de la manera más clara posible, lo que ha sido fruto de mu­
chos años de reflexión, polémica y controversia: la importan­
cia fundamental que la búsqueda de la felicidad tiene en
nuestras vidas, al tiempo que deseaba, y deseo denunciar, con
toda la energía posible, la injusticia profunda que supone el
infligir dolor innecesario, o privar innecesariamente de gozo
a los seres humanos.
Decía en el prólogo de 1981, que ahora omito, que los li­
bros pueden escribirse por muchas causas: autocomplacencia
con las propias ideas, deseo de hacerlas llegar a los demás, o
la simple aspiración de dialogar con uno mismo.
Personalmente, creo que puedo aducir como razón princi­
pal para escribir este breve manifiesto el deseo de decirme a
mí misma las cosas que desearía oír (o leer para ser más pre­
cisa), y en el tono fluido, no encorsetadamente académico,
que permite un manifiesto.
Si en el prólogo de 1981 insistía en esta característica de

9
libro escrito desde mí para mí, como una especie de diálogo
cordial conmigo misma, ahora sé me hace más patente que
nunca hubiera escrito este libro, ni libro alguno, si no desea­
se, en alguna medida, comunicarme con otros, dialogar con
otros, y tal vez —permítaseme la jactancia y pretenciosi-
dad— despertar a otros.
El mito platónico de la caverna nos habla de quien as­
ciende de la oscuridad a la luz, y regresa a comunicar la bue­
na nueva a los compañeros encadenados, aun cuando ello
sólo le sirva para ser objeto de escarnio, y le procure la per­
secución y muerte.
Sin pretenderme conocedora de «verdades absolutas» que
deba comunicar, ni de haberme adentrado en la región de la
luz deslumbradora, si acepto y proclamo que he descubierto
mi pequeña verdad, y que, en alguna medida, he habitado,
durante algunos instantes de mi vida al menos, en una región
sin sombras, donde la alegría, la autosatisfacción, se procla­
maban como soberanas.
He mirado el mundo, mi vida, la vida, y la he encontrado
sucia, maloliente, dura, y sobre todo penosa.
He sentido con fuerza el deseo de llevar a cabo mi peque­
ña, personal, y por ello no menos heroica «revolución».
Una revolución con armas verbales únicamente. Pero
profunda, radical revolución, que suponga una inversión de
los valores y devuelva a la búsqueda de la felicidad personal
el valor que ha tenido en el mundo clásico, y que el pensa­
miento religioso occidental se ha empeñado en empañar, in­
troduciendo la sospecha sobre el mundo de los valores mora­
les y las teorías políticas que tienen como fin único y exclusi­
vo el producir hombres que gocen y contagien su felicidad.
Por supuesto que no pretendo estremecer todos los ci­
mientos de la civilización occidental o no dejar piedra sobre
piedra.
Mi intento, modesto pero enérgico y apasionado, es re­
mover obstáculos, levantar vallas, y permitir que el hombre
de carne y hueso que sueña, piensa, siente y desea, realice

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sus sueños y obtenga como premio a su esfuerzo por ser feliz
la máxima felicidad imaginable.
Fue Inmanuel Kant, el rigorista filósofo alemán, quien
sentenció erróneamente que la ética no debía ocuparse de
cómo hacemos felices, sino de cómo hacemos dignos de la
felicidad.
Mi propuesta personal se sitúa en las antípodas. La ética
sólo tiene sentido si proporciona al hombre el goce al que se
hace acreedor en el momento mismo en que se esfuerza en su
búsqueda.
Porque creo que la ética —que aquí solamente intento di­
vulgar y manifestar—, puede ahorrarle al hombre sufrimien­
tos inútiles y potenciar las fuentes de felicidad, satisfacción y
goce, he escrito este manifiesto irreverente con las verdades
reveladas, las tradiciones al uso, las normas no cuestionadas.
He visto un poco de luz y vuelvo a la caverna, esperando
mejor suerte que el Sócrates de Platón. En cualquier caso,
sea cual sea la suerte que corra este manifiesto, me consuela
y gratifica de antemano el saber de seguro que alguien, o ál-
guienes, posiblemente, encontrarán en él consuelo, inspira­
ción, o cuando menos compañía, en el penoso pero gratifi­
cante viaje que hemos de emprender día tras día hacia la libe­
ración de las ataduras y prejuicios que nos impiden ser tan
felices como desearíamos.

E s p e r a n z a G u is á n
Santiago de Compostela,
octubre de 1988

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C apítulo I

LA IMPORTANCIA DE UN MANIFIESTO
HEDONISTA

La mayoría de las miserias que sufre la humanidad, pero


no todas —ni siquiera las más importantes—, son debidas a
carencias de tipo económico, de tipo estructural o de tipo bio­
lógico. Existe hambre en el mundo, y se precisan recursos, o
cuando menos, una mejor distribución de los mismos para
subsanarla. Contamos con terribles y temibles enfermedades:
el cáncer, todavía no vencido científicamente; el SIDA, que
amenaza como una nueva plaga. Se precisan años y años de
investigación y el concurso de múltiples factores humanos,
científicos y de toda índole para parapetamos contra estas au­
ténticas «maldiciones». Existe por lo demás el dolor de cada
día, que se manifiesta en todos nuestros órganos, desde el
cansancio, hasta el dolor de cabeza, el dolor de músculos, o
de muelas, el malestar físico y psíquico. Se precisa descanso,
buena alimentación, una vida sana. Tiempo y recursos, y una
planificación prudencial y justa, son a veces los elementos
imprescindibles para evitar el dolor y conseguir al menos un
poco de goce.
Como individuos particulares tenemos pocas posibilida­
des de cambiar el mundo. La historia moderna y contemporá-

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nea denuncia los costes de las revoluciones políticas. Parece
una tarea ingente, cuando no imposible, alcanzar el cumpli­
miento de los desiderata de libertad y solidaridad. El bloque
del Este ha conseguido más «justicia» a expensas de concul­
car libertades y reducir ciertos tipos de bienestar. El bloque
occidental ha conseguido en alguna medida un abanico más
amplio de ofertas de «bienestar» a precios realmente injusti­
ficados: la competitividad extrema, la insolidaridad, el stress
psicológico.
A pesar de lo antedicho, y si bien no existe un solo y úni­
co medio de conseguir la felicidad de una vez por todas, para
todos y cada uno de los miembros de la raza humana, incluso
para todas las criaturas sintientes, sí, en cambio existe, al me­
nos, la posibilidad de conseguir a un coste cero, desde una
perspectiva económica, algunas condiciones mínimas indis­
pensables para lograr una sociedad tan feliz como sea imagi­
nable.
Hablar de la felicidad, pensar sobre la felicidad, escribir
sobre la necesidad de la felicidad, sensibilizar a la opinión
general, sobre el derecho a la felicidad, es ya un comienzo.
Conseguir que todos los hombres se pongan en camino,
despierten de su letargo, rechazen los convencionalismos,
piensen y determinen por ellos mismos, es una tarea impor­
tante que produce generosos frutos en términos de satisfac­
ción y goce, a un coste económico exiguo, por no insistir en
un coste cero.
Es preciso que se escriban libros, que se lean manifiestos,
que se pronuncie en alta voz su nombre. Que se le convoque
en nuestros dormitorios, en nuestros paseos: goce, satisfac­
ción, placer, felicidad.
Es, por lo demás, una tarea urgente. Vivimos entre dos
fechas que aparecen en los registros civiles, en los libros de
familia. De una fecha a otra tenemos nuestra única, irrepeti­
ble oportunidad. «¿De qué le sirve al hombre tener todo el
mundo si pierde su alma?», decía el varón «beato». Desde el
punto de vista de un manifiesto hedonista habría que decir:

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«¿De qué le sirve al hombre poseer todo el mundo si pierde
su felicidad?».
¿De qué sirven, por añadidura, los regímenes justos, las
sociedades igualitarias, si oprimen las capacidades creati­
vas y críticas que hacen a un individuo conscientemente fe­
liz (lo cual es ya una redundancia, pues para un ser racional
parece impensable una felicidad inconsciente)? ¿De qué va­
len las sociedades liberales, que empujan al máximo al con­
sumo de bienes, a la producción de artefactos de una y otra
índole, a la acumulación de riquezas, al disfrute de ciertas
libertades, si el hombre se condena a una soledad que le en­
tristece, a una insolidaridad que le asfixia, o una carrera ex­
tenuante por lograr victorias que acaban consumiéndole,
agriándole el carácter, privándole de los goces más espon­
táneos?
En contra de lo que se piensa, la transformación del mun­
do, las mejoras sociales e individuales, no pueden provenir
nunca, exclusivamente, de cambios estructurales, económico-
sociales, sino que, al menos en alguna medida, se precisa del
cambio de las actitudes humanas.
Sólo mediante el razonamiento, y la sensibilización res­
pecto a las propias potencialidades, las propias posibilidades
de alcanzar una existencia madura, un desarrollo gratificante
de las capacidades y talentos individuales, puede conseguirse
una revolución radical, es decir, que alcance las raíces, que
tenga como meta una existencia verdaderamente mejor y ver­
daderamente más digna en cuanto que más gozosa.
Por supuesto, y ello va de suyo, que las producciones lite­
rarias y filosóficas, la propaganda y los medios de comunica­
ción, tendentes al esclarecimiento del pensamiento, y el for­
talecimiento de la actividad crítica, necesitan, como caldo de
cultivo, de una atmósfera político-social, cultural y económi­
ca adecuada. Pero esta atmósfera o clima propiciador del
pensamiento y las producciones literarias y filosóficas crea­
doras de la actividad crítica del ser humano, no son producto
únicamente de cambios en la distribución de la riqueza (por

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importante que ello sea) ni siquiera (con serlo mucho más) de
cambios en la distribución del poder.
Más allá del poder económico y del poder político, el po­
der moral es el instrumento más idóneo para iniciar mo­
vimientos tendentes a conseguir la articulación de los siste­
mas de convivencia en normas ágiles que propicien el desa­
rrollo de la personalidad individual y la convivencia social.
Por eso, y retomando lo que decía al comienzo del capí­
tulo, si bien un programa de maximización de la felicidad de
los individuos pudiera parecer una empresa económicamente
costosa, políticamente difícil, legalmente compleja, contamos
con buenas razones para creer y mantener que son los proce­
sos de educación, sensibilización y moralización, los modos
más profundos y persistentes de lograr cambios cualitativos y
mejoras igualmente cualitativas en las vidas humanas.
Por ello, un manifiesto hedonista, en cuanto conjunto de
proclamaciones e incitaciones a una transformación de la
sensibilidad, el pensamiento y las actitudes no parece una
empresa vana, ni una tarea impertinente.
Se trata, curiosamente, a mi modo de ver, del modo más
sencillo y más eñcaz de comenzar la tarea de sensibilización
de los seres humanos respecto a las expectativas de felicidad,
las posibilidades de conseguirla, el derecho a su consecución,
etc.
Por supuesto que, de ser eficaz, y de cumplirse mínima­
mente los propósitos de este manifiesto, las demandas de
transformación económica, política y legislativa seguirán al
primer momento de comprensión de que la felicidad no es
sino el fruto prohibido por teorías más o menos mal intencio­
nadas, más o menos cargadas de prejuicios.
O, lo que es igual, si este manifiesto hedonista consigue
mínimamente sus propósitos, se producirán pequeñas y per­
sistentes conmociones que perturbarán la marcha de las nor­
mas y las formas de vidas inconscientemente consentidas
para dar lugar a demandas de posibilidades de desarrollo.
En un doble sentido, por lo menos, es importante y ur­

16
gente este manifiesto. En primer lugar porque la felicidad, no
como una entelequia o una abstracción, sino como abreviatu­
ra para expresar la satisfacción de los deseos humanos ilus­
trados y cualificados, es la tarea más apremiante con que se
tropieza la humanidad.
En segundo lugar porque, de acuerdo con lo hasta ahora
expresado, el lenguaje como arma de razonamiento y esclare­
cimiento parece un elemento o instrumento insustituible en un
proceso de transformación radical con vistas a lograr una vida
buena para el conjunto de los seres pensantes y sintientes.
Comoquiera que he comenzado alabando las excelencias
de este manifiesto como instrumento acelerador de procesos
de concienciación y sensibilización respecto a la necesidad de,
y el derecho a, una existencia hedónicamente satisfactoria, me
detendré en unos cuantos párrafos a examinar en qué sentido
la premisa primera relativa a la necesidad y la urgencia de re­
mediar el sufrimiento humano y potenciar el goce, resultan
justificadas desde el nivel de la racionalidad más cotidiana.
Formularé a modo de premisas incuestionables unas
cuantas sugerencias que creo se auto-recomiendan y autojus-
tician:

1) Una vida de sufrimiento innecesario es una vida ab­


surda inútil y reprobable.
2) Sólo el aumento de mis posibilidades de felicidad jus­
tifica algunos sacrificios presentes, por mi parte.
3) Sólo el logro de la felicidad general justifica algunas
restricciones limitadas y controladas en el goce de los indivi­
duos particulares.

Como corolario:

4) La felicidad (debidamente explicitado el sentido del


término) constituye el sentido de la vida y su promoción la
justificación de las actuaciones individuales y colectivas.

17
Si se aceptan provisionalmente algunos de estos princi­
pios-propuestas, se comprenderá que es extremadamente ur­
gente poner en marcha todos los mecanismos que produzcan
los resultados buscados y apetecidos en la antedicha formula­
ción.
Me detendré, de modo particular, en lo que he considera­
do como corolario de mis propuestas: la felicidad constituye
el sentido de la vida, y una vida, en consecuencia, ordenada a
cumplir objetivos distintos y distantes de la búsqueda de la
felicidad es necesariamente absurda, irracional e inútil.
Dicho con lenguaje conocido y un tanto manoseado, la
«muerte de Dios» (y por extensión de todos los dioses, divi­
nidades, deidades y entes de razón) no sólo no conlleva la
muerte del hombre, sino que por el contrario presupone su
propio nacimiento.
Nace el hombre y la vida cobra sentido cuando las capa­
cidades de cada cual se desarrollan, los sentimientos de frus­
tración se transforman en las satisfacciones por los logros al­
canzados, la miseria del aislamiento y la marginación se sus­
tituyen por la exultación del encuentro con otros, de la com­
pañía de los demás, de la amistad y el afecto, la cooperación
y el trabajo compartido.
A poco que se reflexione este nuestro «paso» por el mun­
do, no es un ir de camino —presuntos peregrinos eternos en
busca del Sumo Bien y la Felicidad Suma—. Por el contrario,
nuestro transcurrir vital es ni más ni menos que nuestra opor­
tunidad de ser auténticamente nosotros mismos, sin someti­
mientos, sin claudicaciones.
La vida no es una mala noche en una mala posada. Si
acaso, es una breve estancia en nuestro único hogar. El hogar
de nuestro cuerpo, el hogar de nuestra tierra, el hogar del
mundo. Si aireamos las ventanas de la casa, si la aseamos y
la ordenamos, si la embellecemos, y nos embellecemos por
dentro y fuera cumpliendo objetivos hermosos, justos, conve­
nientes para todos, fructíferos, fértiles, nuestra vida habrá co­
brado sentido, significado. Nos habremos autojustificado.

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Sólo si vivimos con plenitud, y no permitimos que nos
mermen las posibilidades de auto-despliegue personal, nos ha­
bremos hecho acreedores al derecho a la vida.
Un manifiesto hedonista es una tarea urgente que no se
puede dilatar más.
Alguien ha de decir al que sufre: «¡Levántate y lucha, no
permitas que te roben tu hora de gozo. Enfréntate contra los
dioses como Prometeo. Muere, si hay que morir, pero no
consientas convertirte en un agente pasivo de tu propia mise­
ria!».
Alguien ha de decir a la gente que ya acabó el tiempo de
la sumisión, de la cobardía, de las verdades a medias, del
aparentar ser algo, del ocultar la vergüenza de no ser ninguna
cosa, de no tener ningún objeto valioso que acariciar al cre­
púsculo.
Es preciso, necesario y urgente decir en voz baja y voz
alta, por altavoces y mediante susurros, a los cuatro vientos y
en cada oído:

No desprecies tu vida en buscar cosas, no te entregues a


nadie a cambio de cosas. Sólo tu felicidad vivida profunda
y perdurablemente tiene valor. Sólo si te miras cada día al
espejo y te encuentras digno de tu propia amistad habrás
hecho algo importante.

Un manifiesto hedonista es necesario hoy más que nunca,


cuando la humanidad se agarra desesperadamente a los mitos
antiguos, o inventa otros nuevos por horror al vacío, por te­
mor a no tener suelo sobre el que posar los pies, en estos
tiempos en que todos corremos hacia algún lado para regre­
sar con la misma prisa. Tiempos de hacer sin pensar, y pen­
sar sin hacer. Un manifiesto hedonista es preciso en estos
días de lucha despiadada sin meta, de rebeldía sin causa, de
ansiedades indefinidas, no clarificadas.
Alguien ha de decir al hombre: «¡Levántate y lucha!».
O: «¡Atrévete a ser feliz!».

19
Tal vez tengamos que decimos estas cosas unos a otros.
Tal vez tengamos que formar una cadena unos con otros. Ca­
ñas frágiles al viento, pero pensantes, como quena Pascal; te­
nemos que buscar mecanismos para reforzamos y fortalecer­
nos mutuamente.
Es la pequeña, breve y única oportunidad de alcanzar
nuestros sueños. Nuestro único tiempo para soñar. Después
dormiremos eternamente, un sueño sin sueños.
Pero ahora, entre dos fechas que delimitan la vida de
cada uno, tenemos la opción de o bien simplemente caminar
hacia la muerte, o por el contrarío vivir plenamente una exis­
tencia gratificadora.

20
C apítulo II

LO QUE EL HEDONISMO NO ES

Este no es, intencionadamente al menos, un libro erudito.


Pero en honor a quienes nos han precedido es preciso citar
dos nombres de autores importantes: Epicuro, filósofo griego
del siglo ni a. de C. y J.S. Mili, filósofo británico nacido a co­
mienzos del xix d. de C. Quien haya leído algo de estos pen­
sadores tendrá de inmediato una imagen totalmente distinta
de la que suele circular por ahí, vulgarizada y torpe, sobre
cuestiones tales como placer, felicidad, utilidad, mayor felici­
dad del mayor número, etc. A quien le importe en alguna me­
dida la causa del hedonismo y su defensa, le remitiría como
libros fuente, como pequeña «biblia» para la vida terrena y
mundana que se nos ha dado para vivir o malgastar, para dis­
frutar o soportar simplemente, a las obras de estos dos gran­
des clásicos, auténticos luchadores por la causa común de la
felicidad-libertad.
En su obra El utilitarismo, escrita en 1863, en el capítu­
lo II, dedicado a explicar Lo que es el utilitarismo, desplie­
ga J.S. Mili gran parte de sus energías y talentos para mos­
trar precisamente lo que el utilitarismo no es, intentando di­
sipar injustas acusaciones y malentendidos.

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Sería ocioso e inútil pretender por mi parte repetir o para­
frasear tan agudas argumentaciones. A mi manera, más ruda,
más nai've, mucho menos ingeniosa, desde luego, pero con no
menos rigor y no menos pasión en mis convicciones, intenta­
ré aclarar, aunque para muchos resulte palmario, lo que el he­
donismo ciertamente no es, a menos que deliberada o torpe­
mente se le tergiverse para presentar como carente de atracti­
vo una doctrina ética y vital que, por lo que yo sé acerca del
ser humano, no puede ser sino fuente de inspiración, de rego­
cijo, consuelo y esperanza.
Para empezar, el hedonismo no implica necesariamente
egoísmo, sino precisamente en muchos casos lo contrario. El
hedonismo universal, precisamente, es la antítesis de toda
concepción egoística o egocéntrica de la existencia. Pero el
hedonismo universal será el corolario difícil de alcanzar tras
una barrera de lagunas e hiatos lógicos y psicológicos y que
sin embargo, a mi entender, deberíamos, hedonísticamente
hablando, intentar conseguir.
Lo que es más importante y palmario: los hedonistas no
son tontos, torpes, cerdos, puercos, etc. El placer humano es
tan vario y refinado, tan exquisito y «espiritual», que sería no
saber de qué va la naturaleza del hombre, o en qué consiste la
condición humana, asegurar que el placer nos iguala a los
cerdos «rebajándonos» de nuestra racionalidad.
Por otra parte, cualquiera que conozca la existencia triste
de un cerdo podría difícilmente hablar de placeres de puer­
cos, sino más bien de los sinsabores de una existencia desti­
nada a alimentar a otros a costa de los magros y grasas pro­
pios.
Ironías y tristezas de puercos aparte, el hedonismo es una
teoría inteligente que no cae en las inconsistencias que los
que no la comprenden le achacan. Por una parte, como ha re­
saltado Brandt, el hedonismo significa que el placer es el últi­
mo criterio moral, no el único criterio moral. El bien último,
pero no el único bien. En función del placer, o de la felicidad
(dos términos que aquí voy a utilizar indistintamente porque

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me parecen artificiales las distinciones entre el supuesto
«bienestar somático elemental» y la eudemonía bien del
daimon o espíritu), todas las cosas son medidas y aceptadas o
descartadas de acuerdo con su potencialidad hedónica. Es de­
cir, puedo apostar por la libertad o la igualdad, siempre que
de resultas del cumplimiento de estos desiderata se produzca
felicidad para mí o para otros o, idealmente, de acuerdo con
el hedonismo universal, para mí y los otros. El valor, la dig­
nidad, la justicia, la integridad, la honestidad, todos ellos son
bienes, sin duda alguna. El compañerismo, la camaradería, la
cooperatividad, la amistad, son dones preciosísimos, pero no
en sí, en virtud de ellos mismos, sino como medios que me
producen y producen en otros un estado que deqpminamos
más o menos ambigua y vagamente de.felicidad.
Platón, en su Filebo, no entendía ni un ápice acerca del
significado del hedonismo. ¿Quién aceptaría un mundo, su­
giere, donde sólo hubiese placer y nada más que placer, sin
virtud, inteligencia, etc.? G.E. Moore, en sus Principia Ethi-
ca, una obra que ha sido muy nombrada y por lo que parece
muy poco leída en lo que va de siglo, que ya va bastante, es­
crita en 1903, repite con la misma ingenuidad los argumentos
platónicos. Incluso el inteligente pragmatista Dewey va a
caer en el mismo error. Dewey nos dice, repitiendo la famosa
paradoja del hedonismo señalada por Sidgwick, qüe los
hombres que buscan el placer no encuentran el placer, que el
placer está precisamente en la búsqueda y no en la consecu­
ción del placer.
Realmente cuando estos y otros, por lo demás sabios, es­
critores critican el placer entendido de una manera estática y
en sentido «blando» están incitándonos a una existencia ro­
mántica, de exaltación, y dolor si acaso, que nos libere del
placentero tedio, o del tedioso placer. Pero que el placer no
es aburrido, que el aburrimiento no es placer, es, por decirlo
con una expresión británica, un truismo, es decir, una verdad
de tomo y lomo, una perogrullada casi, una tautología, si
queremos elegir un léxico más selecto. Es decir, si el placer

23
resultase aburrido no seria, por definición, placer. Y si el
aburrimiento resultase placentero, no sería aburrimiento.
Existe algún tipo de confusionismo lógico o psicológico en
quienes mantienen que buscan lo divertido, lo entretenido, lo
excitante, y sin embargo no quieren el placer, que es para
ellos lo anodino, lo acabado, lo inerte.
Y mientras tales confusiones prosigan, ignorando los he­
chos de la lógica y de la psicología, estaremos llevando a
cabo un «diálogo para sordos», o un soliloquio, donde cada
cual defiende su tesis y rebate la supuesta tesis contraria, sin
pararse a sopesar si acaso es realmente opuesta.
Los antihedonistas, curiosamente, suelen ser amantes de
la excitación, de lo emocionante, lo hermoso, lo que «vale la
pena tener», lo que importa, lo que apasiona e interesa. ¿Y
qué buscamos los hedonistas, acaso?
Perderse en una pasión es hermoso, y placentero, ¡hedó-
nico, por supuesto! Pero también organizar una vida armóni­
camente puede producir placeres profundos, duraderos, am­
plios.
Hume —es otro personaje ilustre al que tenemos que
nombrar, filósofo anglosajón del siglo xvni— supo compren­
der como pocos en su Tratado de la naturaleza humana lo
que es el hombre, sus motivaciones morales y de otra índole.
Nos mueven las pasiones, vivimos por y para las pasiones.
Pero placer no es modorra, abandono de las búsquedas, atro­
fia de las capacidades intelectivas. Placer no es siquiera
ausencia de disciplina. Porque la disciplina, el ejercitarse,
tanto en la danza, en la confección de encajes, en la redac­
ción de un libro como en la composición de un cuadro, es
placer.
Los hedonistas no presuponemos un mundo de mentes
atrofiadas languideciendo al sol, bajo los efectos de una
droga cualquiera, con los vientres llenos, y el bajo vientre
—donde las «vergüenzas»— aplicado y ocupado en retozar.
El movimiento hedonista es una cosa seria, y sobre ello
hablaremos más adelante. Pero ahora sépase lo que no es.

24
Las críticas más acertadas e inteligentes han provenido de
las éticas deontológicas que consideran, un tanto o un mucho
kantianamente, que existen deberes prima facie, como se
suele hoy decir, que no se derivan del quantum de felicidad
producida en un individuo, ni tan siquiera en la humanidad
en su conjunto. La obra quizás más importante de entre las
contemporáneas que ha intentado dar una réplica inteligente
al hedonismo ha sido La teoría de la justicia de J. Rawls, con
el inconveniente, sin embargo, de que descarría, de que no
puede justificar el primer principio de la justicia sino postu­
larlo, como un edicto se promulga conminando a los ciudada­
nos a su cumplimiento.
Hay cosas que están por encima de la felicidad, dicen
otros. Se pone un ejemplo. El archiconocido caso del inocen­
te castigado, de resultas de cuyo castigo se sigue una mayor
felicidad para el mayor número de los ciudadanos.
El ejemplo es artificial, muy poco verosímil, aunque por
felicidad entendiésemos simplemente «comodidad». Pero si
además la felicidad es un estado de ánimo que se refiere al
hombre total, per forcé, una comunidad no «pervertida», no
endurecida, poseerá la capacidad suficiente de sympatheia
para no poder degustar ningún tipo de felicidad que presu­
ponga la muerte o el castigo de criaturas inocentes. Simple­
mente sería una felicidad no «degustable», una felicidad que,
dicho gráficamente, por viles, hipócritas y egocéntricos que
seamos, de alguna manera se nos indigestaría, se nos atragan­
taría. Por consiguiente, dependerá de nuestra concepción de
la naturaleza o la condición humana el concluir la posibilidad
de una sociedad de hombres cuya felicidad pueda verse in­
crementada con la tortura o muerte de un inocente. Cierto
que, ex hipothesis, al morir un inocente podría yo pasar a ser
su heredero. Incluso, en el caso de que se tratase de un rico
inocente, podríamos todos sus parientes heredar una cuantio­
sa fortuna. De hecho muchos seres humanos no tienen escrú­
pulos en disfrutar de los despojos de los muertos, y suelen ol­
vidar los sentimientos de tristeza que causan la pérdida de los

25
seres queridos ante la idea de una existencia más acomodada
originada por algún legado por parte del fallecido.
Los hedonistas realmente seríamos una peste para la hu­
manidad si afirmásemos que cualquier placer era tan bueno
como otro. Pero nadie que esté en sus cabales admitiría que
todos los placeres son igualmente placenteros. Al igual que
no todos los licores poseen la misma graduación alcohólica.
El placer derivado de la rapiña, de la avaricia, de la despose­
sión de los demás, es en realidad un placer muy pequeño, y
Vio porque existan cosas éticamente mejores sino, simplemen­
te, porque dada la naturaleza compleja del ser humano, su
condición, su situación de interacción o interrelación con los
demás, sus capacidades asociativas y de comunicación, exis­
ten otras cosas que le producen mayor placer.
Los hedonistas no estamos en contra de los principios de
la justicia. Más aún, la justicia como fairness, como se titula
algún trabajo de Rawls («La justicia como equidad o impar­
cialidad») es, dada la constitución de la sociedad humana,
uno de los pre-requisitos para la felicidad o, cuando menos,
la condición necesaria para una felicidad universal.
La ventaja del hedonismo frente al rawlsismo radica en
que nosotros podemos justificar la justicia. Nosotros no afir­
mamos «que se cumpla la justicia aunque ios cielos perez­
can». Nosotros, por el contrario, aseguramos: «es preciso que
se cumpla la justicia para que el cielo no perezca». O, con
otro ejemplo, no decimos «óbrese la justicia aun a costa de la
felicidad». Es decir, nosotros no ponemos, por decirlo con
Moritz Schlick, líder del Círculo de Viena. al igual que tantos
otros, principio alguno por encima de los deseos de los hom­
bres. Los deseos de los hombres son los principios. Y esto
tiene una importancia y una fuerza devastadoras.
Mientras que los deontologismos, incluso en versiones
moderadas, contractualistas y mundanas como la de Rawls,
tienen un tufillo «metahumano», meta-empírico, más allá de
las necesidades de la comunidad, un cierto aire «heroico»
que nos recuerda valores en sí, bienes prima facie, inexplica­

26
bles al hombre «portador de valores eternos», el hedonismo
es la búsqueda por salvaguardar al hombre. Pero sobre lo que
el hedonismo es nos detendremos un poco más adelante.
Baste ahora señalar que el hedonismo no es una teoría en
contra de la justicia. Que ni siquiera olvida, margina, menos­
caba ningún principio de justicia. La justicia por el contrario
existe y tiene lugar por razones hedónicas, y si negamos el
hedonismo y sus razones nos quedaremos en una tiniebla de
principios que se han de auto-justiciar por encima de los de­
seos de los hombres.
Que la justicia como fairness, o imparcialidad, o equidad,
existe por razones hedónicas es fácil de comprender. Si los
hombres en su conjunto fuesen felices viviendo a la greña, en
un estado de naturaleza hobbesiano, esperando a ver quién es
el más listo, el más astuto o el más fuerte, nosotros apostaría­
mos por la agresividad, la sagacidad, la sangre y la rapiña.
Para Hobbes, al menos quiso demostrarlo (y el propio Rawls
no puede menos de ser contractualista, dentro de un nuevo
estilo, por supuesto), el contracto, el Covenant, es imprescin­
dible para que exista eso que se llama sociedad, donde convi­
vimos los seres humanos y donde se acrecientan o disminu­
yen nuestras capacidades de felicidad.
Como he dicho anteriormente, el hedonismo no es una
doctrina tan tosca que diga que lo único que importa es el
placer o la felicidad, pues sería ridículo que pudiera hablarse
de placer sin hombres, y de hombres sin relaciones inter-hu-
manas, sin vínculo social.
La mala comprensión del hedonismo se debe quizá a que
si bien es una doctrina muy simple, se ha tomado errónea­
mente por simplificadora. Pero que una doctrina sea simple,
en el sentido económico del término (que explique en razón
de un principio los restantes fundamentos de una convivencia
deseable), no implica que sea simplificadora en el sentido de
que pase por alto cosas importantes, y mucho menos simplis­
ta en el sentido de no profundizar adecuadamente en el estu­
dio de la complejidad de los factores determinantes de la

27
convivencia humana. Quizás todo lo que podía serle repro­
chado al hedonismo es que no se realizó como ciencia, es de­
cir, que no se desarrolló una felicitología, en lenguaje de
Neurath, que resuena en María Ossowska.
A pesar de lo pintoresco del término, lafelicitología sería
una ciencia, o un estudio interdisciplinar, serio, profundo,
quizás la única cosa sería y profunda que valdría la pena es­
tudiar. Porque parodiando aquello «¿de qué me sirve ganar
todo el mundo si pierdo mi alma?», a lo que aludía en otro
capítulo, podría decir nuevamente «¿de qué me sirve la preci­
sión de las ciencias exactas, la productividad de la industria,
la mejora de la ganadería, etc., si pierdo mi chance de ser hu­
manamente feliz?».
Lo he dicho ya de algún modo y lo repito con más énfa­
sis: parece una cosa excesivamente frívola para muchos preo­
cuparse de la felicidad. Se sobreentiende que cada cual se las
arregla como puede, y lo que importa es mantenemos sanos,
bien nutridos, bien alimentados, con un buen equipo de alta
fidelidad, y un chalé o un apartamento en la playa o la mon­
taña, con un poder adquisitivo determinado, con una capaci­
dad más o menos elevada de integración a nuestros grupos de
pertenencia y de referencia.
Cuando se contempla el mundo con un mínimo de perspi­
cacia y se observan las yermas praderas del gozo y el regoci­
jo, los secos riachuelos de la dicha, cuando se observa la es­
tercolera y podredumbre que es la existencia humana en la
sociedad en que vivimos, en donde todavía hay cárceles, tor­
tura, hambre, competitividad, rechazo social, estatus y presti­
gio que aúpa a los unos sobre las costillas de los otros, enton­
ces se comprende perfectamente que una teoría hedónica de
la existencia es casi una teoría agónica en el sentido unamu-
niano del término; es decir, contrariamente a los que suponen
a los hedonistas burgueses blandengues, lo hedónico, en su
acepción agónica, podría muy bien materializarse en un sen­
tido de lucha, incluso de lucha impetuosa y sin tregua por
conseguir los objetivos o metas a alcanzar.

28
Los hedonistas no somos los que asentimos a lo esta­
blecido, los promotores de la economía liberal burguesa, o
los partidarios del consumismo y el confort. Los hedonistas
— ¡qué extraño debe sonar!— somos inconformistas en el
sentido doble social y cósmico, que explicaré próximamente.
Los hedonistas no propugnamos, simplemente, una sociedad
fofa y sin bríos del «bienestar», o el estado benefactor que
fomente la indigencia, la pasividad. Los hedonistas —¿por
qué no?—, también somos heroicos, y nietzscheanos, cuando
llega el caso. Pues ¿no es tarea de super-hombres lanzarse a
construir un mundo que excite, que satisfaga tantas y tantas
pretensiones adormiladas, dominadas, destruidas y disminui­
das?
Por supuesto que hedonismos hay muchos, como hay
muchas versiones del cristianismo, el marxismo o el anar­
quismo, por poner ejemplos clásicos. Cuando digo es debo
decir debe ser. Y debo decir debe ser con relación a mis pro­
pias coordenadas y al sentido que el hedonismo tiene para
mí. Pero la concepción que mantengo es hedonísticamente
ortodoxa. En muchos tramos del camino Epicuro o Mili, con­
fío, no tendrían a desdoro acompañarme. En otros se separa­
rían quizás, más o menos amistosamente. Al fin y al cabo, lo
comprenderían, cada hedonista, como cada hombre, tiene su
idea de la felicidad. Pero sobre esto y sobre muchas otras co­
sas, continuaré monologando en un próximo capítulo.

29
C apítulo III

LO QUE EL HEDONISMO ES

Algunos queridos compañeros deontologistas se sorpren­


den de que una hedonista convencida se ocupe de cosas tales
como «deberes», «sentido moral», etc. Sonríen y me achacan
amistosamente «inconsistencia» hedónica. Hay dos frases de
Mili en su Utilitarismo, sin embargo, en las que deberían re­
parar, como cuando afirma que vale más ser un Sócrates in­
satisfecho que un cerdo satisfecho, o un sabio satisfecho que
un necio (fool) insatisfecho. El hedonismo, que tiene un im­
portante desarrollo histórico en la obra de Mili —un espíritu
exquisito y muy poco común por lo demás—, demuestra ser
una teoría de raigambre social, con preocupaciones que enca­
jarían dentro de un humanismo socialista. Importa el desarro­
llo de un modelo de felicidad, y no cualquier tipo de satisfac­
ciones.
Por eso, los hedonistas somos quijotescos, heroicos o re­
volucionarios como el que más. Nos entregamos a «causas
perdidas» y no porque sean «causas» y «perdidas», no por­
que haya en ellas algún elemento intrínseco que las haga ne­
cesariamente «buenas», sino sencillamente porque nos satis­
face hacerlo, porque, dado lo que el hombre, tal como noso-

31
tros lo concebimos, es o puede ser existe una fuente inmensa
de satisfacciones en las luchas por causas perdidas ya que no
somos contables, o tenedores de libros que solamente apre­
ciamos los saldos positivos en nuestros libros de cuentas. La
aventura, la intriga, la heroicidad, nos estimulan. Nos sacrifi­
camos por los demás y lo demás, si es posible. En ese sentido
no somos más egoístas de lo que es medianamente normal en
la raza humana. Pero tenemos sueños de transformación del
mundo. Somos radicales, en el sentido de que nos gusta tra­
bajar de raíz a raíz y no quedamos en la superficie. El mundo
no nos gusta, pero ello no nos deprime hasta la inoperancia o
la inercia. Por el contrario, los males del mundo son un reto a
nuestra imaginación. La codicia, la ramplonería o la simpleza
de nuestros conciudadanos no nos priva de nuestra fe en la
humanidad. Conocemos las causas, casi siempre sociológico-
pedagógicas de la miseria humana, de la falta de grandeza de
espíritu. Sabemos que los hijos del mundo han sido educados
por buenos tenderos, por magníficos tenedores de libros, y
todo lo que se nos pide es que tengamos a buen recaudo
nuestros dineros, que aparentemos una generosidad que no
nos cueste demasiado, que prodiguemos amabilidades que no
nos comprometan. Sabemos que el mundo es así porque así
fue hecho. Porque lo hicieron espíritus mezquinos, tenderos y
comerciantes. Pero el mundo podría ser hecho por artistas,
por acróbatas, por violinistas o tocadores de flauta.
El mundo tendría que ser una escuela de belleza, de gene­
rosidad, de falta de cálculo egoísta, para que los ríos resecos
de la felicidad nos inundasen.
Lo ha dicho Erich Fromm hasta la saciedad en multitud
de sus obras. El hombre no se ama demasiado, sino por el
contrario no sabe amarse. Guarda celosamente su cariño todo
para sí, y se encuentra con una materia putrefacta. ¡Ignora
que el cuidado y amor por los demás son como el oxígeno
para los pulmones propios! Pero Erich Fromm, a pesar de ha­
ber sido ídolo de nuestros años juveniles, a pesar de seguir
siendo capaz de cautivar y arrastrar a legiones, no es un hom­

32
bre académicamente notorio o notable ¡Tal vez porque se es­
forzó en demasía por desempolvar de esoterismos la psicolo­
gía y la filosofía!
Pero Erich Fromm, tan sencillo, cotidiano, y perspicaz al
tiempo, debe ser citado también como un hedonista impor­
tante. Si la academia le regatea un lugar al sol, quizá su me­
moria sea más fielmente mantenida en los corazones de
cuantos leimos y seguimos leyendo Man for Himself (Ética y
psicoanálisis), The Fear ofFreedom (El miedo a la libertad)
o The Sane Society (Psicología de la sociedad contempo­
ránea).
La penetración psicológica de Fromm ha sabido ir des­
empolvando las distintas repisas de la personalidad humana,
desnudándonos como se desnuda la cebolla de sus capas su­
cesivas, para penetrar en los artilugios de los mecanismos de
la felicidad y el equilibrio mental.
La generosidad, valentía, el esfuerzo animoso, esculpen
al hombre feliz, que es hombre entre los hombres, feliz en la
felicidad que otorga, como había soñado Spenceñ el evolu­
cionista, otro defensor a ultranza del hedonismo.
El hedonismo no es ingenuo por otra parte, aunque pre­
fiera la candidez a la perfidia o «sufrir la injusticia que pade­
cerla», como había anticipado Sócrates.
Soy consciente de que esto sorprenderá a muchos y es­
candalizará a unos cuantos. Los antihedonistas seguirán re­
prochándome amistosamente mi inconsistencia, y algunos
hedonistas de otras escuelas considerarán simplemente que
soy un peligro o un fraude.
Si se desconoce que el individuo es un ser moral, con re­
laciones interpersonales e intra-personales, un individuo que
se comunica con otros y consigo mismo, que habla y se ha­
bla, que encuentra extrañas y prodigiosas fuentes de placer
en el contento consigo mismo, en la autocomplacencia, en la
auto-estima que tanto recomendaba Kant, podrá parecer ex­
trañamente ambiguo, ecléctico y lleno de concesiones el he­
donismo que propugno. Sin embargo, Kant, a pesar del lastre

33
puritano que lo colocó en las antípodas aparentes del hedo­
nismo, incluso del hedonismo universal, fue un pensador in­
teresante desde una perspectiva hedónica. Captó, como pocos
otros, el interés de la auto-identificación, de la armonía en la
umversalizabilidad, por decirlo con Haré, un filósofo con­
temporáneo. Supo como nadie que las condiciones de la
auto-estima exigían honestidad con uno mismo y los otros, a
los que había que tratar como fines siempre y nunca como
medios. Encontró el equilibrio psicológico en una conducta
moral que nos convertía en legisladores universales, libres
frente a los desatinos del mundo, para obrar conforme a una
razón práctica que nos impulsaba a considerar a los otros
como trasunto de nuestra propia personalidad.
Kant, irónica, paradójicamente, tal vez, podría damos
lecciones no sólO'decórño merecer la felicidad tal como él
pretendía (posiblemente en otra vida, dentro de sus creencias
pietistas) sino de cómo ser felices aquí y ahora. Los llamados
«vividores», los que trampean la vida, y trampean a sus se­
mejantes saben sólo el abe de la vida. La vida es un libro de­
masiado denso para leerlo de pasada, como los listos preten­
den. Hay quienes van de rebajas y saldos y se ufanan de sus
economías. A la larga siempre los veréis desaliñados, cuando
no sucios y raídos, cosiendo y zurciendo rotos. Otros prefie­
ren invertir con generosidad y conservan la vestimenta pulcra
y tersa durante muchos días de su vida.
En la feria-mercado del mundo acontece igual. Los avis­
pados que enseguida se hacen con amigos, mediante almíba­
res y engaños, con palabrería y roñosidad, nunca poseen nada
precioso. El que ha sido capaz de entregar su amistad al mun­
do, el que se deja la melena suelta, la túnica al viento, el que
se entrega a la vida con éxtasis, quizá quedará con la hucha
vacía, con la libreta de ahorros sin fondos, con la cuenta co­
rriente en números rojos, pero, parafraseando al Nuevo Tes­
tamento cristiano, tendrá su tesoro, no en el Reino de los Cie­
los (en el que el hedonista no tiene precisamente muchas ra­
zones para esperar, aunque le ilusionaría como a cualquier

34
otro un hedonismo largo como la curva infinita del tiempo
que no cesa nunca), sino un tesoro en el reino de la tierra
mundana, profana y, sin embargo, todo lo santa que algo
pueda ser en el sentido de «cara», querida, digna de venera­
ción, para el hombre.
Quienes no ven las conexiones entre Kant y la teoría he-
donista es que han perdido el hilo de la vida y de las cosas, se
dejan seducir por las palabras y los rótulos, y no entienden
nada. Sí, es cierto que Kant no quería ser hedonista, y proba­
blemente no lo fue, al menos a sabiendas, al menos en su in­
tención. Quizás porque nunca comprendió que el hedonismo
no era doctrina de puercos, sino la forma de entregar felici­
dad a corto, medio y largo plazo, sólo a quienes se hiciesen
acreedores de ella: los que la buscasen en medio de la ociosi­
dad de los parásitos, los que la reclamasen en las plazas pú­
blicas, los que se la arrebatasen a los poderosos.
Kant, como tantos otros, fue educado por comerciantes
tenedores de libros y no concebía una felicidad gratuita, que
se nos entrega, que nos auto-entregamos. Para él, el deber ha­
bía de ser enojoso, desgarrador, compulsivo, haciéndonos
violencia, causándonos jirones en nuestro ánimo. Sólo me­
diante este tortuoso someterse del yo empírico al yo puro de
la racionalidad nos hacíamos acreedores al premio.
¡Cómo desvariaba, cómo se hacía por caminos tortuosos
el, sin embargo, humanista Kant! Comprenderlo no es difícil,
sujeto a las estridencias del rigorismo pietista. Aceptarlo,
desaconsejable desde el punto de vista hedónico. Al menos
aceptarlo en su totalidad, en el espíritu constrictivo y demole­
dor que lo animaba. Aunque supiese, como he puesto de re­
lieve, una parte interesante de la historia. Aunque conociese
un importante resorte de la felicidad del hombre: la auto-esti­
ma, la conciencia de una buena voluntad, que había sido pre­
ludiada por el monje rebelde Abelardo en los comienzos del
medievo, o ilustrada ejemplarmente con la vida de un Sócra­
tes cuatro siglos antes de la era cristiana.
El hedonismo no es ciertamente un cajón de sastre donde

35
cualquier cosa puede ser incluida. Pero, como es doctrina
profunda y radical, va a la raíz de las cosas y de las doctrinas,
y no toma el rábano por las hojas. Sabe lo que hay de acceso­
rio y lo que hay de vital en cada pensador, en cada circuns­
tancia, y se guarda en su caja de tesoros todos los deslumbres
de esperanza para una humanidad envejecida, mustia, cansa­
da. sin alicientes. ¡No están los tiempos como para desperdi­
ciar o desparramar ni una sola gota de luz, ni un solo parpa­
deo de estrella!
Le cuesta tomar parte por unos o por otros porque es seria.
Porque ve sofísticamente la posibilidad siempre de un «doble
argumento». Sabe que lo blanco no es a veces sino gris, y que
lo negro también «grísea». Que se puede ser tajante en cir­
cunstancias determinadas y que hay que ser cauto y paciente
en otras. La miseria es mala, por ejemplo, sin paliativos, tanto
si se trata de pobreza material, intelectual, imaginativa, afecti­
va. Pero nunca es mala en sí, sino como causa determinante
de un estado de cosas que propicia la infelicidad de alguno, de
unos cuantos o unos muchos. Trabajar, sin embargo, no puede
ser alabado universalmente y sin reservas. En algunos casos
puede tratarse de un mal real y efectivo, de un aspecto com­
pulsivo y enfermo de una personalidad que necesita estar «en­
tretenida» para no pensar en sí misma o en los otros. Trabajar,
la gran virtud del ethos calvinista, puede llegar a convertirse
en viciosa cuando de medio para la vida y la consecución de
bienes se convierte en fin. Cuando, como decía Marx, el tra­
bajador se pierde, pierde su vida, y no es él mismo. Vive alie­
nado, enajenado, extraviado, en una ocupación que lo amodo­
rra, lo atrofia, lo convierte en un útil, en un mero instrumento
de una producción que no controla, ni goza.
Trabajar, en otras circunstancias y con otras connotacio­
nes, no sólo es un bien, sino una parte importante de lo que
es más valioso para el hombre. Mientras aporreo mi máquina
de escribir no sólo me entretengo, no sólo hilvano oraciones
y pensamientos más o menos congruentes, sino que lo hago
como en un estado de embriaguez, arrastrada por mi propio

36
verbo, mi propio discurrir, deslumbrada por mi pequeña, des­
nuda, sorprendente siempre, por humilde que sea, creación.
El esfuerzo, el adiestramiento, la perseverancia, el tesón,
no son buenos ni malos en sí mismos, son siempre medios, y
como tales, su bondad o perversidad vendrá dada por los re­
sultados obtenidos. La perseverancia, el adiestramiento, pue­
den llevar a fomentar las mentalidades más crueles o fanáti­
cas posibles, o pueden servir de cimiento a algo tan vulgar y
risible como la cabezonería, la que es propia del que no se
«apea de la burra» aunque la burra le lleve por caminos mal­
hadados. El que persiste en su actitud inicial, el que no se
deja convencer por nadie, el que es «fiel a sí mismo», puede
ser un brutal ignorante que simplemente carece de la plastici­
dad necesaria para hacerse un nuevo yo, cuando el antiguo ha
caducado, o se ha convertido en un anacronismo viviente, o
en un despropósito.
El hedonismo es una exigencia de sabiduría. Por eso te­
nía cierta razón el Filebo platónico, sólo que desenfocaba el
asunto. Un mundo de placer sin sabiduría o belleza nos pare­
cería un campo yermo. Un mundo de placer sin sabiduría se­
ría un mundo realmente muy poco apetecible y placentero.
Porque la sabiduría es una de las diosas que nos conducen
por la vía parmenidea del ser. Una de las que nos esperan con
varios corceles para arrastramos hacia donde mora la espe­
ranza de encontrar algo que nos alivie y nos reconforte. La
sabiduría es hermosa porque es buena, pero no hermosa en
sí, ni buena en sí, sino hermosa ante nuestros ojos, buena y
útil para nuestros quehaceres.
El hedonismo es un canto al hombre. Declara con Karl
Marx que Prometeo, que se atreve a enfrentarse al poder su­
premo de la divinidad tiránica, es el primer santo, si algún
santo ha de haber, en el calendario filosófico. El hedonista,
malencarado y díscolo cuando es preciso, intempestivo cuan­
do lo requiere la necesidad, guarda dulzuras y exquisiteces
desconocidas como dones para aquellos que quieren saborear
las delicias del jardín humano.

37
Su lucha, como ya he anticipado, tiene lugar en una doble
línea de fuego:

1) Los poderes fácticos establecidos, las instituciones, el


establishment. El orden social de los roles y el status que nos
encadena y priva de libertad (y la libertad es puerta y llave,
junto a la sabiduría, de todo lo que es placer), orden que es
preciso cambiar con medidas y actitudes más o menos drásti­
cas. Por otra parte:
2) Un orden cósmico, o «natural» que Mili en su trabajo
Sobre la naturaleza desprecia, como desprecia a la religión
en otro de sus trabajos, que siembra terror en los hombres,
pusilanimidad, cobardía, retraimiento, involución.

El hedonismo, pues, es lucha contra los poderes y no una


filosofía de salón o de sillón. Es más bien una filosofía desa­
rrapada y un tanto turbulenta, porque sabe que el jardín de
Epicuro ya no basta, que el agua fresca no es suficiente, que
un amigo es poco, aunque vista la precariedad y menesterosi-
dad de la vida puede ser muy valioso.
El hedonismo no vuelve sus espaldas al poder y simple­
mente lo ignora bajo la sombra fresca de un castaño o de un
pino. Las plantas del jardín no le brindan sosiego sino zozo­
bra, porque los ruidos externos se introducen por todos los
resquicios. Sabemos los hedonistas que el mundo es un lugar
desagradable, y no nos basta con saltar del barco con nuestro
bote salvavidas mientras perecen todos los demás.
Para un hedonista nosotros somos los demás, y los demás
son nosotros. Quienes se preguntan cómo pudo Mili realizar
la difícil cabriola del salto del hedonismo particular al uni­
versal, no han comprendido la dimensión hedonista de la per­
sonalidad humana. Lo decía Hobbes, hedonista también a su
manera, que sonaba a egoísta a los oídos farisaicos. Cuando
le preguntaban en cierta ocasión por qué había socorrido a un
menesteroso replicó que porque su vista le producía dolor y
que el haberle aliviado le producía también a él mismo alivio.

38
Prueba, concluirá el simplista, de que Hobbes era un egoísta
practicante incluso cuando no escribía libros de filosofía.
Con un poco más de sympatheia, se podría probar la fibra hu­
mana de Hobbes que le llevaba, dicho humeanamente, a vi­
brar como una cuerda al unísono con las otras cuerdas hu­
manas.
Quien no comprende el sentimiento de simpatía tan ma­
gistralmente descrito por Adam Smith, no puede comprender
el salto sobre el hiato oceánico de impertinencias e improce­
dencias lógicas, del es al debe ser, del buscamos ser felices al
debemos buscar nuestra felicidad y la ajena. Extraños silogis­
mos habrían de entrecruzarse para esta imposible deducción
si nos atenemos a la materialidad de los enunciados, si no
profundizamos en una estructura subyacente no sólo semánti­
ca sino pragmática. El lenguaje nos arroja al mundo, y si no
comprendemos la vinculación de la palabra y la praxis difí­
cilmente podremos comprender ni el paso del hedonismo psi­
cológico al hedonismo ético, ni el paso del hedonismo ético
individual al universal.
Smith era un pequeño burgués, o un gran burgués, sin
duda, y su sentimiento de sympatheia quizá pretendía paliar
diferencias y antagonismos irreconciliables en las sociedades
habidas hasta el momento. Desde otra óptica más favorable
podría decirse que tal vez anidase en el burgués Smith un há­
lito de esa comprensión básica del sujeto humano que es im­
prescindible para iniciar toda revolución radical.
El hedonismo por supuesto es y supone una revolución
permanente y radical. Permanente en el sentido de que nun­
ca considera concluida su tarea, de que la crítica no le sonro­
ja sino que le envalentona y le lanza adelante. De aquí la
autocrítica como práctica constante y siempre bienvenida. No
una autocrítica autocomplaciente, erudita, devastadora, sino
con ánimo sencillo y una buena dosis de optimismo inque­
brantable. Radical en el sentido ya mencionado de ir a la raíz.
De no cambiar un mal por otro. Ejemplo, una dictadura por
una burocracia, una autocracia por una oligarquía. Radicales

39
el cambio que no cesa en anchura y profundidad. Y el hedo­
nismo tiene que radicalizarse porque las cosas, como dice
Wamock, van mal.
El hedonista no es un optimista, ni un «viva la vida». Más
bien, al modo existencialista, siente los límites de su existen­
cia, se debate en la angustia, y mira como en El existencialis-
mo es un humanismo de Sartre hacia el futuro buscando no
hundirse en la podredumbre de la viscosidad de las situacio­
nes concretas. El hedonista es casi siempre un pesimista he­
roico que no se resigna a morir, que tiene muchos miedos y
que quiere espantarlos, muchos sufrimientos, y quiere despe­
garlos de sí sin transferirlos a otros. El hedonista no es al­
guien que piense que el mundo es un camino inocente de ro­
sas, sino que sufre con las espinas y quiere tener la rosa y
acabar con el dolor. El hedonista es quimérico, utópico, por­
que piensa no sólo en el mejor de los mundos posibles, sino
en el mejor de los mundos imaginables.
Por eso nunca encuentra reposo en su mundo interior.
Siempre tiene a punto proyectos nuevos, porque nada le
conforma, con nada se aquieta. Sabe que sólo esta tensión
dolorosa le impedirá caer en la modorra y el tedio. Se exige
mucho a sí mismo, y es comprensivo, o pretende serlo, para
con los demás. Confía, sin embargo, en la fuerza del conta­
gio emotivo, que diría Stevenson, no sólo de sus palabras,
sino de sus hechos. Él vive la vida haciéndola, y haciendo,
de alguna manera, que por su hacer los demás la rehagan en
algún sentido. Sabe que todo es susceptible de cambio
cuando existe voluntad de cambiar. Las circunstancias, las
condiciones históricas y sociales son atenuantes, son impe­
dimentos, pero no hasta el punto que supongan un n o maci­
zo y redondo, sin ninguna fisura. El poeta nos ha dicho
«Me queda la palabra», y el hedonista sabe que le queda la
palabra y la acción, la acción como lenguaje, expresivo,
emotivo y contagioso, la palabra como un actuar y dirigir
nuestras vidas y las de otros.
El hedonista quiere acabar con todo el dolor del mundo,

40
como primera fase de una política ambiciosa que desemboca
en el desarrollo integral de la personalidad, armónica, dicho­
sa y libre. Pero el dolor del mundo es como un monstruo pér­
fido de múltiples cabezas y cuando se le ha guillotinado va­
rias veces amenaza con resurgir.
El hedonista no ve nada heroico ni positivo en que los
hombres sufran. Comprende que dado lo que el mundo es,
lleno de dolores y limitaciones, la prueba del dolor puede hu­
manizamos y hacemos comprender lo que otros sufren. Pero,
en sí, todo dolor es un agravio, y si los hombres sólo se hacen
sabios en el sufrimiento es que las cosas funcionan mal en el
Orden Cósmico, orden que habría que combatir e intentar
cambiar en la medida en la que el hombre fuera capaz; de­
nunciar y denigrar, en la medida en la que sólo nos quedase
el derecho al «pataleo».
El hedonista es el más radical de los rebeldes. Se extrali­
mita en el sentido de que a su rebeldía no le pone límites, ni
el juego de los «posibilismos» le resulta atractivo. «Imposi­
ble» es una palabra maldita en su diccionario porque implica
un poder de algún tipo que coarta mi posibilidad. El hedonis­
ta es el único ácrata que se rebela contra los poderes del cielo
y de la tierra, que insulta a los dioses, ya se trate de Júpiter o
Jehová. Su dios es el hombre, como había preludiado Feuer-
bach. Y no quiere que nada ni nadie usurpe el derecho de
cada cual a organizar su vida, a alimentar su musa, a tener su
jardín, su poema, y su cobijo. Quiere que cada hombre pueda
decir: «He aquí mi única norma: ser feliz, y contagiar mi feli­
cidad».
Se parece mucho al Orestes de Las moscas sartreano,
conjurador de espíritus que atormentaban al hombre, libera­
dor como Epicuro del miedo a los dioses y sus castigos.
El hedonista es un luchador, porque el dolor invade el
mundo a cada hora y la alegría es cada vez más acartonada,
menos auténtica, más de grandes almacenes y de «Felices
Pascuas».
Por eso tiene que estar preparado para amar y para odiar.

41
Amar a los que son oprimidos y odiar a los roles fanáticos,
aunque tenga lástima infinita de los detentadores de los pape­
les satánicos que se encargan de llenar de infiernos esta vida
y las posibles otras. El hedonista. sin embargo, no puede mal­
gastar la vida en fútiles odios, en represalias ineficaces. Es
tanto lo que tiene que hacer que, de alguna manera, ha de de­
jar olvidadas las injurias que recibe para centrarse en las que
él puede no causar. No es un cristiano, ciertamente, que pon­
ga la otra mejilla. Cuando es necesario también sabe injuriar
y arrojar sus armas. Pero prefiere no perder su tiempo en tu­
multos callejeros, o reyertas en las plazas, sino atajar los ma­
les en su raíz. Y sabe que ni las bombas ni todo el armamento
del mundo podrían transformarlo. Es pacifista e invoca el
desarme universal para que queden sólo las palabras, los he­
chos, para combatirse en una lucha limpia.
El hedonista sabe que al hombre no le transforma la cár­
cel, ni el horror al castigo, sino una existencia de plenitudes,
de logros, de metas que puede alcanzar. Sabe que la salva­
ción del hombre es a la vez su premio y que lo mejor para
cada individuo y para la sociedad universal no son bienes u
objetos contrapuestos, sino que se solapan.

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C apítulo IV

LA FELICIDAD ES COMO UN PÁJARO

El título de este capítulo parece poco serio. El manifiesto


que escribo aunque es grave tiene un cierto aire liviano, qui­
zás por motivaciones hedónicas de no enturbiar demasiado
los espíritus, de hablar con alegría de la posible alegría.
Dejadme que me olvide de la erudición. Han sido tamos
años mecanografiando citas que esto es una orgía, un delirio,
un éxtasis, un orgasmo espiritual. El escribir yo misma, mo­
viéndome sola, arriba en el trapecio, sin muletas, sin red.
De Sócrates se burlaban por su lenguaje vulgar, por sus
ejemplos ramplones y para todo el mundo. De mí os podéis
burlar porque no quiero que se me quede nada que sea im­
portante en el tintero, y lo escribo en cursiva, lo subrayo, lo
visto de poema, o hago una chanza, con tal de que se opere el
prodigio de la difícil comunicación.
La felicidad, dice mi título, es como un pájaro. Un pájaro
pequeño y vistoso que cambia de colores, que se escapa de
nuestras manos. Si lo encerramos en la jaula enferma, langui­
dece y pierde su vitalidad. Si abrimos la puerta de la jaula
echa a volar, y sólo nos visita de cuando en cuando.
A la felicidad nadie la ha visto, aunque todos la nombran.

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Y decir felicidad, me han dicho muchos buenos amigos, es
un mensaje vacío. Porque felicidad puede ser conformismo,
obediencia a un líder, como denuncia Maclntyre en su A
Short History ofEthics, aceptación del papel que nos ha sido
asignado, como también señala Simone de Beauvoir en El se­
gundo sexo. Cualquier cosa puede llamarse felicidad y, dado
que somos sumamente plásticos y lábiles, una educación ade­
cuada puede hacemos sentir felices en la más deleznable
condición. Mosterín, filósofo español, ha distinguido entre
los deseos y los intereses. La gente puede desear cualquier
cosa si operan los estímulos convenientes, pero a la gente,
dado lo que la gente es, como cuestión de límites fácticos,
genéticos, psico-somáticos, etc., no le interesa cualquier cosa
sino cosas determinadas. Spencer le echaba en cara a J.S.
Mili precisamente el haber sido tan ambiguo y haber puesto
simplemente como principio máximo de la ética la mayor fe­
licidad del mayor número, cuando como todo el mundo pue­
de apreciar esta noción es sumamente ambigua, problemáti­
ca, amén de estar cargada de subjetividad. Lo que se precisa,
de acuerdo con Spencer, es la determinación objetiva de las
bases de la felicidad, para lo cual tendríamos que recurrir a
una fundamentación biológica de la ética, en el sentido de
una vida no estática, por supuesto, sino en evolución. Habría
que saber hacia dónde marcha la vida porque lo vital, en
Spencer, es equivalente siempre a lo que produce más placer.
Las nociones de Spencer, o de nuestro contemporáneo
Mosterín, no dejan de ser asimismo problemáticas. Se ha
dicho con acierto, creo, que no sólo nuestros conceptos éti­
cos no dependen de la «naturaleza» o nuestra «naturaleza»
sino que, en contrapartida, nuestros conceptos sobre la «na­
turaleza» humana o no humana dependen de nuestro siste­
ma de valores morales. Otro tanto podría decirse de la feli­
cidad, por lo que iríamos a parar irremisiblemente a un ca­
llejón sin salida. Supongamos que lo bueno se define por lo
que produce felicidad, la felicidad por lo que se acomoda a
la naturaleza produciendo más vida. Comoquiera que «más

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vida» o naturaleza, por una parte, y felicidad por la otra,
son términos que dependen, en última instancia, de nuestra
particular manera de valorar moralmente las cosas, no ha­
bremos ido demasiado lejos.
Este realmente es el problema. O al menos una parte sus­
tanciosa de él. Ocurre que no contamos con términos neutros
para definir las cuestiones que más nos importan: felicidad,
vida, naturaleza, igualdad, libertad y un largo etcétera. Pla­
tón, en los diálogos socráticos, siempre preguntaba «¿qué es
X?», dejando en evidencia a su interlocutor, que no hacía
sino contradecirse y deambular entre dos aguas. Era ingenio­
so Platón, pero realmente no demostraba frente al adversario
ninguna sabiduría superior sino un superior conocimiento de
los propios límites del lenguaje y del logos discursivo.
Quizás el final aporético sería lo que más conviene a la
pregunta de: ¿qué es la felicidad* ¿Qué es la naturaleza del
hombre? ¿Qué es la libertad! ¿Qué es la virtud! ¿Qué es la
igualdad!
Sin embargo, Platón exageraba un poco, tal vez fascinado
por el descubrimiento de su arma dialéctica demoledora.
(Hay siempre una complacencia casi infantil en derrotar al
contrarío, sin tomar conciencia de los límites de la capacidad
probatoria de las propias conclusiones. G.E. Moore, a co­
mienzos del siglo xx, se embriagó platónicamente también
con un artilugio que descubrió para demostrar que bueno no
es ninguna otra cosa más que bueno. Lo cual aplicó luego
asimismo a otros campos para demostrar que ninguna palabra
podría ser definida en otros términos. Con lo cual no se aleja­
ba demasiado de la ironía socrático-platónica.)
Si tuviera yo el ingenio y la capacidad dialéctica de Pla­
tón podría asimismo reírme ante sus propias narices y vene­
rables barbas. ¿No era todo un juego sofístico, a la postre,
una especie de doble argumento que era llevado de aquí para
allá a conveniencia? ¿No se le hacía decir al interlocutor lo
que no podría sino llevar a la conclusión deseada? Fue inteli­
gente Platón al poner de manifiesto la carga valorativa de los

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términos éticos, como piedad, virtud, deber, etc., cuyo signi­
ficado parecía admitirse acríticamente en su sociedad, al
igual que se admite acríticamente en la nuestra.
Pero de ahí a concluir que nada se concluye en las cues­
tiones éticas va un buen tramo. De hecho, ni Platón ni G.E.
Moore fueron consecuentes con sus propias ironías, y al final
de cuentas cayeron en el dogma, absolutizaron y definieron
también. Como no podía ser de otro modo entre humanos.
Decir que la felicidad es como un pájaro es una expre­
sión no sé si feliz, pero que pretende ser expresiva de lo
inapresable del concepto. Viene, va, lo tenemos y ya nos ha
abandonado. Pero hay vestigios, hay pistas, hay cosas que
sabemos ciertamente que sí nos hacen felices, y cosas que sa­
bemos que positivamente nos hacen desgraciados.
Nowell-Smith diría con cierta ironía, también, que sobre
las cosas que hay que hacer, en el sentido que convengan a
todo el mundo, nos encontramos con dos situaciones: o es
algo tan evidente que todo el mundo sabe qué le conviene y
le hace feliz, con lo que la filosofía está de más o, de lo con­
trario, es algo tan complicado que sólo conociendo cada caso
individual podría ser determinado, con lo que la filosofía es­
taría de menos, es decir, no sería suficiente, ya que se preci­
saría un estudio psicológico del individuo en particular y sus
circunstancias.
Hay un proverbio inglés que dice que lo que a algunos
alimenta a otros mata (One's man meat is another man’s poi-
soh), o «sobre gustos se pintan colores», que decimos en cas­
tellano. De ahí parecería deducirse una concepción totalmen­
te subjetivista de la felicidad.
Si alguien como Mosterín, a quien antes he menciona­
do, nos dice que la gente no sabe lo que le interesa, que se
mueve a nivel de deseos, y que es preciso combinar un sis­
tema de democracia con el de tecnocracia, podríamos reso­
plar y lanzar juramentos, pues resulta un poco incómodo,
resbaladizo, el terreno, y uno no sabe a dónde llegará si te­
nemos que acudir al filósofo-rey platónico o, quizás peor

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aún, al tecnócrata de tumo, para saber qué es lo que nos
conviene.
Por cierto que Bakunin, buen anarquista si los hay, confia­
ba en los dictámenes del científico y el técnico. Pero se reser­
vaba. oídas las opiniones, la decisión final. Si quiero hacer
unos zapatos consulto a un zapatero, si está en peligro mi salud
no soy tan necio que desoigo los consejos de los técnicos en el
arte de curar, pero a los «técnicos» no les confiero un carisma
particular, al fin y al cabo somos hombres todos, y todos su­
puestamente iluminados, y si la opinión del médico me parece
extravagante, o trasnochada, poco informada quizás, acudo a
otro médico, y en último extremo realizo mis propios experi­
mentos o consulto, si sé leer, libros que estén a mi alcance.
Mosterín es un poco platónico al revestir de carisma al
que «sabe», confiriéndole poder. De ahí a los reyes-filosófos
no habría más que un paso. ¿Pero quién sabe lo que realmen­
te me interesa? ¿Existe por ventura el sabio perfecto, especta­
dor imparcial?
Los teístas tienen el asunto resuelto porque cuentan con
la «máxima bondad» y la «máxima sabiduría» como conseje­
ra a la hora de decidir lo que conviene hacer. Si en nombre
de Dios se les obliga a auto-castigarse, a disciplinarse por su
propio bien, lo aceptan como niños arrebolados que ven en el
Mayor la fuente de todo saber y autoridad.
Pero los agnósticos y ateos estamos más despiertos, creo
yo, o deberíamos estarlo. Vamos de vuelta ya de espectadores
imparciales y sabidurías sumas. Conocemos las deficiencias de
todo saber aunque, a falta de otra cosa mejor, a veces no tene­
mos más remedio que consultar y contar con la opinión de los
técnicos, poniéndola siempre entre paréntesis, sabiendo que to­
dos sus intereses de clase, de sexo y raza, están también ahí
junto con sus conclusiones «científicas» o «lógicas». Sabemos
que nadie puede decir lo que sería bueno realmente para nues­
tro mayor provecho, porque sin ser del todo hobbesianos tene­
mos que serlo un poco y desconfiar de quienes pretenden diri­
gimos hacia «nuestro-interés», que puede resultar su interés.

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No es que estemos tan resabiados que no confiemos en
nadie ni nada. Pero existen márgenes de duda y desconfianza
razonables. Preferimos ser algo cándidos, pero tampoco ofre­
cemos como víctimas en el altar del sacrificio.
Por eso la disyuntiva sigue en pie, y las preguntas se alar­
gan interminablemente. Todos sabemos lo que deseamos, o
creemos saberlo, pero ¿sabemos todos, a nivel introspectivo,
lo que nos interesa en realidad?...
Hemos sido educados de una manera. Se nos ha confec­
cionado en molde, y cuando deseamos cosas no hacemos más
que obedecer a demandas que se nos han interiorizado. La
pregunta nos asalta, porque resulta que cuando nos damos
cuenta de las cosas comprendemos que nuestra idiosincrasia
no es tal, que no tenemos nada «propio», en el sentido ge­
nuino del término. Hablamos un idioma y tenemos una reli­
gión, como podíamos hablar otra lengua y profesar otro cre­
do. Simplemente ha acontecido que hemos sido educados
«aquí», cualquiera que sea el lugar de referencia, y por estos
«agentes» o «agencias» socializadoras, quienes quiera que
éstos o éstas sean. Los padres eligen «libremente» dar a sus
hijos una educación dogmática y traumatizante, son víctimas
de los dogmas y traumas que los han configurado. ¿Dónde
está su libertad si no hacen sino repetir las recetas aprendi­
das? ¿Dónde su autoridad o derecho para perpetuar en sus hi­
jos el molde según el cual han sido configurados?
La gente es muy sensible a esto y piensa que la autoridad
de los padres y los derechos sobre la prole son algo de carác­
ter cuasi-sacral. Como única alternativa se habla de un Esta­
do totalitario que toma entre sus garras al infante, desgarrán­
dolo del regazo materno o paterno, desvinculándolo de sus
deberes filiales para hacerle un «lavado de cerebro» ateo.
El planteamiento es de una simpleza y de una elementali-
dad detestables. Pero la raza humana —y este es uno de los
problemas en los que me quisiera parar— es sumamente ig­
norante. Actúa como movida por resortes cuasi-compulsivos,
sin reflexionar jamás, o haciéndolo con elementos de juicio

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muy escasos. Se mueve visceralmente y esto estaría bien si
se tratara de movimientos viscerales propios. Pero, ¡horror de
horrores!, no ama sino lo que se le ha hecho amar, jamás ha
puesto entre paréntesis los valores que constituyen su «idea­
rio» o el ideal de su vida. Le parecen auto-evidentes, como a
los intuicionistas éticos les parece auto-evidente cumplir las
promesas y decir la verdad simplemente porque les han edu­
cado de esa manera, y su falta de imaginación les lleva a no
encontrar otras soluciones que las que les han ofrecido, y han
pasado a ser carne de su carne y sangre de su sangre. Pero so­
bre la gente, sus miserias y limitaciones, me explicaré más
adelante.
Ahora, retomando al problema de la felicidad y su carác­
ter presuntamente subjetivo, habría que hacer quizás algunas
matizaciones.
En primer lugar, es cierto, como algunos han apuntado,
que los hombres no siempre desean lo mejor para ellos mis­
mos. Es decir, que existe, al menos como posibilidad, algún
tipo de deseo alternativo que en algunos aspectos le produce
mayores satisfacciones. La dificultad estriba en quién es el
que dice a quién que vive en la ignorancia, que está equivo­
cado, que debe cambiar, y en qué dirección debe hacerlo.
Se me ocurre, quizás sea por deformación profesional,
que el filósofo, comedido y discreto, puede hacer algo útil a
la humanidad. No en el sentido de decir a cada hombre hacia
dónde debe cambiar, o en dónde debe colocar sus ideales e
idearios. Basta, simplemente, con que el filósofo sea como
un inquisidor impertinente que pregunta y pregunta sin cesar,
a la usanza de Sócrates. La mayeútica hará que cada cual
traiga al mundo sus propias ideas, que no hubieran salido a
flote sin la ayuda de la comadrona o el tocólogo de tumo.
Es decir, la filosofía podría servir para indicar al hombre,
lo que aquí torpe y discretamente sugiero, que nuestro siste­
ma de creencias vitales, de ideales e idearios es un producto
cultural, que somos lo que somos porque pacemos donde pa­
cemos. Y cada cual que saque sus propias conclusiones.

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En cuanto a en qué consisten las posibilidades de la feli­
cidad, para mí que el asunto se ha desenfocado contemporá­
neamente un tanto. Se confía en exceso en el psicólogo o psi­
quiatra, en el sexólogo incluso, pensando que mediante algu­
na terapia milagrosa se va a producir el milagro.
Si el hombre no profundiza dentro de sí, si no se conoce,
si no se expansiona, si no mira hacia sí y hacia los demás, si
no es generoso, ingenioso, y tiene un mínimo de confianza en
sí mismo, un mínimo de satisfacción, un mínimo de kantiana
auto-estima, para mí que muy poco va a hacer sino parchear
la vestimenta vieja.
Para mí que la gente anda ávida de conocimientos técni­
cos, y en ayunas de sabiduría. Se confía más en las estadísti­
cas o la psicometría que en los poetas. Y eso me parece erró­
neo. Los hombres se desnudan en la soledad de los versos, o
entre las rendijas de sus canciones. Ningún espíritu delicado
puede ser esbozado mediante test. Se dicen cosas a bulto so­
bre hombres agrupados. Se toman muestras de la población
que responden a interrogatorios manipulados en un sentido u
otro. No sé cómo alguien puede confiar en conocer la profun­
didad del espíritu humano mediante métodos tan ingenuos.
Por supuesto que no es un trabajo del todo ocioso el de
los confeccionistas de muestras. Tal vez se puedan poner en
evidencia tendencias de grupos, de clases sociales, que nos
ilustren y nos iluminen para conocer nuestros propios condi­
cionamientos.
Un hedonista consecuente no podría ser en modo alguno
acientífico o anticientífico, sino más bien meta-científico. Es
decir, a la ciencia, cualquiera que sea, siempre habrá que
aderezarla y aliñarla con la sal y la pimienta, que están entre
las cosas más pueriles, en los lugares más comunes, pero que
hay que saber captar con ojos despiertos.
La sabiduría, como ya he dicho, es la llave maestra de la
felicidad. Esto se viene diciendo desde tiempos muy anti­
guos. Pero hoy para mucha gente, los antiguos son o están
demodé: ¡aún no sabían manipular datos, aún no disponían de

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ordenadores!, y por eso ¡son poco fiables! Existe una tecni-
comanía. unida a una clasicofobia, producto de la tremenda
ignorancia de nuestro tiempo, que no conoce ni se interesa
por la génesis de su propia identidad a lo largo del decurso
histórico. Una humanidad desenraizada, sin fuentes en donde
beber, sin vinos añejos. Se improvisan colas y bebidas gasea­
das, insulsas. Se crea un mundo acartonado o metálico frente
a la piedra del tiempo.
No se puede hablar de felicidad porque es un concepto
subjetivo y valorativo, se dice. Pero sí se puede discutir la fe­
licidad. Lástima que a cada hombre no le sea posible probar
todos los vinos de la vida y beber todas las aguas; entonces
podría decidirse en tomo a las bebidas. Desgraciadamente ni
los sabios serán nunca necios, o difícilmente, ni los necios
llegarán nunca a sabios, o difícilmente por lo que el decidir
quién es el que lleva más ganancia en la vida será siempre
una cuestión parcial. Será desde un punto de vista. Pero tam­
bién existe la posibilidad de que los sabios sean, al menos en
ocasiones, necios, y los necios, en ocasiones, sabios, con lo
cual se amplían las posibilidades de intercomunicación. Si
fuéramos totalmente distintos, si estuviéramos totalmente
clausurados y cerrados en nuestra propia identidad quizá no
sería útil ni posible el diálogo. Pero en la medida que más o
menos todos participamos, es un decir, del Logos divino que
nos eleva no sólo sobre las criaturas, sino ante nuestros pro­
pios ojos, en la medida en que «lógicos», en sentido laxo del
término, también somos d/cr-lógicos, es decir din-logamos,
hacemos «logos» entre dos o más de dos. Y es en este dia­
logar, donde compulsamos opiniones, datos, vivencias, y lle­
gamos a unas conclusiones más o menos parciales, más o
menos aproximadas, y provisionales acerca de hacia dónde
van los tiros.
Por cierto, que existen caracteres idiosincrásicos irrepe­
tibles. Alguno no puede soportar la música, y otro es un faná­
tico de la canción. A veces las diferencias son tan sólo debi­
das a circunstancias pedagógico-culturales o sociológicas. La

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música no significa nada para mí, o no puedo soportar la mú­
sica clásica, simplemente porque no he recibido una educa­
ción musical, porque no he aprendido a degustar la música.
Muchas veces a lo largo de nuestra vida nos encontramos con
que descubrimos que amamos algo nuevo hasta entonces des­
conocido.
La psicología más elemental nos muestra lo que Hume
resaltó con acierto en el Tratado de la naturaleza humana:
que los hombres solemos dejamos cegar por los objetos pre­
sentes olvidando los más distantes. Por eso procurar el acer­
camiento de todos los objetos por igual, en la medida en que
ello sea posible, parece un principio de la filosofía de la edu­
cación que se autorrecomienda. Es decir, se muestra a sí mis­
mo útil para una mejor comprensión de los objetos, de las po­
sibilidades y opciones vitales.
Hablamos, siempre, desde opciones valorativas. Damos
por sentado que es preferible ser feliz que ser desgraciado,
vivir que estar muerto, a no ser en casos y circunstancias de­
masiado penosas para que la vida merezca la pena vivirse.
Si se nos pregunta el porqué tendríamos que incurrir po­
siblemente en la aparente «falacia» en la que Mili incurrió
confundiendo lo deseable con lo deseado. Es deseable ser fe­
liz, porque todos los seres vivos lo desean. Y no parece que
nada pueda ser deseable, o justificable, desde un punto de
vista de una moral de hombres, si no se atiene a los desidera-
ta humanos. Es decir, la propia idea de justificación moral o
política va uncida, como los bueyes al carro, a la noción de
interés/deseo/necesidad. Claro está que luego el lenguaje nos
juega malas pasadas cuando «interés», «deseo», y «necesi­
dad» aparecen revestidos de valoraciones individuales.
En nombre de la «naturaleza» humana se justifican las
democracias y las tiranías. Se favorece la cooperatividad, o
se fomenta una competitividad más o menos disimuladamen­
te agresiva.
Punto muerto de nuevo. Aporía. Callejón que no conduce
a ninguna parte. Encrucijada de caminos que nos produce

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distorsión. Los jóvenes alumnos de filosofía, sobre todo si la
asignatura es optativa, si no es fundamental para su curricu­
lum, suelen impacientarse. ¿A qué viene toda la verborrea del
filósofo? El médico o el psicólogo, por citar dos ejemplos de
ciencias del hombre, saben a dónde van y están seguros de lo
que quieren. Mejorar la salud física o psíquica, reestablecer
el equilibrio somático o psicológico. Incrementar, si acaso, la
salud.
Nosotros los filósofos, sin embargo, no sólo nos paraliza­
mos a nosotros mismos, sino que si nos lo permitieran tam­
bién paralizaríamos a los demás. Pero sobre la filosofía del
poder y el poder de la filosofía también se hablará a su debi­
do tiempo. Paralizaríamos a los demás, repito, en el sentido
en que sugeriríamos (obligar no, ya que sería poco ético y
poco filosófico) a los médicos, psicólogos, amén de los eco­
nomistas y legisladores, educadores, y políticos que debieran
filosofar.
Es preciso, salvando la nomenclatura clásica de Aristóte­
les, saber qué cosas son buenas siempre que sean medios
para algo, y qué es ese algo en función de lo cual las cosas
son más o menos buenas. Concedamos que Aristóteles des­
variaba, que no iba bien. Queda concedido. La vida contem­
plativa no parece el fin más deseable para el hombre. Quizás,
con Mosterín, habría que hablar de meta-fines no comunes a
la especie humana, sino específicos de cada individuo, elegi­
dos más o menos libremente. Quizás, sin embargo, haya al­
gún punto mínimo común de referencia, como ese término
ómnibus, cajón de sastre, como se indicaba hasta ahora, que
se denomina felicidad. Decía Aristóteles aquello de que todo
ser humano busca la felicidad. O Spinoza daba otra versión,
que en sustancia no era muy distante. Cada uno de los seres
vivos se esfuerza por perseverar en el ser, y ese conatus, por
seguir siendo, es spencerianamente el conatus por seguir dis­
frutando, por seguir siendo dichoso, como hombre, animal, o
planta, si se me permite descender la dicha al reino animal y
vegetal.

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Por eso nosotros qua filósofos somos entrometidos e im­
pertinentes, aunque en nuestra vida cotidiana seamos seres
sosegados y poco fastidiosos. En cuanto filósofos tenemos
que preguntar al profesional de la medicina, la psicología, la
educación, la economía o las leyes, a dónde va con sus técni­
cas, saberes y valoraciones.
Cuando un médico salva la vida a un enfermo nos parece
en principio muy bien. Pero la cuestión no es siempre clara.
Supóngase el caso de aquella ancianita inglesa que quiso mo­
rir, se tomó la sobredosis correspondiente, deseando abando­
nar un cuerpo condenado a una enfermedad incurable y una
sociedad carente de familiares y allegados. ¿Hizo bien el mé­
dico o el equipo médico que la «obligó» a vivir? ¿Fue correc­
to retrotraerla a una vida en la que no podía esperar ninguna
alegría, ningún goce?
Los hedonistas tenemos las cosas muy claras a este res­
pecto. Y sobre ello habrá que insistir después. Cuando no
existe alegría, cuando no existe un excedente de felicidad so­
bre el dolor, la vida nos parece no sólo de poco valor, sino
sencillamente inservible, cuando no detestable. Y conferimos
al hombre, a cada hombre, el derecho a disponer de su vida y
su muerte. Si se alega que uno puede estar obcecado y por
ello desea morir, podríamos replicarle que la mayoría de los
hombres desean vivir simplemente porque están obcecados, y
que ello no es motivo para suprimirles la vida. De la misma
suerte, no podríamos suprimirle la muerte al que la elige, ob­
cecadamente o no, aunque es humano defender la tierna vida,
no en cuanto vida, sino en cuanto último reducto, lugar único
de esperanzas de una posibilidad de algún goce.
Como espero poder demostrar, el hedonismo no tiene de­
masiados principios y, desde luego, como doctrina evolucio­
nada y evolucionable no tiene, en función de sus propios
principios, final. Todo puede ser placentero, pero no todo lo
placentero nos parece igual. Porque sospechamos, aunque no
lo podemos garantizar, calidades distintas en el placer, como
Mili advertía. No es lo mismo elegir deliberadamente ser ba­

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surero por amor a la humanidad, quizás, y deseo de librarla
de las basuras e inmundicias, que verse obligado a aceptar
pasivamente, con mejor o peor cara, el rol que a uno le ha to­
cado. Tampoco es lo mismo dedicarse a mascar chicle, como
goce supremo, porque no se conoce otra cosa mejor que ha­
cer, que decidirse deliberadamente y con conocimiento de
causa por mascar chicle, en algunos momentos del día cuan­
do menos, como una distracción.
Y dado lo que es ser humano, no nos parece demasiado
dogmático aseverar que es mejor escuchar música que mas­
car chicle, y mejor todavía componer la propia música. Y que
los goces implicados en una y otra actividad son comparables
en el sentido de que, aunque distintos, pueden ser confronta­
dos, y es posible decidirse a favor de uno con preferencia a
otros. Por supuesto, se dirá y es admisible, un individuo sor­
do encontrará más placer mascando chicle que en una audi­
ción musical. Sin llegar a ser sordo, acordemos que nuestro
individuo posee simplemente mal oído, que el mal oído, por
mucho que sea educado, siempre es un oído mediocre e inca­
paz de degustar la música, en ese caso también el individuo
en cuestión hará mejor en dedicarse a mascar chicle que en
asistir a veladas musicales (por supuesto que ambas activida­
des serían perfectamente compatibles, y podría disfrutar a la
vez de la música y el chicle, con lo cual el goce sería más
grande). El ejemplo no es del todo afortunado pues tendría
que tratarse de goces alternativos y de alguna manera incom­
patibles, pero a los efectos de intelección creo que puede ser
un ejemplo válido. Componer música también es en buena
medida un placer superior al hecho de simplemente escuchar­
la. Es más penoso, más difícil, y exige más horas de discipli­
na ser un buen compositor que un crítico musical, parece in­
discutible; pero el goce o satisfacción, dado lo que es el ser
humano, parece que es incomparablemente mayor en aque­
llas actividades productivas, creadoras, que en las que el
grado de actividad e iniciativa es menor.
A los oídos de muchos, estas afirmaciones parecerán tal

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vez excesivamente elitistas. En un siglo de «rebelión de las
masas», la calidad en las producciones ha sido suplantada por
la cantidad. Parece que ver cincuenta películas mediocres
puede producir igual o mayor placer que ver una de calidad.
Que trescientos millones de telenovelas pueden producir ma­
yor goce estético que una obra de Shakespeare, de Goethe, o
de Esquilo.
Existe un odio barriobajero hacia todo lo que supone es­
fuerzo cualitativo. Es la cultura kitsch de la vulgaridad. Es el
reino de las masas mediocres. Pero sobre la gente, las mayo­
rías y minorías, más adelante, también, habrá que hablar.
Volvemos al pájaro amigo, y sin embargo evadido, de la
felicidad, que se posa un día en nuestra mano y nos hace sen­
tir un calor en nuestra sangre, que nos adormece dulcemente.
Dura un instante tal vez. Son las emociones profundas, los
sentimientos, las intelecciones, las comunicaciones afectivas,
intelectuales. Los logros, las adquisiciones. Son la expansión
de nuestro yo en una diáspora enloquecida.
La felicidad es el extásis, la «beatitud» que los teólogos
atribuyen a la contemplación divina.
Divina o humana, nosotros ios hedonistas la queremos
ahora y siempre, y no estamos dispuestos a renunciar a nada
por alcanzarla siempre. Admitimos algunas breves dilacio­
nes, pequeños compases de espera. Pero no queremos ser ni
usufructuarios de lo que los demás han hecho por nosotros ni
ángeles salvadores de la humanidad. Cada tiempo y su lugar,
cada hombre y cada pueblo tiene sus pequeñas o muchas
oportunidades. Nosotros que somos prácticos, exhortamos a
los políticos y los tecnócratas a que busquen los medios. No­
sotros tenemos el fin, la inspiración, y nos comprometemos a
animarles con nuestra música, aunque parezca una tarea de­
masiado frívola o demasiado humilde.
Los estudiantes de filosofía y los profanos que nos hon­
ran con su atención se espantan de nuestra holgazanería,
nuestra ociosidad. ¡Estamos pensando! Pensadores de sillón.
Aporreadores de máquinas. De acuerdo con que no valemos

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mucho. Pero tampoco saquemos las cosas de quicio. Sin un
poco de filosofía de sillón, sin un poco de este ocio, que es
bastante trabajoso por lo demás, faltaría una pieza importante
en el rompecabezas. No queremos ser filósofos-reyes, nos
conformamos con ser filósofos-fontaneros, o filósofos-toca-
dores de flauta. Que se nos escuche alguna vez es todo lo que
pedimos, aunque somos conscientes de que es bastante pedir.
Llevada de un arrebato platónico me atrevería a decir que
en la vida del filósofo se encuentra la más alta felicidad, lo
que viene casi a ser lo mismo aunque es sustancialmente dis­
tinto a que sólo los que alcanzan la más alta felicidad devie­
nen filósofos.
Epicuro o los estoicos no anduvieron a la zaga en afirma­
ciones semejantes. En su aparición primigenia, la filosofía
fue una búsqueda de felicidad, una terapia para los oprimi­
dos. Quizás no redimió al mundo, ni transformó las estructu­
ras de la sociedad directamente pero de algún modo puso los
cimientos para que comenzase la «revolución de los espíri­
tus», sin la cual todas las demás revoluciones se convierten
en guillotinas manchadas inútilmente de sangre.
La felicidad, y sigo siendo platónica, y hasta casi moo-
reana, a pesar de que a Moore dediqué un libro no excesiva­
mente elogioso, la felicidad repito, colinda con la belleza.
Porque la belleza no es sino una de las caras de esta palabra-
Jano, diosa de muchas cabezas que es la felicidad.
La belleza, como la sabiduría, no remite a entidades abs­
tractas sino que alude a familias de acontecimientos, que de­
cimos con un solo vocablo por abreviar. No existe ninguna
belleza en sí, sino objetos que estimamos bellos porque nos
complacen, porque nos alivian el dolor, porque nos animan,
nos alegran, nos extasían. La belleza puede estar en todas
partes y en ninguna parte. Cada hombre lleva su cámara foto­
gráfica al hombro y puede captar belleza hasta en los espec­
táculos más deleznables, como esas soberbias pinturas y re­
tratos de mendigos o de moribundos, impresionantes, o esos
barrios tétricos, esos parajes solitarios.

57
La belleza tiene tantas puertas que no sólo está en Wag-
ner o Beethoven, en Picasso o Velázquez, sino en una brizna
de hierba, un mantel sencillo, una comida tomada en fraterni­
dad.
La belleza bebe de la alegría, y la alegría en la belleza,
como vasos que se comunican.
Ocurre que no hemos sido educados para la belleza, ni
para la alegría. Vivimos una existencia sórdida y gris. Con­
fundiendo fines y medios. Corremos a todas partes y no nos
detenemos en ningún lugar. Es signo de nuestro tiempo. La
huida de nosotros mismos se materializa en esas impresio­
nantes caravanas automovilísticas de cada fin de semana. Le­
giones de seres humanos protegidos por su automóvil deam­
bulan de un lugar a otro lugar. Suelen regresar más cansados
y aburridos de lo que salieron, pero han cumplido de alguna
manera con el «deber» que se les impone de un par de días
de ocio.
Después, al final de una vida gris, con riñas caseras, pe­
queños ahorros y pequeños gastos, se muere el hombre, an­
gustiado, lleno de terrores y dolores, tras una vida de insigni­
ficancias.
Sin embargo la felicidad es un pájaro azul que una tarde
se nos posó en la palma caliente de la mano, y nos dejó como
la huella de un paraíso perdido que nunca nadie alcanzó y
con el que todos, en algún momento, dormidos o en estado de
vigía, soñamos.

58
C apítulo V

LA GENTE

La gente, a veces la chusma, el pueblo, el populacho, el


rebaño. La moral, decía Nietzsche repitiendo un argumento
tan viejo como el que exponía Calicles en el Gorgias de Pla­
tón, es el invento de los «débiles», de los «esclavos» para so­
focar e inhibir a los más fuertes, a los «señores». Claro que
también Trasímaco había propuesto en La república de Pla­
tón el argumento contrario que encuentra su eco en la teoría
marxista: la moral es el invento de los que tienen el poder, de
la clase dominante, para conseguir que aquéllos a quienes do­
minan se avengan a ello dócilmente.
Dos interesantes y curiosas tesis antagónicas que no de­
jan de tener su punto de verdad. Dos viejas, y a la vez muy
modernas, tesis sobre ese hecho especial que es la realidad
moral, el conjunto no sólo de mores o costumbres sanciona­
das favorablemente, sino la estructura compleja de disposi­
ciones que se esperan de los individuos, las actitudes, los
sentimientos, etc., los modos de vida, los talantes vitales que
se juzgan como deseables.
El hedonismo universalista que postulo supone una op­
ción por la gente, por ese conjunto de seres casi siempre es-

59
clavos, harapientos de sentimientos, harapientos de bienes
materiales o intelectuales, harapientos incluso de sentimien­
tos morales o simplemente sentimientos humanos, pobres de
solemnidad en cuanto a sensibilidad. El hedonismo universa­
lista afirma la necesidad de que ampliemos el círculo de
nuestras aspiraciones para englobar las aspiraciones de todos
los demás en una lucha por igualamos, no uniformamos, en
el derecho a una libertad igual, a unas expectativas iguales de
realización de expectativas, potencialidades. El hedonismo
universalista no se pregunta por la genealogía de la moral o,
para expresarlo mejor, no considera que exista ninguna rela­
ción de necesidad lógica entre lo que en su origen significó
«bueno» y lo que ahora deba significar. Ni siquiera le preo­
cupa al hedonista (se sobreentenderá de aquí en adelante «he-
donista universal») lo que la gente realmente significa ahora
con sus sentencias éticas, ¡mucho menos habrá de preocupar­
le por supuesto lo que los griegos de los tiempos homéricos
pudieron significar con ellas! Le interesa todo ello, por su­
puesto, en un sentido particular, y es en el sentido en que se
preocupa por conocer las aspiraciones de la especie humana,
los cambios y transformaciones en los modelos y pautas de
vida. Pero desde luego, niega la «legitimidad histórica» que
hoy en día reclaman para sí ciertas comunidades autonómi­
cas, las aristocracias de sangre y las casas reales. La antigüe­
dad en la posesión del privilegio quizás lo legitima legalmen­
te, de acuerdo con algunas legislaciones, pero en el juego
moral las cosas discurren de otra suerte. El hedonismo por lo
menos lo entiende así, y por ello es un movimiento radical y
revolucionario «contra natura», como explicaré en su mo­
mento y «contra la historia», en el sentido de que está im­
pregnado hasta sus raíces por la necesidad de transformar las
condiciones de vida de tal suerte que más y más humanos
disfruten del goce de una vida libre, satisfactoria y plena, lle­
gando a olvidar todo respeto a lo que el común de los morta­
les considera respetable. El hedonismo no sólo es una doctri­
na plácida para anglosajones blandos fumando su pipa al ca­

60
lor del fireplace. Es una doctrina arrojada, tan heroica como
fuese de desear, posiblemente mucho más combativa de lo
que muchos consideran deseable.
Porque el hedonismo pierde el respeto a Dios, a la Patria,
al Rey, al Derecho y a la Naturaleza, y se ríe esperpéntica-
mente de la aquiesciencia pacífica a lo consensuado y regla­
do, o lanza gritos y estertores para despertar a los que duer­
men en el sueño de lo consuetudinario.
Al hedonismo le importa poco, éticamente hablando, que
en el comienzo del tiempo ágatos (bueno) fuese el calificati­
vo aplicable al individuo triunfador, al héroe de las batallas,
de acuerdo con la moral agonal del triunfo. Hay muchas «ba­
tallas» en la vida y muchos «héroes». Sin caer en el ideal as­
cético, habría que decir que nuestra lucha hedonista no se li­
bra en los campos de batalla, ni en la imposición de nuestros
poderes sobre los demás, sino en la batalla sentimental que
consiste en hacer justicia a esa gente que está ahí, con esa mi­
rada sartreana que nos reclama como una exigencia.
El hedonista es el más y el menos egoísta de todos los
hombres. El más egoísta en un sentido equívoco del término,
porque se ocupa de su propio yo con un mimo y un cuidado
exquisitos. El menos egoísta en el sentido peyorativo del tér­
mino, porque la preocupación por su yo no es un impedimen­
to para ver los otros «yoes», sino que desde la satisfacción de
sí mismo se derrama y se desborda en generosidad, no sólo
con los que son sus iguales, no sólo con los que están a salvo,
sanos y fuertes como él, sino que su salud y su fortaleza se
incrementan en la medida en que tiende su mano a los que
son débiles en voluntad, en constitución física, psíquica, o en
motivaciones morales. El hedonista no cultiva su placer en el
caldo del dolor ajeno, ni vive su grandeza a expensas de la
pequeñez de los demás.
Si se me pregunta por qué el hedonista se preocupa o
debe preocuparse por la gente, la respuesta no resulta fácil,
aparentemente, cuando se parte del presupuesto compartido
por Hobbes, Freud y Nietzsche de que yo y los demás somos

61
términos antagónicos, intereses opuestos. Por supuesto que,
en contrapartida, tampoco partiré de la candidez del «mutuo
apoyo» como una predisposición natural. Un mínimo de exi­
gencia realista nos obligaría a admitir que la gente es un tanto
nauseabunda, molesta, enfermiza, y todos los calificativos
nietzscheanos que estimemos oportunos echarles a la cara.
La gente en general es peor que mala, es insípida, tibia.
La gente es aburrida y grotesca, más que arteramente malé­
vola. Nos ponen pequeñas zancadillas, nos dan pequeños
apretones de manos. Todo transcurre entre cortinas discretas,
en lugares a medio iluminar. Nos ciega la luz del sol y la os­
curidad nos asusta. Siempre estamos en lugares en penumbra.
Todo lo que no se ajusta a lo estipulado nos parece excesivo.
Siempre a «medias tintas» glorificando el término medio
aristotélico. Si no corremos tan de prisa como lo normal nos
ponen el farolillo rojo, si vamos demasiado ligeros todo un
rumor de resquemores y resentimientos nos rodea.
La única receta que posee el sabio para no verse conde­
nado a la soledad es poseer la suficiente astucia para no mos­
trar en demasía aquello en que sobre-sale. Porque el sobre­
salir conduce casi siempre a la marginación del grupo. Se en­
tonarán himnos y elegías a nuestro nombre, pero en el fondo
de su corazón los hombres nos mirarán como odiosos.
El gran pecado contra la «gente» es la singularidad. Por
eso existe un complejo sistema de epítetos para excluir a ios
«locos», «chiflados» y «extravagantes», que no se amoldan
al patrón común.
Por otro lado, la gente es tan ordinaria y común preten­
diendo singularizarse que causaría fastidio si no fuese motivo
de risa la vulgaridad con que el común de los mortales quiere
apartarse del «rebaño» y «destacar», ya bien con atuendos
llamativos, «contra-corriente», o con un lenguaje o unos ges­
tos desmesurados. Se visten de rojo no porque les guste el
color, sino para apoderarse de las miradas ajenas. Se desvis­
ten no por convicciones nudistas sino para ser «algo», «al­
guien», objeto de algún trivial interés.

62
Es lamentable la gente tanto en cuanto rebaño, tanto
cuanto en empeño de singularidad. La heterodoxia parece
prefabricada, y hay modos y maneras estandarizados para
apartarse del camino recto, de la «orto-doxia». La genuina
personalidad, la búsqueda de la individualidad, por sí misma
raramente constituye un objetivo, sino la mediación para aca­
parar la atención de los semejantes. Es trágico-cómico el
mundo de algunos auto-marginados en un empeño desmedi­
do y desaforado de acaparar atenciones que de ningún modo
merecerían por sus méritos personales.
Quizá sea «humano, demasiado humano», y demasiado
irritante, que de tanta necedad se infle la voz, y se llene la
boca de palabras griegas, latinas o alemanas, de nombres y
de fechas, de citas y refranes, vengan o no vengan a cuento.
Es una especie aburrida, estrafalaria y carente de imagi­
nación, la especie humana. Quizás en los arrebatos de nuestra
primera juventud nos parecían el mundo y la gente «intere­
santes»: queríamos conocer pueblos, hablar con las personas.
Después nos ha rondado la decepción y hemos huido a un re­
fugio, nos hemos dejado inundar de mar, de hierba, de cre­
púsculo o de aurora, de noche estrellada, o de música o poe­
mas, huyendo del ruido de la gente que alborota, que chilla,
grita, especula, se desgañita por pregonar mercancías.
¡Ah. el mundo de los mercaderes de cosas, de ideas, de
ideologías! ¡Qué insoportable clamor! Después de haber que­
rido saberlo todo, pedimos el silencio.
Todo el mundo empeñado en convencer a todo el mundo.
Nadie dispuesto a pensar en nada más que en su aburrido
programa acerca de sí mismo y la humanidad. Qué profusión
de cabezas cuadriculadas, de mentes estereotipadas...
No se respeta ni el cuerpo, no se respeta la psique. No se
respeta nada. Nos hurgamos las narices, nos restregamos el tra­
sero, olemos mal, a sudor y excrementos. No somos ángeles, ni
siquiera bestias, sino que cubrimos «vergüenzas», somos ridícu­
los, nos sentimos ridículos, a medio cubrir nuestros cuerpos,
asomando las piernas o los brazos, con timidez, con altivez.

63
La gente así considerada es más bien un fastidio, aunque
nos produzca un extraño calor en las manifestaciones multi­
tudinarias, cuando nos unimos lanzando gritos, entonando
himnos o cánticos. ¡Pero qué solos estamos tras esas peque­
ñas exhibiciones de solidaridad!
Cada cual para cada cual.
Y eso nos molesta.
Somos hedonistas porque la gente no nos gusta tal como
es. Porque queremos una gente distinta.
Digamos que es por razones egoístas o de pura estética,
más que por supuestas razones «éticas», por lo que nos preo­
cupa la suerte de los demás.
Simplemente resulta muy desagradable el estado actual
de las cosas. La fisonomía actual de la gente, su desaliño en
los gestos, su falta de cuidado, su carencia de preocupación
por la belleza.
La moral, tal como los hedonistas la entendemos, no
nace, o al menos no debe nacer, ni del afán de los podero­
sos por subordinar a sus inferiores, ni del esfuerzo de los
«esclavos» por someter a sus «señores naturales». Hay mu­
cho de sabiduría en ambas afirmaciones, tenemos que reco­
nocer, en cuanto explicaciones de la génesis de las «mora­
les históricas», es decir de los modos de vida encomiados
en el decurso histórico desde puntos de vista presuntamente
morales.
Pero la moral a la que se apelaba era otra cosa distinta, de
la que la «moral vigente» no era más que un elemento parasi­
tario. Al igual que la falsa moneda circula parasitariamente, a
expensas de la moneda de curso legal, las «falsas morales»
han tenido su ethical-appeal y han movido y conmovido a la
humanidad porque se arrogaban la legitimidad que nosotros
los hedonistas sólo concedemos a la moral que entendemos
como auténtica, que es aquella que vela no por intereses par­
ticulares, sino por la desarticulación de los comandos corro­
sivos de la marcha humana. Nosotros, que nos indignamos
ante el espectáculo de la gente sectaria, reaccionaria, timora­

64
ta, defensora de «sus intereses», con objetos siempre de pe­
queño alcance, con pequeñas metas y pequeños negocios,
con libros de cuentas, pero no de cuentos, gentes sin imagi­
nación que no pueden amar a los demás simplemente a causa
de la torpeza de sus sensaciones, porque no tienen capacidad
de audición ni de visión, ni mucho menos de intelección para
todo lo ajeno. Nacionalistas, racistas, defensores de su pe­
queña propiedad, de su territorialidad. Personas y gentes obs­
tinadas en ser distintas a base de abrazarse a banderas y de
entonar cantos patrióticos.
¿Quién cantará un himno a la humanidad? ¿Quién diseña­
rá la bandera del hombre? Pero el mundo, el hombre y la hu­
manidad, nos quedan demasiado grandes. Preferimos andar
en zapatillas, hechos un asco, oliendo a sobaco y urinarios.
Somos así, «naturales», afincados a lo nuestro, enraizados en
nuestra limitación.
La moral que defendemos los hedonistas no glorifica a un
hombre abstracto y extraño, sino que se esfuerza por esculpir
en cada uno de estos poco prometedores ejemplares de hom­
bre, una cosa más digna de ser mirada. Mentes más amplias,
gestos más bellos, miradas más abiertas. Queremos que exis­
ta singularidad cuando realmente esa singularidad añada algo
al acervo común de los mortales. La singularidad que se
construye a expensas de, o como negación de, la de otros nos
parece nociva.
Por motivos estéticos quizás. Poique el mundo y la gente
no nos gustan queremos con el ejemplo, que sabemos que es
el arma más eficaz, cambiar el mundo. Lavamos los sobacos,
rociamos con agua de rosas, levantar la mirada para otear el
horizonte.
Los filósofos no se explican generalmente ese salto mor­
tal que va de la preocupación de lo mío, a la asunción de lo
tuyo como de mi propia incumbencia. Y es que el razona­
miento moral es todavía «aproximado», provisional, está de­
masiado anquilosado, demasiado de acuerdo con el modelo
de raciocinio tradicional.

65
Pero ya ha habido precursores anunciando que de la ma­
teria a la razón no se produce ningún salto, que los senti­
mientos y necesidades preludian y señalan el camino del ra­
zonamiento. Ya está en la atmósfera, como un aire fresco, la
idea de que la moral no se debe a imposiciones de grupos,
sino a determinados sentimientos que favorecen el interés ge­
neral. ¿Y qué si el interés general es sólo un nombre para en­
cubrir los intereses de un grupo?
Solemos escandalizamos torpemente al no reconocer que
el embuste es una práctica casi general. Que se habla de amor
para pedir favores, que se invoca a la moral para exigir sacri­
ficios que favorecen a unos cuantos, o a unos muchos, a ex­
pensas de una mayoría o una minoría que hay que sacrificar.
Pero «amor», «felicidad», «moral», «sentimientos afecti­
vos», no son pura patraña. Hay un sentido genuino y origina­
rio que es el refuerzo con que se visten, la emotividad con
que se recubren, todos los usos y sentidos espúreos de estos
términos.
Creemos que algunos seres, algunas veces, aman, y eso
nos alienta a profundizar en las posibilidades de que haya
más ocasiones y más humanos que compartan amor. Cree­
mos que las posibilidades de ser felices pueden aumentar si
la técnica, la ciencia y el arte, y la imaginación funcionan a
pleno rendimiento.
No somos «naturalistas», ni «bucólicos». No nos molesta
viajar en automóvil o en avión. Aunque a veces prefiramos
los senderos solitarios. Los caminos bordeados de verde, o
colindantes con el azul del río o del mar.
Creemos y tenemos en tal alta tensión nuestras expectati­
vas y esperanzas que, algunas veces y en algunos lugares,
nos comportamos moralmente cuidando de nuestras capaci­
dades, de nuestro desarrollo, y de las capacidades y desarro­
llo de los demás.
Sabemos que los individuos son torpes y que nosotros
también somos individuos, somos gentes y participamos de
la torpeza. Pero a veces reconocemos en todos nosotros como

66
destellos de luz. Destellos que no proceden de una Divinidad
misteriosa que nos alumbra desde las alturas, sino que ema­
nan de nuestro propio interior, en donde habita no la Verdad
con mayúsculas, sino nuestra pequeña verdad, la que hace re­
lación al sentido de nuestras vidas.
Creemos que aprendiendo a saber, que aprendiendo a es­
timar, que aprendiendo a amar, por penoso y largo que el
proceso sea podemos arrancar los malos olores de este plane­
ta. Queremos un hogar más amable donde refugiamos. Tene­
mos sueños y ansias inagotables, y sabemos que sólo pode­
mos colmarlos, en alguna medida, haciendo que las cosas
cambien de signo. Haciendo que la gente no sea esa masa in­
forme, incordiante, desagradable, desaprensiva, mediocre­
mente egoísta, mediocremente afectiva. Medianamente tole­
rable, como suma virtud.
Sabemos que el razonamiento lógicamente ofrece puntos
flacos, pero no lo achacamos al fracaso de la razón, de nues­
tra capacidad de raciocinio, sino a su atrasado estadio de
desarrollo. Creemos, tenemos fe, en las capacidades de la hu­
manidad.
Porque la gente no nos gusta intentamos, en la medida en
que no podemos dejar de reconocemos como gente, cam­
biando nuestra actitud intentar que cambie la gente.
Stevenson, que ha sido muy mal comprendido a veces,
tenía una pequeña fe en el intercambio fructífero de las in­
fluencias mutuas entre los humanos. Intentamos cambiar y
que nos cambien para construir otro mundo y otra gente. No
nos echa para atrás el sudor de los «esclavos», ni el yugo de
los detentadores del poder nos paraliza del todo. Tenemos la
palabra, que es un arma pequeña, frágil, pero que sabemos
que a la larga socava los cimientos.
Sabemos que algún día el razonamiento estará de nuestra
parte. Que la razón se pondrá de nuestro lado. Mientras tanto
intentamos simplemente persuadir con nuestro ejemplo. Di­
ciendo y diciéndonos a nosotros mismos que somos gente,
que empecemos la aventura de la individualización, la preo­

67
cupación por cada uno en particular, como ejemplos e instan­
cias únicas, irrepetibles.
Los hedonistas pasamos de la búsqueda de la felicidad
particular a la búsqueda de la felicidad general por un impe­
rativo que, como ya indiqué, es quizá más estético que ético.
Aunque es ético también, sin lugar a dudas. Creemos que la
gente sería más agradable si pusiera alguna ilusión en salir de
sí misma, que ellos y nosotros podríamos beneficiamos a la
larga del esfuerzo.
Los hedonistas invertimos a largo plazo, y aunque somos
humanos y nos desespera la espera, conservamos la esperan­
za, no precisamente calmados y serenos sino intranquilos, ex­
pectantes, sufriendo y gozando a un tiempo. Sabiendo que
todo puede ocurrir y que es posible que ocurra. Que la gente
puede ser agradable por algún tiempo, alguna vez, o quizá
sempiternamente estúpida, reaccionaria, territorial, naciona­
lista y racista, exclusivista, aparatosa, molesta, falsamente
modesta, ruidosamente ostentosa.
Sabemos que las «almas cándidas» encierran fieras frus­
tradas. Y que los que gritan más suelen ser los más cobardes.
Nos alucina un mundo de personalidades infantiles e inmadu­
ras, de seres contradictorios que no se conocen ni a sí mis­
mos ni a los demás.
Invertimos a largo plazo, y esperamos desfallecidamente,
por ver si el milagro ocurre, y al menos en nuestra propia san­
gre podemos experimentar el gozo de la participación en la
creación de otra gente distinta, de otro estado de cosas que per­
mita que las relaciones entre los humanos sean más agradables,
y no digo más justas o más igualitarias porque, como hedonista
consecuente, sé que la justicia y la igualdad, como la sabiduría
o la amistad, sólo tienen sentido, y por supuesto que lo tienen,
como factores que facilitan las relaciones agradables entre los
humanos. Y el que crea que las cosas pueden ser de forma dis­
tinta y que un hombre puede disfrutar en la injusticia o la desi­
gualdad, es muy dueño de seguir con su creencia.
Los hedonistas estamos dispuestos a aceptar el reto.

68
Si un mundo «heroico» de señores avasalladores fuera
más hermoso, y produjese mayores placeres, nos apresuraría­
mos a crearlo. Por suerte o por desgracia, tal vez, no somos
seres enteros, sino con hendiduras y, entre estas hendiduras,
el dolor de los otros nos hace sufrir. Por esa sola razón que
superficialmente sólo no parece muy ética, queremos que el
mundo cese de sufrir, la gente de ser ignorante y necia, por­
que nos miramos en los demás como en un espejo, y no nos
gusta el gesto desafiante o resignado, borreguil o caciquil.
Nunca podríamos ser «señores», porque la sombra de
nuestros esclavos ensombrecería nuestra existencia. Nunca
podríamos constituimos en «siervos» porque nuestra existen­
cia negada por la mirada superior nos empequeñecería hasta
sentimos como masa inerte.
Quizá somos hedonistas porque nos sentimos con y en
los otros. Y eso es un hecho mis o menos real, más o menos
bruto de la existencia, de donde derivamos todo nuestro siste­
ma de valores y nuestras humanas creencias. Es este sentido
y sentimiento peculiar el que anuda los mundos al parecer
irreconciliables de hechos y valores, de realidades fácticas y
normas morales.

69
C apítulo VI

NORMAS NO COMPULSIVAS

Los hedonistas entramos con moderada alegría en el


mundo de la normatividad que nos libera de ser gente y nos
constituye en personas diferenciadas, más o menos humanas,
más o menos dichosas.
Las nociones de «obligatoriedad moral», de «responsabi­
lidad moral», carecen de la pesadez clásica y se toman equi­
paje liviano para deambular por el mundo. Son ellas mismas
el motivo de nuestras mismas posibilidades de realizar algo.
Al igual que el juego del fútbol se acabaría si acabásemos
con sus normas, nuestras normas son las recetas para una
vida más sabia, dicho con Epicuro o los estoicos, una vida
más rica. Nadie suele relevarse contra las reglas sin más. Na­
die suele enfurecerse porque exista un lenguaje que nos exija
un mínimo de usos comunes. Porque en las «exigencias» nor­
mativas del lenguaje radica la posibilidad humana de un bien
importante: la comunicación verbal. La transmisión de pen­
samientos, ideas, sentimientos y emociones, por muy tosca y
aproximadamente que sea. Las «normas» para el ser humano
se toman compulsivas y a modo de carga cuando carecen de
finalidad, cuando se convierten en las únicas metas y los úni-

71
eos fines de nuestra vida. No comer carne en viernes, no te­
ner relaciones sexuales sino dentro de un orden establecido y
sancionado, no replicar frente a los mandatos de los «supe­
riores». Acatar lo establecido, sin saber por qué. No indagar
más allá de lo permitido. Respetar lo «sagrado».
Entonces sí nos caen encima las «normas» como una losa
pesada. Pero las normas morales no tienen necesariamente
que ser soportadas sino que, tal como los hedonistas las con­
cebimos, son ellas mismas nuestro propio soporte.
Seria un intento canallesco intentar seducir mediante el
lenguaje a mis interlocutores para que acepten con «alegría»
lo que no es sino restricción para el desarrollo de su persona­
lidad. Desvelar la realidad de los hechos me parece un impe­
rativo moral que la ética hedonista que suscribo me obliga a
aceptar.
Confundir todas las normas, metiéndolas en un mismo
saco, es no sólo un flaco servicio a la causa de la moralidad
sino, por supuesto, y por encima de todo, a la causa humana.
Pues si la moral existe, si existe la racionalidad moral, no son
como autoridades que se alzan por encima del hombre, como
sustitutivos secularizados de una moral tradicional de corte
sobre-humano. Si la moral existe, tal como el hedonista lo
entiende, es porque existen problemas dentro del hombre, o
en la relación hombre a hombre que es preciso solucionar. La
moral existe no sólo porque las cosas inherentemente van
mal, como la concepción de Wamock supone, o porque el in­
dividuo es naturalmente miope, corto de vista para su propio
beneficio como Hume ya resaltó, sino porque la sociedad hu­
mana es la historia de las humillaciones y las alienaciones.
Lamento disentir de Nietzsche y no ver más que estercoleros
donde él encuentra grandeza y heroicidad. Alegrarse con la
tristeza ajena, dominar, arrasar, son un espectáculo impresio­
nante tal vez para el esteta; para el ético son causa de deses­
peración, rebelión y hastío. Son la motivación quizá suprema
para alzar un punto de vista moral que restituya el Reino del
Bien, sobre el Reino del Mal. Entendiendo el Bien como la

72
felicidad del conjunto formado por la clase de los hombres.
Entendiendo el Mal como el abuso de un subconjunto de
hombres sobre otros subconjuntos.
Se puede estar más «allá del Bien y el Mal» de nuestro
grupo dominante. Pero pretender eximirse de responsabilida­
des morales es claudicar, pues responsabilizarse no es una
empresa compulsiva que la «sociedad» o el «Todo» nos im­
ponen desde fuera. Eximirse de la responsabilidad moral es
claudicar en el empeño de ser un tipo determinado de ser hu­
mano con una fuente de satisfacciones peculiares a la que al­
gunos al menos no queremos renunciar.
Epicuro lo ha dicho tan bellamente que no puedo sino
repetirlo con sus propias palabras: «no es posible vivir feliz
sin vivir sensata, honesta y justamente, ni vivir sensata, ho­
nesta y justamente sin vivir feliz» (Carta a Meneceo, D.L.,
X, 132).
En esta aparente paradoja radica el nudo gordiano de la
conjunción entre vida beata y vida virtuosa.
Las normas no nos pesan porque las sopesamos, porque
las asumimos críticamente, en tanto en cuanto nos abren ca­
minos para formas de vida más expresivas que abarquen más
zonas de comunicación. Las normas no son fijas, no se cons­
tituyen en dogmas, sino que siempre continuamente las esta­
mos cambiando, sin caer en la zozobra, sin derrumbamos, sin
que se produzcan vacíos de poder moral. Sabemos cuál es
nuestra meta, y ésta no cambia nunca: Aumentar el número
de individuos plenos, felices y satisfechos sobre la faz de la
tierra, a sabiendas de que no conseguiremos tal desiderátum
a base de blandenguería o conformismo, sino de «heroici­
dad», de una lucha «armada» de los espíritus, incesante, que
no afloje nunca. Una tensión de nuestro esfuerzo por sintoni­
zar con los otros, lo otro, y sobre todo nuestra propia densi­
dad humana, que tenemos que perforar una y mil veces para
que no se quede a ras de tierra. Para que produzca frutos nue­
vos y renovados, como consigna de juventud madurada y ter­
sa que se hace más valiente con el tiempo. Que se limpia de

73
impurezas más y más en la persecución de una obra personal
y colectiva cada vez más bella.
Las normas de nuestra propia moral son las «recetas» y
prescripciones que entre todos conjunta y democráticamente
elaboramos, y una y mil veces volvemos a re-elaborar, que
afinamos continuamente como se afinan los instrumentos
musicales previamente al concierto. Queremos un concierto
de voces, una armonía de causas. La belleza sublime de ento­
nar un canto al universo que salga de todas las gargantas hu­
manas, un canto a «nosotros mismos», a decir verdad, como
creadores de nuestras propias vidas.
¿Y qué si como «señores» y dominadores nos fuera me­
jor? ¿Y qué si marginando a unos cuantos o a unos muchos
fuéramos más dichosos?
Felizmente para la causa humana, la justicia, la equidad,
la vida comunitaria, el intercambio de dones es un motivo in­
cesante de goces renovados.
Cantamos los hedonistas a la causa humana como fuente
de inspiración de todas las felicidades más profundas. Ama­
mos el agua limpia, el buen vino, la mesa suculenta, la fruta
que cae del árbol, el falo imponente, la vagina húmeda, el li­
bro que entretiene, la obra que abre asombros. El arte y el sa­
ber. El amigo y el amante. Nuestras «normas» no nos alejan
del mundo de los vivos y de la misma vida, sino que nos ha­
cen sopesar todas las ventajas, todos los placeres. Son guías
de sabiduría para conocer la fuente más profunda de todos
nuestros goces.
Amamos las «causas». Luchamos por las transformacio­
nes. Nos gustan los divanes, pero no nos adormecen del todo.
Estamos vigilantes. Estamos siempre sedientos y sabemos
que no se acaba nunca nuestra sed. Que nuestro apetito o
nuestro sexo se inscriben en marcos humanos que buscan
realización pluridimensional.
No estamos los hedonistas agarrotados entre preceptos.
Las cosas nunca son simples. Las «reglas» nunca son nítidas.
Siempre es necesario reflexionar. Examinar una y mil veces

74
todas las posibilidades. Sin caer en el desánimo, sin embargo,
o en la parálisis ante la dificultad.
Tenemos que operar y tomar resoluciones transitorias y
provisionales porque la vida y el curso de los acontecimien­
tos no espera a que el proceso de reflexión resuelva pondera­
damente. Pero al resolvemos a actuar tenemos que ser cons­
cientes del carácter de transitoriedad de todos nuestros actos
y resoluciones. No vamos a entristecemos demasiado al com­
probar que los caminos hacia la felicidad son tan difíciles.
Por prudencia, tal vez, tendremos que aprovechar lo aprove­
chable, y proseguir «sin prisa y sin pausa».
Pero en medio de las encrucijadas, las aporías, las perple­
jidades, sabemos, porque lo sentimos, que las «normas» nos
garantizan lo que más preciamos.
Nosotros somos los reformadores, los buscadores de la li­
bertad. Los que luchamos contra las desigualdades. Y no
simplemente porque la libertad o la igualdad sean «bienes en
sí mismas». Nunca pensaremos, con Ráwls, que exista algo
éticamente prioritario al mayor bien del mayor número, aun­
que admitiremos que lo que él encuentra como «evidente»,
como principio inalienable, no es sino uno de los elementos
constitutivos de la «felicidad». Como ya he adelantado una
sociedad que no garantizase la igual libertad de todos sus
componentes contribuiría muy poco a incrementar las expec­
tativas de felicidad.
Utilizamos las normas los hédonistas y no permitimos
que las normas nos utilicen. No podemos inventar el mundo
nuevamente a partir de nada. Preferimos renovar, y tener en
consideración las experiencias de otros hombres de otros
tiempos.
Conservamos lo conservable, renovamos lo renovable, y
tiramos a la estercolera lo que haya que tirar. Nos diferencia­
mos d e ‘otros promulgadores de una vida «gozosa» en que
para nosotros el goce es una cuestión seria. Somos poco lúdi-
cos, más bien graves, aunque reímos un buen chiste a su de­
bido tiempo.

75
Para nosotros, sin embargo, el caos no es la alternativa.
Ni la ausencia de normatividad la solución al abuso de las
normas dogmáticas. Los vacíos normativos nos dan pánico.
Sabemos que algún tipo de orden provisional, criticable, re­
novable, es el único antídoto para impedir que el o r d e n se
apodere de nosotros y se nos imponga desde arriba dejando
nuestras preguntas sin respuesta.
Los hedonistas, es obvio, no somos ni relativistas, ni sub-
jetivistas, ni mucho menos nihilistas. No creemos que cada
individuo pueda inventarse el mundo a su manera, aunque se­
ría agradable poder hacerlo. Damos a cada hombre tanto po­
der a la hora de organizar su vida como es factible hacerlo.
Pero hay que ser realistas y saber que si bien en el mundo de
la ficción un crimen puede ser apasionante e incluso hermo­
so, o un acto de villanía puede crear emoción o excitación en
el mundo tosco y hermético de la convivencia de cada día,
sin negar el derecho a la fantasía de cada cual, hay que hacer
un lugar para el «cálculo» no mecánico de «contadores de li­
bros», sino de espíritus avezados, inquietos, en quienes la
imaginación no priva del espíritu de sensatez.
Es un equilibrio difícil, somos conscientes y por ello nos
gusta. ¡Amamos la dificultad! Nos gustan los trapecistas, los
equilibristas, los que se lanzan en paracaídas. Para nosotros
vivir es una aventura, no el cumplimiento mecánico de nor­
mas.
Pero sabemos que incluso el mejor libro de aventuras, o
el mejor poema, poseen su orden, su ritmo. Somos paite de
un cosmos y no lo desdeñamos. Como la música que se ajus­
ta a medida para lograr la belleza, así tratamos de ser medida
y ser comedidos para encontrar el equilibrio y la armonía de
la convivencia.
Distinguimos perfectamente entre dos extremos a los que
no queremos acercarnos. El mundo de los dogmas y las nor­
mas rígidas y constrictivas que son como un corsé rígido que
aprisiona y deforma nuestros intentos de participar en la
construcción del mundo, y un mundo anémico donde no

76
existe ningún tipo de norma, de guía, de expectativa o espe­
ranza. Queremos combatir con igual fuerza a los que nos lo
imponen todo como a los que quieren imponemos la «nada»
como norma.
Dudamos de los falsos profetas que anuncian la «Ver­
dad». Pero nos incomodan asimismo los abúlicos a los que
no importa la verdad o la mentira, o el grado de certidumbre
a que pueda llegarse. No queremos cárceles, normativamente
hablando, pero deseamos cobijos, viviendas, con ventanas
exteriores. Sabemos que es un ejercicio difícil el de buscar la
norma provisional, siempre puesta a prueba, nunca acabada.
Que es fácil, por exceso o por defecto, salimos del carril ele­
gido. Como no resulta tampoco sencillo cuando somos niños
escribir dentro del margen señalado.
Amamos los retos. Queremos un mundo humano, de nor­
mas humanas hechas por hombres a la medida de los hom­
bres. Cada cual puede elegir muchas cosas y existen esferas
amplias para la individualidad. Podemos escoger una serie
interminable de cosas: o al menos dehemos poder escoger.
Nuestra forma de creatividad, nuestra manera peculiar de en­
tonar canciones. Cada cual que busque su instrumento musi­
cal pero que nadie, en absoluto, se ausente del concierto.
La ética normativa provisional de los hombres es como
un coro de voces armonizadas. Es belleza. Las fronteras entre
lo que hay que hacer, lo que se debe hacer y la hermosura no
existen. Ha ocurrido el milagro. O el milagro va a ocurrir.
Nosotros vamos a poner todo nuestro empeño en que así sea.
Nuestras normas son belleza porque han sido fabricadas con
trozos del tejido de la hermosura. Cada hombre y cada mujer
ha cosido un adorno o ha puesto hilos de oro o de plata.
Cuando se hace la noche parpadean los anhelos de todos
los hombres como estrellas diminutas sobre el cielo de las
normas. Miramos a ese firmamento creado por nosotros y en­
contramos regocijo, sosiego, calma y, a la vez, un anhelo in­
finito de aventura y ventura al propio tiempo.
El alba tiñe de rosa-rojo al horizonte y toda nuestra san-

77
grc se nos pone a saltar. Tenemos un lenguaje, una norma
que podemos contorsionan con el que podemos escribir
libros distintos. Podemos idear metáforas nuevas y atrever­
nos a crear neologismos. Pero sabemos de dónde tenemos
que partir y a dónde tenemos que llegar. Nosotros somos el
principio y el término. Como en el mito del eterno retomo,
nuestro himno de gozo danza una y otra vez alrededor de
nosotros mismos para confirmamos en cada siglo, en cada
hora, la buena nueva: «Ha nacido el hombre», «ha nacido el
hombre». Sólo que entre el ir y venir vamos siempre avan­
zando, no estamos siempre fijos en ninguna parte. El mundo
y la carne son los aliados de nuestro espíritu. Espíritu huma­
no, carne humana y mundo son la más excelsa y Santísima
Trinidad. Es el Dios Trino y Único que amamos, adoramos,
seguimos. El espíritu y la razón, la carne y lo sensible-senso-
rial, el mundo como receptáculo e inspiración de nuestras ra­
zones y pasiones. La muerte acecha en las esquinas mientras
nosotros apuramos la copa de la vida, porque sabemos que
nuestro tiempo es pequeño, nuestros días limitados, y que la
obra que hemos de hacer es una tarea urgente.
Bien pudiera ocurrir que se apagase nuestra antorcha an­
tes de haber arrojado luz, antes de haber producido calor.
Los hedonistas estamos perpetuamente desasosegados.
Pero el desasosiego no nos impide ser tan felices como poda­
mos serlo. Nuestra obsesión por la felicidad es, curiosamen­
te, un acto de auto-afirmación que nos circunda de gozo.
Es un pequeño milagro difícil de explicar. Parece como si
al decidimos por la felicidad, al ser conscientes de que hemos
puesto todos nuestros tesoros en esta barca, descansemos
todo lo tranquilos que se pueda descansar, sabiendo que den­
tro de las incertidumbres de la vida hemos elegido el camino
más seguro. Sabemos, en resumen, que nuestra apuesta vale
la pena. Empeñarse en ser feliz, abriendo nuestra receptivi­
dad para acoger a otros seres sintientes, humanos o no, seres
capaces de gozos y sentimientos, nos engarza en una comuni­
dad tras-nacional.

78
Sabemos, por lo menos, qué normas no podríamos nunca
adoptar. Y mantenemos dudas razonables acerca de las acep­
tables. Proseguimos siempre, mediante experimentación y
prueba, descartando unas, reformulando otras. Al igual que el
experimentador científico pone a prueba en el laboratorio sus
diversas hipótesis, nosotros en la vida cotidiana en inter­
conexión con el mundo sintiente ponemos a prueba todas las
normas que existen o pudieran existir. Ninguna nos aprisiona
y algunas nos apasionan de verdad. Ninguna nos convence
del todo pero hay muchas que nos resultan aceptables y que
constituyen hitos en nuestro peregrinaje eterno hacia nuestra
meta terrena, hacia nuestro hogar terrenal.
Para nosotros, preguntarse ¿por qué ser moral? carece de
sentido. Somos «morales» en la medida en que realizamos
nuestro proyecto vital. Y nuestro proyecto vital nos satisface
tan plenamente que no es posible exigir razones que lo justi­
fiquen. La gente que comulga con otros credos, u obedece a
normas compulsivas, no terrenas, sí puede agitarse en busca
de «razones para ser moral». Nosotros no tenemos razones
porque tenemos la vida, el goce y la hermosura. Los razona­
mientos, y especialmente las «racionalizaciones», se quedan
para los que no están satisfechos o no pueden procurar satis­
facción.
Nunca habréis oído que alguien se pregunte o que pre­
gunte: ¿Es justo que me hagas dichoso? ¿Es «bueno» que me
engolfe en la aventura de vivir hasta saciarme y saciar? Más
bien los sufridos padecedores de normas compulsivas que
restringen sus libertades irresponsable e inútilmente son los
que acucian a sus vigilantes con las preguntas acerca del por­
qué de la moralidad. Nosotros, paradójicamente, amamos
nuestras normas porque las sentimos frágiles, volátiles y gra­
ciosas, libres de la gravidez de lo siempre igual. Las amamos
tan apasionadamente que la razón se congratula y congracia
con nuestro sentir y no pide explicaciones. Cabeza y corazón
están rebosantes. En medio de tanto dolor como el vivir nos
procura hemos podido encontrar el mejor modo posible de

79
enfrentamos con la existencia. Y esto nos basta y pone punto
final a la pregunta de ¿por qués?, que para nosotros es sim­
plemente ociosa porque la razón ha encontrado en el goce la
más plácida de las respuestas.

80
C apítulo VII

TESOROS, PROMESAS
E ISLAS DESIERTAS

Para que la doctrina hedonista no resulte atractiva y co­


rrosiva, para que no ponga en peligro las instituciones que
atenían contra la felicidad humana, los enemigos del hedonis­
mo acostumbran a disfrazarla con ropas desagradables, hur­
tando su hermoso rostro tras una careta desagradable. «Ved
esa piara de puercos, suelen gritar, que no respetan nada de
lo que los humanos consideran respetable.»
Entonces nos cuentan una y otra vez historias peregrinas.
Érase que se era un hombre acaudalado a punto de morir en
una isla desierta. Un hombre que tiene un tesoro y desea ha­
cerlo llegar a sus hijos muy queridos, a su abnegada esposa, a
sus sacrificados padres. Hete aquí que se encuentra como
única compañía con un hedonista, un contabilizador de place­
res, carente de sensibilidad. El moribundo le confía su última
voluntad y el hedonista, tal vez por sus principios de procurar
felicidad a los hombres moribundos, hace una promesa al
efecto de asegurar una agonía lo más dulce posible.
Resulta, sin embargo, que muerto el hombre acaudalado,
el hedonista regresa a su país de origen y realizando un cóm­
puto de cantidades de felicidad a conseguir repara que el te-

81
soro que le ha sido confiado será hedónicamente mucho más
rentable destinado a proporcionar becas a niños de suburbios
o zonas rurales, huérfanos de guerra, construir viviendas para
los económicamente débiles o auxiliar viudas, mejorar la ca­
lidad de vida de los ancianos, o cualquier otra finalidad so­
cial. que si es disfrutado por aquellas personas a las que ha
prometido entregarlo a un hombre que agonizaba en una isla
desierta.
El requisito de que la isla estuviese desierta, es decir, que
el moribundo acaudalado y el hedonista fuesen los únicos
protagonistas de la parte primera de la historia no es capri­
choso o trivial. Se intenta eliminar toda posible coartada al
hedonista consecuente, que tiene que, según los autores de la
historia, faltar necesariamente a su promesa con objeto de ser
fiel a los principios que le animan. Si la isla no estuviese de­
sierta el hedonista tendría que contrapesar los beneficios de
su quebrantamiento de la promesa con los perjuicios ocasio­
nados por la desconfianza que se originaría en la sociedad en
la que vive al conocerse, a través de algún isleño viajero, que
los hedonistas, entre otros, son gentes poco fiables por lo que
a las promesas se refiere, erosionándose la cohesión social y
los vínculos de confianza mutua entre los conciudadanos.
Dado que no existen testigos de la promesa formulada,
nada se perderá hedonísticamente hablando, argumentan los
detractores del hedonismo, si el hedonista incumple lo pro­
metido. El moribundo ya ha muerto y no puede saber jamás
que su última voluntad no tuvo cumplimiento. Sus hijos, es­
posa, padres, deudos o amigos desconocen asimismo la pro­
mesa. Sólo el hedonista sabe de ella y de acuerdo con sus
principios, según el parecer de los detractores del hedonismo,
no tendrá escrúpulo alguno en olvidar lo que ha prometido en
aras de una «mayor felicidad del mayor número» que será
producida por su particular decisión acerca del destino del te­
soro de la isla.
Los detractores del hedonismo ofrecen insistentemente
esta «prueba» de que algo en el hedonismo marcha mal. Na­

82
die que esté en sus cabales desearía que las promesas que
pueda formular en su lecho de muerte sean incumplidas, de
ahí que el hedonismo de la promesa incumplida goce, justa­
mente, de mala prensa.
No obstante, a pesar de la aparente fácil victoria de los
adversarios, el hedonista tiene varias salidas airosas en la si­
tuación de la isla desierta. Para empezar, si el mundo se redu­
jese a «islas» incomunicadas, donde lo que aconteciese en
una de ellas no incidiese en las de los demás, sería hasta cier­
to punto correcto incumplir en B la promesa formulada en A.
La trampa de la argumentación de la «isla desierta» radica en
que la historia protagonizada por el moribundo y el hedonista
tiene espectadores, contra lo que se quiere pretender. Existen
testigos de que se ha formulado una promesa y que ha sido
incumplida, creándose el consiguiente malestar, el consi­
guiente detrimento en las expectativas de que las promesas a
los moribundos sean cumplidas. Los oyentes o los lectores de
la historia «asisten» a la formulación de la promesa y «pre­
sencian», asimismo, el desaprensivo olvido de la última vo­
luntad formulada por un hombre. Los oyentes o lectores de la
historia, por consiguiente, no pueden aprobar la conducta que
se presupone adoptará el hedonista. Y esto no por principios
más o menos abstractos y últimos que se nos impongan desde
algún Cielo, sino simplemente por razones claramente hedo-
nistas, e incluso propias de un hedonismo egoísta. Son mu­
chos los seres humanos que prefieren que se cumpla la vo­
luntad expresada en su lecho de muerte, por caprichosa y ar­
bitraria que sea, a que se haga justicia en el reparto de los
bienes en el mundo.
Sin ser demasiado remilgosos, salta a la vista que el caso
de la isla desierta con su moribundo recubierto de riquezas es
una llamada al deseo egoísta de la humanidad de disponer a
su arbitrio de aquello de lo que se ha apropiado, ya bien por
azar de la fortuna, por su propio esfuerzo y trabajo, etc., o
simplemente por haber sido favorecido por la voluntad de al­
guien que le precedió.

83
Inocentemente el caso de la isla desierta encubre la de­
fensa descarada del derecho a que cada individuo elija arbi­
trariamente qué hacer con bienes supuestamente suyos. El
hedonista que se hace comparecer como un desaprensivo
computador y contabilizador de «meros placeres» pudiera,
desde otra óptica, aparecer como el hombre justo, que si bien
no tiene reparos en hacer una promesa a un moribundo ex­
céntrico y egoísta con objeto de que muera tranquilo y en paz
(no es momento adecuado para persuadirle de que su fortuna
tendrá mejor destinatario), cuando tiene que elegir personal­
mente entre cumplir la voluntad de un egoísta caprichoso o
contribuir a un más justo reparto de los bienes y riquezas
hace su opción a favor de los menesterosos y «deja que los
muertos entierren a los muertos».
Por lo demás, contrariamente a lo que los detractores del
hedonismo suponen, ningún hedonista tiene que incumplir
necesariamente las promesas formuladas en islas desiertas a
moribundos acaudalados. Una de las ventajas del hedonismo,
precisamente, frente a credos políticos más o menos monolí­
ticos, reside en la pluralidad de valores que se contabilizan
como productores de felicidad y armonía. La justa distribu­
ción de bienes es algo que ha de tenerse muy en cuenta como
factor determinante de la felicidad del colectivo. Pero la
igualdad de riqueza, con ser importante, no lo es todo para un
hedonista, como para ningún hombre cabal. Existen momen­
tos y circunstancias históricas en los que el valor igualdad se
hace indispensable. Otros en que la libertad de cada indivi­
duo para decidir acerca de su vida, e incluso acerca de lo que
acontecerá después de su muerte, debe ser respetada.
Diríamos, para ser precisos y hacer justicia al hedonismo,
que no existe fórmula ni receta alguna sobre lo que habría­
mos de hacer en casos como el de la isla desierta. Pensar en
que habrá menos pobreza en el mundo si incumplimos la pro­
mesa que si la cumplimos es sólo un factor a tener en cuenta.
La riqueza y la pobreza, en el sentido puramente material, no
son los únicos factores que contribuyen a la felicidad del

84
hombre. Podemos suponer legítimamente que es factible que
todos los pobres prefieran su pobreza que una vida aparente­
mente «mejor» sujeta a agobiantes controles burocráticos, ca­
rente de libertades básicas. Quizás, consideradas las cosas en
su conjunto, en determinadas ocasiones puede que resulte
preferible que los ricos excéntricos leguen sus tesoros a su li­
bre arbitrio a que otras instancias interfieran anulando su últi­
ma o penúltima libertad.
El caso de la promesa incumplida formulada al moribun­
do en la isla desierta tiene varios niveles de interpretación.
Desde una filosofía política se debaten nada menos que los
principios de la justicia e igualdad frente a la libertad indivi­
dual. Los intereses del grupo frente a un simple individuo. La
historia, aparentemente trivial y pintoresca, encierra una «pa­
rábola» de la lucha secular de la humanidad. Se trata de dejar
hacer a cada cual conforme a su poder y su riqueza, incluso
después de su muerte o de «intervenir» con objeto de que las
cosas no sigan la marcha necesaria que la «naturaleza» o el
azar parecen decretar. La historia del moribundo en la isla
desierta es una historia liberal, dirigida a un público que re­
chaza el intervencionismo estatal o de otra índole. La histo­
ria, con su implacable y fatalista final (el hedonista no puede
sino dejar de cumplir su promesa), tiene el éxito asegurado y
el corolario se desprende con una sospechosa facilidad: no
aceptemos el hedonismo o nuestras libertades se verán anu­
ladas. Ni siquiera nuestra última voluntad será tenida en
cuenta.
A decir verdad, los elementos de la historia están astuta­
mente combinados. No se trata de incumplir una promesa
cualquiera, una promesa por cuyo incumplimiento siempre
tendríamos la ocasión de reclamar, o exigir explicaciones y
compensaciones. Es nuestra última palabra, nuestra débil
desfalleciente vida que se va y quiere prolongarse de algún
modo aliándose con el indigno hedonista, único testigo de
nuestro último deseo, que amparándose en nuestra desvalidez
total, ya somos un mudo cadáver, manipula a su antojo el fru­

85
to de nuestro esfuerzo. Hemos atravesado el océano y pasado
muchas noches en claro, mucha hambre y fatigas para hacer­
nos con este tesoro que queremos legar a nuestros seres más
queridos, pero el hedonista implacable, nos aseguran sus acu­
sadores, aplicará su máquina calculadora y atento al cómputo
de placeres no reparará en que un hombre que ya no está con
nosotros ha sido burlado. Atento al «placer total» no tendrá
en cuenta el placer o displacer que ya no puede sentir un
muerto.
La historia de la isla desierta encierra muchas historias y
no es posible asegurar que un hedonista consecuente no ten­
ga sino una solución a mano. Por poner un caso extremo,
imaginemos que el tesoro legado es realmente cuantioso, y
que el país de origen del hedonista atraviesa una crisis irrecu­
perable que podría ser solventada, evitándose muchas muer­
tes, mucha miseria y enfermedad, solamente incumpliendo lo
que se ha prometido a un hombre egoísta que a la hora de su
muerte sólo ha pensado en los «suyos», olvidándose de la si­
tuación de su comunidad nativa, o de la situación de la huma­
nidad en general. Aun así, no está del todo claro lo que el he­
donista debe hacer. Su principio de asegurar la mayor felici­
dad al mayor número de seres no le conmina a ser infiel a las
promesas formuladas a individuos egoístas, incluso en casos
como el que se expone. La mayor felicidad del mayor núme­
ro de personas puede exigir que se cumpla todo tipo de pro­
mesa por absurdas que sean sus consecuencias. Es muy posi­
ble que el ser humano precise de un mínimo de seguridad de
que su voluntad va a ser siempre respetada, por encima de los
intereses de todos los demás, que la libertad de sus elecciones
no va a ser restringida de acuerdo con principios de justicia o
igualdad.
Pero, también, es asimismo posible que todo ser humano
necesite la garantía de que sus demandas de igualdad van a
ser respetadas por encima de los deseos caprichosos de los
que ostentan el poder económico o de otra índole.
El hedonista, al decidir sobre el destino del tesoro que le

86
ha sido confiado, se encontrará, como no es infrecuente en
ética, ante un problema complejo que le hará debatirse en
pugna consigo mismo. A lo sumo tanteará la solución que a
su juicio considere menos perniciosa de acuerdo con las cir­
cunstancias totales de la situación, teniendo en cuenta todos
los deseos generalizados de la raza humana. Es muy probable
que, en algunas circunstancias, aunque no necesariamente
siempre, el hedonista tenga que incumplir su promesa lo cual
no prueba, sin embargo, que algo funciona mal en el hedonis­
mo, sino que la institución de la promesa no es sagrada, que
hay cosas que pueden contrapesar la urgencia de cumplir la
palabra dada.
Supongamos que yo prometo realmente a un moribundo
en una isla desierta que vengaré el honor de su hija mancilla­
da matando a determinado sujeto. Imaginemos que el sujeto
se llama Juan Pérez y que vive en Burgos. Puestos a imaginar
pensemos que averiguo, en el lugar de los supuestos hechos,
que no sólo Juan Pérez no violó a la hija del moribundo de la
isla, ni la coaccionó, ni la amedrantó sino que, por el contra­
río, fue seducido arteramente por la supuesta víctima. Yo, sin
embargo, he hecho una promesa a un hombre que no vive,
pero nadie, a buen seguro, en función de principios éticos de
índole alguna, podrá seguir manteniendo que, sin embargo, la
voluntad del hombre moribundo debe encontrar cumplimien­
to. El buen sentido nos hace suponer a mis jueces y a mí que
de saber el moribundo las circunstancias reales su voluntad
habría sido distinta. Comoquiera que él ya no puede cambiar
su voluntad, queda bajo mi responsabilidad efectuar dicho
cambio.
El caso habitual de la isla desierta podría sugerir compli­
caciones semejantes. El moribundo poseedor del tesoro desea
realmente entregárselo a su fiel esposa. ¿Y qué si a mi regre­
so averiguo que ha sido engañado y burlado por una esposa
casquivana? ¿O que ella nunca le amó, que se casó simple­
mente en espera de heredar una sustanciosa fortuna? ¿Habría
el moribundo deseado legar su fortuna a una esposa infiel

87
que nunca le ha amado? ¿Debe el hedonista entregar real­
mente el tesoro o suponer, con buen criterio, que el moribun­
do no hubiera deseado entregar tal riqueza a su esposa si co­
nociese todas las circunstancias, y obrar en consecuencia? La
palabra empeñada realmente no le obliga a enriquecer a una
esposa desaprensiva.
Por supuesto que el caso varía notoriamente si el mori­
bundo conoce las circunstancias reales (por ejemplo que el
mundo o su país padece hambre y miseria que él podría re­
mediar), y, sin embargo, prefiere entregar sus bienes a su es­
posa que él sabe coqueta y frívola, o a sus hijos indolentes y
despilfarradores. Aun así, el hedonista puede suponer que el
moribundo realmente no sabía el sufrimiento que podría ser
amortiguado, las satisfacciones que su dinero podría propor­
cionar, que por su educación y otros determinantes sociológi­
cos vivió siempre encerrado en sí mismo preocupado sólo de
los intereses de sus más íntimos allegados, pero que si ese
hombre supiese realmente lo que significa el sufrimiento de
los niños, los ancianos, etc., hubiese prometido otra cosa dis­
tinta. Dado que el hedonista posee una educación que le per­
mite calibrar el sufrimiento ajeno, ¿le es dado «reinterpretar»
la voluntad del individuo?
La cuestión se presenta polémica y un hedonista conse­
cuente nunca tendrá una certeza absoluta de lo que debe ha­
cer, o de hasta qué punto lo que ha prometido ha sido prome­
tido. Si el deseo expresado por el moribundo obedecía a unos
supuestos y se demuestra que estos supuestos son falsos, el
hedonista tendrá siempre que debatirse con relación a la pro­
mesa formulada.
Por lo demás, el caso de la isla del tesoro, el moribundo,
muestran la actitud totalmente acrítica respecto a institucio­
nes como la propiedad privada y la herencia por parte de los
detractores del hedonismo y el supuesto público a quien diri­
gen sus diatribas. Si en una isla desierta hubiéramos prometi­
do a un hombre moribundo cometer un crimen feroz sólo por
proporcionarle tranquilidad a su ánimo perturbado (odia pro­

88
fundamente a su suegra y nos ruega encarecidamente que la
envenenemos en cuanto nos sea factible) el buen lector, y el
buen detractor del hedonismo conjuntamente, nos eximiría
sin mayores escrúpulos del cumplimiento de una promesa
que no tuvo otro sentido que el de mitigar el último desaso­
siego de un neurótico.
El hecho de que el posible incumplimiento de la promesa
formulada en una isla desierta respecto al destino de un teso­
ro produzca tal desasosiego a los detractores del hedonismo
prueba además que, aparte de no haber comprendido el hedo­
nismo, no se han planteado jamás que, a tenor de principios
morales, es muy posible que cosas tales como las promesas
no siempre tengan que ser cumplidas, o cosas tales como las
últimas voluntades de algunos hombres respecto a sus fortu­
nas no deban ser necesariamente tenidas en cuenta.
Cuando se estudia la estructura subyacente al caso de la
isla desierta se descubre una exaltación del individualismo, la
propiedad privada y el derecho de cada cual a obrar confor­
me se le antoje, con menosprecio de los demás.
No quiere considerarse que la tarea del hedonista no es la
del tenedor de libros que contabiliza alegremente resultados
numéricos, sino la de una sensibilidad muy desarrollada que
quiere conocer la situación real del ser humano para dar cum­
plimiento a sus aspiraciones por encima de cualquier tipo de
instituciones, desde la promesa a la propiedad privada.
Por supuesto que los hedonistas, como el que más, respe­
tamos la individualidad de cada sujeto y en la medida de lo
posible prometemos sólo aquello que nos sentimos con fuer­
za moral para llevar a cabo. Es decir, sólo prometemos aque­
llo que prevemos podremos cumplir sin violentar nuestros
principios de libertad igual. Creemos en las instituciones so­
ciales como la promesa, todo lo que pueda creer un intuicio-
nista desaforado. Sólo que para nosotros, hedonistas, las pro­
mesas sirven a los hombres pero los hombres nunca son sier­
vos de las promesas.
En esta pequeña diferencia estriba todo lo que separa al

89
hedonista del resto de los mortales. Que lo que para nosotros
es medio, para lograr fines, algunos lo han convertido en el
propio fin. Como los que adoran el dinero y no lo que el di­
nero puede proporcionar, muchos también adoran las prome­
sas o la herencia y no las satisfacciones que a la comunidad
humana estas instituciones pueden proporcionar en general y
en cada caso particular.

90
C apítulo VIII

DEL DOLOR DE HABER NACIDO

Un manifiesto hedonista sería realmente inútil en un


mundo mínimamente dichoso.
Curiosamente, la gente es más optimista de lo que fuera
imaginable y estima como una bagatela todo discurso acerca
del placer o la felicidad. ¡Como si el placer estuviese al al­
cance de todos y no se precisase de ninguna reflexión espe­
cial para conseguirlo! También se le menosprecia como si se
tratase de poca cosa, debido a malentendidos y deformacio­
nes producidos por un uso abusivo del término.
Personalmente considero que un proyecto de felicidad y
un mínimo de medios dedicados a su constitución resultan
una tarea apremiante para aminorar los males de la existencia
humana, males que sería exhaustivo enumerar pero que están
a la vista, aunque a veces a fuerza de sufrirlos cotidianamen­
te ni siquiera somos conscientes de ellos.
Para muchos, como para Segismundo, el propio hecho de
nacer se asemeja a una condena a causa de los sufrimientos
innumerables e irremediables de que va acompañada nuestra
existencia mundana.
Si existen pocos Segismundos, o no tantos como cabría

91
esperar, se debe sin género de dudas no a que la existencia
resulte agradable o dichosa para amplios grupos de la huma­
nidad, sino al estadio de estupidez semi-bárbara en que nos
encontramos que nos lleva a la insensibilidad respecto a
nuestra propia suerte. Dicha estupidez semi-bárbara es, dicho
sea de paso, un estado que propician habitualmente los pode­
res, tema del que hablaré próximamente, para aletargar las
ansias, considero yo que más legítimas de una existencia que
merezca la pena.
Para empezar, al igual que la familiaridad con un ruido
puede llegar a insensibilizamos con relación a su existencia,
la familiaridad excesiva con un mundo repleto de dolor hace
que vivamos más o menos conformes con la suerte que el
Hado, el Destino o la Divinidad nos han deparado.
Resulta curioso que nadie culpe a la Bondad infinita de
la serie de pruebas a las que somos sometidos durante el
breve periodo de nuestra existencia humana. Nacemos llo­
rando, y morimos no precisamente alegres. Parimos con do­
lor, según la condena bíblica, y con dolor realizamos nues­
tros trabajos, incluso aquellos que conllevan gratificaciones
estimulantes. No hay nada en nuestra existencia que no jus­
tifique el «mito de un paraíso perdido». Curiosamente el
Creador ha encontrado en el «pecado de origen» una mag­
nífica coartada. De no haber «pecado» el hombre, responsa­
bilizándosele con ello de la introducción de la enfermedad
y la muerte, resultaría muy difícil justificar a un Dios-Amor
que no nos hubiera creado originariamente felices sino sólo,
como en la ética kantiana, posibles sujetos de una Felicidad
a merecer.
Sea del mito lo que sea, y sea cual sea la «culpa» que al
hombre ignorante de su destino puede caberle, de hecho na­
cemos en un mundo lleno de contradicciones que nos desaso­
siegan. Existen atisbos de belleza que nos llevan a imaginar
utopías, a soñar quimeras. Pero al tiempo la dura realidad de
cada día nos despedaza los sueños y va vaciando la casa en
que habitaban las ilusiones que unos más que otros nos forja­

92
mos en los primeros tiempos, cuando la inocencia era nuestra
acompañante cotidiana.
Vivimos una existencia desesperadamente tediosa, hasta
tal punto que damos por bienvenidos incluso acontecimientos
catastróficos como muertes, epidemias, guerras, una reyerta,
etc., que añadan un poco de animación al guión de nuestras
vidas, reiterativo hasta la exasperación.
¿No habéis reparado en la curiosidad malsana cuando en
nuestro tranquilo viaje de vuelta de vacaciones —vacaciones
tediosamente iguales las unas a las otras— nos encontramos
con un simple accidente en la carretera? Nos excita un incen­
dio en la casa de al lado, la noticia de la muerte del portero,
la nueva de que nuestros vecinos se divorcian, o el conocer
que la muchachita de enfrente padece leucemia o el SIDA.
Si no fuera tan estúpida esta curiosa excitación resultaría
morbosa y hasta malsana. Dada la existencia humana tan mo­
nótona y asfixiante no es de extrañar que niños y grandes se
emocionen con telefilmes carentes de todo mérito artístico y
cuyo único objetivo es, mediante una sucesión de persecucio­
nes, peleas o muertes violentas, despertamos de nuestra abu­
lia crónica. La búsqueda de «goces» masoquistas y morbosos
como violaciones, vejaciones, o el placer de las «tensiones»
en las películas o espectáculos «angustiosos» no son sino ex­
plicaciones de una existencia que tiene que hacer lo posible
por buscar mecanismos, por pobres que sean, que alivien la
tensión insoportable del tedio cotidiano.
El poeta lo ha expresado más bellamente: «En el corazón
tenía la espina de una pasión, logré arrancármela un día, ya
no siento el corazón». ¡Aguda espina dorada, quién te pudie­
ra sentir en el corazón clavada!
«Que nos destrocen el corazón, que nos insulten, que nos
menosprecien, que nos arranquen el alma hasta sentirla san­
grar y temblar, todo menos este silencio cómplice de mil “na­
das" que nos reduce a no ser, ni sentir, ni siquiera pensar.»
¡Estos son los goces de la vida! Las maneras de vencer la
oscuridad de nuestras grises existencias consisten en ensangren­

93
tamos las manos, cortamos las muñecas y teñir de sangre nues­
tras ropas. ¡De este modo damos colorido a nuestras vidas!
Existen otros modos inocentes de pasar la vida. Charlas
interminables y ociosas, cotilleos, chismorreos, hasta peque­
ñas calumnias, criticar, injuriar. ¡Es tan insoportablemente
vacía la vida, que hay que llenarla a cualquier precio!
Hay que decirlo con énfasis: No somos «malos». Nos pe­
leamos, reñimos, nos insultamos, nos calumniamos ¡de puro
aburrimiento! La fuente de los goces está seca. Las llaves del
arca de las maravillas se han perdido. Hemos olvidado la cla­
ve de la caja fuerte de los tesoros. Nos han arrojado a un
mundo de oscuridad y cada uno tiene que ir arañando las pa­
redes para hacerse camino. ¿Qué tiene de extraño que entre
pared y pared arañe a un tiempo a un compañero de viaje?
Nos quejamos dolorosamente los unos de los otros. Son
tantas las rencillas, las envidias, los empujones recibidos.
Pensamos, iracundos y doloridos, que vivimos en un mundo
de gentes perversas deseando ensañarse con nuestras pobres
personas. Solemos, eso sí, ser muy receptivos y sensibles
ante las críticas a nuestra persona, los desplantes, desprecios,
etc., a la vez que ignoramos olímpicamente a los que son víc­
timas de nuestra desconsideración o nuestra malquerencia. Si
obramos mal con otros ¡se lo tenían merecido! Si otros nos
fastidian ¡son unos depravados!
La verdad es que, sin ser excesivamente indulgentes con
relación a los demás, habría que alegar en defensa de todos
que más que malos somos grises y aburridos, que más que
necios somos tristes y muy desdichados. Arrojados a la
muerte y a la vida como alternativas únicas, como dos pesos
que tenemos que soportar. Una vida que se nos escapa, una
muerte que se nos avecina y nos acecha. Una infancia difícil,
una adolescencia problemática, una juventud llena de viru­
lencia. Un largo proceso de «adaptación» a nuestros mayo­
res, a nuestras instituciones, a nosotros mismos. Y luego, rá­
pidamente, sin apenas tiempo para saborear los frutos de la
madurez conseguida, el declive, ladinamente discreto pero

94
acusador, asomando en una cana, escondido en una amiga, la
pérdida de nuestras capacidades penosamente adquiridas pre­
cipitándose sin previo aviso.
Una crisis continua es la vida, y su culminación la crisis
completa que es la muerte. Ni los niños son felices ni los an­
cianos simpáticos y bonachones. Los niños están inquietos,
inseguros; los ancianos iracundos, susceptibles. Ni siquiera
esa «juventud loca» de discoteca parece divertirse demasiado
cuando se la mira a los ojos. Juegan a jóvenes y desempeñan
su papel todo lo brillantemente que pueden. Se espera de
ellos que sean dinámicos, alegres, que tengan proyectos e ilu­
siones. Y los tienen tal vez, forzados por una sociedad que
les exige que sean brillantes y resplandecientes, aunque muy
pronto saboreen las hieles del desencanto, aunque empiecen
a decepcionarse no bien se han embarcado en una aventura
cualquiera política, intelectual o de otra índole.
Existe otra juventud por lo demás que ni siquiera sueña.
Es la juventud del andamio, la mina, la fábrica, la zapatería.
Los jóvenes que reparten víveres a domicilio, los que traba­
jan de «botones», los mandados aquí o allá que se despeda­
zan intentando abrirse paso en una sociedad hostil. Los jóve­
nes que viven la injusticia y ni siquiera la sienten tal vez de
anonadados que la misma injusticia les tiene, de perdidos y
alienados, carentes de identidad en que se encuentran.
¡Gran cosa es la vida! Las disputas caseras. La regañina
con el novio-novia acaparador. La vigilancia agobiante de
los padres, del esposo-esposa, de los propios hijos. O la so­
ledad desarraigada del apátrida. La orfandad, la viudez. La
carencia de afectos. Nos agobian supuestos amores-cárceles
que no nos dejan ser nosotros mismos. O somos nosotros
mismos a expensas de una dura, espesa soledad. Nos aco­
modamos a los patrones y pautas. O nos condenamos al os­
tracismo, la repulsa, la indiferencia.
No hay mucho entre qué elegir. Generalmente ni siquiera
se nos permite el tiempo indispensable para hacer la elección
conscientemente. Como cadenas sin ñn no nos detenemos

95
nunca hasta que viene la muerte y nos tronza, ya irreparable­
mente perdidas, todas las opciones potenciales que guardába­
mos para no sé cuándo.
De pronto una enfermedad, un sufrimiento añadido, nos
hace anhelar aquel tiempo gélido de días reiterados. La vida
nos resulta asfixiante y la muerte una alternativa peor. No te­
nemos salida.
Dormir, soñar acaso, y sortear los escollos de cada día lo
mejor posible. Trabajos que nos ocupen para no pensar. ¡Qué
largas y aburridas fiestas, largas e insulsas vacaciones vacías
donde nada pasa!
La vida es tan poca cosa, y nos aburrimos tanto, que nos
volvemos mezquinos e intolerantes con los que parecen ha­
ber encontrado un poco de entretenimiento, sobre todo si
contravienen las propias leyes, normas, patrones o pautas que
nos tienen encogidos, agazapados y atrapados.
Sentimos un odio por todo el que no encaje en nuestros
propios esquemas, no podemos ser generosos ni derrochar­
nos con los demás, pues no tenemos ni siquiera una identi­
dad, ni nos sentimos autocomplacidos, sino que nos auto-
compadecemos.
Nos golpeamos el pecho y rezamos ave-marías de prisa,
pagamos diezmos y primicias a la Iglesia de Dios, o incluso a
la causa del diablo, si el Dios-Providencia a cambio de nues­
tras rogativas mejora nuestros negocios privados o nos ase­
gura una existencia dichosa y eterna. Vendemos nuestra alma
a Dios o nuestra alma al Diablo a cambio de cualquier sedan­
te que dulcifique y apacigüe nuestro malestar interior.
A nadie le es dado eludir la muerte ni eludir la vida que le
ha sido otorgada. Puede romper el hilo que le ata a la existen­
cia pero nunca podría renunciar a haber nacido. Estamos con­
denados a nacer no menos que a morir. Condenados a no en­
tendemos con otros seres que quieren, aparentan, fingen, dar­
nos palabras y abrazos, y nos hacen daño. El único consuelo
es que todo pasa, la desorientación infantil, la ingenuidad ju­
venil, la fogosidad de los pocos años, el desencanto de la ma­

96
yoría de edad. Los amores perdidos pierden incluso su som­
bra y un día nos sorprendemos en sueños recitando un nom­
bre, acariciando un rostro largo tiempo olvidado. Nos nacen
los hijos y nos dejan, nos mueren los padres y la orfandad se
nos abre como un jirón en la carne. Después nada, ni nadie,
queda. Ni casi quedamos nosotros.
Es verdad que no sufrimos tanto como pudiera sospe­
charse dada nuestra no muy apreciada condición. Ni siquiera
sufrimos, o al menos ni siquiera sabemos que estamos su­
friendo. «Vamos tirando», se dice, y eso resume el senti­
miento ridículo de la vida. Una vida casi nunca heroica sino
tremendamente vulgar. ¿Quién, en la mayor de las tribulacio­
nes, no ha mirado la punta de sus zapatos o se ha percatado
de que necesitaba suelas nuevas?
Los entierros y los duelos suelen ser la más espantosa
muestra de la puerilidad humana. Mientras un ser es desga­
rrado brutalmente de la vida, su viuda se arregla el maquilla­
je, su viudo repasa el afeitado. Los amigos y deudos cotillean
acerca de las últimas noticias banales.
Ni siquiera tenemos el consuelo de un dolor profundo.
Sólo lo mediocre, lo consabido. Y luego el tiempo que pasa y
no deja nadie ni a nadie. Ningún sentimiento supera la prue­
ba. Vivimos contra reloj y no queremos «perder el tiempo».
Pero el tiempo nos pierde. Nos perdemos en él, objetos irre­
cuperables, en un viaje de ida sin retomo.
Los hedonistas pensamos así. Y somos tan capaces como
otro cualquiera para sentir todos los dolores de la existencia
humana. Incluso el terrible dolor de no tener, por no tener,
dolor alguno.
Los hedonistas, paradójicamente, solemos ser dolientes
incurables que queremos apurar al máximo la copa del vino
espumoso del goce que se desvanece rápidamente, que se
evapora antes de que nos hayamos percatado. Hemos visto
un resquicio en la puerta y luchamos tenazmente por abrirla
del todo. Es un esfuerzo colosal y necesitaríamos de la soli­
daria colaboración de los restantes humanos.

97
Pero los humanos son insensibles al dolor y al goce de
tanto que han padecido, o se han dormido simplemente para
no sentir. Los más doctos se entretienen haciendo raíces cua­
dradas. Los más «santos» quieren «salvar» a los hombres y
se mofan de los hedonistas, que sólo quisiéramos hacerlos
algo más felices.
Ser hedonista no es una tarea fácil ciertamente. Porque el
dolor nos atenaza, nos agota una existencia sin más alicientes
que los sobresaltos: nuestra vida en peligro, nuestra hacienda
amenazada, nuestros afectos expuestos a cualquier viento que
nos los puede arrebatar.
Ser hedonista es una tarea heroica en un mundo mediocre
y gris. Es como pedir demasiado dado lo que la vida y los
hombres pueden dar de sí. Ser hedonista es ser un poco loco
y no atenerse a realidades ni a posibilidades tan siquiera. Es
jugar a una sola carta todo el capital. Es estar dispuesto a per­
derlo todo por vivir esperando a que la brisa del goce nos
acaricie las manos, el rostro, las nalgas.

98
C apítulo IX

FILOSOFÍA DEL PODER

Los enemigos del goce son múltiples pero presentan cier­


to común parecido, cierto denominador común: el poder que
los demás ejercen sobre nosotros y la falta de poder sobre no­
sotros mismos, nuestra incapacidad para el despliegue de
nuestra personalidad. El exceso de poder sobre otros y la fal­
ta de poder sobre uno mismo son, por supuesto, generalmen­
te, fenómenos correlativos.
El poder de los demás sobre nosotros, que minimiza y pa­
raliza nuestras capacidades de auto-afirmación, tiene rostros
múltiples y procedencias variadas. Quienes no han detectado
más que un solo foco infeccioso han subestimado la magni­
tud del enemigo. La complejidad y la ambigüedad son carac­
terísticas de la existencia humana que no es conveniente per­
der de vista. Si la igualdad económica, pongamos por caso,
supusiese el final de todos los poderes el camino sería relati­
vamente corto y sencillo. Paradójicamente, muchos que se
entregan a causas meritorias encaminadas a destruir determi­
nado poder lo hacen al precio de ejercer otro tipo de poder.
La vida es como una farsa trágico-cómica, un tanto exaspe­
rante, ya que el enemigo poder una vez mutilado en una de

99
sus extremidades reproduce repentinamente unas cuantas
más. Es como limpiar una casa que se mancha continuamen­
te. Suprimimos un tipo de poder y otros poderes compensato­
rios toman la revancha. Es también como esos tumores terri­
bles que se extirpan una y otra vez, siempre renacientes.
La situación, diríase pedantemente, es ónticamente deplo­
rable. No se debe a la pura facticidad de los hechos el que los
poderes de toda índole nos avasallen, nos apresen con sus mil
tentáculos. Los hombres como enajenados, doloridos y eter­
namente resentidos contra los excesos del poder, en sus múl­
tiples facetas, nos echamos la culpa unos a otros. Las «es­
tructuras» o el «sistema» suelen ser nuestras dianas favoritas.
En ellos personalizamos todo el odio milenario que nuestro
sometimiento a los poderes ha ido engendrando.
Pero el problema es mucho más grave y alarmante y sólo
si lo comprendemos en su brutal magnitud podemos quizás
comenzar a tantear una salida lo menos dolorosa posible.
El poder, por supuesto, todo poder, es siempre un con­
cepto relativo. Un perro puede ser «poderoso» frente a un
gato, y no frente a un tigre, un hombre frente a una mujer,
pero no frente a su jefe. Una mujer frente a sus hijos, pero no
frente a su marido. Un niño frente a su hermano menor, pero
no frente a su madre. Si existiese un Dios Todopoderoso tal
como nos enseña la tradición cristiana, él sería el enemigo
mayor, ya que en sus manos se encontraría la capacidad no
sólo de mantener la tierra tal como es, el mundo de los fenó­
menos dentro de un orden por él mismo pre-establecido, sino
la opción para operar prodigios y trastocar su propio orden.
Un Dios que se «sobre-diosea» en una diáspora de poder ten­
dente al infinito. Creador de la vida y la muerte, con capaci­
dad para resucitar muertos, devolver vista a quienes él mismo
cegó, curar la lepra que él permitió, etc.
El poder de los poderosos empieza en ese supuesto ser
creador de hombres dispensador de eternidades. Eternidades
de gozos o eternidades de oscuros silencios, de macabros in­
fiernos llameantes.

100
Si él existiese la raza humana no tendría sino dos opcio­
nes más o menos claras: lograr su destrucción total o aca­
rrearse su amor y su favor incondicionalmente.
La extraña idea de un Dios, sin embargo, lleva en sí mis­
ma elementos paralizantes. Por su propia definición Dios es
increado, sin principio ni fin. Los hombres pueden hacer
abortar un régimen político, utilizar la guillotina contra la no­
bleza, o alzarse en armas contra el zar. Pero este Zar de los
zares. Noble de nobles, resulta invulnerable. Más allá y por
encima de todos los poderes su Amor y su Odio, su Ley y su
Venganza, prevalecen frente a los esfuerzos de todos los hu­
manos pasados, presentes y futuros. Sólo el mismo Dios, en
la tradición cristiana, pudo conmover a Dios. Su propio dolor
y su propio sacrificio únicamente podrían reparar el supuesto
viejo litigio, la deuda contraída desde Adán según el relato
bíblico.
Todo el dolor de los hombres, todas las lágrimas, todo
el sufrimiento, las llagas, la sangre, el sudor, el hedor de los
hombres no le conmoverían jamás. Sólo él se levanta contra
él, o en su propio sacrificio el Hijo crucificado del Evange­
lio, encuentra satisfacción su ira atávica desde el «pecado
de origen».
Ese Dios de las estampitas inocentes, de los cuadros ho­
rrendos y de colores chillones, con un corazón en la mano
que adorna todavía muchas moradas humildes de nuestros
campesinos, o ese Cristo conmovedor con la sangre derrama­
da en sacrificio a Sí mismo que aparece en los cruceiros ga­
llegos en nuestras obras de arte mayor o arte menor, esa ima­
gen de piedad y aflicción, ese hombre entregado al hombre
por amor al hombre (se dice) para satisfacer las ¡ras de Sí
mismo, el Todopoderoso, el omnímodo insatisfecho mons­
truo de rencor que tiene que auto-aniquilarse como hombre
para pagar con precio de sangre la deuda que él mismo mar­
có, el pecado que él mismo decretó.
«Ved quien murió y padeció por nosotros», se nos dice,
para destruir por completo nuestras reticencias, nuestra resis­

101
tencia. El Dios coronado de gloria podría llenamos de horror,
o hacemos huir despavoridos. Pero un hombre joven y her­
moso desangrado, inerme, reducido, clavado, sujeto a una
humilde cruz, ése, como los niños, o esas mujeres que fingen
debilidad arpíamente, no puede sino retenemos, acercamos,
aproximamos más. Hasta posar nuestras lágrimas sobre sus
pies clavados, rindiéndonos sin reservas ante el Poder ante el
que él mismo tuvo que rendirse, porque ninguno de nosotros
era lo suficientemente bueno o valía acaso lo bastante para
servir tan siquiera de víctima.
«Nuestros pecados le llevaron a ello», «fue por nuestra
salvación». Salvación de la Condena que él mismo nos había
impuesto, desterrándonos de ese paraíso que, si acaso nunca
existió, existe de alguna manera como una utopía a realizar
en nuestros corazones. Si realmente hubo un paraíso y el gran
Dios frunció su ceño porque fuimos díscolos ante él, porque
vulneramos sus mandatos, si el propio Dios ávido de sangre
y sangre preciosísima se exigió a sí mismo como ofrenda de
«redención», ¿tiene algo de amable ese sacrificio inútil, que
habría podido evitarse por un Dios verdaderamente amoroso,
que siendo todo-poder lo utilizase por nosotros, para nosotros
y nunca sobre nosotros?
Es decir, el Cristo crucificado es una farsa. Porque fue él
mismo, y en función de sus poderes y rencores, quien se cru­
cificó. El fue quien creó el pecado de origen y todos los peca­
dos subsiguientes. Él y sus sacerdotes humildes, con los ojos
bajos, con sus sotanas negras, sus alzacuellos blancos o de
paisano, constituyen el más terrible poder que transcurre ino­
centemente por el mundo, entre procesiones de pueblo, don­
de la Virgen del Carmen, la Virgen del Rocío o la Macarena
encandilan y encienden la «devoción popular». Papas, obis­
pos, sacerdotes y diáconos, priores y hermanos legos, institu­
tos seculares: ¡cuántos inapresables tentáculos!
Crear el mundo, salvar al hombre... y otras pequeñas mi­
nucias. Los premios y castigos eternos. El Gran Poder oculto
entre los rosarios de las viejas.

102
«Se me ha dado todo poder, en el Cielo y en la tierra»,
nos dice el humilde muchacho, hijo de un carpintero.
Pero Dios no es malo, por la propia definición del térmi­
no. Quiere nuestro bien aunque debe quererlo muy tenue­
mente para permitir tanto dolor, tanta zozobra, tanta enferme­
dad mental, física, psíquica. Para tolerar la penuria, la mise­
ria, la soledad, la muerte. Si fuera un Dios de verdad, y no de
mentirijillas, haría lo que el más torpe de nosotros, mínima­
mente benevolente, querría hacer a poco poder que tuviera:
distribuir el gozo incondicionadamente, sin pago previo
como el Dios mercader pretende hacer vendiéndonos en carí­
simos plazos un lugar en el Reino de los Cielos.
Si existiese Dios, un Dios bueno de verdad por definición
del término, el manifiesto hedonista sería felizmente innece­
sario porque el dolor, la soledad, la carencia de poderes no
existirían. Si hubiese un Dios realmente justo no podría cru­
zarse de brazos jugando a ser él solo el único Dios. Un Dios
mínimamente benevolente por lo menos sometería a votación
el Poder absoluto. Un Dios máximamente benevolente, tal
vez, abdicaría del trono y se sometería cuando menos a una
monarquía parlamentaria. Un Dios realmente Dios, por de­
finición del término, se encontraría auto-contradictorio y
crearía un mundo de Dioses todos igualmente poderosos, to­
dos igualmente justos, todos igualmente sabios, todos igual­
mente...
Porque, ¿qué mérito tiene un Dios que es Dios, bueno y
justo, además de poderoso desde el comienzo de los siglos?
Nunca tuvo que hacer nada por conservar un poder que al pa­
recer le es congénito. Mientras que los hombres deambula­
mos por un mundo tortuoso lleno de «tentaciones», privacio­
nes, sudores, fatigas, él siempre estuvo en su trono dispo­
niéndolo todo a su antojo. Nunca le faltó la sabiduría, ni la
prudencia, ni ningún atributo o virtud. Nunca, ser perfectísi-
mo, acto purísimo, careció de nada. Nosotros también hubié­
ramos querido ser Dioses, así gratuitamente, eternamente di­
chosos, eternamente felices, así sin mover un dedo siquiera.

103
sin un solo temblor de nuestras piernas, sin un mal sueño, ni
una pesadilla, ni una mala noche.
Si Dios existe, eternamente feliz, frente a nuestra secular
miseria, lo menos malo que podemos decir es que hemos
sido discriminados, seres terrenos, finitos, frente al Ente Ce­
lestial, Infinito y Eterno. Nos soliviantamos porque uno co­
bra dos, tres o cuatro veces nuestro sueldo, o porque nuestro
jefe inmediato nos reprende torpemente, o nos «humilla» de
mil maneras. Cuando vemos en las estampitas a la «purísima
concepción» que fue concebida sin pecado frente a nuestra
«pecaminosa naturaleza humana» no rechistamos siquiera.
Incluso nos conmueve el crucificado que extrañamente su­
frió, mientras ¿a la vez?, era feliz Dios Padre en el Cielo. Fe­
liz por los siglos de los siglos. ¡Esa sí que es diferencia y dis­
criminación! El sumo poder, la suma ciencia y sabiduría. Rey
de reyes, Emperador de emperadores...
Las inocentes religiones con sus dulces misioneros que
cuidan paganos, con sus candorosas monjas que velan por los
inválidos, encierran la llama viva de la más demoledora de
las invenciones. La invención de que existe el de Arriba y los
que están por debajo.
El sustrato de la religión es la creencia, transmitida en la
catcquesis y las escuelas, de que existe un ser Superior con
poderes especiales, bondadoso y sabio por añadidura, ser dig­
no de nuestra adoración y sumisión. Esas monjas de voz tré­
mula, o esos religiosos de voz aflautada, vestidos de paisano
ahora y jugando a parecerse a los demás, nos inoculan el ve­
neno que nos hará luego inmunes a todas las agresiones suce­
sivas. Somos entes finitos, criaturas desvalidas. Es necesario
un poder, un líder, un salvador. Entre cánticos eucarísticos,
incienso y velas, comienza la dolorosa andadura del hombre,
hace su repliegue, su entrega, su inmolación. Nos arrodilla­
mos, inclinamos la cabeza, entrelazamos las manos, como fe­
tos devueltos al útero del Padre-Madre Dios.
Los restantes poderes terrenales son poca cosa, en com­
paración. Nadie puede hacemos sufrir eternamente (salvo el

104
Todopoderoso). Toda humillación o escarnio tienen fin. Po­
demos estar hoy abajo y mañana estar arriba. Ser ahora do­
minados y luego dominar. Pero él nos dominará siempre,
eternamente siempre, sempiternamente, per sécula seculo-
rum.
Sin embargo, tampoco es casual, sino que obedece a la
«lógica hedonística», ese voluptuoso abandono ante el más
poderoso, que explica de algún modo todo el principio de la
dominación y sumisión. Pues si bien es verdad que nadie
puede hacemos sufrir eternamente salvo él, también, de
acuerdo con la definición de Dios, nadie puede hacemos feli­
ces eternamente salvo el t o d o p o d e r o s o . Nadie, ni nada, pue­
de curar cegueras, retomamos la salud física o psíquica, ahu­
yentar los «demonios» que nos poseen. A él le es dado multi­
plicar los panes y los peces, acallar nuestro hambre y nuestra
sed de comida, bebida, de justicia y equidad. Cuando nos in­
clinamos, doblando nuestras rodillas, agachando nuestras ca­
bezas, cuando decimos con hipócrita sumisión: «Hágase tu
voluntad», lo que estamos implorando es que su Voluntad
sea tal que coincida con nuestra voluntad: que nos haga eter­
namente dichosos, que nos libre de «todo mal», que nos con­
ceda el «pan nuestro de cada día», que nuestros hijos aprue­
ben las oposiciones, que nuestros maridos consigan un em­
pleo mejor, que nuestras esposas sean fértiles o infértiles, se­
gún las ocasiones. Lo que realizamos en suma con la ofrenda
«incondicionada» al Todopoderoso es lo que empresarios y
hombres de negocios denominan «una buena inversión», que
constituye no sólo un invento del mundo de los negocios sino
un principio elemental que cualquier mente por burda y poco
cultivada que sea aprende con suma facilidad.
Si realmente fuese así, es decir, si inclinando un poco la
cabeza y doblando las rodillas, si diciendo amén, se nos diese
el Cielo, la eterna gloria, etc., quizás no seríamos los hedo-
nistas los más indicados para recriminar a los hombres por
sus conductas, aunque pudiéramos hacerlo no obstante. Lo
que un hedonista en todo caso tendría que hacer es denunciar

105
y recriminar la conducta del dador de la Vida Eterna que in­
flige sufrimientos y humillaciones innecesarias para otorgar
algo que, si es realmente Todopoderoso, podría habernos do­
nado gratuitamente sin previo cumplimiento de requisitos
vergonzantes, como el baboso besuqueo de los escapularios,
el incienso, el órgano y los himnos en su honor.
El hedonista, contra lo que pudiera suponerse, no repara
sólo en los fines, sino asimismo en los medios. De modo que
en ocasiones, como toda persona inteligente no podría menos
de hacer, confiesa que no puede discernir la frontera que su­
puestamente los separa. Que la vida, en fin. de un hombre
mísero es una vida miserable, la de un fanático deprimente,
aunque con su miseria y usura levante el uno un emporio de
riqueza, y el otro consiga una sociedad «mejor ordenada».
Porque un emporio de riqueza o una sociedad «mejor ordena­
da», de acuerdo con determinados valores, no garantizan
siempre, a veces no garantizan nunca, una vida más satisfac­
toria para el común de los mortales.
Todo hedonista comprende que una vida satisfactoria co­
mienza cuando entre fines y medios no se produce escisión,
sino que existe una conjugación armoniosa. Se persigue la
suma felicidad ejercitando la felicidad en pequeña escala. Por
supuesto que mediante una serie de asociaciones y refuerzos
el hombre puede encontrar felicidad o satisfacción en ayu­
nos, abstinencias, privaciones y sacrificios, bien porque con­
sidera que ya se encuentra más cerca de la meta propuesta, o
por «participación» en el supuesto deleite que la Autoridad
encuentra en los sacrificios y las víctimas que se le ofrecen.
Pero esta satisfacción o «felicidad» dependen de supuestos
inverificables, son como globos que pueden desinflarse pron­
tamente. Y eso mortifica al hedonista. No porque ellos «go­
cen» así. Sino porque su goce es tan efímero, tan endeble.
Porque es un goce que no resiste fácilmente. De ahí las «cri­
sis» tan frecuentes en las personas muy religiosas, las perso­
nas abnegadas, que bordean realmente la histeria y los esta­
dos psicológicamente patológicos.

106
En cualquier caso la entrega al supremo Poder es un caso
paradigmático de todas nuestras «entregas» a los poderes fác-
ticos, a todo tipo de poder. Se supone que quien ejercita el
poder no sólo está legitimado para demandar nuestra anuen­
cia, sino que se efectúa una suerte de contraprestación, un in­
tercambio de servicios entre la Autoridad y nosotros. Noso­
tros asentimos a una serie de demandas, acatamos órdenes,
rendimos pleitesía, entonamos himnos en honor del Poder,
inclinamos la cabeza, hacemos reverencias, besamos las ma­
nos, real o metafóricamente. La Autoridad, el Poder, tienen
sin embargo, se supone, medios para recompensamos. La
vida eterna, el goce sin fin, el aumento del salario, el mante­
nimiento de la paz y el orden, la protección a nuestra propie­
dad. familia y bienes.
Todo sometimiento y abnegación, toda suerte de nega­
ción de nosotros mismos se efectúa de acuerdo con los prin­
cipios más burdos de un hedonismo psicológico. Esperamos
ser recompensados. Invertimos en felicidad. Cómo el que re­
llena la quiniela o compra lotería, o el que invierte en accio­
nes. Ocurre que, a veces, no tenemos suerte y nuestras pers­
pectivas resultan defraudadas, pero existían tales perspecti­
vas: el Cielo, el aumento de salario, de status, el orden cívi­
co, la protección a la familia y la propiedad o, de lo contrario,
no hubiéramos obedecido a las leyes divinas, a las ordenan­
zas humanas. A veces nos sometemos incluso por bienes me­
nos tangibles o más insignificantes: conseguir ser apreciados
o estimados por alguien, recibir algún tipo de alabanza. O in­
cluso nos rendimos al poder la mayoría de las veces simple­
mente por el temor a supuestos males en caso de rebeldía por
nuestra parte: las iras del esposo o la esposa, el despecho de
los padres, la indiferencia de los hijos, la cárcel, la persecu­
ción, el exilio, el ostracismo, el fuego eterno.
Nuestra necesidad de felicidad, nuestra angustia ante ma­
les reales o posibles, condicionan nuestro sometimiento al
Poder y la Autoridad. Las desigualdades naturales y de otra
índole condicionan asimismo nuestra dependencia de los de­

107
más: nuestra ignorancia en medicina hace que nos entregue­
mos dócilmente en manos de los médicos, que los reveren­
ciemos incluso y que temamos despertar sus iras (su «ven­
ganza» podría suponer que nos dejasen morir directa o indi­
rectamente). Y otro tanto ocurre con los abogados y magis­
trados, o la autoridad militar. Todos pueden matamos de un
modo u otro, o privamos de bienes preciosos, como la liber­
tad, o desunir nuestra buena imagen (como en el caso de los
periodistas). Nuestro padre puede abofeteamos hasta hacer­
nos morir si así lo desea cuando somos niños. El varón puede
azotar a la hembra, por regla general, hasta privarle del senti­
do. Lo haga o no lo haga, existe siempre un gesto agresivo
que presagia sus «poderes». El timbre de su voz anuncia una
auténtica tempestad en caso de no ser «respetado» y «con­
quistado». Por eso la mujer esconde su pequeña fuerza para
no «provocarle». Congraciarse con él por medio de la seduc­
ción es una de las servidumbres femeninas más habituales.
Por supuesto que no todo resulta tan simple, ni tan esque­
mático. El poder, y la Autoridad, precisan de sus vasallos, y
pueden incluso sentirse esclavizados a los que les tributan
honores y les rinden obediencia. El varón puede realmente
resultar embrujado por los encantos de la hembra. El padre
quizá se haga «dependiente» de la obediencia, afecto, lealtad
o fidelidad de sus hijos. El monarca puede requerir la estima
del súbdito, el jefe la del subalterno, el gobernante la aproba­
ción del ciudadano común. Las relaciones son complejas,
pues, entre quienes detentan el poder y quienes lo padecen.
El chiste, la ironía, el humor en general dan cuenta de las pa­
radójicas relaciones entre los que ocupan los roles de domi­
nador y dominado.
En todos los casos se busca, de alguna manera, algún tipo
de contraprestación, alguna especie de reciprocidad. La espo­
sa que limpia los zapatos al marido puede ser obsequiada con
flores «como una reina». El menor que recibe la regañina de
sus padres también puede recibir una bicicleta si es «obe:
diente» o saca «buenas notas». El subalterno puede recibir un

108
obsequio de sus superiores. El camarero, el mozo del hotel,
saben que con cuatro zalamerías — «¿el señor está servido?»,
«¿desea algo más el señor?»— pueden agenciarse propinas
nada despreciables.
En suma, y reforzando el hedonismo ético que aquí se
postula con una especie de «hedonismo psicológico» primi­
tivo de la conducta cotidiana, prácticamente toda la sumi­
sión al poder, todo el servilismo no podrían ser posibles
mediante coacciones, coerciones, cárceles, exilios, única­
mente. El temor al «dolor» (el castigo, la reprimenda, el os­
tracismo, la expulsión, el desempleo, la pérdida del presti­
gio o el «honor») conjuntamente con la esperanza de algún
tipo de «gozo»: la estima de los señores, el obsequio del
marido a los progenitores, el aumento de sueldo, status, ca­
tegoría profesional, el «medrar», en suma en el mundo la­
boral, de las finanzas, de la política, o de las letras, son los
motores más importantes para lograr el conformismo.
¿Qué debiera de objetar un hedonista consecuente ante
tales situaciones?
La respuesta suena un tanto platónica, pero el hedonista
puede permitirse ser tan platónico como desee sin contravenir
sus postulados básicos. La respuesta, «platónica» tal vez —in­
sisto— sería que toda situación de sumisión a otro si bien no
es mala en sí, como quisieran los intuicionistas, dada la natu­
raleza o la condición humana, produce un estado de deterioro
en el hombre que le imposibilita para el goce de placeres que
se consideran de primer orden. El goce de la propia libertad,
la autodeterminación, la programación de la vida de cada uno,
figuran entre los bienes preciosos patrimonio de la humani­
dad. Si todo el placer, la felicidad o el goce consistiesen en un
sueldo más o menos elevado, o en el poder adquisitivo, la su­
misión a los poderes fácdcos de cualquier índole que fuesen
carecería de importancia.
Pero, habrá que insistir hasta la saciedad, postular el goce
como meta de la vida humana no es conformarse con cual­
quier cosa que produzca momentáneamente algún tipo de sa­

109
tisfacción. El hedonista, como cualquier ser humano, tiene el
derecho, y quizás el deber, de exigir la excelencia en el goce,
cosa harto difícil de conseguir dada la precaria condición de
los humanos.
Es fácil caminar por caminos trillados y conformarse con
los placeres más burdos. El hedonismo exige una actitud de
tensión, de búsqueda incesante. El goce sólo se encontrará, al
parecer, en la búsqueda del goce. La paradoja del hedonismo,
denunciada por Sidgwick, es que el que sólo quiere placer, es
decir, placer inmediato carente de conflictividad y problema-
ticidad, no obtiene placer.
La sumisión al Poder, divino o humano, estatal o fami­
liar, es uno de los caminos más cortos para alcanzar peque­
ñas migajas de placer. Pero es también el camino más rápido,
y el modo más expeditivo, para poner para siempre fuera de
nuestro alcance un tipo de placer que sólo a los que se atre­
ven a ser jueces de sus jueces y legisladores de sus vidas les
es dado gozar.
El hedonismo es una doctrina ambiciosa y como desea el
mayor goce posible para todos y cada uno de los miembros
de la comunidad humana (e incluso para todos los seres sin­
tientes) no puede tolerar como moralmente admisible o de­
seable que un hombre esté supeditado, subordinado, sujeto,
atado a otro hombre.
La sociología y restantes ciencias sociales podrán disertar
acerca de la posibilidad de una sociedad anárquica en el sen­
tido etimológico del término. A la ética le es dado únicamen­
te decidirse acerca de su deseabilidad. El hedonismo apuesta
por una sociedad donde cada hombre tenga tanto poder
como todos los demás hombres.
La apuesta no implica ceguera ni ingenuidad sino un de­
seo de transformar, en la medida de lo posible, una realidad
que sabemos no es fija, inmutable o inalterable, sino que,
dentro de ciertos límites, admite mutaciones radicales.

110
C apítulo X

EL PODER DE LA FILOSOFÍA

Filosofar para muchos es poco más que aprenderse de me­


moria una serie de curiosidades que rayan con el mito, desde
el arjé de los presocráticos hasta el Da-sein heideggeriano.
Por supuesto, aquí me reñero a la filosofía en un sentido mu­
cho más rudimentario, más asequible y, sin embargo, más ex­
traño a la raza humana. La capacidad de pensar, reflexionar,
conectar causas y efectos, premisas y conclusiones. La capaci­
dad para argumentar, sujetándonos a las normas del razona­
miento en lugar de prostituirlo de acuerdo con nuestros intere­
ses. Decididamente la Razón no es soberana, ni es aconsejable
otorgarle más poderes que los precisos para que no suplante
los anhelos del hombre. Cuando la Razón se instrumentaliza,
sin perder su carácter de objetividad e imparcialidad, presta al
hombre un servicio inapreciable. Casi todos los males de la
humanidad podrían subsanarse, soslayarse, suavizarse si la fi­
losofía constituyese el único poder reconocido.
La realidad es tan distinta que se siente la sensación de
estar «en otra esfera», o de escribir cuentos de hadas aptos
para mentes crédulas e infantiles, cuando nos dedicamos a
glosar los beneficios de la filosofía.

111
¿Cuántos filósofos habitan en cada ciudad, en cada ba­
rrio, en cada calle? No filósofos del diccionario de filosofía,
o la enciclopedia filosófica, sino seres humanos que quieren
pensar y se atreven a hacerlo. El proceso de socialización
cuida muy mucho de abortar tempranamente las tendencias
humanas a este juego en apariencia inocente del pensar, pero
en definitiva subversivo.
Sócrates es un elemento clave para comprender cómo
un ciudadano en apariencia pacífico puede «corromper» a
los jóvenes e instigar a la disensión, la crítica, el escepticis­
mo. Los Estados lo saben muy bien. Las iglesias, las insti­
tuciones tradicionales, son conscientes de que mediante la
reflexión se dota al hombre del mayor de los poderes. ¡Se­
ríamos como dioses si probásemos los frutos del árbol de la
verdad! Por ende, nos transformaríamos en ciudadanos in­
cómodos. Individuos inconformistas, inquisidores perma­
nentes. Todo lo querríamos poner sobre el tapete, cuando la
misión del tapete no es descubrir sino ocultar. Querríamos
acercamos a las gentes y mirarlas a la cara, cuando la tácti­
ca de los poderosos es el «distanciamiento» por medio de
vestimentas peculiares, tratamientos de Ilustrísimo Señor,
Serenísima Majestad, Sumo Pontífice, ropajes-disfraces que
si nos atreviéramos a levantar en medio de la plaza pública,
poniendo impúdicamente al descubierto los atributos del
«poder», no resultarían ser sino plumas prestadas para em­
bellecer al animal, para fascinamos mediante su empleo su­
primiendo nuestro impulso a la exigencia de un trato iguali­
tario en base a la reciprocidad.
La enseñanza de la filosofía, en cuanto método de refle­
xión, ponderación y crítica, que yo sepa, no es habitual en
nuestras escuelas pequeñas ni en nuestras escuelas grandes.
Ni niños, ni jóvenes, ni adultos, filosofan sino que viven «na­
turalmente», es decir, de acuerdo con la segunda naturaleza
que se les ha conferido mediante el proceso de socialización.
A veces hay un tanto de espontaneidad en sus conductas y no
precisamente en el mejor de los sentidos. Espontaneidad en

112
cuanto se abandonan. Olvidando la norma-vigilante Ojo-de-
Zeus, Omnipresente, se entregan a sus impulsos más prima­
rios como la cólera, la ira. la venganza, el sexo. Pero ni para
esto siquiera hacen uso del atributo humano de la imagi­
nación. Se comportan «serialmente» unos exactamente igual
que otros, con ligeros irrelevantes matices diferenciadores. No
realizan en suma una obra propia sino que perpetúan, o bien
pautas transmitidas culturalmente, o impulsos más o menos
biológicos.
Se comportan, en suma, los seres humanos irreflexible-
mente en todo caso, ya bien a instancias del impulso gregario
de la conformidad con los usos establecidos, o de acuerdo
con cualquier otro impulso aprendido o «innato».
La conformidad con pautas o impulsos convierte a la
humanidad en una masa uniforme, sumamente maleable por
los poderes fácticos. La rebeldía sólo nace cuando uno no
simplemente se opone a las normas, como es el caso frecuen­
te de un tipo demasiado torpe de «desidencia». La verdadera
subversión consiste en contraponer a las normas viejas nor­
mas nuevas y renovables. La rebeldía consiste, mucho más
que en decir «no quiero lo vuestro», en afirmar «quiero lo
mío», es decir, quiero, para empezar, hacerme de acuerdo
con aquello que reflexivamente considero que favorece más
mi vida como ser social vinculado a otros, y «quiero», ade­
más, que todo el mundo pueda «querer» igualmente desde sí
mismo, inconforme, rebelde, interrogante y creativo.
La filosofía, tal como aquí la vengo entendiendo, nos lle­
va así a esta actitud revolucionaria permanente que consiste
en no dejar de interrogamos a nosotros mismos y de interro­
gar a los demás, no por un afán negativo de propiciar la dis­
cordia, o de sembrar dudas inútiles donde había seguridad y
tranquilidad.
Precisamente lo que hace que el «hedonismo», en el sen­
tido vulgar, no universalista ni filosófico del término, cuente
con tantos detractores es que parece propiciar la más vulgar e
incluso inmoral de las vidas, una vida a todas luces contra­

113
puesta a la filosofía. Los pseudohedonistas, o la variante de
«hedonismo vulgar», propugnan no cavilar demasiado, no
hacerse demasiadas preguntas incómodas, no granjearse ene­
mistades con nuestras impertinencias, no perder la estima
que no es conferida por los círculos de poder en trueque a
nuestra pleitesía. Este tipo de «hedonismo vulgar» vuelve la
espalda a la vida filosófica, a todo esfuerzo mental o intelec­
tual, y se entrega simplemente al «placer del momento».
Por supuesto que para encarecer el disfrute de la vida en
un sentido tan torpe no sería menester este manifiesto ni otro
alguno. Todo el mundo, de hecho, disfruta de este modo y
está dispuesto a perder todas sus posibilidades más remotas
de goce con tal de que se le dé un poco de «tranquilidad»,
una seguridad, un orden, un sueldo.
Es la confusión del hedonismo filosófico con el hedonis­
mo vulgar lo que da origen a la imagen distorsionada que la
mayoría de los doctos y menos doctos tienen de la filosofía
hedonista como doctrina poco digna de la atención de las
mentes cultivadas, de los espíritus sensibles, de las personas,
en fin, que poseen sentimientos morales y no son ciegos y
sordos a los valores éticos o estéticos.
Para el hedonismo vulgar el hombre es un ser descuidado
de su propia excelencia atento únicamente a dedicar el menor
esfuerzo posible a la tarea de vivir. Un ser que se contenta,
como un niño, con una baratija cualquiera con tal de que no
se le exija la tensión de elegir, luchar, conquistar, etc. Para el
hedonismo vulgar el hombre instrumentaliza a los demás
hombres, o permite ser instrumentalizado, alternativamente,
sin escrúpulo alguno, con tal de que se siga algún tipo de
«placer» o situación placentera de dicha clase de relaciones
humanas. Nada tiene de extraño que tal tipo de doctrina «he­
donista» cuente con escasos partidarios entre personas sensi­
bles o ilustradas, y sea más bien estandarte de sociedades en
crisis y grupos marginales. Es el carpe diem medieval de una
sociedad amedentrada por los castigos y el fuego eterno. Es
la búsqueda de consuelos pornográficos en un mundo como

114
el actual, en que se han castrado casi todas las potencias hu­
manas menos la sexual, en su sentido más burdo.
El hedonismo vulgar resulta generalmente detestable por
la imagen denigrada que proyecta el ser humano como indi­
viduo cosificado, sin más capacidades creativas que sus eya-
culaciones u orgasmos. No sólo los kantianos y los amantes
de las éticas del deber, de la justicia y los derechos se sienten
especialmente molestos ante tales doctrinas «hedónicas». El
hedonismo universalista, el hedonismo filosófico que aquí se
manifiesta, se postula y propone es el rechazo más abierto
del hedonismo vulgar, que considera como a su más encarni­
zado enemigo, al igual que el hereje afrenta al creyente más
que al agnóstico. El «hedonista vulgar» produce mayor cris-
pación en un hedonista universal que en un no hedonista o un
antihedonista. Porque el hedonista vulgar usurpa el lugar del
hedonista filosófico y utiliza el nombre del placer en vano, es
decir, en nombre del placer crea displacer, anula capacidades
humanas fuentes de goce, tensión, desarrollo, crecimiento y
dicha exultante.
El hedonismo y la filosofía, como Epicuro las entendía, y
como aquí se les entiende, son una y la misma cosa, mirada
desde perspectivas distintas. Platón en La república argu­
mentaba que sólo los hombres sabios, los filósofos, conocían
la mayor de las felicidades. El hedonismo que aquí se postula
toma buena nota de las indicaciones de Platón. No sólo en el
mundo del intelecto, pero sí teniendo en cuenta siempre el in­
telecto, es posible alcanzar un estado de felicidad que real­
mente resista al tiempo y al espacio.
Sólo que sabemos sobradamente que el mundo del inte­
lecto no es un mundo sino un submundo, una sub-área, un
círculo concéntrico que compone parte de lo que es un ser
humano desarrollado armónicamente. La vieja polémica en­
tre el mundo de lo sensible y el mundo de lo intelectual y ra­
cional, iniciada cuando menos con el griego Platón, ha vicia­
do la visión del hombre como un ser compartimentalizado. Y
ha viciado la raíz de la filosofía también como actividad que

115
se presuponía exclusivamente «racional». Entendiendo por
«razón» y «racional» mundos y verdades que se colocan
aparte, arriba o enfrente, de nuestra sensibilidad o nuestros
deseos.
La filosofía adquiere poder, deviene jubilosamente pode­
rosa y fértil cuando afirma conjuntamente a Hume y Kant,
vertiendo en las vasijas nuevas la mezcla afrodisíaca de lo
mejor de las aportaciones de ambos filósofos. La razón sier­
vo de las pasiones, como en Hume y, a la vez, como en Kant,
las pasiones siervos, sometidas a la razón, o como en De-
wey, una conjunción armoniosa de ambos aspectos humanos.
El elemento pasional que se conjuga mediante directrices que
lo hacen potente. El elemento racional que se alimenta en el
subsuelo de las inclinaciones humanas, adquiriendo raíces te­
rrenales que le procuran solidez. Ningún edificio puede le­
vantar el hombre como éste que semeja a un bosque frondoso
de árboles esbeltos y elevados, a la vez que de gruesas raíces.
Un bosque aromático donde se confunden ios sentimientos,
deseos, pasiones, pulsiones y el marco armonizador que hace
compatibles los unos con los otros, a la vez que intenta con­
jugar los distintos deseos de individuos distintos.
La razón, objeto primordial de estudio por parte de la fi­
losofía, no posee más que esta en apariencia humilde pero
impresionante labor: enmarcar las sensaciones, sentimientos,
etc., dotándolas de consistencia, persistencia, resistencia a los
cambios, conflictos e incompatibilidades.
Una vida dedicada a la filosofía es una vida dedicada a
reflexionar sobre todo lo que constituye la existencia huma­
na: nuestras debilidades son vistas en su desnudez, sin ropa­
jes que las desvirtúen, para así enfrentamos de lleno con
nuestras posibilidades de existencia. Nuestras posibilidades
son asimismo descubiertas. No todos hemos nacido para la
vida contemplativa, ni quizás sea necesariamente la vida de
la contemplación, sin más, la mejor de las vidas, como pre­
tendía Aristóteles. Pero todo hombre precisa de un espejo
donde mirarse, donde reflejarse, donde sus ojos se encuen­

116
tren con sus ojos en el diálogo más amoroso imaginado. Mi­
rar nuestra mirada, leer a través de nuestras angustias e insa­
tisfacciones la angustia e insatisfacción que se deriva de la
existencia humana, en general, y de ciertas situaciones his­
tóricas concretas en que se desenvuelve, en particular. No
desestimar lo peculiar de cada momento, los maleficios y be­
neficios de cada modelo de sociedad, sin olvidar, al propio
tiempo, los beneficios o maleficios comunes a cualquier for­
ma real o imaginable de sociedad.
Todo hombre necesita saber qué es lo que sabe y no lle­
narse sin más de presuntos conocimientos, atiborrarse, embo­
rracharse de cifras, estadísticas o fechas. Son necesarias me­
ditaciones sobre el fenómeno denominado saber para actuar
en consecuencia. Se hace preciso desvelar el elemento ideo­
lógico o simplemente valorativo ínsito en toda especulación
hecha por el hombre, especialmente si es acerca del propio
hombre, como en el caso de las ciencias sociales o las cien­
cias humanas. Las divisiones en que la sociología o la biolo­
gía compartimentiza al hombre son convenciones, al igual
que lo es el abecedario o el sistema numérico. Nada o muy
poco es sino que es hecho, está siendo hecho, está haciéndo­
se, en un sentido u otro, y por esa misma razón, si así lo de­
seamos, si así lo precisamos, podríamos y deberíamos dividir
y separar al mundo de acuerdo con otras categorías, podría­
mos construir otros constructos, otros ítems, otros rótulos con
que bautizar la realidad que se parcela, se crea y se recrea por
los hombres.
El hombre, en general, huye de la filosofía como huye de
sí mismo. Es preferible ignorar nuestras limitaciones, se
piensa, y calmar nuestras inquietudes con cuentos, leyendas,
mitos, magia, divinidades, tradiciones, ritos. Existe una espe­
cie de horror al vacío, una suerte de pudor a la desnudez to­
tal. La filosofía es un reto: «Atrévete a pensar». Atreverse a
traspasar las puertas de la infancia y dejar para siempre el pa­
raíso de confitura, de cintas de colores, de papeles dorados.
Tenemos que crecer pero el crecimiento tanto físico como es­

117
piritual supone un esfuerzo, una crisis, un doloroso esforzar­
se por traspasar un umbral y otro umbral. Es una especie de
búsqueda sin fin en un pozo sin fondo. Pero se alcanzan nive­
les de relativa certeza. Sabemos, por de pronto, lo que no sa­
bemos con seguridad total. Conocemos los límites de nuestra
existencia. Los límites de nuestros poderes. Sabemos tam­
bién que los poderes de los demás dependen de nuestra
aquiescencia, nuestra paciente aceptación.
La filosofía revela y desvela la fatuidad de los poderes
que se nos presentaban como realidades incólumes, irreme­
diables. El poder de los demás es resistible. Es mucho lo que
puede evitarse. Hemos conseguido domar a las fieras salvajes
y todavía ignoramos el arte más elemental de domar a nues­
tros semejantes que se erigen como reyes, gobernantes, pon­
tífices o líderes.
La filosofía desvela la carga persuasiva del discurso, la
tendencia de inercia a aceptarlo todo como está. La filosofía
demuestra dónde radica una buena razón y dónde se encuen­
tran las baratijas.
Una buena razón es la que nos sirve sencillamente, en
cuanto comunidad y en cuanto individuos. Una buena razón
no olvida que somos muchos y que cada uno comporta una
individualidad, sagrada, en el sentido más profundo de lo
sacral.
La filosofía desarrolla en nosotros sentidos y talentos
desconocidos. Vemos, olemos, oímos, sentimos mucho más.
Leemos los mismos libros de antes, escuchamos los mismos
discursos, asistimos a las mismas tertulias, descansamos en
los mismos lugares de recreo, acudimos al mismo trabajo, y
todo mágicamente aparece transformado y trastocado. De
pronto, como en los cuentos de hadas, se nos ha abierto una
posibilidad insospechada. Nos creíamos necios, y aprende­
mos lenta y fructíferamente a hacemos más sabios. Nos
creíamos torpes y lentos, y de pronto desarrollamos una ele­
gante ligereza. Sabemos que sabemos lo que sabemos. Sabe­
mos hasta dónde saben los demás. Y esto, prodigiosamente,

118
nos libera del hechizo que nos hacía frágiles, vulnerables y
manipulables.
Ningún amo, ningún dios podrán hacemos sus cautivos.
Nos hemos elevado mediante la reflexión y el discernimiento
a la categoría de poseedores de nosotros mismos. Guardianes
y protectores de nuestra propia dignidad.
El proceso de convertimos en «filósofos» es lento, sin
embargo, y, sin lugar a dudas, doloroso. Dirán, los que no
comprenden el hedonismo universal, el hedonismo filosófico,
que ningún hedonista en sus cabales debiera recomendar a
nadie esta trasmutación profunda, esta metamorfosis penosa.
Y sin embargo eso es todo y lo único que el hedonismo
desea recomendar. Libramos de las muletas de las consignas
que la tradición, el uso o la costumbre nos han impuesto. En­
señamos a volar, como los trapecistas en lo alto del circo, sin
miedo y sin red, con la caída y la muerte como amenaza, y
con la gloria de nuestra transformación y la liberación de
toda suerte de ataduras como posibilidad.
El hedonismo enseña algo más que a conservar pequeñas
baratijas. Nos embarca en la aventura más arriesgada, en la
que podemos sucumbir, totalmente, o triunfar por completo.
Desvinculamos de la tradición normativa, de los saberes ca­
nonizados, para atrevemos a inventar, descubrir, crear.
Sólo los que no han experimentado jamás el goce de la
empresa filosófica pueden atreverse a dudar que la vida bea­
ta, la felicidad y la sabiduría que nace de la reflexión y el co­
nocimiento de los límites de los poderes y saberes, son una y
la misma cosa. Lamentablemente, los frutos del árbol de la
ciencia no pueden ser valorados ni apetecidos siquiera si no
hemos tenido, acaso, alguna vez, acceso a los mismos. Los
poderes del cielo y de la tierra velan sin descanso para que el
hombre no conozca, no piense, no reflexione, no se enseño­
ree del mundo. Los que ostentan el poder saben o intuyen
que la farsa podría acabarse a poco que los hombres abriesen
los ojos del intelecto, o afinasen su sensibilidad.
El hedonista universal es un enamorado del hombre, del

119
goce, de la satisfacción plena. Por eso paradójicamente está
predestinado a sufrir más que el común de los hombres. Por­
que él sabe que el placer hubiera sido posible y, sin embargo,
está siendo arrojado a la estercolera, alimentando al ganado,
almacenado en sótanos oscuros. Sufre profundamente con un
dolor peculiar en cuyos límites atisba, sin embargo, esperan-
zadoramente el propicio goce llorado.
Y es que, posiblemente, una de las paradojas de la exis­
tencia es que sólo alcanzan el goce aquellos que han reclama­
do su presencia. Los que han padecido en su ausencia son los
únicos que están preparados para filosofar, tarea para la que
como Epicuro decía, nunca somos demasiado viejos, ni de­
masiado jóvenes.
El poder de la filosofía es, ciertamente, el único antídoto
contra todos los restantes poderes. Ella, la filosofía, nos otor­
ga la fuerza moral para transformar las estructuras, los hom­
bres, las «realidades». Sólo cuando contamos con su apoyo
somos algo más que lo que la suerte, la historia, o los condi­
cionamientos geográficos y sociales han querido hacer de no­
sotros.

120
C apítulo XI

APRENDER A GOZAR,
ENSEÑAR A GOZAR

De acuerdo con el hedonismo vulgar, nuevamente, apren­


der a gozar es sumamente sencillo: basta «dejarse llevar»,
como suele decirse, guiado por las apetencias, inclinaciones
o deseos de cada momento. Existen «terapias desinhibidoras»
en las que se permite que el sujeto golpee a otro, lo abrace o
lo torture a voluntad.
Aprender a gozar de acuerdo con tales presupuestos con­
sistiría, lisa y llanamente, en desembarazamos de las normas
que nos han sido inculcadas e iniciamos en una conducta
autóctona que no tomase en consideración sino nuestro pecu­
liar modo de sentir en cada momento y circunstancia. Al
margen de la inviabilidad del proyecto, lo que aquí nos im­
porta es especialmente su moralidad conforme al hedonismo
universalista o filosófico.
Aprender a gozar para un hedonista, en este segundo sen­
tido, es una tarea penosa, fatigosa, continua. Un arco que se
tensa una y otra vez es el hedonista esforzado en aprender el
goce. El goce, por lo demás, no se encuentra en nuestra «na­
turaleza» sino que es sólo mediante la cultura como se hace
posible. Por «naturaleza», es decir, «instintiva» y «espontá-

121
reamente», no seríamos ni siquiera capaces de distinguir la
naturaleza de aquello que no lo es, y mucho menos gozar de
nada «natural» o «artificial», indistintamente. Privados del
lenguaje, que es producto «cultural» y «artificioso» como el
que más, nos incapacitaríamos para la captación, indagación
del placer.
Desde la Vida beata de Séneca, sin olvidar a Epicuro o a
Platón con anterioridad, hasta los últimos proponentes, como
Maria Ossowska, de una felicitología, los hombres y mujeres
cultivados y estudiosos de todos los tiempos han comprendi­
do que el goce, el placer y la felicidad son los temas más pre­
ciosos y los más complicados para la mente humana, a los
que es preciso dedicar un esfuerzo mayor por la complejidad
que entrañan y la satisfacción perfecta que procuran.
Tratados y ensayos sobre la felicidad se han escrito mu­
chos. Como teorías generales sobre la felicidad posiblemente
resultan inadecuados. Los contemporáneos mantienen que no
existe un modelo único de «felicidad», al igual que no existe
un modelo único de hombre, o una «naturaleza» humana se­
mejante para todos por igual. No obstante, conviene ser cau­
tos y no echar en saco roto las enseñanzas del pasado. Quizá
no todos los tipos de felicidad sean iguales, ni todas las «na­
turalezas» humanas idénticas, pero existen condiciones, limi­
taciones y aspiraciones comunes que rebasan los marcos es­
trechos de las contingencias de cada caso. El deseo de sobre­
vivir, el conatus espinoziano que nos lleva a esforzamos por
ser lo que somos, la búsqueda del afecto, la aprobación, etc.,
el temor a la muerte, al dolor o al desprecio. Quizás unos se
entretienen cazando mariposas, otros leyendo novelas poli­
ciacas, otros investigando en el laboratorio, otros profundi­
zando en los textos filosóficos de la Antigüedad. Aparente­
mente se diría que se trata de seres distintos, con apetencias
distintas. Un observador más atento descubrirá, sin embargo,
que entre buscar los móviles de un crimen o intentar descu­
brir de entre la maraña de posibles culpables al autor del deli­
to, y el resolver una fórmula matemática no existen sino dife­

122
rencias de grado que manifiestan de un modo y otro las ganas
de conocer lo que nos intriga o descifrar los enigmas con que
nos tropezamos.
Aprender a gozar, se diría, a simple vista no es algo que
pueda realizarse en el horario escolar sino en el tiempo de
ocio, en aquellos instantes en que apartados de las institucio­
nes y las normas podemos desarrollar las parcelas inéditas de
nuestro yo.
En una buena medida, hoy por hoy, tal aserto es perfecta­
mente cierto. Diríase que desde la primera infancia las insti­
tuciones como la familia o la escuela no parecen haber sido
diseñadas sino para sofocar, reprimir y encarcelar al pájaro
travieso que languidece melancólico en nuestros corazones,
en perpetua prisión. La disciplina escolar rígida, la falta de
alicientes para aprender hace que la infancia, que como decía
Rousseau es la época de la felicidad, se tome un período
amargo. Un sistema de aprendizaje burocratizado se impone
sobre los jóvenes escolares, a los que no se les invita a curio­
sear o plantearse dilemas, sino que, por el contrarío, se les
ofrece catálogos de soluciones a problemas que no se han
planteado o respuestas a preguntas que no han llegado a for­
mular.
Aprender a gozar y enseñar a gozar implican como punto
primero aprender a aprender y enseñar a enseñar. Porque, cu­
riosamente, en el aprendizaje y en la enseñanza, como ve­
hículos de intercomunicación entre los hombres de genera­
ciones diversas, se encuentra uno de los más hondos placeres
que al ser humano, por poco dotado que se encuentre, le es
dado experimentar. Todos hemos sido llamados a nutrimos
del árbol de la ciencia del bien y del mal, a pesar de la maldi­
ción bíblica. Todos queremos conocer cosas, aunque el inte­
rés por un conocimiento u otro puede variar. A algunos les
llama la profundidad de los mares y otros se deleitan resol­
viendo crucigramas o jugando al ajedrez, o una partida de
cartas. Las diferencias, sin embargo, al margen de las que se
derivan del propio proceso de educación o socialización, no

123
son tantas como cabría esperar dada la aparente diversidad de
los intereses humanos. Ocurre, desde luego, que no deseamos
conocer sino aquello que de alguna manera ya amamos, a la
vez que no amamos sino aquello que de algún modo ya cono­
cemos.
La paradoja de la educación es que, por una parte, nadie
puede aprender nada importante si de antemano no le impor­
ta. Y no le puede importar si de antemano no lo aprende. El
dilema con que se enfrenta el educador es el de o bien impo­
ner de algún modo un conocimiento que no es buscado ni
apetecido, o de lo contrarío abandonar a su suerte a cada
cual, de tal modo que se paralizaría el progreso en las artes y
las ciencias con la consiguiente merma de posibilidades para
las generaciones futuras. Y lo que es más, se condenaría a
cada uno a vivir sempiternamente dentro de ios límites prefi­
gurados por su condición social, su pertenencia a una clase u
otra, su entorno cultural.
La tarea de espolear la imaginación, de despertar una afi­
ción por la lectura, la música, pongamos por caso, suponen
un momento primero de «violencia» psicológica. Existe
siempre un instante en que hay que violentar y causar algún
daño momentáneo al estamento discente, a los que tienen que
aprender. Existe un momento primero en casi todo tipo de
aprendizaje en que aparece el dolor. Lo grave, quizás, es que
no se tomen las medidas precisas para que el momento sea lo
más breve posible y el dolor tan soportable como sea factible.
No teme el hedonista en causar algún dolor, sino causarlo
a destiempo o injustificadamente. Si he de comunicar a al­
guien que ha fallecido un ser al que tiene aprecio le estoy in­
fligiendo un dolor y, sin embargo, no tengo escrúpulos hedo-
nistas ya que tengo que hacerlo, debo hacerlo, quizás para li­
brarle de la incertidumbre, tal vez para evitar un dolor poste­
rior más profundo.
El aprendizaje de la vida no es cosa fácil. El atesorar co­
nocimientos, el afinar la sensibilidad, el entrenar el cerebro o
los músculos del cuerpo requieren disciplina, y el hedonista

124
es, en este sentido, rigurosamente disciplinado, en la medida
en que se esfuerza e instiga a los demás a que sean esfor­
zados.
Nada se nos da por nada, sino que cada arte, cada exce­
lencia humana requieren penosas sesiones de aprendizaje.
Tenemos que rodar y rodar para redondear nuestro espíritu.
Ser sacudidos una y otra vez para despertar del letargo. El
mar ha de mojamos una y otra vez, el viento ha de sacudir­
nos en el rostro. Hemos de sudar en la carrera, bañamos en el
arroyo frío. Todo lo hemos de soportar, no como los «heroi­
cos» fascistas, o los rigoristas puritanos que hacen del sacrifi­
cio una meta, un objetivo o una finalidad, en rigor su única
meta, su única finalidad y su único objetivo. Para nosostros,
los hedonistas, el calor de la carrera, o el frío del arroyo son
instrumentos con que templamos el ánimo para hacerlo fuerte
y capaz. Nos capacitamos y nos adiestramos y somos en ello
tan tenaces y sacrificados como haga falta. Pero nuestra meta
rebasa nuestros medios y nuestro instrumental: hacer siempre
las cosas con un sentido. Para nosotros la vida verdadera­
mente tiene sentido, el cual no le viene de un Dios o de nin­
guna causa extrínseca. No existe nada absurdo en el vivir,
cuando para nosotros la vida es una batalla y cada instante
una conquista. Vivimos para gozar y el goce es nuestra meta
nunca alcanzada del todo, pero vislumbrada en el horizonte.
Gozamos ya, con la expectativa de un goce que se incremen­
ta en el tiempo al margen de las dificultades cotidianas, a pe­
sar de los obstáculos que nos quieran poner los demás. Pare­
cemos a veces tristes, angustiados, sumidos en la desespera­
ción. Somos, paradójicamente, los más angustiados de los se­
res humanos porque sabemos que puede o podría conseguirse
el gozo y nos lo quieren quitar, y nos lo arrebatan de las ma­
nos, o como a un globo jubiloso infantil nos lo desinflan de
pronto. Pero ese saber del gozo, ese luchar por el gozo, cons­
tituye nuestra fe y da sentido a nuestras vidas.
Las preguntas conocidas: ¿qué no es dado saber?, ¿qué
nos cabe esperar?, ¿qué debemos hacer?, las respondemos

125
sin demoras, sin dudas. El placer nos reclama, es nuestro,
único amigo, nuestro amante fiel e incondicional. Nos cabe
esperar un mundo donde hayamos suprimido un poco de do­
lor e incrementado un tanto las capacidades de goce propias
y/o ajenas. Lo que debemos hacer es aprender a gozar y a en­
señar a gozar. En este sencillo mandato se resume toda nues­
tra doctrina que es, sin embargo, complicada, compleja, pero
no más que la propia vida que nos mueve a ser libres, igua­
les, solidarios, comprensivos, sabios, ricos en talentos y bie­
nes de toda índole.
Nos sorprendemos ante los que se debaten sin rumbo. O
necesitan de dioses, líderes, causas para sostenerse sobre sus
talones. ¿No es la vida la causa de las causas, no es el goce el
dios de todos los dioses? Una vida sin eternidad es triste pero
no carente de sentido.
Los hedonistas amamos la eternidad. Deseamos la eterni­
dad como la mayoría de los humanos. No una eternidad de
coros celestiales y un Dios todopoderoso como objeto de
contemplación. Sino la eternidad de nuestro cuerpo incorrup­
to y la tierra con sus frutos, y los mares con sus peces y el
viento y la lluvia. Amamos profundamente la eternidad, los
hedonistas. Pero no admitimos el juego de quienes nos chan­
tajean y en nombre de un Dios pretenden que renunciemos a
lo que es causa, objeto y Fin de nuestra existencia: gozar y no
sufrir jamás inútilmente, desprendemos de la vida voluntaria­
mente si la vida nos es incómoda porque nos creemos, y pre­
tendemos ser, señores de nosotros mismos. No queremos
más mandatos que los que nos vienen exigidos por nuestra
propia búsqueda de gozo, ni otras incomodidades que las es­
trictamente necesarias para alcanzar los fines que nos propo­
nemos. No estamos en absoluto dispuestos a dimitir de nues­
tro empeño: aprender la felicidad, enseñar la felicidad. Pues
al igual que no aprendemos ninguna materia enseñable hasta
que nos convertimos en maestros de la misma, el gozo, asi­
mismo, no puede ser aprendido hasta que no nos disponemos
a ser maestros en el gozar. Es decir, hasta que no nos expan­

126
dimos hacia los demás, exultantes con esa extraña pasión de
incendiarios del universo, al que queremos dar calor y luz.
Un mundo que necesitamos que sea feliz, porque la angustia,
la desesperanza, la apatía, la frustración de los demás los
convierte en compañeros aburridos, malintencionados, malé­
volos, que amenazan nuestra paz.
Sabemos que no podremos ser felices en un mundo de
pequeños canallas amargados, de pequeños dráculas chupa­
dores de la sangre ajena a falta de su propia sangre viva.
Creemos en la revolución en la escuela, en el taller, en el ins­
tituto, en la universidad, en las agrupaciones culturales y de
vecinos. Queremos propagar nuestra antorcha encendida y
que el mundo se transforme de este horrible lugar de som­
bras, tristezas, tibiezas, mediocridades, bajezas, malqueren­
cias, en un patio iluminado por la luz de las antorchas brillan­
tes. Imaginamos el mundo como una procesión luminosa de
cirios encendidos en el calor de la noche, mientras el cielo
cubierto de estrellas y una luna radiante apuntan hacia un
alba en que el sol vendrá, compañero en la luz, a completar la
obra. Pero la antorcha, el cirio, la estrella y el sol no nos son
dados de fuera. Somos nosotros mismos que nos mutamos en
cirios, estrellas, soles. Somos nosotros que iluminándonos
iluminamos, calentamos, alegrándonos, traemos alegría, ilu­
sionándonos sembramos ilusión.
La tarea es inmensa y no sabemos por dónde empezar.
Ocurre irónicamente que aconsejamos a los demás acerca de
cómo librarse de su infortunio, su miseria, su pequeñez de
miras, y vueltos a nuestro propio hogar, el hogar de los teso­
ros de nuestros pensamientos y afectos, nos encontramos va­
cíos, temblorosos, tristes. Hemos desplegado nuestra activi­
dad hacia los demás y ahora tal vez sólo el silencio es nuestro
acompañante. Hemos intentado insuflar ilusiones en otros, y
nos hemos quedado desalentados, sintiéndonos torpes, ridícu­
los ante un sueño tan utópico que parece inalcanzable.
«¿Qué cosa es esa que llamas felicidad?», nos ha pregun­
tado el hombre que arrastraba su arado, o su libro de contabi­

127
lidad. Nos han mirado recelosos el campesino y la campesina
mientras se afanaban en la siembra. El administrativo detrás
de sus gafas y su ordenador no ha sido menos escéptico.
La «felicidad» es como el «Amor» o la «Belleza» un
objeto abstracto, y los hombres desean bienes tangibles y
concretos. Que haya buena cosecha quiere el hombre del
campo. Que las redes vengan repletas desea el hombre en el
mar. Que le aumenten el sueldo y las vacaciones quiere el ad­
ministrativo o el funcionario. Que le dejen tranquilo en un lu­
gar apacible sin tener que trabajar, sin tener que esforzarse en
pensar qué ha de hacer mañana, desean otros. Para el político
es el triunfo el que cuenta, o el número de votos y escaños
que obtiene su partido. El ama de casa tradicional desea que
su marido prospere, que le promocionen en su empresa, que
sus hijos sean buenos estudiantes, que haya paz en el hogar.
La mujer caprichosa quiere vestidos, regalos, antojos. La mu­
jer emancipada quiere vivir por sí misma, sin depender de un
hombre para comer o pensar. El adolescente desea afirmarse
y rebelarse contra lo que se le impone. El anciano quiere re­
poso y que el mundo siga igual a como era en sus tiempos.
Pero ¿quién quiere la felicidad? El vino, las vacaciones,
las jóvenes y los jóvenes bellos, la carrera brillante, el sueldo
cuantioso..., el triunfo social, el causar impacto en alguna
persona, o en muchas personas. El dejar una huella imborra­
ble. o el comer y beber, dormir, descansar y trabajar modera­
damente. El charlar con los amigos, tomar unas copas. Pasar
las vacaciones en algún hotel lujoso, en un exótico lugar, o
entre los pinos tranquilos lejos del ajetreo de las ciudades y
las reuniones sociales. Esas y otras muchas, muchísimas, co­
sas quieren mujeres y hombres. Pero ¿quién persigue la feli­
cidad? Cada cual se conforma con conseguir lo que le parece
más valioso, o más factible, o más próximo, y ahí parece ter­
minar su empeño.
¿Cómo enseñar la felicidad? ¿Cómo aprender la felici­
dad?, y sobre todo, ¿cómo enseñar qué felicidad? ¿La de los
sabios platónicos o aristotélicos, la del tranquilo saboteador

128
de placeres pequeños, serenos, que no perturban el ánimo,
como Epicuro propone? ¿La huida del mundo y de los de­
más, procurando autoabastecemos, como nos instiga Scho-
penhauer, incitándonos a hacemos autosuficientes, indepen­
dientes para todo de los demás?
La «felicidad» como el «Amor» son términos demasiado
ampulosos, demasiado pretenciosos, auto-condenados en apa­
riencia a la esterilidad. Por proponerse metas demasiado ele­
vadas parecen abocados a desplomarse fácilmente, torres am­
biciosas como la de la Babel bíblica.
Si un hombre se conforma con medrar en su trabajo o en
su profesión tiene una meta concreta y tangible. Pero el am­
bicioso e inconformista que busca la «felicidad» vive al pare­
cer de quimeras, y es posible que se pase la vida sin saborear
sus frutos.
El hedonismo por supuesto, su aprendizaje y su enseñan­
za, no abocan a la esterilidad. Amamos la sabiduría, los pla­
ceres tranquilos y las emociones fuertes. Somos sobrios y
moderados a ratos, exaltados, apasionados e inconformistas
en ocasiones. Queremos beber el agua sin abandonar el vino;
gozar con los amigos sin renunciar a la soledad y a la amistad
con nosotros mismos. Queremos las pequeñas cosas y las co­
sas más grandes. Las vacaciones junto al mar, los lugares
exóticos, el lujo y la vida sobria. Queremos tenerlo todo, go­
zarlo todo, la fama, la inmortalidad. Queremos que todos lo
quieran, que todos lo gocen, que todos despierten, y además
de sus cosechas, sus sueldos, sus libros de contabilidad, sabo­
reen la música, exquisita tal vez como las cerezas, o un poe­
ma que es como vino espumoso para nuestro espíritu.
La «felicidad» es una pequeña palabra ambiciosa que
apunta al sin fin de objetos que podemos degustar, al mundo
cuasi-infínito de posibilidades que tenemos si desarrollamos
nuestras capacidades dormidas.
Aprender o enseñar la felicidad no es, a la postre, sino in­
vitamos e invitar a los demás a despertar todas las fibras de
nuestro ser, todas nuestras potencias y capacidades para el

129
goce. Se excluyen por supuesto los placeres sado-masoquis-
tas, y no porque son sádicos o son masoquistas, sino porque,
tal como aquí entendemos los términos, tienen poco de pla­
cer, aunque puedan excitamos en algún momento de ocio o
de aburrimiento. Los placeres del sado-masoquismo son pro­
pios del «hedonismo vulgar», aquel que no discierne placeres
y se conforma con cualquier sensación mínimamente agrada­
ble, sin considerarla enmarcada dentro del conjunto general
de las sensaciones y rasgos de una persona y una comunidad.
El goce que el hedonismo persigue afecta al individuo total,
integrado en grupos amplios, que se refieren en última ins­
tancia al conjunto formado por todos aquellos elementos que
resultan ser seres humanos o incluso seres sintientes.
El hedonismo, por tanto, coloca el goce como elemento
decisorio y motriz a la hora de dirigir nuestras conductas,
pero su concepción del goce viene marcada por el carácter
peculiar de las relaciones humanas y las necesidades totales
de los individuos. Si una comunidad de seres sado-masoquis-
tas resultase en su conjunto dichosa y no dañase a ningún
otro conjunto de seres sintientes no existiría ninguna obje­
ción moral al sado-masoquismo. El placer, por supuesto, es
para el hedonista el criterio último, pero, precisamente por
ello, muchos placeres pueden ser rechazados ya que obstacu­
lizan la consecución de más placer para mayor número de
personas. El placer es medido, efectivamente, por el placer.
Como un amor puede ser desechado por otro amor que le
aventaja en profundidad, en fuerza, en pasión, en persisten­
cia, etc.
Los objetores del hedonismo son muchos y se ensañan
con estas versiones matizadas en las que la calidad del pla­
cer, como en otros casos la calidad del amor, aparece en pri­
mer término. Con Moore nos replican que si hablamos de
«calidades» de placer hemos introducido en nuestros juicios
de valor algo que sobrepasa lo puramente hedónico. Ya no es
el placer sino el buen placer lo que realmente es bueno, lo
cual parece iniciar un círculo inevitablemente vicioso.

130
¿Por qué los objetares del hedonismo son tan numerosos,
tan virulentos, tan apasionados defensores de ese algo más,
distinto al propio placer, que desde el Filebo de Platón insis­
ten machaconamente pretendiendo hacemos morder el polvo
de nuestras supuestas contradicciones internas?
Los detractares del hedonismo abundan porque abunda la
mala interpretación del hedonismo universalista al que se le
confunde con el hedonismo vulgar. La gente sana y cuerda,
la que está en sus cabales, piensa y siente y en ello lleva ab­
soluta razón que cualquier placer baladí, como restregarse
las narices o rascarse una oreja, no puede constituir el canon
y la norma suprema de todo valor moral. Ello les lleva a pen­
sar que si aceptan el placer como criterio último estarán con­
denando a la humanidad a una vida «de cerdos», y por ello
protestan con toda la energía de que son capaces, paladines
de un hombre excelente, superior a los puercos.
Ocurre, no obstante que, al igual que el mejor amor, no es
mejor porque es «mejor», sino porque es amor más genuino
y más auténtico, así el mejor placer no es «mejor» sino por­
que es placer más profundo, más real, más persistente, en
suma porque es más placer. Contrariamente a lo que Moore
y tantos contradictores del hedonismo quieren mantener, el
placer se mide por el placer, al igual que el amor se mide por
el amor. Ocurre que ambas son nociones complejas, y nunca
se dan «absolutamente aisladas», ni apuntan a entidades úni­
cas, sino a situaciones, inter-relaciones, etc. Pero a la postre,
cuando en medio de la complejidad de las situaciones mora­
les queremos buscar un norte, una guía, una orientación, el
placer, intenso, persistente, abarcador, lo es todo. Y no es
preciso recurrir, como los detractores pretenden, a nociones
no hedónicas que hagan el oficio de la evaluación de los pla­
ceres como buenos o malos. Por supuesto que el hecho de la
convivencia, confluencia, y convergencia de los unos con los
otros añade un dato más que no puede soslayarse. El hedo­
nismo universal incorpora este dato, este componente univer­
salista, este principio de imparcialidad que combina perfec­

131
tamente con las metas hedónicas. Si cada hombre fuera una
isla, el placer de cada cual sería el criterio último y decisivo.
Cuando, por el contrario, compartimos la misma mesa y la
misma sal resulta asimismo prudente, hedónicamente hablan­
do, compartir el placer que, como el amor compartido, se ex­
pande en la co-participación. Si a mayor placer compartido
corresponde mayor placer, resulta un corolario lógico, inevi­
table, que la convivencia mejor es aquella donde más seres
humanos participan del goce.
Por supuesto que detrás de este hedonismo, como de toda
filosofía o moral, subyace una concepción del hombre y de la
convivencia. Los que piensan que la «felicidad» y el «goce»
no guardan relación con las relaciones inter-individuales, los
que pueden concebir a un conjunto de seres perfectamente
felices ignorantes los unos de las necesidades de los otros, in­
diferentes entre sí respecto a la suerte de cada cual, lógica­
mente no pueden aceptar que el placer o la felicidad sean el
criterio. Y esto es así porque la idea que tienen de un mundo
de seres egoístas disfrutando aisladamente en sus jaulas de
oro les causa un tipo peculiar de convulsión, que no obedece
sin duda sino a principios hedónicos profundamente arrai­
gados.
Resulta, a fin de cuentas, que no nos hace felices pensar
en un mundo de seres egoístas, enclaustrados y «felices». Y
la razón de ese desasosiego ante una perspectiva tal viene de­
terminada por el hecho de que un mundo de seres egoístas y
aislados sería un mundo muy poco feliz, tal como nosotros
sentimos y pensamos, dada nuestra peculiar tendencia a la
simpatía. Si no fuésemos como cuerdas que vibramos al uní­
sono, de acuerdo con la metáfora de Hume, la idea de un
mundo perfectamente feliz y perfectamente moral donde
cada cual gozase aun a expensas de los otros no nos acongo­
jaría.
Los detractores del hedonismo vulgar son la prueba más
patente de que no se puede admitir por la mente humana un
mundo que sea bueno, es decir, agradable y lleno de goces,

132
carente de la solidaridad, donde, como aquí venimos postu­
lando, el enseñar a gozar y el aprender a gozar sean una sola
y misma cosa. Porque los límites de nuestro yo se confunden
con los límites de los otros, el hedonismo universal está en lo
cierto. Si el hombre no tendiese hacia los otros hombres, o si
el encuentro humano no fuese fuente de la más intensa satis­
facción, nada tendríamos que objetar éticamente a las con­
ductas egoístas, sádicas o depravadas. Nuestra repulsa, casi
generalizada, del egoísmo como base de la moral muestra
que en los estratos más profundos de nuestro ser luchamos, a
ciegas y a tientas, por un mundo donde se comparta el placer
y el gozo resplandezca por encima de la discordia.

133
C apítulo XII

LA IMPORTANCIA DEL GOCE


COMO CRITERIO ÚLTIMO

De la «felicidad», ciertamente, sólo sabemos su nombre.


El goce tiene mil facetas y cada hombre puede descubrirlo en
las cosas y formas más inesperadas.
Pero es preciso saber, al menos, que sólo la búsqueda del
goce tiene sentido y que los goces, como los vinos, las playas
y los mares no son todos iguales. Hay goces profundos, pe­
rennes. Existen placeres momentáneos, de corta duración.
Tenemos alegrías míseras que sólo brotan de la satisfacción
de ver a otros insatisfechos.
Hay demasiados seres que sufren con la alegría ajena.
Demasiados, también, que gozan viendo al compañero caído.
Cuando en extrañas ocasiones experimentamos la alegría
profunda, serena de compartir con otros seres cosas, causas,
ideas, sueños, quimeras, fantasías, sabemos o barruntamos
que estamos próximos al placer más singular, al éxtasis más
profundo. Cuando sentimos que algo nuestro es compartido
por alguien, sirve de ayuda a alguien. Cuando nos percata­
mos de que alguien nos nutre y nos alimenta al tiempo que es
nutrido y alimentado por nosotros.
Cuando estas extrañas aventuras ocurren y rotos los mu-

135
ros de contención lloramos y reímos con los otros, con un
nos-oíros apretado. Cuando nos sentimos compañeros de via­
je, víctimas del mismo mal, herederos de la misma condi­
ción. Cuando, en fin, la solidaridad nos amarra con suave
atadura y somos un todo, sin dejar de ser unos, entonces sa­
bemos que hemos tocado fondo y nos dejamos sumergir en el
sueño tierno y reparador.
De la felicidad, a veces, también sabemos algo más que
el nombre. Vislumbramos sus formas. Nos tendemos bajo su
sombra y dejamos que nos cubra. En las tardes calurosas nos
llena los ojos de brisa. En los días de lluvia nos calienta las
lágrimas y las carcajadas.
La felicidad, o la dicha, son las únicas cosas que merecen
ser tenidas, por la simple razón de que todas las cosas que
merece la pena tener poseen su valor y valen o merecen la
pena como canales sobre los que transitamos en busca de la
felicidad que no es, ciertamente, reposo o, al menos, sólo
reposo, sino claro-oscuro, búsqueda-encuentro, encuentro-re-
encuentro, conquista-reconquista. Alcanzar algo para desde
ese algo proyectamos a un objetivo más lejano. Vencer una
dificultad para embarcamos en una nueva aventura más
arriesgada.
La felicidad como meta última consiste en una vida mo­
deradamente agitada, moderadamente febril. Donde la agita­
ción y la fiebre, la lucha y el ansia no engendran desolación,
sino que nos lanzan como desde un trampolín para efectuar
saltos hermosos sobre aguas transparentes.
La «felicidad» es un sueño, un nombre y un desafío:
«¡Atrévete a ser felizl». ¡Atrévete, alma mía, y no te desani­
mes, porque eres humana y en la lucha por la felicidad está tu
felicidad. Nadie vendrá a confeccionarte tu traje a la medida,
sino que habrás de tejer su material y confeccionarlo con tus
propias manos!
¡Cuántos días oscuros! ¡Cuántos golpes! Y, sobre todo, la
niebla, la lluvia, el viento, los días de color gris que se suce­
den y se reproducen a sí mismos. Un largo camino necio que

136
conduce a la nada. Una lucha sin sentido por sobrevivir, por
sobrepasar a unos pocos, por colocamos sobre una tarima
dónde algún fotógrafo benévolo, o unas cámaras amigas,
puedan vemos, reflejamos, reproducimos. ¡Cuánta nada que
conduce a la noche del silencio! El deterioro del cuerpo y del
espíritu. El final de los sueños. Unas pequeñas migajas de in­
cienso, una mísera parcela de poder, algún gotee trivial dis­
frutado furtivamente y al final la larga, la interminable noche
de los muertos.
¿Y esta pequeña cosa llamada vida? ¿Por qué no la deja­
mos crecer? ¿Por qué no explotarla? Tenemos sentimientos,
sensibilidad, y hasta capacidad de raciocinio. En el mundo
hay música y luz. Si nos saltamos las reglas atávicas que nos
impiden hablar afablemente, si olvidamos reglamentos, cos­
tumbres y usos obsoletos, podemos comenzar la tarea de
crear un nuevo orden moral que nos divierta y gratifique a
todos.
La felicidad como criterio último significa poner fin a la
perplejidad estéril y a la pedantería ociosa de quienes niegan
certidumbre alguna y prefieren sembrar dudas y confusión a
reconocer evidencias. Sacerdotes y sacerdotisas de dioses in­
saciables, guardadores de ritos mutiladores, nos siguen gri­
tando nuestra pequeñez, nuestra finitud, nuestra precariedad,
la limitación de nuestras capacidades racionales para discer­
nir y elegir nuestro modelo de vida.
Son feriantes enronquecidos que venden mercancía bara­
ta en mal estado. Se levantan sobre púlpitos a proclamar su
evangelio, a anunciar su «salvación». No permiten que nos
miremos los unos a los otros con serenidad y, sobre todo, que
nos miremos a nosotros mismos, que nos auscultemos. Todo
se ha de hacer por real decreto y hasta se atreven a imponer­
nos su felicidad porque somos incapaces, según ellos esti­
man, de alcanzar por nosotros mismos nada valioso o válido.
La felicidad como meta o criterio último no es, por su­
puesto, la respuesta absoluta y definitiva, o el final de la incer­
tidumbre. Se trata tan sólo de una aventura humana. Y hay

137
hombres que no quieren arriesgarse a emprenderla. Hay hom­
bres que la temen, como temen al amor, a la amistad, y a to­
dos los acontecimientos que producen conmoción profunda.
¡Qué errados los que consideran que la felicidad, el goce,
son metas demasiado comunes, demasiado vulgares, para las
que no se precisa de heroicidad!
Nunca se habrá repetido suñcientemente. Sólo los héroes,
los que quieren desarrollar lo mejor de los talentos humanos,
aspiran a la felicidad. La inmensa mayoría se conforma con
escapar de los golpes más duros del infortunio. O se entretie­
nen en un rincón oscuro de la casa repasando telarañas. O se
agarran, tímidamente, a las faldas del Monarca Mayor, o del
monarca pequeño, para gozar de sus favores, para huir de sus
iras. Pocos humanos se atreven a derrocar toda monarquía,
todo poder absoluto. Pocos traspasan las puertas donde dice
«prohibido el paso». Pocos se dedican a investigar qué parce­
las de placer les son escamoteadas, qué fuentes de goce per­
manecen bajo tierra. Pocos dicen: «justo», «bueno» o «de­
ber»; sólo tienen sentido cuando hacen referencia a las posi­
bilidades humanas de lograr más armonía.
No somos los hedonistas dinamiteros, ni terroristas, que
incendiemos las éticas, que destruyamos morales (al menos
las que se sostienen por sí mismas). Ciertamente, y de segu­
ro, no bombardeamos, sino que protegemos especialmente la
casa del deber. No detenemos nuestra embarcación con la ex­
cusa de que no hay puerto seguro. Hay deberes sagrados a
priori, en un sentido peculiar, es decir a priori o necesaria­
mente válidos en atención a lo que se presenta como condi­
ción humana. A posteriori, por lo demás, porque sólo des­
pués del hombre, y por mor del hombre, tiene el deber conte­
nido, justificación y sentido.
En la casa del deber ponemos orden, limpiamos las ven­
tanas. Corremos los visillos, para que entre la luz. No deci­
mos porque los focos estén fundidos que la electricidad es
inútil.
Somos, los hedonistas, reparadores del tejido moral. Fer­

138
vorosos combatientes anti-relativistas proclamamos que hay
cosas que importan mucho, como que nos den amor, que de­
mos amor, y cosas que son simplemente triviales o baladíes,
como contar con algunos o muchos billetes de banco con los
que poder adquirir mercancías.
Importa saciar la sed, el hambre, mitigar la fatiga, desa­
rrollar el talento, unir nuestro cuerpo a otro cuerpo cálido,
nuestra mente a otra mente inteligente.
¡Hay tantas cosas de valor en el mundo! ¡Y tanta podre­
dumbre, también! Porque no es lo mismo ser pisoteado que
abrazado, calmar la sed que sufrir deshidratación, satisfacer
el apetito que morir de hambre, tener amigos y salud que
enemigos y fatigas o enfermedad. Porque nada es indiferente
sino que el sol que calienta agrada y el que abrasa fastidia, el
agua que refresca es grata y la que enfría molesta, porque no
es lo mismo estar vivo, sano y fuerte que moribundo, enfer­
mo y sin energías, proclamamos valores perennes, firmes, te­
rrenales y humanos pero al tiempo sólidos y duraderos, en
tanto la especie humana sea lo que la ha hecho acreedora de
ser diferente y distinta de todas las demás.
Terrible confusionismo y error el de quienes en nombre de
una supuesta «libertad» humana siembran el caos diciendo:
«como eres hombre eres libre para abrazar la estupidez, para
ejercer como tirano, homicida o explotador». «Todo vale por
igual en el mercado libre de la humanidad. A nadie le es lícito
afumar respecto a nada que es “bueno” o “malo”.»
¡Como si fuera indiferente colaborar con los otros o en­
torpecer su labor, reforzar su voz o enmudecer su lengua, re­
galarles la risa o anegarles en llanto! ¡Como si importase
poco o nada a la razón, al discurso racional, al discurso ra­
cional ético, si lo que hacemos conduce a que haya seres se­
renos, satisfechos, luchadores o individuos serviles, viles, de
cortas miras y acomodaticios!
Va de suyo que ni una sola palabra de lo que aquí se ha
escrito es aséptica. Al menos en este contexto van cargadas
de fuerza, para exhortar, animar, reanimar, expandir la idea

139
que explícito reiteradamente. Pero la fuerza de este discurso
y manifiesto, si la tiene, no procede tan sólo de los recursos
lingüísticos, de las licencias más o menos poéticas. La fuerza
de este manifiesto, la que espero que tenga, radica allá, en el
fondo del discurso, alimentándolo. En sus aguas vive su raíz.
O lo que es igual, este discurso, un tanto deshilvanado,
sólo cobra su fuerza cuando quien lo lee o quien lo escucha
descubre de dónde procede la voz y sabe que la voz proviene
de quien busca amistad y compañía.
La felicidad, esa pequeña palabra, es más que un nombre.
Principio y fin de todas las cosas no es el aire, ni el fuego,
la tierra o el agua. En el mundo de los hombres el goce es
alfa y omega, principio y fin.
¡Nada nos es indiferente! Todo importa y es importante,
y una cosa sobre todo por encima de todo lo demás. Como en
el texto platónico, el Bien es la luz del sol, que todo ilumina,
porque el Bien, en nuestro contexto y lenguaje, constituye el
Goce y el Goce es el Bien, lo único que vale la pena o, mejor,
aquello en virtud de lo cual hay cosas que valen la pena y
otras que es mejor desechar para aligerar nuestro equipaje.
Más allá de la vida y de la muerte, el Goce se alza como
impulso y como metrón. Nada en la vida, ni la propia vida,
tiene sentido si no hallamos en ella un mínimo de gratifica­
ciones.
Por eso nos sentimos legitimados para reclamar a portar
con nosotros la llave que abre y cierra la vida. A elegir el
momento de producir vida y el momento de renunciar a estar
vivos para siempre.
El Goce comunitario es nuestra referencia. Ni los poderes
públicos pueden paternalísticamente interferir, ni los reyes en
la tierra ni los dioses en el cielo poseer poder moral alguno
sobre nuestras decisiones y elecciones reflexivas y maduras.

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ÍNDICE

Prólogo ...................................................................... 9

Capítulo I. La importancia de un manifiesto hedonista . . 13


Capítulo II. Lo que el hedonismo no es ........................ 21
Capítulo ID. Lo que el hedonismo es ........................... 31
Capítulo IV. La felicidad es como un pájaro ................ 43
Capítulo V. La gente ................................................... 59
Capítulo VI. Normas no compulsivas ........................... 71
Capítulo VII. Tesoros, promesas e islas desiertas ........... 81
Capítulo VID. Del dolor de haber nacido ...................... 91
Capítulo IX. Filosofía del poder ................................... 99
Capítulo X. El poder de la filosofía .............................. 111
Capítulo XI. Aprender a gozar, enseñar a g o z a r.............. 121
Capítulo XII. La importancia del goce como criterio último 135

141
ISBN 8 4 - 7 6 5 8 - 2 2 1 - 8

788476 582213

El Manifiesto hedonista constituye sin duda una importante aportación


a la filosofía moral contemporánea, a pesar del tono deliberadamente
anti-academicista con el que la autora se propone en esta ocasión hacer llegar
sus puntos de vista (presentes en gran medida en Razón y pasión en ética,
Anthropos, 1988), no sólo a filósofos o personas familiarizadas con la jerga
filosófica, sino a todo potencial lector inteligente y preocupado por los
dilemas morales con los que nos enfrentamos cotidianamente.
La propuesta central gira en torno a una llamada a la liberación del hombre
frente a tabúes y poderes humanos y sobre-humanos de todo signo.
Liberación no sólo en el sentido negativo de remover obstáculos, sino
también en el sentido positivo del logro del auto-despliegue
y la auto-realización en las vivencias subjetivas y en la convivencia.
El objetivo primordial de este manifiesto es de doble alcance: por una parir,
superar el hedonismo rudimentario y grosero, basado únicamente
en la satisfacción elemental de las necesidades más primarias. Por otra,
de modo muy especial, refutar las teorías de inspiración deontológica,
neokantiana y neopuritana (que, en la actualidad, pretenden ser un correctivo
al hedonismo «vulgar» imperante), tanto por la manera como dichas teorías
se formulan académicamente, como por el desarrollo que las iglesias
e instituciones moralizadoras hacen de ellas.
El «Hedonismo» que aquí se defiende no niega el amor propio, sino que lo
ensancha y lo hace más abarcador. N o rechaza la búsqueda de la comodidad
y el disfrute de bienes de todo tipo (denostados por los puritanos de nuestro
tiempo), sino que redefine «comodidad» y «bienestar» de modo que se ajusten
a aquello que satisface las exigencias de la inteligencia y la sensibilidad. Sus
pilares son dos presupuestos optimistas: a) el hombre virtuoso es el hombre-
feliz y el hombre feliz es el hombre virtuoso (como en Epicuro). Y b) por
añadidura, el hombre encuentra una de sus fuentes más profundas y duraderas
de goce en la lucha por transformar y mejorar la suerte de sus congéneres.
F.1 lenguaje utilizado, cotidiano y contemporáneo, para expresar una filosofía
moral de raíces clásicas, pretende llevar a un público lo más amplio posible
«razones» para defender la causa del hombre y su felicidad.
Esperanza Guisán, profesora titular de Ética de la Universidad de Santiago
de Compostela, ha llevado a cabo investigaciones u n to en el ámbito
de la meta-ética como en el de la ética normativa. Su interés primordial
se centra en la elaboración de una síntesis de las aportaciones de Kant y Mili,
así como del ncokantismo y del ncoutilitarismo. Sus obras más
representativas son: Los presupuestos de la falacia naturalista (1981), Cómo
ser un buen empirista en ética (1985), y en esta misma colección Razón
y pasión en ética. Los dilemas de la ética contemporánea (1986) y Esplendor
y miseria de la ética kantiana (1988).

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