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Finalmente, la familia pide ayuda a Isaac Jacobi, un judío prestamista que también ha sido
amante por muchos años de Helena Ekdahl, quien mediante una especie de truco de magia
engaña a Vergerus logrando, así, salvar a los niños a los que lleva a su casa a descansar y
pasar la noche. Este momento puede considerarse como el tercer acto de la película en el cual
Alexander experimenta un cambio dentro de su actividad como creador de historias, ya que
aquí con ayuda de Ismael, uno de los sobrinos de Isaac que debe permanecer encerrado por
ser considerado un peligro, se da cuenta del poder que reside en la imaginación y el deseo
para modificar la realidad, pues Ismael lo guía en la realización de su deseo -que es la muerte
de su padrastro- mediante el despliegue de una especie de relato que enuncia los
acontecimientos que decantarían en la muerte del obispo, sucediendo así efectivamente.
(Ya terminando con esta larga introducción, preciso apuntar finalmente, que el enfoque de
este análisis se centrará en la figura de Alexander, puesto que, como ya he dicho, en él
cristalizan las formas en las que se configura el conflicto entre realidad y ficción como
también los efectos que recaen en la sensibilidad individual. Lo que no significa, empero,
que omita la experiencia de los demás personajes, pues es importante y productivo incorporar
sus impresiones respecto al conflicto tratado).
Uno de los aspectos más atrayentes de la película, además de todos los detalles
cinematográficos como la configuración íntegra de los espacios, es la permanente sensación
de inquietud producida por la presencia de algo misterioso, un enigma, en definitiva, que
irrumpe en la racionalidad de lo real sin que se pueda simplemente explicar, lo que remite no
solamente a la aparición de fantasmas y situaciones fantásticas, sino también al tipo de
referencias a situaciones vinculadas con la magia de las que no se sabe su origen o
proveniencia lo que contribuye a dispersar un clima de indefiniciones y a pensar en la realidad
como un espacio en el que coexisten varias formas, cuya explicación lógica no implica su
ausencia o presencia.
Bergman no exhibe una concepción uniforme ni homogénea de la realidad debido a que más
de un personaje se encuentra reflexionando desde su punto de vista acerca de este asunto. En
el caso de Alexander, por ejemplo, el conflicto se presenta a partir de las reiteradas ocasiones
en las que contempla la presencia de elementos irracionales, como cuando al principio del
relato ve a una escultura blanca moviéndose y luego al fantasma de su padre. Si bien expresa
miedo, asombro o confusión por presenciar elementos que no debiesen estar, su tendencia se
dirige más bien a aceptar la existencia de ellos, pues no reacciona de manera confrontativa,
ni se muestra perturbado, al contrario, continúa disfrutando de su vida en familia. En este
sentido, la inquietud suscitada por la aparición de estos eventos constata esta diferenciación
entre el plano de lo real y el de lo no real, solo que Alexander evidencia su capacidad para
vivir con ello, tal vez a causa de pertenecer a una familia en la que es común la presencia de
otros mundos o realidades distintas al dedicarse al teatro. Asimismo, esta cercanía se
evidencia en su hábito de construir historias de ficción, es más la primera toma que vemos
de él corresponde a una en la que lo vemos solitario jugando con un pequeño teatro de figuras
en el cual se muestra disponiendo de las acciones de estas según la hipotética ficción montada
en su cabeza, costumbre que se repetirá en otras situaciones en las que relata historias para
sus primos mediante una linterna mágica y en algunas desafortunadas en las que es
reprendido por el obispo Vergérus, incluso antes de que fuera su padrastro, al concebirlas
como mentiras, lo que da cuenta de otra concepción de la realidad manejada por este
personaje, a saber, una más rígida, centrada y disciplinada que excluye a cualquier
posibilidad que no encaje en su modelo. La figura del obispo, asimismo, representa el carácter
severo de una creencia religiosa rígida, que promueve una irreprochabilidad moral y una
rigurosa austeridad. En este mundo no hay lugar para la imaginación de Alexander. En efecto,
es indudable la confrontación que se despliega entre ficción y realidad a partir de los roles de
estos personajes, pero no se trata de negar la ficción en la realidad, sino que son distintas
visiones de lo real lo que se disputa. Por un lado, el obispo defiende una realidad racional
pura enmarcada dentro su creencia religiosa, y, por otro, la familia Ekdahl percibe una
realidad que se encuentra fracturada por la irrupción de estos elementos que no corresponden
al paradigma racionalista de lo real, al convivir con actividades que traten sobre el ejercicio
creativo y que, por lo tanto, incumban principalmente a la imaginación. En este sentido, el
concepto que se contrapone a lo real no es la irrealidad misma, tampoco la locura, sino aquel
en el que cristalizan la presencia de elementos fantásticos como los fantasmas, inexplicables
como la magia, imaginarios como la literatura. En definitiva, es la negación de esta
coexistencia de lo real y la fantasía la que no se acepta por el obispo y que deviene en un
extrañamiento y confusión acerca de la constitución de lo real y que afecta la constitución de
la identidad de algunos personajes.
Por ejemplo, las figuras de Helena y Emilie Ekdahl, abuela y madre respectivamente, ambas
actrices, manifiestan una inquietud al reflexionar sobre su identidad debido a la complejidad
que supone definirla luego de dedicarse al oficio de la representación de otros personajes.
“Todo actúan sus papeles” dice Helena y advierte que “algunos los actúan con negligencia y
otros con gran cuidado” situándose ella entre los últimos. En otra escena le expresa al
fantasma de su hijo Oscar que “todo es actuar”, “algunos papeles son agradables, otros no
tanto. Un papel sigue a otro. La cuestión es no irse opacando”, es decir, Helena percibe que
en la vida y sociedad todos tienen roles que deben interpretarse de manera cuidadosa y que
estos no son fijos, sino que mutan de acuerdo con las eventualidades que acontezcan en la
vida. Sin embargo, más tarde en la misma escena piensa en el papel que tuvo que interpretar
al experimentar la muerte de su hijo y dice: “ese fue un extraño papel. Mis sentimientos
venían de adentro de mi cuerpo y, aunque podía controlarlos, se rebelaban, ¿me entiendes?
La realidad se ha quebrado desde entonces y, curiosamente, así se siente mejor”. En efecto,
se trata una realidad invadida por simulaciones y máscaras que de a poco van desplazando y
confundiendo la identidad de esta actriz, pero que luego del fallecimiento de su hijo se
fractura, ya que el dolor por la pérdida le permite cavar entre sus máscaras y encontrar su
auténtica interioridad, la que logra conectarla con una identidad libre de máscaras porque
¿qué más real que la muerte? Similar es el caso de Emilie, quien también es consciente del
impacto de vivir entre simulaciones, pero de un modo menos optimista que Helena. En una
escena en la que está junto a su nuevo esposo, le dice a este: “Dices que tu Dios es el dios del
amor. (…) Mi dios es tan diferente, Edvard. Él es como yo, sin forma ni cuerpo. Soy una
actriz, suelo llevar máscaras. Mi dios usa cientos de máscaras. Nunca muestra su cara real, y
nunca puedo mostrarle a él o a ti mi verdadero rostro”. ¿Recuerdan cuando Helena menciona
que algunos interpretan sus roles con negligencia? Bueno, el caso de Emilie podría ser
ejemplo de esto como consecuencia del conflicto de identidad que atraviesa y manifiesta
mediante el comportamiento errático que aborda luego de la muerte de su marido y deviene
en su compromiso con el obispo, alguien bastante distinto a su personalidad.
En este sentido, la supuesta disociación entre ficción y realidad que tanto defiende e impone
Edvard Vergerus es impertinente, pues no se deja de indicar en la película la coexistencia de
ambas en un mismo espacio en el cual ambas se influyen. Aunque claro, para él no se trata
solamente de construcciones ficticias ya que las estigmatiza al valorarlas como mentiras. No
a todas, claramente, ya que reconoce que la “La fantasía es una cosa espléndida, una fuerza
poderosa, un regalo de Dios. Se le confía a los grandes artistas, escritores y músicos”, pero
por alguna razón no sitúa a Alexander dentro de esta categoría de artista. Al contrario, pues
le exige que distinga entre fantasía y realidad de manera peculiar ya que estima estas
categorías conforme a la mentira y verdad respectivamente: Puedes decirme, puedes quizá
explicarme, ¿qué es mentira y qué es verdad? Lo que complica aún más la situación al ubicar
la realidad en el lugar de lo verdadero, pues evidencia el sustrato ideológico que subyace en
esta defensa de lo real imponiéndose sobre otras formas de entendimiento.
Sin embargo, pese a la represión violenta que el obispo acomete sobre su hijastro, este jamás
adopta una postura sumisa ni abandona su actitud confrontativa. De hecho, durante su
residencia en la casa del obispo su ejercicio creativo evoluciona hasta alcanzar su
culminación en la casa de Isak luego de ser rescatado junto a su hermana. Ciertamente, en
una conversación que acontece mientras Vergerus reprende a Alexander, éste le expresa que
ha progresado en su calidad de “mentiroso”, ya que las historias que construye en ese
momento son más elaboradas y se encuentran estrechamente relacionadas con la realidad,
puesto que involucran al obispo en un crimen cometido, supuestamente, en su matrimonio
anterior en el que mueren dos niñas. En este sentido, se podría afirmar que Alexander se
percata ínfimamente de este poder de incidencia de lo imaginario en la realidad, para luego
en la casa de Isaac darse cuenta de que es posible modificarla mediante el deseo y la
imaginación. Lynda Bunstzen sostiene en “Bergman's "Fanny and Alexander": Family
Romance or Artistic Allegory?” (1987) que: “Cuando Alexander se ve obligado a mudarse a
la casa de Vergerus aprende a ser un mentiroso exitoso, y que cuando llega a la desordenada
tienda y departamento de curiosidades de Isak, un espacio que es propicio para la
imaginación, mediante la figura de Ismael enfrenta sus potenciales poderes como artista-
mentiroso, capaz de proyectar sus fantasías en la realidad” (91). Con todo, Bergman se rehúsa
a resolver el conflicto entre los distintos mundos, la del artista o la del hombre ascético-
religioso, ni se inclina por uno en detrimento del otro, más bien se decida por una confluencia
entre estos en la cual Alexander queda suspendido, pues si bien consigue la muerte de su
padrastro mediante la proyección e incidencia de sus fantasías/deseos en la realidad, luego
se presenta su fantasma anunciándole que jamás se librará de él.
Ahora bien, para responder la pregunta acerca de por qué interpretar este conflicto desde una
perspectiva barroca, es pertinente definir en primer lugar lo que se entiende por este concepto.
No pretendo, en todo caso, hablar sobre su origen, ni de las variadas formas en las que se ha
entendido y utilizado, muchas veces de manera peyorativa, debido al tiempo del que se
dispone, pero espero que mediante esta lectura se aborde por lo menos el espíritu o fuerza
que hace de una obra, una obra barroca.
En vez de entender el Barroco como un concepto de época definida en la historia, que sería
principalmente el siglo XVII, prefiero tomarlo como un término procedente de la historia del
arte, que designa un estilo que marca una diferencia sustancial respecto al arte clasicista, ya
sea en la concepción de obra de arte como producto de la idea del artista y no meramente
como una reproducción mimética de la naturaleza, como también en la sustitución del
equilibrio y centralidad del objeto artístico en el clasicismo por un arte acumulativo en el que
predomina la experiencia sensible, el entendimiento y la imaginación tendiendo hacia lo
desmedido que no exhibe simplemente una ausencia de centro sino más bien “una operación
de descentramiento [en la que se dispone una] deformación de estilos y formas previamente
dispuestos y disponibles desde sus límites” (Rojas 172). Asimismo, el carácter caótico o
desordenado del Barroco debido a la coexistencia de fuerzas opositoras que se confrontan sin
que el conflicto se resuelva implica que “la representación no es ya el lugar de la conquista
de lo real [sino] más bien el lugar del extravío, del desborde y del desvío de la subjetividad,
un desvío que la hace, por lo mismo, más intensa (170). Igualmente, Clasicismo y Barroco
se distinguen en el tratamiento del problema del ser y de la identidad, ya que este “piensa la
existencia del hombre siempre en relación a fuerzas y órdenes que la cruzan y la exceden”
(169). En efecto, el ser no corresponde a algo estático ni resuelto, por lo que su representación
tampoco puede ser cerrada, sino más bien dinámica. Siguiendo las ideas de Eugenio d’Ors,
Sergio Rojas enuncia la posibilidad de afirmar que “hay en el movimiento algo que no es
humano, al menos en el sentido en que el clasicismo entiende lo humano conforme al primado
de la razón, y por ende, de la medida y la determinación” (169). Sumando a esto la
confrontación entre ficción y realidad, no sería descabellado desprender una lectura desde un
punto de vista barroco, considerando sobre todo el modo en que se manifiesta y repercute
dicha contraposición. La pregunta por la representación no esta fuera de esta película en la
que se presentan los temas de la simulación, el engaño y la teatralidad como elementos que
configuran la realidad de los personajes y que, por tanto, afectan el modo en que la
comprenden. Una concepción que no deja de ser problemática ni inquietante, pues repercute
principalmente en la forma en la que se sitúan dentro de esa realidad. La complejidad de
portar una identidad, pero representar otra y de no distinguir realmente los límites de lo
auténtico y la apariencia remite a esta relación barroca en la que se manifiesta el contraste
entre lo profundo y lo aparente. La pregunta por aquello que constituye lo real atendiendo a
su carácter dinámico y, por lo tanto enigmático supone la posibilidad de que surjan
fenómenos que no se puedan anticipar, calcular ni explicar, lo que también es un rasgo
barroco que se contrapone a la cosmovisión ordenada y definida del universo que pretende
el discurso racionalista. La imaginación, en este sentido, es una expresión de esa elaboración
de imágenes y formas verosímiles que no pertenecen necesariamente al discurso de lo
verdadero y que, por lo demás, es necesaria para la construcción del arte concebido ahora
como un producto proveniente del artista, quien precisa de la fuerza y el poder de la
imaginación para crear, lo que se refleja en la figura de Alexander, para quien el ejercicio
creativo es inherente, como también en las reiteradas referencias hacia obras literarias que
ejemplifican la pulsión creativa y el modo en que conviven realidad y ficción.
Por último, es pertinente incorporar el concepto de pliegue trabajado por Gilles Deleuze en
El pliegue. Leibniz y el Barroco (1988) dentro de esta observación, ya que alude precisamente
a una operación propia del Barroco. En efecto, la idea en torno al pliegue refiere al carácter
duplicado del mundo, es decir, a su “articulación entre lo sensible y lo suprasensible, entre
lo material y lo ideal” (193), como también a ese punto de inflexión en el que se encuentran
ambas dimensiones o fuerzas opuestas que al encontrarse conviven. Como sostiene Sergio
Rojas, son particularidades del Barroco esas polaridades que remiten a lo exterior y el
interior, lo que aparece y lo que todavía permanece oculto, lo claro y lo oscuro que se
tensionan en este lugar de coexistencia. Ese lugar en el filme de Bergman es el arte y el
artista. Alexander es ese punto de inflexión situado entre esos dos mundos supuestamente
separados, pues transita por ambos y se concibe a sí mismo en ese tránsito entre lo real y lo
imaginario que no se resuelve en una forma positiva o negativa, pues el sujeto no se encuentra
unificado, centralizado ni estático, sino dispersado y en constante conflicto con su realidad.
Alexander queda suspendido entre ambos mundos y en este tránsito no consigue tranquilidad,
ya que jamás podrá librarse del fantasma de su padrastro.
Pasando al plano significante, en el lenguaje cinematográfico de la película lo barroco se
manifiesta en la manera en que se configuran los distintos espacios que se habitan durante el
relato. La casa de los Ekdahl, por ejemplo, se caracteriza por presentar profundidad de campo
que juega con esta relación de profundidad y apariencia con la que trabaja el estilo en
cuestión, y por la presencia de múltiples elementos decorativos que en más de una ocasión
afectan la percepción de Alexander, como cuando percibe el movimiento de la escultura. De
igual forma, la multiplicidad y dinamicidad acontece en la aparición de muchos personajes
moviéndose en actividades diferentes, cruzándose sin cesar mientras el ruido de risas, juegos
y las ocupaciones de la servidumbre coinciden. Asimismo, la elección estridente de los
colores es también significativa, pues permanece como telón de fondo que acompaña la
situación mencionada. Similar es la tienda-apartamento de Isak, e incluso intensifica estos
rasgos hasta el punto de conformar un espacio laberíntico en el cual es fácil perderse debido
a la acumulación de cosas que están dispuestas a la venta, muchas de ellas estrechamente
relacionadas al mundo del teatro, puesto que son marionetas que confecciona Aron, uno de
los sobrinos de Isak. El palacio del obispo Vergerus, en cambio, es todo lo contrario. Se
distingue por la desnudez de sus paredes y las tonalidades grises del ambiente. Las
habitaciones prácticamente no tienen muebles ni objetos, lo que en conjunto, configura un
espacio frio y desolado, sin estímulos que despierten la imaginación. El aspecto teatral, por
otro lado, que tiene que ver con la cuestión de la simulación, el engaño y la ficción, también
se manifiesta de manera reiterada en el lenguaje cinematográfico, mediante la presencia de
mini teatros y la linterna mágica con la que juega Alexander, las marionetas de Aron, el hecho
de que la familia se dedique a la administración de un teatro y a la actuación y las múltiples
puestas en escena que pueden considerarse como teatrales debido a la posición espacial de
los personajes y la disposición de la escenografía que suponen una mirada del espectador
semejante a la que se presencia en un teatro. La estructura argumental, asimismo, guarda
relación al poder organizarse en actos. En conjunto, mediante todos estos artificios se está
dando cuenta de la operación en la que se lleva a cabo una representación y se consigue
incorporar al espectador en este juego en que la realidad se presenta compleja y engañosa.
El fantasma, por su parte, también despliega todo un ejercicio reflexivo propiamente barroco,
puesto que da cuenta de la existencia de estos otros mundos posibles, de la engañosa
suposición de la existencia de una sola realidad. Es también ese punto de inflexión entre lo
presente y lo ausente, puesto que su calidad de espectro se constituye gracias a su muerte y
desaparición del plano de lo real, es decir, el fantasma es una presencia que remite a una
ausencia, constatando así esta naturaleza contradictoria que es parte del Barroco.
Ya finalizando, me atrevo a sostener que el carácter barroco de la película no se sostiene
simplemente a partir de los contenidos temáticos ni por las formas que tienden hacia la
acumulación de detalles y la exageración, sino que a lo que subyace a esta configuración. En
efecto, el problema en torno a la conformación de la realidad que resulta a partir de la
irrupción de elementos fantásticos y que se traduce en una coexistencia de elementos
opuestos, afecta el modo en que los personajes constituyen su identidad y se sitúan en su
realidad. La fractura de lo real, por lo tanto, se manifiesta de manera dinámica y enigmática,
y podría ser expresión de la disgregación interior del hombre (Rojas 170). En efecto,
Alexander manifiesta una contradicción que se evidencia en su posición como punto de
inflexión entre dos dimensiones distintas, pues es un lugar que le permite desarrollar su
inherente capacidad creativa, pero también es aquel que le muestra y le recuerda la
imposibilidad de librarse de su agente atormentador. Así, tal como Helena le lee a su nieto
un pasaje de la obra El sueño (1902) de August Strindberg, “Cualquier cosa puede pasar.
Todo es posible y probable. El tiempo y el espacio no existen. Sobre la frágil base de la
realidad la imaginación teje su tela y diseña nuevas formas, nuevos destinos”.