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Forasteros

Por Robert Denton III

Los sacerdotes no sabían que era lo que había enfurecido al kami del Santuario del Estanque
Hōseki, solo que sus vidas habían estado en peligro mortal cuando les expulsó de la sala de
oración. Describieron el incidente con gran detalle: ofrendas en llamas, pergaminos lanzados
de las estanterías, iconos de porcelana destrozados, y la viga rota que estuvo a punto de aplastar
al pobre Kichi. Desde entonces, cualquiera que entraba era atacado por fuerzas invisibles. Los
sacerdotes estaban desconcertados. El espíritu consagrado nunca había actuado de aquella
manera antes. Pero tal y como se recordó Kosori, sólo eran sacerdotes laicos. No podían percibir
al kami al que servían, mucho menos discernir qué habían hecho para ofenderlo. Esa era potestad
única de los shugenja. Así que se retorcieron las manos inútilmente y esperaron a que llegase un
Isawa.
Isawa Kosori no Kaito puso una mueca de dolor ante la carta mientras la leía de nuevo. Ella
y los demás guardianes debían descubrir cuanto pudiesen y mantener a salvo a los testigos, pero
en última instancia sus instrucciones eran esperar a la llegada del shugenja.
Dentro de diez días.
Se oyó un estruendo en la sala de oración. Otro artefacto, o una parte del propio santuario,
destruido por la ira del espíritu. Kosori suspiró. Quizás era una suerte que hubiese perdido la voz
de forma permanente. De aquella forma, no podía decir nada vergonzoso.
Miró a sus asistentes, dos guardianes de santuario Kaito, familia vasalla de los Isawa, mientras
intentaban tranquilizar al trío de afligidos sacerdotes. Uno le lanzó una mirada exasperada, y
Kosori se la devolvió. Cada día, la ira del kami aumentaba, así como la violencia de sus acciones.
¿Qué quedaría para cuando la ayuda llegara finalmente? Pero había poco que hacer al respecto,
ya que los desequilibrios elementales en las tierras Fénix habían hecho que los Isawa tuvieran que
presentarse en zonas de toda la región.
Kosori arrugó la carta al apretar el puño. ¡No puedo perder el tiempo esperando! Tsukune-
sama no esperaría. ¡Se lanzaría a un edificio en llamas en vez de quedarse de brazos cruzados!
Pero sin un shugenja, había límites a lo que podía hacer. Los Kaito eran guardianes de san-
tuarios, entrenados para ayudar a los sacerdotes y proteger los templos. Su vocación era la de
guardianes: protecciones, amuletos, medicinas, folklore, la lucha contra espíritus malignos. Si se
alcanzaba el pináculo de su arte, uno podía convertirse en un altar viviente en el que los kami
podían habitar. Pero no tenían el don de los Isawa. No podían entrar realmente en comunión
con los espíritus.
Y aunque pudiera, sus órdenes eran claras. Era una mera vasalla de los Isawa. Incluso con su

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nuevo puesto en la familia, ¿podría desafiar tan audazmente a sus amos?
Cerró los ojos. Por favor, Isawa Kaito, honorable ancestro, ¡guiad a vuestra humilde sierva!
Un relincho captó su atención. En el lado no consagrado del encarnado arco torii, un hom-
bre alimentaba a su caballo en el humilde establo reservado para los viajeros. Tenía una nariz
ganchuda y una mandíbula angulosa, y los ojos de un intenso color castaño que combinaban
con su cabello. En el hombro de su kimono púrpura podía verse un pergamino desplegado de
color blanco. Kosori recordaba el mon, el símbolo de la familia Iuchi, los shugenja del Clan del
Unicornio. Su caballo cogió un rábano de la palma de su mano y él lo acarició en su largo hocico,
y luego hizo una serie de gestos rápidos. El caballo observó los movimientos con ojos profundos.
Sólo había pasado un mes desde que se había marchado de la Capilla del Acantilado. Maezawa
había hecho lo que pudo como curandero, pero el ki del propio meridiano había quedado inte-
rrumpido. Para cuando la herida sanó por fin, Kosori había perdido completamente la voz. La
cicatriz estriada que tenía en la garganta resultaba evidente.
Ahora hablaba con las manos. Todavía estaba aprendiendo, por supuesto. El lenguaje era
tan complejo como el rokuganés hablado, pero totalmente distinto. Llevaría años dominarlo
por completo. Pero sabía lo bastante como para reconocer que el Unicornio le había pedido a su
caballo que no se moviera demasiado en el establo. Le estaba hablando con las manos.
Pocos en el país conocían aquel lenguaje de signos. Recordó los largos días pasados en silen-
cio, rodeada de gente, pero incapaz de conversar con ellos. Era muy solitario. Ver ahora a aquel
forastero hablar como ella lo hacía....
Tenía que hablar con él.
Kosori nunca había visto un caballo de cerca. Lo miró con asombro mientras se acercaba.
Aquellos animales no eran delicados con los caminos y aumentaban el coste de su manteni-
miento, por lo que sólo se expedían cincuenta permisos de viaje cada año que permitieran el
paso de caballos por tierras Fénix. Que este hombre hubiera obtenido uno delataba su posición.
El desconocido finalmente se dio cuenta de que se había quedado mirando fijamente a su
montura. Trazó una línea hacia su propia cara y agitó los dedos, como si sostuviera un abanico.
—Es hermoso —había dicho. Esperó, conteniendo la respiración. El hombre la observó con el
ceño fruncido. El corazón le dio un vuelco. Tal vez no la entendería después de todo.
Pero entonces sonrió. —Es hermosa —contestó él, dando palmaditas al flanco del caballo—.
Su nombre es Mayu.
Una sonrisa se extendió por el rostro de Kosori. ¡Por fin! Alguien más con quién hablar
aparte de sus asistentes y su sensei. Trazó su nombre en el aire, dibujando el kanji al revés.
—Saludos, Kosori-san —contestó—. Yo soy Iuchi Takeya —mientras ella se inclinaba, él
levantó repentinamente su mano abierta. Kosori le miró confundida, sin saber qué hacer.
Takeya retiró la mano con una risa nerviosa. —¡Ah, mis disculpas! La costumbre —algo en su
risa y en la forma en que sus ojos centelleaban la hizo sonrojarse—. A veces se me olvida.
Otro Isawa habría considerado descortés la forma en que mantuvo la mirada posada sobre

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ella, así como su carácter campechano y directo. Pero Kosori no. En la ciudad todos eran edu-
cados, y la cortesía obligaba a no mirar directamente a nadie. Como ella hablaba por gestos, si
nadie la miraba se volvía verdaderamente muda. Se pasó días deseando que alguien fuera gro-
sero, y la mirase.
—Es la primera vez que vengo a estas tierras —confesó—. ¿Sois de por aquí?
Kosori carecía del vocabulario para responder, así que sólo señaló el horizonte, donde las
lejanas montañas de la provincia de Garanto se encontraban bañadas por el azul del cielo, apenas
visibles.
Él se río. —Ah. Eso está un poco lejos de donde voy.
—¿Emprendiendo el peregrinaje? —se las arregló para indicar.
Los Fénix y los Unicornio tenían un acuerdo, que llevaba vigente casi trescientos años, por el
que los samuráis Unicornio podían viajar libremente al Monasterio del Ki-Rin del Clan del Fénix
sin necesidad de papeles de viaje. No existía ningún otro acuerdo como aquel en el Imperio, una
señal de amistad entre los dos clanes.
El hombre asintió con la cabeza. —Sí. Pero antes de poder continuar, debo hacer ofrendas
aquí, tal como hicieron mis antepasados —suspiró—. Por desgracia, parece que nadie puede
entrar. No pude evitar oír los problemas de vuestro santuario.
Kosori frunció el ceño. Por su propia seguridad, los sacerdotes no dejaban entrar a nadie
mientras el kami siguiese airado. Pero Takeya era un Iuchi, un shugenja. ¡Sin duda sería diferente
en su caso!
Takeya acarició distraídamente la melena color azabache de Mayu. —Me ofrecí a ayudar,
pero... —una sonrisita torció sus labios—. Bueno, parece claro que los sacerdotes preferirían a
un Isawa.
La mente de Kosori se puso en movimiento. Preguntó con las manos: —Pero ¿ayudaríais si
se os pidiera?
—¿No es ese el deber de un shugenja?
Aquello zanjó la cuestión. Kosori dio una palmada. Sus asistentes aparecieron al instante.
Mientras se arrodillaban, intentó no sonreír ante el asombro mostrado por Takeya. —No pode-
mos esperar más. Llevaré a este hombre conmigo al santuario. Apaciguaremos al kami. Ocupaos de
la seguridad de los sacerdotes.
—Kosori-sama —dijo uno de los asistentes—, nuestras órdenes son esperar la llegada de los
Isawa.
Ella sacudió la cabeza. —Nuestras instrucciones decían que “esperáramos la llegada de shu-
genja” —señaló a Takeya—. Tenemos a un shugenja aquí mismo.
Los dos guardianes sonrieron.
Cuando se fueron, Takeya le dirigió una mirada tímida. —Por algún motivo, tengo la impre-
sión de que sois más de lo que aparentáis, Kosori-san.
Ella le devolvió la sonrisa y fue a buscar su arco.
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Kosori retrocedió contra el peso de Takeya al caer al suelo. Un sólido golpe sacudió la cámara
inmediatamente después. Una viga se había estrellado contra el suelo, astillándola y esparciendo
las ofrendas. Kosori parpadeó hacia la viga de madera. Si Takeya no hubiera actuado tan rápido,
le habría aplastado.
—¿Estáis bien? —preguntó el Unicornio mientras se levantaba.
Ella le agarró del cuello de la chaqueta haori y tiró de él, obligándole a tumbarse de nuevo
justo a tiempo para esquivar una lámpara de aceite que voló por los aires, se estrelló contra la
pared y la cubrió de llamas.
Takeya corrió para apagar el fuego, sofocando las llamas con su haori. Kosori se puso en pie
y buscó una protección en su obi. Cuando sus dedos rozaron el papel, el aire se tornó viciado. El
espíritu había desaparecido.
Cojeando, recuperó el ofuda de papel que había dejado en el centro de la habitación. La
superficie era impecable, la palabra de poder estaba inscrita perfectamente. Debería haber ligado
el espíritu a esta cámara. ¿Qué había salido mal?
—Supongo que a la tercera no siempre va la vencida —dijo Takeya con gesto distraído.
Kosori hizo una mueca de dolor. Había ofrendas destrozadas esparcidas por la sala interior,
cuerdas shimenawa cortadas y quemadas, y la kamidana, la estantería y el altar que mostraba los
símbolos del kami, estaba tirada en el suelo, los artefactos rotos. Había presentado una ofrenda
en tres ocasiones, cada vez con más medidas de seguridad y protección. Y cada vez se había des-
atado una conflagración.
—Los kami nunca atacarían a un Kaito —dijo por signos—. Nunca.
Takeya arrugó el rostro ante las vigas derrumbadas. —Como vos digáis.
Bueno, no podía explicar aquello del todo. Aunque su familia disfrutaba del favor de los
kami, nunca se había encontrado con uno tan enfadado. Tal vez había un límite al afecto natural
que tenían los kami hacia los miembros de su linaje.
Takeya meneó la cabeza al ver la kamidana caída. El pergamino que llevaba el nombre del
kami yacía arrugado a sus pies. —Esto no tiene sentido. Actúa como un kami invocado en todos
los sentidos, excepto que no nos responde —un destello azulado entre los dedos del hombre
llamó la atención de Kosori. Estaba jugueteando con una baratija extraña—. Si así es como se
escribe el nombre del kami del Estanque Hōseki, entonces su verdadero nombre debería ser...
Se detuvo, siguiendo la mirada de Kosori. Rápidamente cerró la mano alrededor del amuleto.
Ella no sabía cómo dar forma a su pregunta con las manos, así que la escribió en una hoja con
tinta derramada. ¿Eso es meishōdō?
Takeya se quedó en silencio durante un buen rato. Los huesos de ella temblaban bajo su piel
ante su mirada. Estaba juzgándola, estudiándola. Finalmente asintió, y sacó la baratija para que
la viera: nublada, engastada en bronce, y pintada con letras extrañas.
—Hace mucho tiempo, mis ancestros catalogaron los auténticos nombres de todos los kami

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consagrados a lo largo del camino hacia el Santuario del Ki-Rin. Este es el amuleto del kami del
Estanque Hōseki.
La pequeña baratija se movió ante sus ojos. Lo único que sabía del meishōdō era lo que otros
le habían contado. Que era hechicería, un método por el que los Unicornio daban órdenes a los
kami contra su voluntad y sin ofrendas. La idea de que este Iuchi pudiese obligar a cualquiera de
los kami consagrados a lo largo de su ruta le helaba la sangre y la llenaba de pavor.
Kosori indicó —¿Les daríais órdenes?
Sus ojos marrones se giraron hacia el amuleto de la palma de su mano. —El meishōdō es
mucho más que eso. Al invocar el auténtico nombre del espíritu, alguien con el entrenamiento
adecuado puede utilizar el amuleto para comunicarse directamente con él —lo agarró como si
fuera un collar de cuentas de oración—. Esperaba poder hablar directamente con el kami de este
altar. Iba a preguntarle...
Una vacilación. —...si conoció a mi padre —su expresión se suavizó—. Cómo era...
Sus palabras conmovieron a Kosori y la llenaron de vergüenza. Y pensar que había sospe-
chado de sus intenciones, de alguien que había arriesgado su vida y su bienestar para restaurar el
equilibrio de un altar en las tierras de un desconocido.
El Unicornio hizo una mueca de autodesprecio y se le encarnó el rostro. —No es importante.
Por favor, olvidad que dije nada.
Kosori se movió hacia estar dentro de su ángulo de visión. —Sé lo que se siente —y luego,
tímidamente—. Espero que obtengáis una respuesta.
El hombre asintió, metiendo la baratija en su kimono. —Gracias.
Se hizo un silencio incómodo, y luego tosió. —Bueno —señaló a las ofrendas quemadas—. Es
curioso que el kami del Estanque Hōseki se manifestara como fuego, ¿no creéis?
Sí que era curioso. El kami era en realidad el espíritu de la niebla suspendida sobre el estan-
que. Era más fuerte por la mañana, cuando el rocío cubría las petasitas. Nunca podría manifes-
tarse como llamas.
La voz de Tsukune resonó en la mente de Kosori. El desequilibrio elemental se inclina hacia los
kami de Fuego. Se manifiestan incluso con pequeñas ofrendas. El consejo dice que esta es la causa
de la sequía, del calor intempestivo...
Un golpe. Takeya se giró. Otro más, desde lo más profundo del santuario. Se miraron a los
ojos y asintieron. Recogieron sus cosas y se abrieron paso con cautela hacia los sonidos.
El santuario interior era un balcón alto con vistas a un estanque pantanoso. Serpentinas de
papel revoloteaban en los árboles que rodeaban las aguas. El cielo vespertino pintaba las tibias
aguas de colores ardientes, y el claro estaba cubierto por una espesa neblina. Kosori sintió la
humedad en la cara y el vello erizado de sus antebrazos. Ante la ausencia de insectos y del croar
de las ranas, sólo escuchó un extraño zumbido que le provocaba un picor en el oído interno.
—Aquí hay algo —dijo Takeya nervioso.
Con un estallido ensordecedor, uno de los árboles se rompió, como si lo hubiera impactado

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un rayo. Kosori se sobresaltó, y el corazón pareció saltarse varios latidos. Fue entonces cuando
se dio cuenta de las marcas de quemaduras a lo largo de las piedras y de las ramas caídas que
bordeaban el estanque. Eran las cicatrices de una batalla.
Unas ondulaciones recorrían la superficie del estanque, como si una pequeña mano estuviera
trazando líneas en el agua. Luego vino otro estallido, otra rama de árbol que se estrelló contra el
suelo. Takeya volvió a sacar su baratija y agarró el amuleto por la cadena. Colgado, comenzó a
balancearse suavemente.
Los ojos de Kosori saltaron del amuleto al estanque y de vuelta. Se movía al unísono con las
ondulaciones del estanque.
Está aquí, pensó. Ha estado aquí todo el tiempo. Y entonces, una revelación.
Sujetando su arco, se levantó sobre la barandilla. Su reflejo la miró desde las aguas poco pro-
fundas, tres pisos más abajo. Takeya se lanzó hacia adelante. —¿¡Qué estáis haciendo!?
Con su mano libre trazó un signo: —Saltar.
Y dio un paso más allá de la barandilla.
Una ráfaga de viento golpeó contra sus piernas, amortiguando su caída. Aterrizó sin sufrir
daños. Los kami vinieron en su ayuda, como sabía que harían. Era una Kaito, y aunque no poseía
el don de los shugenja, los kami acudían en masa a aquellos con la sangre de su ancestro. No
permitirían que sufriera daños.
Y en aquel instante, supo que los sacerdotes estaban equivocados. El kami del Estanque
Hōseki no se había ofendido, y no estaba airado. Se giró hacia Takeya en el balcón y levantó dos
dedos. Parecía confundido, pero ella los levantó una y otra vez, con gesto de urgencia. Dos. Dos.
Sus ojos se abrieron de par en par.
—Dos espíritus.
Lo que los sacerdotes habían creído que era un kami enfadado eran realmente dos espíritus
enzarzados en una batalla por el santuario. Una batalla de voluntades invisibles que golpeaban
los muros y rompían las vigas, fuerzas primigenias enfrentadas en una lucha tempestuosa. Las
ofrendas, que habrían otorgado poder al kami del estanque, no estaban siendo rechazadas, sino
canceladas por su oponente invisible.
Y fuera lo que fuera, estaba aquí.
Una sombría resolución se adueñó de Takeya. —Creo que sé a lo que nos enfrentamos. Puedo…
puedo hacerlo corpóreo por un tiempo, pero no mucho. Necesitaré toda mi concentración.
El cielo se oscureció. Un viento comenzó a sacudir el estanque desde el centro. Lo sabe, pensó
Kosori. Sabe lo que intentamos hacer.
Takeya sacó de su manga un pequeño amuleto. Desde donde se encontraba, Kosori apenas
podía ver la silueta en forma de lobo y el brillo de la plata. Una letanía de palabras salió de sus
labios, un lenguaje musical que ella no podía entender. Se dio cuenta de que no era rokuganés.
¿Esto es meishōdō?
Kosori se encontraba de espaldas al estanque cuando la luz tomó forma, iluminando el balcón

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con una luz amarilla y proyectando su sombra contra la pared del santuario. Había una chimenea
ardiente detrás de ella. Se giró lentamente, con los ojos llorosos por el calor mientras su mandí-
bula se aflojaba. Sobre el estanque había un torrente de fuego encerrado en una enorme forma
humanoide. Un humo negro se desprendía de su cuerpo como si fuera tinta derramada. Sus ojos
eran dos estrechas ascuas.
—Es un jann —dijo Takeya—. Un tipo de djinn.
¿Qué es un djinn? pensó, ausente.
—¡Kosori!
Un rayo de fuego explotó contra la pared detrás de ella. Kosori cayó de cabeza en el estanque.
Sintió un calor abrasador cuando otro proyectil le pasó sobre la espalda. Se levantó, chapoteando
mientras corría. Una mirada a Takeya le confirmó que no podía ayudarla; si dejaba de canalizar,
la criatura volvería a ser incorpórea. Debería arreglárselas sola.
No. No estaba sola. Ahí estaba Mayu, apenas visible entre los árboles. La conmoción debía
haberla atraído hasta aquí. El caballo estaba nervioso, se balanceaba de un lado a otro, se acer-
caba y luego retrocedía. Kosori recordó lo que le había dicho Tayeka por signos ¿Cuántos cono-
cía Mayu?
Kosori hizo un gesto a Mayu. —¡Distráelo!
El caballo se detuvo durante lo que pareció ser un largo instante, y luego se tiró al estanque. El
agua salpicó al djinn mientras Mayu pasaba galopando, agua que se convirtió en vapor humeante
contra su ardiente piel.
Bajo las crepitantes llamas, Kosori escuchó un doloroso grito.
El djinn centró su atención en Mayu, y formó una bola de llamas entre las manos. Mayu
galopaba alocadamente, con los ojos vidriosos y muy abiertos, pero su trote no parecía aterrado.
Kosori no tuvo tiempo de asombrarse de su aliado. Sacó una flecha y colocó un sutra sagrado en
el astil. El agua bajo ella se agitó.
Kami del Estanque Hōseki, por favor escuchad mis plegarias...
El djinn cubrió el claro de proyectiles ígneos. Las explosiones chamuscaron la crin de Mayu,
pero no se detuvo.
Kosori encordó ceremoniosamente su arco. Estamos aquí para ayudaros. No necesitáis librar
esta batalla vos sólo....
Un delgado humo se elevó del amuleto en forma de lobo en la palma de la mano de Takeya.
Apretó los dientes. —¡No puedo seguir haciendo esto mucho tiempo!
La flecha se colocó en su sitio. Kosori bajó el arco y lo tensó al tiempo que tomaba aliento.
...Permitidme ser vuestro recipiente. Habitad en mi interior y guiad esta flecha. ¡Expulsemos
juntos a este invasor de vuestro hogar!
Exhaló. La flecha se deslizó de sus dedos. Durante un instante, Kosori vio un poco de rocío
húmedo cubriendo la punta del proyectil.
Al instante, la visión de Kosori se desvaneció entre fuego blanco. Su mente se estremeció con

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gritos sin palabras. La voz le era familiar: ya la había oído antes, pero no sabía dónde.
Su vista volvió lentamente. Estaba encorvada, con las rodillas en el estanque. El djinn se
retorcía en una conflagración, arañándose la espalda, de la que un géiser de luz dorada brotaba
hacia el cielo. De allí, del hombro de la criatura, sobresalía su flecha, preservada contra todo pro-
nóstico. Las llamas de su cuerpo se debilitaron al agitarse, el proyectil clavado repelía sus manos
con una barrera invisible. Cada tirón desesperado derramaba cintas brillantes. Le recordó a un
odre de cuero pinchado, soltando chorros de líquido mientras se desinflaba.
El grito. La voz. Era la de ella. El djinn aullaba en su mente con su propia voz perdida.
El djinn enloqueció, volando sobre las copas de los árboles mientras arrastraba cintas dora-
das como si fueran fuegos artificiales. Entonces se esfumó, y el fantasma de la voz de Kosori
quedó silenciado.
Takeya se derrumbó contra el balcón mientras el amuleto en forma de lobo chocaba contra el
suelo. Se sopló la piel ampollada de la palma de la mano y se permitió tomar aliento antes de lla-
marla a voz en grito, con la voz cargada de preocupación. Pero Kosori no había resultado herida.
Estaba sonriendo, mientras gotas de rocío se formaban en las puntas de sus dedos al tiempo que
Mayu se movía en círculos juguetones a su alrededor.

La paloma mensajera regresó con un mensaje de respuesta apenas un día después de la


restauración del santuario. El pequeño sello del Consejo de Maestros Elementales hizo que a
Kosori le diera un vuelco en el corazón, pero en lugar de una reprimenda, la carta la felicitaba
por haber restablecido el equilibrio del santuario. A partir de su informe, el consejo consideró
que las habilidades de los Kaito se podían utilizar más para ayudar a restaurar la armonía de sus
tierras. Debía encontrarse con Shiba Tsukune en Shiro Gisu tan pronto como le fuese posible
para discutir cómo se podía alcanzar este objetivo.
Pero tardó un tiempo en acabar de leer la carta. Releyó una y otra vez la primera línea. Se
dirigía a ella como “Kaito Kosori del Santuario del Acantilado”.
No como “Isawa Kosori no Kaito”. Kaito Kosori. Esta no era la forma normal de dirigirse a un
mero vasallo de la familia. Sólo había una razón por la que hacerlo de aquella forma. Aun así, no
era capaz de entenderlo.
Una segunda carta llegó instantes después. La caligrafía, modesta pero segura, era claramente
la de Shiba Tsukune. Kosori devoró las palabras con los ojos abiertos de par en par.

Kosori-san,
Parece que el consejo por fin coincide conmigo. Gracias a vuestras recientes hazañas, a otros
triunfos similares de estimados miembros de la familia Kaito en nuestras tierras y a las amables
palabras de Tadaka, que acabaron conmoviendo al consejo, ahora reconocen lo que siempre he
sabido que era verdad. Los documentos que definen los nuevos territorios de la familia Kaito están
en camino, y pronto presentaré la decisión del consejo ante la Corte Imperial para su reconocimiento

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oficial.
Me temo que no os hemos hecho ningún favor. Aunque los Kaito disfrutarán de más prestigio y
un papel más importante en el clan, también tendrán más responsabilidad, y les aguardan nuevas
dificultades como familia de un Gran Clan. Tal vez yo mejor que nadie puedo deciros que hay cosas
para las que nunca podemos estar totalmente preparados.
Pero sé que podéis hacerlo. Creo en vos, Kosori. No importa lo difícil que pueda parecer, debéis
saber que siempre estaré a vuestro lado. Demos juntas lo mejor de nosotras.
Hablaremos pronto. Deberíais encargar un kamishimo formal. Sospecho que lo necesitaréis. Os
repito lo que le dije a Tetsu el día de su primer ascenso: “Felicidades. Lo siento mucho”.
- Shiba Tsukune.

Kosori salió corriendo de su tienda con paso alegre, seguida de los gritos de júbilo de sus ayudantes
y de las alabanzas de su fundador ancestral. Su familia ascendía en el mundo como una flecha. El
futuro les deparaba muchas cosas, tenían mucho que resolver, pero de momento nada de aquello
era importante. Lo primero era lo primero. Tenía que decírselo a Takeya.
Necesitaba decirle muchas cosas. Que era la daimyō de la familia Kaito. Que había cambiado
de opinión con respecto al meishōdō. Que quería que la acompañase hasta Shiro Gisu. Después
de todo, le cogía de camino. El pensamiento le hizo sonreír aún más. Tal vez podría averiguar
más de él. Eso estaría bien.
Takeya se encontraba en el establo, colocando la silla de montar en la espalda de Mayu. El
caballo le dirigió una perezosa mirada, y luego se giró de nuevo hacia su señor. Kosori asedió a
Takeya con gestos excitados. —¡Traigo noticias! Es importante!
Takeyu le dio la espalda. —Hola, Kosori-san.
Ella se detuvo. Su voz era fría. Se puso delante de él. Su rostro era inexpresivo, sus ojos distan-
tes. Sólo entonces se dio cuenta de que llevaba la mochila llena y la capa de viaje.
—¿Os marcháis? —dijo por señas. Le había dicho que se quedaría hasta que terminase la repa-
ración del santuario, hasta que pudiese hablar con el kami del estanque—. ¿Y vuestra pregunta?
—Me voy a casa —respondió.
Kosori le miró fijamente, sin comprender.
—Se me ha prohibido entrar en el santuario —continuó—. Parece que los sacerdotes creen
que fui yo el que llevé el “demonio” al santuario. Que me siguió —lanzó una furiosa mirada a
Kosori—. Me pregunto cómo llegaron a esa conclusión.
Un sentimiento de horror cayó sobre Kosori como una manta empapada. En su informe al
consejo, nombró específicamente a Takeyu y el meishōdō, con la intención de elogiarle. Pero no
existían los kanji para el término “djinn”, no había forma de describir al espíritu en el dialecto
rural, la única forma de escribir que ella conocía. Así que se inventó una palabra: “Gai-yu-ki”.
Demonio extranjero.
Había usado el mismo kanji usado para los gaijin.

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—¡Les sacaré de su error! —insistió.
—Ya no importa —contestó—. Van a enviar magistrados para arrestarme por sacrilegio.
Debo irme antes de que lleguen —se subió a la silla de montar.
Kosori se acercó al caballo. —¡Esperad! ¡Esperad! —quería decirle que no le había echado la
culpa, que los sacerdotes habían sacado sus propias conclusiones. Pero no conocía las palabras.
Y carecía de voz.
Takeyu entrecerró los ojos. —¿Creéis que soy culpable por lo que ha pasado aquí?
Ella negó con la cabeza. ¡No! Pensó. ¡No, no lo creo!
—Vuestro informe... ¿de dónde decía que venía el djinn?
Ella dudó. Luego miró hacia otro lado.
De sus tierras. El informe decía, haciendo honor a la verdad, que el espíritu provenía de tie-
rras Iuchi. Takeya fue capaz de identificarlo porque provenía de las tierras de su pueblo. Estaba
retrocediendo hacia tierras Unicornio. Lo habían descubierto juntos.
¡Pero aquello no significaba que le hubiera echado la culpa a él! Miró hacia arriba una última
vez, como si sus ojos pudieran comunicarle todo lo que quería decir, aquello que sus manos eran
incapaces de transmitirle. Como si él pudiera entenderla.
Takeya cerró los ojos. —Madre tenía razón. A pesar de la decisión del Emperador, los Fénix
siguen deseando prohibir nuestras tradiciones.
Sus ojos se abrieron de par en par. ¡No! ¡No!
Mayu se giró, provocando que Takeya le diese la espalda a Kosori. —Nadie trata siquiera de
entendernos. ¿Por qué van a molestarse?
—Para ellos no somos más que extranjeros.
Mayu se lanzó al galope después de recibir una orden muda, dejando a Kosori envuelta en
una nube de polvo. La joven se sentía como un estandarte que ondease impotente al viento.
Por culpa de su ignorancia, había alejado a alguien que podría haber sido su aliado. Y tal vez su
amigo.
Si lo hubiera sabido, si hubiera elegido sus palabras más sabiamente, no habría acabado de
aquella forma. Pero no había nada que hacer al respecto. No era posible destañir una campanada.
No es posible detener el vuelo de una flecha una vez disparada.

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