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LA HERIDA QUE ME ABRE

LA HERIDA COMO OPORTUNIDAD

Anselm Grûm

Introducción

Cada uno de nosotros se ha sentido herido alguna vez en su vida o, como dice John
Bradswaw, “cada uno de nosotros lleva consigo un niño herido”. Hemos aceptado
nuestra responsabilidad con los otros, con nuestra propia historia de heridas. Y
tenemos que vérnoslas con personas que arrastran consigo la historia de sus heridas
y que frecuentemente proyectan sobre nosotros sus propias heridas. Y esto nos hiere
de nuevo incesantemente.
Pese a nuestras buenas intenciones, nos convertimos en blanco de
proyecciones contra las que no podemos hacer nada. Sin embargo, las heridas que
hemos sufrido podrían ser también una oportunidad para nuestra propia humanización
y una oportunidad para el verdadero encuentro con Dios. La Biblia nos lo muestra en
la figura de Jacob, quien precisamente como el herido, como el que cojeaba, llegó a
ser el patriarca de Israel; o en la figura de Jesús, quien según el evangelio de Juan,
está colgado de la cruz como el médico herido y, precisamente con la herida de su
corazón, se convierte en la fuente de la salvación para todo el mundo.

1.- Heridas de la vida

Quiero enumerar solamente algunas de las heridas que hallo sin cesar, sobre todo, en
la atención espiritual que presto a las personas. Entre ellas está la herida del padre.
Muchos de los que acuden a nuestra casa de recogimiento perdieron muy pronto a su
padre o no llegaron a conocerle. O bien el padre no se hallaba realmente presente:
había eludido su responsabilidad. El padre es, normalmente, el que refuerza nuestra
espina dorsal, el que nos infunde ánimo para la vida, el que nos da confianza para
atrevernos y lanzarnos a algo. Los que carecen de esta experiencia necesitan con
harta frecuencia un sustitutivo de la espina dorsal. Y ese sustitutivo es la ideología, la
norma rígida detrás de la cual él se oculta. Y a menudo se ven atormentados por una
intensa desconfianza. Tienen problemas de autoridad. La desconfianza hacia toda
autoridad procede frecuentemente de una experiencia negativa con el padre. Y, así,
esas personas tienen también dificultad para confiar en Dios. Se asienta en ellos una
profunda desconfianza que les hace creer que Dios no les concede disfrutar de la
vida, que Dios les deja caer, que Dios les castiga en cuanto no hacen lo que él quiere.
Con frecuencia, las personas que no han tenido padre se apoyan muy intensamente
en un consejero espiritual o en un asesor terapéutico y buscan en ellos al padre que
no han tenido.

Exactamente lo mismo suele ocurrir con la herida de la madre. La madre da al


niño protección y seguridad y un amor sin reservas. De esta manera, la madre que se
preocupe demasiado de sí misma no podrá dar esa protección y seguridad. El que no
puede experimentar que es totalmente digno de ser amado, el que no puede confiarse
al amor de sus padres, sufre a menudo un trastorno narcisista. Es insaciable en su
hambre de amor, consideración y afecto. Y las personas con trastornos narcisistas
suelen ser una plaga para el superior. Desean tener constantemente en torno a ellos

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al superior y asegurarse continuamente de que el superior les quiere. Nadie es capaz
de colmar sus necesidades de amor. En sus relaciones experimentan continuas
decepciones y, con frecuencia, se convierten en maníacos: maníacos de las
relaciones, maníacos del alcohol o maníacos del reconocimiento. Necesitan la
admiración continua del público. Si nosotros, como responsables, sufrimos esta herida
de la madre, utilizaremos a las personas para satisfacer nuestras necesidades
narcisistas.

La herida de la madre suele aparecer en mujeres cuya madre ha abusado de


ellas para hacerlas sus íntimas. La madre depresiva necesitaba a la hija para
desahogar sus penas: le contaba sus problemas con el marido y, de este modo,
exigía a su hija demasiado. Por eso, la hija no pudo ser nunca una verdadera niña. No
pudo vivir ella misma su propia vida, sino que tuvo que vivir siempre para otra
persona. Frecuentemente, esas personas no son capaces de concederse nada a sí
mismas. En su vida sólo encuentran confirmación cuando se sacrifican por otros. Los
varones son heridos por la madre porque ella los absorbe para sí misma y porque
deben colmar todas las expectativas de la madre si quieren ser amados como hijos
varones. Con frecuencia, el ingreso en un convento o en un seminario sacerdotal es
una manera de evadirse de la madre, de sus expectativas exageradas. Pero cuando
la herida de la madre no se ha tratado realmente, uno busca una nueva madre. Se va
huyendo de una madre a otra y entonces la Iglesia se convierte en madre sustitutiva,
que le absorbe a uno también por completo y, con sus expectativas, le exige también
demasiado.

Atendí espiritualmente a un sacerdote que lo había pasado realmente mal al


llegar a su parroquia porque entonces se vio expuesto a la sobrepresión de
expectativas. Eran las mismas expectativas que cifraba en él su madre. Y esas
expectativas estaban asociadas a la vez con las rígidas prohibiciones que la madre le
había transmitido, por ejemplo, con la demonización de la sexualidad. La comunidad
parroquial había asumido la función de su madre. Él tuvo que librarse primero de su
madre para poder ser, en libertad, el sacerdote de su parroquia.

A los niños se les hiere cuando deben asumir demasiado pronto


responsabilidades. Una religiosa me contaba que, por ser la hermana mayor, a los
siete años ya tenía que cocinar para toda la familia. Y no lo hacía nunca a gusto de la
madre. Y, así, hoy, como encargada de la labor parroquial, no lo hace nunca a gusto
de todos. Siempre hay personas que piensan que ella tendría que trabajar todavía
más. Y la religiosa apenas es capaz de distanciarse de esos juicios. Otra religiosa,
siendo niña, tuvo que cuidar constantemente de su padre enfermo. Tenía que
adaptarse siempre a esta tarea. Y, así, la entrada en el convento no fue para ella, al
principio, ningún problema. Pero en algún momento ese mecanismo de adaptarse
constantemente se convirtió en una camisa de fuerza que la oprimía demasiado y de
la que tenía que liberarse. Estas personas tienen a menudo la sensación de que les
han robado la niñez.

Una herida profunda es el abuso físico y psíquico. Está el caso del padre brutal,
incalculable e iracundo, de que se teme constantemente que se vaya a liar a golpes.
En esos casos, el niño tiene que retirarse totalmente para poder sobrevivir. O está el
caso de la madre que utiliza al niño para sí misma y para sus necesidades y que, por

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ejemplo, hacer ver al hijo varón que su padre es el prototipo del mal porque se
marcha de viaje de negocios y es admirado por otras mujeres. Y está también el caso
del abuso sexual por parte del padre o de parientes íntimos, un abuso que, por
desgracia, se revela que ha existido también entre quienes ahora son religiosas, y que
se ha dado con más frecuencia de la que uno piensa. Para tratar la herida del abuso
sexual hace falta una terapia, y muchas veces es preciso recorrer un valle de lágrimas
para que esa herida pueda transformarse.

Pero además del sexual, hay muchas otras clases de abusos. Siempre que se
utiliza a un niño para satisfacer las propias necesidades se está cometiendo un
abuso. Ambas heridas, la herida recibida por la violencia física, que a uno le humilla y
rebaja, y la herida recibida por ser objeto de abusos, siguen dejándose sentir en
nosotros. John Bradshaw piensa que las heridas que no miramos de frente ni
procesamos nos obligan a una de dos: o a herirnos a nosotros mismos o a herir a
otros. A menudo compruebo que hay hombres y mujeres que buscan exactamente las
mismas situaciones en las que fueron heridos durante su niñez; se buscan una
superiora o un superior que les hiera exactamente igual que hicieron el padre, el
maestro o el párroco. Creen que son los otros los que tienen la culpa y son incapaces
de ver que ellos mismos buscan esas situaciones. San Juan Crisóstomo pronunció un
sermón entero sobre el tema “No puedes ser herido si tú no te hieres a ti mismo”.
Somos nosotros mismos los que nos herimos sin cesar cuando no queremos mirar
cara a cara las heridas de nuestra niñez y, en vez de hacerlo, buscamos
inconscientemente situaciones en las que las heridas puedan perpetuarse. Conozco
una mujer que se buscó un amigo quince años mayor que ella que le hería y
humillaba exactamente igual que había hecho su padre. Pero no se desliga
sencillamente de él. Para poder distanciarse de su amigo, esa mujer tiene que mirar
primero cara a cara la herida que le infligió su padre.

Una herida frecuente consiste en menospreciar a los niños cuando se les dice
constantemente: “No eres capaz de nada. No vales para nada. Eres demasiado lento.
Eres peor que los demás niños. Me estás resultando una carga. Sin ti me las
arreglaría mejor. ¡Ojalá no hubieras nacido!”. Estos mensajes son interiorizados por el
niño como el guión de su vida. Y entonces el guión de su vida es el siguiente: “Soy un
fracasado. Todo lo hago mal. ¡No tendría que haber venido a este mundo!”. Con ese
guión de la vida no se puede vivir a gusto. Y este guión se expresa de nuevo
constantemente en cuanto uno tropieza con problemas. Con un mensaje así en los
oídos, no se puede desarrollar una sana autoestima. Uno no se toma en serio a sí
mismo y, por tanto, cree que los demás tampoco le toman en serio. Tiene la impresión
de que los otros no le aprecian, de que le desprecian y prescinde de sí mismo y se
desprecia a sí mismo.

Una mujer me contaba que se siente continuamente controlada por su marido.


Cuando él regresa a casa y se presenta y le pregunta qué tal le va y qué ha estado
haciendo, ella interpreta esas preguntas como un control, aunque en realidad el
marido está mostrando interés por ella. Muchos malentendidos en nuestra
convivencia proceden de esas proyecciones. Como hay personas que no se toman en
serio a sí mismas, no se sienten tampoco tomadas en serio por los superiores e
interpretan en seguida cada pregunta del superior como un control. Y si, siendo
superiores, tenemos en nuestro interior muy poca confianza en nosotros mismos, nos

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sentimos menospreciados contantemente y creemos que no se nos toma en serio. En
esos casos, se tiende a exigir terminantemente que se respete la autoridad por temor
de que, si no se hace, pueda socavarse nuestra autoridad.

Un niño que ha recibido de sus padres muy poca confianza tiende a menudo a
querer controlarlo todo. No debe bajar nunca la guardia, sino mantener todo bajo
control, pues así nadie podrá sorprenderle ni herirle. Esta compulsión por el control
puede convertirse en una manía. En los conventos hay religiosos y religiosas que
controlan los cestos de los papeles y los cubos de la basura para que no se tire nada
útil. Evitar que se tiren cosas útiles a la basura puede ser bueno, pero a veces ese
acto bien intencionado puede convertirse en un instrumento de poder con el que
mantener en jaque a todo el convento. También hay personas que trabajan lo
indecible porque quieren controlarlo todo. No pueden delegar en otros, sino que
quieren hacerlo todo ellas mismas. Los trastornos de la confianza no sólo conducen a
la compulsión por el control, sino también a una confianza ciega que hace aferrarse a
otros y sobreestimarles totalmente.

Otra herida consiste en que nuestros sentimientos no se toman en serio.


Siendo niños, tuvimos que reprimir nuestros sentimientos, pues sentimientos como la
tristeza o la ansiedad no eran deseados por nuestros padres. Cuando alguien no
puede expresar sus sentimientos, entonces los “actúa” –los expresa por medio de la
acción-. Bradshaw refiere que una mujer, siendo niña, vio cómo su padre maltrataba a
su madre. De niña no podía expresar su tristeza por ello. Así que “actuó” el
sentimiento haciéndose asesora de mujeres y especializándose en mujeres
maltratadas. Pero ella misma tuvo varias relaciones con hombre en las que fue
maltratada. Se preocupaba por otras personas, pero nadie se preocupaba de ella. Yo
atendí espiritualmente a una religiosa que, de niña, tuvo que cuidar de su madre
enferma. Se hizo enfermera, pero no se trataba de puro idealismo, sino de una
manera de “actuar” la herida de su infancia. Los americanos lo llaman acting out. Y
describen, además, otro “actuar” como respuesta a las heridas recibidas durante la
infancia: el acting in o ”autopunción”, que es muy frecuente. Muchas personas se
castigan a sí mismas cuando no responden a las imágenes ideales –interiorizadas- de
sus padres. Se insultan con las mismas palabras con las que les insultaban sus
padres. El que no ha podido desarrollar un buen sentimiento de autoestima no puede
conocer cuáles son sus propios límites. Y se siente zarandeado entre la angustia de
que le dejan solo y la angustia de ser absorbido. En religiosas y sacerdotes podemos
observar a menudo estas dos ansiedades. Se da en el caso de un sacerdote que
mantiene una relación con una mujer, aunque ésta no hace más que herirle. Pero, por
la angustia de quedarse solo, el sacerdote se aferra a una relación que le resulta fatal.
Otras personas se aíslan y se retiran totalmente por la ansiedad de que alguien se les
acerque demasiado y sobrepase los límites que ellas mismas se han fijado. Para la
salud psíquica, es necesario un claro sentimiento de cuáles son los propios límites.
Quien de niño no pudo desarrollar ningún sentimiento de cuáles eran sus límites
naturales no sabe dónde termina él y dónde comienzan los demás. Le resulta difícil
decir “¡no!” y saber qué es lo que quiere. Y con mucha frecuencia, sobrepasará
también los límites cuando se trate de otros.

Hay también muchas otras señales típicas de las heridas recibidas durante la
infancia, de la deficiente consideración que se tuvo de las necesidades del niño. Se

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halla en primer lugar el pensamiento mágico y la creencia en los prodigios. En estos
casos, se piensa que si viniera otra superiora, todo iría bien, o se esperan cosas
maravillosas de un traslado. Y está también la conducta indisciplinada o
súperdisciplinada, que puede manifestarse en la lentitud a la hora de hacer todo, en
una actitud de rebelión, de terquedad y obstinación, pero también en una inmovilidad
compulsiva, en una exagerada amabilidad y en una obediencia servil. Están, por
ejemplo, los trastornos en la manera de pensar generalizando, para desviar la
atención de los propios sentimientos. Un ejemplo típico de esto es el pesimismo: en
todo se ve sólo lo negativo y se describe con toda clase de colores el final
apocalíptico del mundo. Y precisamente en los conventos, aparece con frecuencia la
manía de estas profecías apocalípticas, que procede de la represión de los
sentimientos reales.

La peor herida, según Bradshaw, es la espiritual. Este autor entiende por ella el
hecho de que a un niño no se le tome en serio en su singularidad y particularidad.
Cada niño es único y muy valioso, una imagen de Dios, un regalo de Dios. Dios, en el
Antiguo Testamento, se reveló así: “Yo soy el que soy”. Y, así, Bradshaw cree “que
nuestra egoidad –la condición de ser un yo- es el núcleo esencial de lo que constituye
nuestra semejanza con Dios”. Cuando no se acepta a un niño como un yo que es,
sino que se le obliga a entrar en una imagen que los padres le han encasquetado, se
le está infligiendo una herida espiritual. “La herida espiritual es más responsable que
ninguna otra cosa de que hagan de nosotros niños adultos sin independencia y
vergonzosos. La historia del declinar de todo hombre y de toda mujer habla de que un
niño maravilloso y valioso, un niño peculiar y precioso, perdió el sentimiento de que
“yo soy el que soy”.

Hemos hablado de varias heridas recibidas en la vida: unas heridas que


seguramente observamos en nosotros mismos y en las personas a las que
atendemos espiritualmente. La cuestión es saber qué hay que hacer frente a ellas.
Muchos piensan que la terapia consiste en que las heridas cicatricen por completo, en
que no tengamos que ocuparnos de ellas. Pero eso es una imagen ideal que no hace
justicia a la realidad. En realidad, se trata de transformar las heridas y de adoptar una
actitud diferente ante ellas; de que yo no sea determinado por las heridas, sino de que
éstas se conviertan en una oportunidad para sentirme más a mí mismo como ser
humano y para abrirme a Dios.

2.- LA HERIDA COMO OPORTUNIDAD

Muchos sacerdotes y religiosos tienen la esperanza de que sus heridas se curen por
medio de la oración. Sólo necesitarían vivir de una manera suficientemente espiritual
y entonces ya no habría necesidad de que miraran cara a cara a las heridas de su
infancia. Se resisten contra la psicología, que siempre anda hurgando en la infancia.
Esta actitud es nociva. Tras este rechazo de la psicología se oculta con frecuencia la
angustia ante la propia verdad, el edificio de su propia vida espiritual podría
derrumbarse, porque entonces podría verse que su vocación no había sido auténtica,
etc. Pero sólo la verdad nos hará libres, nos dice Jesús. La terapia no es un
sucedáneo de la vida espiritual, sino que pretende que nuestra vida espiritual sea
fructífera; quiere conducirla a la verdad para que nos encontremos con el Dios real, y
no con las proyecciones de nuestras angustias. Evagrio Póntico decía: “Si quieres

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conocer a Dios, aprende primero a conocerte a ti mismo”. No hay un verdadero
encuentro con Dios sin un sincero encuentro con uno mismo. Todo lo demás sería un
spiritual bypassing, como dicen los americanos, “buscar un atajo espiritual”. Uno
querría evadirse de las propias heridas yendo directamente a Dios. Pero el camino
que conduce a Dios pasa por nuestras heridas y no podemos soslayarlas. Es posible
también evadirse de la propia verdad por medio de la vida espiritual, ocupándose
constantemente de cosas espirituales, haciendo un ejercicio espiritual tras otro, pero
sin dejar a Dios ninguna oportunidad de que él nos descubra nuestra verdad y toque
nuestro corazón herido.

Tanto en la terapia como en la atención espiritual se trata de mirar cara a cara


a las heridas de la propia infancia, pero no con la presión de procesarlas todas y
eliminarlas, sino con la finalidad de reconciliarse con ellas. En alemán “reconciliarse”
(versôhnen) deriva del verbo “besar” (versûhnen). Se trata, por tanto, de mirar cara a
cara cariñosamente las propias heridas, de las que desearíamos evadirnos, y de
besarlas tiernamente. Bradshaw piensa que cada uno debe hacerse cargar del “niño”
herido que hay en nosotros y cuidarlo bien. Para ello, la condición previa es sentir de
nuevo las necesidades reprimidas y oprimidas y todas las heridas sufridas. Luego, a
través del niño herido, se puede entrar en contacto con su niño divino, con la imagen
ilesa que Dios se ha hecho de él. La reconciliación con el niño herido no es tan
sencilla. A menudo hace falta mucho tiempo para que alguien se reconcilie con sus
propias heridas, para que sea capaz de aceptar que ésa es la historia de su vida.
Pero, cuando se logra esto, esa persona puede entrar también en contacto con las
raíces positivas que su pasado tiene también en él.

En la atención espiritual que presto, he observado a menudo cómo hay


personas que glorifican su infancia, que descartan por completo que hayan recibido
heridas o que tratan de minimizarlas. Pero sólo cuando encuentran el valor para
admitir todo lo doloroso que hubo en su infancia, su vida puede sanarse. Sólo cuando
yo admita las heridas que recibí de mi padre podré descubrir cómo mi padre tiene
también buenas raíces, de las que yo puedo nutrirme. Sólo cuando sea capaz de
mirar cara a cara el carácter absorbente de mi madre podré disfrutar también con
agradecimiento de que ella me haya dado protección y seguridad.

Lo muestra, por ejemplo, la historia de la mujer sirofenicia, una de las cuatro


historias de relaciones que hay en la Biblia. La hija está poseída por un demonio
porque la “supermadre” se asienta sobre ella. A esa mujer, que cree que puede
alcanzar todo lo que quiera, que piensa que todo el mundo tiene que bailar al ritmo
que ella marque, Jesús le hace ver primero cuáles son sus límites. Se distancia de
ella. Pero al hacer ver a esa mujer cuáles son los límites puede mostrarle también
cuál es su verdadera grandeza. Ella da la razón a Jesús y es capaz de moverle para
que cure a su hija. La curación de nuestra infancia no puede realizarse nunca
pintando las cosas en contraste blanco y negro, sino viendo siempre en nuestros
padres ambas cosas: la buena voluntad, la fuerza alimentadora, pero también lo
absorbente y destructivo. Sólo cuando yo contemple ambas cosas podré
reconciliarme y decir en oración: “Todo está bien tal como es. ¡Dejémoslo así! Dios ha
extendido su mano sobre mí! en todo lo que me ha sucedido. Mi historia tiene un
sentido profundo”. Entonces quizás yo pueda descubrir también mi carisma. Cada uno
de nosotros es una palabra singularísima que Dios pronuncia únicamente en esa

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persona. Pero lo que es esa palabra sólo podré descubrirlo si contemplo cara a cara
la historia de mi vida. Entonces sentiré cuál es mi vocación más profunda y cómo mi
historia puede ser fructífera para mí y para los demás.

En cuanto a mí, fue una experiencia importante cuando, estando una vez de
vacaciones, me senté junto a un estanque solitario y me puse a pensar en la falta de
ternura que venía sufriendo desde hacía mucho tiempo: está bien que no me vea
saciado de ternura, porque eso mantiene despierto mi anhelo. Eso me impulsa hacia
Dios. Me hace ver mi verdadera vocación de confiar en mi anhelo y de hablar al
anhelo que hay en todos los seres humanos, al anhelo de absoluto amor y protección,
al anhelo de Dios.

Cuando me reconcilio con mis heridas, entro en contacto con mi verdadero ser.
Henri Nouwen cree que allá donde estamos “rotos” estamos también “abiertos” para la
verdad. Allí “se hacen pedazos” las máscaras que nos hemos puesto. Allí
descubrimos el verdadero tesoro que hay en nosotros, la imagen singularísima que
Dios se ha hecho de cada uno de nosotros.

Para Hildegarda de Bingen, la cuestión fundamental de la vida es saber


transformar nuestras heridas en perlas. Cuando descubro la perla que hay en mi
herida, se convierte en algo precioso que guardo como un tesoro, algo que me pone
en contacto con la imagen divina que hay en mí. Santo Tomás de Aquino piensa que
cada uno de nosotros es una expresión singularísima de Dios y que el mundo sería
más pobre si cada uno de nosotros no expresara de una manera singular a Dios. Hay
algo divino que sólo puede expresarse a través de mí y que las demás personas
pueden experimentar únicamente por medio de mí. Allá donde estoy herido, hay
también en mí un tesoro, la perla que me recuerda esa imagen singularísima de Dios
en mí.

Las heridas me mantienen también vivo. Me impiden ocultarme detrás de una


máscara. Allí donde estoy herido, me siento también a mí mismo, allí vislumbro que la
vida no es sencillamente algo que puede hacerse, allí no sólo me siento a mí mismo,
sino también a las personas que hay a mi alrededor. Las heridas me unen con el
prójimo. Me hacen sensible a sus aflicciones. Me enseñan a ser misericordioso
conmigo mismo y con los demás. No sólo no descubriré despiadadamente las heridas
de los demás, sino que las trataré exactamente con la misma delicadeza y cuidado
con que trato las mías. Los griegos conocen el misterio de la herida cuando dicen que
sólo el médico que está herido es capaz de curar heridas. San Juan describe a Jesús
como el médico herido que está colgado de la cruz y que se halla levantado en alto
como la serpiente en el madero. Los griegos representaban también a su dios de la
salud; Asclepio, con una serpiente colgada de un bastón. En la cruz, Jesús lleva la
herida de muerte. Pero de esa herida manan sangre y agua, fluye el santo y
santificador Espíritu de Dios sobre el mundo entero. Y, así, mis heridas pueden
convertirse también en fuentes de vida para mí mismo y para las personas de mi
alrededor. Como herido que se ha reconciliado con sus heridas, no proyectaré mis
heridas sobre mis semejantes, sino que tendré una fina sensibilidad para descubrir
cuáles son sus aflicciones y problemas, sus ansiedades y temores.

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Podré tratar misericordiosamente con ellos, con la conciencia de que nada
humano me resulta extraño. Tendré un corazón para los pobres, los heridos, los
huérfanos, los desgraciados. No apreciaré ni valoraré, sino que contemplaré lo que
es. Para san Benito, el superior es precisamente un médico para las almas. Pero lo
será únicamente si se ha situado ante sus propias heridas.

La herida no sólo me abre a mi propia verdad y a las personas que me rodean,


sino que también me abre a Dios. Jesús se volvió precisamente hacia las personas
heridas porque sabía que esas personas están abiertas a la Buena Nueva del Dios
misericordioso. No son los sanos los que tienen necesidad de médico, sino los
enfermos. Los heridos vislumbran que no son capaces de curarse a sí mismos, que
dependen de la gracia de Dios. Están abiertos a Dios, que es el verdadero médico de
las almas. Jesús ensalza como bienaventurados a los pobres y a los que lloran, a los
heridos y a los llagados. Y en la parábola del banquete de bodas nos muestra cómo
las personas que tienen éxito se disculpan, pero en cambio los lisiados, los paralíticos
y los ciegos aceptan la invitación. Allí donde estoy herido, estoy abierto para aceptar
el banquete de bodas, para unirme con Dios. La experiencia de la propia impotencia y
de la propia herida es, evidentemente, la condición previa para la experiencia real de
Dios. Entonces ya no confundo a Dios con el propio éxito, con la propia imagen ideal,
sino que siento realmente al Dios de mi salvación, al Dios que me sana y me devuelve
totalmente la integridad: a mí, que estoy desgarrado y herido.

Para Jacob, la herida en la cadera fue un recuerdo constante de que Dios le


había tocado. San Pablo pidió a Dios que le liberara de su humillante herida. Pero
Cristo le respondió: “Te basta mi gracia, ya que la fuerza se pone de manifiesto en la
debilidad” (2 Cor 12,9). Su herida le recordaba que todo es gracia; que él vive de la
gracia y no de sus propias realizaciones; que se halla al servicio de Dios y que no
trabaja en nombre propio. La herida puede hacernos permeables a Dios.
Desearíamos ser permeables a Dios, pero querríamos serlo precisamente en nuestra
fortaleza. Ahora bien, el misterio de la gracia divina consiste en que Dios quiere obrar
su salvación en los hombres precisamente a través de nuestras heridas, a través de
nuestros puntos sensibles. Pero la condición previa es que hayamos contemplado de
frente nuestras heridas y nos hayamos reconciliado con ellas. Quizás nos enojemos
algunas veces porque, siendo superiores de una comunidad, llevemos con nosotros
nuestras heridas, y los demás las descubran y con frecuencia pongan el dedo en
nuestras llagas. Pero lo que importa no es que seamos superiores perfectos, sino que
seamos permeables a la misericordia y el amor de Dios. Precisamente nuestras
heridas, que no podemos ocultar, nos instan a que, en medio de nuestra impotencia,
nos pongamos a disposición de Dios para que él actúe por medio de nosotros y, a
través de nuestras heridas, pueda curar también las de las personas que nos han sido
confiadas.

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