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LE HUCHE
en LE HUCHE, F. (2000).
La tartamudez.
Opción curación.
ra
2 ed. Editorial Masson. España. Pags. 25–56.
En el caso de tartamudez, del mismo modo que ocurre con la prosperidad, la delincuencia,
la dislexia y, por qué no, La Revolución Francesa o la caída de Berlín, buscar la causa no tiene,
en realidad, mucho sentido. Estos fenómenos y acontecimientos no responden a una sola
causa, sino más bien a un conjunto de factores múltiples: factores predisponentes, que
preparan el terreno, y factores desencadenantes, que precipitan su aparición. A esto se añade
la implicación de las reacciones individuales y colectivas cuando aquello ocurre o cuando
amenaza con ocurrir. Todo esto constituye una concatenación de mecanismos complicados que
podemos tener dificultades en analizar; sin embargo, una de las tendencias del espíritu humano
es esforzarse en imaginar una causa simple para explicar un fenómeno complejo. Esto permite,
especialmente cuando se trata de algo molesto o negativo, llegar a una cómoda conclusión:
“esto es culpa de....”, que desembocará después, de manera natural, en una solución radical
del tipo “y no hay más que...”.
BÚSQUEDA DE LA CAUSA
Lengua
La primera idea fue, naturalmente, buscar esta causa en una alteración de los órganos del
habla (fig. 2). En el siglo XIX, la tartamudez se atribuyó, en primer lugar, al frenillo de la lengua,
ese repliegue que aparece como un pequeño tabique vertical cuando levantamos la lengua
hacia el paladar. Se creía que si este tabique era excesivamente corto, podía limitar la libertad
de la lengua, que era considerada el principal órgano del habla. Se cortaron entonces
numerosos frenillos de la lengua y es probable que con ello se obtuvieran algunos resultados.
Sin embargo, no eran más que mejorías transitorias que pueden explicarse perfectamente por
el hecho de que, mientras persistía el dolor de la intervención, el paciente tendía
automáticamente a disminuir la velocidad del habla, lo cual constituye en sí un medio eficaz
para reducir la tartamudez. Si bien resulta difícil disminuir a propósito la velocidad del habla sin
desnaturalizarla, el dolor en este caso, sí que permitiría hacerlo de una manera, podríamos
decir, natural.
Ante la reaparición, más o menos rápida, de la tartamudez después de la intervención,
algunos cirujanos pensaron que era necesario llegar más lejos. Siempre con la intención de
liberar la lengua, seccionaron entonces la inserción anterior del principal músculo del suelo de
la boca, el músculo milohioideo. Se tarta de una operación simple: basa con deslizar
verticalmente un bisturí tras los incisivos inferiores y seccionar el tendón de este músculo que
se inserta en la cara posterior del hueso maxilar inferior, justo en el lugar donde apoyamos el
pulgar cuando cogemos a alguien por la barbilla. El músculo, privado de su fijación anterior, se
repliega hacia la nuez de Adán, y la mecánica de la mandíbula y de la lengua quedan
evidentemente modificadas. La historia no nos dice por qué se abandonó este tipo de
operación, pero probablemente dejó de practicarse al comprobar que no se evitaban las
recidivas más eficazmente que con el método anterior. Y aquí se detuvo la escala quirúrgica, si
bien debemos permanecer vigilantes, puesto que las soluciones simples pueden tentar siempre
a alguna buena alma bienintencionada.
Laringospasmo
Los labios de esta “media boca”, cuya longitud es de 1 a 2 cm, pueden separase o
aproximarse hacia atrás para abrir o cerrar la tráquea. Para producir un sonido hemos de
aspirar algo de aire hacia los pulmones a través de la tráquea. Para producir un sonido
hemos de aspirar algo de aire hacia los pulmones a través de la tráquea, abriendo la
“media boca” que forma la glotis. Después tras haber aproximado los pliegues vocales,
los hacemos vibrar mientras expulsamos un poco de aire a través de la hendidura que
los separa, exactamente del mismo modo que hace un trompetista con los labios en la
embocadura de su instrumento. Naturalmente, hacemos todo esto sin saberlo y de
manera automática. Si en el momento en que expulsamos el aliento estos labios están
separados, el aire pasa a través de ello sin ningún ruido. Si se han aproximado, sin
llegar a cerrarse demasiado, el aire, al pasar y este bloqueo resulta extraordinariamente
útil. Nos permite, por ejemplo, apoyamos mejor en el tórax cuando vamos a realizar un
esfuerzo importante e inhabitual, como levantar una caja o empujar un mueble para
desplazarlo.
Respiración
El impulso inspiratorio del habla está formado, pues, en general, por una inspiración
moderada que se encadena sin interrupción con la emisión del habla. El habla se alimenta de la
espiración, que se alarga más o menos a fin de sostenerla. La inspiración se lleva a cabo
gracias a la acción de los músculos inspiradores y, en particular, de la del diafragma, que es el
músculo inspirador principal que todo el mundo conoce.
En efecto, todo el mundo ha oído hablar del diafragma, pero dado que la idea que se
tiene de él acostumbra ser más o menos discutible, le dedicaremos unas líneas. El
diafragma (v. Fig. 2-1) es una gruesa lámina muscular que se presenta como un tabique
en forma de bóveda y separa las vísceras abdominales situadas por debajo de él
(estómago, pulmones, etc.), situadas por encima. Cuando se contrae, este tabique
muscular desciende desplazando hacia abajo las vísceras del abdomen, que buscan
entonces espacio y empuja ligeramente la pared abdominal hacia delante y hacia los
lados. El descenso del diafragma provoca la entrada del aire en lo pulmones,
aproximadamente del mismo modo que el movimiento del émbolo de una jeringuilla
cuando aspiramos líquido hacia su interior, con la diferencia, no obstante, que el cuerpo
de la jeringuilla no varía de diámetro al aspirar, mientras que la acción del diafragma se
traduce en el ensanchamiento de la cintura abdominal. Es este ensanchamiento de la
cintura lo que justifica el nombre de respiración abdominal, a pesar de que el aire
inspirado no penetra, en modo alguno, en el interior del abdomen, sino que,
naturalmente, lo hace solamente en los pulmones.
Ahora bien, no respiramos solamente ni siempre con el diafragma, sino que podemos tomar
aire también elevando la parte superior del pecho. De manera natural, cuando estamos en
reposo, nuestra respiración es abdominal, torácica superior o, simultáneamente, torácica y
abdominal en proporción variable según lo que estamos pensando o experimentando. SI
estamos en un estado de ensoñación vaga, de contemplación tranquila, nuestra respiración
sería estrictamente abdominal. Si estamos interesados, estimulados o excitados, nuestra
respiración es tanto más torácica cuanto más animados estamos. Toda emoción viva eleva el
tórax. La sorpresa y el asombro se traducen en una rápida toma de aire por elevación torácica.
Obsérvese que la palabra inspiración tienen dos sentido: un sentido figurado que significa el
nacimiento o, más bien, el surgimiento de una idea en la cabeza. Una idea viva desencadena,
normalmente, un gesto inspiratorio vivo; una idea moderada, una inspiración moderada,;
mientras que una violenta emoción puede desorganizar el habla como consecuencia de una
inspiración excesiva.
Así, podemos ver que la inspiración es muy importante en el habla. Podemos decir que el
habla empieza desde la inspiración que la precede, del mismo modo que el acto de clavar un
clavo empieza en el momento que levantamos el martillo. Fónicamente, en cambio, la emisión
del habla no comienza hasta el momento de la espiración, del mismo modo que el clavo no
empieza a hundirse hasta que ha sido golpeado. Se trata de algo que comprendemos si nos
detenemos a reflexionar sobre ello, pero que o advertimos en el momento en que hablamos. Al
hablar, en efecto, tenemos la impresión de emitir informaciones, ideas, indicaciones y, en
definitiva, de estar comunicando algo; no tenemos la impresión de estar emitiendo aire. El aire
que sale de nuestra boca cuando hablamos no es más que un subproducto que ha liberado su
energía en nuestro órganos del habla para permitirles crear las vibraciones que van a ser
transmitidas hacia nuestros interlocutores. El habla no es transportada por una corriente de aire
y no es, en absoluto, el aire de nuestros pulmones el que va hasta los oídos de quienes
escuchan para contarles lo que tenemos que decirles, sino que la encargada de hacerlo es la
vibración del aire que nos separa de ello. Por otra parte, no siempre notamos cuando alguien
nos está echando el aliento a la cara al hablarnos.
Podemos comprender que la mecánica respiratoria se afecte cuando el habla se altera, pero
podríamos imaginar perfectamente el proceso inverso, es decir, que la perturbación respiratoria
exista antes que la tartamudez y que sea su causa. En este caso, si esta hipótesis fuera cierta,
el tratamiento de la tartamudez podría limitarse a una reeducación respiratoria. Sin embargo,
podemos observar que en la mayor parte de las personas tartamudas, las perturbaciones
respiratorias no existen más que durante el acto del habla. El origen respiratorio de la
tartamudez parece, en estas condiciones, bastante dudoso, y hace más de medio siglo que
todos los especialistas en el tema se han puesto de acuerdo sobre este punto. ¡Esto quiere
decir que la respiración no intervenga en modo alguno en la tartamudez!. Ocurre lo mismo que
con la laringe y la lengua.
Perturbación de la autoescucha
Es posible hacer que una persona escuche su propia habla con un ligero retraso respecto al
momento de su emisión. Basta para ello con disponer de un magnetófono al que se haya
conectado auriculares que nos devolverán a partir de la cabeza de grabación, el sonido de las
palabras enviadas al micrófono. La cinta magnética pasará primero por la cabeza de grabación
y un momento después llegará a los auriculares, esto nos permitirá oír inmediatamente lo que
acabamos de registrar, con un retraso entre una fracción y algo más de un segundo, según la
velocidad de transmisión. Estos aparatos con cintas magnetofónicas son ya bastante raros,
pero existen algunos dispositivos electrónicos llamados multiefecto que permite registrar
fácilmente sonidos con esta ligera demora. En estas condiciones, podemos constatar que la
escucha retardada provoca, a menudo, en la persona no tartamuda, en primer lugar, un
enlentecimiento del habla y después, la aparición de tropiezos muy parecidos a los que se
producen en la tartamudez. Fue un norteamericano, John Lee, quien, en 1941 y por pura
casualidad, descubrió en su misma persona este fenómeno, al que denominó “tartamudez
artificial”. Más curioso todavía resulta que si una persona tartamuda se somete a esta escucha
retardada – llamada más tarde DAF (Delayed Auditory Feedback) -, su tartamudez desaparece
momentáneamente en la mayoría de los casos. Recientemente, André Allali, un logopeda con
quien el autor ha colaborado en varias obras, ha observado la misma desaparición de la
tartamudez mediante un procedimiento de autoescucha en el que el habla del paciéntele es
enviada electrónicamente no con un ligero retraso, sino después de la transformación del timbre
de su voz. Esta desaparición se acompaña de un sentimiento de euforia muy particular, como si
el paciente estuviera contento de no reconocer su voz.
El descubrimiento de este efecto de la escucha retardada sobre el habla de las personas
tartamudas y de las personas que no lo son suscitó una gran cantidad de trabajos y ensayos
terapéuticos basados en la idea de que el problema fundamental que provocaba la tartamudez
era un trastorno de la autoescucha.
Insuficiencia linguoespeculativa
Todas las distonías focalizadas se caracterizan (hasta que se demuestre lo contrario) por el
hecho de que hasta el momento no ha podido constatarse, en ninguno de los pacientes que las
padecen, lesión anatómica alguna en el sistema nervioso que pueda explicarlas. Podríamos
decir, que pertenecen más bien a una neurología que podríamos calificar de “disfuncional”,
dado que los problemas motores que engloba afectan no a un órgano o a un miembro, sino a
una función en particular: la escritura, la práctica de un instrumento musical concreto, la vista, el
sostenimiento de la cabeza, la fonación, etc. Los problemas de articulación del habla que se
observan en la tartamudez son, de hecho, del mismo tipo y de acuerdo con el autor, se
desarrollan asimismo de manera muy similar. En general, aún cuando mínimos y reversibles en
el momento de su presentación, todos estos problemas evolucionan (se cronifican) en la
medida en que el individuo actúa sobre ellos por un reacción de esfuerzo voluntario poco
conciente, ciego incluso se podría decir, y en consecuencia profundamente inadaptado. Esta
reacción de esfuerzo de condiciona poco a poco, aumentando la intensidad, y acaba por
provocar fallos y bloqueos del movimiento que se presentan de improviso. Ya sea que afecten a
la escritura, a la práctica de la trompeta, a la orientación de la cabeza, a la voz o al habla, todos
estos problemas presentan un parentesco clínico indiscutible, y pueden incluso asociarse y
presentarse simultáneamente en un mismo paciente. Así, podemos encontrarnos a veces con
que un paciente afectado de disfonía espasmódica había presentado también episodios de
tartamudez en su infancia; o podemos descubrir uno de estos problemas en los antecedentes
familiares de un paciente que sufra de otro de ellos: un calambre de los escribientes en el
abuelo de un paciente tartamudo, por ejemplo.
En cuanto a las discusiones acerca del origen de las disfonías focalizadas, son exactamente
las mimas que tienen lugar en el caso de la tartamudez.
La idea de que la tartamudez sea producida por la misma persona que la padece puede
parecer, en un principio, escandalosa. No obstante, si comprendemos mejor cómo se instala
este desorden en los mecanismos del habla de la persona tartamuda, vemos que no hay nada
de culpabilizante en esta afirmación. Para explicar este trastorno es necesario, sin embargo,
comparar más atentamente el habla de una persona tartamuda con el de una persona que no lo
sea, y buscar más de cerca qué es lo que las distingue fundamentalmente. Esta distinción no
resulta en absoluto algo evidente, especialmente cuando constatamos que la tartamudez no es,
en modo alguno, exclusividad de las personas tartamudas, sino que puede afectar a todo el
mundo.
¿Qué es lo que ocurre con el habla de una persona tartamuda cuando empieza a
presentarse tales tartamudeos –incluso en ausencia de cualquier exaltación o nerviosismo-? En
este caso, se produce el proceso inverso: podemos percibir –de manera siempre intuitiva- un
aumento progresivo de tensión en los órganos del habla de esta persona; un aumento tan
reflejo e involuntario como es la disminución de la tensión de la persona no tartamuda al
exaltarse. Este incremento de la tensión puede percibirse de varias maneras, como por ejemplo
a través de la elevación de la tonalidad o de la intensidad de la voz a cada sílaba, o bien a lo
largo de la prolongación (la voz se eleva). Podemos notarlo asimismo en el carácter cada vez
más tenso y explosivo de su articulación, o adivinarlo tras la impresión de esfuerzo creciente
empleado por el sujeto para hacer ceder un bloqueo. Podemos incluso, a veces, confirmarlo
violentamente ante el espectáculo de uno u otro de los problemas asociados descritos en el
capítulo anterior. Aún cuando la persona tartamuda intente disimularlo al máximo, podemos
darnos cuenta fácilmente de la lucha que mantiene contra las sílabas y las palabras; y, en el
caso de que la lucha desemboque en el comportamiento de estupefacción que caracteriza la
tartamudez por inhibición, nos es imposible confundirlo con una relajación dada la
impresionante evidencia de malestar y desasosiego que podemos observar.
Esta evidente elevación de la tensión fue confirmada y precisada por la experimentación
electromiográfica y, en particular, por la desarrollada por el investigador norteamericano W.
Starweather. Colocando unos electrodos en los músculos orbiculares de los labios, este
investigador registró un aumento de la actividad eléctrica no solamente en el momento del
bloqueo, sino también justo antes del mismo, en el momento en que el bloqueo era sentido por
el individuo como algo inevitable.
En relación con lo que ocurre en el sujeto no tartamudo, podemos constatar en suma, en la
persona tartamuda, la existencia de una inversión del reflejo normal de relajación de los
órganos fonatorios en el momento de los accidentes del habla..., inversión que se presenta ya
en el momento en que estos accidentes son temidos más o menos concientemente. Este
aumento de tensión es involuntario, ya que se trata de un reflejo, pero, contrariamente a lo que
ocurre con el reflejo de relajación en el sujeto no tartamudo, es generalmente conciente.
Cuando se les expone esta noción de inversión del reflejo de relajación, las personas
tartamudas declaran normalmente, salvo en algunas excepciones, que esto se corresponde
exactamente con lo que experimentan. La única novedad para ella es, a veces, la existencia de
accidentes en el habla normal, ya que no se habían dado cuenta de que estos accidentes se
presentan también –naturalmente en menor grado- en el habla no tartamuda. Creían que eran
las únicas personas del mundo que tartamudeaban. Así pues, toda persona que habla es una
persona que tartamudea... de vez en cuando, y lo que caracteriza realmente a la tartamudez no
es la presencia de accidentes del habla, ya que se encuentra en el habla de todo el mundo, sino
el hecho de reaccionar frente a ellos con un aumento de tensión, cuando la reacción normal es
disminuirla de manera automática. Este aumento de la tensión en la persona tartamuda
favorece, evidentemente, la presentación de nuevos accidentes del habla, que se sucederán,
así, cada vez con mayor intensidad y con mayor frecuencia. Hemos de precisar que en las
personas tartamudas esta inversión no se produce frente a cada accidente del habla. Dicho de
otro modo, el reflejo de relajación se conserva en mayor o menor medida en la mayoría de ellas,
en muchas circunstancias en las que su habla parece no generar problema alguno. Solamente
en algunos momentos, y en particular cuando se teme tartamudear, es como si se conectara un
interruptor y el reflejo normal de relajación se invierte, provocando “la catástrofe” a
consecuencia del incremento de la perturbación del habla. Así se explica el carácter, a menudo
caprichoso e imprevisible, de la tartamudez que señalábamos ya en el capítulo anterior.
La inversión del reflejo de relajación en el momento de los accidentes del habla (al principio,
a menudo, banales) constituye, en opinión del autor, la primera alteración seria del acto del
habla. La toma de conciencia de esta primera alteración no permite, desgraciadamente, a las
personas tartamudas su corrección inmediata. Podríamos pensar, en efecto, que para
solucionar el problema bastaría tan sólo con esforzase en disminuir la tensión en los momentos
en que, hasta ahora, se incrementa. ¡Esforzarse en relajarse! A primera vista, puede resultar
ligeramente paradójico, pero puede aprenderse. Sin embargo, el hecho de que se trate de un
reflejo significa que se trata de un fenómeno involuntario y rápido que se desencadena, quizás,
en una décima de segundo. Sustituir esta distensión rápida e involuntaria por la voluntad de
distenderse, que requiere al menos 2 o 3 segundos (¡... si no 10!), aparece, desde luego, como
algo completamente imposible. Recordemos que entre un movimiento automático y un
movimiento voluntarios existe una diferencia de escala de 1 a 30 aproximadamente (allí donde
un gesto automático es del orden de 1mm, el movimiento voluntario que quiere copiarlo es, sin
duda, del orden de 3 mm). De este modo, en el momento en que empezamos a querer poner
orden en un comportamiento automático, como la marcha, la respiración o el habla, estamos, al
principio, en la desmesura y causaremos más bien un desorden. Es inevitable. Es como cuando
decidimos ordenar los armarios: en un primer momento, nuestra acción provoca un desorden
descomunal en la habitación.
Tenemos de destacar que todos los niños que se esfuerzan por mejorar su habla no
desarrollan una tartamudez sino que solamente lo hacen aquellos que continúan haciendo
estos esfuerzos o los incrementan a pesar de los accidentes que se van haciendo más
frecuentemente en su habla a pesar de los tartamudeos); de lo contrario, la mitad o más de la
población sería tartamuda. Queda, pues, preguntarse por qué ciertos niños continúan
aumentando sus esfuerzos a pesar de los tartamudeos cuando otro, en la misma situación,
acaban por disminuir la tensión. Esta cuestión nos lleva a la noción de factores predisponentes
y factores desencadenantes.
Algunos factores predisponentes están relacionados con el mismo niño. El primero –y
consideramos que esencial- de estos factores es que el niño disponga de un potencial de
energía importante. No todo el mundo puede volverse tartamudo. Podría decirse, incluso,
que es preciso estar dotado para ello. No es un niño cualquiera que a los tres años se obstina
en vencer sus accidentes del habla a fuerza de proponérselo. Es necesaria una cierta voluntad
–que no todo el mundo posee- y algo de rigidez mental: es el niño que tolera mal tener que dar
su brazo a torcer cuando él ha decidido su propia manera de decir algo. Esta fuerza de
voluntad, no obstante, está aquí mal aplicada, ya que el mecanismo del habla es algo fino y
delicado, que no responde bien al trato forzado. Una vez que el problema de la tartamudez
haya sido resuelto, esta particularidad del temperamento del niño podrá seguramente,
emplearse de manera más afortunada en alguna otra actividad. Siempre resulta algo positivo
disponer de un capital semejante de energía, aunque en el caso concreto del habla no sea de
ninguna utilidad. Del mismo modo, puede considerarse también positivo disponer de un coche
potente; pero si chocamos con él contra un obstáculo, los destrozos, evidentemente, serán
mayores que si lo hacemos con un triciclo. El resto de factores predisponentes de esta primera
categoría, es decir, que dependen del niño en sí mismo, son menos ventajosos que el dela
fuerza de voluntad. Así, todo lo que es capaz de engendrar dificultades psicomotrices puede, de
hecho, incluirse en el grupo de factores predisponentes, desde la enfermedad motriz cerebral a
los problemas de aprendizaje, pasando por lo s temperamentos perfeccionistas, la tendencia
obsesiva y, en especial, por todas las causas de sufrimiento psicológico de la primera infancia.
Algunos de estos factores pueden incluso tener un origen genético. Se trata de un mundo
complejo en el que podemos perdernos fácilmente si en lugar de considerar estos factores
prediponentes como tales, esperamos encontrar entre ellos la causa universal de la
tartamudez.
Existen otros factores predisponentes ligados, esta vez, al entono del niño. Uno de los más
comunes es una exigencia excesiva en cuanto a la corrección del habla. Hay muchos padres
que no toleran que el aprendizaje del habla se lleve a cabo en un cierto desorden aparente,
siguiendo el proceso de aproximaciones sucesivas. Algunos creen, equivocadamente, que los
errores del lenguaje deben ser corregidos tan pronto como sea posible para que el niño no
adopte malas costumbres (!). Asimismo, otras exigencias pueden, del mismo modo, pesar sobre
el niño de una manera nefasta. En este sentido, por ejemplo, la expresión temporal: “Date prisa,
que aún llegaremos tarde”, en el contexto de un empleo sobrecargado del tiempo, o bien, de
una manera más general, todas las causas de apresuramiento o estrés crónico en el seno
familiar o escolar pueden hacer que el niño viva en tensión. Esta excesiva tensión puede
desestabilizar la mecánica del habla del niño y provocar a continuación, por su parte, esa
reacción de esfuerzo que conducirá a la cronificación de la tartamudez.
Respecto a los factores desencadenantes, se trata normalmente de acontecimientos
concretos, a veces completamente ordinarios, pero susceptibles de ser vividos por leño de una
manera traumática: el nacimiento de otro niño en la familia, una mudanza, un cambio de
escuela, el alejamiento del medio familiar debido a una hospitalización o a unas vacaciones. En
ocasiones puede tratarse de acontecimientos más evidentemente traumáticos, que han
asustado al niño y le han causado un shock emocional: un accidente de coche, la muerte de
alguien cercano, un incendio, una agresión, etc. Acontecimientos que resultarán tanto más
traumáticos cuando sean minimizados o cuando el niño no consiga reconocerlos y expresarlos.
Estos factores predisponentes y desencadenantes merecen ser evaluados atentamente,
pero sin precipitación. Efectivamente, resulta muy fácil quedarse con una primera explicación,
sin ir más allá, y no llegar a una compresión real de lo que le ocurre al niño que empieza a
tartamudear. Cuando en el entorno del niño se da un factor desencadenante, podemos tener
tendencia a sobrevalorar su importancia: “¡Qué desgracia que este perro haya asustado a mi
hijo!”, pueden pensar unos padres, temiendo los daños irreparables que esta experiencia
traumática puede haber causado al niño. Es esencial que estos padres sepan que un
acontecimiento de este tipo no bastará nunca por sí solo; que este trauma podrá desencadenar
la aparición de la tartamudez solamente cuando exista un terreno propicio constituido por los
factores predisponentes. Es preciso tener presenta que si la tartamudez aparece y persiste es
porque estos factores predisponentes y desencadenantes han suscitados y mantienen en el
niño esta reacción particular de lucha solitaria contra su propio problema. La tartamudez es un
fenómeno multifactorial y complejo, pero en el capítulo 7 veremos cómo, a pesar de todo, es
posible evitar su arraigamiento.
Otra prueba –si resultara necesario añadir alguna-, del papel del esfuerzo voluntario en la
inversión del reflejo normal de relajación que provoca, viene dad por la eficacia de la prevención
cuando ésta consiste, prioritariamente, en tratar de eliminar dicho esfuerzo en el momento
ñeque su habla se atasca. El problema es obtener, por parte del entorno familiar y escolar, en el
momento de los accidentes del habla, una actitud tal que el niño sienta que este esfuerzo no es
en modo alguno necesario. Y esto no es precisamente fácil de conseguir. No se consigue no
por la autoridad ni por la persuasión. En el capítulo 7 hablaremos más afondo de este problema
fundamental.
Si aceptamos como cierta la primera alteración del habla que hemos descrito como primer
paso hacia la fijación de la tartamudez, podemos entonces comprender que no es exactamente
la insuficiencia linguoespeculativa la que desencadena la cronificación dela tartamudez, sino
más bien el sentimiento de esta insuficiencia en el niño, ya sea real o simplemente figurada.
Resulta comprensible que un sentimiento más o menos conciente de insuficiencia del habla
pueda, de una manera natural, conducir a un esfuerzo voluntario para mejorar la calidad dela
misma. Puede tratarse, por supuesto, de un niño realmente retardado o víctima de una
deficiencia de origen orgánico, que, enfrentado a su entorno o así mismo, cree ser conciente de
pronto de su necesidad de esforzarse por recuperar el terreno perdido o de paliar esta
deficiencia. Pero puede tratarse, por el contrario, de un niño particularmente precoz y bien
dotado, que se ha valorizado a sí mismo o que su entorno lo ha valorizado por la excelencia de
su habla. Al creerse obligado a mantener este nivel alto, puede llegarse a sentir atrapado por
esta exigencia de calidad que acaba por sobrepasar los medios de los que dispone. Se trata, no
obstante, de casos particulares que no deben ser generalizados. El esfuerzo por hablar mejor
no vendrá siempre sostenido por un sentimiento de insuficiencia en el manejo de la lengua, ya
sea esta insuficiencia real o no. El esfuerzo por expresarse cueste lo que cueste y a pesar de
cualquier obstáculo imprevisto –ya sea obstáculo físico- es suficiente. Como ya hemos dicho, la
tartamudez es todo un mundo.
La primera alteración del habla varía y se atenúa con la edad
La inversión del reflejo de relajación pasa por distintos períodos alternos de agravación y de
atenuación durante la infancia y la adolescencia. La inversión se hace más constante y más
intensa cuando el individuo se enfrenta a la obligación (real o supuesta) de tener que hablar
pase lo que pase, o también cuando el sujeto vive situaciones o acontecimientos más o menos
estresantes. Se atenúa, en cambio, si el habla presenta para él una menor importancia o si su
vida pasa por un período de desarrollo más armonioso. Del mismo modo, el problema se
atenúa, en general, con la edad, de decenio en decenio, incluso en ausencia total de
tratamiento, en la mediad en que la persona tartamuda toma una actitud menos agresiva frente
a su tartamudez y aprende a vivir mejor con ella. Sin embargo, al final de esta evolución
espontánea no se encuentra, realmente la curación completa.
Reacciones en cadena
La recuperación eventual del reflejo de relajación frente a las dificultades del habla no basta
para asegurar la curación completa de la tartamudez. El desorden subyacente a la tartamudez
no se limita, en efecto, a esta primera alteración, sino que la inversión del reflejo de relajación
es solamente el primero de los atentados contra la fisiología normal del habla, que se continúa
generalmente, y como veremos en el próximo capítulo, con otros problemas que se suceden
siguiendo una reacción en cadena. Podemos entender fácilmente que esta primera alteración
conduce generalmente a un callejón sin salida. A base de aumentar el sobrevoltaje de la
mecánica fonatoria articulatoria, el individuo se arriesga a llegar a situaciones insoportables;
inacabables repeticiones de sílabas, prolongaciones interminables, bloqueos absolutos,
problemas asociados inaceptables. Para evitarlo, el sujeto tartamudo, enfrentado a esta
sobretensión que se desencadena a pesar de sus intentos por impedirlo, se sirve ahora de
estrategias que le permitan triunfar sobre los obstáculos de otro modo que por la fuerza pura y
dura. ¡Incluso cuando se dispone de mucha energía, esto acaba por ser agotador!.
Una primera estrategia consiste en intervenir voluntariamente en la articulación de las sílabas,
en la composición de las frases, en la elección de las palabras; es decir, en el detalle de
ejecución del habla, lo cual pertenece normalmente al dominio de los movimientos automáticos.
Esta nueva distorsión del acto del habla, esta segunda alteración, permite ciertamente al
individuo salir del callejón sin salida en el que se había introducido (o incluso evita que entre en
él), pero se traduce en una pérdida, más o menos marcada, del carácter espontáneo del habla,
que se aleja así de su funcionamiento natural. Esta pérdida de la espontaneidad del habla
conduce, la mayor parte de las veces, a nuevos atolladeros, de los que el individuo saldrá
gracias a una tercera alteración (la pérdida del comportamiento tranquilizador), que irá seguida
de una cuarta (pérdida de la aceptación de ayuda), y después de una quinta (pérdida de la
autoescucha). Incluso en el caso de que la primera alteración se atenúe con el tiempo, la
persistencia de las siguientes mantienen el habla dentro de un estado patológico. Esto significa
que cuando la primera alteración se arraiga en el comportamiento del habla de la persona
tartamuda y se hace aparentemente irreversible, el problema se complica.
Insistimos en que la tartamudez no es un fenómeno simple y que curarla una vez fijada aunque
sea posible, resulta extremadamente difícil. De ahí que sea necesario hacer todo lo posible para
su prevención.