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Diez años de permanencia en la OEA me permitieron ver los problemas del país
desde un escenario global y establecer de forma mas precisa cómo podríamos
fortalecer nuestra democracia. De igual manera, ese tiempo fuera del país me
permitió comprender algunos de los grandes desafíos que nos ha impuesto la
globalización, los peligros y oportunidades que ella implica, así como sus
consecuencias políticas y sociales.
Con los vivas al partido liberal y con el ondear emocionado de las banderas
rojas, este congreso es la continuación de una gran tradición de la historia
política de Colombia.
Sus estatutos son también los de un partido moderno, que busca tomar sus
decisiones de manera democrática. De hecho, ha vinculado de manera amplia a
muchos sectores sociales y del llamado sector abierto, y a jóvenes de la nuestra
sociedad cuyo origen va más allá de sus dirigentes políticos. Esto ha renovado
el partido y le ha dado una mística excepcional.
Eso sí, pienso que sólo queremos en el partido a quienes regresen como
dirigentes, comulguen con nuestras ideas, compartan nuestras decisiones,
adopten nuestro programa y se ciñan al comportamiento ético a partir del cual el
liberalismo realiza su accionar político.
Aprendí de Luis Carlos Galán que el papel del Partido Liberal es usar la política
para transformar a Colombia y me quedé con esa convicción.
El Presidente no tiene una visión del país a largo plazo. Se dedica a la pequeña
gerencia, a las cosas menudas, a la política al detal. No tiene una concepción
global de la vida nacional. Parece que su obsesión es derrotar a la guerrilla, lo
que compartimos todos los colombianos, seamos o uribistas o no. El resto es
política, política personal, politiquería, en otras palabras, para su propio
engrandecimiento.
Cada vez tiene un mensaje más confuso: Hoy a favor de la inversión privada,
mañana en su contra. Hoy a favor del gasto público, mañana alarmado por el
déficit fiscal. Hoy amigo de las exenciones tributarias para los adinerados,
mañana preocupado por la falta de confianza en las políticas económicas.
Tal vez no hay aspecto sobre el cual tenga más discrepancia con el presidente
que sobre el tema del papel de los partidos políticos en nuestra democracia.
Por eso, parodiando a Alberto Lleras, quien dijo que “la Providencia nos preserve
de una nueva Regeneración”, los liberales podemos decir que ojala nos preserve
del gobierno de Uribe.
El reto es mantener esa legitimidad, que transita por el respeto a los derechos
humanos y por el acatamiento al principio de separación de poderes y su
sistema correlativo de frenos y contrapesos. No vamos a permitir que las fuerzas
anticonstitucionales, agazapadas en la coalición de gobierno, logren hacernos
retroceder en la batalla ya ganada de la legitimidad institucional. Los liberales y
otras fuerzas políticas y sociales nos movilizaremos en su defensa con vigor y
convicción.
Las virtudes de la Carta de Derechos son bien conocidas, incluso por quienes no
saben leer ni escribir. Hasta los más marginados, excluidos o humildes, han
palpado que la Acción de Tutela es una herramienta poderosa tras esa
protección, ayer esquiva, para garantizar sus derechos, para defenderse de la
arbitrariedad, para que se les haga justicia, para que se resuelvan en paz los
conflictos, para que se solucionen problemas atascados y acumulados por
décadas.
Digamos, entonces, en primer lugar, que el Partido Liberal fue el promotor de los
principales cambios económicos y sociales de los últimos quince años:
Luego, en los dos gobiernos liberales de los años noventa, impulsó un enorme
aumento en las transferencias regionales, con el propósito fundamental de
promover el gasto social, en educación, salud y saneamiento, bajo la tutela de
regiones fuertes y vigorosas. En este empeño, mi gobierno creó el Sisbén, un
mecanismo insustituible para hacer que los auxilios del Estado lleguen a los más
pobres. El gobierno Samper desarrolló este instrumento de manera decidida.
El gobierno liberal que presidí creó los subsidios a la vivienda y a los ancianos,
que son hoy los instrumentos fundamentales de la acción del Estado para llegar
a la población pobre.
Fue una política que le ayudó a los empresarios colombianos a mirar al mundo
con más optimismo y menos miedo, conscientes de la importancia del enorme
mercado que puede existir para nuestros productos y nuestros talentos, más allá
de las fronteras nacionales.
La reformas de los noventa no han surtido todos los efectos que de ellas se
esperaban, en primer lugar, porque el país fue duramente golpeado por una
enorme ola de violencia por parte de guerrilleros y paramilitares, que desanimó
la inversión y golpeó el crecimiento. No podemos olvidar que por muchos años
los observadores internacionales consideraron que Colombia no era un país
viable y que el empleo cayó a niveles sin precedentes en 1999.
En segundo término, nuestra economía, como las del resto de América Latina,
fue afectada duramente por la volatilidad de los capitales, cuyo retiro abrupto de
la región causó una fuerte recesión en casi todos los países. La gran crisis de
finales de los noventa no fue, para nada, un problema exclusivo de Colombia.
Hay que reconocer en todo caso que las reformas que realizamos entonces
están superadas por los episodios de estos años no en su relevancia, sino en la
necesidad de mover la agenda pública y la acción de la sociedad y el Estado
hacia aspectos de índole institucional, social y política.
Pero no podemos expresar nada más que hay que cambiar de modelo, porque
eso sólo deja expuesto un profundo sentimiento de inconformidad y porque no
constituye en si mismo un cambio de política. Estamos obligados a señalar
cuáles son esos cambios y reflejarlos en nuestro programa. Nunca pensamos
que ya todo estaba hecho. Los esfuerzos de los noventa hay que
complementarlos, profundizarlos y rectificarlos ahora que el país necesita
nuevas reformas.
Por su parte, el gasto público debe dejar de subsidiar a los grupos de ingresos
más altos y debe concentrarse en los de menores recursos. Para ello se
requiere una gran voluntad política a fin de que tal gasto sea un mecanismo
efectivo de lucha contra la pobreza y de mejora de la distribución del ingreso.
El partido, en fin, debe impulsar sin temores reformas como la urbana, para
asegurar que los millones de colombianos que colman los estratos menos
favorecidos puedan tener acceso expedito a la vivienda. Enrique Peñalosa,
quien recientemente se integró al liberalismo, puede hacer una contribución
importante en este tema.
Este panorama sólo deja en claro que es imperativo que le demos un rol central
a la política social en nuestro desarrollo, asunto en el cual no fueron
particularmente afortunados ni el anterior modelo económico ni el que se ha
desarrollado a partir de los años ochenta.
Tuvimos el año pasado una mejoría en nuestro crecimiento económico pero nos
ubicamos por debajo del latinoamericano. Creo que empieza a ser claro que el
país necesita un conjunto de reformas que acrecienten y permitan el logro de su
potencial. Este es un asunto de la mayor trascendencia y en el cual el
liberalismo deberá trabajar con gran dedicación en el curso del 2006. No
podemos creer que el simple ajuste económico o estructural van a generar tasas
de más alto crecimiento. Nos tenemos que preocupar mucho más por la
inversión pública y privada, por el cambio tecnológico, por las nuevas
posibilidades que ofrece el comercio con Asia. La política de las amplias
exenciones tributarias de esta administración es poco creativa y muy poco
eficaz
Una estrategia liberal de seguridad tiene que incluir tanto los avances mostrados
por este gobierno, como asuntos que hoy día no están contemplados. El
aumento del pie de fuerza, que fue posible por el impuesto de patrimonio, debe
ser sostenible fiscalmente, pues ha mostrado resultados apreciables en control
territorial que no pueden descuidarse.
Por supuesto esto es viable a través del incremento de la fuerza pública, pero
también con el mayor fomento de la presencia estatal, de mecanismos de
resolución de conflictos e inversión social. Una estrategia liberal con tal enfoque,
debería recoger las excelentes experiencias del Plan Nacional de Rehabilitación
del presidente Virgilio Barco, así como las que se dieron en los dos gobiernos
liberales que le sucedieron.
El liberalismo estará sin vacilaciones allí donde pueda construir en beneficio del
país. Colombia requiere un pacto antiterrorista y el liberalismo ha manifestado su
voluntad de respaldarlo, si el gobierno da este paso que antes no ha querido dar.
Hoy los paramilitares están metidos hasta el fondo en la política sin haber dejado
las armas. Por eso debemos estar con los ojos abiertos y rechazar no sólo esta
actitud, sino también el hecho de que quieran convertirse en jueces de
ciudadanos y políticos honestos. Rechazo enfáticamente los señalamientos a
dirigentes como Horacio Serpa, Luis Fernando Velasco y Gustavo Petro por
parte de los paramilitares. Si no deploramos estas manifestaciones no
tendremos la autoridad moral para señalar sus alianzas y sus maniobras.
La ley no es lo único que debe definir el proceso de paz, pero en este caso el
proyecto que avanza con apoyo de las mayorías no será satisfactorio para una
parte de los colombianos. El proceso mismo no ha dado respuestas a
interrogantes tan claves como la reinserción de quienes dejen las armas, la
seguridad en las zonas paramilitares y la peligrosa combinación de política y
fusiles que están desplegando los paramilitares a lo largo y ancho del país, ni el
procedimiento judicial que sin duda conduce al total perdón y a la absoluta
impunidad.
El diálogo es una concesión del Estado y por tanto la discusión no puede estar
centrada en si hay o no diálogos con las guerrillas, sino en qué momento y en
que circunstancias serían más convenientes para las instituciones y para la
sociedad colombiana. Hacer un diálogo que descuaderne la legitimidad sería tan
insensato como negarse a hacerlo cuando se considere que, corriendo ciertos
riesgos calculados, puede llevar a desmontar grupos violentos.
Muchas Gracias