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DISCURSO DEL EXPRESIDENTE CESAR GAVIRIA EN LA

INSTALACIÓN DEL CONGRESO LIBERAL

Bogotá, 10 de junio de 2005

Con orgullo, satisfacción y un acendrado sentimiento del deber con Colombia y


con mi partido, me dirijo hoy a este congreso para expresar mis opiniones de
manera libérrima, acerca del devenir del país y la manera como creo debemos
avanzar para llegar con nuestras ideas y propuestas a todos nuestros
ciudadanos.

Diez años de permanencia en la OEA me permitieron ver los problemas del país
desde un escenario global y establecer de forma mas precisa cómo podríamos
fortalecer nuestra democracia. De igual manera, ese tiempo fuera del país me
permitió comprender algunos de los grandes desafíos que nos ha impuesto la
globalización, los peligros y oportunidades que ella implica, así como sus
consecuencias políticas y sociales.

Este congreso tiene una enorme trascendencia porque en él definiremos el


futuro de nuestra colectividad, indeleblemente ligada a la nación colombiana, y la
orientación que deben tener los asuntos públicos en las décadas por venir.

Hemos tenido un cuatrienio difícil como consecuencia de la política del


presidente Uribe, encaminada a poner todo el aparato del Estado al servicio de
dañar nuestra organización partidista. El espectáculo de fervor que ha
suscitado este congreso indica cuán equivocado estaba el presidente. Hay
liberalismo para rato. Aunque el presidente no lo crea, la historia no comenzó ni
va a terminar con él. El partido ha encontrado un puñado de dirigentes que lo
han guiado por aguas tumultuosas, comenzando por la directiva plural, hoy con
Juan Fernando Cristo a la cabeza. A ellos les debemos reconocer los
extraordinarios esfuerzos y la gran responsabilidad con que asumieron su difícil
tarea.

El congreso en la historia del partido

Con los vivas al partido liberal y con el ondear emocionado de las banderas
rojas, este congreso es la continuación de una gran tradición de la historia
política de Colombia.

Desde el siglo XIX el partido ha encauzado los anhelos de cambio social y


político en nuestro país. Ha estado cerca de grandes transformaciones, tan
importantes como la abolición de la esclavitud, el ingente esfuerzo educativo de
los gobiernos radicales, las conquistas sindicales de la Revolución en Marcha y
la lucha de Gaitán por encontrarle a los desposeídos un sitio en la sociedad
colombiana.

En épocas más recientes, esa misma voluntad se hizo verdad en el Movimiento


Revolucionario Liberal, que propugno por defender las ideas de pluralismo,
tolerancia y de derecho al disentimiento. Hace parte central de nuestro
patrimonio el sacrificio de Luís Carlos Galán en medio de su búsqueda de una
democracia limpia y abierta. Y, por supuesto, el partido liberal estuvo detrás del
gran impulso que le dio la Constitución de 1991 a la vida nacional.

Estamos orgullosos de los logros de nuestra colectividad a lo largo de la historia


y seguimos dispuestos a trazar la ruta de las transformaciones que buscan la
reivindicación del pueblo colombiano. En estos momentos en que el país no
tiene una visión de futuro, que contempla a tientas las cosas de cada día, el
partido liberal quiere el poder para buscar el crecimiento, la equidad y la
eliminación de la pobreza.

Son varios los asuntos que vienen a la consideración de este Congreso.

El primero de ellos apunta hacia la aplicación de los estatutos que se dio el


partido en la Constituyente Liberal. El segundo consiste en aprobar los
parámetros de una plataforma social democrática que le dé vigencia a las ideas
liberales con miras al siglo XXI. En tercer lugar, el liberalismo debe adoptar la
decisión de escoger su candidato único por el sistema de consulta popular, al
igual que poner en marcha el mecanismo de lista única establecido por la
reforma política que la colectividad promovió en 2003.

El cuarto tema que le da sentido a este encuentro es la defensa de la


Constitución de 1991, una tarea que el liberalismo debe emprender con todo
vigor, tal como recientemente lo propuso el ex presidente Alfonso López
Michelsen. En quinto lugar, el partido debe acordar los lineamientos para
cambiar el modelo económico actual por otro que genere más crecimiento y una
mayor y decidida lucha contra la pobreza. Por último, deberemos encontrar los
elementos de una política de seguridad que dé continuidad a la política del
gobierno del presidente Uribe, respetuosa de los derechos humanos y
complementada por una robusta política social.

Estatutos, partidos políticos y Consulta Popular

Celebro el camino recorrido por mi partido en el encomiable y complejo proceso


de organización, democratización y disciplina, con la Constituyente Liberal como
su fuente estatutaria y los valiosos aportes de Horacio Serpa. Esta nueva
normatividad se ha hecho compatible con los principios de la socialdemocracia y
la Internacional Socialista, que finalmente ha aprendido a sentirse cómoda con el
Partido Liberal Colombiano, y que incluso hoy cuenta con el propio Serpa entre
sus directivos.
Esa adaptación se ha dado en gran medida gracias a los cambios efectuados
por el Partido Liberal Colombiano a partir de la Constitución del 91 y su sólido
compromiso con los principios democráticos allí contenidos.

Sus estatutos son también los de un partido moderno, que busca tomar sus
decisiones de manera democrática. De hecho, ha vinculado de manera amplia a
muchos sectores sociales y del llamado sector abierto, y a jóvenes de la nuestra
sociedad cuyo origen va más allá de sus dirigentes políticos. Esto ha renovado
el partido y le ha dado una mística excepcional.

Apoyo firmemente la orientación de la Dirección Liberal, la cual ha venido


impulsando un período de apertura y reconciliación. Nos satisface en grado
sumo el regreso de varios senadores y representantes a nuestra organización en
las últimas semanas. Son personas de grandes capacidades y vida recta En
esa misma línea, debemos ser inclusivos y permitir que algunos de los que
acompañaron al presidente Uribe en sus iniciativas se vinculen de nuevo al
partido, al igual que aquellos que nunca han pertenecido a él. Todo ello con
miras a concretar una campaña reforzada en su estructura política, enérgica y
triunfante.

Eso sí, pienso que sólo queremos en el partido a quienes regresen como
dirigentes, comulguen con nuestras ideas, compartan nuestras decisiones,
adopten nuestro programa y se ciñan al comportamiento ético a partir del cual el
liberalismo realiza su accionar político.

Naturalmente, el partido y sus listas a corporaciones no pueden ser refugio de


los que pretendan recoger votos con el favor de grupos armados o aspiren a ser
elegidos con dineros de las mafias. Tampoco hay cabida para aquellos que
entiendan la política como mecanismo de enriquecimiento personal y familiar.
Tenemos que mostrar ante el país una cara limpia de corrupción y de
complicidades con el paramilitarismo, la guerrilla y el narcotráfico.

Aprendí de Luis Carlos Galán que el papel del Partido Liberal es usar la política
para transformar a Colombia y me quedé con esa convicción.

El problema con el presidente Uribe

Este congreso se reúne en medio de una peculiar situación en la que el


Presidente de la República, un hombre salido de nuestras filas, antiguo militante
de nuestro partido, se ha impuesto la tarea de golpear y debilitar a nuestra
organización política. Ha llegado, incluso, a invitar a nuestros integrantes a que
desobedezcan a los jefes de la colectividad.
Nuestra base, el pueblo liberal, debe entender las razones que le asisten al
partido para tomar el camino de la oposición al gobierno de quien fue elegido
gracias al voto de millones de simpatizantes de nuestras ideas.

Debemos reconocer que el pueblo colombiano apoyó masivamente al presidente


Uribe en el 2002, porque vio en él a un prominente jefe liberal, con un importante
historial de realizaciones en las distintas etapas de su vida pública. Fue
efectivamente un destacado ponente de importantes reformas en el gobierno
que presidí, y realizó notables transformaciones en la gobernación de Antioquia.
Los electores votaron por él al ver que propuso defender la vida, la honra y los
bienes de los ciudadanos, precisamente después de que durante varios años se
produjeron grandes avances por parte de las organizaciones armadas, y
arreciaron el secuestro, la extorsión y el asesinato.

Más adelante, los colombianos aprendieron a estimar con razón la dedicación y


el trabajo consagrado del Presidente. Admiran su lenguaje directo y la frecuencia
con que se dirige a ellos. Por todo eso, todavía mantiene altos niveles de
popularidad.

Sin embargo, muy a nuestro pesar, el presidente Álvaro Uribe se ha alejado de


las ideas y los principios liberales, y ha adquirido un lenguaje y un talante ajenos
al liberalismo. Después de haber sido alcalde, gobernador y parlamentario de
subrayadas virtudes, soldado de importantes batallas del partido en los años
setenta, ochenta y noventa, ha apuntalado su gobierno en alianzas con grupos
reaccionarios.

Ha desarrollado un estilo caudillista y mesiánico, centrado en su propia


personalidad, alejado del diálogo y de la participación de los distintos grupos y
sectores sociales. Así mismo, ha atacado reformas democráticas como la
Constitución de 1991 y ha decidido perpetuarse en el poder, por lo menos hasta
el año 2010.

La política social, un elemento fundamental del ideario liberal, se ha convertido


durante este gobierno en un instrumento asistencialista, por medio del cual el
caudillo hace favores, reparte cheques, regala becas y ordena que se pongan
vacunas a los niños, claro, siempre y cuando haya una cámara de televisión que
lo registre, y todo supuestamente como resultado de su gran corazón y de su
enorme capacidad de trabajo.

De esta forma, se trata de hacer olvidar que es el Estado, con la participación de


sus gobernantes y los recursos de los gobernados, el que tiene la obligación de
satisfacer los derechos económicos y sociales de la población.

El Presidente no tiene una visión del país a largo plazo. Se dedica a la pequeña
gerencia, a las cosas menudas, a la política al detal. No tiene una concepción
global de la vida nacional. Parece que su obsesión es derrotar a la guerrilla, lo
que compartimos todos los colombianos, seamos o uribistas o no. El resto es
política, política personal, politiquería, en otras palabras, para su propio
engrandecimiento.

En los temas económicos, la falta de visión del Presidente es especialmente


preocupante. Al comienzo del gobierno dio indicios de entender la gravedad de
los desequilibrios macroeconómicos. Pero después de perder el referendo, como
resultado en esencia de la torpeza política del mismo Gobierno, la
administración Uribe se ha vuelto cada vez menos responsable.

Cada vez tiene un mensaje más confuso: Hoy a favor de la inversión privada,
mañana en su contra. Hoy a favor del gasto público, mañana alarmado por el
déficit fiscal. Hoy amigo de las exenciones tributarias para los adinerados,
mañana preocupado por la falta de confianza en las políticas económicas.

El Partido Liberal es un partido popular, pero no populista. Es un partido serio,


que debe señalar cuándo es necesario adoptar reformas, cuándo hay que hacer
ajustes y cuándo es necesario mantener el rumbo para llegar a un puerto
seguro. Los constantes titubeos del Presidente, en todos los temas diferentes a
la seguridad, son motivo de muy honda preocupación.

Tal vez no hay aspecto sobre el cual tenga más discrepancia con el presidente
que sobre el tema del papel de los partidos políticos en nuestra democracia.

El brusco giro del Presidente a la derecha nos recuerda el tránsito de Rafael


Núñez, de sobresaliente jefe radical a caudillo de la Regeneración y aliado
incondicional de los grupos conservadores. Pero, a diferencia de Núñez,
nuestro autodenominado regenerador ha decidido perpetuarse en el poder, y
utiliza para ello todos los recursos, todas las políticas y todos los instrumentos
de proselitismo que encuentra en el aparato estatal.

Por eso, parodiando a Alberto Lleras, quien dijo que “la Providencia nos preserve
de una nueva Regeneración”, los liberales podemos decir que ojala nos preserve
del gobierno de Uribe.

Defensa de la Constitución del 91

La Constitución del 91 consagró instituciones más fuertes, consolidó la


gobernabilidad democrática y nos dio un derrotero de cómo avanzar hacia una
Colombia más participativa, democrática e incluyente, menos desigual en el
campo social y más justa. Vivo convencido de que las reformas a la Constitución
no se pueden convertir en un elemento de confrontación, de división o de
polarización en el seno de la sociedad colombiana.

La Constitución volvió a legitimar al Estado en el ejercicio de la autoridad y en el


cumplimiento de su deber básico de proteger a los colombianos. Si aplicar la
autoridad tiene hoy un amplio apoyo ciudadano, es en buena parte porque esa
autoridad es legítima desde el punto de vista democrático, en virtud de los
avances alcanzados en 1991.

El reto es mantener esa legitimidad, que transita por el respeto a los derechos
humanos y por el acatamiento al principio de separación de poderes y su
sistema correlativo de frenos y contrapesos. No vamos a permitir que las fuerzas
anticonstitucionales, agazapadas en la coalición de gobierno, logren hacernos
retroceder en la batalla ya ganada de la legitimidad institucional. Los liberales y
otras fuerzas políticas y sociales nos movilizaremos en su defensa con vigor y
convicción.

Las virtudes de la Carta de Derechos son bien conocidas, incluso por quienes no
saben leer ni escribir. Hasta los más marginados, excluidos o humildes, han
palpado que la Acción de Tutela es una herramienta poderosa tras esa
protección, ayer esquiva, para garantizar sus derechos, para defenderse de la
arbitrariedad, para que se les haga justicia, para que se resuelvan en paz los
conflictos, para que se solucionen problemas atascados y acumulados por
décadas.

La tutela es poder, pero poder ciudadano, redistribuido en beneficio del débil.


Como instrumento legal, ella ha creado un nuevo dominio, el dominio de la razón
basada en los derechos fundamentales. La Corte Constitucional ha sido la
cabeza de toda una jurisdicción dedicada a defender la Carta y ha ejercido su
delicada misión institucional con valor, independencia y seriedad.

Con la adopción del Sistema Acusatorio y la creación de la Fiscalía General de


la Nación, hemos dado saltos con zancos para disminuir la impunidad, hacerle
frente a la terrible dinámica que ha generado la mezcla del conflicto armado, el
terrorismo y el tráfico de drogas. Y con la misma Fiscalía a la cabeza,
seguiremos en la batalla contra todas las formas de criminalidad. Hoy los
corruptos y los delincuentes de cuello blanco le temen a esta institución. Ya no
se puede decir que la justicia colombiana sólo sanciona a los de ruana.

A quienes quieren ver en la Constitución un modelo económico supuestamente


neoliberal, tenemos que decirles que ella propició un Estado fuerte y vigoroso,
capaz de cumplir las funciones de vigilancia, regulación y control, y de hacer del
cumplimiento de sus responsabilidades esenciales una misión seria y eficaz. El
neoliberalismo busca reducir el papel del Estado. La Carta del 91 fortaleció al
Estado colombiano.

El liberalismo tiene como norte la defensa de la Constitución y este criterio será


también un referente central para el partido en la conformación de futuras
alianzas con otras fuerzas.

El programa del partido


Quienes creen que es difícil para el liberalismo aprobar un programa común
están equivocados. Tenemos muchos más puntos de encuentro que de
divergencia.

La plataforma socialdemócrata nos debe permitir encarar los desafíos que


enfrenta Colombia en el siglo XXI, con el principio cardinal de buscar la
solidaridad, la equidad y la igualdad. Son éstos los elementos necesarios para
guiar toda nuestra acción política y los que queremos impulsar desde las
instituciones del Estado.

Algunos se sienten confundidos ante el desempeño económico colombiano de


los últimos diez años y se preguntan si Colombia ha tomado por la senda
equivocada. Como tantas veces en el pasado, le corresponde al Partido Liberal
orientar a sus simpatizantes en los temas centrales del desarrollo y poner a
consideración de todos los colombianos sus ideas, sus doctrinas y sus
programas.

Digamos, entonces, en primer lugar, que el Partido Liberal fue el promotor de los
principales cambios económicos y sociales de los últimos quince años:

Para comenzar, jugó el papel protagónico en la adopción de nuevos derechos


económicos en la Asamblea Constituyente de 1991. En muchas décadas la
sociedad colombiana no ha tomado decisiones tan importantes en materia de
equidad y de justicia social.

Luego, en los dos gobiernos liberales de los años noventa, impulsó un enorme
aumento en las transferencias regionales, con el propósito fundamental de
promover el gasto social, en educación, salud y saneamiento, bajo la tutela de
regiones fuertes y vigorosas. En este empeño, mi gobierno creó el Sisbén, un
mecanismo insustituible para hacer que los auxilios del Estado lleguen a los más
pobres. El gobierno Samper desarrolló este instrumento de manera decidida.

Por otra parte, a diferencia de lo que predicaba la “cartilla” del Consenso de


Washington, las reformas que impulsamos los liberales en los años noventa
propiciaron un gran crecimiento del Estado colombiano. Nos quedamos cortos,
eso sí, en asegurarnos de que los recursos se gastaran eficientemente y que
llegaran de verdad a los más pobres.

El gobierno liberal que presidí creó los subsidios a la vivienda y a los ancianos,
que son hoy los instrumentos fundamentales de la acción del Estado para llegar
a la población pobre.

Además, estableció un modelo de servicios públicos que permitió ampliar la


cobertura a la mayor parte de la población colombiana, bajo un régimen de
solidaridad basado en la Constitución de 1991. Tal modelo hoy es ejemplo en el
mundo y les facilitó a ambos gobiernos liberales de la década vincular enormes
recursos del sector privado a los sectores de las telecomunicaciones, la
electricidad, el agua potable y el alcantarillado, el gas natural, carreteras y
puertos.

Fue una política que le ayudó a los empresarios colombianos a mirar al mundo
con más optimismo y menos miedo, conscientes de la importancia del enorme
mercado que puede existir para nuestros productos y nuestros talentos, más allá
de las fronteras nacionales.

A pesar de todos estos esfuerzos, cuando se miran los resultados de crecimiento


y de reducción de la pobreza en los últimos ocho o diez años, éstos resultan
decepcionantes. En todo caso discrepamos con quienes piensan que con sólo
disminuir el rol del Estado y privatizar la producción de algunos bienes y
servicios se resolverían los problemas de nuestra sociedad. Esa visión
minimalista es ajena por completo a las necesidades de la Colombia de hoy.

La reformas de los noventa no han surtido todos los efectos que de ellas se
esperaban, en primer lugar, porque el país fue duramente golpeado por una
enorme ola de violencia por parte de guerrilleros y paramilitares, que desanimó
la inversión y golpeó el crecimiento. No podemos olvidar que por muchos años
los observadores internacionales consideraron que Colombia no era un país
viable y que el empleo cayó a niveles sin precedentes en 1999.

En segundo término, nuestra economía, como las del resto de América Latina,
fue afectada duramente por la volatilidad de los capitales, cuyo retiro abrupto de
la región causó una fuerte recesión en casi todos los países. La gran crisis de
finales de los noventa no fue, para nada, un problema exclusivo de Colombia.

Hay que reconocer en todo caso que las reformas que realizamos entonces
están superadas por los episodios de estos años no en su relevancia, sino en la
necesidad de mover la agenda pública y la acción de la sociedad y el Estado
hacia aspectos de índole institucional, social y política.

Tenemos la vasta tarea de enfrentar esos problemas y es urgente aplicar las


muchas lecciones aprendidas a lo largo de estos años. De ahí que cuando la
mayoría de la gente en Colombia pide un cambio de modelo le debemos una
respuesta afirmativa: vivimos un periodo de escaso crecimiento y son magros
nuestros resultados en la lucha contra la pobreza.

Pero no podemos expresar nada más que hay que cambiar de modelo, porque
eso sólo deja expuesto un profundo sentimiento de inconformidad y porque no
constituye en si mismo un cambio de política. Estamos obligados a señalar
cuáles son esos cambios y reflejarlos en nuestro programa. Nunca pensamos
que ya todo estaba hecho. Los esfuerzos de los noventa hay que
complementarlos, profundizarlos y rectificarlos ahora que el país necesita
nuevas reformas.

La agenda es enorme y debe adoptarse cuanto antes. A la cabeza de las


preocupaciones debe estar la educación. En el siglo XXI está claro que las
sociedades igualitarias son aquellas que educan a todos los niños y jóvenes en
condiciones de igualdad. Creo que va llegando el momento en el cual los
compromisos de Colombia con la instrucción sean los de toda la sociedad, para
que no sean cambiados coyunturalmente por el gobierno de turno.

En el campo tributario, no debemos vacilar en adoptar un modelo que elimine los


enormes privilegios de unos pocos y que evite que grandes sectores
económicos queden por fuera de la legislación fiscal.

Por su parte, el gasto público debe dejar de subsidiar a los grupos de ingresos
más altos y debe concentrarse en los de menores recursos. Para ello se
requiere una gran voluntad política a fin de que tal gasto sea un mecanismo
efectivo de lucha contra la pobreza y de mejora de la distribución del ingreso.

El partido, en fin, debe impulsar sin temores reformas como la urbana, para
asegurar que los millones de colombianos que colman los estratos menos
favorecidos puedan tener acceso expedito a la vivienda. Enrique Peñalosa,
quien recientemente se integró al liberalismo, puede hacer una contribución
importante en este tema.

Vislumbramos también la reforma agraria, con la incorporación de las tierras que


han estado vinculadas al delito y al narcotráfico.

El compromiso primordial de la agenda del liberalismo, tiene que girar en torno al


ideal del buen Estado como razón de la política. Y no me refiero a su tamaño,
sino a su eficacia, a su capacidad para prestar servicios públicos o para ejercer
sus funciones de regulación, supervisión y control. Sólo un Estado fuerte,
respetuoso de la democracia y con prestigio, puede garantizar los derechos de
todos, proteger a los más vulnerables y transformar a la sociedad colombiana.

Es mínimo lo que se ha hecho en este sentido a lo largo de la administración


Uribe, por el poco respeto que el Presidente de la República tiene por estos
temas y por su errada decisión de entenderse con cada parlamentario. Esta
última conducta lo ha llevado a prácticas clientelistas, que sólo le hacen daño a
nuestra democracia y que son contrarias a los enunciados que planteó como
candidato y ya como mandatario.

A él le gusta más la “desinstitucionalizacion”, el negocio al menudeo. Mientras


que no ha podido coordinar su propia bancada, en el liberalismo ha promovido
una indisciplina de la que poco puede ganar el país. La fallida creación del
partido uribista únicamente ha servido para confirmar esa escasa consideración
que el Presidente tiene por las instituciones. Tratar de crear un partido
exclusivamente para reelegir un presidente y unos parlamentarios no constituye
la mejor demostración de búsqueda de fortalecimiento de la democracia.

Modelo económico: más reformas

El liberalismo debe preguntarse, con el sentido más crítico, qué es lo que ha


hecho de la sociedad latinoamericana, y de la colombiana en particular, la
menos equitativa del mundo. En todo caso, ya sabemos que el solo crecimiento
no acaba con la pobreza y que con bajo desarrollo es más difícil aún nuestra
tarea.

Muchos en el hemisferio le atribuyen exclusivamente la culpa de las


desigualdades persistentes en Colombia al modelo económico. Personalmente
creo que ni el anterior ni el nuevo han servido para eliminar la pobreza y la
marginalidad. Abandonar de súbito estos esquemas, como ya lo he expresado,
es una táctica riesgosa en un mundo tan competitivo e interdependiente como
en el que vivimos.

Soy de la idea de que estos problemas son más un fracaso de nuestras


deficientes políticas educativas, de salud, de nutrición, al igual que de la falta de
equidad en nuestros desarrollos urbanos. Como ya lo señalé, en el Estado y las
instituciones públicas están las claves para erradicarlas.

Al tiempo que acometemos estas tareas, tenemos que hacerle frente a la


globalización sin ánimo derrotista, tratando de gobernar sobre ella. El contexto
internacional es de extrema competencia y es necesario actuar en él con
nuestros recursos naturales, humanos y empresariales. Tenemos que ganar en
ese difícil entorno. Hacerle frente a estos desafíos casi colosales constituye la
tarea de las próximas décadas.

Lucha contra la pobreza, política social y globalización

Desde los tiempos coloniales, la pobreza ha sido un problema acuciante en


Colombia, una fuente inagotable de dolor, de frustraciones, de alzamientos y
revoluciones, de sueños postergados. Ello nos obliga hoy a trabajar para
asegurar un futuro mejor para todos aquellos que están por fuera de la
economía de mercado, para los que viven en la miseria, los desnutridos, los
indígenas, los analfabetas y las poblaciones más inermes.

La globalización ha generado un profundo cambio en muchos frentes y ha


producido ganadores. Sin embargo es indudable que también ha dejado grandes
desequilibrios, nuevos problemas, el resurgimiento de malestares que se habían
adormecido e inclusive, perplejidad ante la pertinencia de lo que hicimos.
Millones de ciudadanos de todos los estratos se sienten en una situación de
vulnerabilidad, amenazados por fuerzas que ven como incontrolables, que les
traen inseguridad económica e incertidumbre. Estos problemas se han vuelto
más notorios y han dado un eco planetario a la búsqueda de la justicia social.

Este panorama sólo deja en claro que es imperativo que le demos un rol central
a la política social en nuestro desarrollo, asunto en el cual no fueron
particularmente afortunados ni el anterior modelo económico ni el que se ha
desarrollado a partir de los años ochenta.

Tuvimos el año pasado una mejoría en nuestro crecimiento económico pero nos
ubicamos por debajo del latinoamericano. Creo que empieza a ser claro que el
país necesita un conjunto de reformas que acrecienten y permitan el logro de su
potencial. Este es un asunto de la mayor trascendencia y en el cual el
liberalismo deberá trabajar con gran dedicación en el curso del 2006. No
podemos creer que el simple ajuste económico o estructural van a generar tasas
de más alto crecimiento. Nos tenemos que preocupar mucho más por la
inversión pública y privada, por el cambio tecnológico, por las nuevas
posibilidades que ofrece el comercio con Asia. La política de las amplias
exenciones tributarias de esta administración es poco creativa y muy poco
eficaz

El presidente Uribe se preocupa por muchos de estos problemas, pero su estilo


de gobierno, su incapacidad de asumir las críticas de manera constructiva, su
estilo caudillista y de “micromanejo”, empiezan a verse plasmados en resultados
poco estimulantes al interior de frentes cruciales para la vida de los colombianos.
No nos podemos dejar deslumbrar, ni llenarnos de autocomplacencia creyendo
que las mejorías en las políticas de seguridad van a generar por sí solas
crecimiento, igualdad o éxito en la lucha contra la pobreza.

Colombia debe continuar con el desarrollo de las instituciones políticas


consagradas en la Constitución. Colombia necesita una reforma mucho más
profunda del Estado. Colombia requiere mucha más inversión pública y privada.
Colombia necesita muchos más acuerdos sobre propósitos colectivos
fundamentales. Infortunadamente, el Presidente quiere promover una
polarización que oculta todos los matices, que borra todas las convergencias,
que casi impide el razonar objetivo sobre los problemas públicos. Su lenguaje
agresivo y pendenciero solo conduce a la polarización que el busca. Es lo que
ha ocurrido en las últimas tres semanas en las cuales en vez de abrir
discusiones serias, plantea descalificaciones absolutas e irresponsables.

El liberalismo tiene una gran responsabilidad en la necesidad de mantener una


política de seguridad tan firme y decidida como la del presidente Uribe, pero sin
dejarse llevar por quienes pregonan un estado autoritario, arbitrario, sin
controles legales o constitucionales, o para quienes son secundarias las
preocupaciones sobre respeto a los derechos humanos. Pero el dilema no es
seguridad o nada, sino seguridad y bienestar.

Una estrategia liberal de seguridad tiene que incluir tanto los avances mostrados
por este gobierno, como asuntos que hoy día no están contemplados. El
aumento del pie de fuerza, que fue posible por el impuesto de patrimonio, debe
ser sostenible fiscalmente, pues ha mostrado resultados apreciables en control
territorial que no pueden descuidarse.

El liberalismo tiene que ofrecer una política responsable en orden público y no


vacilo en reconocer que debemos mantener sin dudas lo que ha logrado la
seguridad democrática. El respaldo a la fuerza pública y la concentración de
fuerzas combinadas con mando unificado, son iniciativas que vale la pena
apoyar, evaluar y mantener si dan resultados.

Sin embargo, la política de seguridad democrática no ha dado respuesta eficaz a


la inseguridad urbana. Hay que reconocer que ciertos indicadores han mejorado,
pero nadie puede cantar victoria en las ciudades. Por otro lado, falta un
adecuado afianzamiento de los avances logrados en las áreas rurales, y las
zonas liberadas de la guerrilla tienen que terminar de asegurarse, lo mismo que
aquellas salvadas del dominio paramilitar.

Por supuesto esto es viable a través del incremento de la fuerza pública, pero
también con el mayor fomento de la presencia estatal, de mecanismos de
resolución de conflictos e inversión social. Una estrategia liberal con tal enfoque,
debería recoger las excelentes experiencias del Plan Nacional de Rehabilitación
del presidente Virgilio Barco, así como las que se dieron en los dos gobiernos
liberales que le sucedieron.

No entendemos la permanente referencia del Presidente a que en Colombia no


hay conflicto armado. Tal afirmación desafía una realidad incontestable, y no
vale la pena caer en la provocación de hacer este debate. Es verdad que el
terrorismo no se puede llamar de otra manera que terrorismo y que para
combatirlo con eficacia se debe alcanzar una buena dosis de unidad nacional.
Estoy seguro de que el partido le dará su respaldo en ese frente al presidente
Uribe, siempre que haya una convocatoria amplia y sincera y él no trate de usar
tal unidad en beneficio político propio.

El liberalismo estará sin vacilaciones allí donde pueda construir en beneficio del
país. Colombia requiere un pacto antiterrorista y el liberalismo ha manifestado su
voluntad de respaldarlo, si el gobierno da este paso que antes no ha querido dar.

En cuanto al proceso de paz con los llamados paramilitares, fui y soy su


partidario. Le di un decidido impulso a la verificación de los acuerdos desde la
Secretaria General de la OEA. Sin embargo, no considero que esté bien llevado,
ni que necesariamente vaya a traer la paz. Tampoco creo que vaya a provocar el
desmantelamiento del fenómeno paramilitar.

Las negociaciones han sido conducidas de modo autónomo por el Gobierno y


sus amigos, y en ocasiones parece que el ritmo y la iniciativa se imponen más
desde Ralito que desde la Casa de Nariño. El país y el ordenamiento legal
depositan la confianza en el Ejecutivo para adelantar estos procesos, pero en
este caso no parece haberla merecido.

En relación con el trámite de la ley denominada de Justicia Paz y Reparación,


me preocupa que ni el Presidente, ni sus colaboradores hayan respondido a los
múltiples interrogantes que periodistas y dirigentes políticos liberales como
Horacio Serpa, Rodrigo Rivera, Rafael Pardo, Alfonso Gómez y Piedad Córdoba,
junto a miembros de otros partidos, han expresado sobre sus alcances y
consecuencias, y sobre el necesario equilibrio de los valores que deben
protegerse y que dan nombre a la iniciativa.

Lo que parece evidente es que el proyecto que el Gobierno ha impulsado,


apoyado y defendido no satisface niveles de aplicación de justicia ni de
reparación a las víctimas. Tampoco lo hace frente al esclarecimiento de los
hechos ni el desmonte de los aparatos criminales. Es consecuente entonces la
posición asumida por el liberalismo de no apoyar este texto, sino más bien la
posición alternativa impulsada por los parlamentarios de varias tendencias, entre
quienes se cuentan Rafael Pardo, Luis Fernando Velasco, Gina Parodi y Wilson
Borja.

Hoy los paramilitares están metidos hasta el fondo en la política sin haber dejado
las armas. Por eso debemos estar con los ojos abiertos y rechazar no sólo esta
actitud, sino también el hecho de que quieran convertirse en jueces de
ciudadanos y políticos honestos. Rechazo enfáticamente los señalamientos a
dirigentes como Horacio Serpa, Luis Fernando Velasco y Gustavo Petro por
parte de los paramilitares. Si no deploramos estas manifestaciones no
tendremos la autoridad moral para señalar sus alianzas y sus maniobras.

La ley no es lo único que debe definir el proceso de paz, pero en este caso el
proyecto que avanza con apoyo de las mayorías no será satisfactorio para una
parte de los colombianos. El proceso mismo no ha dado respuestas a
interrogantes tan claves como la reinserción de quienes dejen las armas, la
seguridad en las zonas paramilitares y la peligrosa combinación de política y
fusiles que están desplegando los paramilitares a lo largo y ancho del país, ni el
procedimiento judicial que sin duda conduce al total perdón y a la absoluta
impunidad.

No entendí la insistencia del Gobierno en darles un estatus político a estos


grupos. Tampoco comprendo la propuesta simultánea de eliminar el delito
político de la Constitución. Insistiremos en que el Gobierno explique su visión del
tema y asuma sus responsabilidades, así el Presidente se irrite y pierda la
compostura a la que está obligado como jefe del Estado.

Pero las negociaciones del Gobierno con paramilitares no pueden cerrarnos a


examinar como partido lo que ha sido, esa sí, una política reiterada de varios
gobiernos. La solución política al conflicto armado tiene que estar en el abanico
del liberalismo como lo estuvo en mi administración. No entendemos la
negociación como fórmula de claudicación, ni como debates infinitos y sin
condiciones.

El diálogo es una concesión del Estado y por tanto la discusión no puede estar
centrada en si hay o no diálogos con las guerrillas, sino en qué momento y en
que circunstancias serían más convenientes para las instituciones y para la
sociedad colombiana. Hacer un diálogo que descuaderne la legitimidad sería tan
insensato como negarse a hacerlo cuando se considere que, corriendo ciertos
riesgos calculados, puede llevar a desmontar grupos violentos.

Creo que el intercambio humanitario es una necesidad social en extremo


deseable por obvias razones. Me parece que el presidente Uribe no desea que
tal acuerdo desquicie su política de seguridad democrática y para ello tiene
buenos motivos. Pero es cierto también que con la voluntad de las partes, el
acuerdo debería ser posible. No sé si el Gobierno y las FARC tienen esa
voluntad. Ojalá que así sea. Nunca es tarde para buscar salidas a un problema
de esta magnitud. Celebro, además, la dedicación que los ex presidentes López
y Samper le han brindado al asunto.

El eventual fallo de la Corte Constitucional sobre la validez del Acto Legislativo


que autoriza la reelección presidencial, no debe distraer al liberalismo de las
preocupaciones primordiales de su programa. En este aspecto, lo más
inquietante es el regreso de la intervención de los funcionarios en política, lo cual
evidencia el principal desafío para el proceso electoral. Sobretodo, porque no se
ha diseñado un mecanismo para evitar el uso de los recursos estatales en la
campaña, es decir, para propósitos ajenos a las necesidades públicas, lo que sin
duda se puede convertir en una conducta que linda con la corrupción y el
apropiamiento indebido de tales bienes. Estamos descontentos e inconformes
con el contenido de la Ley de Garantías Electorales y con el abuso del poder
presidencial en el manejo de la televisión, lo cual no se manifiesta como un buen
augurio.

Estoy seguro de que la Corte Constitucional cumplirá su función con acierto,


dentro de los cánones y preceptos de la Carta, algunos de los cuales dan cabida
a interpretaciones divergentes. Estoy por lo demás convencido de que todos en
el partido acataremos sus decisiones sin vacilación. Ojala que el Gobierno y sus
aliados expresen lo mismo porque ello es esencial al respeto por el estado de
derecho
No caeremos en el lenguaje pendenciero del señor Presidente, ni creemos que
ése sea el estilo apropiado para defender su tarea de gobierno. Como liberales
nos sentimos orgullosos de nuestro pasado y de los logros que hemos
alcanzado. Desafía la inteligencia la visión del presidente Uribe, que su
gobierno tuvo que empezar de cero en todos los frentes. Miramos el porvenir
con optimismo y confianza, seguros de Colombia y sus enormes posibilidades
de avance y progreso.

El liberalismo ha sido la primera fuerza política del país y un gran protagonista


de su historia. Ahora tenemos por delante los grandes desafíos de la Colombia
contemporánea. Por eso, en los próximos meses haremos una evaluación
objetiva del Gobierno, de sus aciertos, limitaciones y fracasos, así como de sus
metas cumplidas y aplazadas.

Y después de una pausa para la reflexión, definiremos plenamente nuestro


programa, inspirado por los grandes objetivos y políticas que harán mejor a la
Colombia de hoy y del mañana. De que seamos capaces de encontrar un
camino acertado, dependerá el que el liberalismo vuelva a ser el intérprete de la
mayoría del país. En la campaña que todavía no comienza, estaremos a la altura
de esos retos. Actuaremos pensando mucho más allá de las próximas
elecciones, con una visión de la nación que aspiramos para nuestros hijos y las
siguientes generaciones.

Sólo con más reformas y más democracia conseguiremos nuestros objetivos de


justicia, paz y prosperidad.

Como lo señaló el presidente del gobierno español Rodríguez Zapatero al


asumir su cargo, queremos que un gobierno nuestro acompañe a los
ciudadanos en sus anhelos, porque algunas utopías merecen ser soñadas. No
las alcanzaremos todas, pero ellas nos marcarán el rumbo por donde avanzar.

Muchas Gracias

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