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A sus 39 años, Santiago era lo que podría llamarse un solterón. No llegó a mi consulta por iniciativa propia sino porque una de
las novias le pidió, o mejor, le suplicó, que pidiera ayuda profesional. Cuando le pregunté por qué no se había casado,
contestó: “No me hable de eso…Ha sido mi mayor dolor de cabeza…Es muy difícil dar con alguien que valga la pena”. En los
últimos siete años había tenido veintidós novias “formales” y un montón de aventuras intrascendentes.
Aceptaba el matrimonio como institución, quería tener hijos y todo lo demás, pero según él, había que pensarlo muy bien: “En
esto uno no se puede equivocar”. Para Santiago, casarse significaba entregarle la mitad de la vida a una desconocida. La
unión conyugal no era percibida como la alianza entre dos sujetos independientes, sino como una asociación molecular donde
cada uno desaparecía en el otro: la creación de un Frankestein afectivo.
De este modo, cada mujer era sometida al más minucioso escrutinio. En el término de dos o tres meses la novia era
literalmente invadida en su privacidad. Familia, conocidos, historia personal, enfermedades, gustos, creencias y aspiraciones,
todo era revisado y rigurosamente esculcado. Mente y cuerpo, interiores y exteriores. Con la exactitud de un anatomista, cada
detalle era disecado, sopesado y examinado a la luz de sus necesidades.
Santiago dejó todas las relaciones empezadas. Pese a la intención de acercarse al lado positivo, una y otra vez se
empantanaba en lo negativo. Por ver el árbol no veía el bosque. Como decía Gibrán: “Los hombres incapaces de perdonar a
las mujeres sus leves defectos, nunca conocerán sus grandes virtudes”
La extrema exigencia y la consecuente infidelidad que manifestaba Santiago eran producto de una creencia errónea: existe el
amor perfecto y podemos acceder a él mediante la persona correcta (certeza afectiva). Por desgracia las almas gemelas son
un invento de los astrólogos: empecinarnos en hallarlas nos aleja de la gente de carne y hueso.
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A sus 39 años, Santiago era lo que podría llamarse un solterón. No llegó a mi consulta por iniciativa propia sino porque una de
las novias le pidió, o mejor, le suplicó, que pidiera ayuda profesional. Cuando le pregunté por qué no se había casado,
contestó: “No me hable de eso…Ha sido mi mayor dolor de cabeza…Es muy difícil dar con alguien que valga la pena”. En los
últimos siete años había tenido veintidós novias “formales” y un montón de aventuras intrascendentes.
Aceptaba el matrimonio como institución, quería tener hijos y todo lo demás, pero según él, había que pensarlo muy bien: “En
esto uno no se puede equivocar”. Para Santiago, casarse significaba entregarle la mitad de la vida a una desconocida. La
unión conyugal no era percibida como la alianza entre dos sujetos independientes, sino como una asociación molecular donde
cada uno desaparecía en el otro: la creación de un Frankestein afectivo.
De este modo, cada mujer era sometida al más minucioso escrutinio. En el término de dos o tres meses la novia era
literalmente invadida en su privacidad. Familia, conocidos, historia personal, enfermedades, gustos, creencias y aspiraciones,
todo era revisado y rigurosamente esculcado. Mente y cuerpo, interiores y exteriores. Con la exactitud de un anatomista, cada
detalle era disecado, sopesado y examinado a la luz de sus necesidades.
Santiago dejó todas las relaciones empezadas. Pese a la intención de acercarse al lado positivo, una y otra vez se
empantanaba en lo negativo. Por ver el árbol no veía el bosque. Como decía Gibrán: “Los hombres incapaces de perdonar a
las mujeres sus leves defectos, nunca conocerán sus grandes virtudes”
La extrema exigencia y la consecuente infidelidad que manifestaba Santiago eran producto de una creencia errónea: existe el
amor perfecto y podemos acceder a él mediante la persona correcta (certeza afectiva). Por desgracia las almas gemelas son
un invento de los astrólogos: empecinarnos en hallarlas nos aleja de la gente de carne y hueso.
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