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Vladich Kociancich: La mujer de

Liñares

Daisy A. de Liñares despertó una noche de junio


para no dormirse nunca más. La muerte del sueño
llegaría tarde a su conciencia, día tras día, hora tras
hora, por negros pasadizos de angustia, pero ocurrió
esa noche, como la voladura de un puente: primero la
explosión, luego el humo, finalmente el vacío.
Se encontró sentada en la cama, sin aire y
temblando de estupor. Instintivamente había puesto
una mano sobre la espalda de Liñares. La retiró con
una brusquedad no menos instintiva. Espantada,
comprendió que el primer movimiento en busca del
cuerpo de Liñares pertenecía al pasado y al amor, el
segundo a la repugnancia. Y se sintió caer en esa leve
raya trazada por la fatalidad como en una grieta
cuya hondura alcanzaba el centro de la tierra.
Cuando pudo salir, vio que ya había prendido el
velador, ya se deslizaba fuera de la cama, del
dormitorio, hacia la sala, apretando llaves de luz,
tiritando de frío en un camisón demasiado liviano,
rogando que Liñares no se despertara.
Estaban en Berlín y era junio. Se dio cuenta de
que repetía en voz baja Berlín y junio como mensajes
que le ordenaban transmitir y que temía olvidar.
Pensó en la sonrisa divertida de Liñares si pudiera
escucharla, en la tutela afectuosa de Liñares sobre
los tropiezos que daba, en la gracia con que Liñares
narraría a los amigos otra anécdota más, otro
párrafo para la antología titulada Mi mujer, edición
de autor que circulaba adherida a los libros de
Enrique Liñares, el famoso escritor, y también
pensó, inconsecuentemente, en su terrible vergüenza
de una tarde, cuando Liñares dijo en público, riendo,
mientras la abrazaba:
–Me llama Liñares, como una señora de barrio.
La mujer de Liñares tenía treinta y dos años,
aparentaba poco más de veinte. Las hijas
sorprendían como hermanas menores de aquella
chica rubia, baja, menuda.
No era hermosa. Era apenas bonita y sabía, sin
entristecerse, que el contraste de los grandes ojos
castaños con ese pelo de oro, la regularidad de los
rasgos, la buena figura, sólo llamaban la atención un
momento, como las flores que adornan una mesa
antes de la comida.
No era inteligente. Le había costado mucho
aprender algo de inglés, algo de francés, para
desenvolverse sola en las ciudades donde años atrás
acampaban con Liñares (sofás prestados,
departamentos provisoriamente vacíos, hospedajes
misérrimos) y donde ahora residían, con holgura,
hasta con una moderada exhibición de lujo.
No era culta. Aunque le gustaba leer y lo había
hecho, a saltos, afirmada en la robusta erudición de
Liñares, se perdía en cierto humor, cierta ironía,
cierto lenguaje, como una polilla golpeándose las alas
contra los filamentos de la lámpara. Pero podía
jactarse de su buena salud.
Aquel cuerpo de escaso tamaño, femenino hasta
el borde de la caricatura, tenía una resistencia de
leñador. Había soportado inviernos de Madrid en
piezas sin calefacción cuando el hielo destrozaba las
cañerías, ella y su hija mayor, entonces la única,
abrazadas en la cama bajo mantas y un viejo tapado
de piel, mientras Liñares, que no podía escribir,
buscaba calor y consuelo emborrachándose en las
tascas. Contactos, le explicaba Liñares, y ella
pensaba que lo hacía por ella. No los libros
espléndidos sino la caza nocturna de amigos
influyentes. No la obra sino el aprendizaje de una
guerra resumida en la palabra abstracta, contactos,
que los pondría de pie en el mundo, que los puso, y
que luego se borró de la conversación de los dos
como una palabra obsoleta.
La mujer de Liñares era simple y alegre. Liñares
no se cansaba de elogiar su risa fácil, las pobres
cosas que la divertían, la rapidez para olvidar las
bromas esquivas, las alusiones en voz baja o voz alta,
según el grado de confianza o de histeria, al lastre
conyugal de Liñares, que Liñares y sus amistades,
hombres y mujeres de psicología muy compleja, sin
pudor, sin mala voluntad, repetían en monótona
sucesión, cambiando de papel, de idioma, de
escenario, pero nunca de tema (el misterio de que un
escritor como Liñares soportara una mujer tan
tonta) en el trascurso de los años que llevaban
juntos.
Sin ese carácter, o ese don, como lo llamaba
Liñares, ?qué hubiera sido del amor de jóvenes que
unió un verano de Buenos Aires a la chica preciosa,
ignorante empleada de comercio, genes de ama de
casa, y al muchacho alto, apuesto como un príncipe
de novela y también furiosamente intelectual, ya
desdichado, ya escritor, incipiente promesa y
colaborando en revistas que morían en el segundo
número?
Ella nunca dudó de que serían felices en España,
aunque lloró en brazos de la madre cuando debió
anunciarle el viaje y soportó la hosca acusación del
padre porque se iban sin casarse, aunque la aterraba
lo que vendría y vino. Los trabajos mal pagos, las
deudas que Liñares contrajo en seguida, la
desesperación de Liñares, las semanas enteras con
Liñares tirado en la cama, hundido en los vapores de
su abatimiento, insultando ebrio, suplicando lúcido,
amándola a rachas, tal como escribía, por inspiración,
por extravío, porque simplemente le daba la gana,
mientras ella limpiaba, lavaba, cocinaba y ganaba el
sustento de los dos favorecida por una cabeza sin
enredo, una tenacidad que no caía bajo el embate de
las imaginaciones y la ayudaba a tomar el ómnibus
todas las mañanas a Madrid, todas las noches de
vuelta a El Escorial, abriendo y cerrando el tosco
círculo de ocho horas de recepcionista con sueldo en
negro.
No era celosa. Si alguna admiración despertaba
en los amigos de Liñares, la debía a esa virtud tan
rara en las mujeres. Más que tolerar aceptaba, con
una sabiduría a la que se mezclaba la inocencia, que
un hombre inteligente, buen mozo y célebre,
atrajera a otras más inteligentes, más hermosas y
célebres que ella. Por otra parte, Liñares se aplicaba
en no ofenderla.
Salvo cuando bebía demasiado o no podía
escribir, ocultaba generosamente sus amores y ella
había tardado (ya no) en descubrirlos o que se los
descubrieran, como las nostálgicas, muy detalladas
cartas de la estudiante del curso que dictó Liñares
en Ohio, la voz en el teléfono del hotel de Colonia
que llorando le rogó que dejara en paz a Liñares, la
progresiva traducción de compromisos nocturnos,
viajes y ausencias de Liñares a cuerpos abrazados.
Un cuerpo era el del hombre que irremediablemente,
amorosamente, volvía a ella. Del otro cuerpo Daisy
apartaba la vista.
Era una madre cariñosa. Las chicas la hubieran
comprendido sin esos cambios de un país a otro, de
una casa a otra casa, y si Liñares no creyera a pi e
firme que consintiendo los caprichos de las hijas
ganaba un punto de favor sobre los torpes desvelos
de la madre, si en nombre de la libertad no
estimulara las rebeliones infantiles hasta
convertirlas en estallidos de odio contra la
carcelera, motines combinados con el sometimiento y
el desprecio.
Liñares adoraba a las chicas, insólito en Liñares,
que todavía era como un niño y no podía ocuparse de
otros niños, nunca se había ocupado, pero era tan
bueno en los juegos, en los mimos, en la adhesión casi
física a esas miniaturas de ella, como solía
describirlas, al punto de jurarle una noche, durante
una pelea, que si lo abandonaba tendría que irse sola.
La mujer de Liñares era agradecida. Siempre
creyó en el talento de Liñares, creyó que cuando al
reconocimiento público se sumara la prosperidad, él
se haría cargo con largueza del bienestar de ambos.
Liñares cumplió y ella lo agradecía.
Liñares tenía ingenio, además de buen gusto,
para hacerle regalos, se acordaba de fechas
absurdas, la sorprendía con una caja enorme y una
diminuta alhaja adentro o imposibles ramos de rosas.
También agradeció la autoridad que empleó Liñares
en ayudarla a vestirse mejor, a expresarse mejor, a
no humillarlo ante las nuevas relaciones que les
impuso la consagración de Liñares. Le agradeció el
cambio de su trato, Liñares era más blando ahora, de
los furores irracionales de antes apenas conservaba
la mirada rápida, iracunda, la frase desdeñosa si
había gente con ellos, y algún estallido de violencia
doméstica, un jarrón destrozado, un par de copas, un
insulto procaz, cuando quedaban solos.
Frecuentemente le decía:
–Nunca amé a otra mujer en mi vida, Daisy A. de
Liñares.
Ella tampoco había amado a otro hombre, aunque
hacía tanto que él no la quería. Lo había amado con la
naturalidad animal con que dormía, acomodándose en
el amor como se acomodaba en su lado de la cama,
confiada en el amor que sentía por Liñares como
confiaba en el sueño que la bajaba suavemente a la
almohada para borrar del cuerpo, noche a noche,
todas las cicatrices de fatiga.
Hasta esta noche.
Era junio y estaban en Berlín. Débilmente, casi
con timidez, murmuró:
–Es junio y estamos en Berlín.
Se acercó a la ventana, descorrió la cortina, miró
la calle. No había nadie a esa hora, las dos o las tres
de la mañana.
Fue entonces cuando Daisy A. de Liñares,
abrumada por el peso de la verdad, dejó caer la
cabeza entre los brazos ateridos y lloró
silenciosamente, para no despertar a Liñares, la
muerte del amor, anunciada por la muerte del sueño.
Una muerte que veló en secreto durante largos
meses a partir de esta noche, dejándose engañar de
tanto en tanto por un reflejo de ternura, por unos
minutos de sopor, hasta el día en que sobrepuesta
del duelo, tomó sin escandalizarse la ya cotidiana
pastilla, la valija, el pasaporte, el avión de regreso a
Buenos Aires.
El asombro, el dolor y las hijas, quedaron con
Liñares.

Vladich Kociancich, Argentina

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