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Por lo tanto, si mi corazón fuera un gran trono, un majestuoso trono por el que se está librando

una lucha, entonces…

¿Quién está ocupando el trono actualmente?


¿Qué es, lo que desde el trono de mi corazón está gobernando mi vida?
¿Qué es, lo que me mueve día con día a tomar las decisiones que tomo?
¿Es Dios quien me mueve a tomar las decisiones de mi vida?
O ¿Es el egoísmo, el placer, El materialismo, la comodidad o incluso Yo mismo quien elige?

No es sencillo decir que Dios es el que reina y gobierna mi vida, y al recordar las palabras del Padre
Nuestro “Venga a nosotros tu reino”, estamos aceptando y deseando que Dios reine en nuestra
vida y en nuestras decisiones.

Pero esto… ¿Será realidad en nuestra vidas?

La fiesta de Cristo Rey fue instaurada por el Papa Pío XI el 11 de Marzo de 1925.
El Papa quiso motivar a los católicos a reconocer en público que el mandatario de la Iglesia es
Cristo Rey.

Posteriormente se movió la fecha de la celebración dándole un nuevo sentido. Al cerrar el año


litúrgico con esta fiesta se quiso resaltar la importancia de Cristo como centro de toda la historia
universal. Es el alfa y el omega, el principio y el fin. Cristo reina en las personas con su mensaje de
amor, justicia y servicio. El Reino de Cristo es eterno y universal, es decir, para siempre y para todos
los hombres.

Con la fiesta de Cristo Rey se concluye el año litúrgico. Esta fiesta tiene un sentido escatólogico
pues celebramos a Cristo como Rey de todo el universo. Sabemos que el Reino de Cristo ya ha
comenzado, pues se hizo presente en la tierra a partir de su venida al mundo hace casi dos mil
años, pero Cristo no reinará definitivamente sobre todos los hombres hasta que vuelva al mundo
con toda su gloria al final de los tiempos, en la Parusía.

En la fiesta de Cristo Rey celebramos que Cristo puede empezar a reinar en nuestros corazones en
el momento en que nosotros se lo permitamos, y así el Reino de Dios puede hacerse presente en
nuestra vida. De esta forma vamos instaurando desde ahora el Reino de Cristo en nosotros mismos
y en nuestros hogares, empresas y ambiente.

Jesús nos habla de las características de su Reino a través de varias parábolas en el capítulo 13 de
Mateo:
“es semejante a un grano de mostaza que uno toma y arroja en su huerto y crece y se convierte en
un árbol, y las aves del cielo anidan en sus ramas”;
“es semejante al fermento que una mujer toma y echa en tres medidas de harina hasta que
fermenta toda”;
“es semejante a un tesoro escondido en un campo, que quien lo encuentra lo oculta, y lleno de
alegría, va, vende cuanto tiene y compra aquel campo”;
“es semejante a un mercader que busca perlas preciosas, y hallando una de gran precio, va, vende
todo cuanto tiene y la compra”.

En ellas, Jesús nos hace ver claramente que vale la pena buscarlo y encontrarlo, que vivir el Reino
de Dios vale más que todos los tesoros de la tierra y que su crecimiento será discreto, sin que
nadie sepa cómo ni cuándo, pero eficaz.

La Iglesia tiene el encargo de predicar y extender el reinado de Jesucristo entre los hombres. Su
predicación y extensión debe ser el centro de nuestro afán vida como miembros de la Iglesia. Se
trata de lograr que Jesucristo reine en el corazón de los hombres, en el seno de los hogares, en las
sociedades y en los pueblos. Con esto conseguiremos alcanzar un mundo nuevo en el que reine el
amor, la paz y la justicia y la salvación eterna de todos los hombres.

Para lograr que Jesús reine en nuestra vida, en primer lugar debemos conocer a Cristo. La lectura
y reflexión del Evangelio, la oración personal y los sacramentos son medios para conocerlo y de los
que se reciben gracias que van abriendo nuestros corazones a su amor. Se trata de conocer a Cristo
de una manera experiencial y no sólo teológica.

Acerquémonos a la Eucaristía, Dios mismo, para recibir de su abundancia. Oremos con


profundidad escuchando a Cristo que nos habla.

Al conocer a Cristo empezaremos a amarlo de manera espontánea, por que Él es toda bondad. Y
cuando uno está enamorado se le nota.

El tercer paso es imitar a Jesucristo. El amor nos llevará casi sin darnos cuenta a pensar como
Cristo, querer como Cristo y a sentir como Cristo, viviendo una vida de verdadera caridad y
autenticidad cristiana. Cuando imitamos a Cristo conociéndolo y amándolo, entonces podemos
experimentar que el Reino de Cristo ha comenzado para nosotros.

Por último, vendrá el compromiso apostólico que consiste en llevar nuestro amor a la acción de
extender el Reino de Cristo a todas las almas mediante obras concretas de apostolado. No nos
podremos detener. Nuestro amor comenzará a desbordarse.

Dedicar nuestra vida a la extensión del Reino de Cristo en la tierra es lo mejor que podemos
hacer, pues Cristo nos premiará con una alegría y una paz profundas e imperturbables en todas
las circunstancias de la vida.

A lo largo de la historia hay innumerables testimonios de cristianos que han dado la vida por Cristo
como el Rey de sus vidas. Un ejemplo son los mártires de la guerra cristera en México en los años
20’s, quienes por defender su fe, fueron perseguidos y todos ellos murieron gritando “¡Viva Cristo
Rey!”.

La fiesta de Cristo Rey, al finalizar el año litúrgico es una oportunidad de imitar a estos mártires
promulgando públicamente que Cristo es el Rey de nuestras vidas, el Rey de reyes, el Principio y el
Fin de todo el Universo.

Niño Mártir

Martirologio Romano: En Guadalajara, México, San José Sánchez del Río, de catorce años, mártir,
que murió apuñalado dando vivas a Cristo Rey y a Santa María de Guadalupe, durante la Guerra
Cristera († 1928).

Fecha de beatificación: 20 de noviembre de 2005, por el Papa Benedicto XVI, como parte de un
grupo formado por él y otros 8 mártires méxicanos.
Fecha de canonización: 16 de octubre de 2016, por S.S. Francisco

Breve Biografía

Mártir con catorce años. Así se resume la vida de José Luis Sánchez del Río, quien fue beatificado
junto a otros doce mártires por disposición del Papa Benedicto XVI.

Nacido en Sahuayo, Michoacán, el 28 de marzo de 1913, hijo de Macario Sánchez y de María del
Río, José Luis fue asesinado el 10 de febrero de 1928, durante la persecución religiosa de México
por pertenecer a «los cristeros», grupo numeroso de católicos mexicanos levantados en contra la
opresión del régimen de Plutarco Elías Calles.

Un año antes de su martirio, José Luis se había unido a las fuerzas «cristeras» del general
Prudencio Mendoza, enclavadas en el pueblo de Cotija, Michoacán.

El martirio fue presenciado por dos niños, uno de siete años y el otro de nueve años, que después
se convertirían en fundadores de congregaciones religiosas. Uno de ellos revela el papel decisivo
que tendría para su vocación el testimonio de José Luis, de quien era amigo.

«Fue capturado por las fuerzas del gobierno, que quisieron dar a la población civil que apoyaba a
los cristeros un castigo ejemplar», recuerda el testigo que entonces tenía siete años. «Le pidieron
que renegara de su fe en Cristo, so pena de muerte. José no aceptó la apostasía. Su madre estaba
traspasada por la pena y la angustia, pero animaba a su hijo», añade.

«Entonces le cortaron la piel de las plantas de los pies y le obligaron a caminar por el pueblo,
rumbo al cementerio --recuerda--. Él lloraba y gemía de dolor, pero no cedía. De vez en cuando se
detenían y decían: "Si gritas ´Muera Cristo Rey´" te perdonamos la vida. "Di ´Muera Cristo Rey´".
Pero él respondía: "Viva Cristo Rey"».
«Ya en el cementerio, antes de disparar sobre él, le pidieron por última vez si quería renegar de su
fe. No lo hizo y lo mataron ahí mismo. Murió gritando como muchos otros mártires mexicanos
"¡Viva Cristo Rey!"».

«Estas son imágenes imborrables de mi memoria y de la memoria del pueblo mexicano, aunque no
se hable muchas veces de ellas en la historia oficial».

El otro testigo de los hechos fue el niño de nueve años Enrique Amezcua Medina, fundador de la
Confraternidad Sacerdotal de los Operarios del Reino de Cristo, con casas de formación tanto en
México como en España y presencia en varios países del mundo.

En la biografía de la Confraternidad que él mismo fundara, el padre Amezcua narra su encuentro


--que siempre consideró providencial-- con José Luis.

Según comenta en ese testimonial, haberse cruzado con el niño mártir de Sahuayo --a quien le
pidió seguirlo en su camino, pero que, viéndolo tan pequeño le dijo: «Tú harás cosas que yo no
podré llegar a hacer»--, determinó su entrada al sacerdocio.

Más tarde, al seminario de formación de los Operarios en Salvatierra, Guanajuato lo bautizó como
Seminario de Cristo Rey y su internado se llamó «José Luis», en honor a la memoria de este santo
mexicano.

Los restos mortales de José Luis descansan en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús en su pueblo
natal.

José Luis

José Sánchez del Río, valiente cristero martirizado a los 14 años de edad.
Se trata de un caso conmovedor, verdaderamente singular entre los mártires que regaló La
Cristiada a México y a la Iglesia. José había nacido el 28 de marzo de 1913 en la población de
Sahuayo, Michoacán, siendo hijo de Macario Sánchez y María del Río. En la iglesia parroquial de su
pueblo, recibió el bautismo el 3 de abril del mismo año, y allí mismo recibió los sacramentos de
confirmación y comunión años después.
José fue un niño travieso y alegre como todos los niños. Jugaba a las canicas, corría con sus amigos
por las calles empedradas y se iba al campo a cazar palomas güilotas con la resortera. Su afición
por los caballos y a la vida campestre le fue normal desde pequeño, como a los demás chicos de
Sahuayo.

En su casa conoció la pobreza y el trabajo desde pequeño, pero sobre todo, creció rodeado de
unidad familiar y de los valores cristianos que dan sentido a la vida: la fe, la caridad hacia propios y
extraños, concretados en una piedad sólida que le transmitieron sus padres. Desde que hiciera su
Primera Comunión, José había tomado la decisión de cultivar una amistad sincera y fiel con Jesús.

La casa donde nació José ya no pertenece a la familia Sánchez del Río. La vendieron y no hay ni
siquiera una placa que indique su natalicio. La casa se sitúa en el número 136 de la que fuera Calle
Tepeyac, en Sahuayo, y a la que después le fue cambiado el nombre por calle Rafael Picazo, el
diputado federal por el Distrito de Jiquilpan, quien precisamente mandó asesinarlo. Es en verdad
extraño que la calle lleve el nombre del verdugo y no el de la víctima; precisamente al revés, como
ocurre en muchas otras situaciones de nuestro mundo.
José había nacido en el amplio período conocido como la Revolución mexicana: aquélla fue una
época muy difícil para las familias, los pueblos y ciudades de todo el país, por los episodios de
violencia constante que se desarrollaban entre las diversas bandas de revolucionarios que se
disputaban el poder.

Entonces la muerte se veía con más naturalidad que ahora: no era raro que cuando llegaba la
noche, los vecinos escuchaban las balaceras y los gritos de los revolucionarios, junto con el ir y
venir de sus caballos. Se oían relinchos mientras el jinete disparaba o caía muerto. Por la mañana,
las mujeres que iban a misa y los hombres que salían a sus labores en el campo podían fácilmente
encontrarse con cadáveres de revolucionarios o de gente pacífica, en el arroyo de la calle
empedrada o detrás de alguno de los portales de la plaza. Por eso la gente era más religiosa y se
preocupaba por estar preparada para dar el paso a la vida eterna, que en asegurarse un porvenir
entre las cosas inestables del mundo.

Cuando José tenía 12 años estalló la guerra de los cristeros, o sea, el alzamiento de aquellos
campesinos creyentes y jóvenes de la Acción Católica que lucharon en defensa de sus más
sagrados derechos contra las leyes injustas del gobierno federal. La región donde él vivía era cien
por cien cristera y, desde el inicio del alzamiento, los hombres y mujeres del occidente de
Michoacán se distinguieron por su defensa valiente de la fe y de los derechos sagrados de Cristo.
Gente de diversos pueblos como Cotija, Sahuayo, Jiquilpan, Santa Inés, Los Reyes y de otros lugares
de la región, combatían por la causa de Cristo Rey y la defensa de sus derechos humanos más
elementales, como es la libertad religiosa.

José se daba cuenta perfectamente de la situación y también la sufría en carne propia, puesto que
su pueblo natal, Sahuayo, se encontraba en una de las zonas más cristeras, donde el apoyo de la
gente era masivo a favor de la religión y de sus valientes defensores. No fueron pocos los
atropellos que sufrió la gente pacífica de Sahuayo por parte de soldados del gobierno, por el hecho
de proclamarse cristeros.

¡Quiero ser cristero!


José veía a los valientes cristeros que pasaban veloces en sus caballos por las calles de su pueblo,
les oía gritar con gallardía: ¡Viva Cristo Rey!, ¡viva la Santísima Virgen de Guadalupe!, escuchaba los
relatos que contaban los mayores sobre sus hazañas en el campo contra los perseguidores de
Cristo. ¡Él también soñaba en irse con ellos para defender los derechos de Cristo Rey en su patria!
Pero había un problema: sus papás no se lo permitían debido a su corta edad. José no se
desanimó, y tanto insistió que, después de escribir varias veces, con apenas 13 años logró que le
permitieran enrolarse en las fuerzas cristeras que luchaban al mando del general Prudencio
Mendoza, jefe de los cristeros de la zona de Cotija y sus alrededores.
El general Mendoza, viendo la resolución y ánimos de José por ser cristero, lo admitió finalmente
en la tropa. Durante los primeros siete meses no le fue permitido usar aromas, pero sirvió como
ayudante de los soldados cristeros. José era bastante apreciado en la tropa cristera porque desde
el inicio se distinguió por su servicialidad. Se le veía por todos lados del campamento, engrasando
las armas, friendo los frijoles de la comida, cuidando que a los caballos no les faltara agua y
pastura.

A su mamá, que con razón se oponía a sus deseos de ir a la lucha, debido a su corta edad, José le
respondía:
“Mamá, nunca ha sido tan fácil ganarse el cielo como ahora” .
El general Prudencio Mendoza se movía con sus soldados cristeros por diversos puntos de
Michoacán para emprender acciones de guerra, y viendo que era muy peligroso para la corta edad
de José, lo dejó a las órdenes y cuidado del jefe cristero Luis Guízar Morfín, y José le sirvió como
ayudante de campo. Desde el primer momento que entró como cristero, José se mostró valiente y
leal con sus jefes, participando en la vida de privaciones que llevaba la tropa, durmiendo a veces
en cuevas o en medio de tupidos bosques y comiendo la escasa comida compuesta de frijoles y
tortillas, muchas veces endurecidas y frías, pues no siempre era posible preparar fogatas para
calentar con calma los alimentos.

Con los demás cristeros, José rezaba todas las noches el santo rosario a María Santísima, antes de
acostarse y descansar de la dura jornada. Era una vida de sacrificios y privaciones por amor a Cristo
Rey y su Madre Santísima, la Virgen de Guadalupe.

¡Pero No me he rendido!
Así iban las cosas, cuando el 5 de febrero de 1928, durante el transcurso de un combate entre los
cristeros y fuerzas federales en las inmediaciones de Cotija, el caballo del jefe Guízar Morfín resultó
muerto de un balazo. Entonces, el valiente niño cristero saltó de su montura y se la ofreció a su
jefe dirigiéndole estas palabras:
“Mi general, aquí está mi caballo. Sálvese usted aunque a mí me maten. Yo no hago falta y usted
sí.”
El jefe Guízar Morfín pudo ponerse a salvo, pero quedó muy conmovido por su gesto de valentía y
generosidad. Como era de prever, José quedó hecho prisionero, quien al igual que a otros cristeros,
condujeron maniatados a Cotija. Allí se encontraba el general callista Guerrero, quien lo reprendió
por combatir contra el Gobierno. José le replicó:
“Me han aprehendido porque se me acabó el parque, pero no me he rendido”. Con él también
cayó prisionero otro joven algo mayor de nombre Lázaro, originario tal vez de Jiquilpan.
Desde Cotija, José escribió a su mamá esta hermosa carta:

“Cotija, Mich., lunes 6 de febrero de 1928.


Mi querida mamá:
Fui hecho prisionero en combate en este día. Creo que en los momentos actuales voy a morir, pero
nada importa, mamá. Resígnate a la voluntad de Dios; yo muero muy contento, porque muero en
la raya al lado de nuestro Dios. No te apures por mi muerte, que es lo que me mortifica:
Antes diles a mis otros dos hermanos que sigan el ejemplo de su hermano el más chico, y tú haz la
voluntad de Dios. Ten valor y mándame la bendición juntamente con la de mi padre. Salúdame a
todos por última vez y tú recibe por último el corazón de tu hijo que tanto te quiere y verte antes de
morir deseaba.
José Sánchez del Río.”

Problemas con los gallos


Ambos quedaron apresados en Cotija, pero después fueron trasladados a Sahuayo el 7 de febrero.
Con los brazos bien atados, José y Lázaro fueron metidos en la iglesia parroquial, que el diputado
Rafael Picazo había manchado convirtiéndola de Casa de Dios en un gallinero; allí, el tal Picazo
guardaba sus gallos de pelea. José se indignó a la vista de aquel ultraje contra la casa de Dios. No lo
pensó dos veces y una vez que logró desatar sus manos de las ligaduras, se dedicó esa noche a
retorcer el pescuezo de los gallos de Picazo. Acabada su tarea, se recostó en un rincón y se durmió.

El día siguiente, 8 de febrero, al enterarse el diputado Picazo de la suerte que habían corrido sus
gallos, se presentó iracundo en la iglesia parroquial y con palabras gruesas e insultos recriminó a
José su acción. Éste le contestó:
“La casa de Dios es para venir a orar, no para refugio de animales.”
Picazo lo amenazó diciéndole que si estaba dispuesto a todo. La respuesta del valiente cristero no
se hizo esperar:
“A todo. Desde que tomé las armas estoy dispuesto a todo. ¡Fusílame!, para que yo esté luego
delante de nuestro Señor y pedirle que te confunda.”
Esto fue la gota que volcó el vaso de la ira en Picazo, aquel enemigo acérrimo de los cristeros.
Ahora sí, sin remedio, la muerte de José Luis y la de Lázaro su compañero de prisión, eran seguras.
En el transcurso de esa mañana, miércoles 8 de febrero, los familiares de José les llevaron el
almuerzo, pero el angustiado Lázaro no tenía apetito ni ánimos. José, que era unos años menor
pero poseía mayores ánimos, le dijo entonces:
“Ánimo, Lázaro. Vamos comiendo bien. Nos van a dar tiempo para todo y luego nos fusilarán. No te
hagas para atrás. Duran nuestras penas mientras cerramos los ojos.”

A las cinco y media de esa tarde sacaron a Lázaro para ahorcarlo y José fue obligado a ponerse
junto al árbol de la ejecución. Y colgaron a Lázaro. Al cabo de unos minutos de colgado lo creyeron
muerto, bajaron su cuerpo y lo arrastraron al cercano cementerio, donde lo abandonaron. Pero
Lázaro no estaba muerto, se reanimó y huyó trabajosamente.
A José lo llevaron allí para asustarlo y ver si renegaba de su fe en Cristo, pero él se dirigió a los
verdugos y con gesto enfático les dijo que también a él lo mataran. Sin embargo, al ver que no
habían logrado asustarlo ni que renegara, volvieron a meterlo en el templo y allí quedó encerrado
solo.

Mi vida por cristo. ¡viva cristo rey!


Entre tanto, el papá de José ya estaba haciendo gestiones desesperadas para intentar rescatarlo
con dinero. Pero el callista general Guerrero exigía cinco mil pesos a cambio de la libertad de José,
una cantidad que en aquel entonces era una fortuna. El afligido padre no podía reunir tan enorme
suma, y ofreció en cambio su casa, muebles y cuanto poseía. El diputado Picazo vociferó que de
todos modos, con dinero o sin él, “en las barbas de su padre lo mandaría matar”.
Entonces, José se enteró de los esfuerzos que hacía su familia para liberarlo y pidió que no se
pagara por su rescate ni un solo centavo. José ya había hecho su resolución de morir antes que
traicionar en lo más mínimo a Cristo Rey. Todo el pueblo de Sahuayo sabía lo que pasaba y reza-ba
por José y su familia. La tensión por lo que se veía que iba a suceder con el niño cristero crecía a
medida que pasaban las horas.
Enterado ya de que se había dado la sentencia de muerte contra él, José escribió su última carta y
la dirigió a una de sus tías:

“Sahuayo, 10 de febrero de 1928.


Querida tía:
Estoy sentenciado a muerte. A las ocho y media de la noche llegará el momento que tanto he
deseado. Te doy las gracias por todos los favores que me hiciste tú y Magdalena. No me encuentro
capaz de escribir a mi mamá: tú me haces el favor de escribirle. Dile a Magdalena que conseguí
que me permitieran verla por última vez y creo que no se negará a venir (para que le llevase la
Sagrada Comunión), antes del martirio. Salúdame a todos y tú recibe como siempre y por último el
corazón de tu sobrino que mucho te quiere… Cristo vive, Cristo reina, Cristo impera y Santa María
de Guadalupe.
Firmado: José Sánchez del Río,
que murió en defensa de la fe.”

El viernes 10 de febrero de 1928, cerca de las 6 de la tarde, sacaron al valiente niño cristero del
templo convertido en prisión y lo trasladaron al cuartel. Al acercarse la hora de su sacrificio, los
soldados del gobierno comenzaron por desollar-le los pies con un cuchillo, pensando que José se
ablandaría con el tormento y terminaría pidiendo clemencia a gritos, pero se equivocaron. Al sentir
los tremendos dolores en su propio cuerpo, José pensaba en Cristo en la cruz y se lo ofrecía todo
mientras gritaba ¡Viva Cristo Rey!

A continuación, los soldados lo sacaron a golpes e insultos del cuartel y le obligaron a caminar
descalzo con sus pies heridos por las calles empedradas rumbo al cementerio. Su martirio llevaba
ya algunas horas, pues pasaban las 11 de la noche cuando llegaron al camposanto. Los verdugos
aún querían hacerlo apostatar de su fe aplicándole esos bárbaros tormentos, pero no lo lograron.

Dios le dio la fortaleza para caminar hacia el sitio de su martirio gritando vivas a Cristo Rey y a
Santa María de Guadalupe, en medio del asombro y edificación de todos los presentes. Llegados al
cementerio, se paró al borde de su propia fosa mientras seguía vitoreando a Cristo Rey. Los
verdugos acribillaron su cuerpo maltratado a puñaladas, hasta que el capitán de la escolta decidió
acabar con todo y disparó con su fusil a la cabeza del mártir, que ya se encontraba derrumbado en
la fosa. Sus últimas palabras fueron “¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Santa María de Guadalupe!”

La conmoción y silencio respetuoso de los espectadores eran indescriptibles. Se oían suaves los
sollozos de la madre
de José, que lo acompañó hasta el último momento mientras rezaba por su hijo. Los habitantes del
pueblo nunca habían presenciado algo semejante; los mismos soldados federales, que actuaron de
mala gana obedeciendo las órdenes, estaban admirados de tanta valentía.
El cuerpo del niño mártir cayó en la fosa y quedó ahí sepultado como el de un animal, sin ataúd ni
mortaja. Así recibió directamente las paladas de tierra. Eran las 11:30 de la noche del viernes 10 de
febrero de 1928. El mártir de Cristo Rey entraba en la gloria, pero dejaba a todos sus paisanos y a
los demás compañeros cristeros un ejemplo de valentía y de fidelidad a la santa causa, que sólo se
podía explicar sabiendo que el mismo Jesucristo le había dado la fortaleza para comportarse como
un auténtico mártir.

Años más tarde, sus gloriosos restos fueron exhumados y descansan hoy en la cripta de los
mártires del templo del Sagrado Corazón de su pueblo natal. El día de su beatificación será el 20 de
noviembre de 2005.

Conclusión
José Luis es un mártir de Cristo Rey que supo estar a la altura de la misión durante las difíciles
circunstancias que le tocó vivir, en un ambiente de guerra y odio contra la fe y de persecución
sangrienta. Él, al igual que numerosos mártires de Cristo Rey, dio su vida generosamente por
defender sus valores más preciados, y ofreció a México y a todo el mundo un ejemplo de heroísmo
como el de los primeros mártires de las persecuciones romanas. Los mártires cristeros forman un
grupo de los mejores hijos que México ha dado a la Iglesia.

Vocaciónde mártires
Podemos preguntarnos qué fue lo que movió a José Luis a dar su vida, a sus 14 años de edad, con
toda la fuerza de la juventud en sus venas y el ímpetu de los grandes ideales en su corazón. Él
ofreció su vida por mantenerse fiel a Jesucristo, su Amigo, y porque le había jurado seguirle hasta
la muerte si era preciso.
Ciertamente, Dios lo escogió a él para ejemplificar la vocación al martirio de sangre, porque las
circunstancias en que le tocó vivir, en el México de aquellos años, eran de persecución abierta
contra la Iglesia. Pero José Luis se mantuvo fiel a Cristo Rey. En lugar de llevar una vida cómoda y
sin riesgos, en vez de ocultarse por miedo o de mentir para salvar la vida, prefirió afrontar las
torturas cuando los soldados lo hicieron prisionero.
José Luis fue fiel a su conciencia y a su palabra para no traicionar a sus compañeros cristeros,
porque la fortaleza de Cristo lo sostuvo durante las duras horas de la prueba. Fue fiel a Cristo hasta
el fin y mereció la corona del martirio, porque amaba a Cristo Rey como a su mejor Amigo.

Temple de mártires
Hoy, lo más probable es que Dios no nos pida derramar la sangre ni sufrir torturas alucinantes por
mantenernos fieles a nuestra condición cristiana, en medio de un mundo agresivo y contrario a los
valores en que creemos. Es verdad que no vivimos en las mismas circunstancias del martirio
sangriento, como tocó a nuestros abuelos en la época de los cristeros. Pero también hoy se ataca a
Cristo, a la Iglesia y al Papa, y se hace burla o desprecio de los valores más preciosos con que
cuenta la juventud, como el derecho a la vida de los inocentes, la pureza o la honradez. ¡Hay que
tener un corazón y un temple de mártires, como José Luis y los demás mártires de Cristo Rey, para
saber defender nuestra fe y nuestros valores!

No se trata sólo de ideas bonitas; es lo mismo que el Papa Juan Pablo II pidió a los jóvenes
creyentes de todo el mundo, durante la memorable Jornada Mundial de la Juventud del año 2000
en Roma. Éstas son sus palabras:
Queridos amigos, también hoy creer en Jesús, seguir a Jesús siguiendo las huellas de Pedro, de
Tomás, de los primeros apóstoles y testigos, conlleva una opción por Él y, no pocas veces, es como
un nuevo martirio: el martirio de quien, hoy como ayer, es llamado a ir contra corriente para
seguir al divino Maestro, para seguir “al Cordero a dondequiera que vaya” (Apocalipsis 14,4).

No por casualidad, queridos jóvenes, he querido que durante el Año Santo fueran recordados en el
Coliseo los testigos de la fe del siglo XX. Quizás a vosotros no se os pedirá la sangre, pero sí
ciertamente la fidelidad a Cristo. Una fidelidad que se ha de vivir en las situaciones de cada día.
Estoy pensando en los novios y su dificultad de vivir, en el mundo de hoy, la pureza antes del
matrimonio.

Pienso también en los matrimonios jóvenes y en las pruebas a las que se expone su compromiso de
mutua fidelidad. Pienso, asimismo, en las relaciones entre amigos y en la tentación de deslealtad
que puede darse entre ellos.
Estoy pensando también en el que ha empezado un camino de especial consagración y en las
dificultades que a veces tiene que afrontar para perseverar en su entrega a Dios y a los hermanos.
Me refiero igualmente al que quiere vivir unas relaciones de solidaridad y de amor en un mundo
donde únicamente parece valer la lógica del provecho y del interés personal o de grupo.

Asimismo, pienso en el que trabaja por la paz y ve nacer y estallar nuevos focos de guerra en
diversas partes del mundo; también en quien actúa en favor de la libertad del hombre y lo ve aún
esclavo de sí mismo y de los demás; pienso en el que lucha por el amor y el respeto a la vida
humana y ha de asistir frecuentemente a atentados contra la misma y contra el respeto que se le
debe. Queridos jóvenes, ¿es difícil creer en un mundo así? En el año 2000, ¿es difícil creer? Sí, es
difícil. No hay que ocultarlo. Es difícil, pero con la ayuda de la gracia es posible, como Jesús dijo a
Pedro: “No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (san
Mateo 16,17).

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