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Ciudadanía y Reflexión Ética

Ciclo: Agosto 2019


Sesión 1
Noción y sentido de la ética
Logro de la Al finalizar la unidad, el estudiante identifica, describe y explica situaciones
unidad problemáticas para la ética, el reconocimiento y la interculturalidad en nuestra
sociedad.
Logro de la Al finalizar la sesión, el estudiante propone una definición propia de lo que
sesión significa la ética en la sociedad peruana actual.
1. DE QUÉ TRATA LA ÉTICA

La ética es la disciplina filosófica que estudia la dimensión moral de la existencia humana, es


decir, todo cuanto en nuestra vida está relacionado con el bien y con el mal.

El estudio de la ética (o filosofía moral, es lo mismo) nunca parte de cero. Por ser todo hombre
sujeto de vida moral y por implicar ésta en todos los casos un considerable grado de reflexión, se
puede afirmar que en ética no hay principiantes absolutos 1. Más aún, hay razones para pensar que el
estadio inicial, prefilosófico, del pensamiento ético (al que podemos llamar «saber moral espontáneo»)
contiene ya numerosos elementos de genuino conocimiento 2. De ahí que una parte sustancial de la
teoría ética tenga como misión, precisamente, reconstruir de manera sistemática y crítica lo dado a la
conciencia moral espontánea. Sobre este punto capital volveremos no tardando. Baste por ahora con
recordar esta inicial familiaridad del hombre, de todo hombre, con los problemas de que se ocupa la
ética.

Cuando, apoyándonos en esta familiaridad, tratamos de delimitar con alguna precisión el territorio
que ha de ser estudiado por la ética, nos encontramos con que es desconcertantemente amplio y
variado. Tras la sencillez de una fórmula como «la dimensión moral de la existencia humana» se
oculta un continente de riqueza inagotable. Y es que en esa dimensión moral tienen parte todas las
facultades del alma humana (conocimiento, apetito, sentimiento) y también todos sus estratos.

Es éste un hecho que solemos olvidar cada vez que el fariseísmo o la miopía nos llevan a reducir
la vida moral a la observancia de unas cuantas normas que ordenan ciertos tipos de acciones. Esta
tendencia reduccionista se ve reforzada por una idea que, siendo cierta, es engañosa: la idea de que
uno sólo es plenamente responsable de lo que libremente realiza, a saber, de las acciones imperadas
por su voluntad. De aquí a la afirmación de que la calidad moral de las personas depende por entero

1
Cf. A. C. EWING, Ethics (The English Universities Press, Londres 1953) 1 – 15.
2
Cf. W. D. ROSS, Lo correcto y lo bueno, o.c., 36, 55s.
de la medida en que sus acciones sean conformes con las normas que consideramos válidas, sólo hay
un paso.

Si hemos de calificado de engañosa esa idea, es porque nos induce a pensar que la libertad se
ejerce sólo en el dominio de las acciones, cuando en realidad hay muchas otras vertientes de la vida
íntima de cada hombre que dependen en alguna medida de su libertad. Para comprobarlo, pensemos
en un sentimiento como la envidia que nos asalta al contemplar los méritos o la suerte de otra persona.
Si hemos dicho que «nos asalta» (también podríamos haber dicho «nos entra» o «nos invade») es
porque ese sentimiento se presenta sin ser llamado por nuestra libre voluntad. No somos autores suyos,
sino que lo padecemos, por lo que puede parecer a primera vista que, aunque sea un feo sentimiento,
estamos en este caso exentos de toda responsabilidad. Pero, visto las cosas más de cerca, no tardamos
en advertir que la envidia es una experiencia compleja en la que cabe advertir varias fases, sólo la
primera de las cuales es pasiva. La envidia «me asalta», es cierto, pero a continuación yo puedo
adoptar muy distintas actitudes ante ella: puedo dejarme arrastrar por ella e incluso alimentarla
activamente; pero puedo también condenarla íntimamente, lamentar su presencia y oponerme a ella
con todas mis fuerzas. Estas actitudes ante el sentimiento que nos invade son libres, por lo que están
sujetas a calificación moral. Pero hay más: al desautorizar la envidia cada vez que me asalta, me voy
fortaleciendo contra sus asechanzas, mientras que, si me solidarizo hoy con la envidia que siento,
mañana volveré a ser presa de ella. Y es que la fase inicial y pasiva de la envidia no es siempre un
fenómeno tan inocente como parece, sino que puede haber sido facilitado por anteriores actitudes
libres del sujeto que ahora la siente. Se impone, por tanto, hablar de una «libertad indirecta» 3 que se
ejerce en el dominio de los sentimientos y nos hace parcialmente responsables de ellos.

Nuestro análisis ha mostrado que en la vida moral está implicado, además de la voluntad, el
sentimiento. Esto concuerda con lo que espontáneamente cree la mayoría de la gente. Todo el mundo
piensa que es propio de una buena persona, además de realizar buenas obras, el tener buenos
sentimientos. No es de verdad bueno quien no es compasivo, o quien se entristece por el bien ajeno,
o quien destila odio o resentimiento.

Lo que se ha dicho acerca del valor moral de los sentimientos vale también para los deseos.
Tampoco éstos están bajo el dominio directo de nuestra voluntad, pero, al igual que ocurría con los
sentimientos, no es ni mucho menos indiferente desde el punto de vista moral qué actitud adoptemos
hacia ellos cuando se presentan. Al desautorizar íntimamente el deseo de apropiarnos de lo que no nos
pertenece, por ejemplo, no sólo eludimos incurrir en una culpa, sino que vamos extirpando de nuestra
alma la inclinación a sentir deseos semejantes. De nuevo se dibuja ante nuestros ojos un amplio campo

3
Cf. D. VON HILDEBRAND, Ética, o.c., 305 – 308.
de trabajo para la libertad indirecta. Aristóteles dirá que es bueno quien no secunda al deseo vicioso,
pero que es mejor aún el que ni siquiera experimenta tal deseo 4.

También se distingue el hombre virtuoso por su superioridad en el plano del conocimiento moral.
Del mismo modo que hay quien tiene gran sensibilidad estética o quien posee un extraordinario
paladar para los vinos, es propio de una buena persona el poseer una vista particularmente aguda para
las diferencias morales, mientras que el hombre de mala entraña se caracteriza por su estolidez. La
paleta del hombre bueno tiene más colores y matices, sus opiniones son más sentadas, sus
deliberaciones más fiables.

Hasta ahora nos hemos referido a vivencias fácilmente identificables en la superficie del alma
humana. Pero la vida moral no se desenvuelve única ni principalmente en ese nivel, sino que
encontramos datos morales también en zonas más profundas de la vida del espíritu. En el nivel del
carácter encontramos actitudes y hábitos (como la generosidad y la valentía, la injusticia y el recelo)
susceptibles de calificación moral. Se trata de virtudes o vicios que tienden a manifestarse de múltiples
maneras en la vida inmediatamente consciente (en deseos y voliciones, sentimientos y creencias), pero
que no se reducen a la suma de esas manifestaciones, sino que laten en un nivel más profundo.

Por último, el ser mismo de la persona, su más íntima e irrevocable identidad, está sujeto sin duda
a calificación moral. Es lo que enseña el lenguaje corriente cuando, a despecho de la ambigüedad del
término «bueno», toma siempre expresiones como «buena persona» o «buen hombre» en un sentido
específicamente moral.

A estas alturas, ya no cabe duda de la magnitud y variedad del objeto de la ética. Sin embargo el
iceberg no ha hecho más que enseñar su proa, como pondrán de manifiesto las consideraciones
siguientes. En primer lugar, el forzoso esquematismo del anterior recuento de fenómenos morales
sugiere una discontinuidad entre los distintos niveles de la vida moral (entre actos y hábitos, por un
lado, y entre hábitos e individualidad, por otro) que no se corresponde con la realidad. Más razonable
es pensar, de acuerdo con la metáfora de los estratos, que la vida del espíritu es, desde el punto de
vista de su profundidad, un continuo. En todo caso, su vertiente moral posee una riqueza a la que no
hace justicia la enumeración de unos pocos ejemplos.

En segundo lugar, la anterior relación cuenta con el inconveniente de que invita a pensar el objeto
de la ética como integrado por solas experiencias morales, cuando en realidad el carácter intencional
de esas experiencias remite más allá de ellas mismas. La compasión, el perdón, la indignación o el
sentimiento del deber no son hechos mentales clausurados en sí mismos, sino que están esencialmente
referidos a otras realidades: la compasión es suscitada por el dolor ajeno, el perdón sale al paso del

4
Cf. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, o.c., 1146a9-16; 1151b32-1152a7.
arrepentimiento sincero, etc. Y como no es posible calificar las experiencias y conductas que
conforman la vida moral de las personas si no es atendiendo a esas realidades a las que ellas responden
o deberían responder, parece forzoso reconocer que la ética ha de ocuparse asimismo de estas
realidades.

Mirando ahora en otra dirección, advertimos sin dificultad que el bien y el mal propios de la
conducta humana tienden a objetivarse en múltiples creaciones culturales del hombre. El caso más
claro es el del derecho y las demás instituciones sociales que poseen fuerza normativa. Es muy
frecuente opinar sobre la justicia o injusticia de una ley emanada del parlamento, o calificar de
bárbaras las costumbres de un pueblo primitivo que practicaba la esclavitud o la antropofagia. Pero
también en el dominio del arte, la religión o la ciencia encontramos aspectos o vertientes morales que
plantean a la reflexión filosófica problemas específicos y apasionantes. ¿Puede el arte ser inmoral?
¿Hay una diferencia última entre los preceptos morales y los religiosos? ¿Debe estar sometida la
investigación científica a un control ético, o por el contrario debe existir una libertad de investigación
ilimitada?

Esta última pregunta, que hoy reviste gran actualidad, nos recuerda, además, que el campo de la
ética no sólo es muy amplio, según se ha visto, sino que incluso crece sin cesar a medida que aumenta
el radio de acción de la técnica y con él la capacidad que tiene el hombre de transformar sus
condiciones de existencia 5. Valgan como ejemplos los resultados alcanzados recientemente por la
experimentación en el campo de la genética o los datos hoy disponibles sobre el deterioro del medio
ambiente natural por la industria humana. Unos y otros plantean interrogantes morales antaño
desconocidos.

¿Por dónde comenzar la exploración de una provincia tan dilatada como ha resultado ser la
asignada a la ética? Dado que sus confines se pierden de vista, ni siquiera disponemos de un mapa
completo del territorio que nos permita orientarnos e identificar los objetivos más valiosos. Pero ¿es
ésta una situación preocupante? Bien pensado, ¿qué necesidad tenemos de adentrarnos en este terreno
desconocido, acaso plagado de dificultades, como suele ser el caso en las disciplinas filosóficas?
Comprobaremos a continuación que la respuesta a esta última pregunta contiene también la clave para
saber por dónde ha de comenzar la investigación.

Bibliografía:

Rodríguez Duplá, L. (2001). De qué trata la ética. En L. Rodríguez Duplá, Ética (págs. 5-9). Madrid:
Biblioteca de autores cristianos.

5
Sobre la novedad de los desafíos morales que hoy plantea la técnica al hombre puede verse H. JONAS, El imperativo
de responsabilidad (Herder, Barcelona 1995) c.l.

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