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EL IMPERIO BIZANTINO

Bizancio en la historia
Cuando el emperador Teodosio dividió el imperio en dos partes y trazó las fronteras del
futuro Estado bizantino (395), intentó resolver prioritariamente las necesidades
administrativas del imperio. Sin embargo, esta división encubría dos realidades culturales y
económicas diferenciadas. Las provincias orientales, con mayores reservas demográficas y
capacidad productiva, al ser la base económica y tributaria del imperio romano, pudieron
resistir mucho mejor las invasiones y las dificultades económicas que el Occidente latino.
Además de las provincias orientales, fueron adjudicadas al imperio de Oriente las diócesis de
Macedonia (actual Grecia) y de Dacia (Serbia meridional), con lo cual gran parte de los
Balcanes eslavos quedó bajo la influencia cultural bizantina y se apartó de la órbita
estrictamente europea occidental.
Después de la desmembración del imperio occidental en múltiples estados germánicos, el
imperio romano de Oriente siguió rigiéndose por las mismas leyes e ideas políticas
tardorromanas, basadas en principios absolutistas y centralistas. La síntesis entre la tradición
estatal romana, la cultura griega, la religión cristiana y las aportaciones orientales dio como
resultado la civilización más brillante de la Alta Edad Media, que, ante la afirmación del
Islam en Oriente y la extinción de la cultura antigua en Occidente, constituyó el único punto
de referencia de la tradición grecolatina.
Estratégicamente situada, Constantinopla (antigua colonia griega, llamada Bizancio hasta
entonces), se convirtió en la «nueva Roma», centro espiritual y artístico de Europa y del
Oriente Próximo. Geográficamente, su situación intermedia entre Asia y Europa la convirtió
en el centro económico del imperio y en el último reducto de resistencia. Sin embargo, el
Estado bizantino se vio obligado a afrontar, por una parte, las ofensivas permanentes del
imperio persa y, una vez destruido éste por el Califato, las del imperio musulmán, y, por otra,
el foco de tensión permanente producido por el asentamiento eslavo en los Balcanes,
problemas ambos que hicieron de la guerra una constante vital en la historia del Estado
bizantino.

Los orígenes del imperio bizantino (siglos IV-VII)


Los investigadores actuales no parecen estar de acuerdo en establecer el momento a partir del
cual podemos considerar la existencia clara y diferenciada de un Estado bizantino. Algunos

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historiadores consideran el reconocimiento del cristianismo y la fundación de Constantinopla
(324) por Constantino el Grande como un momento decisivo, por cuanto el centro de
gravedad del imperio se desplazó hacia la zona oriental y se iniciaron importantes cambios
políticos y administrativos. Otros investigadores, en cambio, consideran que no se puede
hablar de imperio bizantino hasta principios del siglo VIII, en que el imperio romano oriental,
como respuesta a la amenaza del Islam durante el siglo anterior, finalizó las transformaciones
fundamentales que le darían una fisonomía propia. Por último, el reinado de Justiniano,
iniciado en 527, es considerado de manera unánime como el período determinante en la
configuración del Estado bizantino. En todo caso, los siglos IV y V forman parte de la vida del
imperio, pues sentaron sus bases constitutivas.
A pesar de la desaparición de algunas tradiciones tardorromanas (a partir del siglo VI, el
latín sólo tuvo un uso administrativo y el griego se convirtió en lengua oficial), otras tuvieron
una clara permanencia, como el derecho y la concepción absoluta del poder, cuya vigencia,
junto a la instauración del cristianismo ortodoxo como religión oficial, imprimió una huella
característica a Bizancio durante sus diez siglos de existencia.
Justiniano (482-565) atribuyó al poder imperial un carácter ilimitado y absoluto,
justificado por la voluntad divina. Sus objetivos básicos fueron la reconquista de los antiguos
límites del imperio, la organización de una administración eficaz, la dinamización de la
economía y la restauración de la unidad religiosa. Su idea fundamental era restaurar el
imperio romano cristiano absolutista, pero asumiendo las innovaciones que fueran necesarias.
Con el apoyo de los sectores terratenientes y comerciales, reconquistó Italia, el norte de
África y algunos territorios de Hispania (la Bética, el sur de la Lusitania y la zona costera de
la Cartaginense), pero, a pesar de sus parciales y pasajeras victorias, no consiguió restaurar la
unidad del imperio.
La administración civil y el ejército profesional, formado por mercenarios, continuaron
siendo elementos de gobierno fundamentales y dieron unidad a un Estado étnica y
lingüísticamente dividido. La administración civil, muy centralizada y jerarquizada, estaba
estructurada en prefecturas, diócesis y provincias y reglamentaba estrictamente los distintos
aspectos de la vida económica y social. La recaudación tributaria y el aumento de los
ingresos estatales fueron un objetivo primordial del Estado bizantino para poder sufragar los
gastos de defensa y la política exterior y acabaron provocando un descontento generalizado
(insurrección de Nika, 532). Las reformas administrativas e institucionales de Justiniano sólo
tuvieron un éxito destacado en el campo del derecho, en que el Corpus iuris civilis sustituyó
a las recopilaciones anteriores del derecho romano. La constante insistencia en el absolutismo

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imperial y ciertas referencias cristianas del código de Justiniano influyeron de manera
decisiva en las concepciones políticas y jurídicas de la Baja Edad Media y del absolutismo.
La economía del imperio bizantino siguió siendo fundamentalmente agrícola: grandes
explotaciones, cultivadas por colonos y arrendatarios libres, convivían junto a las
comunidades libres de pequeños propietarios. La determinación del gobierno de adscribir el
campesino libre (colono) a la tierra que trabajaba (sistema del colonato), en un período de
decadencia demográfica, fue una mcdida orientada a asegurar su cultivo, de cuyos resultados
dependía una mayor o menor recaudación del impuesto sobre la tierra (capitatio). Sin
embargo, la fuerte presión tributaria provocó que muchos campesinos huyeran de la tierra a la
cual estaban adscritos para ponerse bajo la protección (patrocinium) de los grandes
terratenientes (patronus) y se convirtieran en sus arrendatarios, cayendo de éste modo en una
relación de dependencia que acabaría siendo de servidumbre. Los terratenientes asumían ante
el Estado la responsabilidad de recaudar los impuestos de sus territorios; sin embargo, su
poder e influencia crecieron enormemente a lo largo de los siglos IV y VI y con sus bandas
armadas llegaron a desafiar a las autoridades civiles.
Las ciudades ocuparon un lugar importante como centros de intercambio con el exterior y
el comercio alcanzó grandes dimensiones. La fabricación de productos manufacturados fue
especialmente significativa en Grecia y Siria, además de los fabricados en los talleres
estatales de Constantinopla.

El imperio bizantino altomedieval (siglos VII-IX)


Entre los siglos VII y IX, se consolidaron los cimientos del Estado bizantino medieval.
Durante la primera mitad del siglo VII, el imperio perdió gran parte de los Balcanes y los
árabes, al conquistar Siria y las provincias de África (Egipto, Libia y Cartago), acabaron con
la hegemonía bizantina en el Mediterráneo. La capacidad de resistencia de Bizancio le dio
una gran adaptabilidad a las nuevas circunstancias y provocó grandes transformaciones
políticas y sociales que le permitieron sobrevivir ante las amenazas internas y externas.
Bajo Heraclio I (c. 550-641; reinado 610-641), se edificaron las bases de un nuevo orden
social y administrativo, estrechamente vinculados. Para defenderse de las invasiones, sobre
todo del Islam, en las provincias limítrofes se crearon nuevos distritos (temas), gobernados
por un jefe (estratega) con atribuciones civiles y militares, y se sustituyó el ejército de
mercenarios por el de soldados-campesinos libres (estratiotas), exentos de impuestos, que
obtenían, a título hereditario, una pequeña porción de tierra y un sueldo a cambio del servicio
militar permanente y hereditario. Este sistema creó una estructura defensiva flexible y leal y

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convirtió el Estado burocrático en un Estado militarizado, respaldado política y
financieramente por los estratiotas, lo cual dio lugar a una nueva clase de propietarios
rurales, en una situación mucho mejor que la de los pequeños campesinos, que estaban
obligados a pagar altos impuestos y a servir al ejército en caso de conveniencia.
Las reformas del siglo VII aumentaron sensiblemente las comunidades rurales libres,
favorecidas por el Estado, y frenaron la expansión del latifundio. De manera paralela, se
reorganizó la administración central y, en lugar de la prefectura, aparecieron cuatro
ministerios, presididos por funcionarios (logotetas), en los que se sustituyó el principio de
subordinación por el de coordinación.
Hacia mediados del siglo IX, la organización provincial bizantina no tenía nada que ver con
la de tradición romana. El estratega dependía directamente del rey-emperador (basileus) y
gobernaba autocráticamente su propia provincia con la ayuda de la burocracia.
Culturalmente, Bizancio se transformó definitivamente en un Estado griego-asiático y era la
única zona del antiguo imperio que conservaba una economía monetaria, un ejército y una
administración sólidamente organizadas.
Durante las dinastías isauria (717-802) y amoriana (820-867), se generalizó el sistema de
los temas en la administración y se continuó haciendo frente a las ofensivas árabes, eslavas y,
sobre todo, búlgaras. A lo largo de este período, pues, tuvo lugar un movimiento de
destrucción sistemática de las imágenes religiosas (crisis iconoclasta, 730-842) por iniciativa
de los emperadores, quienes, con el apoyo del clero secular, utilizaron la excusa de que la
imagen era adorada por sí misma, sin tener en cuenta su valor simbólico.
En realidad, el conflicto encubría un problema más profundo, derivado del enfrentamiento
entre el Estado, apoyado por la nueva aristocracia de los temas, y la Iglesia, especialmente el
clero regular, que había adquirido un gran poder económico a través de sus latifundios,
exentos de impuestos. León III (c. 675-741; reinado 717-741), primer emperador iconoclasta,
confiscó los bienes monásticos, que fueron repartidos entre los estratiotas, y consiguió
subordinar la Iglesia a la autoridad imperial. No obstante, el culto a las imágenes fue
restaurado en el año 843 y la Iglesia recuperó parte de sus privilegios. La iconoclasia provocó
la enemistad y el distanciamiento con el papado y la Iglesia occidental, que se hicieron
evidentes en el cisma de Focio (863-867).
Durante la primera mitad del siglo IX, la crisis iconoclasta unida a otros factores, como la
desigualdad social y los abusos tributarios de la administración, llevó al imperio a una
situación de guerra civil. Sin embargo, la política imperial de este período, a través de un
gobierno muy militarizado, una estricta organización financiera y el control sobre la Iglesia,

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proporcionó a Bizancio la posibilidad de defender y ampliar sus territorios durante trescientos
años.

Los emperadores macedonios (867-1057)


Bajo la dinastía macedonia, fundada por Basilio I (c. 812-886; reinado 867-886), el imperio
vivió un período de esplendor y grandeza. Su sucesor, León VI (866-912; reinado 886-912),
prosiguió la reforma del derecho bizantino iniciada por Basilio I e hizo publicar Las
basílicas, el código de derecho civil y canónico más importante de la Edad Media. León VI
concentró todo el poder en sus manos y despojó al senado y al cuerpo consultivo de las
funciones legislativas que aún conservaban. Los logotetas y el sistema de temas subsistieron,
aunque parcialmente reformados.
En política exterior, el imperio bizantino consiguió conquistar a los árabes gran parte de
Asia Menor y frenar, a través de las armas, la diplomacia y la propaganda religiosa las
ofensivas búlgaras y rusas. A pesar de los éxitos politicomilitares, la conflictividad social,
provocada por el progresivo engrandecimiento de una minoría rica en los últimos siglos,
abrió un período de revueltas populares de los campesinos contra la aristocracia terrateniente,
que aprovechaba cualquier excusa para aumentar sus dominios a costa del pequeño
propietario. El Estado actuó siempre a favor del pequeño propietario: defendió con firmeza,
mediante iniciativas legales, las propiedades de estratiotas y labradores y venció, al mismo
tiempo, la tendencia de estos campesinos a someterse a la protección de los grandes señores
feudales, que les eximían del pago de los impuestos. Entre los siglos IX y XI, la confrontación
adquirió grandes proporciones, hasta el punto que el emperador Basilio II (957-1025; reinado
963-1025) estuvo a punto de ser derrocado por la revuelta terrateniente de Asia Menor.
En las ciudades, el Estado bizantino obligó a la población artesana a agruparse en
corporaciones o gremios y reglamentó estrictamente sus actividades; Constantinopla se
convirtió en la primera potencia comercial del Mediterráneo.
A la muerte del último y gran emperador macedonio, Basilio II (1025), toda la península
balcánica estaba en poder de Bizancio, después de la anexión definitiva del reino de Bulgaria,
y Asia Menor gozaba de una buena defensa frente a los musulmanes. De otro lado, a la
relativa paz y prosperidad había que sumar la estabilidad interna y unas finanzas saneadas.

La feudalización y decadencia de Bizancio (1057-1453)


El desarrollo económico del siglo X tuvo como resultado la consolidación de una aristocracia

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terrateniente, que, a mediados del siglo XI, a partir de las disposiciones legales del emperador
Romano III (c. 970-1034; reinado 1028-1034), volvió a obtener la protección del Estado
(exención de impuestos y otros privilegios), en detrimento del pequeño campesino, que
progresivamente pasó a una situación de servidumbre respecto a los grandes propietarios.
Esta situación, al amenazar directamente el potencial militar y los ingresos derivados de la
recaudación de impuestos, hizo que el Estado acabara padeciendo una fuerte crisis financiera.
Por otro lado, la nobleza militar de provincias y la de la capital entablaron una lucha abierta
por el control del poder político, al mismo tiempo que la Iglesia intentaba desligarse de la
tutela del Estado. En el año 1097, los efectos de la primera cruzada, que conquistó territorios
que habían sido bizantinos, provocaron una acérrima enemistad y enfrentamiento entre
Occidente y Bizancio.
Como medio de recompensar a sus tropas, los emperadores instauraron el sistema de la
pronoia, según el cual el soldado recibía un documento en el que se le concedía un territorio
con un determinado número de campesinos, los cuales estaban obligados a servirle y a
pagarle los impuestos. La pronoia alcanzó su apogeo en el siglo XII y perjudicó seriamente a
los pequeños propietarios. La dependencia fiscal de los campesinos respecto a los pronoiare
acabó convirtiéndose en una dependencia jurídica y adquirió un carácter feudal.
La fuerza militar del imperio, debilitada por la desaparición progresiva de los estratiotas y
el campesinado libre, disminuyó aún más ante la posibilidad de sustituir el servicio militar
con el pago de una tasa, de manera que los mercenarios pasaron a ser el núcleo principal de
un ejército mal atendido que, a partir del siglo XI, inició un proceso de decadencia que le
restaría las fuerzas necesarias para hacer frente a las ofensivas normandas y turcas.
Durante la dinastía de los Comneno (1081-1185), se acentuó el proceso de feudalización y
se reforzó el poder de la aristocracia militar de provincias. Los terratenientes llegaron a
detentar más poder que los gobernadores de los temas, cuyos límites tendían a coincidir con
los de las grandes propiedades. Bajo el reinado de los Angelo (1185-1204), los serbios
aprovecharon las tensiones internas para emanciparse y los búlgaros formaron un segundo
imperio. A lo largo del siglo XII, Constantinopla perdió la primacía comercial, que pasó a
manos de genoveses, pisanos y venecianos. El saqueo de Constantinopla por los cruzados
(1204) tuvo grandes consecuencias para Bizancio: se inició un breve período de dominación
latina (imperio latino de Constantinopla, 1204-1261), circunscrito a la capital y a las regiones
próximas de Tracia y Asia Menor, que aportaría, no obstante, importantes transformaciones
en el mundo oriental. La continuidad de Bizancio fue llevada a cabo por el imperio de Nicea
en Asia Menor, lugar de refugio de la aristocracia bizantina. Miguel VIII Paleólogo (1224-

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1282; reinado 1258-1282) puso fin al imperio latino e inició la última dinastía imperial (los
Paleólogos); Bizancio quedó territorialmente reducido al noroeste de Asia Menor, Tracia, una
parte de Macedonia, Epiro y algunas zonas del Peloponeso. A partir de entonces, el imperio,
políticamente aislado y económicamente muy debilitado, dedicó todos sus esfuerzos a la
defensa contra los serbios y los turcos otomanos, que tomaron definitivamente la capital en
1453. Tras la caída del imperio, se dio un éxodo importante de sectores de población griega,
cuya aportación cultural al Renacimiento italiano fue de considerable trascendencia.

EL ISLAM
La expansión musulmana entre los siglos VII y XI dio como resultado una brillante
civilización, de características absolutamente nuevas, que no puede explicarse sólo por
razones estrictamente religiosas o étnicas. En un espacio de tiempo relativamente corto, el
extraordinario desarrollo de una religión, el Islam, y, estrechamente vinculada a ella, la
consolidación de nuevas formas de vida, de mentalidad y de gobierno, dieron lugar a nuevas
referencias culturales, de carácter distinto a las del mundo griego, y a un vasto imperio que,
en el siglo VIII, abarcaba desde el Atlántico hasta el Asia central.

La Arabia preislámica
A principios del siglo VII, la península arábiga, eminentemente desértica y cubierta de
pequeños oasis, estaba habitada por pueblos seminómadas (beduinos) de origen semita, en los
que persas y bizantinos habían ejercido una notable influencia. Las costas de las fértiles
regiones meridionales (Yemen, Hadramaut), junto al mar Rojo y el océano Índico, se
encontraban salpicadas de ciudades y puertos, que ya antiguamente habían desarrollado una
pujante civilización de tipo monárquico, sobre una base agrícola y comercial. Estas
poblaciones meridionales presentaban considerables diferencias respecto a los beduinos del
centro y del norte, cuya organización social y política era esencialmente tribal. Los beduinos,
que propagaron su lengua, el árabe, por toda Arabia, se dedicaban sobre todo a la ganadería
trashumante, al pillaje y al comercio de caravanas, que extendieron por toda la península.
Las ciudades, situadas en los oasis, sede de agricultores, artesanos y comerciantes, eran los
centros de intercambio de las rutas caravaneras e integraban abiertamente a colonias judías y
cristianas. Algunas ciudades como La Meca y Yatrib adquirieron gran importancia debido a

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que centralizaban el culto a alguna divinidad común y se convirtieron en centros de ferias y
mercados de gran proyección exterior. Desde el siglo V, La Meca, dominada por la tribu de
los quraysíes, se convirtió en el centro de peregrinación por excelencia, al reunir en un solo
santuario, la Ka’ba (casa de Dios), a las principales divinidades árabes y al constituirse en un
importante núcleo de atracción de mercaderes. Las caravanas árabes comerciaban con Egipto,
Siria, Mesopotamia, las costas del golfo Pérsico y de Yemen y hacían de Arabia un país
abierto a las influencias externas. A mediados del siglo VI, ante el declive político y
económico de la Arabia meridional, sometida a la presión de Persia y Bizancio, los beduinos
se convirtieron en los principales intermediarios con los imperios persa y bizantino. Por otro
lado, las religiones judía y cristiana, en convivencia con el politeísmo árabe, sentaron las
bases del monoteísmo islámico, que, conjugado con las creencias y costumbres beduinas y
adaptándose a la sociedad del momento, haría del Islam («abandono a la voluntad divina») la
arteria vital del futuro Estado musulmán instaurado por Mahoma.

El mensaje de Mahoma: el Islam


Las principales referencias sobre la vida de Mahoma (c. 570-632) se encuentran sobre todo
en los hadits, conjunto de narraciones atribuidas al profeta, que fueron reunidas a mediados
del siglo VIII y que forman la tradición musulmana.
Originario de La Meca y dedicado sobre todo al comercio de caravanas, en uno de sus
retiros al monte Hira, tuvo su primera revelación, en la que el ángel Gabriel le instituyó como
«apostol de Alá». Hacia el 613, empezó a predicar en La Meca y no fue hasta el califato de
Abu Bakr (c. 570-634), su sucesor, y el de Utman (m. 656), cuando se estableció el texto
definitivo de las «revelaciones», el Corán, en el cual Mahoma insiste en la bondad y poder de
Dios, único y eterno, creador y juez supremo del hombre (juicio final), asistido por sus
ministros, los ángeles y los profetas (Abraham, Moisés, Jesús y Mahoma, considerado el
último de ellos). Como el cristianismo, predicó la resurrección después de la muerte,
estableció unas nuevas bases de solidaridad social al margen del clan e insistió en la
generosidad y ayuda a los pobres, elementos todos que le procuraron la adhesión de los
sectores más humildes.
En el Corán, la vieja noción de «rectitud» es sustituida por la de «Islam» (sumisión total a
Dios) y se exponen los principios básicos, religiosos y sociales que debe seguir el creyente, el
muslim (de donde deriva la palabra musulmán): el acto de fe en un único Dios, Alá; la
oración, cinco veces al día en dirección a La Meca; la limosna; un mes de ayuno, desde el

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amanecer hasta el atardecer (el ramadán); la peregrinación a La Meca, al menos una vez en la
vida, y, para algunas sectas, la guerra santa contra los infieles, precepto que influiría en gran
medida en la expansión del Islam.
La limosna legal, promulgada por edicto de Mahoma, no dispensaba de la limosna
personal o voluntaria: constituyó, junto con el tributo pagado por los pueblos sometidos, el
recurso más importante de la comunidad musulmana y permitió comprar las armas y
monturas necesarias para la subsistencia del incipiente Estado musulmán. La limosna legal
acabó por convertirse en un impuesto en especie (sobre las cosechas o los rebaños) o en
metálico (sobre los beneficios comerciales y las ganancias).
En tiempos de Mahoma, la comunidad musulmana (umma) no constituía aún un verdadero
Estado musulmán, aunque nació una nueva organización política y social basada en la
religión y no en el parentesco. Mahoma exhortó a la unión y solidaridad de la comunidad
musulmana, siguió las viejas tradiciones tribales, a través de la religión, y mantuvo
numerosas prácticas sociales preislámicas, a las que dio una base religiosa (prohibición de la
usura, introducción de medidas que favorecieran la situación de los esclavos y su
emancipación, permitiendo su conversión al Islam, prohibición de reducir a la esclavitud a un
musulmán y diversas prohibiciones alimentarias, algunas de tradición preislámica).

La primera comunidad musulmana


Los primeros seguidores de Mahoma, además de sus allegados más directos, eran jóvenes de
diversa procedencia, algunos de ellos pertenecientes a familias y clanes influyentes de La
Meca, atraídos sobre todo por el mensaje religioso. La crítica a la religión tradicional y el
mensaje sociopolítico de Mahoma encontraron una ferviente oposición entre las familias
dominantes de La Meca (quraysíes), que vieron cómo estas ideas ponían en peligro las
peregrinaciones y los beneficios que de ellas se derivaban. En 622, ante la persecución de los
quraysíes, Mahoma emigró a otra ciudad, Yatrib (llamada desde entonces Medina, ciudad del
profeta), y fundó junto a sus seguidores, y con el apoyo de las tribus locales, una nueva
comunidad, organizada bajo un sistema teocrático de valores, que constituyó la sede del
joven Estado musulmán y a cuya organización consagró todos sus esfuerzos. A través de las
predicaciones y la fuerza de las armas, Mahoma consiguió la adhesión de las tribus beduinas
y conquistó La Meca. A los dos años de su muerte (632), los musulmanes habían extendido el
Islam a toda la península e iniciaban la expansión fuera de Arabia.

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La expansión del Islam y la organización del califato
A la muerte de Mahoma, las tribus beduinas, al verse libres del vínculo moral y político que
las unía al profeta, no aceptaron la elección de Abu Bakr (632) como sucesor ni las distintas
contribuciones anteriores. Abu Bakr, con la ayuda de brillantes jefes militares, derrotó a las
tribus sublevadas, venció las resistencias locales e impuso el Islam en toda Arabia. A partir de
entonces, el ejército musulmán, formado por tropas de beduinos poco numerosas,
escasamente equipadas y sin una tradición militar equiparable a la de otros estados, inició,
partiendo de expediciones de origen local, la conquista de los países vecinos. A mediados del
siglo VII, el imperio persa (656) y los territorios bizantinos de Mesopotamia, llamada a partir
de entonces Iraq, así como Palestina y Egipto, quedaron bajo el dominio árabe.
Los años siguientes fueron dedicados a la organización del imperio musulmán, tomando
como modelo las acciones llevadas a cabo por Mahoma, quien, tras expulsar a los judíos de
Medina, confiscó sus tierras e instituyó la categoría de los protegidos tributarios (dimmíes),
régimen consolidado en la época califal. Los no musulmanes o dimmíes, mayoritariamente
judíos y cristianos, estaban obligados al pago de una tasa de protección, que dependía de la
fortuna y las rentas del protegido, a cambio de la cual obtenían el reconocimiento de su
personalidad y religión, el derecho a vivir en tierra del Islam, así como libertades públicas y
derechos privados; aunque la mayoría vivía en el campo, parte de esta población ejercía
diversos oficios en las ciudades, sobre todo el comercio de dinero, estrictamente prohibido a
los musulmanes.
La organización de los territorios conquistados variaba según la rendición de los vencidos,
pero, en general, los califas (sucesores de Mahoma) aprovecharon las instituciones locales y
las adaptaron a la legislación musulmana. En Siria y Egipto, donde la rendición fue
condicional, los terratenientes pudieron conservar sus propiedades a cambio del pago de un
impuesto territorial. En cambio, los dominios que habían pertenecido al Estado bizantino o a
propietarios desertores o muertos en combate fueron confiscados e integrados en los bienes
del Estado musulmán. En un principio, el botín mobiliario se distribuía entre el enviado de
Alá y los combatientes; más tarde, los califas lo transformaron en un sueldo o pensión a los
soldados y organizaron una administración financiera que se hiciera cargo de los beneficios
derivados de las victorias y asegurara su gestión.
A la cabeza de cada provincia, fue nombrado un wali o emir, gobernador militar, político y
religioso, ayudado por los funcionarios de la antigua administración bizantina o persa. Los
cargos de gobierno más importantes estaban ocupados por árabes, aunque más tarde, bajo la

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dinastía califal de los Abasíes (750-1258), se permitió el acceso a los órganos de poder a la
aristocracia local musulmana no árabe.
Para controlar los territorios del imperio, los califas de la primera dinastía, los Omeyas,
crearon nuevas ciudades pobladas por árabes y distribuyeron tierras entre los musulmanes,
reclutados en su mayoría entre los árabes miembros de la familia Omeya; esta medida dio
lugar a una aristocracia terrateniente, exenta del pago del nuevo impuesto sobre la tierra y
políticamente fiel al califa, que se instaló en las ciudades y dejó el cultivo de sus tierras en
manos de colonos o aparceros indígenas.
Los campesinos, último escalón de la jerarquía social, no sufrieron cambios considerables
bajo la dominación musulmana. Al lado de los colonos, perduraron los trashumantes
dedicados, en general, a la ganadería y los nómadas camelleros.
Las ciudades eran al mismo tiempo bases militares, situadas en los límites de los desiertos,
y centros artesanales y de intercambio entre las provincias y Arabia, desde los que se
difundieron los diferentes elementos de influencia árabe (la religión, la lengua, etc.).
Por debajo de los musulmanes «de origen», estaban los no-musulmanes o súbditos, que
pagaban los impuestos obligados a todos los musulmanes y, además, otras contribuciones,
como la tasa de protección y el impuesto territorial, que con el tiempo fueron muy onerosas,
estimularon la conversión de amplios sectores de población y generaron importantes
movimientos de oposición. Los conversos o musulmanes no árabes tuvieron una situación
inferior a los musulmanes «de origen» y no obtuvieron, en principio, las ventajas materiales
concedidas a los árabes, hecho que suscitó el descontento de un amplio sector contra los
Omeyas; se dedicaban al comercio y, de forma progresiva, ocuparon cargos influyentes en la
administración. Bajo los Abasíes, su situación cambió, hasta que la distinción entre
musulmán árabe y no árabe fue eliminada.
Con los Omeyas (661-750), el califato se hizo hereditario y el Islam se expandió al norte
de África y a la España goda y, por el este, llegó hasta las ribas del Indo y las estepas
asiáticas. El éxito inesperado de la expansión musulmana se explica tanto por el entusiasmo
religioso de los árabes musulmanes como por sus necesidades económicas. La promesa del
botín debió de constituir sin duda un estímulo importante para las tribus de beduinos, que se
alistaron en las tropas del califa. Por otra parte, la tolerancia administrativa y el respeto a las
religiones judía y cristiana de los invasores atrajeron en un principio la simpatía de los
pueblos vencidos, sometidos a persecuciones religiosas e impuestos abusivos por parte de los
dominadores anteriores.
Después de violentos enfrentamientos con los Omeyas, los Abasíes instauraron una nueva

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dinastía califal y trasladaron la capital del imperio de Damasco a Bagdad (Iraq). Bajo los
Abasíes, la vida urbana se convirtió en un factor de primer orden y dio lugar a un importante
desarrollo comercial e intelectual. En el ámbito religioso y filosófico, se produjo una
proliferación de doctrinas y, en el político, se manifestaron serios movimientos secesionistas
que, en los siglos X y XI, acabaron por desmembrar el imperio. La administración civil y
militar fue delegada en el visir (primer ministro), que, con el tiempo, alcanzó gran influencia
y convirtió su cargo en hereditario. La función judicial, basada en la ley coránica, era
confiada por el califa a los cadíes, cuyo cargo, estrictamente religioso, logró una gran
respetabilidad.

La decadencia abasí: la fundación de los emiratos autónomos


En contraste con la brillante expansión científica y cultural del Islam durante los Abasíes, en
la segunda mitad del siglo IX, surgieron diversos movimientos de oposición al régimen que
llegaron a cuestionar seriamente su supervivencia y provocaron un proceso de decadencia y
fraccionamiento político del imperio. La revuelta más importante fue la de los «zany»
(esclavos negros de origen africano) que trabajaban en las explotaciones mineras y
territoriales sometidos a unas condiciones de vida infrahumanas. Su revuelta en Iraq (869)
arrastró también a campesinos arruinados, esclavos de las ciudades y tropas negras del
ejército y puso de manifiesto la debilidad del califato. Paralelamente, hubo otras revueltas de
tipo social y religioso que evidenciaron el profundo descontento de diversos grupos sociales
de población, tanto entre los humildes como entre los musulmanes descontentos de la política
religiosa del califa.
Los distintos movimientos secesionistas, algunos marcados por un claro oportunismo
político, acabaron por constituir diversos emiratos autónomos (Irán, Egipto, Siria, norte de
África, etc.), en algunos casos independientes, tanto en el este como en el oeste. Para hacer
frente a las revueltas internas, los Abasíes reclutaron un ejército de mercenarios,
principalmente turcos, cuyos generales acabaron luchando en beneficio propio más que para
el del Estado abasí y contribuyeron aún más a la desmembración y declive del califato.
En el siglo X, el imperio se dividió en tres califatos: el abasí (Bagdad), el fatimí (Egipto) y
el de los Omeyas de España. En todos ellos, el califa, no siempre de buen grado, acabó por
ser únicamente el jefe religioso de la comunidad y hubo de dejar los asuntos de gobierno al
visir. Las distintas concepciones religiosas y políticosociales rompieron la aparente unidad
del mundo musulmán. Con el correr del tiempo, los regionalismos políticos se concretaron en

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Estados y se polarizaron en tres grandes zonas: Irán-Iraq, Egipto-Siria y España-Magrib. En
la primera mitad del siglo XI, el mundo arabomusulmán entró en un proceso de decadencia
irreversible en todos los ámbitos que facilitó en gran medida la presión y expansión de los
turcos en la zona oriental, la de los bereberes en el norte de África y España y la de los
cristianos en Siria, Sicilia y España.

Las transformaciones económicas del Islam


El contacto con otras civilizaciones antiguas producido por la expansión arabomusulmana
supuso el debilitamiento de las viejas tradiciones tribales e introdujo nuevas pautas
económicas y sociales entre los árabes. La economía se basaba esencialmente en la
agricultura, que obtuvo un importante grado de especialización en función de las necesidades
del mercado. Ante la escasez de agua y los problemas para su abastecimiento, la
administración abasí desarrolló importantes sistemas de irrigación. En las regiones más
occidentales del imperio, subsistió la pequeña propiedad agrícola; sin embargo, en algunos
territorios (el bajo Iraq sobre todo), los conquistadores árabes acapararon las mejores tierras
irrigadas, que cultivaban con fuerza de trabajo esclava, y desplazaron al pequeño propietario.
En otros sitios, bajo el sistema de colonato, los comerciantes ricos de las ciudades
adquirieron grandes dominios explotados por los campesinos pobres del lugar. Durante el
siglo X, la concesión sistemática de tierras a los soldados contribuyó aún más a la
desestabilización del mundo rural, donde, ya desde el siglo IX, los campesinos habían
iniciado un éxodo hacia las ciudades o se habían integrado en las filas del bandolerismo
como sistema de subsistencia.
El hundimiento del imperio persa y el retroceso del imperio bizantino promovieron, ya
durante los Omeyas, una importante expansión del comercio local e internacional, que
abrazaba las rutas comerciales más activas de la Alta Edad Media. Los Abasíes explotaron al
máximo estas posibilidades e hicieron de Bagdad el centro principal de distribución de
mercancías hacia Oriente Medio. La conquista de Creta y Sicilia en el siglo IX permitió a los
árabes el control de las rutas comerciales del Mediterráneo, desde las costas de España y
Magrib hasta Siria y Egipto. Acabada la conquista, el imperio dispuso de grandes recursos
naturales y materias primas (plata, oro, minerales, lana, seda, algodón) y dio lugar a un
importante comercio de importación y exportación de productos manufacturados, como los
tejidos, el papel (creado en China), el cuero, los productos metalúrgicos y, en menor grado, la
alfarería, la cerámica y la perfumería. En general, el Estado monopolizaba las grandes

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industrias y obtenía grandes beneficios de la actividad comercial a través de los derechos de
aduanas y otras tasas. No obstante, para evitar la especulación de los productos de primera
necesidad, creó el cargo del muhtasib. El comercio musulmán se vio favorecido por una
moneda estable y un sólido sistema financiero (letras de cambio, cheques y operaciones
bancarias diversas), que estaba mucho más avanzado que el de los países cristianos de
Occidente

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