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Colombia es un país con una tradición de conflictos internos, inclusive desde su

independencia, la historia del país ha estado asociada a una larga serie de luchas,
problemas no resueltos y violencia partidista manifestada en varias guerras civiles
desarrolladas durante el siglo xix a manos de grupos alzados contra el estado, y culminadas
en la Guerra de los mil días. Durante los periodos comprendidos de 1899 hasta 1902, bajo
los mandatos de la hegemonía conservadora y luego con los presidentes reformistas
liberales, Colombia experimentó un periodo de relativa paz, hasta 2016 donde se firmó la
paz, y los pobladores colombianos pensaron que el periodo de disputas había terminado.

Conflicto y Colombia son identificados a nivel internacional y aun al interior de nuestra


propia población como una llave inescindible, imperecedera e inmutable, como si nuestra
historia estuviera atravesada inevitablemente por la cotidianidad de una violencia que
pareciera desbordar cualquier normatividad. Sin embargo, describir el conflicto armado en
Colombia, es ir mucho más allá de las solas acciones tendientes a reproducir la violencia,
indistinto de que esta sea sistemática y organizada, como en el caso de la guerrilla, las
autodefensas o las bandas delincuenciales urbanas; o espontanea como en aquellos
crímenes que si bien no han tenido una debida premeditación generan miedo, repudio e
indignación en la comunidad. Describir este penoso problema nos incorpora por tanto en la
necesidad de atravesar las capas más externas del enunciado militante, en especial si
tenemos en cuenta que el conflicto como tal aunque ha sido un paradigma en la historia de
nuestro país, sigue siendo en gran medida desconocido para la mayoría de los
colombianos, pues los medios de comunicación que retratan el mismo parecieran tener en
consideración apenas la punta del iceberg de los factores implicados en él.

El elemento económico está íntimamente ligado al anterior paradigma, es decir, economía


y política son dos tangentes que confluyen comúnmente en nuestro país. Ya hacíamos un
breve retrato de como la clase dominante, es decir, las esferas sociales más privilegiadas
económicamente, también eran las que detentaban el poder de la política en nuestro
territorio, este factor que no es menor si se tiene en cuenta que Colombia es un país amplio
en riquezas, ha hecho que se ejerza violencia sobre la población para controlar los recursos
naturales tendientes a la elucubración de potenciales ganancias. Recordemos a manera
de exposición, como en los años 80, cuando la insurrección desbordaba con mayor fuerza
el orden social, surgieron grupos alternos denominados paramilitares, escuadrones en su
mayoría financiados por la clase política que en aquel tiempo estaba constituida por
grandes terratenientes del centro y norte del país, y que optaron como solución a la
sublevación, por ejercitar la violencia directa sobre la clase menos favorecida del constructo
social, es decir, sobre los campesinos y el pueblo. De allí que nunca ha habido una
equitativa repartición del tesoro nacional representado en riquezas naturales, y que la mano
de obra, en un país que mayoritariamente produce materia prima sin llegar a la elucubración
de un producto ya listo para la venta, es en casi todos los casos mal remunerada. Pero
¿Qué permite que este modelo inequitativo se siga presentando? Podríamos ofrecer toda
una variedad de respuestas entre las que incluiríamos: la elección de malos gobernantes,
el poco conocimiento de las dinámicas económicas por parte del común de las personas,
la falta de ánimo corporativo y productivo, etc.

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