«Las cosas sucedieron a esa velocidad en que es difícil seguirles los
pasos. No porque ocurrieran de prisa, todo lo contrario. Sucedieron tan lento que de no enumerarme los hechos los habría olvidado.», dice uno de los narradores de los cuatro relatos que componen Para entender algo del mundo (Evaristo Editorial, 2019), el primer libro de cuentos de Marco Zanger. Yo también, para escribir esta reseña, tuve que recurrir a la enumeración de los hechos sinópticos que sirven para presentar los relatos al eventual lector. Y no porque sean nimios o poco recordables, sino porque durante la lectura fui cediendo (me di cuenta después, claro) a una especie de encantamiento.
Según cuenta en una entrevista, la escritura de este libro le tomó a
Marco algo así como cuatro años. Entre otras cosas (la editorial de poesía Audisea, talleres, otras escrituras, la vida misma), las voces de estos relatos anduvieron por ahí, rondando su vida durante casi un lustro, entre lecturas y aportes de autores como Hugo Correa Luna, José María Brindisi, Javier Galarza, Leonardo Oyola, María Malusardi y Luis Mey.
En Las cosas que quieren los hombres, el primero de los cuentos, un
historiador vuelve a su pueblo natal para contar la historia de cuando le dio un golpe al hacendado. Si el suceso de pueblo, después de Faulkner, puede considerarse un género en sí mismo, estas treinta y pocas páginas pertenecen a él. El secreto violeta de la pólvora, el segundo, plantea una trama simple: alguien busca a Santoro. Alguien del que poco se sabe pero que recorre una ciudad en ruinas, habitada únicamente por perros y un sombrerero recitador -pariente lejano del conejo de Alicia. Nadie tiene nada, el tercero, cuenta la supervivencia de un padre y un hijo en algo que empieza como una excursión de montaña pero que, de a poco, se va pareciendo más a una fuga. Las contradicciones del padre resuenan, universales, disimulando una persecución que el chico sueña. Lo que una está dispuesta a amar, el último de los relatos, es una sucesión de recuerdos superpuesta al presente de una poeta empastillada. La magdalena será un viaje en tren a Mar del Plata y el link, alguien que ya no está pero que fue, en la infancia, indispensable.
Dos de los cuentos son en primera persona; dos en tercera. En tres de
los cuatro, hay al menos un revolver. Todos están escritos fragmentariamente, en unidades que pocas veces superan la carilla y que están separadas entre sí por saltos de línea, espacios en blanco. En uno de los textos, estas unidades aparecen numeradas, por día, a modo de bitácora. En tres, los protagonistas son hombres.
La de Zanger es una escritura de frases (frases
envenenadas de enigma, dijo Diego Materyn en Otra Parte). No se subordina a las tramas, pero tampoco las olvida: las sigue de cerca, acechándolas. En su literatura, las tramas pueden leerse como un resto, como algo que estuvo y se fue: como una ausencia que hay que rodear de escritura. Y la escritura, entonces, deviene llamado, invocación. Un grito que convoca lo oculto, no mediante la técnica sino a partir de una forma de mirar el mundo. «El poeta no describe la silla: nos la pone en frente. O, como decía Machado: no representa, sino que presenta», escribió por ahí Octavio Paz. El arte de convocar la cosa, supo decir Libertella. Y algo de eso, de presentar y de convocar, es lo que destaca en la escritura de Zanger. Puede que algunas frases («Flores sensitivas, desmayadas o violentas») y algunas construcciones («su cuerpo estaba hecho de temblores y derrumbes. Era una roca erosionada») despierten, en principio, cierta perplejidad. Pero inmediatamente después sobreviene una sensación de familiaridad que desplaza la sorpresa: como si cada unidad prexistiera la lectura aunque no la advirtiéramos antes. La mirada con que Zanger mira al mundo no mira solo al mundo fáctico, representable. Mira al mundo, después de haber leído. Mira al mundo mirando algo que el mundo ya no es. Mira al mundo como una trama ausente que tiene que ser escrita para exponer su ausencia. Y de esa mirada resulta un mundo espeso, viscoso, distinto al mundo del testimonio. Es sabido que, para Piglia, la literatura era -sino la más- una de las experiencias más intensas que ofrece el repertorio de una vida. El lector desprevenido -navegante contemporáneo de una era autorreferencial, de la épica de una cotidianeidad devastada por el consumo- podrá encontrar en la escritura de Zanger más de un chispazo que remita a esa intensidad. En relación al primer cuento, dice Zanger en una entrevista: «A mí siempre me intereso eso: cómo dejarle lugar al lector para que en algún punto construya el pueblo que quiera ver». Y, en realidad, todo el libro está escrito así: en unidades separadas por una línea blanca. Es cierto que a veces esto no es más que un mecanismo, un truco narrativo. Pero en el caso de Zanger, el truco, si truco, no está al servicio de la trama ni de retener la atención del lector sino de que seguir escribiendo sea posible. Diría que la discontinuidad, en la escritura de Marco, es más una condición externa, un requerimiento, que un hack endógeno. En este sentido, se observa en cada relato un agotamiento inicial de lo breve (hay unidades que tienen apenas un párrafo) para dar lugar, pasadas las terceras cuartas partes, a verdaderos sprints de escritura que, en ocasiones, se valen por sí mismos, con total independencia del texto que los rodea.
Que algo relativo al encantamiento, decía al principio, me sucedió con
este libro. Algo de residuo clásico, de cobijar al lector para sumirlo en una sensación de extravío y entrega que remite a las primeras lecturas. Sensaciones que tienden a ir perdiéndose por tedio, por insensibilidad, porque después de las vanguardias ya no se puede leer -ni escribir- con inocencia. Los cuentos de Zanger confrontan el regodeo autorreferencial dominante y ofrecen un refugio provisorio donde guarecerse de la tiranía de la representación: una cueva del mundo, hasta que pase la tormenta yoica.
Para entender algo del mundo, de Marco Zanger. Evaristo Editorial.