Вы находитесь на странице: 1из 17

“El patito viudo”

EL PATITO VIUDO

Corría el año de 1954. Era el mes de junio y hacía bastante frío. Había mucha
humedad. Algo tan típico del invierno limeño.

Olga iniciaba ya el noveno mes de su preñez. Y aunque había estado preñada otras tres
veces anteriores, no terminaba de acostumbrarse. Y razones no le faltaban. Una sucesión de
desafortunados acontecimientos la habían llevado a una angustiosa situación. Se encontraba
sola en el mundo. Bueno, no tan sola. Había arrastrado con ella, a esa triste situación, a dos
criaturas: Olguita, de cinco añitos, y Luis, de 2 añitos, sus retoños. ¿Y en donde estaba el padre
de esas criaturas?. Pues viviendo a varias cuadras, en el distrito de Barranco. Estaban
distanciados. Y quienes pagaban pato eran esos dos niños que no terminaban de
acostumbrarse de vivir en un cuartucho, dentro de un miserable callejón, frente a una inmensa
e inmunda acequia, de donde salían gigantescas ratas que aterrorizaban a Olguita, quien se
desgañitaba en alaridos de terror cuando se cruzaban en su camino. Aunque creo que las
pobres ratas eran las más aterrorizadas por los chillidos de esa niña. Ese lugar se llamaba
Talana, en el distrito de Surco, una de las zonas más deprimidas, económica y socialmente,
poblada en su mayoría por afroperuanos, por negros y negras, todos ellos trabajadores y
descendientes de los primeros esclavos llegados ahí para trabajar en las haciendas que se
establecieron desde la colonia y la república. Hasta ahí llegó en su éxodo nuestra joven madre,
expulsada de la casa paterna.

Esta historia se remonta a mediados del 48 del siglo pasado. Olga, de 18 años era una
hermosa chiquilla, de cuerpo muy desarrollado y con las hormonas muy calentonas y traviesas.
Había conocido a un apuesto mancebo, calentón y apasionado (por levantarse a esa chiquilla).
Era su amigo y se veían a escondidas. Según versiones de Olga, el padre, mi abuelo, era un
pervertido que se solazaba tocando a sus hijas. Y que un día intentó sobrepasarse con ella. Y
no tuvo más remedio que huir de la casa paterna y buscar refugio en los brazos de Octavio,
que así se llamaba el apuesto y viril adonis, trigueño y musculoso él, quien apasionado y
presuroso no tardó en preñarla. Así que nació Olguita, una hermosa niña. Y al poco tiempo, un
poco menos de dos años mediante, nació un varoncito, a quien pusieron por nombre Luis
Octavio. Lamentablemente esa criatura, producto del intenso amor de dos púberes, se cayó de
la cama y falleció el angelito, dejando muy triste a la joven e inexperta madre y al atribulado
padre. Y para recuperar el tiempo perdido, no tardaron, él, en preñarla otra vez y ella, dejarse
preñar. Nace otro varoncito, a quien pusieron por nombre el mismo que su hermanito
fallecido, Luis Octavio. Ah, me olvidaba, la niña tenía un segundo nombre, Mercedes. Olga
Mercedes, así se llamaba y se llama aún mi futura hermanita.

Y como casi siempre sucede con los jóvenes y apasionadas parejas, a quienes la dura
realidad, la monotonía y las exigencias de la vida de padres precoces y la lucha por ganarse el
pan para llenar el buche de dos criaturas, hizo que el apuesto galán se aburriera y comenzara a
sacarle la mierda a su joven pareja, aburrido de esa vida que al comienzo nunca imaginó tan
gris y mediocre.

Así que un buen día, tras unas soberbias golpizas y con hambre ella y sus vástagos,
Olga, la joven madre de dos criaturas, con ellos a cuesta, tragándose su orgullo, porque no
tenía que darles de tragar a sus hambrientas criaturas, no tuvo más remedio que implorar el
regreso a la casa paterna. Ciertos detalles nunca me fueron confiados, pero el hecho es que
volvió a la casa, de donde había salido unos cuantos años atrás, para volver a convivir con 10
hermanos. Ah si, parece que no les conté que Olga tenía esa inmensa cantidad de hermanos.
En realidad su madre, mi abuela materna, a quien no tenía el gusto de conocer todavía, había
estado preñada 24 veces, ¡Jesús, María y José!. Y solamente llegaron a nacer vivitos 17 de ellos
hasta finalmente lograr 11 ¡el equipo completo! ¡qué mujer tan paridora!. Pero bueno, era la
época. No se sabía de métodos anticonceptivos, no existía todavía el televisor y la iglesia
católica seguía con la prédica esa de ¡Creced y multiplicaos!, que se traducía en ese viejo
dicho: “Todas las criaturas vienen con su pan bajo el brazo” (realmente, siempre me pareció
absurdo ese dicho porque siempre andaba con hambre). Más realista era eso de “donde
comen dos, comen tres”. Y llevado eso a la familia de Olga, mi futura madre, donde comen
doce comen trece (incluyendo a los padres).

Parece inusual ahora, pero en esos tiempos era completamente normal que mientras
la madre seguía pariendo, las hijas mayores comenzaran a parir ya, de tal modo que, sea en la
Maternidad de Lima o en la casa, en dos habitaciones o en la misma, madre e hija, haciendo un
dúo de alaridos, hicieran llegar al mundo dos criaturas, emparentadas entre sí como tío o tía y
sobrino o sobrina, pero también como hermano o hermana, si lo paría la madre, respecto de la
joven madre, la hija de la madre, también madre, primípara o no. Mierda, que tal lío genético.

Por lo visto, Olga y Octavio no se siguieron viendo, porque ella no volvió a salir
preñada de él, Salvo que él comenzara a usar condones, para no seguir cagándola. Aunque
ignoro si en esos tiempos los varones los usaban, dado el tamaño de las familias de esas
épocas. Salvo que él se hubiera conseguido otra pareja, que parece que así sucedió. Y la dejó
en paz, por lo visto. Pero siguió reproduciéndose en otra mujer, el condenado. Y así el mundo
dejó de ser poblado por más niños que llevaran el apellido Campos León. Nuevamente me
olvidé de mencionar que mi futura madre se llamaba Olga León Gómez. Digo se llamaba
porque la pobre falleció hace más de 18 años de un cáncer a la vesícula, la biliar, porque el ser
humano tiene otras vesículas, no sin antes dejar para la posteridad cuatro hijos. Uno de ellos
es el que escribe estas líneas. Mis demás hermanos no escriben, por diversos motivos. Tal vez
no tuvieron la costumbre de leer o no tuvieron el tiempo para que la costumbre se convirtiera
en hábito. Bueno, mal o bien, intento escribir. Y quienes me han leído dicen que no lo hago tan
mal. Y me felicitan por eso.

Bueno, habiendo vuelto al hogar paterno, hay que recordar que Olga siempre había
sido un poquito rebelde. Cuando terminó su primaria quiso seguir la secundaria, pero su papá
se opuso, ¿Para qué va a estudiar secundaria, si eso es sólo para los hombres? Una mujer sólo
debe interesarle aprender a cocinar, lavar, planchar y a atender al marido ¿Para qué necesita
saber más? ¿O quiere hacer pendejadas con los muchachos de su salón y salir preñada? No
señor, no va a seguir yendo al colegio. Pero lo que no sabía el padre es que Olga comenzó a ir a
escondidas al colegio y se matriculó al primer año de secundaria. Todo iba muy bien, sacaba
buenas notas, hasta que el padre se enteró. Le dio tal paliza que a Olga se le quitaron las ganas
de volver al colegio. Y de pasadita, la madre recibió una soberana tunda, por cómplice. Y así
nuestro Perú perdió a una futura profesional, por el rol de género totalmente injusto con las
mujeres, a las que se le asignaba un papel subsidiario, supeditada a la autoridad del hombre.
Esta anécdota sí me lo contó mi madre hace muchos años.

Otro acontecimiento que pinta de cuerpo entero el temperamento de mi madre me lo


contó la tía More. Su padre, mi abuelo materno, era un tipejo que se daba la gran vida
mientras su esposa e hijos la pasaban mal. Le gustaba tener amantes y dilapidar su dinero en
fiestas y comilonas. Era propietario de varios inmuebles. Y no le importaba que sus hijos
pasaran hambre y mil necesidades. Para eso estaba la madre. Imaginen que ni ropa interior
tenían.

Cuando llegaban las vacaciones de verano, mi abuela, con todos sus hijos se
establecían en la playa San Pedro, que era la playa del pueblo de Lurín. Y ahí vendía menús,
cerveza y gaseosas a los visitantes de la playa. Y todos los hijos ayudaban en esos menesteres.
Y las hijas con mayor razón. Me cuenta la tía More que un día faltaron algunos productos y
para adquirirlos se necesitaba que fueran al pueblo, distante una media hora de caminata.
Como desconfiaba de Olga (¿Y por qué desconfiaría de ella, no?), le pidió a su hermana menor,
More, que la acompañara. Bueno, adquiridos los productos en el pueblo de Lurín, se disponían
a regresar, cuando las dos han pasado frente a un local elegante en donde se realizaba un
agasajo. Curiosas se acercaron a la reja y vieron entre los invitados a su padre, frente a fuentes
de comida y botellas de vino y champagne y rodeado de féminas y amigos, muy orondo, muy
alegre y muy elegante él. Cuando la hermana menor ha visto a su papá, horrorizada, le ha
pedido a su hermana Olga irse de allí inmediatamente. Conocía el temperamento abusivo del
padre y las palizas que les caían cuando llegaba borracho. No solamente a las hijas, quienes se
escondían debajo de las camas, sino también a la mamá, a quien, por proteger a las hijas le
caía una soberana pateadura. Pero Olga no quiso moverse de aquel lugar ¡Que nos vea! Dijo
ella, desafiando a su padre. En eso uno de los guardianes se ha acercado a la reja para exigirles
que se vayan porque no estaban a tono con la gente de esa fiesta, muy elegantes ellos, y ellas
todas andrajosas. En eso Olga le ha dicho al guardián: ¡El señor José León Villarubia es nuestro
padre!. ¿Qué, el señor José es el padre de ustedes? Ha respondo sorprendido el guardián. En
ese momento, justamente, el padre se ha dado cuenta que sus hijas estaban en la puerta y las
ha fulminado con la mirada, haciéndoles amenazadores gestos para que se retiren. More,
temblando de miedo le suplicaba a su hermana Olga para que se vayan rápidamente, pero
Olga, impávida, siguió desafiando con su presencia y su mirada altiva a su padre. Hasta que
finalmente optaron por retirarse. En la noche, el padre, mi abuelo, llegó a la playa, les dio una
tremenda paliza a sus dos hijas (mi tía More me contaba que su hermana Olga no lloró) y una
furibunda pateadura a la madre, por permitir a sus hijas que hagan tonterías. Imagínense,
hacerle pasar vergüenza de esa manera.

Me permitirán que me proyecte a un futuro muy distante de los hechos que narro. Y
llegue hasta el momento del sepelio de la abuela. Mi hermano Jorge se encontraba en la URSS
estudiando, mi hermano Luis, en Iquitos. De mi hermana Olga no recuerdo, parece que no se
enteró de la muerte de su abuela materna, porque todo fue muy rápido. Tan rápido y tan
confuso, que la noticia de la muerte de la mamá de Olga se propaló como reguero de pólvora,
pero con un ingrediente torturante: Si había muerto la mamá de Olga, que así se llama
también nuestra hermana, aunque le decimos Olguita, entonces posiblemente habíamos
quedado huérfanos. A tal punto llegó la confusión que una prima lejana de mi hermana, le
comunicó la noticia, pero con la esperanza de que no fuera mi madre la fallecida. Pero por si
acaso, le dio el pésame. Toda una penosa confusión. Esa misma noche, el tío Pajuelo (el gordo
le decíamos) esposo de la tía More, llegó a la casa de mi vieja, en José Gálvez y nos comunicó
que la abuela se había puesto mal. En realidad, estaba grave por un derrame cerebral previo.
Llegó acompañado del tío Valencia, esposo de la tía Delfina, en su camioneta. Nos iba a llevar a
mi madre y a mí a la casa de la abuela, en Surco. Como yo salí primero, aprovechó para
decirme que la abuela ya había muerto y la estaban velando. Me dijo no le digas a tu vieja.
Imagínense, tuve que callarme eso durante todo el viaje. Cuando llegamos a la casa de la
abuela y entró mi madre, se encontró en la sala con el féretro y todo la familia llorosa. Volvió
hacia mí y me encaró ¡Tú sabías! Y yo no sabía qué decir. Felizmente el tío Pajuelo intervino
para calmarla. Y así pasaron las horas del velorio, hasta que llegó el momento de trasladarla al
cementerio de Lurín, previa romería por la calle principal, que la había visto ir y venir durante
décadas, en sus afanes diarios por atender al batallón de hijos y nietos, prepararles la comida
diaria, yendo al mercado o salir para entregar los trabajos de sastrería y modistería, porque la
abuela era costurera, cocinera, enfermera, pedagoga, curandera, esposa y madre. Yo me
encontraba al lado de mi madre, abrazándola por los hombros, acompañando el féretro, en
donde reposaban los restos de su madre, mi abuela. Ella no lloraba. No la vi derramar una sola
lágrima. Un numeroso grupo humano en procesión trasladaba el ataúd por la Av. Roosevelt. En
medio del doloroso silencio que nos embargaba en el sentimiento de pérdida, he observado
por el rabillo del ojo a una personita que afanosamente caminaba, dando tumbos, casi
cayéndose. Cuando he volteado para ver quién era, me he sorprendido al ver a mi abuelo. Ahí
estaba, pequeñito, anciano, desgarbado, casi andrajoso. Y lo comparé mentalmente con el
padre abusivo y prepotente que fue casi toda su vida, con aquel energúmeno que cuando
llegaba borracho, todas las hijas tenían que esconderse debajo de las camas, porque ese
bárbaro iba a descargar todo su cólera sobre inocentes criaturas y sobre la madre de sus hijos.
Me contaba mi madre de la furia y el odio que embargaba a ese sujeto que llamaban padre. Y
de la furia y odio que nació en el corazón de sus hijas por verse maltratadas de una manera
incomprensible. Sobrevivió a la muerte de la abuela por el lapso de un mes. No recuerdo si mi
madre fue a su velorio y a su entierro. Ceo que no fue. En ese tiempo vivía yo con mi madre en
José Gálvez, su casa. Una noche, después de estudiar volvía a casa, tarde. He introducido la
llave y he abierto la puerta. Mi madre salió a recibirme, desencajada, había estado padeciendo
de una pesadilla. En ella su padre, recientemente fallecido, se le presentaba cubierto de pelos
y con cuernos, jalándola para llevársela. Y ella no podía gritar y hacía lo imposible por soltarse
de esas garras. Apenas se escuchó el sonido de la llave entrando a la chapa, ese monstruo se
esfumó. Y mi madre, sudorosa, llorosa y agitada, ha podido despertar. ¿Por qué una hija
tendría que soñarse con el padre de esa manera? ¿Qué traumas provocarían esas pesadillas
espantosas? No me quedan dudas que el abuelo era un monstruo, que desgració la vida de sus
hijos e hijas. Y a las hijas las empujó a salir de la casa desesperadamente, con el primero que se
encontraba a la vista. Y eso provocó que todas ellas resultaran desgraciadas en sus vidas
conyugales. Y sufrieron, pero trataron de que sus hijos fueran felices. No todas lo lograron.

Recuerdo que una vez mi madre fue a visitar a una hermana y me llevó. No ubico si eso
fue antes o después de la muerte de la abuela. Recuerdo que de una de las habitaciones salía
un hedor espantoso, a orines pasados y excrementos. Ahí estaba el abuelo tirado en un
colchón en el suelo. El orgulloso José León Villarubia terminó sus días entre la podredumbre y
el desprecio de sus hijos. El que condenó a sus hijos e hijas al hambre y mil necesidades
terminó arrimado como perro sarnoso. Aunque en realidad fueron las hijas las más
perjudicadas, los hijos no la pasaron tan mal, pero tampoco tan bien. Parece que uno de ellos
murió de tisis. Pero supongo que en todo infierno, algunos terminan por no pasarla tan mal.
Incluso, la pasan bien.

Bueno, estábamos con Olga, que llegaba al noveno mes de embarazo. ¿Y cómo así se
preñó? Resulta que en una de esas vacaciones de verano, en Lurín, conoció a un tipo alto,
buen mozo, de bigotes. Un tipazo a los ojos de Olga, y encima, arquero de la selección de
Lurín. Y se enamoró perdidamente de este espécimen masculino, de este latin lover de pueblo.
Y a pesar que sus hermanas le advirtieron que Corpancho, que así se apellidaba el sujeto y que
tenía por nombre Enrique, era casado y tenía hijos, no quiso entender. Ellas, Delfina, More y
las otras hermanas que sabían de esa situación, le suplicaron que no se metiera con ese
hombre. Pero Olga estaba con las hormonas alborotadas y parece que Corpancho sabía que
esa muchachota estaba rendidamente enamorada de él. Así que todo era cuestión de tiempo
para que el asunto se consumara como lo han hecho los humanos desde que éramos primates
y que garantiza la perpetuación de nuestra homínida especie sobre este superpoblado planeta.

No hay que olvidar que Olga ya tenía dos criaturas que cuidar, Olguita y Luis. Pero, hay
momentos, cuando se es joven, que las hormonas neutralizan el funcionamiento de las
neuronas, las paralizan, las dejan cojudas. Ese arrobamiento, ese estado narcotizado en que se
sumerge el enamorado es la trampa que nos pone el instinto de conservación de la especie.
Sin ese estado nuestra especie ya se hubiera extinguido hace cientos de miles, hace millones
de años. Así que no seamos tan duros con Olga, tan joven, tan humana, tan apasionada, tan
sensible y tan tontita. No sabía de ese instinto. Lo único que sabía era que quería
cachondamente a Enrique y que quería acostarse con él y le importaba un pito las
prohibiciones de la madre y los consejos de las hermanas, como sucede generalmente con las
personas muy enamoradas.

Así que sospecho que a mí me fabricaron frente al mar, entre la arena y las arañitas de
mar y los muymuyes. Todo muy romántico. Y muy natural. Y parece que Enrique no se puso
condón porque aquí estoy yo escribiendo estas líneas. De hecho no los usó, porque al cabo de
unos meses, Olga comenzó a sentir los estragos de la preñez (la cuarta). Y cuando la madre,
muy preocupada, la llevó al médico, éste le informó, después de revisarla e interrogarla, que la
hija estaba preñada. Imagínense ustedes la reacción de la madre. Y lo peor, la reacción del
padre. Ipso facto, la botaron de la casa, con dos criaturas para que la acompañen en el exilio.
¿No hubiera sido más humano, extrañarla sólo a ella y cuidar de los nietos, inocentes ellos?.
No, inflexibles hasta no más, se libraron de todo el paquete, para lección de las demás hijas,
todas ellas en la fase de explosión hormonal. Un mal ejemplo que era necesario erradicar,
violenta y radicalmente. Muerto el perro se acabó la rabia. Muy bondadosos y muy cristianos
esos padres, mis abuelos. Que lindos.

A veces me he sentido culpable de la terrible experiencia que tuvieron que afrontar


mis hermanos mayores, Olguita y Luis. Aunque prácticamente habían sido abandonados por el
padre, llegaron a la casa de los abuelos y encontraron el mínimo cobijo dentro de un zoológico
de tías y tíos, primos y primas. Pero aparecí en escena dentro de una panza que crecía
constantemente y que provocó la expulsión de la casa de los abuelos. Pero, en realidad yo no
tenía culpa alguna. A mí nadie me pidió mi opinión. Yo solamente aparecí, como millones que
aparecen, como producto de la calentura y de las hormonas alborotadas. Mi madre tampoco
tenía culpa ¿Acaso era culpable por enamorarse? ¡Era una chiquilla!, ¿Y a qué chiquilla no le
gusta, no le atrae el sexo?. Y mi padre biológico, casado y con hijos, unos cuantos mayor que
mi madre, no pudo sustraerse a los encantos de esa joven mujer, guapa y sedienta de cariño.
¿Y los abuelos?. No sé, pero a la abuela no se podían achacar muchas culpas, pero al abuelo sí,
era un sádico, un pervertido, un monstruo.

Y los días avanzaban y Olga se acercaba a la mitad del noveno mes, al final de su
preñez.

Y aquí me permitirán que vuelva a los días posteriores a la muerte de la abuela.

Después del fallecimiento de su madre, Olga estaba muy dolida con un tío, el tío
Miguel, hermano o primo hermano o algo parecido de su madre. Tal parece que la abuela lo
cuidó durante un tiempo y, según ella, él se portaba muy mal con su madre. Total, era un
ingrato de mierda. Bueno, lo que yo recuerdo, cuando pasaba algunos días en la casa de la
abuela, cuando estaba niño todavía, veía que las luces no se prendían hasta que comenzaba a
oscurecer. En esos momentos, la abuela enviaba a una de sus hijas a comunicar al tío que
conectara la luz y así se encendían los fluorescentes de la sala, pero solamente de la sala,
porque las demás habitaciones no tenían luz. Y recuerdo que la cocina se iluminaba con un
mechero, que no era sino una lata de leche, llena de querosene con un trapo prendido y listo,
ese era la iluminación de la cocina, Por esa razón las paredes de ese ambiente estaban negras
por el hollín del mechero. Olga le echaba la culpa a ese tío de la muerte de su madre, porque la
atormentaba con quitarle la casa y venderla o algo por el estilo.

Bueno, resuelta a vengarse un día cogió un martillo y me pidió que la acompañara para
su venganza. Quise persuadirla para que no lo haga, pero mi vieja no me escuchó y salió
apresuradamente. Después me enteré que mi madre había ido a Surco, le había hecho un
escándalo al tío y, martillo en mano, había destrozado las vitrinas que el tío tenía en su
sastrería, al costado de la casa paterna, en donde había vivido la abuela y en donde fue velada,
días atrás. Siempre me pregunté si realmente el tío fue causante de la muerte de la abuela, o
fue esa vida que llevó al lado de su esposo, que se desaparecía de tiempo en tiempo, llena de
angustias económicas y morales, sabiendo que su esposo andaba con queridas, entre
borracheras, dilapidando el dinero que tanta falta le hacía para dar que tragar a todo un
batallón. Encima las golpizas que tenía que soportar. No, no creo que el tío fuera causante de
la muerte de su madre.

Y esa desgracia se repetiría muchos, muchísimos años después con la tía Delfina, a
quien le dio un derrame cerebral, por las torturas psicológicas y físicas que sufrió al lado de su
esposo, el tío Valencia, un monstruo envanecido. Cuando pienso en la tía Delfina recuerdo las
reuniones que se hacían en la casa paterna, supongo que serían los cumpleaños. Yo era un
niño todavía. Y se reunían casi todos los hijos, mis tíos, con sus esposas y esposos y la retafila
de hijos. Muy numerosa la familia. Una cosa monstruosa. Y como casi siempre sucedía, en un
momento determinado, en que se comentaban anécdotas graciosas y las risas se despachaban
a granel, sucedía lo que siempre volvía a suceder: las estentóreas risas de la tía Delfina que no
terminaban. Y todos nos mirábamos y la mirábamos a ella. Su expresión, mientras reía
desaforadamente, cambiaba y se volvía angustiaba y lloraba, pero seguía riéndose. En esos
momentos la abuela exclamaba: ¡es un ataque de risa! ¡Traigan agua de azahar, alcohol, algo!.
Hasta que, finalmente, el ataque de risa terminaba, entre sollozos de la pobre tía. Claro que la
reunión también terminaba. Yo terminaba impactado. ¿Cómo era posible que dos expresiones,
dos sentimientos tan diametralmente opuestas entre sí, como el llanto, que es expresión de
tristeza y la risa, que es expresión de la alegría, se manifestaran a la vez en la tía Delfina?. Claro
que uno puede llorar de alegría pero uno no ríe de tristeza o de pena. El ser humano es tan
complejo. ¿Qué traumas acompañarían a mi tía? ¿Cómo habrían surgido? ¿Tal vez en su
niñez?. Esas escenas siempre las he recordado. En los tiempos actuales la tía iría a las consultas
de un psicólogo o un psiquiatra para encontrar las causas de esas manifestaciones y tratarlas y
curarlas, en lo posible, pero eran otros tiempos. Pero cuando venía a Surco, con su esposo, era
una fiesta para nosotros, sus sobrinos, porque nos decía: ¡A todos los que salgan a bailar les
doy su propina! Y subía el volumen de la radio (de esos que funcionaban con tubos al vacío). Y
nosotros cual más empeñoso nos poníamos a bailar y yo me olvidaba de mi timidez y
apocamiento porque sabía que la tía Delfina nos iba a dar, a cada uno, no importa lo mal que
bailáramos, una reluciente moneda en la palma de nuestra mano. Una moneda que nos abría
un mundo mágico, pues las más ricas golosinas, que casi nunca probábamos, llegaba a nuestro
paladar gracias a la tía Delfina, tan amorosa con nosotros. Quizá nunca lo supo. O quizá sí. Ese
gesto nunca se borró de la memoria de todos nosotros, niños. Y hoy, adultos y maduros, lo
recordamos. Y recordamos con amor y afecto a la tía bondadosa que nos daba esa inmensa
alegría con unas cuantas monedas que quizá ella iba juntando tesoneramente para
brindárselas a sus queridos sobrinos.

Pienso que hay cosas que nos suceden en nuestra niñez que nos marcan para siempre.
Cosas feas y cosas hermosas, hechos desgraciados y hechos maravillosos. Tal vez sea la
impronta que me dejó ese gesto de la tía Delfina es lo que sucedería décadas después. Estaba
trabajando en la Galería La Providencia como diseñador gráfico. En eso han entrado una pareja
de norteños, ambos cantaban canciones de esa parte del país. El tocaba la guitarra también.
Cuando se me han acercado para pedir mi colaboración, gentilmente me he negado. Pero les
acompañaba un niño. Cuando, pocos minutos después han vuelto a pasar por el stand, me he
fijado en el niño. Evidentemente estaba aburrido y fastidiado. Tendría unos 8 añitos. Algo se
movió dentro de mis recuerdos. Me paré y fui a buscarlos. Se habían detenido en la puerta de
la Galería. Les pedí que por favor me acompañaran a la Panadería Los Huérfanos para comprar
algo para el niño, al frente de la Galería. Hemos entrado y le pedí al niño que escogiera el
pedazo de torta que más le apeteciera. Escogió el de chocolate. Fui a caja y pagué. Con el
ticket recogí el encargo, lo acompañé a una mesa, le puse la torta frente a él, se sentó y me
despedí acariciándole la cabecita. Cuando me estaba despidiendo de los sorprendidos y
agradecidos padres, pude ver con que gusto comía el niño la torta de chocolate. Nunca sabrá
mi nombre y quizá nunca me vuelva a ver y yo nunca más lo vea nuevamente, pero nunca
olvidará ese gesto amable. Y algún día lo repetirá con otro niño. Esa es la magia, eso es lo que
hacen los adultos cuando tienen un gesto cariñoso con un niño. Desatan una cadena de
acontecimientos maravillosos, mágicos, bondadosos. Y ahí me viene a la memoria también lo
que me aconteció, algunos años después de mi nacimiento. Estaba en el Puericultorio Pérez
Araníbar, en Magdalena del Mar. Acompañaba a mi hermano Luis aunque pocas veces lo veía.
Era un día claro y con buen clima y jugábamos en los hermosos jardines del frontis de la
institución, de un estilo afrancesado, que daba a la avenida del mismo nombre y que hoy
recibe el nombre de avenida del Ejército. En eso una señora de edad avanzada, con el pelo
muy blanco nos ha visto y se ha acercado. Y a través de la reja nos ha convidado de unos
bizcochitos que sabían a gloria y que sacaba de una bolsa de papel. Y en sus ojos he visto tanta
bondad y amor para con nosotros y una hermosa sonrisa dio marco a tan generosa acción.
Somos los seres humanos capaces de dar tanto amor y ser magos por un momento y tener el
don de la clarividencia y marcar el destino de los niños de hoy y los adultos del mañana con
gestos de bondad y amor desinteresado.

Cuando vivía con mi madre, en José Gálvez, veía a la tía Delfina continuamente, porque
ella vivía en Atocongo, el campamento minero de Cementos Lima. Y siempre fue afectuosa y
atenta conmigo, Cuando me casé y varios años después nació mi hijo, Facundo, quise que la
conociera y lo llevé varias veces a su casa de Barranco, a donde había ido a vivir su vejez, junto
a su esposo, su verdugo de toda la vida. Se alegraba de mis visitas y compartíamos largas
pláticas y así pude enterarme de etapas desconocidas de la vida de mi madre y de mis orígenes
que yo no me atrevía a preguntarle a ella, pero sí a mi tía.

Con la tía More también sucedía lo mismo que con la tía Delfina, respecto a su esposo.
Era un tremendo mujeriego. Y la golpeaba. Una lesión en la columna vertebral que hasta ahora
le ha dejado secuelas fue producto, precisamente, de una golpiza, cuando llegó borracho. Esto
recién la tía me lo contó cuando ya había fallecido su esposo. Mientras tanto, siempre fue y
sigue siendo cariñosa y atenta con nosotros, los hermanos, los hijos de Olga León, su hermana.
Y siempre la recuerdo desde que éramos niños que siempre se preocupaba por nosotros, que
si comíamos, que si teníamos ropitas que ponernos, que si nos portábamos mal. Y siempre sus
consejos para encarrilarnos. Un amor de tía. Mi hijo Facundo también la conoce.

La señora Rosa fue una amiga de toda la vida de mi madre. La recuerdo desde mi
infancia. Uno de esos recuerdos lo tengo grabado en mi memoria. Era de noche y nos
alumbrábamos con velas. Ha llegado y lo primero que hecho es preguntar a mi madre: “Olga,
¿han comido tus hijos?. No, ha sido la respuesta de mi madre, no tengo plata para comprar”.
Una mirada desaprobadora pero comprensiva, dura y cariñosa a la vez han marcado su salida.
Y al cabo de un tiempo ha vuelto con una olla de sopa deliciosa y calentita. Muy diferente a
como lo hacía nuestra madre. Nos ha servido y con la misma la hemos devorado y nos hemos
quedado secos, hasta el día siguiente. Otro día de lucha para nuestra madre. Otro día para
sobrevivir. Después de la muerte de mi madre, la visitaba de vez en cuando. Y nos
quedábamos horas de horas conversando. Y un día se me ocurrió que para su cumpleaños le
podía ofrecer una misa de salud, porque padecía del colon. Aunque soy ateo, sé que la religión
se constituye, para un creyente, en fuente de paz, sosiego y fe en el futuro. Según me contó su
hija, fue el mejor cumpleaños de su vida, pues como parte de la misa, que coincidió con un día
de semana santa, la parroquia se llenó de grupos corales con toda la parafernalia católica. Sus
hijos organizaron una fiesta a todo dar, después de la misa, inclusive con artistas.
Lamentablemente, al poco tiempo falleció, víctima del cáncer al colon.

Justamente un vecino de la señora Rosa era el tío Federico. Él, su esposa y sus cuatro
hijos vivían en el mismo vecindario. Tengo un recuerdo de muy niño de la esposa del tío. Era
una mujer muy bonita y el tío siempre estuvo muy enamorado de ella, a tal punto que las
demás tías y tíos hablaban de él como un “sacolargo”. Creo que fue la primera vez que escuché
esa palabra. Siempre lo veía sentado trabajando. Era sastre, el mismo oficio de su padre. Quizá
de él lo aprendió. Era de noche y su esposa lloraba desconsoladamente, largamente, con
amargura y con mucho sentimiento. Y en sus brazos sostenía a un bebito y estaba sentada en
el suelo. Yo no entendía por qué lloraba porque el bebé estaba durmiendo y lo podía
despertar. Acompañándola y consolándola estaban varias mujeres y muchos niños del
vecindario estábamos en esa habitación. Cuando uno es niño, el llanto de la gente adulta lo
paraliza a uno, no sabes cómo reaccionar. Si es tu madre, tratas de consolarla y el corazón se
te oprime, Eramos mudos espectadores de algo que yo no entendía, por mi edad. Muchos
años después, conversando con mi madre, le hice mención de ese recuerdo. Ese bebé no
estaba durmiendo. Estaba muerto. Y era, creo, uno de los primeros hijos del tío Federico y su
esposa. Según mi madre, la esposa de mi tío nunca se pudo recuperar de esa tragedia y, según
ella, quedó media atolondrada.

Recuerdo que el abuelo tenía una propiedad, un local que utilizaba como sastrería, en
la Av. Lima, la avenida más importante de Barranco. Ahí vivía el mayor de sus hijos, el tío José.
Y como varón e hijo mayor, le tocó en suerte ser el dueño. Suerte que no tuvieron las hijas.
Tuvo, imitando a su padre, como 9 hijos. Con los años terminaría por migrar a Venezuela,
como tantos peruanos. Y ahí seguiría reproduciéndose. Era un tío muy alegre y jaranero,
cantaba y tocaba la guitarra y cultivaba la música criolla. Su hijo mayor, José, a quienes
llamábamos Sepi desde niño heredó esas habilidades. ¿Y por qué Sepi? Porque uno de los
clientes de su padre, que era sastre, era un italiano afincado en el Perú y en Barranco, un día le
preguntó cómo se llamaba el hijo . A la orgullosa respuesta: “José”, el italiano respondió: ¡Ah,
Guiseppe!. Y ahí quedó, por segunda vez bautizado con el terminativo Sepi. He ahí ese curioso
origen.
Cuando rememoro los tiempos que pasaba en la casa de la abuela, me doy cuenta que
nunca recibí una muestra de afecto, de cariño de ella. No era como las demás abuelas que se
ve en las familias normales, cariñosas y apapachadoras con los nietos. No, ella era distante con
nosotros. ¿Y por qué sería así?. Tal vez no le alcanzaría el tiempo, Tal vez la angustia de vivir el
día a día, con ese batallón de hijos que alimentar y el esposo que le tocó aguantar, liquidaría
en ella el poco de afecto que tenía por dar. Mi tía More me contaba, y también la tía Delfina,
que era excesivamente privilegiadora con los hijos varones. Las hijas mujeres estaban en un
segundo plano, estaban al servicio de los hermanos varones. A ellos la mejor comida, las
mejores presas en los platos. Recuerdo que cuando tocaba la hora de comer, se sentía el freír
de huevos y veía como llegaban esos platos para los tíos pero ninguno para los niños. Yo me
preguntaba qué sabrosos serían esos huevos y no recuerdo haberlos saboreado en la casa de
la abuela. Imagínense que torcido se vería ahora que la abuela no les dé los huevos fritos a los
nietos por darle a los hijos. Y no porque no hubieran. Una escena que nunca olvidaré tuvo
como personajes a unos primos y su madre, la tía Marina, quienes vivían en un cuartito que
estaba a la entrada de la casa paterna. Eran unos llantos que escuchábamos desde hace horas.
Se hizo tan intolerable que fueron a avisarle a la abuela. ¿Y qué había pasado? ¿Dónde estaba
Marina que no atendía a sus hijos? Los 4 o 5 hijos de la tía habían estado encerrados muchas
horas desde la noche y estaban hambrientos, pasado el mediodía, ya en la tarde. Tuvieron que
romper el candado para que salieran los primos llorosos y hambrientos. Vi a la abuela salir
presurosa al mercado, canasta en mano y regresar con pescados, meterse a la cocina y freírlos
y servirles a sus hambrientos nietos. Su hija Marina, la madre de esos niños, mi tía, se había
fugado con un muchacho, mucho más joven que ella, Parece que ella había sido abandonada
por su esposo y padre de los niños, mis primos. O se había enamorado perdidamente de un
adonis con pantalones y que le importaba muy poco continuar la relación con su esposo.

Pero lo que fue una tragedia esa vez, se convirtió en una comedia, muchos años más
tarde, cuando mis primos eran ya jóvenes y la mamá había regresado a casa. Resulta que un
día mi madre me cuenta un chisme de la familia, que tenía como personaje a uno de mis
primos, hijo de la tía Marina, quien era bien feíto y por lo visto no tenía mucha suerte con las
mujeres. De buenas a primera metió en la casa a un homosexual, a un gay. Bueno, en esos
tiempos no se les llamaba así, se les llamaba maricones, o cabros. Mi tía Marina puso el grito al
cielo y se opuso rotundamente a que un cabro viva entre ellos, y peor aún, como mujer de uno
de sus hijos, el más feo, por añadidura. Parece que le hicieron recordar que ella los había
abandonado siendo niños y parece que eso la calmó un poco en sus arrestos morales. Pero
también sucedió que la feliz pareja de mi primo era “una” buena cosmetóloga y manejaba su
billete y empezó comprándose la voluntad de sus cuñados con buenos regalos como
pantalones, camisas, zapatos y cosas por el estilo. Hasta que se ganó la buena voluntad de mis
primos quienes terminaron por aceptarla como una más de la familia. Y la misma táctica usó
con la suegra, con regalos, hasta neutralizarla. Una vez logrado esto, se confabuló con sus
cuñados para botar a la suegra de la casa, para consumar su venganza. ¿Terrible, no?. Ni en
película he visto tal argumento. Cada vez que recuerdo con qué gusto me lo contaba mi
madre, no puede dejar de reír.

Lo que siempre recuerdo es la sala de la casa de la abuela. Con losetas blancas y


negras, y una mesa inmensa en donde comíamos todos los que nos encontrábamos en esa
casa. Ah, había una costumbre feísima de la abuela. Justo cuando se estaba acabando de
comer, la abuela soltaba un sonoro y estentóreo eructo que me hacía saltar de la banca y la
miraba, aterrorizado. Se supone que era una costumbre muy normal en la época y que
significaba que se aprobaba la buena sazón de la comida. Ahora sería impensable hacer eso.
Sería asqueroso. Según sé, es una costumbre que trajeron los españoles a estas tierras.

Pero con la abuela también tengo una anécdota triste. Antes de eso quiero dejar
sentado que nunca me puso la mano encima, nunca me golpeó ni me agarró a correazos. Pero
nunca me acarició, nunca su mano pasó por mi cabecita, nunca un abrazo. No sé, pero siento
pena por ella, no tanto por mí. Y resulta que un día mi madre me dejó con ella. Así sucedía a
veces, los días y semanas pasaban y yo siempre esperando que mi madre regresara,
melancólico y triste. Solitario y silencioso. Un niño triste. Pero esa noche mi abuela me
acomodó en un lugar y me puso una colcha o algo parecido encima. Y ya estaba casi dormido,
cuando ha llegado mi tía More. Y he escuchado a mi tía quejarse de su madre y de su actitud
conmigo. ¡Cómo es posible, mamá, que lo pongas a Enriquito a dormir en la cama del perro!.
Ni me había dado cuenta. Con razón que sentía picazones. Me colocó en uno de los sillones
enormes de la sala y me cubrió con una frazada gruesa, cariñosa y confortable. Tenía buen
corazón mi tía, con mi madre, conmigo y mis hermanos. Hoy se encuentra en los yunaites y me
llama seguido y conversamos largo y tendido. Si bien es cierto que mi madre murió, tengo a mi
hermana Olguita y a mi tía More, quienes han ocupado ese lugar. A veces encuentras esa
calidez, esa ternura que te enseña lo que es el amor de la familia. No de todos, por supuesto.
Pero bien valen dos o tres personas cariñosas, afectuosas y amorosas, que una familia
numerosa, fría y distante.

Los días seguían pasando y Olga, mi futura madre, se acercaba al final de su preñez.
Todavía no me conocía, pero ya era parte de su existencia diaria. Creo que hasta me quería ya.
Según me ha contado la tía More, ella la visitaba seguido, pese a la prohibición del padre. Y le
dolía sobremanera las condiciones en que vivían Olga y sus criaturas, Olguita y Luis. Y no eran
más halagüeñas las perspectivas para el que venía en camino, o sea, yo, producto de una
aventura de mi apasionada madre con un hombre casado y con hijos.

Si se piensa seriamente, Olga demostró una voluntad de hierro. Era una leona. No en vano su
apellido materno era León. Pero su desgracia eran las parejas que escogía. Tal vez la
psicoterapeuta Carmen Gonzales hubiera hurgado en su pasado y hubiera llegado a la
conclusión del por qué mi futura madre escogía a hombres abandonadores y maltratadores. Su
padre, a quien detestaba y odiaba, había marcado su destino, en cuanto a las relaciones
sentimentales. Era un padre abandonador y maltratador. La ley maldita que siguen los hijos,
según palabras de la excelente psicoterapeuta. Debe ser así. Si mi madre hubiera tenido como
padre a uno amoroso, protector, cariñoso y sacrificado, no hubiera escogido a los adefesios a
quienes escogió como parejas, con perdón de los padres de mis hermanos, ya que nosotros
somos producto de tres parejas que tuvo nuestra madre.

He visto fotos de mi madre cuando joven. Y era una mujer hermosa y, naturalmente,
atraía al sexo opuesto. Y también creo que las broncas de ella con algunas de sus hermanas
tuvo por origen la envidia. Porque la verdad es que algunas tías nuestras eran bien feas, unas
desgraciadas (porque no tenían gracia). Una de ellas era la tía Aurora. En una oportunidad nos
botó de la casa de la abuela y me recuerdo, tomado de la mano con mis dos hermanos, Olguita
y Luis, llorando y recorriendo las calles de Surco. Justamente era una de las tías más feas y
estoy seguro que la razón de la tirria que le tenía a mi madre y nosotros radicaba justamente
en su fealdad física que se trasuntaba en su fealdad espiritual. Un espíritu feo.

Y hablando de las parejas de Olga, estaba el padre de mi hermano Jorge, el benjamín,


fue la última pareja de mi madre y se llamaba Marino. Marino Custodio Caicedo. Y llegó a Lima
desde las cálidas tierras norteñas. De Monsefú, Chiclayo, departamento de Lambayeque. Era
negociante y apenas vio a mi madre, se enamoró perdidamente de ella. Lo conocíamos como
“el Cholo”. Gracias a la tía Delfina, quien fue testigo presencial de la entrevista que tuvieron la
madre de Olga, mi abuela, con el pretendiente, pude enterarme de lo locamente enamorado
que estuvo Cholo de mi madre, pues hay que estar bien enamorado como para entrevistarse
con la futura suegra, la madre de una mujer guapa, con tres hijos, producto de dos
compromisos previos. Un pasado azaroso, marcado por amores torrentosos, tórridos,
apasionados y que terminaron de la peor manera, con hijos que alimentar, generalmente sola.
Creo que eso siempre atormentó a Cholo, el pasado de Olga. Era, por eso, muy celoso.

Y aquí viene una anécdota que se lo conté a mi hermano Jorge, a Olguita y a Luis. Pero
nunca se lo conté a mi madre, temeroso que me sacara la mierda, aun siendo adulto. Resulta
que venía del mercado, ubicado a dos cuadras de la casa, cumpliendo un encargo de mi madre.
Era muy niño. En eso me he cruzado intempestivamente con Cholo. Yo ya lo conocía y por eso
no hui de él. Angustiado me ha preguntado ¡¿Dónde está tu mamá?! ¡Dime donde está!. Y
como regresaba a la casa, se lo dije. Pero algo me advertía que mi madre no quería verlo, quizá
recordaba algo, pero no sabía qué diablos era. Así que le pedí que me siguiera pero no tan de
cerca. Parece que yo no le tenía miedo por alguna razón. Al llegar he entrado rápidamente
como quien no sabe la cosa. Y ahí sucedió la escena, Cholo que entra y que le decía que
regrese con él, suplicándole, mi madre que quería matarme, mi tía More (quien
providencialmente se encontraba allí) evitó que mi madre me sonara de lo lindo y Cholo que se
pone a llorar y se arrodilla pidiendo perdón y suplicándole y las dos, mi madre y mi tía, que le
gritonean y le decían que eran lágrimas de cocodrilo y cosas por el estilo y yo que no sabía qué
hacer ni en donde meterme y pensando que si los cocodrilos lloraban y por qué lo hacían o si
lo hacían era porque estaban tristes. Pero siempre recuerdo a Cholo gritoneando a mi madre,
llenándola de insultos. Nunca aceptó el pasado de ella y que ella amara a otros hombres antes
que él. Y ahí estábamos tres niños para demostrarlo. La tía more me ha contado que una vez
fue a visitarnos y fue testigo presencial de como Cholo nos sacaba de la mesa a empujones
para que su hijo, nuestro hermano menor, Jorge, comiera primero. Le hizo un lío mayúsculo,
de lo malo que era, que si se había metido con su hermana Olga, tenía que aceptarnos, qué
culpa teníamos nosotros, niños, de sus celos enfermizos y de su preferencia a su hijo. Y nuestra
madre tenía que aceptar esas humillaciones para que no nos faltara el alimento. Debe ser por
eso que ella siempre nos aconsejaba, que cuando nos tuviéramos que enamorar de alguna
mujer, no lo hiciéramos de alguna que ya tuviera hijos. Era una desgracia, decía. Quizá no
quería vernos convertidos en unos energúmenos, torturando psicológica y físicamente a las
mujeres. Eso es cierto. Pero lo que quizá nuestra madre nunca se percató era que vivir con un
energúmeno que constantemente la insultaba terminaba afectándonos psicológicamente. Y
eso nos volvía temerosos o demasiados duros.

Y nos seguimos acercando a fines del noveno mes. A pesar de lo avanzado de su


gestación tiene que trabajar duro, encontrándose con la incomprensión de mucha gente y de
mucha de su familia. Pero también de la solidaridad de algunas personas, como su hermana
More y de su amiga Rosa.

Pero nos adelantaremos unos años. Era una tarde de verano y vivíamos en el Jr. Arica,
en Barranco. Era un pequeño callejoncito que quedaba frente al mercado. Y en un parquecito
nos encontrábamos sentados mi madre y yo. He podido observar el rostro de mi madre que
adoptaba unos gestos extraños, mirando a alguien. Dirigí mi mirada hacia donde mi madre
dirigía sus gestos y he encontrado a un hombre flaco y colorado, a quien todos apodaban el
gringo, quien respondía a esas miradas con otras no menos cargadas de intención.
Evidentemente, con los años me di cuenta de eso, eran miradas cargadas de intención de
ambos, miradas cachondas, apasionadas. ¿Y yo qué diablos hacía ahí? ¿No podían haberme
evitado ese mal momento, que experimenté la penosa sensación de estar sobrando?, No hay
dudas, mi madre tenía las hormonas permanentemente alborotadas.

Mi hermano Luis era un niño muy inquieto, le gustaba “chivatear”, término muy usado
para designar el acto de ser muy callejero, travieso y juguetón. Pero se escapaba de la casa
seguido y sumía a mi madre en angustiosas esperas y búsquedas. Una noche lo he visto, sucio
y andrajoso. Mi madre le llamaba la atención a gritos, casi llorando, que por qué se escapaba,
si no le faltaba comida y un lugar en donde dormir. Cholo estaba también. Yo estaba parado en
un rincón, impactado por los gritos histéricos de mi madre, su llanto convulso y los reclamos
irados que le hacía a mi hermano, quien lloraba quedamente, triste y asustado. Pero mi madre
estaba fuera de sí, su mirada llena de cólera, de rabia por todas las horas de angustia por las
desapariciones de mi hermano y lloraba amargamente, gritando y maldiciendo. Yo seguía
mirando asustado a mi madre, a quien ya no reconocía. En eso, ha saltado en dirección a mi
hermano con un cuchillo en la mano, gritando que mejor lo mataba para no seguir sufriendo
más, mi hermano no se movió. En eso Cholo ha saltado y la ha sujetado fuertemente de la
cintura y he visto que una mano se ha apoderado del cuchillo y se lo ha quitado. ¡No seas loca!
¿Cómo se te ocurre hacer eso? Gritaba Cholo y mi madre ha roto a llorar amargamente,
desesperadamente. A mí se me encogía el corazón por escuchar a mi pobre madre llorar de
esa manera. Es un recuerdo triste, trágico. Gracias a Cholo mi hermano se salvó de ser
asesinado por su madre, mi madre. Creo que por eso le perdoné sus malos tratos, su
ignorancia, su estupidez. Por eso cuando escucho en las noticias que una madre asesinó a sus
hijos, pienso en la tragedia que sería la vida para esa pobre mujer. No la condeno. Condenarla
sería condenar a mi madre, su memoria, sus recuerdos, su sacrificio para con nosotros. Pero
también pienso en lo injusta que es la vida para cientos de miles, millones, de mujeres que se
ven condenadas a cargar con hijos que no pidieron, que llegaron porque no se cuidaron, no
usaron métodos anticonceptivos, porque sus parejas no usaron condón o porque no tuvieron
a la mano el Anticonceptivo Oral de Emergencia o los veintitantos soles que cuestan en una
farmacia. O porque tuvieron varias parejas y cada una de ellas exigió su hijo y cada uno de ellos
se largaron para procrear hijos por otros lados.

Yo fui unos de los muchos niños peruanos que crecieron sin su padre, producto de una
relación extraconyugal. Era un hijo “ilegítimo”. Término infamante que te acompañaba toda la
vida, hasta que te decidías mandar al diablo, y a aquellos anteriormente se le denominaba
“bastardos”. Y aunque nunca vivimos juntos los tres, una noche compartimos una habitación.
Todo consistió en que yo ya estaba dormido. Y como los niños se duermen rápidamente, se
supone que no debía despertarme. Pero me desperté. Sentí que alguien me cargaba,
sacándome de la cama. He entreabierto los ojos y he visto a mi padre biológico. No he visto a
un extraño porque lo he reconocido. Y con esa seguridad he vuelto a cerrar los ojos y a
quedarme dormido. ¿Qué diablos hacía mi padre biológico esa noche, en la casa en donde
vivía yo con mi madre y por qué me sacaba de la cama?. Lógicamente, para meterse él en esa
cama. Vaya, vaya, donde camotes se asaron ……

¿Y por qué mi padre no me visitaba? A veces miraba con envidia a mis amiguitos
cuando iban tomados de la mano por sus padres, cuando los veía paseando, tomando un
helado o cuando estos los cargaban y reían con ellos. La necesidad del padre en el desarrollo
psicológico de un niño es trascendental, le da seguridad y un referente con el cual identificarse
y a quien dar afecto. Vivir sin el padre, salvo que haya fallecido, es como si crecieras con un
miembro amputado. Claro que yo aprendí a detestar a mi padre, gracias a lo que decía mi
madre de él, Recuerdo que lo había visto pocas veces. Y esas pocas veces no recibí un gesto
afectuoso de su parte, ni siquiera una mirada. Una noche, acompañé a mi madre a una oficina
en donde había una persona en un escritorio grande. Mi padre estaba sentado, muy serio. En
eso, el señor, no sé si sería un abogado o un juez, le preguntó si me conocía. Me ha mirado y
ha dicho: “No, no lo conozco”. ¿Y a la señora, dice que lo conoce a usted? “No la conozco,
debe ser una loca”. Lo que sentí fue como si la tierra se abría a mis pies. Bajé la mirada y mis
ojos se llenaron de lágrimas. Pero no lloré. Mi madre me sacó de la mano de aquella oficina. Y
todo el camino de regreso lo hicimos en silencio.

Con los años he comprendido muchas cosas. Debe ser muy difícil cultivar el cariño al
hijo si no lo vez por semanas, meses y años. Si no estuviste en sus primeros momentos de vida,
si no lo cargaste, si no le diste de comer, si no lo bañabas y le ponías su ropita, si no lo paseaste
y festejaste sus primeros añitos. Quizá fue eso lo que provocó su alejamiento. Ya tenía otros
hijos. Ya tenía una esposa. No he tenido la experiencia de tener un hijo a la distancia. Mi única
experiencia como padre ha sido con Facundo, mi unigénito.

Pasaron algunos años y ya vivíamos en Surquillo en un callejoncito a media cuadra de


paseo de la República. A Cholo le gustaba leer el diario Expreso y era uno de los primeros días
de abril de 1961 y tenía 7 años. Y esperaba a que él dejara el periódico para leerlo yo. Y he
llegado a la sección internacional en donde informaban que desde la URSS se había lanzado un
cohete con una nave espacial y tripulada por un humano, Yuri Gagarin. Y que se podría ver
describiendo una órbita Este Oeste. Y justamente informaba que iba a cruzar América del Sur.
¡Y justamente pasaría por el Perú a la altura de Lima y que podría ser visible a partir de las seis
de la tarde!. Así que quince minutos antes salí del interior y me ubiqué en una de las esquinas
interiores del callejoncito y busqué, mirando el cielo que poco se iba obscureciendo.
Felizmente el cielo limeño estaba despejado y se veían las estrellas nítidamente. Recordando
ese momento, me veo agazapado en un rincón, observando con detenimiento, abstraído de lo
que me rodeaba, preocupado que se me escapara la oportunidad de observar esa misteriosa
nave que había partido de aquél lejano y misterioso país, del cual ya conocía algo, pues Cholo,
mi padrastro, era un dirigente sindical de la Federación de Obreros Panaderos “Progreso y
Justicia” de los Balnearios del Sur, afiliada a la CGTP. Era él simpatizante del Partido Comunista
y de la URSS. A veces me hablaba de cómo los trabajadores gobernaban un inmenso país, tan
misterioso y lejano. Y de ese país había despegado esa nave. Y también era anticlerical.
Recuerdo que siempre me hablaba de los frailes, los curas, y de lo bien que se preparaban para
engañar a la gente. Mi curiosidad se transformaba en angustia a medida que el tiempo pasaba.
Hasta que finalmente pude divisar una lucesita intermitente que viajaba entre las estrellas.
Rauda y veloz, describía la trayectoria antes señalada, dirigiéndose hacia el mar, hacia el
Océano Pacífico. Fueron minutos interminables, mágicos, eternos. Absorto y haciendo volar mi
imaginación en alas doradas de la fantasía, pude acompañar a aquel valiente piloto mientras
aquella lucesita recorría, a cientos de kilómetros de altura y a una velocidad jamás alcanzada
por nave alguna. Quien diría que, 25 años después, llegaría a ese misterioso país y me
encontraría con mi hermano Jorge.

Algunos años después mi hermano Luis y yo pasaríamos un año en el Puericultorio


Pérez Araníbar, en Magdalena del Mar. Tengo muchos recuerdos y sentimientos encontrados
de ese año. Es cierto que el lugar era bonito y había muchos niños como yo, pero también
había momentos que extrañaba a mi madre. A veces, cuando me encontraba sólo me asaltaba
la nostalgia y lloraba quedamente, a escondidas. Los domingos de visita eran una fiesta para
mí, esperaba con ansiedad que llegara mi madre con una canasta de comida, frutas y ropa
limpia. Cuando la veía corría hacia ella y me abrazaba fuertemente de su cuello y no quería
soltarla. Y nos sentábamos en los amplios jardines, como en un día de campo. Mi madre tendía
una manta y sacaba la comida que traía para nosotros. Sus tallarines rojos eran deliciosos, sus
frutas una delicia. Recuerdo las manzanas chilenas, fraganciosas, gloriosas. Que momentos tan
felices. Compensaban con creces aquellos de nostalgia y tristeza.

Pero un domingo no vino. La estuve esperando, ansioso y angustiado. Pero quien se


apareció fue Cañigüa, un amigo del barrio. Y traía un regalo de parte de mi madre, quien había
enfermado y por eso no podía venir. Era mi cumpleaños y el regalo era una cajita de
marshmelos.

Así que nos reunimos tres amigos y en un extremo del patio nos sentamos y
devoramos aquella delicia. Hasta ahora recuerdo lo ceremonioso que fue ese festín. Uno a uno
paladeábamos aquellos trozos de felicidad. Y cuando creíamos que habíamos acabado, me di
cuenta que todavía faltaba una capa más, que estaban cubiertas por una fina lámina de papel.
Hasta que finalmente dimos cuenta del regalo de mi cumpleaños. Qué mundo tan sencillo el
de los niños.

Y nuevamente, un recuerdo del Cholo. En el lugar que ahora ocupa el Hotel Sheraton,
se levantaba la Penitenciaría de Lima o El Panóptico. Era una construcción inmensa, con unos
muros altísimos, realmente tétrico e intimidante. Hasta aquél lugar me llevó mi madre. ¿Y para
qué fuimos allí? Pues para visitar al Cholo. Una inmensa reja señalaba la frontera de la libertad,
con la de la falta de ella, con los presos. Recuerdo su mirada triste hacia mi madre.
Conversaron en ese mismo lugar, ella de un lado de la reja y él, del otro lado. Y para
despedirse él le ha entregado una bolsa de plástico grueso conteniendo frejoles con arroz. Y
llegando a casa pude saborear la paila de los presos, un tacu tacu fenomenal. Bueno, así me lo
pareció. Con el hambre crónica que padecía toda comida me sabía a gloria, con trinos de
ruiseñores y canto coral de querubines.

Y, aunque no sé si fue a continuación de ese episodio o fue mucho después, sospecho


que no paso mucho tiempo hasta que una noche desperté sobresaltado pues golpeaban la
puerta fuertemente y se escuchaba la voz del Cholo varias veces, imperiosa y
perentoriamente: ¡Olga, ábreme la puerta!. Mi madre, presurosa, prendió la luz de una vela y
abrió la puerta. Pasados unos momentos ha comenzado a hacer de enfermera y a sacarle una
bala que tenía alojada en el codo. Cholo gritaba de dolor. A lo que mi madre le recriminaba,
gritándole: ¡Cállate, no seas maricón!. ¿Se habría fugado de la cárcel?. Después, vagamente
recuerdo estar viajando en un auto, de noche, con ellos. Lo que sí es seguro es que un tiempo
después Cholo tenía un brazo más corto que el otro y torcido y el pulgar de esa mano
deformado por el lado de la uña. Después de muchos años, Rina, la segunda hija de mi
hermana Olguita, en Surquillo, se resistía a comer lo que mi madre le había servido. Cholo la
miró, le mostró su pulgar deforme y le dijo: “Si no comes, se te va a poner tu dedo así”.
Pobrecita mi sobrina, se asustó, pero creo que terminó comiendo lo que le habían servido.

Hasta que finalmente, un 6 de julio de 1954, llegué a este mundo.

¿Y por qué lo de “Patito viudo”. Pues porque a mi padre biológico le decían el “Pato
viudo”. ¿Y por qué esa chapa?. Nunca lo supe.
Lo que sí me contó mi madre, es que tenía poca leche, por la situación de extrema
pobreza que pasábamos y que le alcanzó a las justas para amamantarme poco más de un mes.
Pero vino Africa para salvarme. Una de sus vecinas, negra como el carbón, tallada en ébano y
hermosa como pudiera haber sido Eva en la sabana africana, había perdido a su criatura, y sus
senos, pletóricos de leche, se me ofrecían con el sagrado elíxir de la vida. Y me prendí de
aquellas ubres generosas. Y tuve mi nodriza del color de la noche, tuve mi nana. En la pobreza
más honda en la que estaba, la solidaridad humana vestida de mujer de un color despreciado
por la sociedad racista en la que nací, permitió que siguiera aferrado a la vida. No hay dudas,
soy un sobreviviente. Y por eso siempre me gustaron las mujeres de piel de color azabache,
oscuro, aceitunado. Afroperuanas se les dice ahora, pero para mí siempre serán las negras
hermosas.

Вам также может понравиться