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Jesús vino para que nos beneficiásemos una vez más de la experiencia de
transformación que nos ofrece este Dios de amor. Como nos los revela el evangelio
de san Juan, “Dios amó tanto al mundo que le dio su unigénito Hijo para que todo
el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Juan 3, 16). Todos los
actos realizados por Jesús, sus milagros, sus enseñanzas, el conjunto de su vida,
proclaman el amor de Dios. Por su muerte y resurrección es como el grano de trigo
que, si cae en la tierra y muere, llevará mucho fruto (Juan 12, 24).
Él pidió a sus discípulos: “Haced esto en memoria mía” y les encomendó la misión
de velar para que aquel último día permaneciese presente en la realidad concreta
de su existencia hasta que Él volviera glorioso para transformar todo el universo y
dar lugar a los nuevos cielos y tierra en los que puedan reinar la perfecta relación
de amor entre Dios y los hombres, y también entre los hombres.
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La Iglesia es la comunidad que, sobre las huellas de los primeros discípulos y
apóstoles, sigue cumpliendo, a través de los siglos, esta misión en el mundo.
Cuando los discípulos de Cristo transponen el amor de Dios que ellos experimentan
en Jesús presente en la Eucaristía, en su vida cotidiana y en sus relaciones con los
demás, construyen una nueva sociedad, una nueva creación.
El Papa Juan Pablo II expresa la misma idea de una forma eminentemente más
teológica en Ecclesia de Eucaristía, donde explica que “la íntima relación entre los
elementos invisibles y visibles de la comunión eclesial es constitutiva de la Iglesia
como sacramento de salvación”.
Hace 163 años, las tribus del centro y del norte de la India oriental aún no habían
oído hablar de Jesús. Pobres y totalmente analfabetos, eran víctimas de la opresión
de los ricos propietarios y de los poderosos que los explotaban sin piedad. Cualquier
esperanza de justicia era inexistente para esas tribus desfavorecidas. Varias de
ellas se refugiaron en los jardines de té Assam o en los bosques de las islas
Andaman para poder sobrevivir. Las tribus que permanecieron en las tierras
ancestrales estaban amenazadas de desaparición y habían perdido hasta el gusto
por la vida.
En ese momento de su historia, Dios oyó sus lamentos y, en 1845, les envió algunos
misioneros cristianos a Ranchi, donde estaban concentradas esas tribus. Durante
cuatro años los misioneros trabajaron en vano. Pero un buen día, cuatro miembros
de una tribu se acercaron a ellos porque habían oído decir que predicaban acerca
de un hombre que había sido matado pero que permanecía siempre vivo y
deseaban encontrarlo. Llegaron donde estaban los misioneros y dijeron: “Queremos
ver a JESÚS”. Y constantemente preguntaban: ¿Dónde está JESÚS? Queremos
verlo”. Los misioneros no sabían qué hacer y los miembros de la tribu se enojaron,
calificándolos de tramposos y mentirosos. Luego, los misioneros los invitaron a rezar
y, un día, los bautizaron.
Unos treinta años más tarde, en 1869, el arzobispo de Calcuta envió los primeros
misioneros jesuitas a esas tribus. Cuatro años más tarde, seis familias de esas
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tribus, con un total de 28 personas, fueron bautizadas en la Iglesia Católica. Pero el
verdadero movimiento de gracia comenzó con la llegada de un siervo de Dios, el
padre Constant Lievens, S.J, conocido hoy en día como el apóstol de Chota-Nagpur,
la patria de las tribus.
Cuando llegó este jesuita había solamente 56 católicos en el territorio. Vivió entre
ellos tan sólo siete años pero a su muerte, debida al exceso de trabajo, al
agotamiento y a la tuberculosis, la región contaba con 80.000 católicos bautizados
y más de 20.000 catecúmenos.
¿Qué había sucedido? ¿En qué se diferenciaban esos misioneros jesuitas de los
primeros que habían llegado treinta años antes? La respuesta es sencilla: ¡La
Eucaristía! La diferencia estriba en la forma en la que los católicos comprendieron,
celebraron y vivieron la Eucaristía. Muchos de los primeros cristianos abrazaron la
fe católica precisamente por esta razón.
Las hermanas de Lorette fueron las primeras religiosas en acudir en ayuda de los
misioneros en su labor de evangelización. Cuatro jóvenes cristianas procedentes de
una familia instruida y estudiantes en el pensionado de las hermanas de Lorette en
Ranchi abrazaron la fe católica y, en 1897 fundaron, en Ranchi, la primera
congregación religiosa autóctona: las Hijas de Santa Ana. Esta congregación cuenta
hoy día con más de mil religiosas distribuidas en 23 diócesis de la India, así como
en otras diócesis fuera de dicho país. Las humildes religiosas han desempeñado un
importante papel en la labor de evangelización.
La joven Iglesia implantada en tierra tribal ha crecido de tal forma que hoy
corresponde al 10% de la población católica de la India, es decir, 18 millones. Pese
a su indigencia material, la Iglesia es autosuficiente en muchos aspectos y puede
contar con sus religiosas, sacerdotes y obispos propios. Una de las características
de dicha Iglesia es que estos católicos tribales llegaron a ser portadores de la fe
adondequiera que fueran. Ésta es la razón por la cual el extraordinario crecimiento
de esta Iglesia en tierras tribales ha sido reconocido rápidamente como el “Milagro
de Chota-Nagpur”.
Muy poca gente sabe que también la beata Madre Teresa forma parte de este
milagro. Entre los jesuitas que sirvieron en la misión de Calcuta, de la que Ranchi
forma parte, figuran dos albaneses. Cuando estos jesuitas fueron a Albania a visitar
a sus allegados, dieron conferencias ante alumnos con el fin de fomentar la vocación
misionera y recaudar fondos para su misión.
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Ingresó, pues, en la orden de las hermanas de Lorette en Irlanda y, desde allí, se
fue a Calcuta.
Creo que esto fue y seguirá siendo el secreto del éxito de Madre Teresa y de las
misioneras de la Caridad. Ella decía que cada nueva comunidad que inauguraba en
cualquier parte del mundo era “un sagrario más”. La Madre Teresa es el auténtico
ejemplo de la importancia que ocupa la Eucaristía como alimento y fuente de
motivación para la misión de la Iglesia.
La misión de la Iglesia
Entre las numerosas características del mundo actual en el que la Iglesia tiene que
cumplir su misión, me gustaría citar tres: la disparidad socioeconómica, el pluralismo
religioso y la diversidad de identidades culturales.
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Cuando hoy día miramos en torno nuestro, observamos la presencia de un abismo
considerable entre ricos y pobres, vemos la impaciencia y la insatisfacción de la
humanidad a la búsqueda de una vida mejor y, por encima de todo, de un porvenir
estable en que todos encuentren la seguridad, la dicha y la paz. Esta es la dura
realidad, pese a los inmensos progresos alcanzados en los campos de la tecnología
y las ciencias y la mejora del bienestar con relación al pasado, en el momento en
que el ethos científico nos promete un futuro cada día mejor.
Como cristianos que somos, sabemos que Jesús vino a rescatar al mundo y a
transformar la humanidad en una nueva sociedad en la que las citadas necesidades
sean satisfechas. No hizo como lo hubiese hecho un simple asistente social, sino
siendo el signo viviente del amor de Dios. Murió y resucitó de entre los muertos a
fin de probar que encarna realmente este signo. Estableció una comunidad, la
Iglesia, con el fin de perpetuar este signo en el mundo hasta que éste sea finalmente
transformado por el amor de Dios. Nos dejó la Eucaristía como memorial y
manifestación constante de este amor en el mundo. He aquí por qué los cristianos
celebran la Eucaristía hasta el retorno glorioso de Jesús para establecer
definitivamente el Reino de Dios.
Resulta evidente para todos que la Iglesia debe cambiar ahora de actitud con
respecto a ellas y que un nuevo enfoque es esencial. Si bien en el pasado, hasta
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el Concilio Vaticano II(1962-1965), la Iglesia tenía una percepción negativa de ellas,
el Espíritu Santo la inspira hoy hacia el establecimiento de una relación de diálogo
con las mismas. El diálogo entre las religiones forma parte integrante de su misión
de evangelización en el mundo moderno.
Cristo vino a reunir todas las naciones del mundo en el reino de Dios y la misión de
la Iglesia es proseguir esta obra hasta el fin de los tiempos, cuando Cristo vuelva
glorioso para dar el toque final a esta obra.
Dios distribuyó sus dones a cada uno y cada una de nosotros. Cada pueblo, cada
nación tiene su manera peculiar de expresar el don divino de la vida y de la
existencia.
La Iglesia, que camina por las huellas de su Dios y maestro, apunta hacia la
eliminación en todo el mundo de cualquier tipo de discriminación entre los pueblos
y busca favorecer la comunión entre todos, como se predice en el Libro de las
Revelaciones (Rev. 21, 1-7; 22-27).
El Papa Juan Pablo II, en su mensaje para el Día Mundial de las Misiones de 2004,
“Eucaristía y Misión”, insiste en el hecho de que “en torno a Cristo eucarístico, la
Iglesia crece como pueblo, templo y familia de Dios: una, santa, católica y
apostólica. Al mismo tiempo entiende mejor su carácter de sacramento universal de
salvación y de realidad visible jerárquicamente estructurada”.
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compartían comidas y conmemoraban al Señor que estaba presente entre ellos
cuando partían el pan en memoria suya.
Por esta razón los primeros cristianos eran también bien aceptados por un gran
número de personas, en particular, los pobres y los marginados. El cristianismo era
un movimiento enérgico que apuntaba a liberar la humanidad del egoísmo y la
explotación, que son la base de una sociedad injusta. Todos fueron creados iguales
en el seno de la comunidad creyente y el símbolo de que esta igualdad era el convite
eucarístico. Este ideal no era fácil de alcanzar. Todo esto era elaborado
espiritualmente en el seno de la vida diaria corriente, con sus luchas diarias y, en
esa época también, en medio de la protesta y la persecución.
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La Constitución Apostólica sobre la Liturgia del Concilio Vaticano II inició un cambio
en la práctica del culto de la Iglesia, y este cambio ha transformado la celebración
de la Eucaristía al insistir sobre tres principales aspectos de la celebración:
- Los Padres del Concilio Vaticano II enseñaron también que el efecto de participar
en la celebración eucarística contribuye a la formación de la comunidad de amor y
de partición (Gaudium et Spes, 38). Su Constitución sobre la Liturgia (37) describió
la Eucaristía como “la conmemoración de su muerte y de su resurrección;
sacramento de piedad, signo de unidad, lazo de caridad, banquete pascual donde
se recibe a Cristo y donde el alma está llena de gracia y mediante la cual se concede
la garantía de la gloria futura”.
Estos cambios indican hasta qué punto la Eucaristía alimenta y fortalece la misión
de la Iglesia.
Celebramos el Congreso Eucarístico bajo el tema: “La Eucaristía, don de Dios para
la vida del mundo”. Como discípulos de Jesús que viven un periodo de la vida de la
Iglesia en la que la misión de evangelización experimenta un impulso y ocupa de
nuevo un lugar importante, debemos asegurarnos de que nuestra vida eucarística
nos dé un sentido renovado de la misión. Celebramos la Eucaristía en un mundo
desgarrado por la discriminación, deshumanizado por las estructuras
socioeconómicas abusivas, con frecuencia dominado por el egoísmo de la avidez y
la avaricia del ser humano que, por desgracia, han podido encontrar a veces su
justificación en ciertos principios religiosos.
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La Buena Nueva de la que el mundo tiene hoy necesidad es una sociedad que se
apoye en la fraternidad y viva compartiendo. Entonces, el Dios verdadero, el Padre
de nuestro Señor Jesucristo, que ha hecho de nosotros sus hijos en Jesucristo, va
a mostrarse entre nosotros. Nuestra celebración eucarística debería permitirnos
concentrar nuestros esfuerzos en alcanzar este ideal. ¿Cómo hemos de lograrlo?
¿Cómo podemos celebrar de manera a orientarnos cada vez más hacia ese fin?
Estas son las vías de reflexión que deberíamos abordar juntos como discípulos de
Jesús en torno a la Eucaristía, que no es solamente la conmemoración de su muerte
y de su resurrección, sino también su presencia viva entre nosotros.
La misión cristiana consiste en propagar el amor de Dios a todos los pueblos, con
el fin de que todos se unan en una misma comunidad con Dios nuestro Padre.
Jesús lo expresa con toda claridad: “He manifestado tu nombre a los hombres que
de este mundo me has dado. Tuyos eran y tú me los diste y han guardado tu
palabra” (Juan 17, 6).
La misión de Jesús tiene como finalidad atraer a todos los pueblos del mundo a
compartir la vida de Dios.
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- La Iglesia cumple su misión amando a los demás como Cristo la amó. Cristo ofreció
su vida por la salvación del mundo. He aquí el símbolo de la Eucaristía: “Éste es mi
cuerpo entregado por vosotros”. En la Eucaristía, la Iglesia participa de este amor
como entrega absoluta de sí mismo y se encuentra así en condiciones de proseguir
su misión.
- Así se define la nueva evangelización que el Papa Juan Pablo II lanzó a comienzos
del nuevo milenio, en el que la Eucaristía es, a la vez, la fuente y el centro. Estoy
convencido de que todos compartimos el mismo anhelo de que se desprenda de
este Congreso Eucarístico un nuevo espíritu misionero que transforme al mundo.
- El objetivo de nuestra misión es la comunión total entre Dios y los hombres, por un
lado, y la de los hombres entre ellos, por otro, expresada por una vida de amor y de
partición. La celebración diaria de la Eucaristía nos inicia a esta comunión: nos
unimos a Dios cuando recibimos el cuerpo del Hijo de Dios; nos unimos entre
nosotros cuando recibimos el cuerpo de Cristo bajo la forma de la comunión
compartida; nos unimos a toda la creación porque el pan que compartimos en la
Eucaristía es el fruto de la tierra, esta tierra que Dios creó como signo de su amor y
que nosotros hemos deformado por una utilización culpable. Cuando llegamos a ser
el cuerpo de Cristo, es de nuevo posible manifestar el amor de Dios. Al participar en
ello nos comprometemos a restablecer la bondad divina a toda la creación.
- Con la muerte y la resurrección de Cristo, Dios ha sellado una nueva alianza con
toda la humanidad. Cada vez que celebramos la Eucaristía y participamos de ella,
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renovamos esta alianza. Cada participante en la Eucaristía se transforma en un
promotor de esta alianza entre todos los pueblos con la puesta en práctica de las
condiciones de la alianza que no tienen otro apoyo que el mandamiento de amor.
El símbolo de este acto litúrgico llega a ser un compromiso real concentrado en la
vida.
La relación que une la Eucaristía y las comunidades de misión está basada en una
característica fundamental de la misma misión cristiana. El misionero cristiano es
ante y sobre todo un testigo de Cristo y no un joven escolar que ha aprendido bien
sus lecciones sobre Cristo. Un testigo es alguien que ha hecho la experiencia de lo
que comunica. La Eucaristía es la fuente de este poderoso testimonio. Es allí donde
el cristiano encuentra a Cristo vivo para ser capaz de dar testimonio convincente de
lo que ha visto, oído y tocado. Vamos a ver cómo se manifiesta esto realmente en
cada celebración eucarística, particularmente, en la parroquia.
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La celebración eucarística dominical da lugar a la reunión de toda la comunidad.
Esta ocasión permite a los miembros de la comunidad profundizar en el
conocimiento que tienen del Señor y de su prójimo, de encontrarse entre ellos y de
tener el oído atento a las necesidades de comunión y solidaridad. No se trata de
una simple oportunidad para cumplir su deber de culto. Esto significa que deben ir
más allá de su mera presencia anónima en la iglesia. Nadie puede vivir solo su vida
de cristiano, aislado de los demás, en un espléndido aislamiento.
Esto demuestra que el fiel que participa en la misa dominical debe ir para darse
cuenta de que el Dios al que ha venido a encontrar ya forma parte de su vida, que
ha compartido su amor con él y todos los demás fieles, con el fin de éstos sean
signos visibles de su amor gracias al amor y a el cuidado que manifiestan los unos
para con los otros. El Dios verdadero, el Dios de los cristianos es el Dios presente
en medio de su pueblo. En consecuencia, nuestro encuentro con Él expresa nada
menos que la necesidad de llevar una vida de amor y de solicitud los unos para con
los otros.
Durante una de sus primeras visitas pastorales en calidad de papa, en Bari, en mayo
de 2005, Benedicto XVI dijo en su homilía: “El precepto de fiesta no es, pues, un
deber impuesto desde fuera, una carga que pesa sobre nuestros hombros. Al
contrario, participar en la celebración dominical, alimentarse con el Pan Eucarístico
y experimentar la comunión de los hermanos y hermanas en Cristo es, para el
cristiano, una necesidad, una alegría; es así como puede encontrar la energía
necesaria para el camino que ha de recorrer cada semana”.
Esta comunidad del amor ve reforzada su fe hasta tal punto que sus miembros son
capaces de proclamarla en su vida. La liturgia de la Palabra no sólo instruye a las
personas sobre las verdades de la fe, sino que también intensifica su fe de tal
manera que están en condiciones de traducirla en amor.
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La comunidad que aporta el pan y el vino
El pan y el vino que los cristianos traen al altar son el símbolo de su vida cotidiana
de interacciones de los unos con los otros. Lejos de ser simples elementos ligados
a un rito, representan a la comunidad y su composición de diferentes relaciones.
En nuestros días, creo que aún es necesario valorizar las dimensiones social y
comunitaria del pan y del vino que se aportan al altar. Esto puede hacerse de la
manera siguiente. En primer lugar, es ideal que los fieles traigan estos presentes al
altar como símbolo de su propia vida. Además, sería bueno que acompañasen el
pan y el vino con otros presentes para expresar su solicitud por la comunidad. La
colecta podría presentar un mayor significado de desarrollo de la comunidad. La
comunidad reunida en torno al cuerpo de Cristo debería darse cuenta de que entre
ellos hay algunos miembros que no hacen la experiencia del amor de Dios porque
muy poca gente traduce este amor compartiendo y amando al prójimo.
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En los comienzos de la creación, el Espíritu de Dios flotaba sobre las aguas
primordiales y todo el universo vio la luz por poder de ese mismo Espíritu. En la
nueva creación, inaugurada con la resurrección de Cristo, el Espíritu de Cristo se
extiende sobre la humanidad, permitiéndole así dar origen a un nuevo mundo. El
agente de esta nueva creación es la Iglesia, esta comunidad colmada por el Espíritu.
Esto me recuerda las palabras de Juan Pablo II: “[Es cierto que] no se construye
ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene su raíz y centro en la celebración de la
sagrada Eucaristía” (Ecclesia de Eucharistia, 33; cf. Presbyteorum Ordinis, 6). Al
final de cada misa, cuando el celebrante despide a la asamblea con las
palabras “Ite, Missa est”, todos deben sentirse enviados como ‘misioneros de la
Eucaristía’ para difundir por todos los medios el gran don recibido” (Eucaristía y
Misión, Mensaje para el Día Mundial de las Misiones, 2004).
Fuimos enviados por el mundo para actuar de manera que los símbolos de
adoración eucarística se convirtieran en la realidad de la vida eucarística. Vamos
por el mundo después de la celebración eucarística, animados por la Palabra de
Dios, guiados de forma profética por el Espíritu del Señor Todopoderoso y
comprometidos a laborar por la transformación del mundo. He aquí el significado de
la frase: “Proclamamos tu muerte, oh Señor, en espera de tu llegada”. Lo que quiere
decir es que vamos a proseguir la obra de Cristo para edificar el Reino de Dios
donde el amor divino se traducirá en amor humano, donde la vida divina se
manifestará en comunión, donde la creación será transformada en una nueva tierra
y un nuevo paraíso en el que vivirán todos los pueblos del mundo como hermanos
y hermanas. La Eucaristía nos proporciona la fuerza necesaria. Se trata del objetivo
último de todas nuestras celebraciones eucarísticas.
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Nosotros no forzamos a la gente perteneciente a otras religiones a seguirnos en
nuestras celebraciones eucarísticas, pero participamos de la Eucaristía de tal forma
que nos sentimos animados por el amor del don absoluto de Cristo, que es el alma
del Evangelio, y llevamos este amor a todos nuestros hermanos y hermanas. Así,
vivirán la experiencia de la Buena Nueva de Jesucristo a través de nosotros y, en
compensación, contribuirán a la transformación de la sociedad. De esta manera,
nuestra experiencia eucarística tendrá una dimensión misionera,
Conclusión
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Debemos decidir hacer de la Eucaristía el poder necesario para construir nuestras
parroquias y nuestras pequeñas comunidades cristianas. Si el trabajo se lleva a
cabo de forma sistemática, a la vez por los pastores gracias a su liderazgo, y por
los fieles mediante su implicación en las celebraciones dominicales, nuestras
comunidades cristianas engendrarán una nueva sociedad en el territorio de sus
parroquias. La nueva sociedad de la que tenemos necesidad no es un simple
montaje social, industrial y tecnológicamente avanzado; se trata más bien de una
sociedad donde la aceptación del otro, el amor que experimentan los unos por los
otros y la mutua partición serán la ley y el modo de vida. Tan sólo podrán conseguirlo
los cristianos que hagan, semana tras semana, la experiencia del amor
incondicional y absoluto de Cristo en la Eucaristía.
Deseo repetir las palabras que pronuncié con motivo del Primer Congreso Misionero
Asiático, en 2006, durante una reunión sobre la historia de Jesús entre las tribus:
“Allí se encontraba un pueblo que era ‘un no pueblo’”. Esas gentes estaban
despiadadamente holladas. Su gusto por la vida estaba destrozado, pulverizado en
migajas. Pero una vez que hubieron aceptado a Jesús, se levantaron con él en el
Bautismo (…). Numerosas veces oí decir a los niños de la Cruzada Eucarística de
los aborígenes e indígenas católicos: “Ham krusvir kissi se kam nahin: ¡Nosotros,
los niños de la Eucaristía, no somos inferiores a nadie!”. De hecho, ellos constituyen
hoy día una fuerza que merece ser tenida en cuenta. (Cf. Cardenal Télesphore P.
Toppo, A story of Jesus among the Tribals of Central India, Primer Congreso
Misionero Asiático, 2006, en Chiang Mai, Tailandia).
“Lo que confiere a los cristianos su identidad y los hace diferentes de los demás
pueblos es su recuerdo de Jesucristo y la espera de su venida. La memoria y la
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esperanza de los pueblos peregrinos de Dios a través del tiempo y del espacio les
confieren una identidad única y un carácter distintivo, protegiéndolos por todas
partes y para siempre de los peligros de la disolución y pérdida de su identidad.
Gracias a que comparte la memoria de Jesucristo y la espera su venida, el pueblo
de Dios conoce, mediante la fe, verdades y realidades a las que otras personas no
tienen acceso y no lo tendrán jamás sobre el sentido de la existencia y la historia
humana” (Osservatore Romano, 12-1-85).
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