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¿Cómo ser catequista hoy?

El catequista, testigo de la misericordia

“Hay momentos en los que de un modo mucho más intenso estamos llamados a tener
la mirada fija en la misericordia para poder ser también nosotros mismos signo eficaz del
obrar del Padre” (Francisco, Misericordiae vultus, n.3). Al convocar el Año de la
Misericordia, el Papa Francisco ha invitado a la Iglesia, ciertamente, a reflexionar sobre el
misterio de la misericordia divina. Pero la perspectiva doctrinal queda supeditada, en realidad
a dos elementos anteriores y, si se quiere, de mayor espesor existencial: la experiencia de la
misericordia, suscitada como acontecimiento que tiene lugar en la persona misma, y el
compromiso de la misericordia, por medio del cual reflejamos la bondad divina. Ante ellos,
la doctrina es el momento de conciencia de aquella verdad que es ante todo vida. A partir de
ellos brota la alegría característica del Evangelio, como una convicción creyente y un estilo
de vida.
Al cuestionarnos sobre la figura del catequista en la Iglesia, como bautizado
empeñado en la transmisión sistemática de la fe cristiana, no podemos sino reconocer que él
mismo está llamado a tener un encuentro personal con la misericordia del Padre, para
convertirse entonces en instrumento suyo, y para poder comunicar de manera adecuada el
mensaje de la misericordia. Para ello, recordará siempre que es discípulo de Jesús, y que el
ministerio de la enseñanza lo realiza en su nombre, de modo que habrá de volver
continuamente a él, de él tomará la fuerza para perseverar en su servicio, y que él será su
propio modelo tanto para su existencia como cumplir con su tarea educativa (cf.
Misericordiae vultus, n. 8; Juan Pablo II, Catechesi Tradendae, n.6-9).
Las palabras de Juan Pablo II sobre la Iglesia en general pueden aplicarse
personalmente al catequista como bautizado que comparte su fe en el ministerio que presta.
“La Iglesia profesa la misericordia de Dios, la Iglesia vive de ella en su amplia experiencia
de fe y también en sus enseñanzas, contemplando constantemente a Cristo, concentrándose
en él, en su vida y en su evangelio, en su cruz y en su resurrección, en su misterio entero.
Todo esto que forma la ‘visión’ de Cristo en la fe viva y en la enseñanza de la Iglesia nos
acerca a la ‘visión del Padre’ en la santidad de su misericordia. La Iglesia parece profesar de
manera particular la misericordia de Dios y venerarla dirigiéndose al corazón de Cristo. En
efecto, precisamente el acercarnos a Cristo en el misterio de su corazón, nos permite
detenernos en este punto en un cierto sentido y al mismo tiempo accesible en el plano humano
de la revelación del amor misericordioso del Padre, que ha constituido el núcleo central de la
misión mesiánica del Hijo del Hombre” (Dives in misericordia, n. 13).

1. La experiencia de la misericordia
El catequista es invitado a revisar su experiencia personal de misericordia, el modo
como su vida ha sido tocada por ella. La fe no se transmite nunca de manera impersonal. Es
oportuno, por lo tanto, en este tiempo, que los catequistas se cuestionen sobre cómo su propio
camino ha sido tocado por la misericordia, de qué manera han conocido la bondad divina,
bajo qué circunstancias concretas han adquirido la certeza de haber sido perdonados por Dios
y llamados a nacer de nuevo; en qué momentos se han descubierto postrados, y cómo han
podido levantarse con el auxilio de Dios; cómo han mantenido su lucha y cómo se han abierto
a la gracia divina. Y no se trata, para ello, de una especie de confesión pública de la propia
biografía. La experiencia se refleja en el estilo de vida, en la integración de los valores del
Evangelio en la conducta personal y en el modo espontáneo como se funciona
cotidianamente. La misericordia se transpira.
Pero, además, como pedagogo de la fe, el catequista habrá de acompañar a los
catequizados para favorecer que ellos mismos hagan una experiencia personal del amor
indulgente de Dios. Evitando actitudes de juicio irresponsable, pero con la serenidad sabia
que brinda la experiencia, suscitará entre ellos una lectura de su propia vida en clave de
misericordia, identificando los signos concretos con los que el amor de Dios se les ha
manifestado, y dando pie a la alegría del perdón y de las nuevas oportunidades.
Más aún, incluso en la perspectiva institucional que exige la conversión pastoral,
convendrá preguntarse cómo hacer de la misma catequesis un espacio en el que la
misericordia se experimente, se concientice y se fomente. Ello se obtendrá ante todo por el
trato que se propicia en ella, por el ambiente que se favorece, por el modo como se afrontan
las situaciones difíciles, por la manera como se acompaña a los alumnos con problemas, pero
también por el respeto constante que se cultiva entre quienes participan en ella, incluyendo
los responsables, los supervisores, todos los involucrados e incluso quienes eventualmente
se acercan.

2. El compromiso de la misericordia
El catequista es invitado a dar testimonio de la misericordia a través de su conducta
solidaria y caritativa con sus semejantes. Quien ha sido tocado por la misericordia es llamado
también a vivir comprometido con la misericordia. De hecho, este aspecto de la vida cristiana
se recuerda constantemente incluso en la oración. En el Padre nuestro repetimos que
aspiramos a ser perdonados de nuestras ofensas como nosotros mismos perdonamos a los que
nos ofenden. En la revisión de la propia vida, conforme a los criterios del Evangelio, sabemos
que el juicio del Hijo del Hombre toma como contenido las acciones concretas que
realizamos ante las necesidades de los hermanos, en los que está presente el mismo Señor
(cf. Mt 25,31-46). Por lo tanto, el catequista debe recordar que su propia vivencia cristiana
no se agota en el ministerio que desempeña en la enseñanza, sino que además la caridad es
el modo por excelencia de llevar a cabo su condición bautismal. Cuando perdona y pide
perdón, cuando ayuda y se deja ayudar, abre el espacio para una misericordia operativa. En
realidad, su mismo ministerio puede considerarse como una obra de misericordia espiritual,
pues consiste en enseñar a quien no sabe.
El compromiso del catequista con la misericordia será un ejemplo y estímulo para los
catequizados. Pero, además, él habrá de iniciarlos y acompañarlos en su propio compromiso
de la misericordia. Delante de las ofensas, les ayudará a descubrir que el hermano que ofende
tiene una precariedad moral, y que no debemos adelantar el juicio; y, además, que aún
reconocido el error y la falta, el perdón es un acto positivo de crecimiento y de esperanza.
Sin justificar las faltas morales, propiciará la empatía que permita entenderlas y procure ser
instrumento de superación. Ayudando, por otro lado, a ser sensible delante de las necesidades
particulares que se reconocen en el entorno, les abrirá el campo de la solidaridad caritativa.
Delante del hermano en su indigencia, propiciará que se despierte en su interior la sintonía
con él, los sentimientos de compasión sincera con la cual reaccionamos ante la necesidad del
hermano, para hacer propio el modelo del buen samaritano. Reconociendo la propia reacción,
y dándose cuenta de que el hermano tiene en común con nosotros un propio espacio de
necesidad, el catequizado aprenderá a interrogarse sobre qué puede hacer ante aquella
situación, y se empeñará en realizarlo.
También la misma práctica de la catequesis puede ser revisada a partir de este
principio. Conviene preguntarse de qué manera se puede superar una perspectiva “auto-
referencial” de la misma, propiciando la salida hacia compromisos concretos, que sean un
momento de aprendizaje operativo, y que favorezcan el descubrir la belleza de la vocación
cristiana. Más aún, se trata de un espacio privilegiado para captar que el compromiso
cristiano no se vive solamente a título individual, sino que también cunde como un modo de
existencia común, a través de gestos de solidaridad que puedan realizarse implicando a los
grupos, y edificando de esta manera a la Iglesia en gestos de servicio a la familia humana.
Con ello se generarán espacios para actualizar aquella inquietud del Papa Benedicto XVI
sobre la “caridad social” (cf. Deus caritas est, n. 29).

3. La doctrina de la misericordia
La primacía de la experiencia y del compromiso como raíz y fruto, como fuente y
sentido de la misericordia, no significa que haya de excluirse de la catequesis un momento
estrictamente doctrinal. Al contrario, también la misericordia es una “verdad” de la fe
cristiana, y su conocimiento claro y preciso permite evitar equívocos y reducir la misericordia
a una disposición principalmente emotiva o su compromiso a un activismo ciego. De hecho,
precisamente el nivel doctrinal de la misericordia permitirá revisar la autenticidad de la
experiencia y orientar la práctica cristiana conforme a la prudencia. El catequista mismo, por
lo tanto, habrá de estudiar los problemas relacionados con la misericordia, para adquirir una
visión completa y madura.
Elemento esencial de la “verdad” de la misericordia será su dimensión teologal. Ante
todo, el misericordioso es Dios. Se trata de uno de sus atributos esenciales, manifestados ya
en el Antiguo Testamento y confirmados y ratificados de modo plástico en el Nuevo
Testamento, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Habrá de propiciarse, por lo tanto, la
familiaridad con el Padre rico en misericordia, con el hijo que se entregó en la Cruz por
nuestra salvación movido por el amor hasta el extremo, y con el Espíritu Santo que nos
actualiza continuamente el amor del Padre. Otro aspecto será su dimensión antropológica,
identificando la eficacia del amor divino en la recreación que realiza del ser humano en la
obra de la redención, y la autenticidad de su perdón. Aún otro será su dimensión eclesial,
haciendo ver a la comunidad de los discípulos justamente como una familia llamada a
ejercitar continuamente la misericordia. En nuestro actual contexto, marcado particularmente
por la superficialidad y el individualismo, el anuncio de la misericordia permitirá asumir la
auténtica profundidad del ser humano y de su vocación a la comunión y a la trascendencia.
Será el reconocimiento de la misericordia como un valor, como la apertura de un horizonte
nuevo y la posibilidad genuina de la conversión. También habrá de equilibrar desde la
prudencia de la fe su relación con la justicia.
Diversos referentes bíblicos dan ocasión de profundizar el significado de la
misericordia en la vida cristiana. Un momento significativo sobre el tema lo constituye,
evidentemente, la presentación de las obras de misericordia, inspiradas en Mt 25.
Profundamente iluminador para la perspectiva existencial es el pasaje lucano del padre
misericordioso (cf. Lc 15,11-31), así como el riquísimo ejemplo de la parábola del buen
samaritano (cf. Lc 10,30-37). Una orientación global, tal como el Papa Francisco lo ha
propuesto, como buen catequista, para la Iglesia universal, la tenemos con la indicación
primaria del Señor de cumplir nuestra vocación trabajando por ser misericordiosos como el
Padre (cf. Lc 6,36). No lo es menos subrayar la presencia de la misericordia entre las
bienaventuranzas (cf. Mt 5,7). La identificación de estos pasajes e incluso su memorización
constituyen eslabones pedagógicos muy saludables para objetivar la experiencia suscitada e
impulsar al compromiso consecuente.

4. La alegría de la misericordia
El tono festivo de la misericordia es una constante de la Buena Nueva. Es la fiesta a
la que convoca el Padre misericordioso a la vuelta del hijo pródigo. La fiesta a la que no deja
de invitar al hijo mayor, que en algún momento quiso quedar al margen de la lógica
indulgente y renovadora del Padre. Precisamente por ello es el Evangelio de la misericordia.
Con razón el Papa Francisco nos ha recordado que las parábolas de la misericordia presentan
a Dios “siempre lleno de alegría, sobre todo cuando perdona. En ellas encontramos el núcleo
del Evangelio y de nuestra fe, porque la misericordia se muestra como la fuerza que todo
vence, que llena de amor el corazón y que consuela con el perdón” (Misericordiae vultus,
n.9).
San Agustín, hablando sobre la catequesis, en un texto dedicado precisamente a ella,
justificaba la necesidad de que el catequista estuviera siempre impulsado por la alegría. Se
trataba de identificar “de qué manera se puede conseguir que el catequista trabaje siempre
con alegría; porque cuanto mayor sea ésta, tanto más acepto será su trabajo”. Y definía: “Un
precepto claro tenemos sobre este punto; porque si la limosna corporal quiere Dios que se dé
de buena gana, cuánto más la espiritual. Mas, para tener esta alegría debemos acogernos a la
misericordia de aquel que nos la manda. Hablemos, pues, primero de la narración, después
de los preceptos y de la exhortación, y finalmente de la manera de alcanzar esta alegría” (De
catechizandis rudibus, n. 4). Este itinerario sigue siendo vigente en el acompañamiento de la
fe. La actitud sobre la misericordia no puede ser ni altanera ni fingida. Su espíritu evangélico
debe notarse en la fuerza de generar alegría. Y justamente el experimentar la misericordia
divina en la propia vida es el punto de partida del regocijo interior que el catequista está
llamado a transmitir.
Se trata, pues, de incorporar una catequesis sobre la misericordia que sea también una
catequesis misericordiosa y una catequesis que mueva a la misericordia. Esta hará crecer al
catequista, hará crecer al catequizado y edificará a la Iglesia. Para el catequista, esto
constituye una oportunidad preciosa de vivir su fe con intensidad y de reconocer la belleza
de su vocación en la comunidad creyente.
P. Julián Arturo López Amozurrutia

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