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La alquimia de Macondo.

Encuentro de dos mundos: ciencia y literatura

Jairo Gutiérrez Avendaño

1. Giro copernicano de la literatura


Si bien Cien años de Soledad es una novela del siglo XX, tiene fuertes ecos que vienen de
las revoluciones culturales y científicas que, a su vez, dieron lugar a la Revolución
Industrial en el siglo XIX; época cuyas improntas características fueron las ideas de
“progreso”, el auge de las invenciones y la divulgación científica; una estructura social
atravesada por el discurso del positivismo, planteado por Auguste Comte, el cual influyó en
el surgimiento de la novela “realista” basada en una completa verosimilitud de todos sus
componentes. De acuerdo con Pere Sunyer, refiriéndose a Comte, el positivismo designa
lo real frente a lo quimérico, lo útil frente a lo ocioso, lo preciso frente a lo vago, lo absoluto
frente a lo relativo (1).

Ahora bien, en la novela de García Márquez, para decirlo en términos de ciencia, hay un
giro copernicano en el orden del mundo, en la medida en que lo increíble resulta siendo lo
más evidente; lo sofisticado irrumpe en lo cotidiano y los inútiles esfuerzos del hombre
terminan en las más grandes empresas. La precisión excesiva de toda medida es aplicada
al orden más trivial o al más inabarcable, con el firme propósito de establecer los límites
del mundo, lo que ha llevado al hombre a buscar las dimensiones de su habitar a la luz de
la ciencia y no a la luz de la vida misma.

Es tal el desmedido afán de precisión en los proyectos megalómanos de José Arcadio


Buendía, cuya imaginación parecía rebasar el ingenio de la naturaleza, que un día “estuvo
a punto de contraer una insolación por tratar de establecer un método exacto para
encontrar el medio día” (2). Este patriarca visionario que buscaba rebasarlo todo, cual si
fuera uno de esos científicos obsesos, que exponen hasta su propia vida para poner a
prueba sus experimentos, un día “tratando de demostrar los efectos de la lupa en la tropa
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enemiga, se expuso él mismo a la concentración de los rayos solares y sufrió quemaduras


que se convirtieron en úlceras y tardaron mucho tiempo en sanar” (p.8).

Estos hechos muestran, de manera significativa, el dominio extremo del curso natural de
los fenómenos. El sol sale siempre por el oriente, la brújula marca siempre el norte
siguiendo el magnetismo de la tierra, y “siempre” es siempre, con o sin nosotros. Quizás, lo
único que la precisión humana no puede determinar es la imaginación que tiende a
superarlo todo; va más allá del mundo y de nosotros mismos. Quién pudiera demostrar que
Macondo y los Buendía no existen, o los amaurotas de Utopía, o Liliput y los liliputienses o
La Mancha de Don Quijote. En fin, el espacio literario hace existir lo que es improbable
pero no imposible. De hecho, hace posible el encuentro de dos mundos: el de las ideas y el
de la imaginación. De acuerdo con Roland Barthes, en su ensayo "Literatura versus
Ciencia", la diferencia radica en el lenguaje: mientras para la literatura el lenguaje es su
mundo mismo, la ciencia ve en él un simple instrumento para describir la realidad (3).

En palabras de García Márquez, en su célebre conferencia Nobel La soledad de América


Latina, dentro de nuestra realidad desaforada “hemos tenido que pedirle muy poco a la
imaginación, porque el desafío para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos
convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el tamaño de nuestra
soledad” (4). De cuerdo con Gabo, la incursión de Europa en América Latina, gracias a los
progresos de la navegación, en lugar de acercarnos al mundo, parecen haber aumentado
nuestra distancia cultural (5). De ahí, que la dimensión de las cosas en esta orilla del
mundo no pueda ser medida con la misma óptica occidental; por el contrario, debe medirse
dentro de sus propios límites y de acuerdo a sus propias capacidades. Dicho en otra
proporción, a medida que Latinoamérica busca encontrarse en el mundo occidental, más
se pierde cuando viene de regreso a sí misma.
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2. Nombrar los límites del mundo


La frase inaugural de Cien años de soledad, siempre tan reteñida, es “el mundo era tan
reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que
señalarlas con el dedo” (p.7). Es así como se encuentra ese estado ingenuo y reciente del
mundo, donde emerge el asombro (stupor mundi) que, sin duda, es la medida originaria de
lo que conocemos, en tanto vemos todo aquello que nos desconcierta, el fenómeno de lo
“no-visto”, que literalmente es lo “nuevo”. Esto hace que dirijamos la mirada hacia
dimensiones insospechadas, pero ¿dónde están, entonces, los límites del mundo? Para
decirlo en palabras de Wittgenstein, “que el mundo es mi mundo se muestra en que los
límites del lenguaje (el lenguaje que yo sólo entiendo) significan los límites de mi mundo”
(6). De tal modo que sus confines se estrechan y se expanden desde y hasta donde tengo
noción de las cosas.

¿Cuáles son las cosas que se descubren en Macondo? Según los tramos recorridos a
través de una lectura de Cien años de soledad, encontramos las cosas en cuanto a su
noción y dimensión, a su carácter científico estrafalario, así como a su inventiva inverosímil
y por ultimo en cuanto a la tradición que acompaña a las cosas de la vida, entendidas
como las cosas fundacionales de una cultura.

El feliz acontecimiento de la fundación de Macondo, con el tiempo se volvería triste para


siempre, avecinándose al mismo tiempo su decadencia. Los sueños de mudanza y las
aspiraciones de que se cumpliera la promesa de un mundo prodigioso (p.17), originaron
esta carrera desenfrenada de exploraciones hacia el mundo de los avances, sin prever que
el avance era inversamente proporcional a su descubrimiento, pues cada vez se hacía más
recóndita la tierra de donde todo había partido. El valor de las cosas se encuentra
perseguido por un afán de cambio que todo lo corrompe, en lo que se refiere a las cosas
propias de un pueblo, de las cuales nada deja en su vertiginoso paso. “Lo nuevo” siempre
deja una deuda que pagar con el olvido, contagiado por el furor alucinante del progreso.
Así dice en la obra que “aquel espíritu de iniciativa social desapareció en poco tiempo,
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arrastrado por la fiebre de los imanes, los cálculos astronómicos, los sueños de
transmutación y las ansias de conocer las maravillas del mundo” (p.14).

3. Atracción de los metales


“Si no temes a dios, témele a los metales” (p.35)

Un gramo de esto con una pizca de aquello... y tenemos que “la ciencia misma funciona
socialmente como una religión, como un verdadero opio del pueblo” (7). No en vano, en la
entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que decía Macondo y otro
más grande que decía Dios existe (p.45). No obstante, José Arcadio Buendía, cual
Descartes, buscó hasta el cansancio la demostración científica de Dios, por medio de la
impresión de su imagen en un daguerrotipo, pero sólo pudo comprobar su inexistencia
(p.50). Dice la obra que “era como si Dios hubiera resuelto poner a prueba toda capacidad

de asombro, y mantuviera a los habitantes de Macondo en un permanente vaivén entre el


alborozo y el desencanto, la duda y la revelación, hasta el extremo de que ya nadie podía
saber a ciencia cierta donde estaban los límites de la realidad” (p.193).

Es así como, la ciencia ha encontrado un uso científico de lo sagrado, integrando la


sabiduría de la naturaleza con las cuestiones de la sabiduría de Dios, así como, las
tradiciones artesanales, más las especulaciones filosóficas y las tradiciones místicas,
constituyéndose en una suerte de magia poderosa que revelaría todos los secretos del
universo. Así, se genera una fe en la ciencia, a partir de la cual se encontrarían los
caminos del progreso, la sabiduría y la felicidad. Por tal razón, se han hecho olvidar ciertas
cuestiones mayores y disimular así el hecho de que en una sociedad como la nuestra, la
fascinación por la ciencia tiende a desplegarse de una manera descontrolada.

Es indudable el papel que tiene la alquimia en la génesis de la ciencia moderna y más aún,
el modo como ha echado raíces en la cultura. El mismo Melquíades, como una prueba de
admiración hacia José Arcadio Buendía le hizo “un regalo que había de ejercer una
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influencia terminante en el futuro de la aldea: un laboratorio de alquimia” (p.10), y es


justamente allí donde se empiezan a conjurar y a descifrar los designios de los Buendía.
Esto será visto de manera notable en el mundo de Macondo, donde la incursión de este
arte mágico llega con los gitanos en sus ruidosas y espectaculares visitas que irrumpían en
la vida corriente de la región. La moda de estas ferias paranormales despierta de manera
desenfrenada con el magnetismo de los metales, generando una fuerte atracción por las
cosas que cambiaría decisivamente el orden espontáneo de la región. Con la aparición del
enigmático Melquíades, Macondo tiene contacto con las maravillas del mundo. Dicho
personaje “que decía conocer las claves de Nostradamus” aparece como un ser místico al
lado de Noé, Moisés, Zósimo: el “gran magisterio” (fabricación de la piedra filosofal) y
María la judía, de la cual viene el conocido proceso del “baño de María”. Estos sabios
aparecen en la obra (pp. 10, 11, 12), al igual que son mencionados “los sabios alquimistas de
Macedonia” (el imán), “los Judíos de Amsterdam” (el catalejo y la lupa) (p.7), y “los sabios
de Memphis (el hielo según decían perteneció al rey Salomón) (p.20).

4. Alquimia de los manuscritos


Cada palabra, cada texto, está cargado de intenciones simbólicas, de ocultismos y
significados espirituales; en consecuencia, hay que poseer claves, haber recibido una
iniciación en la magia de las palabras, como la que es impartida por nuestro personaje
Melquíades a su más ávido discípulo, José Arcadio Buendía. En efecto, aquí están las
claves encriptadas del manuscrito de Cien años de soledad (8), precisamente en los
pergaminos de Melquíades quien, en un rincón de la obra, va garabateando los signos de
su literatura enigmática, los cuales van siendo revelados a medida que la obra se va
descifrando a sí misma, conforme se siguen los manuscritos, que nadie alcanza a
interpretar mientras no hayan cumplido cien años.

Mientras que las mujeres iban tejiendo, con punto y cruz, los destinos de los Buendía, los
hombres de la familia descifraban y escribían su trama, como lo hacía Aureliano,
escribiendo sus versos poéticos en los ásperos pergaminos que Melquiades le regalaba,
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en las paredes del baño, en la piel de sus brazos, y en todas partes donde aparecía
Remedios transfigurada (p.61). De otro lado, la trascripción de los manuscritos iniciados por
José Arcadio Buendía interrumpió su relevo generacional cuando Aureliano Segundo se
negó a traducirlos como si fuera un designio no hacerlo.

Con relación a la alquimia de los textos y con el fin de esclarecer la magia formulada en la
novela de García Márquez, viene a propósito Mallarmé, referenciado por Blanchot, cuando
dice que “no cabe la posibilidad de otra magia fuera de la literatura, la cual sólo se cumple
enfrentándose a sí misma de una manera que excluya a la magia” (9). Esto viene al caso,
en palabras de Mallarmé: la alquimia fue el glorioso, apresurado y turbio precursor de este
fin ultimo (el de la literatura) (10). Blanchot anotará, con respecto a esta cita, que la palabra
“apresurado” es muy relevante, ya que la impaciencia caracteriza a la magia, ambiciosa de
dominar inmediatamente a la naturaleza. Lo que preocupa a Mallarmé, quien, según
Blanchot, ha sufrido la tentación del ocultismo, es no separar la magia del arte, no
traicionar la totalidad de las cosas extractando su significado mágico.

De otro lado, para Foucault, “la relación con los textos tiene la misma naturaleza que la
relación con las cosas, aquí como allí, lo que importan son los signos” (11); es por eso que
se habla del lenguaje como un ente; al lado del mundo, entre las plantas, las hierbas, las
piedras y los animales, como una cosa con propiedades naturales. No obstante, las cosas
no están en sus nombres, puesto que el nombre no-es la cosa que nombra. Así decía
Platón, que “lo importante es reconocer que no es en los nombres, sino en las cosas
mismas, donde es preciso buscar y estudiar las cosas” (12).

5. La máquina de la memoria y la invención de la escritura


La máquina de la memoria que José Arcadio Buendía se proponía construir “se
fundamentaba en la posibilidad de repasar todas las mañanas y, desde el principio hasta el
fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un
diccionario giratorio que un individuo situado en el eje pudiera operar mediante una
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manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las nociones más
necesarias para vivir (p.46). Se trataba, entonces, de un aparato mnemotécnico, que
conviene verlo con relación a una antigua reflexión de Platón sobre la escritura.

Es así, como surgió la idea de inventar la máquina de la memoria, que de haber logrado
construirla, quién sabe qué habría ocurrido en Macondo. Por un lado, la máquina habría
servido para combatir la enfermedad amnésica del insomnio, pero, sin la enfermedad
presente, esta máquina que ayudaba a recordarlo todo hubiera sido terrible, pues en
Macondo habían muchas cosas que olvidar en lugar de recordar; además, no hay cerebro
que resista este mundo infinito en información, infinito en pasado. Concretamente, en el
mundo no pasaría nada, todo haría parte del mismo tiempo; sería insoportable tener que
vivir semejante intensidad tan cerca del colapso. En suma, la máquina de la memoria sólo
ocasionaría —aunque tuvieran noción de las cosas— que cada amanecer despertara no
en el mañana sino en un ayer progresivo, casi al modo como los niños dicen: “mañana
estuve donde el abuelo y ayer tengo que ir a la escuela” un tanto ingenuo se podría
pensar, pero qué ocurriría si así fuera, si “ayer” fuera siempre y no existiera “hoy”, si no
hubiera un día nuevo que empezar sino continuar, incluso dormidos, una línea recta en el
tiempo. Definitivamente, que siga siendo imposible.

A modo de apéndice, por la extensión del texto, hay un mito platónico que acaso pueda
hacernos volver sobre el origen de la escritura con relación a la memoria, aspecto de gran
importancia en la obra de García Márquez.

Le contaba Sócrates a Fedro la historia del mito de Theuth:

Oí que por Naucratis, en Egipto, uno de los antiguos dioses del lugar al que, por cierto está
consagrado el pájaro que llaman Ibis. El nombre de aquella divinidad era el de Theuth. Fue
el que primero, descubrió el número y el cálculo y, también, la geometría y la astronomía, y,
además, el juego de damas y el de dados, y, sobre todo las letras. Por aquel entonces,
reinaba en todo Egipto Thamus, que vivía en la gran ciudad de la parte alta del país, a la
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que los griegos llamaban la Tebas egipcia, así como a Thamus llamaban Amón. A él vino
Theuth, y le mostraba sus artes, diciéndole que debían ser entregadas al resto de los
egipcios. Pero él le preguntó cuál era la utilidad que cada una tenía, y, conforme se las iba
minuciosamente exponiendo, lo aprobaba o desaprobaba, según le pareciese bien o mal lo
que decía. Muchas, según se cuenta, son las observaciones que, a favor o en contra de
cada arte, hizo Thamus a Theuth, y tendríamos que disponer de muchas palabras para
tratarlas todas. Pero, cuando llegaron a las letras, dijo Theuth: “Este conocimiento, oh rey,
hará más sabios a los egipcios y más memoriosos, pues se ha inventado como un fármaco
de la memoria y de la sabiduría.” Pero él le dijo: “¡Oh gran artífice Theuth! A unos les es
dado crear arte, a otros juzgar qué daño o provecho aporta para los que pretenden hacer
uso de él. Y ahora, tú, precisamente, padre que eres de las letras, por apego a ellas, les
atribuyes poderes contrarios a los que tienen. Porque es olvido lo que producirán en las
almas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito,
llegarán al recuerdo desde afuera, a través de caracteres ajenos, no desde ellos mismos y
por sí mismos. No es pues un fármaco de la memoria lo que has hallado, sino un simple
recordatorio. Apariencia de sabiduría es lo que les proporcionarás a tus discípulos en lugar
de verdad” (13)

Como decía atrás, esta máquina mnemotécnica —que parece más un computador que
cualquier otra cosa— está concebida como una cura para el olvido, o lo que es igual,
según el mito, un fármaco (sustituto) para la memoria y la sabiduría.

Así como la escritura no puede suplantar la memoria, la memoria no puede inventarse, es


una obviedad, o bien un absurdo o como se quiera nombrar. Ambas cosas, la memoria y la
escritura, se pertenecen mutuamente, se vuelven la una sobre la otra sin suprimirse. La
memoria es manual como la escritura. El hombre es producto de la intersección entre la
memoria y la mano (14). En la misma medida en que lo manuscrito antecede a lo
mecanográfico, la memoria antes que escrita es vivida, aunque a cada momento se
produzcan toneladas de papel impreso en la historia de los libros. Esta es una gran aporía
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originaria en la cultura humana y el punto crucial está en que las palabras se liberen de las
cosas, tanto como la memoria de las máquinas.

Notas: (El ensayo recibió el Premio Andrés en Literatura, Biblioteca Pública Marco Fidel
Suárez, Bello 2006)

(1) Cf. SUNYER, Pere. Literatura y Ciencia en el Siglo XIX. Los viajes extraordinarios de
Jules Verne. En: Cuadernos de Geografía Crítica, Universidad de Barcelona, Año XIII,
Número 76, julio de 1998.
(2) GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel. Cien años de Soledad. Barcelona: Círculo de Lectores
S.A., 1970, p. 10. En adelante, para hacer referencia a esta obra sólo se citarán las
páginas de esta misma edición.
(3) En: ROJO, Alberto. Literatura y Ciencia. Cuatro ejemplos de una curiosa intersección.
www.albertorojo.com
(4) ———, La soledad de América Latina. Cali: Universidad del Valle, Departamento de
publicaciones 1983. p. 6.
(5) Cf. Idem.
(6) WITTGENSTEIN, Ludwig. Tractatus logo-philosophicus. Madrid: Alianza Editorial, 1980,
5.62., p. 163.
(7) THUILLIER, Pierre. El saber ventrílocuo. Cómo habla la cultura a través de la ciencia.
México: Fondo de cultura económica. 1990. p. 8.
(8) A propósito, esta obra se conserva en su manuscrito original, subastado en la capital
del mundo, por una generosa cuantía en dólares.
(9) BLANCHOT, Maurice. El libro que vendrá. Venezuela: Monte Ávila. 1969. p. 255.
(10) Ídem.
(11) FOUCAULT, Michel. Las palabras y las cosas. México: Siglo Veintiuno. 1982. p. 41.
(12) PLATÓN. Cratilo o del lenguaje. México: Editorial Porrúa. 2001. p. 411.
(13) PLATÓN. Fedro o de la Belleza. Barcelona: Planeta –Agostini, 1993. p. 120.
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(14) La mano milenaria del hombre según Engels tiene suma relevancia en el papel
del trabajo en la evolución del mono al hombre, como se llama su ensayo. Allí dice que el
hombre, en su sentido más propio, tiene su origen por obra del trabajo, y por ende
producto de la técnica; así, “la mano no sólo es el órgano del trabajo: es producto de él.”
ENGELS, Friedrich, Dialéctica de la naturaleza. México: Editorial Grijalbo, S.A. 1961.
p.143. De otro lado, Jean Brun por su parte afirma que “el hombre tiene utensilios pero no
tiene manos. Si solemos afirmar que el hombre tiene una mano, es en virtud de un
prejuicio instrumentalista. El hombre no tiene manos porque su mano procede de él tanto
como él procede de ella”. ——— La mano y el espíritu. México: Fondo de Cultura
Económica. 1975. p.126.

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