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¿A QUIÉN DEBEMOS DEJAR MORIR?

ÁNGEL PUYOL GONZÁLEZ

Acceso denegado al sistema sanitario

Hace varios meses, un hombre de 52 años ingresó de urgencia, tras varios infartos, en un hospital
público, donde le diagnosticaron una grave cardiopatía crónica. Los médicos consideraron que a
medio plazo sería imprescindible realizarle un trasplante de corazón para alargarle la vida.

El caso no tendría mayor relevancia pública si no fuese porque, en esa ocasión, el hospital se negó
a incluirle en la lista oficial de trasplantes por un motivo que aparentemente se escapaba a las
disquisiciones estrictamente médicas. La razón del rechazo fue que el paciente vivía rodeado de
unas condiciones sociales y laborales precarias. Sin domicilio y sin trabajo fijos, el enfermo no podía
garantizar una adecuada recuperación tras el necesario trasplante.

A la hora de priorizar a quién deberían ir destinados los nuevos órganos, el hospital no arguyó si la
afección que padecía ese hombre era más o menos antigua o más o menos grave que la de cualquier
otro, ni si su organismo era o no compatible con los órganos venideros. La baja posición social y
laboral centralizó el principal argumento para excluirle de la lista de prioridades.

La condición de pobre y no la dolencia física que padecía fue lo que, en la práctica, le cerró las
puertas de los servicios públicos. Ante una situación como ésa, la mayoría de nosotros nos llevamos
las manos a la cabeza.

Nos parece intolerable que los hospitales públicos rechacen a quien deberían acoger, y lo hagan
invocando razones que, supuestamente, no les competen. Por ese motivo, cuando el caso salió a la
luz pública1, se descalificó la actitud de los servicios públicos de “indignante”, “esperpéntica”,
“discriminatoria” y hasta de “fascista”2.

En el momento de la exclusión de la asistencia médica necesaria, el hospital público, después de


comprobar el cuadro clínico del paciente con “cardiopatía isquémica crónica y disfunción contractil
severa”, sentenció que, ante un posible empeoramiento del enfermo, “se puede plantear por su
cardiólogo de zona la posibilidad de trasplante cardiaco si mejorase su condición sociolaboral”3.1 El
rechazo del paciente por su condición social y laboral se argumentó médicamente, alegando que
“un trasplante implica una baja de meses y largos tratamientos con inmunodepresores que
requieren de un entorno que apoye al paciente, de una residencia fija.

Hay que establecer prioridades para los trasplantes, porque son bienes escasos, con un tratamiento
difícil”. Sin duda, la entremezcla de razones médicas y éticas confiere a este argumento un jugoso
ingrediente de polémica que debería alimentar un hondo debate social.

1
1 Véase
El País de 10 de 1999.
2 Éstasson algunas de las reacciones que la noticia provocó en diferentes portavoces de partidos políticos.
Véase El País, 13 de octubre de 1999.
3 Ídem.

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En ese debate habría que empezar por preguntarse por qué buenos profesionales de la salud, que
intentan realizar bien su trabajo, esgrimen criterios de selección de pacientes que nos parecen a
primera vista tan indeseables. No puede ser que de repente se hayan insensibilizado ante la
problemática personal de sus pacientes o que hayan olvidado su deber profesional de anteponer la
salud del enfermo a cualquier otra consideración.

Para comprender este aparente contrasentido, lo primero que deberíamos saber es que los
profesionales de la atención sanitaria se encuentran atrapados, seguramente a su pesar, en la
opción de tener que decidir la mejor manera de distribuir los recursos escasos de la sanidad; esto
es, de impartir justicia distributiva, con todos los sinsabores personales y los dilemas éticos
irresolubles que a menudo conlleva esa actividad. Por supuesto, nadie les ha preparado para tomar
ese tipo de decisiones más de lo que lo estamos el resto de los ciudadanos. Pero, por las
circunstancias de su trabajo, ellos son los primeros en enfrentarse a unas elecciones morales que
habitualmente denominamos elecciones trágicas4.2

Las elecciones trágicas aparecen cuando cualquier tipo de decisión posible provoca un perjuicio
inmerecido e irreparable a alguien. Sin duda, la decisión de priorizar a pacientes para recibir órganos
vitales que pueden salvar sus vidas tiene todas las características de una elección trágica. Ante ese
tipo de elecciones, podemos simplemente reconocer nuestra impotencia moral y dejar que el curso
natural de las cosas o el azar impongan su voluntad eximidora de responsabilidades. Algo así ocurre
cuando abandonamos la elección al criterio de “el primero que llega, primero se sirve” (listas de
espera) o a algún otro tipo de lotería. En esos casos, desde un punto de vista teológico, se puede
defender que en los procedimientos aleatorios sólo Dios dicta la elección moral. Sin embargo, desde
un punto de vista filosófico secular, se puede replicar que ceder al azar la decisión moral es una
forma de huir del compromiso último con las decisiones médicas. De manera que si dejamos morir
a alguien porque lo dicta la lotería o algún otro procedimiento de elección aleatoria cuando, de
hecho, podemos hacer algo para impedir el desenlace fatal, cometemos el acto más irresponsable
de todos. Así pues, afrontar de cara las elecciones trágicas de la medicina no sólo no debería ser
objeto de una constante sospecha pública, sino que merecería de suyo una mayor comprensión
social.

El punto de vista utilitarista

Detrás del razonamiento de los médicos del hospital no hay ni una perversidad moral ni una desidia
profesional ni un deseo de escabullirse de la responsabilidad moral, sino un intento de aplicar la
racionalidad ética a un caso especialmente difícil. Otra cosa es preguntarse si compartimos los
supuestos morales de la racionalidad solicitada; y ése es precisamente el debate filosófico en el que
quiero entrar. En el caso del hospital madrileño donde ocurrieron los hechos antes descritos,
denegar el trasplante por razones sociolaborales obedeció a una versión sofisticada del punto de
vista utilitarista para dirimir los conflictos que tienen que ver con el reparto de los recursos escasos.
En términos generales, el utilitarismo afirma que el bien social equivale a la maximización de la suma
del bienestar de las personas. Quienes, en los últimos años, han aplicado el punto de vista utilitarista

2
4 Para un análisis a fondo del significado de una elección trágica, véase G. Calabresi y P. Bobbit: Tragic Choices.Norton,
Nueva York, 1978.

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a la salud han entendido que la justicia de las políticas sanitarias consistía en la maximización de la
suma de los estados de salud de las personas (dando por supuesto que los estados de salud
equivalen aquí al bienestar o utilidad)3. Para los utilitaristas de la salud, entonces, el sistema
sanitario justo es aquel que consigue aumentar la salud sumada de todos los ciudadanos.

Es cierto que la teoría utilitarista se ha desarrollado mucho desde que Bentham y Stuart Mill le
dieran un cierto sistematismo entre finales del siglo XVIII y principios del XIX. Desde entonces, el
concepto de bienestar se ha transformado, dentro de la teoría utilitarista, en felicidad, satisfacción
de estados mentales o, más modernamente, satisfacción de las preferencias, pero ninguna de estas
versiones ha sido recogida por los utilitaristas de la salud con la fuerza con que se ha asociado la
salud al bienestar.

Para llevar a cabo el cálculo del bienestar o de la salud agregada, los utilitaristas de la salud emplean
habitualmente el criterio de los años de vida ajustados por calidad (AVAC)4. Esta fórmula tiene la
interesante propiedad de concebir la salud como una combinación entre la cantidad de años de vida
que una persona puede ganar gracias al tratamiento médico y la calidad de vida que este último le
deja. Hay que tener en cuenta que muchos de nosotros entendemos que el bienestar que
proporciona la salud es efectivamente una mezcla de ambos factores, y el criterio del AVAC recoge
perfectamente ese deseo. Así, si una acción sanitaria consigue aumentar en un año la esperanza de
vida de alguien, esto contaría como 1 AVAC. Pero si esa esperanza va acompañada de un estado de
salud pobre, entonces contaría como menos de 1 AVAC. La justicia utilitarista consistirá entonces
en maximizar el número de AVAC cuando haya que distribuir los recursos sanitarios. Si la justicia
sanitaria reside, como creen los utilitaristas, en maximizar la salud, y asentimos que los AVAC
reflejan adecuada y mesurablemente lo que significa la salud, entonces la justicia se convierte en la
maximización de los AVAC. Así, se puede dar el caso, por ejemplo, de que una acción sanitaria logre
aumentar en dos años la expectativa de vida de Ana, pero con una salud pobre; y que esos mismos
recursos, empleados en María, le ofrezcan tan sólo un año de vida, pero con una calidad mayor.
Comparando los AVAC que generan ambas personas, podría suceder que el destino de los recursos
a la segunda paciente aumentase el beneficio del tratamiento –medido en AVAC– y, por tanto, sería
más justo optar por tratarla a ella.

Además, en un contexto de restricciones presupuestarias, el AVAC interpreta perfectamente los


requisitos del coste-efectividad. Lo único que hay que hacer es incorporar el coste del tratamiento
al valor en AVAC, lo que se consigue dividiendo el coste total del tratamiento por el número de AVAC

3 Dentro de esta línea de razonamiento, destacan los trabajos de la escuela de York. Véase, por
ejemplo, Alan Williams, ‘Economics, QALYs and Medical Ethics’, Discussion Paper, 121,

Centre for Health Economics, Universidad de York, 1995; o también A. J. Culyer y A. Wagstaff,
‘Need, Equity and Equality in Health and Health Care’, Discussion Paper, 95, Centre for Health
Economics, Universidad de York, 1992.

4 En inglés, QALY (Quality Adjusted Life Year). Existen versiones aún más sofisticadas de este
criterio, como, por ejemplo, los años de vida ajustados por discapacidad.

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que se esperan obtener de él. El resultado proporciona el coste-utilidad o coste-por-AVAC de la
intervención, expresado con un número de unidades monetarias por AVAC. Lo que sigue es la
elaboración de una lista de prioridades, en la que los valores inferiores de unidades monetarias por
AVAC ocuparían la parte más alta de las prioridades.

Creo que ahora se puede entender mejor por qué para el utilitarismo de la salud la situación
sociolaboral se convierte en un elemento a tener en cuenta en la distribución de los recursos
escasos. Si el beneficio sanitario de un tratamiento se ajusta a los años y la calidad de vida que el
enfermo gana con ese tratamiento, sus condiciones sociolaborales precarias tienen el efecto de
disminuir el beneficio sanitario, ya que, previsiblemente, esa difícil situación augura mayores
problemas de recuperación y de respuesta al tratamiento. En definitiva, ese enfermo es un
acumulador ineficiente de AVAC. Así, las personas menos capaces de rentabilizar el tratamiento
sanitario en cantidad y calidad de vida se sitúan en la cola de las prioridades.

Hay que tener en cuenta, además, que para los convencidos por este tipo de razonamiento su
actuación no viola el principio de atender a quien más lo necesita, sino sólo una versión de ese
principio. Para los utilitaristas de la salud (y creo que también para muchos otros que no se
identifican abiertamente con esas ideas), la necesidad sanitaria no se debería interpretar en el
sentido clásico de auxilio al más enfermo, sino como capacidad para beneficiarse del tratamiento.
Dados una tecnología y unos recursos humanos y económicos, los pacientes que tienen mayor
capacidad para mejorar su salud con el tratamiento son los que más lo necesitan, aunque no sean
los que están más enfermos.

El criterio utilitarista tiene numerosos partidarios entre los economistas de la salud y cada vez más
entre los profesionales sanitarios. Ello se debe a algunas de las importantes virtudes, tanto éticas
como metodológicas, de ese criterio. De ellas podemos destacar tres.

En primer lugar, si el principal objetivo del sistema sanitario es incrementar la salud de la población
tanto como sea posible, dados unos recursos escasos, el criterio utilitarista o del coste-efectividad
es la manera más eficiente de llevar a cabo ese objetivo. Es decir, si priorizamos a los pacientes con
un coste-efectividad menor, habrá más recursos disponibles para atender a más pacientes y, en
consecuencia, obtendremos una mayor cantidad de salud agregada.

En segundo lugar, la regla utilitarista garantiza el principio de igualdad formal gracias a la reserva
del anonimato: la salud de cualquiera vale como la de todos. El criterio de la maximización expresa,
pues, su compromiso con la igualdad, pero no con la igualdad de recursos, sino con la igualdad
formal o benthamiana, que afirma que cada persona cuenta por una y sólo por una. Este tipo de
igualdad pretende además garantizar la imparcialidad de la justicia, puesto que declara que la única
característica relevante para recibir atención sanitaria es el estado de salud, independientemente
de otros factores como la capacidad de pago, la condición social, la etnia, el sexo o la edad. El criterio
de la maximización de la salud cumple, de esta manera, el requisito de la igualdad formal de
oportunidades en el acceso, el uso y el beneficio que las personas obtienen de los servicios
sanitarios.

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En tercer lugar, la fórmula utilitarista se muestra muy eficaz en la resolución de casos particulares.
Así, por ejemplo, no favorece al paciente más grave y difícilmente recuperable respecto al paciente
menos grave y con muchas probabilidades de mejorar gracias al tratamiento médico.

Sin embargo, y a pesar de esas innegables virtudes, los criterios utilitaristas de la salud se enfrentan
a la objeción común de saltarse uno de los principios más intuitivos de nuestro sentido moral: la
igualdad de oportunidades. Aunque formalmente salvaguardan la igualdad gracias a la misma
consideración de la salud

de todos, en realidad, no protegen por igual a las personas, porque no tienen en cuenta que éstas
generan diferencias de salud por motivos de los que no siempre son responsables; por ejemplo, la
edad, el sexo, la etnia o las condiciones sociales, laborales, económicas y culturales.

Ésa es una conclusión que no nos tiene que extrañar, puesto que el utilitarismo, como teoría de la
justicia, sabemos que a menudo choca contra nuestras intuiciones sobre la igualdad moral5.
Aplicado al caso que me sirve de guía para desarrollar estas ideas, podemos comprobar que el
enfermo que necesita un trasplante de corazón acaba padeciendo una triple condena. Por una
parte, su propio infortunio físico; por otra, las dificultades que le ocasiona su precaria condición
sociolaboral; y, finalmente, cuando acude a los servicios públicos para aminorar su desdicha, el
criterio utilitarista le castiga por ser un enfermo pobre o, más sofisticadamente, un convertidor
ineficiente de recursos públicos. Lo que lleva a un enfermo pobre a situarse en la cola de las
prioridades sanitarias en tiempo de escasez es su incapacidad para convertir eficientemente los
recursos limitados. Su pobreza es, paradójicamente, la causa de la desatención social. Por esa razón
debemos hablar de discriminación. En el caso de la persona real de 52 años que apareció en los
periódicos por serle denegado el trasplante aduciendo su situación sociolaboral, se daba la
circunstancia de que se trataba, además, de un inmigrante magrebí; pero eso no altera que la
fórmula utilitarista ya le había discriminado de antemano, antes de conocer su origen cultural o
étnico6.

Igualdad y derechos La argumentación para sancionar moralmente al criterio utilitarista se basa en


la defensa de la igualdad. El utilitarismo está comprometido con la eficiencia en la maximización de
la salud agregada, pero no con la distribución de la salud entre la población. Sin embargo, si la vida
y la salud de cada persona cuentan, y cuentan tanto como las de cualquiera otra, y a eso añadimos
que todas ellas deben ser tratadas con igual consideración y respeto, tanto en la distribución de los

5 Véase a este respecto, por ejemplo, los argumentos de John Rawls en Teoría de la justicia,
págs. 40-46, Fondo de Cultura Económica, México, 1986, o los de Amartya Sen en ‘¿Igualdad de
qué?’, S. M. McMurrin (ed.), Libertad, igualdad, derecho, págs. 136-148, Ariel, Barcelona, 1988.

6 La regla utilitarista del AVAC, además de a los enfermos pobres, también discrimina a los más
graves, a los de

mayor edad y a los discapacitados. Para una argumentación en esta línea, véase Ángel Puyol,
Justícia i salut, págs. 136144, Bellaterra: Servei de Publicacions de la Universitat Aut noma de
Barcelona, 1999.

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recursos sanitarios como en la atención que reciben por parte de los profesionales de la salud,
entonces la prioridad moral debería ser evitar o aliviar, cuando sea técnicamente posible, los peores
males de cada enfermo, pero no incrementar la suma global de años de vida de la población. Por
esa razón, si aceptamos el valor moral de la vida, hemos de afirmar el principio de igualdad que se
deriva de la defensa de ese valor.

La igualdad va ligada a los derechos. Del convencimiento de que existe una igualdad moral entre
todos los seres humanos surge el derecho de todos a recibir un trato igual. El utilitarismo de la salud
también garantiza esa igualdad de trato, pero la limita a la capacidad de las personas de beneficiarse
de los tratamientos médicos, sin importarle las razones que condicionan esa capacidad. Si resulta
que esas capacidades difieren por razones moralmente arbitrarias o ajenas a la responsabilidad de
las personas, como, por ejemplo, una situación sociolaboral precaria, la edad o la fragilidad física, la
obsesión del utilitarismo de la salud por maximizar únicamente los beneficios sanitarios le conduce
instantáneamente a la discriminación de los más vulnerables y, en consecuencia, le impide
garantizar un derecho justo a la asistencia sanitaria.

Podríamos pensar entonces que las teorías de la justicia basadas en los derechos resuelven mejor
el acceso a la atención sanitaria en circunstancias de escasez. Pero eso no siempre es así. Por una
parte, la teoría de los derechos del libertarismo7, basada en la protección a ultranza de la libertad
individual, es tan restrictiva con la igualdad que suprime la posibilidad de ampliar esos derechos a
ámbitos sociales como la atención sanitaria. Para los liberales de derechas, el derecho a la atención
sanitaria viola el derecho más fundamental a la libertad personal, ya que implica una redistribución
de los recursos privados sobre los cuales las personas tienen derechos de propiedad. Arguyen que
sólo puede restituir quien perjudica; luego, si no podemos hacer a nadie responsable de la mala
salud de otro, el enfermo no tiene derecho a ser compensado por terceros. Toda acción colectiva
sobre la distribución de los recursos privados que ignore la adhesión voluntaria de los afectados
representa, para esa teoría liberal, una imposición injustificada. Cualquier tipo de ayuda que el
enfermo reciba responderá al sentimiento de caridad o de compromiso personal, pero no existirá
una reclamación de justicia. Los problemas de salud de las personas, incluida la necesidad de
trasplante de órganos, son una desgracia del destino sobre la que no existen razones de justicia para
una compensación social. En consecuencia, para ese tipo de liberalismo, nadie tiene derecho a una
asistencia sanitaria, excepto si se ha adquirido a través del mercado. En la práctica, el criterio que
da acceso a la asistencia sanitaria es la capacidad de pago por parte del enfermo.

Por otra parte, también podemos recurrir a otro tipo de teorías más generosas con la igualdad que
incluyen a los derechos sociales entre los compromisos éticos que la sociedad debe mantener con

7 Para repasar la teoría libertarista de los derechos, véase R. Nozick, Anarquía, Estado y Utopía,
FCE, México, 1988. Nada que ver con las ideologías libertarias de izquierdas en la historia de
nuestro país.

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sus ciudadanos. Los defensores de la igualdad sanitaria que no son utilitaristas enfatizan la idea de
que el valor de la igual-

dad se protege mejor cuando el acceso al sistema sanitario se abre por igual a todos los ciudadanos
que acuden con una igual necesidad médica, de manera que, si hay que priorizar el acceso, tendrán
preferencia los más enfermos y no los que pueden pagar de su bolsillo la atención que van a recibir
o los que son capaces de extraer un beneficio sanitario mayor, medido en AVAC o cualquier otro
tipo de métrica utilitarista. El derecho a la atención sanitaria debe llegar a todos, pero el acceso
debe ser prioritario para los más enfermos.

Parece, pues, que el criterio clásico de atender prioritariamente a quien más lo necesita en término
médicos, independientemente de cualquier cálculo sobre el beneficio obtenido por el tratamiento,
es el que mejor responde al deseo de tratar a todos con igual consideración y respeto, es decir, de
garantizar la igualdad de oportunidades. Al fin y al cabo, la ausencia de salud es moralmente
equivalente, por ejemplo, a la ausencia de una educación básica, esto es: disminuye injustamente
las oportunidades de las personas. Es cierto, por otra parte, que la existencia de recursos limitados
podrá disminuir el acceso de todos a los mismos recursos, pero eso no discrimina por razones ajenas
al contexto del bien a distribuir: como la capacidad de pago o las condiciones sociolaborales8.

No obstante, el criterio clásico de la necesidad está sujeto a varias objeciones. En primer lugar, exige
una definición clara de lo que sea una necesidad médica, y esto es algo que puede plantear serios
problemas. Por una parte, nos obliga a distinguir entre una necesidad y una preferencia, lo que no
siempre va a resultar fácil. Pensemos, si no es así, en las demandas de cambio de sexo, de cirugía
estética o de tratamientos contra la infertilidad. Por otra parte, la imposición de una definición
pública de la necesidad podría atentar contra la libertad y la diversidad moral de los ciudadanos
para poder decidir su particular manera de concebir la salud propia, como ha denunciado
inteligentemente Engelhardt9. En segundo lugar, el criterio de la necesidad cae fácilmente en la
trampa de la regla del rescate; es decir, dados unos bienes escasos, está dispuesto a invertir recursos
y esfuerzos elevados en tratar a un moribundo, mientras descuida cómo mejorar la salud de mucha
gente con mejor pronóstico. Lo que escondía la racionalidad ética del utilitarista para contrarrestar
la regla del rescate era su preferencia por ayudar a quien más beneficio iba a sacar del tratamiento
(porque viviría más años o con mejor calidad de vida), en vez de enterrar los recursos limitados en
quien poco o nulo provecho iba a extraer de ellos. En el contexto de escasez de recursos en el que

8 El mejor argumento para defender, en términos generales, la relación moral entre la justicia
distributiva y los bienes específicos de la distribución lo proporciona Michael Walzer en Las esferas
de la justicia, Fondo de Cultura Económica, México, 1993. Véase también Jon Elster, Justicia local,
Gedisa, Barcelona, 1994.

9 Véase, por ejemplo, H. Tristram Engelhardt, Los fundamentos de la bioética, Paidós,


Barcelona, 1995; o también su ponencia titulada Salud, medicina y libertad, presentada en
Barcelona el día de la inauguración de la Fundació Víctor Grífols, y publicada por la misma
fundación en el cuaderno Libertad y salud, 1999.

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se mueve la justicia distributiva puede resultar una ingenuidad, e incluso una inmoralidad,
despreciar los costes reales de nuestras decisiones.

Sin embargo, no es lo mismo denegar un tratamiento médico porque las condiciones físicas del
enfermo son extremadamente precarias, y así poder favorecer a los enfermos con más capacidad
de beneficio del tratamiento, que contar las condiciones sociolaborales del paciente como parte de
la precariedad de los enfermos que los servicios médicos deben tener en cuenta para adjudicar
prioridades. En el primer caso, nos encontramos con una decisión con la que mucha gente se puede
sentir solidaria, porque entiende que cuando la esperanza de mejoría del más débil es ínfima,
obstinarse en su socorro ignorando los costes puede convertirse en una empresa más propia de la
testarudez que del sentido común o de la justicia.

Sin embargo, en el segundo caso, la denegación de auxilio médico ignora que la precariedad
sociolaboral o económica no es propiamente un estado de salud, ni siquiera responde a un estilo de
vida voluntario que encaja mal con las prescripciones y recomendaciones médicas, sino que se trata
de una situación que tiene que ver más con la justicia social que con la sanitaria.

Es decir, en el primer caso podemos aceptar nuestra condición de frágiles mortales y abandonar la
tarea de reavivarnos tras reconocer nuestros conocimientos limitados. En cambio, en el segundo
caso, exigimos un compromiso social más amplio que sea solidario con la mejoría de la situación de
los que están peor. Puede que algo así podrían haber alegado los responsables médicos del hospital
donde rechazaron al paciente. Quizá, en el fondo, nos estuviesen diciendo “no queremos
desatender al enfermo con problemas sociolaborales, pero entiendan todos que no sirve de gran
cosa realizarle el trasplante de corazón mientras que nadie se preocupa de mejorar su situación
sociolaboral”. No podemos engañarnos a nosotros mismos sintiendo orgullo porque nuestro
sistema sanitario da cobijo a todo el mundo por igual cuando tras las paredes de los hospitales la
gente se acabará muriendo por la ausencia de unas condiciones sociales y laborales dignas. No
caigamos en la ingenuidad de creer que la salud no tiene que ver con las condiciones de vida o no
representemos la parodia de venerar la atención médico-hospitalaria mientras desdeñamos la
atención preventiva y la social o poshospitalaria, que es un tipo de solidaridad mucho más básica y
determinante para mejorar los estados de salud global de la población.

Así pues, si nos acogemos a la definición que la OMS de la salud como un estado de completo
bienestar físico, mental y social (y no meramente como la ausencia de enfermedad o debilidad),
entonces el mandato utilitarista de maximizar la salud de la población implicaría, después de todo,
tener en cuenta la condición sociolaboral de los enfermos, pero no tanto como un factor de
exclusión o de discriminación cuanto como una parte fundamental de los estados de salud a
maximizar. Aquí, sin duda, el peligro está en convertir a los servicios sanitarios en servicios sociales
de beneficencia y en confundir la salud con la felicidad.

Enfermedad, pobreza y prioridad

Sin embargo, existen otras teorías de la justicia distributiva que pueden incorporar las condiciones
sociales de los enfermos como parte de lo que debería contar en positivo para determinar la
priorización de los servicios sanitarios públicos sin caer en los problemas morales del utilitarismo. El

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principio rawlsiano de la diferencia, aplicado a la salud, es una de esas teorías. Para Rawls, lo
importante no es maximizar el beneficio neto de la sociedad, sino la posición de los que están peor.
Ésa es la idea que recoge su conocido principio de la diferencia, que, en términos generales, dice
que una mejoría de la situación de los que ya están mejor en cuanto a ingresos y a riqueza sólo es
justa si también se mejora a los que están en una situación peor10. Rawls no tiene intención alguna
de aplicar el principio de la diferencia a la distribución de la salud o de la atención sanitaria, puesto
que el principio se debe aplicar a lo que él llama la estructura básica de la sociedad y no a ámbitos
concretos como la sanidad. Sin embargo, es cierto que el espíritu de su concepción de la justicia
consiste en justificar las desigualdades siempre y cuando trabajen en beneficio de los que están peor
en términos socioeconómicos. Por ese motivo, creo que se puede hacer extensiva la teoría rawlsiana
de la justicia a los problemas de priorización sanitaria cuando coincide que los enfermos son
también pobres.

Así pues, bajo el principio de la diferencia, las personas de peor condición socioeconómica tienen
prioridad para recibir atención social. Pero si además se da el caso de que esas personas padecen
una dolencia o una necesidad médica específica, como puede ser la de un trasplante, entonces sus
circunstancias sociolaborales deficitarias no deberían perjudicarles en el momento de recibir
atención sanitaria, sino todo lo contrario: aún habría que dar mayor prioridad pública a la atención
de sus necesidades sociolaborales, puesto que estas últimas nunca deberían obstaculizar las razones
que hacen que un individuo sea capaz de beneficiarse más o menos que otro del tratamiento
médico. Así pues, de aplicarse el principio de la diferencia, el hospital no sólo no debería haber
rechazado al enfermo cardiaco, sino que la sociedad debería haber acelerado los mecanismos de
atención social para que las razones que esgrimieron los responsables médicos del hospital no
hubiesen tenido lugar.

Quiero citar a otra de las modernas teorías de la justicia que podría incluir a las condiciones
sociolaborales precarias como un requisito antes que como un obstáculo para garantizar que los
más pobres no viesen modificada su igualdad de acceso a la atención sanitaria por razón de su
pobreza. Una teoría que además tiene la ventaja, a diferencia del principio de la diferencia, de no
incurrir en la fetichización de los ingresos y de la riqueza como factor de desigualdad social. Es decir,
no cae en la creencia reduccionista de considerar a las diferencias económicas como la única
información que la justicia distributiva debería tener en cuenta sobre las desigualdades sociales. De
ser cierta esa creencia, no sería posible compensar socialmente a un tetrapléjico o a un enfermo
crónico que obtiene la misma renta que una persona completamente sana. Me refiero a la teoría
que considera que la distribución de los recursos sociales debería responder al criterio de la igualdad
de capacidades. Según la formulación original del premio Nobel de Economía Amartya Sen, puesto
que todos somos diferentes en muchas cosas, diferencias que en ocasiones condicionan nuestras
oportunidades de desarrollo personal y social sin que seamos directamente responsables de ello, lo

10 Véase J. Rawls, op. cit.

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que la justicia debería perseguir es igualar las capacidades que nos hacen falta para lograr nuestras
posibilidades de desarrollo11.

Las personas somos diferentes de varias maneras. Una de esas diferencias tiene que ver con las
desigualdades económicas. Pero hay otro tipo de diversidad que puede llegar a ser aun más
importante para la justicia distributiva: la diferente capacidad de los individuos para convertir los
recursos económicos y sociales en libertad real. Las necesidades diversas de los seres humanos, que
varían con el estado de salud, la longevidad, las condiciones climáticas, laborales, y hasta con el
tamaño del cuerpo (que determina las necesidades de comida y de vestido), afectan de manera
significativa a la transformación de los recursos en bienestar y en libertad. Los recursos económicos
se ocupan de lo que las cosas pueden hacer por las personas, pero no de lo que las personas son
capaces de hacer con las cosas. Por eso, la métrica de las capacidades interpreta mejor que la
métrica de los ingresos y la riqueza nuestro deseo de distribuir con justicia las oportunidades.

Una vez más, el profesor Sen no ha extendido su principio directamente al ámbito específico de la
salud, pero creo que existen buenas razones para poder intentarlo. Así pues, a diferencia del
utilitarismo, con el criterio de las capacidades no se trataría ya de medir en términos de bienestar o
de AVAC la calidad de vida de las personas para, basándonos en esos resultados, realizar las
distribuciones de recursos sanitarios, sino de mejorar las condiciones sociales, económicas,
educativas, sanitarias, medioambientales, etcétera, que conducen a mejorar la calidad de vida. Y
esta mejora no se debería contemplar desde un punto de vista meramente agregativo, como hace
el utilitarismo, sino preocupándose por la distribución: buscando la igualdad de las capacidades
básicas en todas las personas, a partir de las cuales cada uno elegirá de qué modo quiere desarrollar
esas capacidades. Y, a diferencia del criterio clásico de la necesidad, lo que la atención sanitaria se
debería proponer no es ya asegurar que el paciente consigue recuperar los recursos físicos
necesarios para un funcionamiento normal como miembro de la especie, sino también cerciorarse
de que éste puede transformar esos recursos en capacidades. Es decir, la equidad en la atención
sanitaria no se debería limitar a satisfacer por igual necesidades médicas iguales, sino que, además,
deberíamos igualar las condiciones de salud de la población; o sea, todas aquellas circunstancias
ajenas a la responsabilidad de las personas que determinan su estado de salud. En este sentido, las
políticas sociosanitarias de prevención y de atención poshospitalaria, de mejoras alimenticias,
medioambientales, de salud laboral, etcétera, son tan importantes como la atención médica directa.

Volvamos al ejemplo del trasplante de órganos para comprobar de qué manera se llevaría a cabo la
igualdad de capacidades. Imaginemos a dos enfermos que comparten la misma necesidad de un
nuevo corazón. Bajo el criterio de atender prioritariamente a quien más lo necesita se deberían
destinar los mismos recursos sanitarios a ambos. Ante la ausencia de saber quién de los dos lo
necesita más, seguramente se pondría en marcha un sistema de priorización basado en el azaroso
criterio de “el primero que llega, primero se sirve”, a condición de que el órgano disponible fuese
compatible con el organismo de destino. Pero, en el ejemplo planteado, la igualdad estricta no es el
mejor modo de interpretar a la justicia. Supongamos que uno de esos pacientes vive en un barrio

11 Véase A. Sen, Nuevo examen de la desigualdad, Alianza, Madrid, 1995.

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pobre de la ciudad donde los focos de infección son más numerosos y peligrosos que en el barrio
rico donde vive el otro. Conociendo esta circunstancia, el utilitarismo de la salud tendería a priorizar
al enfermo con un entorno más saludable, en su empeño por maximizar los beneficios sanitarios del
tratamiento. Por su parte, los partidarios de no tener en cuenta las circunstancias socioeconómicas
de los enfermos en el acceso al sistema sanitario se limitarían a cumplir escrupulosamente con el
criterio de la lotería, puesto que ambos pacientes presentan idéntica necesidad de auxilio. En
cambio, con el criterio de la igualdad de capacidades, y tras aplicar igualmente algún mecanismo de
elección basado en el azar (recordemos que está en disputa un bien escaso cuya distribución privada
es ilegal), el enfermo que vive con más penurias debería tener una atención especial por motivo
precisamente de sus circunstancias socioeconómicas: tras el trasplante se le debería dedicar más
tiempo en el seguimiento de su posoperatorio (controles periódicos, etcétera); se debería incidir de
forma especial en el fortalecimiento de su sistema inmunológico (por ejemplo, más tiempo de
reposo en el hospital o visitas periódicas a su casa), habría que destinar en él más recursos en la
prevención de futuros problemas sanitarios (educación nutricional e higiénica, etcétera); en
definitiva, deberíamos mejorar sus condiciones de vida en relación con todo lo que ayuda a prevenir
las complicaciones médicas después del trasplante.

Para el criterio de la igualdad de capacidades, la equidad debería tener en cuenta no sólo la


necesidad objetiva de intervención médica u hospitalaria, sino también cómo las personas
transforman los recursos sanitarios en salud. Pero no del modo que lo hace el utilitarismo, con la
intención de buscar razones que acaben excluyendo a los enfermos que no tienen la fortuna de
moverse en un entorno favorable para su recuperación física, sino precisamente por lo contrario:
para discriminarles positivamente por esa razón. Una buena política sociosanitaria a favor
especialmente de las personas que viven rodeadas de peores condiciones sociales, educativas y
laborales es un supuesto y no una restricción de la justicia. La justicia no siempre significa aplicar un
rasero de igualdad para todos. A veces, debemos tratar de forma desigual a los que son desiguales,
sobre todo si los individuos no son directamente responsables de esas desigualdades. A esto lo
llamamos equidad. La justicia tiene que ser equitativa y dar una mayor atención a quien más lo
necesita, pero entendiendo, para el caso que nos ocupa, que si las condiciones sociolaborales
determinan la recuperación de la salud, entonces aquéllas cuentan, o deberían contar,
positivamente para poder decir que efectivamente estamos tratando a todos con justicia en la
atención sanitaria que dispensamos. Esto es: o priorizamos directamente a los enfermos más pobres
(ésta sería la misión de los servicios públicos) o, cuando esto no fuese deseable, como en el caso de
los órganos vitales y escasos, de los que no existe una distribución legal privada, entonces
deberíamos mejorar la calidad de vida global de los enfermos para que las condiciones
sociolaborales no afectasen negativamente a la recuperación médica. En ambos casos, el objeto de
la justicia es que nadie vea desigualada su capacidad para llevar una vida digna por razones ajenas
a su responsabilidad. La igualdad de capacidades se convierte así en una interpretación adecuada
del principio de igualdad de oportunidades.

Por otra parte, no deberíamos minimizar el impacto o la aplicación de un principio como el de las
capacidades, creyendo que son pocos o poco significativos los casos en que las condiciones sociales
determinan los estados de salud. Según un reciente informe de la Sociedad Española de Salud

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Pública y Administración Sanitaria12, si la mortalidad fuese en toda España como en las zonas más
ricas, cada año morirían 35.000 personas menos. En palabras de uno de los autores de ese informe,
“se ha dicho siempre que la pobreza afecta a la salud. Aunque la pobreza es la parte más visible, lo
que sobre todo afecta a la salud es la desigualdad social. Es cierto que el mayor número de muertes
evitables se da entre los más pobres, pero lo relevante es que se produce un gradiente en toda la
escala social, de modo que el número de muertes evitables disminuye conforme el grupo analizado
tiene mejor posición”13. En definitiva, que las políticas sociales y sanitarias orientadas a disminuir
las desigualdades sociales se convierten en uno de los factores principales de mejoría de los
indicadores de salud de la población.

Conclusión

Por tanto, una manera de replicar a los utilitaristas de la salud cuando discriminan a los enfermos
más pobres consiste en poner de relevancia lo inapropiado de utilizar la naturaleza económica de
las personas para determinar el acceso y el beneficio que éstas deben obtener del sistema sanitario.
Éste es el argumento más común, pero se trata de una interpretación deficiente de la igualdad de
oportunidades, puesto que la naturaleza económica de las personas es indisociable –y a veces
determinante– con respecto al estado de salud. Por ese motivo, deberíamos incluir las condiciones
económicas y sociolaborales entre las circunstancias personales que cuentan para distribuir los
recursos sanitarios escasos. Pero no como un factor negativo que perjudica el acceso de los más
pobres a la atención sanitaria, como sucede en el utilitarismo de la salud, en el libertarismo o bajo
los principios del mérito o de la contribución social; al contrario, la naturaleza económica y
sociolaboral debería contar en positivo en el cálculo redistributivo de los recursos sanitarios escasos,
de manera que los enfermos más pobres nunca deberían ver disminuido ni su acceso al sistema
sanitario ni, en general, sus capacidades de desarrollo personal, por razón de su pobreza. Pensemos,
por otra parte, que aquí no pueden aparecer problemas de incentivos perversos para los más
pobres, puesto que en principio cabe esperar que nadie desearía enfermar deliberadamente.

La capacidad científica y técnica de la medicina, afortunadamente, crece a un ritmo vertiginoso.


Pero sus logros no sólo consisten en solucionar problemas de salud, sino que también los
incrementan. Cuanta más esperanza de vida tenemos, más necesidades de atención sanitaria se
crean y durante más tiempo. Pensemos, por ejemplo, en la cantidad de años que podemos llegar a
vivir en un futuro inmediato14. Ante el progresivo envejecimiento de la población y el elevado coste
de las nuevas tecnologías, cada vez con más frecuencia nos vamos a dar de bruces con los dilemas

12 Véase el Informe SESPAS 2000, Objetivo 1: Equidad en salud.

13 Son palabras de Joan Benach, recogidas en El País, 14 de septiembre de 1999.

14 La OMS estima que más de la mitad de las personas nacidas en los años sesenta cumplirán
los 90 años de edad.

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éticos de la priorización15. En una situación social de elecciones trágicas es indispensable obtener el
máximo consenso. Si los recursos se van a mostrar limitados para atender a tanta demanda, algunas
personas morirán y otras verán su salud gravemente comprometida. Por esa razón, es necesario
explicitar los criterios éticos de la priorización que de otro modo sólo se pondrían en práctica
implícitamente. Pero, además, todos los ciudadanos no tenemos únicamente el derecho, sino
también la obligación, de hacernos cargo del proceso que debe crear y distribuir las cargas de esa
priorización.

Ángel Puyol es profesor de Filosofía Moral. Autor de Justícia i Salut

15 Estos últimos días hemos presenciado las quejas del jefe de Cirugía Cardiaca del Hospital de
Sant Pau de Barcelona, denunciando la muerte de siete enfermos en unas listas de espera que son
cada vez más extensas. Véase El Periódico, 19 de mayo de 2000.

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