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Hace varios meses, un hombre de 52 años ingresó de urgencia, tras varios infartos, en un hospital
público, donde le diagnosticaron una grave cardiopatía crónica. Los médicos consideraron que a
medio plazo sería imprescindible realizarle un trasplante de corazón para alargarle la vida.
El caso no tendría mayor relevancia pública si no fuese porque, en esa ocasión, el hospital se negó
a incluirle en la lista oficial de trasplantes por un motivo que aparentemente se escapaba a las
disquisiciones estrictamente médicas. La razón del rechazo fue que el paciente vivía rodeado de
unas condiciones sociales y laborales precarias. Sin domicilio y sin trabajo fijos, el enfermo no podía
garantizar una adecuada recuperación tras el necesario trasplante.
A la hora de priorizar a quién deberían ir destinados los nuevos órganos, el hospital no arguyó si la
afección que padecía ese hombre era más o menos antigua o más o menos grave que la de cualquier
otro, ni si su organismo era o no compatible con los órganos venideros. La baja posición social y
laboral centralizó el principal argumento para excluirle de la lista de prioridades.
La condición de pobre y no la dolencia física que padecía fue lo que, en la práctica, le cerró las
puertas de los servicios públicos. Ante una situación como ésa, la mayoría de nosotros nos llevamos
las manos a la cabeza.
Nos parece intolerable que los hospitales públicos rechacen a quien deberían acoger, y lo hagan
invocando razones que, supuestamente, no les competen. Por ese motivo, cuando el caso salió a la
luz pública1, se descalificó la actitud de los servicios públicos de “indignante”, “esperpéntica”,
“discriminatoria” y hasta de “fascista”2.
Hay que establecer prioridades para los trasplantes, porque son bienes escasos, con un tratamiento
difícil”. Sin duda, la entremezcla de razones médicas y éticas confiere a este argumento un jugoso
ingrediente de polémica que debería alimentar un hondo debate social.
1
1 Véase
El País de 10 de 1999.
2 Éstasson algunas de las reacciones que la noticia provocó en diferentes portavoces de partidos políticos.
Véase El País, 13 de octubre de 1999.
3 Ídem.
Para comprender este aparente contrasentido, lo primero que deberíamos saber es que los
profesionales de la atención sanitaria se encuentran atrapados, seguramente a su pesar, en la
opción de tener que decidir la mejor manera de distribuir los recursos escasos de la sanidad; esto
es, de impartir justicia distributiva, con todos los sinsabores personales y los dilemas éticos
irresolubles que a menudo conlleva esa actividad. Por supuesto, nadie les ha preparado para tomar
ese tipo de decisiones más de lo que lo estamos el resto de los ciudadanos. Pero, por las
circunstancias de su trabajo, ellos son los primeros en enfrentarse a unas elecciones morales que
habitualmente denominamos elecciones trágicas4.2
Las elecciones trágicas aparecen cuando cualquier tipo de decisión posible provoca un perjuicio
inmerecido e irreparable a alguien. Sin duda, la decisión de priorizar a pacientes para recibir órganos
vitales que pueden salvar sus vidas tiene todas las características de una elección trágica. Ante ese
tipo de elecciones, podemos simplemente reconocer nuestra impotencia moral y dejar que el curso
natural de las cosas o el azar impongan su voluntad eximidora de responsabilidades. Algo así ocurre
cuando abandonamos la elección al criterio de “el primero que llega, primero se sirve” (listas de
espera) o a algún otro tipo de lotería. En esos casos, desde un punto de vista teológico, se puede
defender que en los procedimientos aleatorios sólo Dios dicta la elección moral. Sin embargo, desde
un punto de vista filosófico secular, se puede replicar que ceder al azar la decisión moral es una
forma de huir del compromiso último con las decisiones médicas. De manera que si dejamos morir
a alguien porque lo dicta la lotería o algún otro procedimiento de elección aleatoria cuando, de
hecho, podemos hacer algo para impedir el desenlace fatal, cometemos el acto más irresponsable
de todos. Así pues, afrontar de cara las elecciones trágicas de la medicina no sólo no debería ser
objeto de una constante sospecha pública, sino que merecería de suyo una mayor comprensión
social.
Detrás del razonamiento de los médicos del hospital no hay ni una perversidad moral ni una desidia
profesional ni un deseo de escabullirse de la responsabilidad moral, sino un intento de aplicar la
racionalidad ética a un caso especialmente difícil. Otra cosa es preguntarse si compartimos los
supuestos morales de la racionalidad solicitada; y ése es precisamente el debate filosófico en el que
quiero entrar. En el caso del hospital madrileño donde ocurrieron los hechos antes descritos,
denegar el trasplante por razones sociolaborales obedeció a una versión sofisticada del punto de
vista utilitarista para dirimir los conflictos que tienen que ver con el reparto de los recursos escasos.
En términos generales, el utilitarismo afirma que el bien social equivale a la maximización de la suma
del bienestar de las personas. Quienes, en los últimos años, han aplicado el punto de vista utilitarista
2
4 Para un análisis a fondo del significado de una elección trágica, véase G. Calabresi y P. Bobbit: Tragic Choices.Norton,
Nueva York, 1978.
Es cierto que la teoría utilitarista se ha desarrollado mucho desde que Bentham y Stuart Mill le
dieran un cierto sistematismo entre finales del siglo XVIII y principios del XIX. Desde entonces, el
concepto de bienestar se ha transformado, dentro de la teoría utilitarista, en felicidad, satisfacción
de estados mentales o, más modernamente, satisfacción de las preferencias, pero ninguna de estas
versiones ha sido recogida por los utilitaristas de la salud con la fuerza con que se ha asociado la
salud al bienestar.
Para llevar a cabo el cálculo del bienestar o de la salud agregada, los utilitaristas de la salud emplean
habitualmente el criterio de los años de vida ajustados por calidad (AVAC)4. Esta fórmula tiene la
interesante propiedad de concebir la salud como una combinación entre la cantidad de años de vida
que una persona puede ganar gracias al tratamiento médico y la calidad de vida que este último le
deja. Hay que tener en cuenta que muchos de nosotros entendemos que el bienestar que
proporciona la salud es efectivamente una mezcla de ambos factores, y el criterio del AVAC recoge
perfectamente ese deseo. Así, si una acción sanitaria consigue aumentar en un año la esperanza de
vida de alguien, esto contaría como 1 AVAC. Pero si esa esperanza va acompañada de un estado de
salud pobre, entonces contaría como menos de 1 AVAC. La justicia utilitarista consistirá entonces
en maximizar el número de AVAC cuando haya que distribuir los recursos sanitarios. Si la justicia
sanitaria reside, como creen los utilitaristas, en maximizar la salud, y asentimos que los AVAC
reflejan adecuada y mesurablemente lo que significa la salud, entonces la justicia se convierte en la
maximización de los AVAC. Así, se puede dar el caso, por ejemplo, de que una acción sanitaria logre
aumentar en dos años la expectativa de vida de Ana, pero con una salud pobre; y que esos mismos
recursos, empleados en María, le ofrezcan tan sólo un año de vida, pero con una calidad mayor.
Comparando los AVAC que generan ambas personas, podría suceder que el destino de los recursos
a la segunda paciente aumentase el beneficio del tratamiento –medido en AVAC– y, por tanto, sería
más justo optar por tratarla a ella.
3 Dentro de esta línea de razonamiento, destacan los trabajos de la escuela de York. Véase, por
ejemplo, Alan Williams, ‘Economics, QALYs and Medical Ethics’, Discussion Paper, 121,
Centre for Health Economics, Universidad de York, 1995; o también A. J. Culyer y A. Wagstaff,
‘Need, Equity and Equality in Health and Health Care’, Discussion Paper, 95, Centre for Health
Economics, Universidad de York, 1992.
4 En inglés, QALY (Quality Adjusted Life Year). Existen versiones aún más sofisticadas de este
criterio, como, por ejemplo, los años de vida ajustados por discapacidad.
Creo que ahora se puede entender mejor por qué para el utilitarismo de la salud la situación
sociolaboral se convierte en un elemento a tener en cuenta en la distribución de los recursos
escasos. Si el beneficio sanitario de un tratamiento se ajusta a los años y la calidad de vida que el
enfermo gana con ese tratamiento, sus condiciones sociolaborales precarias tienen el efecto de
disminuir el beneficio sanitario, ya que, previsiblemente, esa difícil situación augura mayores
problemas de recuperación y de respuesta al tratamiento. En definitiva, ese enfermo es un
acumulador ineficiente de AVAC. Así, las personas menos capaces de rentabilizar el tratamiento
sanitario en cantidad y calidad de vida se sitúan en la cola de las prioridades.
Hay que tener en cuenta, además, que para los convencidos por este tipo de razonamiento su
actuación no viola el principio de atender a quien más lo necesita, sino sólo una versión de ese
principio. Para los utilitaristas de la salud (y creo que también para muchos otros que no se
identifican abiertamente con esas ideas), la necesidad sanitaria no se debería interpretar en el
sentido clásico de auxilio al más enfermo, sino como capacidad para beneficiarse del tratamiento.
Dados una tecnología y unos recursos humanos y económicos, los pacientes que tienen mayor
capacidad para mejorar su salud con el tratamiento son los que más lo necesitan, aunque no sean
los que están más enfermos.
El criterio utilitarista tiene numerosos partidarios entre los economistas de la salud y cada vez más
entre los profesionales sanitarios. Ello se debe a algunas de las importantes virtudes, tanto éticas
como metodológicas, de ese criterio. De ellas podemos destacar tres.
En primer lugar, si el principal objetivo del sistema sanitario es incrementar la salud de la población
tanto como sea posible, dados unos recursos escasos, el criterio utilitarista o del coste-efectividad
es la manera más eficiente de llevar a cabo ese objetivo. Es decir, si priorizamos a los pacientes con
un coste-efectividad menor, habrá más recursos disponibles para atender a más pacientes y, en
consecuencia, obtendremos una mayor cantidad de salud agregada.
En segundo lugar, la regla utilitarista garantiza el principio de igualdad formal gracias a la reserva
del anonimato: la salud de cualquiera vale como la de todos. El criterio de la maximización expresa,
pues, su compromiso con la igualdad, pero no con la igualdad de recursos, sino con la igualdad
formal o benthamiana, que afirma que cada persona cuenta por una y sólo por una. Este tipo de
igualdad pretende además garantizar la imparcialidad de la justicia, puesto que declara que la única
característica relevante para recibir atención sanitaria es el estado de salud, independientemente
de otros factores como la capacidad de pago, la condición social, la etnia, el sexo o la edad. El criterio
de la maximización de la salud cumple, de esta manera, el requisito de la igualdad formal de
oportunidades en el acceso, el uso y el beneficio que las personas obtienen de los servicios
sanitarios.
Sin embargo, y a pesar de esas innegables virtudes, los criterios utilitaristas de la salud se enfrentan
a la objeción común de saltarse uno de los principios más intuitivos de nuestro sentido moral: la
igualdad de oportunidades. Aunque formalmente salvaguardan la igualdad gracias a la misma
consideración de la salud
de todos, en realidad, no protegen por igual a las personas, porque no tienen en cuenta que éstas
generan diferencias de salud por motivos de los que no siempre son responsables; por ejemplo, la
edad, el sexo, la etnia o las condiciones sociales, laborales, económicas y culturales.
Ésa es una conclusión que no nos tiene que extrañar, puesto que el utilitarismo, como teoría de la
justicia, sabemos que a menudo choca contra nuestras intuiciones sobre la igualdad moral5.
Aplicado al caso que me sirve de guía para desarrollar estas ideas, podemos comprobar que el
enfermo que necesita un trasplante de corazón acaba padeciendo una triple condena. Por una
parte, su propio infortunio físico; por otra, las dificultades que le ocasiona su precaria condición
sociolaboral; y, finalmente, cuando acude a los servicios públicos para aminorar su desdicha, el
criterio utilitarista le castiga por ser un enfermo pobre o, más sofisticadamente, un convertidor
ineficiente de recursos públicos. Lo que lleva a un enfermo pobre a situarse en la cola de las
prioridades sanitarias en tiempo de escasez es su incapacidad para convertir eficientemente los
recursos limitados. Su pobreza es, paradójicamente, la causa de la desatención social. Por esa razón
debemos hablar de discriminación. En el caso de la persona real de 52 años que apareció en los
periódicos por serle denegado el trasplante aduciendo su situación sociolaboral, se daba la
circunstancia de que se trataba, además, de un inmigrante magrebí; pero eso no altera que la
fórmula utilitarista ya le había discriminado de antemano, antes de conocer su origen cultural o
étnico6.
5 Véase a este respecto, por ejemplo, los argumentos de John Rawls en Teoría de la justicia,
págs. 40-46, Fondo de Cultura Económica, México, 1986, o los de Amartya Sen en ‘¿Igualdad de
qué?’, S. M. McMurrin (ed.), Libertad, igualdad, derecho, págs. 136-148, Ariel, Barcelona, 1988.
6 La regla utilitarista del AVAC, además de a los enfermos pobres, también discrimina a los más
graves, a los de
mayor edad y a los discapacitados. Para una argumentación en esta línea, véase Ángel Puyol,
Justícia i salut, págs. 136144, Bellaterra: Servei de Publicacions de la Universitat Aut noma de
Barcelona, 1999.
La igualdad va ligada a los derechos. Del convencimiento de que existe una igualdad moral entre
todos los seres humanos surge el derecho de todos a recibir un trato igual. El utilitarismo de la salud
también garantiza esa igualdad de trato, pero la limita a la capacidad de las personas de beneficiarse
de los tratamientos médicos, sin importarle las razones que condicionan esa capacidad. Si resulta
que esas capacidades difieren por razones moralmente arbitrarias o ajenas a la responsabilidad de
las personas, como, por ejemplo, una situación sociolaboral precaria, la edad o la fragilidad física, la
obsesión del utilitarismo de la salud por maximizar únicamente los beneficios sanitarios le conduce
instantáneamente a la discriminación de los más vulnerables y, en consecuencia, le impide
garantizar un derecho justo a la asistencia sanitaria.
Podríamos pensar entonces que las teorías de la justicia basadas en los derechos resuelven mejor
el acceso a la atención sanitaria en circunstancias de escasez. Pero eso no siempre es así. Por una
parte, la teoría de los derechos del libertarismo7, basada en la protección a ultranza de la libertad
individual, es tan restrictiva con la igualdad que suprime la posibilidad de ampliar esos derechos a
ámbitos sociales como la atención sanitaria. Para los liberales de derechas, el derecho a la atención
sanitaria viola el derecho más fundamental a la libertad personal, ya que implica una redistribución
de los recursos privados sobre los cuales las personas tienen derechos de propiedad. Arguyen que
sólo puede restituir quien perjudica; luego, si no podemos hacer a nadie responsable de la mala
salud de otro, el enfermo no tiene derecho a ser compensado por terceros. Toda acción colectiva
sobre la distribución de los recursos privados que ignore la adhesión voluntaria de los afectados
representa, para esa teoría liberal, una imposición injustificada. Cualquier tipo de ayuda que el
enfermo reciba responderá al sentimiento de caridad o de compromiso personal, pero no existirá
una reclamación de justicia. Los problemas de salud de las personas, incluida la necesidad de
trasplante de órganos, son una desgracia del destino sobre la que no existen razones de justicia para
una compensación social. En consecuencia, para ese tipo de liberalismo, nadie tiene derecho a una
asistencia sanitaria, excepto si se ha adquirido a través del mercado. En la práctica, el criterio que
da acceso a la asistencia sanitaria es la capacidad de pago por parte del enfermo.
Por otra parte, también podemos recurrir a otro tipo de teorías más generosas con la igualdad que
incluyen a los derechos sociales entre los compromisos éticos que la sociedad debe mantener con
7 Para repasar la teoría libertarista de los derechos, véase R. Nozick, Anarquía, Estado y Utopía,
FCE, México, 1988. Nada que ver con las ideologías libertarias de izquierdas en la historia de
nuestro país.
Nº 103
dad se protege mejor cuando el acceso al sistema sanitario se abre por igual a todos los ciudadanos
que acuden con una igual necesidad médica, de manera que, si hay que priorizar el acceso, tendrán
preferencia los más enfermos y no los que pueden pagar de su bolsillo la atención que van a recibir
o los que son capaces de extraer un beneficio sanitario mayor, medido en AVAC o cualquier otro
tipo de métrica utilitarista. El derecho a la atención sanitaria debe llegar a todos, pero el acceso
debe ser prioritario para los más enfermos.
Parece, pues, que el criterio clásico de atender prioritariamente a quien más lo necesita en término
médicos, independientemente de cualquier cálculo sobre el beneficio obtenido por el tratamiento,
es el que mejor responde al deseo de tratar a todos con igual consideración y respeto, es decir, de
garantizar la igualdad de oportunidades. Al fin y al cabo, la ausencia de salud es moralmente
equivalente, por ejemplo, a la ausencia de una educación básica, esto es: disminuye injustamente
las oportunidades de las personas. Es cierto, por otra parte, que la existencia de recursos limitados
podrá disminuir el acceso de todos a los mismos recursos, pero eso no discrimina por razones ajenas
al contexto del bien a distribuir: como la capacidad de pago o las condiciones sociolaborales8.
No obstante, el criterio clásico de la necesidad está sujeto a varias objeciones. En primer lugar, exige
una definición clara de lo que sea una necesidad médica, y esto es algo que puede plantear serios
problemas. Por una parte, nos obliga a distinguir entre una necesidad y una preferencia, lo que no
siempre va a resultar fácil. Pensemos, si no es así, en las demandas de cambio de sexo, de cirugía
estética o de tratamientos contra la infertilidad. Por otra parte, la imposición de una definición
pública de la necesidad podría atentar contra la libertad y la diversidad moral de los ciudadanos
para poder decidir su particular manera de concebir la salud propia, como ha denunciado
inteligentemente Engelhardt9. En segundo lugar, el criterio de la necesidad cae fácilmente en la
trampa de la regla del rescate; es decir, dados unos bienes escasos, está dispuesto a invertir recursos
y esfuerzos elevados en tratar a un moribundo, mientras descuida cómo mejorar la salud de mucha
gente con mejor pronóstico. Lo que escondía la racionalidad ética del utilitarista para contrarrestar
la regla del rescate era su preferencia por ayudar a quien más beneficio iba a sacar del tratamiento
(porque viviría más años o con mejor calidad de vida), en vez de enterrar los recursos limitados en
quien poco o nulo provecho iba a extraer de ellos. En el contexto de escasez de recursos en el que
8 El mejor argumento para defender, en términos generales, la relación moral entre la justicia
distributiva y los bienes específicos de la distribución lo proporciona Michael Walzer en Las esferas
de la justicia, Fondo de Cultura Económica, México, 1993. Véase también Jon Elster, Justicia local,
Gedisa, Barcelona, 1994.
Sin embargo, no es lo mismo denegar un tratamiento médico porque las condiciones físicas del
enfermo son extremadamente precarias, y así poder favorecer a los enfermos con más capacidad
de beneficio del tratamiento, que contar las condiciones sociolaborales del paciente como parte de
la precariedad de los enfermos que los servicios médicos deben tener en cuenta para adjudicar
prioridades. En el primer caso, nos encontramos con una decisión con la que mucha gente se puede
sentir solidaria, porque entiende que cuando la esperanza de mejoría del más débil es ínfima,
obstinarse en su socorro ignorando los costes puede convertirse en una empresa más propia de la
testarudez que del sentido común o de la justicia.
Sin embargo, en el segundo caso, la denegación de auxilio médico ignora que la precariedad
sociolaboral o económica no es propiamente un estado de salud, ni siquiera responde a un estilo de
vida voluntario que encaja mal con las prescripciones y recomendaciones médicas, sino que se trata
de una situación que tiene que ver más con la justicia social que con la sanitaria.
Es decir, en el primer caso podemos aceptar nuestra condición de frágiles mortales y abandonar la
tarea de reavivarnos tras reconocer nuestros conocimientos limitados. En cambio, en el segundo
caso, exigimos un compromiso social más amplio que sea solidario con la mejoría de la situación de
los que están peor. Puede que algo así podrían haber alegado los responsables médicos del hospital
donde rechazaron al paciente. Quizá, en el fondo, nos estuviesen diciendo “no queremos
desatender al enfermo con problemas sociolaborales, pero entiendan todos que no sirve de gran
cosa realizarle el trasplante de corazón mientras que nadie se preocupa de mejorar su situación
sociolaboral”. No podemos engañarnos a nosotros mismos sintiendo orgullo porque nuestro
sistema sanitario da cobijo a todo el mundo por igual cuando tras las paredes de los hospitales la
gente se acabará muriendo por la ausencia de unas condiciones sociales y laborales dignas. No
caigamos en la ingenuidad de creer que la salud no tiene que ver con las condiciones de vida o no
representemos la parodia de venerar la atención médico-hospitalaria mientras desdeñamos la
atención preventiva y la social o poshospitalaria, que es un tipo de solidaridad mucho más básica y
determinante para mejorar los estados de salud global de la población.
Así pues, si nos acogemos a la definición que la OMS de la salud como un estado de completo
bienestar físico, mental y social (y no meramente como la ausencia de enfermedad o debilidad),
entonces el mandato utilitarista de maximizar la salud de la población implicaría, después de todo,
tener en cuenta la condición sociolaboral de los enfermos, pero no tanto como un factor de
exclusión o de discriminación cuanto como una parte fundamental de los estados de salud a
maximizar. Aquí, sin duda, el peligro está en convertir a los servicios sanitarios en servicios sociales
de beneficencia y en confundir la salud con la felicidad.
Sin embargo, existen otras teorías de la justicia distributiva que pueden incorporar las condiciones
sociales de los enfermos como parte de lo que debería contar en positivo para determinar la
priorización de los servicios sanitarios públicos sin caer en los problemas morales del utilitarismo. El
Así pues, bajo el principio de la diferencia, las personas de peor condición socioeconómica tienen
prioridad para recibir atención social. Pero si además se da el caso de que esas personas padecen
una dolencia o una necesidad médica específica, como puede ser la de un trasplante, entonces sus
circunstancias sociolaborales deficitarias no deberían perjudicarles en el momento de recibir
atención sanitaria, sino todo lo contrario: aún habría que dar mayor prioridad pública a la atención
de sus necesidades sociolaborales, puesto que estas últimas nunca deberían obstaculizar las razones
que hacen que un individuo sea capaz de beneficiarse más o menos que otro del tratamiento
médico. Así pues, de aplicarse el principio de la diferencia, el hospital no sólo no debería haber
rechazado al enfermo cardiaco, sino que la sociedad debería haber acelerado los mecanismos de
atención social para que las razones que esgrimieron los responsables médicos del hospital no
hubiesen tenido lugar.
Quiero citar a otra de las modernas teorías de la justicia que podría incluir a las condiciones
sociolaborales precarias como un requisito antes que como un obstáculo para garantizar que los
más pobres no viesen modificada su igualdad de acceso a la atención sanitaria por razón de su
pobreza. Una teoría que además tiene la ventaja, a diferencia del principio de la diferencia, de no
incurrir en la fetichización de los ingresos y de la riqueza como factor de desigualdad social. Es decir,
no cae en la creencia reduccionista de considerar a las diferencias económicas como la única
información que la justicia distributiva debería tener en cuenta sobre las desigualdades sociales. De
ser cierta esa creencia, no sería posible compensar socialmente a un tetrapléjico o a un enfermo
crónico que obtiene la misma renta que una persona completamente sana. Me refiero a la teoría
que considera que la distribución de los recursos sociales debería responder al criterio de la igualdad
de capacidades. Según la formulación original del premio Nobel de Economía Amartya Sen, puesto
que todos somos diferentes en muchas cosas, diferencias que en ocasiones condicionan nuestras
oportunidades de desarrollo personal y social sin que seamos directamente responsables de ello, lo
Las personas somos diferentes de varias maneras. Una de esas diferencias tiene que ver con las
desigualdades económicas. Pero hay otro tipo de diversidad que puede llegar a ser aun más
importante para la justicia distributiva: la diferente capacidad de los individuos para convertir los
recursos económicos y sociales en libertad real. Las necesidades diversas de los seres humanos, que
varían con el estado de salud, la longevidad, las condiciones climáticas, laborales, y hasta con el
tamaño del cuerpo (que determina las necesidades de comida y de vestido), afectan de manera
significativa a la transformación de los recursos en bienestar y en libertad. Los recursos económicos
se ocupan de lo que las cosas pueden hacer por las personas, pero no de lo que las personas son
capaces de hacer con las cosas. Por eso, la métrica de las capacidades interpreta mejor que la
métrica de los ingresos y la riqueza nuestro deseo de distribuir con justicia las oportunidades.
Una vez más, el profesor Sen no ha extendido su principio directamente al ámbito específico de la
salud, pero creo que existen buenas razones para poder intentarlo. Así pues, a diferencia del
utilitarismo, con el criterio de las capacidades no se trataría ya de medir en términos de bienestar o
de AVAC la calidad de vida de las personas para, basándonos en esos resultados, realizar las
distribuciones de recursos sanitarios, sino de mejorar las condiciones sociales, económicas,
educativas, sanitarias, medioambientales, etcétera, que conducen a mejorar la calidad de vida. Y
esta mejora no se debería contemplar desde un punto de vista meramente agregativo, como hace
el utilitarismo, sino preocupándose por la distribución: buscando la igualdad de las capacidades
básicas en todas las personas, a partir de las cuales cada uno elegirá de qué modo quiere desarrollar
esas capacidades. Y, a diferencia del criterio clásico de la necesidad, lo que la atención sanitaria se
debería proponer no es ya asegurar que el paciente consigue recuperar los recursos físicos
necesarios para un funcionamiento normal como miembro de la especie, sino también cerciorarse
de que éste puede transformar esos recursos en capacidades. Es decir, la equidad en la atención
sanitaria no se debería limitar a satisfacer por igual necesidades médicas iguales, sino que, además,
deberíamos igualar las condiciones de salud de la población; o sea, todas aquellas circunstancias
ajenas a la responsabilidad de las personas que determinan su estado de salud. En este sentido, las
políticas sociosanitarias de prevención y de atención poshospitalaria, de mejoras alimenticias,
medioambientales, de salud laboral, etcétera, son tan importantes como la atención médica directa.
Volvamos al ejemplo del trasplante de órganos para comprobar de qué manera se llevaría a cabo la
igualdad de capacidades. Imaginemos a dos enfermos que comparten la misma necesidad de un
nuevo corazón. Bajo el criterio de atender prioritariamente a quien más lo necesita se deberían
destinar los mismos recursos sanitarios a ambos. Ante la ausencia de saber quién de los dos lo
necesita más, seguramente se pondría en marcha un sistema de priorización basado en el azaroso
criterio de “el primero que llega, primero se sirve”, a condición de que el órgano disponible fuese
compatible con el organismo de destino. Pero, en el ejemplo planteado, la igualdad estricta no es el
mejor modo de interpretar a la justicia. Supongamos que uno de esos pacientes vive en un barrio
Por otra parte, no deberíamos minimizar el impacto o la aplicación de un principio como el de las
capacidades, creyendo que son pocos o poco significativos los casos en que las condiciones sociales
determinan los estados de salud. Según un reciente informe de la Sociedad Española de Salud
Conclusión
Por tanto, una manera de replicar a los utilitaristas de la salud cuando discriminan a los enfermos
más pobres consiste en poner de relevancia lo inapropiado de utilizar la naturaleza económica de
las personas para determinar el acceso y el beneficio que éstas deben obtener del sistema sanitario.
Éste es el argumento más común, pero se trata de una interpretación deficiente de la igualdad de
oportunidades, puesto que la naturaleza económica de las personas es indisociable –y a veces
determinante– con respecto al estado de salud. Por ese motivo, deberíamos incluir las condiciones
económicas y sociolaborales entre las circunstancias personales que cuentan para distribuir los
recursos sanitarios escasos. Pero no como un factor negativo que perjudica el acceso de los más
pobres a la atención sanitaria, como sucede en el utilitarismo de la salud, en el libertarismo o bajo
los principios del mérito o de la contribución social; al contrario, la naturaleza económica y
sociolaboral debería contar en positivo en el cálculo redistributivo de los recursos sanitarios escasos,
de manera que los enfermos más pobres nunca deberían ver disminuido ni su acceso al sistema
sanitario ni, en general, sus capacidades de desarrollo personal, por razón de su pobreza. Pensemos,
por otra parte, que aquí no pueden aparecer problemas de incentivos perversos para los más
pobres, puesto que en principio cabe esperar que nadie desearía enfermar deliberadamente.
14 La OMS estima que más de la mitad de las personas nacidas en los años sesenta cumplirán
los 90 años de edad.
15 Estos últimos días hemos presenciado las quejas del jefe de Cirugía Cardiaca del Hospital de
Sant Pau de Barcelona, denunciando la muerte de siete enfermos en unas listas de espera que son
cada vez más extensas. Véase El Periódico, 19 de mayo de 2000.