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CRÓNICA DEL DESCUBRIMIENTO

En medio de contradictorias corrientes se ha celebrado el V centenario del Descubrimiento. Ninguna,


que sepamos, le desconoció su vasta importancia. No fue poco abrir el camino del Mar Tenebroso y
hallar luego la bendición del Océano Pacífico. Como no fue de escasa monta haber recorrido el
Hemisferio de una punta a otra y dejado a través de él sus fundaciones. Con razón se precia España
de haber llevado sus banderas, su lengua, su religión, su estilo de vida a otro mundo, hasta
entonces envuelto en el misterio de su inmensidad apenas explorada. Del 12 de octubre, fecha
augural de la historia moderna, hizo su fiesta nacional, como timbre de honor, ganado merced a la
empresa realizada en su nombre y bajo su patrocinio. Los resentimientos étnicos, silenciados por
tantos años, no disminuyen la magnitud de su hazaña, ni sus indisculpables excesos ulteriores
eclipsan la significación intelectual y espiritual de sus aportes.

En la comarca donde nacimos y crecimos no se percibía ninguna huella de conflicto racial. La raza
era una misma. En el fondo, vibraba el aliento hispánico, con uno que otro soplo germánico, pero
había el orgullo de los antepasados guanes. De las encomiendas, o repartimientos de indios entre
los colonizadores, no quedó huella. Los conflictos fueron, más bien, de orden social y económico,
como el de los Comuneros o como otros de limitado radio de acción. Nunca se planteó controversia
por la mayor o la menor pureza de la sangre. Era una sola, enriquecida por la diversidad de su savia.
Tal vez, por esa misma igualdad, la inclinación democrática.

A ese pedazo del solar santandereano habían hecho su arribo castellanos, astures, extremeños,
quizá también andaluces. El duro talante de los primeros se impuso sobre los demás. Acaso era el
que mejor se avenía con el paisaje y el temperamento original del núcleo aborigen. Individualista, no
le faltaría el fermento comunitario, cuandoquiera viere violados sus derechos. Contra las injusticias
se amotinaría solidariamente, sin preguntar por el linaje de cada uno, compartidas como eran las
raíces. Salvo en la ribera del río Magdalena, no se observaban gentes de color, probablemente
porque fue escasa la minería del oro, en su mayor parte cernido del agua de los ríos.

Sin reservas nos acostumbramos a celebrar el 12 de octubre como fiesta de la raza propia. No de
los españoles, ni de los alemanes menos numerosos, ni más tarde de los inmigrantes árabes, sino
de todos. Al genio visionario de don Cristóbal Colón se le rendía culto por haber traído la civilización
judeo-cristiana, sin cobrarle su desmedida fascinación por el oro o sus pecaminosos arrebatos
esclavistas. En un nicho se le tenía colocado, como gran Almirante del Mar Océano, reprimiendo el
rencor ancestral por sus desmanes con la población nativa, en el trato de conquistador astuto y
despiadado. Mundo aborigen En la adolescencia percibimos el eco de problemas que en otras zonas
todavía duran. El nombre de Jambaló resonaba como grito de guerra. Los indígenas desposeídos
reclamaban su derecho a la vida y a la tierra. Víctimas de la violencia de los usurpadores, trataban
de reconquistar lo que se les había reconocido como indisputablemente suyo.

Luego iríamos conociendo las tribus esparcidas por el territorio nacional. También las poblaciones
aborígenes de Ecuador, Perú, México y Guatemala. En el primero de esos países, la riqueza se
contaba todavía de acuerdo con el número de indios. Por sus cabezas, como lo hacía el mismo
Colón.
Cuánto nos asombró el espectáculo del mundo indoamericano. Su calendario, sus creaciones
monumentales, su refinada cirugía. Comprobamos entonces cómo el imperio hispánico había
construido sus colonias definitorias, principalmente sobre las ruinas de sus poblaciones florecientes.
Lo mismo en México que en la Sabana de Bogotá. De las estelas de Tikal, la abandonada y
prodigiosa capital maya, sacamos la conclusión de que no había sido aquel pueblo aislado sino en
activo intercambio con otras civilizaciones, a juzgar por el vestuario ceremonial de presuntos
visitantes.

Obras ciclópeas restaron, incluso en el territorio colombiano. Desde canales de riego hasta pétreas
construcciones en las alturas. No era este un continente deshabitado y ayuno de civilización. La
tenía, avanzada en algunos aspectos, pese a estar bien a la zaga de la europea. Fue lo que España
y los demás conquistadores destruyeron para superponer la suya. Como superpuso la minería a la
agricultura y a la paciente labor de orfebres y tejedores. Aunque la mina se hallara, más que en el
oro, en el indio, según se lee en algunos de los apasionantes libros de Arciniegas.

Explotó la conquista española al indio, lo subyugó y redujo a la miseria pese a las leyes
magnánimas, pero no lo exterminó, aunque la insalubridad y la ignorancia diezmaran o paralizaran
sus fuerzas. Felizmente, en la última época ha adquirido representación política y vuelto por sus
derechos tanto tiempo conculcados. Del fondo de la historia sale a demandar el tratamiento que
merece. Su ingreso a la civilización, de la que sus expresiones puras han estado marginadas. Nueva
relación A Julián Marías le oímos hablar nostálgicamente de la organización radial que convergía en
la Metrópoli. Innegablemente la desvertebró la Independencia con sobradas razones y diseminó sus
piezas. La integración pretende volver a reunirlas. En torno del mismo eje? Difícil, porque éste
pertenece ahora a la Comunidad Europea y porque las colonias emancipadas tienen actualmente
polos diversos. México, abanderado de la Comunidad Iberoamericana, se desprendió del pelotón
para hacer causa común con Estados Unidos y Canadá. Ello tiene consecuencias para los partícipes
y para los otros, atraídos a su órbita.

Las circunstancias de España y Portugal, descubridores y conquistadores, tanto como las de


Iberoamérica, no permiten reconstruir imperios, ni nadie quiere el regreso al pasado. Pero subsisten
y subsistirán los históricos lazos culturales y las afinidades con las que fueran matrices suyas. No es
sino andar de pueblo en pueblo para advertir el sello hispánico en tantas de sus construcciones.

América es otra cosa, como Arciniegas lo sostiene, pero el alma hispánica de que nos
enorgullecemos seguirá alumbrando muchos de sus destinos en el área latinoamericana. Puede no
ser la madre patria, pero es la que contribuyó a definir nuestra personalidad nacional y la que más
influjo ha ejercido en ella.

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