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Madison (1803)
Por Juan Manuel Sosa, Asesor Jurisdiccional del Tribunal Constitucional.
El caso Marbury vs. Madison, no cabe duda, constituye uno de los principales hitos (e
íconos) del constitucionalismo. Ello está plenamente justificado, pues es la primera
ocasión en la que, de manera clara, una corte de vértice, afirmando la supremacía de
la Constitución frente a la ley, determina la inaplicación de esta última por ser
inconstitucional.
Ahora bien, contra lo que podría pensarse desde la perspectiva actual –es decir, desde
el “constitucionalismo de los derechos”– no se trata de un caso en el que una norma
legal fue inaplicada por ser lesiva de derechos constitucionales. En Marbury vs.
Madison se resolvió más bien un writ of mandamus, es decir, algo equivalente a
nuestro proceso de cumplimiento.
Justo antes de que Adams deje la presidencia, para ser relevado por Thomas Jefferson
(del partido republicano), el gobierno del partido federal designó a varios jueces de
paz. Este proceso de designación involucraba el nombramiento por parte del
Presidente con la posterior ratificación del Congreso; tras ello, correspondía, como
acto de perfeccionamiento formal, que el documento de nombramiento sea sellado y
remitido por correo por el Secretario de Estado (cargo que, hasta el momento de los
mencionados nombramientos, tenía Marshall).
Lo cierto es que William Marbury fue nombrado juez de paz casi el último día de
gobierno del partido federal y a John Marshall no le alcanzó el tiempo para sellar o
enviar todos los nombramientos que acaban de hacerse, entre ellos el de Marbury.
Ante ello, el nuevo Secretario de Estado nombrado por Jefferson, James Madison (uno
de los coautores de El Federalista y quien luego llegaría a ver presidente de los Estados
Unidos), se negó a sellar y a distribuir las credenciales pendientes, e incluso eliminó
las plazas de juez creadas por Adams. William Marbury, seguramente sin imaginar lo
que resultaría de ello, presentó un mandamus pidiendo al nuevo Secretario de Estado
que le envíe su nombramiento, el cual ya estaba sellado. Este pedido, en aplicación
de una disposición de la Judiciary Act (equivalente a nuestra Ley Orgánica del Poder
Judicial), llegó directamente a la Suprema Corte.
Con lo anotado, seguramente queda muy claro varios de los aportes que se derivan
de esta sentencia. Uno primero, es que con casos como Marbury vs. Madison la Corte
Suprema no solo afianzó el valor de la Constitución, sino también afirmó su propia
legitimidad y poder (de hecho, al revisar la historia de diferentes tribunales
constitucionales, se constata que sus decisiones iniciales, o también las de ruptura,
son decisivas para su fortalecer su legitimidad). En este mismo sentido es que el
caso Marbury, con el paso del tiempo, se ha consolidado como la “sentencia símbolo”
de la judicial review (o del modelo de “control difuso de constitucionalidad”),
relegando a otras decisiones más bien lamentables de la Supreme Court (como la del
caso Dred Scott vs. Sandford), en las que también se declaró la inconstitucionalidad
de normas legales, pero que no abonaron a su engrandecimiento.
Ahora bien, tal vez porque hoy día referirnos a la fuerza normativa de la Constitución
no genera ninguna resistencia, puede que no sea tan notorio este último aporte del
caso Marbury vs. Madison al que nos hemos referido. Ante ello, consideramos
necesario llamar la atención sobre que este valor genuinamente jurídico de la
Constitución es muy reciente en los países de tradición legiscentrista (o de Civil Law)
como el nuestro, y que el asunto resulta todavía más nuevo si nos referimos a la
aplicación efectiva de la norma magna por parte de los jueces, quienes han sido
considerados hasta no hace mucho como una especie de “poder nulo” frente al poder
político.
Por último, creemos que vale la pena destacar que una decisión de tanta trascendencia
como la del caso Marbury vs. Madison, se ha debido, más que a cualquier otra cosa, a
la sagacidad y la persistencia de un juez como John Marshall. En este sentido, el
caso Marbury demuestra suficientemente que a veces los “casos pequeños”, en manos
de grandes jueces, pueden dar lugar a decisiones notables e imperecederas.