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Anna Campbell
ANNA CAMPBELL
DÍAS DE
LIBERTINOS Y
ROSAS
Hijos del pecado 1.5
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ARGUMENTO
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Prólogo
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Había estado enamorada de Simon Metcalf desde que tenía cuatro años, cuando
un imposiblemente maduro niño de ocho años, la había consolado después de que
ella se raspara una rodilla en el camino. Había sido un muchacho guapo, alto y
fuerte, de cabellos dorados y risueños ojos azules. Había crecido hasta convertirse en
un hombre sorprendentemente apuesto, algo que ella recordaba miserablemente
cada vez que veía el reflejo de sus anodinas facciones en un espejo.
Su desesperada melancolía se había transformado en tormentosa humillación
durante el último año, desde que había cumplido dieciséis y sus fantasías tomaran
una inquietante dirección. Se había pasado la vida rezando para que el muchacho de
la finca vecina le hablara, le sonriera y le pidiera bailar. Ahora sus sueños, tanto
cuando estaba despierta como dormida, se habían vuelto descaradamente físicos.
Sueños en los que Simon la tocaba y la besaba. Sueños que la dejaban inquieta, infeliz
y profundamente avergonzada. Por ende, siempre que había visto a Simon este
verano, sólo había atinado a mascullar, sonrojarse y actuar casi siempre como una
boba. Lamentaba profundamente que su sencilla amistad se hubiera deteriorado
hasta esa incómoda timidez.
Pero en ese momento, al estudiar sus vívidas facciones, leyó una intensidad que la
dejó sin aliento. Incluso en su inocencia, sabía que pensaba besarla. Una temblorosa
emoción la embargó.
—Ven conmigo —dijo él con otra temeraria sonrisa, haciéndola entrar en el oscuro
cobertizo. Lejos del sol, debería sentirse más serena, pero su sangre bombeaba con
tanta fiereza que creyó se derretiría en un charco de deseo.
Unos pasos más allá de la entrada, Lydia tropezó y parpadeó ante Simon con
asombrada timidez. Ella aumentó su agarre sobre la rosa roja que él le había
obsequiado cuando la convenció a abandonar sus deberes en la despensa. Una espina
pinchó su pulgar, pero apenas notó la punzada entre todas las tormentosas
sensaciones que la asaltaban.
Durante un momento, su miedo pesó más que la poderosa atracción de Simon e
hizo otro intento poco convincente para liberarse. Si su padre se enterara de que
había estado a solas con Simon, se desataría el infierno. El horror al escándalo había
pendido sobre ella desde la cuna.
—Sabes que no podemos.
Él se rio suavemente, sus dientes blancos destacaban en su rostro bronceado.
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en Oxford. Entonces cuando finalmente regresó, apenas había reunido el coraje para
decirle hola.
Toda su vida, había tenido miedo: de disgustar a su padre, de manchar su
apellido, de que el hombre al que quería le rompiera el corazón. Pero ahora sabía que
Simon la deseaba. Su descarado deseo desterró todo miedo, creó una nueva y
valiente Lydia, que desdeñaba la timidez de su anterior yo.
Le acunó una mejilla, mirando esos ojos ensombrecidos por la necesidad. Parecía
tenso e inseguro como nunca lo había visto antes.
—Bésame de nuevo.
La risa de Simon salió entrecortada y le acarició la barbilla con una ternura que
hizo que el corazón de Lydia diera una voltereta.
—Pruebas mi control al límite, encantadora muchacha. Pero si vuelvo a besarte, no
nos detendremos en un beso.
Sabía que estaba a punto de tomar una decisión que podría destruir su vida, pero
incapaz de romper el hechizo, exhaló un suave suspiro. Le temía más a que Simon
nunca volviera a tocarla que a cualquier otra consecuencia.
—No quiero que te detengas.
La felicidad transfiguró el rostro de Simon.
—Lydia…
Descaradamente se puso de puntillas hasta que sus labios tocaron los de él. Sintió
que Simon luchaba por el control, incluso cuando sus manos descendieron para
rodearle la cintura y volver a acercarla a él. Supo el momento preciso en que él
claudicó. Su boca saqueó la suya con una pasión que provocó que curvara los dedos
de los pies en sus botines mientras que sus manos le soltaban hábilmente los lazos de
la espalda de su vestido.
Con cuidado, como si pudiera romperla si la tratara con demasiada rudeza, la
llevó consigo hasta que ambos estuvieron de rodillas sobre el suave heno. Ella sujetó
su corpiño caído sobre su pecho y lo miró a los ojos.
Él la miraba como si la amara. Lydia no podía negarle nada cuando la miraba de
esa forma.
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Capítulo 1
El baile para celebrar el próximo matrimonio de una mujer debía ser uno de los
acontecimientos más felices de su vida.
Suprimiendo un suspiro, lady Lydia Rothermere contempló la muchedumbre que
atestaba el prístino y dorado salón de baile de su hermano Cam y se dijo que era
feliz. Esta podía no ser la noche con la que había soñado cuando era una adolescente
tonta, pero hacía mucho que había renunciado a esos sueños. Era una mujer madura
y sensata de veintisiete años que se casaría con un hombre maduro y sensato de
cuarenta y uno. Estaba contenta con su decisión. Para una mujer cuyo debut había
pasado hace muchos años, estar contenta era algo con lo que debía estar… bien…
contenta.
El reconfortante discurso no le levantó notablemente el ánimo. Amortiguó otro
suspiro y formó una sonrisa en su cara. Esta fiesta era en su honor y tenía la intención
de disfrutar de ella, aunque esto la matara. Llevaba un vestido nuevo, apropiado
para la ocasión, brocado azul oscuro con encaje de Bruselas, y su doncella había
trenzado capullos de rosas rojas y blancas en su cabello castaño rojizo.
—Te he descuidado, querida mía. —Sir Grenville Berwick le dio la espalda a los
amigos políticos que habían ocupado su atención durante la última media hora y
tomó posesión de su mano enguantada.
El toque de su prometido no le ocasionó ningún escalofrío de anticipación. Pero
sólo un hombre había hecho temblar de deseo a Lydia, y eso había sucedido hacía
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mucho, ahora veía los eventos de ese día de verano como una aberración en una vida
por otra parte intachable. No pretendía amar al hombre con el que estaba prometida
en matrimonio, pero lo respetaba. Y si Dios lo permitía, tendría hijos, muchos hijos, a
quien dedicaría el enorme pozo de amor frustrado en su corazón.
Por favor, que así fuera.
Cuando se dio la vuelta hacia Grenville, conservó la sonrisa en sus labios, aun si
esta se pareciera más a un rictus o a una mueca. Esta noche, él se veía como el
parlamentario perfecto con su sobrio abrigo oscuro y su cabello castaño canoso
peinado hacia atrás desde sus entradas.
—No soy una jovencita frívola. No debes preocuparte excesivamente por mí.
El rostro de mentón cuadrado de sir Grenville no se iluminó y sus ojos castaños
permanecieron serios.
—Mereces que me preocupe en exceso, Lydia. Todavía me encuentro asombrado
por que consintieras ser mi novia.
—Eres demasiado bueno para mí.
Quería decirlo. Si Grenville supiera cómo había estado a punto de entregar su
virtud a un sinvergüenza una vez, no la colocaría en un pedestal. Desde ese
calamitoso día en Fentonwyck, su comportamiento había sido ejemplar, a menos que
fuera un pecado permanecer acostada sin poder dormir reviviendo el único
momento de pasión que alguna vez hubiera probado. Permanecía acostada sin poder
dormir, lamentando, como la mala criatura que era, que su padre hubiera irrumpido
en el cobertizo antes de que Simon fuera más allá de unos simples besos.
—Tu modestia te da crédito. —Grenville contempló la multitud con aire
satisfecho—. El mundo nos desea sus parabienes. Tenemos una gran asistencia.
Cientos se habían reunido para celebrar. Sir Grenville era una estrella política en
ascenso y Lydia era muy admirada por sus trabajos de caridad. Inclusive había visto
al hosco y desfigurado Jonas Merrick en uno de los salones de cartas. Su hermano,
quien era el anfitrión del baile, era un líder reconocido de la sociedad. A pesar de que
la legitimidad de Cam estuviera ensombrecida por los cuestionamientos. Era de
dominio público que su madre había compartido sus favores con su esposo y el
hermano menor de este. La identidad del padre de Lydia nunca estuvo en duda —el
gallardo y libertino hermano del duque había muerto antes de su nacimiento—, pero
ambos niños Rothermere habían crecido soportando el escándalo.
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Por costumbre, Lydia buscó a Cam entre la muchedumbre. Su hermano era tan
alto, que divisó su brillante cabeza oscura fácilmente sobre el atestado mar de
personas. Al lado de él se encontraba el siempre elegante sir Richard Harmsworth, el
mejor amigo de su hermano, tan dorado como Cam oscuro.
Fríamente, estaba agradecida de que tantas personas ofrecieran sus felicitaciones.
Desde que aceptara la proposición de Grenville hace un año, había sentido como si
un grueso muro de cristal la separara del mundo. Supuso que el sentido de
desconexión pasaría. Finalmente.
La apasionada marimacho que todavía habitaba en el corazón de Lydia insistía en
que ella era más que esta mujer indescifrable, seria y benévola. Salvo que después de
diez yermos años de interpretar a la mujer sosegada que el mundo la consideraba,
tenía la triste sospecha de que en verdad se había convertido en esa criatura sosa. Al
menos, la criatura sosa era respetada, segura de sí misma y estaba armada contra la
angustia que causaban las grandes pasiones.
Si no hubiera conquistado por completo su deseo por alguien… por otro, no habría
decidido caminar por el pasillo de St. George en Hanover Square en dos semanas.
Este matrimonio con Grenville era lo correcto para ella, una promesa de un refugio
tranquilo y un futuro útil. Se había pasado la vida manteniendo la cabeza en alto
contra los cuchicheos maliciosos, la cruel conjetura de que de la misma forma que en
la madre, esa mala sangre tarde o temprano hablaría más alto en la hija. Lydia sólo
había cruzado la línea una vez. Y no había llegado a ser un completo desastre.
—¿Bailamos? —preguntó Grenville. Estaban empezando a tocar un vals, el rasgar
de los violines apenas era audible sobre la conversación.
Grenville bailaba bien, aunque sin un talento particular. Pero entonces, el
abandono de Simon le había enseñado a Lydia a desconfiar de esa habilidad. Lo que
necesitaba era firmeza, amabilidad, devoción e ideales compartidos. Grenville le
ofrecía todo eso. Ignoró el abucheo de su marimacho interior mientras daba vueltas
en el salón de baile, su corazón latía tan constantemente como si estuviera sentada a
solas con su bordado.
Producto de una larga práctica, se aseguró que sus accidentados pensamientos no
se reflejaran en su rostro. Durante tantos años, había presentado una apariencia de
calma absoluta que ahora era para ella como una segunda naturaleza. Quizás
después de más de diez años, la apariencia sería realidad, ya no una simulación.
—Pido disculpas por traer los negocios del Parlamento a nuestra fiesta, mi amor.
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Su corazón latía muy rápido y se sentía mareada, como si la tierra se moviera debajo
de ella.
Se había confundido al creer que el hombre en la escalera era Simon. No después
de todo este tiempo. No ahora cuando finalmente estaba tan cerca de cortar las
cadenas con su pasado.
Durante años, había sufrido por él. Pero cuando no se puso en contacto con ella
después de la muerte de su padre, finalmente había entendido que Simon no tenía
intención de volver por ella. Muchacha estúpida. Cinco años sin tener siquiera una
nota, deberían haberle indicado su indiferencia.
Incluso después de reconocer que a Simon no le importaba nada de ella, ningún
hombre pudo competir con el fantasma de su primer amor. Hasta que conoció a
Grenville y se dio cuenta que la vida podía ofrecer recompensas muy diferentes al
inaccesible amor de Simon. Independencia. Una familia. Una vida dedicada al
servicio.
Deliberadamente no volvió a mirar hacia la escalera. Debía haberse confundido.
La ilusión era el resultado de los nervios por su matrimonio y el hecho de la cercanía
de sus nupcias, los recuerdos de su amor perdido hacía tanto tiempo volverían a
surgir inevitablemente. Simon había abandonado Inglaterra justo después del
incidente en el cobertizo. Muy de cuando en cuando había escuchado sobre sus
acciones —las proezas de Simon Metcalf se consideraban demasiado extravagantes
para los oídos de una muchacha soltera, incluso para una cuya primera juventud ya
había pasado. Había caído en la redes de un grupo de libertinos del Continente;
mujeres ligeras de cascos, sórdidos aristócratas, aventureros sin dinero. Si la sociedad
cortés mencionaba a Simon Metcalf, era en términos censuradores. El último informe
que Lydia tuvo de Simon era que estaba en algún remoto lugar del Imperio
Otomano.
No obstante la más mínima idea de que pudiera estar de vuelta en Londres hizo
que su corazón revoloteara como un ave ansiosa de evadirse de su jaula. ¿Nunca se
libraría de él?
Con su aplomo habitual, Grenville la condujo a través de la muchedumbre hacia
las puertas francesas abiertas y a la hermosa noche. Por el atípico calor muchos
invitados habían recurrido al jardín. El que Lydia y Grenville salieran a la terraza no
causó curiosidad alguna, gracias a Dios.
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Ah, no se veía tan superior ahora. Sus oscuros ojos azules brillaron en respuesta
ante la velada pulla en su comentario.
—¿Cómo podría permanecer lejos después de leer la carta de Cam informándome
de que usted se había comprometido?
—Con mucha facilidad, imagino —espetó, luego le lanzó una rápida mirada a su
prometido. Pero Grenville estaba concentrado en arengar a Cam sobre algún asunto
político, dejándola aislada con Simon en una extrañamente pública intimidad. Era
evidente que Grenville sentía que su reencuentro con un amigo de la infancia,
aprobado por su ilustre hermano no merecía ninguna atención especial.
Grenville no tenía motivos para dudar de su constancia. La firmeza de su carácter
era célebre. Había sido una de las cualidades que él había elogiado en su
proposición. Incluso entonces, eso había aguijoneado su vanidad. Su firmeza de
temperamento la hacía sonar como un caballo bien amaestrado, no como una mujer
capaz de atormentar a un hombre con el deseo.
Pero por supuesto, ella nunca había sido esa mujer, ¿verdad? La única ocasión en
la que creyó que el corazón de un hombre latía más rápido por ella, éste había
desaparecido de su vida.
—No ha cambiado nada —dijo Simon sin énfasis.
No lo tomó como un elogio, considerando cuán tonta había sido con él. Ella
estrechó los ojos.
—Ah, sí, lo he hecho.
Estudió su rostro, buscando alguna pista de sus intenciones. ¿Cómo había podido
Cam convencer a Simon para que regresara a casa y renunciara a sus exóticos
placeres? Su hermano debía haber sido persuasivo. Por lo que sabía, Simon no se
había comunicado con su familia desde que el anterior duque lo había amenazado
con la ruina.
Ahora que pensaba en ello, el objetivo de Cam tras esta parodia estaba muy claro.
Consideraba a sir Grenville Berwick un pacato santurrón, muchas veces había estado
a punto de pelear con ella por su elección de esposo. Alejar a Simon del libertinaje
debía ser un último intento para que ella desistiera de su compromiso. Ciertamente
su hermano debía conocerla mejor. Aborrecía el mismo pensamiento de las lenguas
desatadas que se produciría si dejara plantado a un buen hombre por un bribón cuyo
nombre era sinónimo de libertinaje.
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¿Y por qué trabaría ella amistad con Simon? Aunque él había indicado que las
noticias de su compromiso era lo que le habían traído aquí, era muy poco probable
que quisiera casarse con ella. El no haber recibido una palabra desde que se fue y los
cotilleos sobre sus numerosas conquistas habían acabado con esa estúpida idea.
El único resultado que Lydia podía imaginar si aceptaba los planes de su hermano
era su caída en desgracia. Las maquinaciones de su hermano parecían mal
concebidas, algo que era extraño en él… Cam raramente hacía algo sin analizarlo con
antelación.
Lydia no tenía dificultad en concebir lo que Simon quería de ese plan. Causar
problemas. Leyó la vieja temeridad en el brillo de sus ojos azules cuando lo confrontó
con lo que rogaba fuera una expresión de desdén. Tampoco le repelía la idea de un
flirteo. Ella había estado en sociedad durante nueve años. Reconocía de inmediato
ese particular brillo en la mirada de un caballero.
—¿Puedo solicitarle el placer de este baile? —preguntó Simon con una sonrisa
encantadora que de inmediato la puso en guardia.
—Ya tengo una pareja de baile —dijo con frialdad.
—Ese soy yo —indicó Cam alegremente, interrumpiendo su conversación con
Grenville, demostrando que siempre había sido consciente de lo que Simon y Lydia
decían.
—Su hermano estará más que feliz en dar un paso al lado en beneficio de un viejo
camarada.
El elemento más extraño de la conspiración de Cam era que él coqueteaba con el
escándalo. Camden Rothermere siempre pisaba con cuidado, como si con esto
demostrara que era un hombre de principios y decoro sin mácula,
independientemente de cuales fueran las circunstancias de su nacimiento.
La mirada de Lydia señaló a su hermano como un traidor. Tendría mucho que
decirle una vez que estuvieran en casa. Él se encogió de hombros con una indirecta
de disculpas que no la aplacó en absoluto.
Rechinando los dientes y enviando a todos los hombres de Derbyshire al averno,
se dio la vuelta hacia Grenville. A su lado, sintió el ávido interés de Simon en su
forma de interactuar con su prometido. Aguantó el impulso de pinchar al amor de su
niñez con el codo y decirle que se llevara su curiosidad a otra parte. Preferentemente
a la Lejana Mongolia.
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Capítulo 2
Lydia se había involucrado tanto en su batalla silenciosa con Simon que no había
prestado atención a la música. Habría preferido oír un cotillón, lo cual presentaba
pocas oportunidades para una conversación privada. Pero la melodía que sonaba en
esos momentos era indudablemente otro vals.
—Tu entusiasmo alegra mi corazón —dijo él fríamente, acercándose más. En
comparación con Grenville, quien sólo era uno o dos centímetros más alto que ella,
Simon parecía dominantemente alto.
—Me lo imagino —espetó, incluso cuando su propio corazón se saltara un latido
cuando él deslizó una mano alrededor de su cintura y tomó su mano firmemente con
la otra.
Sus caricias ya no deberían poseer ese poder. No después de diez años. Pero cada
centímetro de su piel hormigueaba en respuesta. Ella se irguió en toda su altura y lo
contempló con lo que esperaba fuera una fría indiferencia.
—Veo que aún te gustan las rosas. —Su mirada azul se posó en las flores de la
elaborada corona de trenzas—. No importaba a donde iba, siempre que veía rosas,
pensaba en ti. ¿Recuerdas que te entregué una rosa en aquel último día?
—¿Ah, sí? No lo recuerdo. —Mintió, pero él provocaba su orgullo, fingiendo que
aún le importaba. ¿Creía que simplemente tenía que sonreír y pedirle un baile para
volver a trastocar todo su mundo? Su voz se endureció—. ¿Hasta dónde pensáis
llegar Cam y tú con esta necia jugarreta?
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—¿Hasta dónde? —preguntó con inocencia teatral mientras la hacía dar una
vuelta que la dejó mareada.
En el momento en que lo había visto en la escalera, el muro de cristal entre ella y el
resto del mundo se rompió. Diez años sin verlo y aun así hacía que su corazón
cantase. Esto era absolutamente inaceptable. No volvería a caer en su
encaprichamiento con este intrigante sinvergüenza. Él la abandonó sin decir una
palabra y ella había pasado su soledad sin una palabra desde entonces. Ahora era la
prometida de un hombre digno que se merecía su lealtad.
El recordatorio de su deber le hizo enderezar la columna vertebral lo cual
mostraba una lamentable tendencia a inclinarse en dirección de Simon.
—No finjas.
Para su crédito, no pretendió entender mal.
—Cam cree que cometes un error.
El apuesto rostro sobre el de ella había adoptado una inusitada austeridad. Había
sido un joven alegre y despreocupado. Ese era uno de los motivos por los que lo
había amado. A pesar de todo su lujo, la vida en Fentonwyck había sido triste,
incluso antes de la muerte de su madre cuando Lydia tenía diez años. Simon
provenía de una familia grande y amorosa, donde nadie escudriñaba cada
movimiento de los niños para no correr el riesgo de la desaprobación del mundo.
—Cam no tiene derecho a interferir —dijo bruscamente—. Y tampoco tú.
—Considéralo el privilegio de una vieja amistad.
—Una amistad muerta. —Se dijo que la descripción no despertaba ninguna
pena—. Si esperabas apelar a nuestro afecto de la infancia, deberías haberme enviado
alguna nota ocasional.
—Ahora que tu padre ha muerto, era seguro volver.
—Oh, qué valiente —dijo sarcásticamente. A pesar de la forma en que discutían,
sus cuerpos se movían en perfecto acuerdo. Siguió cada sutil paso de Simon como si
hubieran bailado juntos mil veces. El calor de su toque palpitaba a través de su
sangre.
La expresión de Simon se volvió sarcástica.
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—Marcharse parecía ser la mejor solución en ese entonces. Sabes que el duque
habría arruinado a los Metcalf si hubiera ido tras de ti después que nos atrapó…
besándonos.
Habían estado cerca de hacer algo más que besarse, recordó Lydia con renovada
mortificación. Su padre había estado tan lívido cuando atrapó a su hija ofreciendo su
virginidad a un plebeyo sin un penique, que amenazó a la familia de Simon. Porque
el duque de Sedgemoor era capaz de destruir a un mero caballero, aunque los
Metcalf hubieran poseído tierras en Derbyshire desde la conquista normanda.
—Los planes de mi padre no incluían que me casara con un hombre sin título o
fortuna.
Una expresión inusitada de culpa cubrió las impresionantes facciones de Simon.
—Sin embargo, espero que aceptes mis condolencias por su muerte. No he estado
al tanto de las noticias de Inglaterra o habría escrito en ese entonces.
—Y por supuesto la muerte de mi padre hace cinco años era el único asunto por el
que hubieras deseado comunicarte.
Él se estremeció ante su pulla.
—No me porté como un hombre de honor contigo. Debería haberme quedado
para protegerte del carácter de tu padre.
—Lo intentaste. —Para ser justa, lo había hecho. Se había plantado frente al duque
hasta que seis férreas manos arrastraron a Simon, quien todavía protestaba que Lydia
no tenía ninguna culpa por lo que había pasado.
—Sin éxito. ¿Fue muy malo?
Sí, había sido horrible. Insoportable y terriblemente horrible. Su estómago todavía
se constreñía con el recuerdo. Por única vez en su vida, su padre le había pegado.
Pero mucho peor que el dolor físico y la humillación fue la perspectiva de no volver a
ver nunca a Simon.
—Aprendí el error de mi proceder.
—Pensé que lo harías. Yo también lo intenté. Entonces, cuando finalmente reuní el
coraje para preguntarles a algunos viajeros sobre ti, el rumor era que te casarías con
Leath.
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Forcejeó contra su agarre, pero él era mucho más fuerte y una escena sólo
favorecería los planes de Cam y de Simon. Respiró audiblemente y deseó con una
intensidad desconocida que la década en que Simon había estado lejos no hubiera
acabado.
—Mi matrimonio no es de tu incumbencia.
—Sé que estás enfadada conmigo.
—No estoy enfadada contigo —espetó en respuesta. Le causaba mucha rabia que
él creyera que había pasado todos esos años gimoteando por él. Aunque, un rayo lo
partiera, fuera verdad. Se irguió y lo fulminó con la mirada—. No guardo ningún
sentimiento por ti, aparte de la molestia que me causa tu arrogancia al creer que
puedes regresar a mi vida como si nada y darme órdenes. Tengo veintisiete años, no
diecisiete, Simon, y soy muy capaz de decidir mi futuro.
Él soportó su reprimenda sin estremecerse.
—No si tu futuro es volverte la esposa de ese soporífero ñoño.
—¿Sólo has intercambiado tres palabras con sir Grenville y aun así lo tachas como
un ñoño? Eres absurdo. Él es un hombre bueno y fiable con cualidades que un bruto
como tú nunca podría reconocer.
—Es un timorato. —Un músculo en la mejilla de Simon tembló y una línea blanca
bordeó sus labios. Parecía furioso—. Lamento ver a una mujer con espíritu e
inteligencia sacrificarse por su ambición.
—No me conoces lo suficientemente bien para opinar sobre mi espíritu o
inteligencia —dijo bruscamente. Cerró la mano en un puño contra su hombro, su
blanco guante destacaba contra su abrigo negro—. ¿Y entonces a qué ambición
debería adorar? ¿La tuya?
Ella observó cómo su temperamento amainaba.
—Sólo quiero lo mejor para ti, Lydia.
Le dedicó una sonrisa amarga y se dio cuenta que en ese mismo momento lo
odiaba genuinamente.
—No, no lo haces. Deseas controlarme. Siempre lo hiciste.
—No te cases con él.
—¿Qué debería hacer en cambio? ¿Casarme contigo?
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Capítulo 3
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Volver a ver a Lydia había hecho que el estómago de Simon se removiera por el
deseo, una pena fútil y la vieja cólera por los acontecimientos que no podía cambiar.
Cómo odiaba rememorar esos primeros meses después de darse cuenta que su única
acción honorable tanto con Lydia como con su familia era dejar el país.
Infiernos, no había sido apto para estar en compañía humana durante un año
después de abandonar a Lydia. Después, alcanzó un punto donde podía fingir que
funcionaba como un hombre normal, pero había sido un autómata andante. Bajo la
fachada de cinismo que había cultivado, sentía como si alguien le hubiera arrancado
los órganos vitales.
—No te odia —dijo Cam.
—Rayos, debería. —Simon fulminó con la mirada a su amigo quien, por lo que
podía decir, tenía pocos motivos para verse tan complaciente consigo mismo y su
lunático plan. Si Cam hubiera escuchado esa noche cuán desdeñosamente había
hablado Lydia de casarse con él, no sonaría tan feliz—. Descubrió nuestros planes de
inmediato. Sabe que no quieres que ella se case con ese pomposo jabalí verrugoso y
sabe que me has devuelto a la escena para causar problemas.
La sonrisa de Cam era débil, pero tierna mientras inclinaba perezosamente su copa
de lado a lado, observando el remolino en su brandy.
—Mi hermana es una chica lista.
—Hubiera sido mejor no haber venido.
Cam alzó la vista, su mano se detuvo.
—Vamos, vamos, viejo amigo. Los pusilánimes nunca ganan a la bella dama.
—La bella dama se ha desentendido completamente de mí. —Simon vació su copa.
No es que el alcohol fuera a calmar la confusión de su corazón. Al principio, había
intentado encontrar consuelo en la bebida por haber perdido a Lydia y había fallado.
—No lo creo. Después de que mi padre te desterró de Inglaterra, ella pasó meses
viéndose como un fantasma.
—Amor de juventud.
—¿Entonces por qué nunca se ha casado? Créeme, no le faltaron oportunidades.
Elecciones mucho mejores que esa morsa anticuada.
—Ah, creo eso —dijo Simon en tono grave.
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Por supuesto que había habido hombres tras Lydia. Ahora era más hermosa de lo
que fue en su juventud, sobre todo una vez que él le permitió olvidar su papel como
modelo de propiedad. La rabia había liberado a la vibrante mujer que se ocultaba en
su interior. A los diecisiete, Lydia Rothermere llenaba cada uno de sus sueños. Su
recuerdo lo había perseguido desde entonces, pero hasta que recibió la carta de Cam
pidiéndole que volviera, nunca se hubiera imaginado que todavía tenía una
oportunidad con ella.
Pero después de esa noche, sabía que no tenía una oportunidad con ella.
Eso no significaba que su belleza no lo hubiera atravesado como un cuchillo,
abriendo otra vez heridas apenas curadas durante su exilio. En algún momento
desde su marcha, ella había encontrado su fuerza. Ahora le enfrentaba, poniéndolo
en su lugar. Para su desazón, reconocía que en la mente de Lydia, su lugar estaba
lejos de ella.
Él había amado como la Lydia de su niñez lo había adorado con los ojos. Pero
existía un vigor y un desafío en esta mujer más madura y espinosa a la que
encontraba asombrosamente excitante.
¿Y esta criatura gloriosamente sensual tenía la intención de desperdiciarse en aras
del orgullo del melindroso sir Grenville Berwick? No podía soportar el pensamiento.
Simon suspiró audiblemente y observó el titilar de las llamas. De qué manera sus
hermosos ojos castaños habían destellado cuando le había dicho que terminara con
su burdo flirteo y se lo guardara para él. De qué manera su delicado y aristocrático
rostro había enrojecido vívidamente cuando le negó el derecho de inmiscuirse en su
vida.
Hace diez años, había probado su pasión por muy breve tiempo. Al encontrarse
otra vez con ella, estaba ansioso por retomar las cosas desde donde lo habían dejado.
Salvo que en esta ocasión, él era un hombre con la experiencia de un hombre y en
cambio, Lydia ofrecía la promesa del deseo de una mujer plena. Ella haría sus noches
arder.
Santos Dios, ¿qué estaba haciendo? Éstos no eran pensamientos con los que un
hombre debía entretenerse mientras bebía el brandy del hermano de dicha mujer.
La mirada de Cam era decidida.
—¿No me estarás diciendo que Simon Metcalf sufre una crisis de confianza?
Nunca lo habría creído.
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La boca de Simon se estiró en una sonrisa amarga, incluso mientras esperaba que
su amigo no captara ninguna indirecta de las escenas gráficas que calentaban su
imaginación.
—Considerando su elección, Lydia no me dedicaría un momento del día. —Hizo
una pausa—. ¿Qué te hace estar tan seguro de que todavía me quiere? ¿Ella te ha
dicho que me ama?
La risa de Cam fue tan amarga como la sonrisa de Simon. Él se levantó para
rellenar sus copas.
—No seas absurdo. Por supuesto que no me lo ha dicho. En la familia Rothermere,
no hablamos de nuestros sentimientos. Estamos muy ocupados comportándonos con
perfecta corrección.
Simon entendía la mordacidad de Cam. Como un muchacho que había vivido
cerca de la finca ducal fue testigo directo de la frialdad glaciar en el corazón de la
casa solariega de los Rothermere.
—Sabes que si ella deja al canalla por mí, habrá un escándalo.
—Ciertamente mi reputación es lo suficientemente fuerte en estos momentos para
soportar un poco de cotilleo. Quiero que Lydia sea feliz. Se merece algo mejor que un
matrimonio frío. Los miembros de esta familia han disfrutado de muy poca felicidad.
Al menos, dentro del matrimonio.
Mientras Cam se inclinaba para alimentar el fuego, una llama iluminó la honda
tristeza en su expresión. Restaurar el apellido era el objetivo indefectible de Cam.
Simon siempre admiró cómo él había dedicado su considerable energía e inteligencia
a vencer la mala fama de la generación anterior. Suponía que si bien Cam pensaba
que la hermana de un duque podía casarse por amor, la cruzada por limpiar su
nombre no le permitiría al duque semejante criterio de elección en su futura novia.
—Aprecio tus esfuerzos en mi beneficio. Y en el de tu hermana —dijo Simon
quedamente—. Pero sabes que llegan demasiado tarde. En nuestra juventud, Lydia y
yo estábamos enamorados, pero ambos nos hemos vuelto personas diferentes desde
entonces.
Salvo, maldita sea, que esa no era la forma cómo se sentía. Esa noche había visto a
Lydia y había sido como si ellos nunca se hubieran separado. En su corazón, ella era
suya, siempre sería suya. El problema era que tenía la fuerte sospecha de que si bien
ella una vez podía haber sentido lo mismo, esto ya no era así. Otra vez maldijo al
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Esta noche volvía a estar en Rothermere House. Aún no podía aceptar que
después de todo este tiempo, Cam creía que él tenía una oportunidad de poner en
orden su vida, de apaciguar la dolorosa soledad que oscurecía cada día lejos de
Lydia.
—Sigo siendo un simple segundo hijo, un hombre sin ninguna distinción en
particular. Ahora tengo la finca de mi tía, así que mis bolsillos ya no están vacíos,
pero mi fortuna apenas se compara con la riqueza de los Rothermere. ¿Estás seguro
que soy lo bastante bueno para tu hermana? Aunque abandone al gazmoño antes de
la boda, la hermana de un duque puede aspirar a un esposo mucho más importante
que un simple señor Metcalf.
—¿Crees qué siento cariño por el rango? Si quieres la prueba de las bendiciones
que da un gran título, sólo considera a mis padres. —Cam se irguió y recuperó su
pétreo rostro con fuerza excesiva. Su expresión sombría no se suavizó cuando fue al
aparador.
Simon no sabía por qué seguía empeñado en enumerar las razones por las que era
inadecuado para Lydia.
—También está el pequeño asunto de los rumores de lo que hice en el Continente.
¿No te preocupa invitar a un libertino a la familia?
Cam posó una inflexible mirada en él mientras levantaba el decantador.
—¿Planeas engañar a mi hermana?
—Por supuesto que no. —Hizo una pausa—. ¿Pero cómo puedes confiar en mí?
—No puedes haber cambiado mucho del muchacho con el que crecí. —Cam
rellenó su copa. La de Simon todavía estaba llena—. Aun así la mejor prueba de que
Lydia te sigue importando es que viniste cuando envié por ti.
—Ella puede hacerlo mejor que atarse a un hombre con un nombre sórdido que
sólo puede ofrecerle un señorío de mala muerte en Devon.
El rostro de Cam permaneció imperturbable.
—Lo mejor que Lydia puede hacer es casarse con un hombre que la ama. Espero
que ese hombre seas tú. ¿Aún es verdad eso? ¿Lucharás por ella?
Después de una década de lejanía, parecía de locos estar tan convencido de que
Lydia Rothermere seguía siendo la única para él. Pero Simon veía tantos
recordatorios de la muchacha que había adorado en la mujer que esa noche le había
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mostrado esa resistencia sin cuartel. Corazón, ingenio y belleza. Era incluso más
deseable de lo que recordaba. Más encantadora. Más compleja. Más irresistible.
Desde su regreso, los informes que había escuchado señalaban que lady Lydia
había sepultado la pasión juvenil que él recordaba tan dulcemente con incansables
labores de beneficencia. Esta noche no había notado falta de pasión. Esta noche ella
había sido una mujer que haría arder el mismo cielo.
Anhelaba que ese fuego lo calentara por el resto de su vida; al menos estaba
preparado para luchar y hacer realidad ese anhelo.
Cuando contempló a su amigo de la infancia, su voz surgió estable y segura.
—Lo haré.
Cam levantó su brandy hacia Simon en un brindis.
—En ese caso, que gane el mejor hombre.
* *
Aunque le hubiera dicho a Simon Metcalf que se mantuviera lejos, Lydia sabía que
no sería capaz de evitarlo antes de su boda. Lo que no había esperado era encontrar
al sinvergüenza todos los días de la semana siguiente. Cam y su amigo de la infancia
asistían a la mayoría de los mismos eventos sociales a los que ella iba, que el diablo
los confundiera. Amaba muchísimo a su hermano, pero después de verlo a todas
horas con el bellaco que la había seducido a cometer una estupidez, quería lanzarle
un ladrillo a la cabeza. Y un segundo ladrillo, mucho más grande a Simon.
—Aquellos dos son uña y mugre —arrastró las palabras sir Richard Harmsworth
desde donde holgazaneaba pintorescamente junto a ella en el baile de los Plaistead.
Richard le había solicitado a Lydia la contradanza, pero ella le preguntó si no le
importaría si se sentaban y encontraron dos sillas junto a una hornacina. Era un
alivio bajar la guardia en compañía de un viejo amigo. Con Richard, no tenía que
sonreír y fingir una alegría que no sentía. No había estado durmiendo bien. Esperar a
que Simon hiciera algo escandaloso la dejaba más nerviosa que un gato en una estufa
caliente.
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Lydia enrojeció.
—Había olvidado que conocías a Simon antes de que se marchara al Continente.
—Estuvimos juntos en Oxford. Era buena compañía en ese entonces. Es buena
compañía ahora. En pequeñas dosis.
Richard, cuyo nacimiento estaba tan cubierto de escándalo como el de Cam,
representaba un excelente papel ante el mundo convenciéndolo que no tenía un
pensamiento más allá del corte de su abrigo. Pero Lydia sabía la verdad. Él era
amable, mucho más inteligente de lo que revelaba, y estaba dotado con una
percepción sorprendente.
La larga camaradería y un genuino aprecio le hicieron hablar francamente.
—Sabrás que Cam no aprueba mi compromiso. La llegada de Simon es parte de un
complot para que deje plantado a Grenville.
Richard lanzó una mirada a donde Grenville importunaba a algunos amigotes
políticos, la limonada de Lydia se encontraba olvidada en una mano.
—Eres capaz de tomar tus propias decisiones.
Sonrió con agradecimiento al elegante hombre rubio.
—Gracias. ¿Ahora le dirás eso a mi hermano? Te escuchará. Lo he reprendido
hasta ponerme azul, pero él sólo se encoge de hombros como si le estuviera diciendo
tonterías.
—No creo que sea tu hermano con quien realmente estás enfadada —dijo Richard
quedamente, pillando dos copas de champán de un lacayo que pasaba.
Dios le diera fuerzas. Todo el mundo tenía una opinión sobre su matrimonio. Su
breve compenetración con sir Richard se convirtió en irritación mientras aceptaba la
copa ofrecida.
—Creo que deberías ocuparte de tus propios asuntos.
Richard se rio suavemente.
—Y no creo que estés enfadada conmigo tampoco. —Su expresión enigmática,
estudió a su distraído prometido—. Me pregunto si sir Grenville se imagina cuán
significativa es la competencia.
Le dedicó a Richard una mirada de disgusto.
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cabeza y no con el corazón. Lo cual hacía que su aversión por su compromiso con
Grenville fuera aún más contradictoria.
Supuso que Richard, enlodado con el escándalo, también elegiría a una novia
ejemplar. Una que fuera una gran entendida de la alta moda si quería competir de
algún modo con la elegancia de su esposo.
A la luz de su fortuna y notable aspecto, Lydia imaginaba que la mayoría de las
mujeres pasarían por alto los dudosos antecedentes de Richard. Todo el mundo sabía
que era un bastardo, y que a pesar de eso había heredado el título de Harmsworth. A
él le gustaba fingir que no le importaba, pero ella tenía la sospecha de que el orgullo
que tan bien escondía sufría con los rumores. De vez en cuando se preguntaba si los
signos del carácter reprimido que había leído en él podrían explotar en señal de
desafío.
Si eso pasara, en efecto, la vida se podría volver muy interesante.
Y luego estaba Simon.
Simon quien algún día también se casaría.
—¿A quién estás planeando matar? —susurró Simon bajo la cubierta de los
coqueteos con que entretenía a las otras mujeres.
Lydia se sorprendió, se ruborizó y se maldijo por haberlo hecho. El color en sus
mejillas delataba que por mucho que deseara tratar a Simon como un extraño, eso le
era imposible. Cómo se reiría si supiera que en efecto quería asesinar a alguien. A la
mujer sin rostro, sin nombre, a la magníficamente afortunada ladrona que se
convertiría en su esposa.
Cómo se reiría él, cuando en esos precisos momentos todo lo que Lydia quería era
gritar. ¿Por qué todavía ostentaba este poder sobre ella? ¿Qué hacía ella pensando en
él de esta forma cuando estaba prometida a un hombre respetable que nunca había
causado el más leve susurro de escándalo?
—Quizás deberías sentirte un poco preocupado en estos momentos —siseó en
respuesta.
En vez de reaccionar con resentimiento o cólera, él echó la cabeza hacia atrás y se
rio como si la considerara una fuente de placer incalculable. Y cuando Lydia miró en
indefenso trance al hombre que había amado y perdido, sintió que su corazón se
rompía en serrados trozos.
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* *
El baile había sido un caos así que Lydia se doblaba por el cansancio cuando el
carruaje de Cam llegó para llevárselos a casa. Si sólo existiera la más leve
oportunidad de que pudiera dormir esa noche. A esta velocidad, se vería como una
arpía total para su boda. Grenville probablemente le echaría una ojeada mientras
avanzara por el pasillo de la iglesia y correría a esconderse.
Cam la ayudó a entrar en el carruaje antes de seguirla en el interior del vehículo.
Cerró la puerta tras él y dio un golpecito al techo con su bastón para señalarle al
cochero que podía continuar. Con un profundo suspiro, Lydia se hundió en el
cómodo asiento en la oscura cabina. Entonces una pesadez en el aire la hizo sentarse
derecha, cada nervio a flor de piel.
—Simon. —Su voz era plana por el disgusto.
Cada vez que él estaba cerca, su piel se tensaba con una conciencia qué ella
deseaba negar pero no podía. Había sentido su presencia mucho antes de descubrir
el área sombreada en el asiento de enfrente.
—No pierdas los papeles, hermanita. —Junto a ella, Cam agarró su mano de
dónde ésta se cerraba alrededor de sus vaporosas faldas amarillas.
—No tengo intención de perder los papeles —dijo con exactitud ártica, rompiendo
el agarre de Cam—. Supongo que iremos directamente a casa. Puedo soportar la
compañía del señor Metcalf durante ese tiempo. Con mi hermano como carabina, ni
siquiera Grenville se opondría.
—Cuan propio de ti, Lydia. —La calmada diversión de Simon hizo que deseara
abofetearle.
—Creí que te podría gustar una oportunidad para poneros al día. —Su arrogante
hermano nunca sonaba nervioso; pero en esos momentos sonaba muy nervioso.
Y vaya si debería estarlo el gusano. Simon no era la única persona a quien deseaba
abofetear. Como deseaba que Cam no se le hubiera metido en la sesera reunirla con
su amor de la infancia.
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—Creo que el señor Metcalf y yo nos hemos dicho ya todo lo que debíamos —dijo
con la misma voz glacial, entrelazando las manos en su regazo en un intento de
sofocar sus violentos impulsos.
Un enfurecido silenció cayó, llenado por el débil crujir del carruaje y el grito de un
vendedor de tartas a unas cuantas calles de distancia. Mientras el carruaje se liberaba
del tráfico fuera de la casa de los Plaistead, fue cogiendo velocidad.
—Necesitamos hablar. —La segura voz de barítono de Simon descendió sobre sus
oídos como veneno.
Su chispeante temperamento incineró todas sus intenciones de mantener un
silencio invernal.
—No lo creo —espetó—. Aunque aprecio la oportunidad de exigiros a los dos
acabéis con esta campaña infantil de inmediato.
Cam se dio la vuelta hacia ella en la oscuridad.
—Lydia, Grenville no está…
—Cam, viejo amigo, no es el momento —dijo Simon quedamente—. Déjalo.
Para sorpresa de Lydia, su despótico hermano le prestó atención a la reprimenda
de su amigo.
—Mis disculpas, Lydia. No me corresponde interferir. —Antes de que ella pudiera
estar de acuerdo con ese comentario descaradamente hipócrita, una vez más Cam
golpeó el techo con su bastón. El carruaje dio tumbos hasta detenerse con una
brusquedad que la obligó a sujetarse del cordón de cuero que colgaba junto a la
ventana—. Espero que puedas perdonarme.
—Cam, ¿qué rayos estás haciendo? —preguntó Lydia, ahora seriamente
preocupada.
—Dándoos a los dos un poco de intimidad. —Con una velocidad que dejó a Lydia
jadeando, él quitó el pestillo de la puerta y saltó del carruaje—. ¡Bonne chance!1
Hizo señas al cochero para que se pusiera en marcha y cerró de golpe la puerta
detrás de él.
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Buena suerte, en francés en el original. (N. de la T.)
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Capítulo 4
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que nos prestaran ayuda. Habríamos sido proscritos. No podía forzarte a una vida
indigna de ti.
—¿Siquiera lo consideraste? —preguntó ácidamente.
Simon suspiró y ella no pudo confundir su tristeza, no importaba cuanto intentara
decirse que él nunca había dado un higo por ella.
—Por supuesto que lo consideré.
—Fácil de decir ahora.
—Te has vuelto muy cínica con la edad.
—Sólo en lo que te concierne. —Se enderezó y envolvió su chal de forma más
segura alrededor de sus hombros, luchando contra la tentación de ceder. No había
beneficio alguno en prolongar este encuentro. Él no le daría respuestas directas.
¿Aunque lo hiciera, cuál sería el punto? Ella estaba comprometida con Grenville
Berwick. Era demasiado tarde para reparar los errores de su juventud—. Quiero irme
a casa.
—No, no quieres. —Se movió para sentarse a su lado, ignorando la forma en que
se puso tensa por la desaprobación—. Y no me digas que deseas que yo me quede allí
muerto de frío.
—No hace frío.
—Se siente así. —Le agarró las manos y se negó a liberarlas cuando ella tiró—.
Cada vez que abres la boca, la temperatura cae otros cinco grados.
—Déjame ir. —Su demanda surgió como una débil súplica. Apenas podía culparlo
por no hacerle caso.
—He tratado de ser fuerte, Lydia. —Su voz era ronca y su apretón aumentó hasta
el límite del dolor—. Pero mantenerse lejos de ti es más de lo que un hombre mortal
puede soportar. Me siento como si no te hubiera tocado durante un siglo.
—Hemos bailado juntos —dijo vacilante.
—Bajo el escrutinio de mil ojos.
—Detente. —Se presionó contra el rincón, pero él aún se sentía muy cerca. Su
corazón latía tan rápido, que se sentía mareada. O quizás era el efecto del aroma de
Simon a jabón y hombre sano. Todavía tan familiar, todavía tan diabólicamente
seductor—. Estoy comprometida con otro hombre.
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—Basta ya. —Esta vez lo quiso decir absolutamente en serio—. No tienes derecho
a hablar de mi padre de esa manera.
—Vaya, si lo tengo. El malnacido destruyó mi vida. Y estuvo cerca de destruir la
tuya. Quise matarlo cuando te llamó ramera.
Ella hizo un gesto de dolor. En aquel entonces, ella no había querido matar a su
padre. En cambio su avasallante desprecio la había hecho querer morir. Todavía
tenía pesadillas sobre la repulsión en la voz del duque cuando la había separado de
un tirón de Simon y la había arrojado brutalmente contra la pared del cobertizo.
Era irónico que su padre hubiera muerto de problemas del corazón. Por lo que
sabía, nunca había tenido un corazón para empezar. Algo que no la había detenido a
buscar su aprobación con una desesperación que todavía la hacía encogerse. Cuando
él había muerto sin dedicarle una palabra amable, se había dicho que había luchado
por una causa perdida desde el principio.
El fallecido duque había sido un hombre frío, frío hasta la médula. Ella nunca
podría perdonar a su madre por romper sus votos matrimoniales, pero podía
entender lo que había conducido a la duquesa a los brazos de su libertino cuñado.
—Mi padre me atrapó haciendo cabriolas en el heno como una lechera lujuriosa —
dijo entres dientes, la vergüenza sabía a bilis en su lengua—. Me tenías medio
desnuda y lista para abrirme de piernas como una puta.
—Nunca, nunca digas eso —dijo Simon salvajemente, tirando de ella en su regazo
en un apasionado mensaje.
—Déjame ir —se atragantó, mientras que su pulso corría con entusiasmo ilícito y
su cuerpo se suavizó al instante para ajustarse a los contornos del de Simon. Sus
puños se apretaron contra su pecho mientras su calor la envolvía, más seductor que
el brandy para un beodo. El eco del desprecio de su padre muerto sonó en sus oídos,
pero la realidad de la presencia de Simon amortiguó su poder.
—Nunca. —Sus brazos la abrazaron con fuerza, ligándola contra él de modo que
su cabeza cayera contra su hombro, con el rostro vuelto hacia arriba. Incluso a través
de la oscuridad, captó la furia que centellaba en sus ojos.
El fantasma de los asuntos inconclusos vibraba alrededor de ellos como una
maldición. Odiándose, se dio cuenta que había estado esperando a que Simon la
besara desde que lo había visto en la escalera en su baile de esponsales. Su padre
había tenido razón al mofarse de su detestable debilidad.
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—No me beses.
—Tengo que hacerlo. —Él sonaba al borde de su contención.
—Me voy a casar con Grenville —dijo ferozmente.
—No me importa. —Tiró de ella, acercándola aún más a su cuerpo.
—A mí sí. —Lydia luchó para sentarse sin éxito.
—Me estás llevando a la locura —gimió él.
—Entonces márchate lejos a donde nunca puedas verme. —Incluso mientras
hablaba, su corazón se contrajo en negación. No quería que Simon se fuera. Quería
que se quedara cerca. Tan cerca como estaba ahora.
Más cerca.
—He estado lejos por mucho tiempo, maldición. —Sus manos la sostuvieron
firmemente contra él.
—Al menos vuelve a tu asiento.
—No.
—Gritaré.
Los dientes blancos destellaron en las sombras encima del rostro de Lydia cuando
él sonrió.
—Entonces grita con todo lo que tengas.
Él la abrazó y la hizo rodar hasta que estuvo medio acostada contra el asiento,
cautiva bajo él. Lydia se dijo que se sentía constreñida, confinada, incómoda, en
peligro de caer al suelo con una de las sacudidas del carruaje.
Eso no era verdad. Se sentía deseada.
Inhaló el fragrante aliento de Simon y el aroma de flores. Su cuerpo había
aplastado las rosas blancas colocadas elegantemente para caer en cascada en el
hombro de su vestido. El olor embriagador llenaba el carruaje, cargándolo de
sensualidad.
Sus labios rozaron los suyos, suavemente esta vez. La excitación la inundó y
derritió cualquier hielo que quedara en sus venas. La conciencia apretó su piel y la
hizo estirar las manos hacia él. Si para apartarlo o atraerlo más cerca, no podría
haberlo dicho.
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Durante un segundo que pareció durar una eternidad, sus labios se posaron sobre
los de ella. Poco exigentes. Cálidos. Sedosos. Como si estuviera probando sus
recuerdos de besarla. Como si esperara su consentimiento. Las sacudidas del carruaje
la lanzaron contra el cuerpo de Simon, atormentándola con la promesa de una tregua
al deseo.
Sin profundizar el beso, él levantó la cabeza. La frustración se enrollaba en su
vientre como cientos de serpientes.
—Dijiste que gritarías —se burló en voz baja.
¿Cómo se atrevía el bribón a desafiarla? Abrió la boca, lista para chillar a todo
pulmón. Si llamaba, Jenkins detendría el carruaje y estaría a salvo para volver a
Grenville con sólo una conciencia ligeramente corrompida.
Sintió a Simon tensarse mientras esperaba a que ella convocara el rescate. Sus
cuerpos se entrelazaban tan íntimamente que él podría contar cada uno de sus
alientos, tal como ella contaba los de él. Nunca había estado tan cerca de él, ni
siquiera cuando la había besado en el cobertizo del heno.
Maldita fuera por inoportuno. Él no se saldría con la suya. Fiel a su palabra, ella
abrió la boca. Deliberadamente el gritito que emitió apenas llegó a los oídos de
Simon, como un suave sonido de rendición.
Señor de las Alturas, ella era audaz. Se merecía la condenación eterna.
Mañana se arrepentiría de su debilidad. Sabía eso en sus huesos. Vería a Grenville
y se odiaría a sí misma. Pero esta oportunidad de besar a Simon una vez más antes
de resignarse a una vida de comportamiento intachable era irresistible.
Simon se rio suavemente.
—Objeción anotada.
Antes de que pudiera reprenderlo por burlarse de ella, la boca de Simon
descendió. Olvidando la cólera, olvidando el deber, estuvo cerca de olvidarse de su
nombre, se ahogó en un oscuro éxtasis. Cerró las manos en sus amplios hombros y le
devolvió el beso con toda la agónica pasión que había reprimido desde que la había
abandonado.
—Lydia, Lydia, Lydia —murmuró él, su aplastante abrazo la dejó sin aliento. No
le importaba siempre y cuando su boca conjurara esas sensaciones maravillosas.
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Dejando un rastro de calor tras su estela, sus manos se deslizaron hasta acunarle
los senos. Ella se sobresaltó cuando sus pulgares acariciaron sus pezones a través de
su corpiño. Un profundo palpitar se produjo entre sus piernas, un palpitar que
demandaba algo que sólo Simon podía satisfacer.
Volvió a tocarle los pezones, con más deliberación y con más efecto incendiario.
Ella temblaba con una fiebre de deseo y se apretó más cerca, sin que le importara el
peligro de lo que hicieran.
Sus besos llameaban desde la sutil exploración hasta la insistencia al rojo vivo.
Incluso a través de su inexperiencia, era consciente de su intención de tomarla.
Ahora.
Ese conocimiento roció su imprudencia como un balde de agua congelada. Sin
embargo, él volvió a hacerla arder, ella no podía permitir que esta locura alcanzara
su conclusión. Si dejara plantado a Grenville, sólo recordaría al mundo los lapsus de
su madre. Y le debía a su prometido algo mejor que esta traición. Él no debía sufrir
debido a su fatal debilidad hacia Simon Metcalf.
Lydia se puso rígida y gimió contra la ansiosa boca de Simon.
—¿Qué hay de malo? —Su aliento le bañó el rostro y le hizo recordar que sólo
meros centímetros los separaban, centímetros que ella podía salvar en un instante.
Después de esta noche, nunca volverían a estar tan cerca del otro. El pensamiento
causó una nueva grieta en un corazón que ella había creído ya completamente roto.
Una risa hueca se le escapó, sonó más como un sollozo que como una expresión de
humor.
—Sabes lo que hay de malo. Estoy comprometida con Grenville.
—Pero tú me amas.
Luchó por salir de debajo del cuerpo de Simon, sorprendida de que él la dejara ir.
Temblorosa y enfadada, se acurrucó contra un rincón del carruaje.
—Eres tan presuntuoso.
Lentamente Simon se levantó para sentarse al otro extremo del banco. No era lo
suficientemente lejos para ella. La culpa la golpeó, haciéndola sentirse enferma.
En el espacio tras su acusación, escuchó la respiración desigual de Simon. Habían
estado alarmantemente cerca del punto de no retorno. Y con tanta rapidez. Años de
virtud perfecta, y de repente un beso de este sinvergüenza y ella perdía la cabeza.
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—Pero tú me amas. —Su voz se volvió suave—. Así como yo aún te amo.
Que el cielo la ayudara. La consternada negación que vibró a través de ella, la dejó
sin aliento. Esto era la última cosa que necesitaba oír una semana antes de su boda
con Grenville.
Hubo un tiempo en que se habría cortado el brazo derecho a cambio de la
posibilidad más mínima de que Simon Metcalf le declara su afecto. Ahora se dijo que
esto era sólo otra estratagema para ganar su atención, incluso cuando anhelara
inútilmente que fuera verdad.
—Ni siquiera me conoces —dijo ella con voz plana.
—El diablo te lleve, Lydia, por supuesto que te conozco —dijo tercamente, y por
primera vez sonó genuinamente disgustado.
Ella se dio cuenta que hasta ese instante, él había estado seguro de alcanzar la
victoria independientemente de cual fuera el propósito que persiguiera.
Definitivamente convencerla de dejar a Grenville y tener una aventura. Pero con
seguridad no el matrimonio… ni siquiera en Fentonwyck, había mencionado una
oferta.
Su seguridad en sí mismo era un agravio para ella.
—Que un rayo te parta, Simon. No entregaré mi virginidad a un granuja sin
ataduras en un carruaje en medio de Mayfair.
Imperdonablemente él lanzó una carcajada.
—No tenemos que quedarnos aquí. Te llevaré a mis habitaciones. Infiernos, te
llevaré a la luna si eso significa que finalmente te tendré.
—No seas ordinario —espetó ella, su frustración se convirtió en rabia. Estaba tan
enfadada, que tenía dificultad para realizar una respiración completa.
Esta vez cuando él suspiró, escuchó la desolación debajo de su humor. Su
renegado corazón se contrajo por la pena mientras que su cólera retrocedía sin
desaparecer del todo. Había estado equivocada cuando creyó que lo que sucedía
entre ellos no implicaban las emociones de Simon. Una inicua ansia de entregarse a
él, de aliviar su pena apareció, pero ella la aplacó.
—Llévame a casa Simon. —Una desesperación absoluta reforzó su orden.
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—¿Le dirás a Berwick que no te casarás con él? —Simon no sonó como el hombre
perezoso, encantador y divertido que conocía tan bien. Su breve vulnerabilidad había
desaparecido. Sonaba como un tirano disgustado reprendiendo a un súbdito rebelde.
Su comportamiento autocrático hizo que Lydia hirviera con renovado
resentimiento.
—Ten la absoluta certeza que no le diré nada.
Él se volvió en el asiento y le agarró los brazos con la firmeza de un amante
despechado.
—No puedes besarme así y casarte con otro hombre, maldita sea.
—Sólo obsérvame. —Se liberó, magullándose a ella misma en el proceso. Su voz se
quebró y se espesó. No estaba muy lejos de empezar a llorar. El regreso de Simon la
había dejado sintiéndose rasgada en dos mitades desiguales y sangrantes. Esta noche
había coronado una semana horrible con la nociva revelación de que nunca se
libraría de su primer amor—. Voy a casarme con sir Grenville Berwick el próximo
miércoles y no puedes detenerme.
Ella esperó más ultraje, más demandas, pero Simon se desplomó contra su esquina
con otro suspiro que afectó a su ya dolido corazón, por mucho que ella deseara que
no fuera así.
—¿Cómo puedo hacerte cambiar de opinión?
Lo fulminó con la mirada a través de la penumbra, deseando que este encuentro
terminara. Mientras más tiempo se prolongará esta pelea, más daño se harían entre
ellos. Ya se sentía rasgada en jirones.
—No puedes.
—Cometes un error.
Reprimió una diatriba sobre Simon regresando muy campante a su vida y
esperando que ella lo recibiera con los brazos abiertos. Reprimió un recordatorio
rencoroso de que era una mujer de palabra y que le había dado su palabra a otro
hombre.
Ella había dicho ya más que suficiente. ¿Cuál era el fin en reprender a Simon? Él
no era para ella. Nunca había sido para ella. Ella estaría a salvo con Grenville, y si en
las horas secretas de la noche, soñaba con el toque de otro hombre, bien, ¿quién iba a
saberlo?
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—Por favor, llévame de vuelta a Rothermere House. —Hizo una pausa para
deshacerse de un guijarro en la garganta que se sentía más grande que el Peñón de
Gibraltar—. Si tienes algo de compasión, no vuelvas a acercarte a mí. Dices que me
amas. No estoy segura de eso. —Hizo un gesto para detener su protesta
automática—. Pero una vez fuimos amigos, buenos amigos. Por esa vieja amistad,
por favor, demuestra la compasión de tu corazón dejándome en paz.
El silencio se estrelló entre ellos con la fuerza de un hacha. Sabía que Simon
luchaba contra su pedido. Contra, Dios la ayudara, atraerla a sus brazos y
convencerla con la seducción dónde no había podido persuadirla con las palabras.
No dejes que me toque.
La deplorable realidad era que no estaba segura de poder resistir sus caricias. Así
de débil era.
Él permaneció inmóvil al otro extremo del banco. El joven que había conocido tan
bien había abrigado fuertes principios bajo su despreocupación. Hacía unos
momentos, el hombre en que se había convertido la había liberado a su solicitud,
aunque ella sabía que esto iba en contra a sus instintos más profundos. Sabía que él
iba contra sus instintos más profundos cuando levantó la cortinilla sobre su ventana
y se dio la vuelta para dedicarle un breve asentimiento. Las luces de las lámparas
externas del carruaje brillaron sobre su rostro y convirtieron sus rasgos severos en
piedra bien tallada.
—Como usted desee, lady Lydia.
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Capítulo 5
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Esa noche por un breve instante, creyó que había ganado. Lydia lo había besado
con un hambre que casi igualaba al suyo. Su hermoso y esbelto cuerpo se había
suavizado en señal de rendición. Cuando probó su deseo, el triunfo había tronado a
través de él como una ráfaga de metralla.
Pero entonces, mierda, ella había recordado donde estaba. Y Dios sabía que tenía
toda la razón por poner reparos… no podía revolcarse con la hermana del duque de
Sedgemoor en un carruaje, como si ella fuera una puta que recogió en Covent
Garden.
Por los mil demonios, ¿cómo podría soportar perderla? En dos días, ella entraría
en la iglesia de St. George del brazo de Cam y se prometería con ese detestable tipejo
que la trataba con una distancia apenas mejor de la que usaba con sus amigotes
políticos. Simon rechinó los dientes contra la auténtica tragedia de todo esto. Que el
diablo se lo llevara, si Lydia fuera suya, ella nunca tendría la menor duda de que era
el centro de su existencia.
Cuando Simon recibió la carta de Cam pidiéndole volver, asumió que su batalla ya
estaba ganada. ¿Por qué más su amigo se tomaría la molestia de buscarlo en la lejana
Anatolia? En el momento que viera a Simon, Lydia confesaría que lo había esperado.
Qué maldito asno había sido. Cuán imperdonable y condenadamente arrogante.
Ahora allí estaba de pie tan gruñón como un tigre con dolor de muelas,
observando ceñudo a la mujer que amaba y no podía tener. La mujer que no le había
dedicado una mirada durante toda la noche. Ella estaba a unos cuantos metros con
su prometido. En menos de cuarenta y ocho horas, tenía la intención de convertir a
ese sapo engreído en el más feliz de los hombres, maldita fuera el alma de Grenville
Berwick.
Cuando la cena de la velada musical terminó, Simon se quedó atrás. Debía irse a
casa. No sería más feliz lejos de Lydia, pero al menos a solas, no tenía que esconder
su angustia. Mantener una fachada de despreocupación para su apabullante miseria
se hacía más insoportable con cada minuto tan cerca de ella, pero aun así tan
imposiblemente lejos.
Con una oleada de inútil resentimiento, Simon observó a Lydia tomar el brazo de
Berwick. Agachaban las cabezas al conversar mientras avanzaban hacia el salón de
baile.
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Sí, definitivamente Simon debía irse. Observar a Lydia sólo lo hacía sentirse como
si le abrieran viejas heridas, el doble de dolorosas.
No obstante, se encontró paralizado al verla, alta, delgada y elegante usando un
vestido de seda verde Nilo. El sutil color hacía que su piel se viera seductoramente
blanca. Su cabello castaño rojizo estaba peinado en alto en un estilo que enfatizaba la
inclinación de sus pómulos y el brillo de sus ojos ambarinos. Que lo llamaran un
tonto demasiado optimista, pero esos ojos parecían sombríos. La tristeza parecía
incongruente en una mujer que debía casarse en dos días.
La opinión general señalaba que lady Lydia Rothermere era una criatura
impasible, su entusiasmo se concentraba en las causas de caridad, en vez de
individuos de sangre y hueso. Simon sabía la verdad. La mataría pasar el resto de su
vida con ese pez sin sangre de Grenville Berwick. Había nacido para el amor. Había
nacido para Simon Metcalf.
Oh, Lydia, ¿no sabes la miseria a la que te resignas con este matrimonio?
Como si escuchara su enfadada pregunta, Lydia alzó la cabeza bruscamente y lo
miró a los ojos. Durante un instante turbulento, no más largo que el espacio entre
una respiración y la siguiente, un resonante silencio se extendió entre ellos. La charla
de la muchedumbre emocionada, el afinar de los violines en el salón de baile, el
traqueteo del tráfico a lo largo de Brook Street, todo se redujo a la nada. Le mitad de
la enorme habitación los separaba y ninguna palabra fue pronunciada. Pero en ese
silencio él la reclamó.
Finalmente. Inevitablemente. Eternamente.
Una dama corpulenta con un turbante morado reclamó la atención de Lydia y la
conexión sobrenatural se rompió como si nunca hubiera existido. Salvo que había
existido. Simon sabía en su alma que ella había sentido el vínculo tan profundamente
como él lo había hecho.
¿Cómo podía elegir a otro hombre por encima de él? Era una parodia. Incluso si el
tipo con el que fuera a casarse demostrara ser digno de ella.
El intenso color de Lydia insinuaba que era consciente de la persistente atención
de Simon. Por supuesto ella lo sabía. Siempre lo había hecho, incluso antes de ese ese
excitante momento de comunicación. Era la otra mitad de su alma. La maldita
tragedia de esto era que no podía conseguir que ella reconociera esa verdad.
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Anna Campbell
Después de otra palabra a Lydia, sir Grenville se alejó hacia el salón de baile con
una visible confianza que hizo a Simon cerrar las manos a los lados. La multitud en el
comedor disminuía mientras las personas regresaban para la segunda mitad del
concierto. Una famosa soprano italiana había sido contratada para esta noche. La
concurrencia estaba más ansiosa de lo acostumbrado por encontrar sus asientos.
Sin apartar la mirada de Lydia, Simon se apoyó contra la pared cerca de las
puertas de cristal de la terraza. Alimentar su deseo sólo aumentaba su tormento,
como un perro asfixiándose con una cadena muy corta al tratar de alcanzar su tazón
de agua.
Pero no podía marcharse. Todavía no.
Por fin la mujer bajita dejó de arengar a Lydia y se alejó. Por ahora, el comedor
estaba casi vacío y los sirvientes comenzaban a retirar la plata y los platos de
porcelana de las largas mesas. Pero Simon todavía holgazaneaba contra la pared con
indolencia totalmente falsa. Cada uno de sus instintos estaba a la caza. ¿Cómo podía
ser diferente cuando la mujer que deseaba sobre todas las cosas se cernía a su
alcance, libre de su habitual séquito? No se le había pasado por alto, que en los
últimos días, Lydia siempre había estado acompañada. Una táctica deliberada para
desalentarlo a acercarse a ella, asumió.
Como si le leyera la mente, la vio acomodarse su chal dorado y crema con mayor
firmeza alrededor de los brazos, darse la vuelta con una expresión resuelta y la
intención de una fuga rápida. Fiel a su promesa en el carruaje, no intentó detenerla,
pero muy pronto sus labios dejaron escapar una súplica para que se quedara.
Ella había tomado una decisión. Él no tenía derecho a interferir.
Lydia dio un paso. Dos. El tercero fue más lento, como si se obligara a avanzar.
Entonces se detuvo a unos metros de la salida y su espalda estaba tan recta como una
regla.
Todavía estaba allí. Con él. Solos aparte de los criados. La euforia golpeó a Simon.
No estaba tan dispuesta a decir adiós como quería hacerle creer.
Rayos, sabía que estaba equivocado al seguir luchando. Pero no era más que un
simple humano y se encontraba al borde de la locura. Su vacilación había sellado su
destino. Él no podía permitir que todo terminara así y llamarse a sí mismo un
hombre.
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Que el honor se fuera al infierno. Se lanzó hacia adelante, cubriendo el espacio con
una par de rápidas zancadas. La agarró del brazo en el área descubierta por encima
de su largo guante blanco.
—Simon, que… —jadeó Lydia, forcejeando sin poder liberarse. Se volvió hacia él
en un remolino de seda verde y un destello de ojos dorados, brillantes por la alarma
y un anhelo a duras penas disimulado.
—Cinco minutos. Eso es todo lo que te pido. —No era todo lo que deseaba, pero
era lo más que podía esperar. Más de lo que debería esperar.
—No puedo —tartamudeó incluso mientras la arrastraba a través de las puertas
francesas y la terraza—. Sabes que no puedo.
Las antorchas en las balaustradas marcaban el límite del paseo al aire libre por
encima de los jardines y el alcance de la brillante luz que se derramaba desde la casa.
Incluso ahora sería fácil mantener este encuentro civilizado y decoroso fuera del
interés de algún observador.
Salvo que él estaba hasta el puñetero cuello con lo civilizado y decoroso. Sólo el
primitivo y animal deseo le harían obtener lo que quería.
Con una destreza despiadada aprendida en los desvíos peligrosos de Europa,
Simon fortaleció su agarre y empujó a Lydia profundamente en las sombras entre las
puertas abiertas. Antes de que ella pudiera protestar, incluso, Dios no lo permitiese,
gritar por ayuda, él hizo que diera la vuelta hasta que su espalda golpeó la pared de
piedra de la mansión.
Lydia aterrizó con un pequeño rebote y soltó un resoplido de sorpresa.
Automáticamente suavizó su agarre, pero ni siquiera el avance de un regimiento
haría que la soltara. No quería hacerle daño. Nunca lo había querido, aunque sabía
que sus acciones de juventud habían cobrado un precio doloroso en ella.
A través de la oscuridad, él vio el brillo de sus ojos y la exuberante cremosidad de
su piel. Ella jadeaba, cada aliento provocaba que su pecho se elevara y descendiera.
La vista avivó la fiebre que lo había compelido a cometer esta imprudencia. Su
descuidada prisa había afectado su peinado, liberando un largo mechón de color rojo
sobre su hombro.
Le gustó verla parecer menos que perfecta. Su Lydia no era el digno parangón que
presentaba a la sociedad. Era una mujer viva que respiraba y que lo había besado
hasta hacerle creer que ardería.
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La perspectiva de perderla para siempre desgarró sus tripas con tenazas. Había
amado a la joven Lydia con la pasión volátil de un muchacho, pero la mujer en que
se había convertido viviría en cada uno de sus alientos, en cada latido de su corazón,
cada instante de su existencia.
—Esto nos está destrozando a los dos. —Su voz sonó ronca por la frustración, el
amor y el dolor—. Lo mejor es que me vaya.
—¿Así que este es el adiós? —sonó aturdida, como si las palabras de Simon no
tuvieran sentido. A la distancia, un piano tocaba una breve frase introductoria y la
seductora voz de soprano comenzó a cantar en italiano.
¿Che farò senza Euridice?
¿Dove andrò senza il mio ben?2
—Demonios, Lydia… —gimió él.
El corazón le latía con una mezcla vertiginosa de excitación y angustia. Se sentía
como si se tambaleara al borde de precipicio sobre un río embravecido. A su
alrededor la noche le susurraba peligrosamente animándolo a hacerla suya. Ahora.
Mientras tuviera la oportunidad.
Lydia se enderezó, estrechando el espacio entre ellos. Estaba tan cerca que él sintió
el calor de su cuerpo. Su fragancia a rosas lo volvía loco de deseo. Dios del cielo,
¿cómo podría resistirse a ella? Sólo un último beso. Con seguridad esto no tentaría al
cielo a proclamar su destrucción.
Con otro gemido, se inclinó y presionó su boca sobre la de ella.
No le dio cuartel. Deseaba marcar su alma, de modo que mientras viviera, parte de
ella siempre fuera suya. Deseaba que su toque quemara un agujero en su corazón
que nunca sanase. Deseaba que este último momento que compartían se extendiera
hasta el infinito.
Sin vacilar ella le devolvió el beso y él probó más lágrimas. Pero más fuerte que la
tristeza, probó la urgencia. Empujó su lengua en su boca y la sintió estremecerse por
la excitación. Sus temblorosas manos se aferraron como garras a su abrigo,
atrayéndolo hacia ella con brusquedad. Todo desapareció salvo el calor explosivo.
Nunca había conocido algo así. Nunca volvería a conocer algo semejante.
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—Estoy bien. —Simon se pasó la mano sobre el picor de su boca y sintió la sangre
fluir contra su palma.
—Me complace escuchar eso —dijo Berwick con frialdad—. En ese caso, está en
condiciones para encontrarse conmigo en el campo del honor al amanecer. Nombre a
su segundo.
—¡No! ¡No! —Lydia se lanzó hacia Berwick y agarró su brazo con dedos que se
convirtieron en garras—. Es mi culpa, no suya. Cúlpame. Castígame a mí.
—Señora, se lo ruego, un poco de decoro. —Berwick se dirigió a Lydia con un
desdén que hizo que el estómago de Simon se contrajera con un odio amargo—. No
pierda la compostura.
—Lydia, por favor… —Simon se puso de pie. ¿Pero qué podía decir para
consolarla cuando este desastre era su obra?
—Aunque yo sea la parte perjudicada, aceptaré que elija el arma, Metcalf —dijo
Berwick implacablemente, como si la mujer con la que pensaba casarse dentro de dos
días no tirara de su brazo.
—No sea tonto, hombre. —Cam entró por las puertas francesas a tiempo para
escuchar el desafío. Detrás de él, Simon se horrorizó al ver que la reyerta había
atraído al comedor a un curioso auditorio. La soprano ya no cantaba.
Cam cerró de golpe la puerta detrás de él y lanzó una mirada gélida a los
espectadores. La autoridad ducal los podría mantener a raya temporalmente, pero
Simon era enfermamente consciente que la desgracia pública de lady Lydia
Rothermere sería la comidilla de la ciudad a la mañana siguiente.
Una culpa inútil retorció su vientre. Era un maldito idiota. Le había rebuznado a
Lydia sobre cuán mejor era él para ella que Berwick. Pero ahora la había arruinado a
los ojos de la sociedad.
—He sido insultado, señor —le dijo Berwick a Cam, sonando mucho más
pomposo de lo que Simon le había oído—. No hay otro remedio.
—Use el cerebro, Grenville. —Suavemente Cam desenredó los dedos de Lydia de
la manga de Berwick y la atrajo bajo su brazo.
Lydia apenas pareció notarlo. En cambio sus grandes ojos oscuros se concentraban
en Berwick como si él le ofreciera su única esperanza de salvación. Simon sabía que
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—La visitaré por la mañana, señora, para hablar de nuestro futuro —dijo Berwick
con frialdad, dando un paso fuera de su alcance. En ese momento, cualquiera fuera la
justicia que Berwick pudiera tener de su lado, Simon aborreció a la comadreja
muchísimo más que antes—. Para mi desilusión, usted no es la mujer casta que creí
que era. Me ha engañado.
—Que un rayo te parta por atreverte a hablarle de esa forma —dijo Simon
acaloradamente, avanzado en un arrebato, listo para devolver el golpe anterior,
aunque este no fuera ni el momento, ni el lugar. Sus contusiones protestaron por el
movimiento repentino. Su mandíbula herida dolía como el mismo diablo y su cuerpo
sufría allí donde se había precipitado sobre las losas.
Berwick le lanzo una mirada despectiva y se enderezó, obviamente preparado
para darle una paliza a Simon en la terraza si se veía obligado a hacerlo.
—¡Cachorro insolente!
—¡Grenville, no! —Lydia se apresuró a interponerse temblorosa entre Simon y
Berwick. Berwick le lanzó una mirada brillante de absoluto desprecio y ella dio un
paso hacia atrás nerviosa sin ocultar su camino a Simon.
—¡Ya basta! Todos vosotros. Este comportamiento es impropio. —Cam era
completamente el duque—. Simon, vete a casa. Ahora.
Simon se negaba a echarse atrás, a pesar de ese tono de incuestionable autoridad.
—¿Serás mi segundo, Cam?
—Maldito tonto —dijo, agarrando a Lydia y devolviéndola a su lado. Simon oyó el
afecto, la furia y la punzante ansiedad en su voz—. Seré tu segundo, si se llega a eso.
Por Dios, espero que no sea el caso.
Berwick no se conmovió.
—Bajo ninguna circunstancia retirare mi desafío, Su Gracia. Todavía está por ver si
este sinvergüenza tiene las agallas para aceptarlo.
—Estoy a vuestra disposición —dijo Simon con la misma frialdad. Miró a donde
Lydia se apoyaba contra su hermano. Su rostro estaba blanco por el horror y el
remordimiento. Nunca se perdonaría a sí mismo por poner esa expresión
desesperada en sus ojos dos veces en una vida.
El brazo de Cam se apretó alrededor de su hermana y le murmuró algo que Simon
no pudo escuchar.
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Capítulo 6
Las dos de la mañana debía ser la hora más puñeteramente oscura de la noche.
Desde donde se repantigaba en un sillón junto al fuego, Simon suspiró
pesadamente y recorrió con la mirada el salón iluminado por la luz de las velas.
Existía una muy clara posibilidad que después de esa mañana, nunca regresara allí.
Existía una muy clara posibilidad que después de esa mañana, nunca regresara a
ninguna parte, a menos que contara el cementerio de su familia en Derbyshire.
Intentó arrepentirse de su vida disipada, pero frente a la muerte, su único y
auténtico pesar era que nunca volvería a ver a Lydia. Ese hecho desalentador hizo
que su vientre se retorciera con rechazo.
Cam acababa de irse para ocuparse de los últimos preparativos para el duelo. A
pesar de la intervención del poderoso duque de Sedgemoor, Berwick seguía
empecinado en su decisión. Él debía ser consciente que mandar a Simon al otro
mundo significaría el fin de cualquiera de sus ambiciones políticas. Batirse en duelo
era ilegal, aunque todavía era la forma preferida de solucionar las diferencias
masculinas. Por extraño que pareciera, Simon casi admiraba la determinación del
hombre en matarlo sin que le importara un carajo las consecuencias. Era la primera
señal de que el tipo no era tan frío como un bacalao muerto. ¿Quién podría creer que
un corazón ardiente latía bajo ese comportamiento impasible?
Entre reprobar a Simon por su irresponsabilidad, Cam había dejado escapar que
Berwick era un excelente tirador. Con fatalista seriedad, Simon reconoció que por
supuesto debía serlo. Simon no era un novato con la pistola, pero apenas podía
pegarle un tiro a Berwick en el campo de honor cuando la culpa era
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indiscutiblemente suya. Desde que supo del compromiso de Lydia, había deseado
muerto a sir Grenville. ¿Pero matar al cabrón? Eso iba muy lejos.
Sin mencionar que Lydia nunca se lo perdonaría.
Ahora mismo, Lydia debía estar llamándolo con cada nombre posible bajo el sol. Y
con razón. Besarla en la velada musical había sido peligroso. Peor, había sido
estúpido. No tenía excusa al decir que la pasión le había hecho olvidar lo que lo
rodeaba. Por muy cierto que esto pudiera ser. En dos ocasiones su apetito
desenfrenado por Lydia Rothermere había devastado su vida. Si ella tenía algún
sentido, rezaría para que la bala de Berwick enviara a Simon al averno donde ya no
la molestaría.
Simon ya había compartido un brandy con Cam. Sin embargó se levantó para
servirse otro, aunque quizás lo mejor sería abstenerse por el bien de su objetivo. Pero
dado que no tenía intención de disparar, bien podía intentar ahogar el dolor de su
alma. El brandy otorgaba un consuelo insignificante, pero era el mejor disponible.
Deseó que Cam se hubiera quedado. Aunque censurador, era compañía.
Simon volvió a suspirar y se dejó caer en su sillón. ¿Cuán más patético podía ser?
Alzó el brandy, luego bajó la mano para beber. Tres horas antes que debiera irse.
Tenía el horrible presentimiento de que cada minuto avanzaría lentamente. No tenía
miedo de morir. Simplemente no quería sentarse allí mirando fijamente el vacío y
compadecerse de sí mismo hasta que llegara la hora de su cita.
Cuando escuchó un suave golpeteó en la puerta, supuso que después de todo Cam
había regresado para compartir su solitaria vigilia. Como su ayuda de cámara se
había acostado hace mucho, Simon colocó su copa en una mesa, se puso de pie y
cruzó el pequeño corredor para abrir la puerta.
—No conseguiste meterte en la cama…
No era Cam.
Al ver la figura encapuchada de pie en el rellano de la escalera, Simon guardó un
titubeante silencio. Él, conocido por su elocuencia, se había quedado mudo por el
asombro.
—Simon, tenía que venir. No podía quedarme con los brazos cruzados y dejar que
arriesgues la vida —susurró Lydia, echando un vistazo para comprobar que nadie la
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hubiera visto—. Debes detener este duelo. No puedes enfrentarte con Grenville. No
por mí.
Su corazón corcoveó como un caballo sin domar, su mente daba vueltas mientras
lidiaba con el asombro que le causaba su presencia, Simon la agarró del brazo y la
hizo entrar. Ella estaba corriendo un gran riesgo al venir aquí. Si alguien la veía,
cualquier pequeña esperanza de reparar su reputación se desvanecería.
La euforia hizo trastabillar su corazón. Había tanto que tenía que decirle. Deseaba
descubrir cómo había venido a sus habitaciones y si se podía quedar. Deseaba
pedirle perdón por su comportamiento terriblemente imprudente de esa noche. No
por besarla —ningún hombre que se preciara pediría perdón por asaltar las puertas
del cielo—, sino por el lío infernal posterior.
Aun así la impresión de verla donde con tanta frecuencia y de manera tan vívida
había soñado con sostenerla en brazos hizo que todas las preguntas se le atascaran en
la garganta. La opresiva noche se volvió brillante por la promesa. Respirando
entrecortadamente, cerró con el hombro la puerta y suave pero firmemente la
empujó contra esta. Con manos sorprendentemente estables, le retiró la capucha gris
y reveló su encantador rostro. Ella se veía pálida y preocupada.
—¿Simon, me estás escuchando? —Las lágrimas brillaron en sus ojos mientras
alzaba la vista hacia él. Su voz temblaba por la desesperanza y la tensión estaba
grabada en su cara—. Él te matará.
Simon no dudaba de lo desesperada que se sentía por detener el duelo. Las
explicaciones se alzaron como una marea creciente en su interior. Palabras como
“honor”, “código de caballeros” y otras mil justificaciones de porqué necesitaba
enfrentar a su rival con una pistola.
Entonces el salvaje clamor de las palabras amainó. Las palabras no importaban. Lo
que importaba era que Lydia había venido a él.
—Shh.
Le acunó las mejillas. No tenía ningún derecho a tocarla, pero si el cielo se
desplomara sobre su cabeza no sería suficiente para detenerlo. Ella había entrado en
su reino. Los años de deseos culminaban en este momento. Ligeramente, y a fondo,
comenzó a explorar su cara, aprendiéndola únicamente mediante el tacto.
La irritación destelló en los ojos femeninos, aunque no hizo intento alguno por
evitar el perplejo examen de sus facciones. Los orgullosos pómulos. La hermosa y
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—Eres tan hermosa —dijo en voz baja, encontrando su voz. Sus manos
descendieron por su delicado cuello hasta el broche de plata grabada que sujetaba su
capa. Sabía que estaba sonriendo como un lunático. Ella estaba aquí. Ella estaba aquí.
Ella apoyó las manos contra su pecho en un esfuerzo poco convincente para
mantenerlo alejado. El miedo brillaba en sus ojos.
—Simon, esto es importante. No podría soportarlo si Grenville te hace daño. No
seas estúpido. No tienes nada que ganar luchando contra él. Regresa al Continente.
Estarás a salvo allí.
Sus órdenes furiosas rebotaron contra la brillante esfera del placer que lo
encerraba.
—Todo el tiempo que estuve lejos, me dije que no podías ser tan hermosa como
recordaba. Pero, que Dios me ayude, eres...
Hizo una pausa para tragar la emoción que dificultaba su respiración. Cuánto la
deseaba. Su cuerpo estaba duro y listo. Pero más importante que el deseo era el amor
que siempre había sentido por ella.
Con movimientos pausados, le quitó la capa de los hombros, dejándola caer al
suelo en un montículo húmedo. Debía haber comenzado a llover desde que se
marchó de la velada musical. No le importaba. En ese momento, su vida era toda luz
de sol.
Su voz se suavizó en un sobrecogido murmullo.
—Eres más hermosa de lo que recuerdo. Parecería mentira.
Bajo la capa, ella todavía llevaba el vestido verde pálido. Poco a poco, saboreando
cada centímetro, él trazó un dedo sobre la cremosa colina de su seno por encima de
escotado corpiño.
Lydia se mordió los labios.
—No puedes quedarte y enfrentar a Grenville mañana. No hay tiempo que perder.
Tienes que irte ahora.
—Shh. —Su dedo siguió la curva de su seno hasta donde su pulso latía con tanta
rapidez en la muesca sobre su clavícula.
—¡Simon! —dijo ella con impaciencia—. Escúchame, por el amor del cielo.
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Lydia lo agarró de los hombros, sus dedos se pegaban a su camisa como si temiera
que él fuera a escapársele.
—No, no debemos. He esperado toda mi vida por ti. No esperaré más tiempo.
Simon alzó la cabeza y miró su tormento. Los ojos de Lydia eran oscuros con la
pasión. Cómo anheló poder arrojar el sentido común al viento, pero no podía. No
cuando su impetuosidad había causado ya tanto daño.
—Mañana…
—No me importa el mañana. Me importa el ahora. Y cuánto te he echado de
menos desde que te marchaste. Y cuánto… cuánto te necesito. Hemos dejado que
demasiadas cosas se interpongan entre nosotros. Es tiempo de tomar lo que
queremos.
—Pero y si…
Lydia echó su exuberante cabello hacia atrás de un rostro absolutamente decidido.
—¿Me amas, Simon?
Con un gemido, él deslizó una mano sobre la puerta para acunarle la parte
posterior del cráneo.
—Sabes que te amo.
Ella ladeó la barbilla y le devolvió la mirada con una valentía que lo apuñaló con
rapidez.
—Entonces hazme el amor. Ahora.
—Lydia…
Ella se tambaleó y se apropió de su boca, convirtiéndose en el perseguidor en vez
de la perseguida. Él luchó por contenerse, sabiendo que si permitía que su deseo
ganara, no sería capaz de contenerse, sin que le importaran sus protestas iniciales.
Pero ella lo besó con tanta urgencia, como si fuera a morir si se detuviera, que él no
pudo resistírsele.
Con otro gemido, él se rindió. Con impotencia reconoció que estaba atrapado. Él y
Lydia siempre estarían destinados a unirse en una llamarada cegadora de calor y
pasión. Lo que había pasado esa noche era sencillamente la inevitable respuesta a la
pregunta que había hecho en Fentonwyck hace mucho.
No podía luchar contra su destino. No podía luchar contra ella.
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Sin dejar de besarla, la alzó en brazos. Lydia entrelazó las manos alrededor de su
cuello mientras él caminaba presuroso a su dormitorio. Con suma gentileza la
depositó sobre la cama y se arrodilló sobre ella, su lengua bailaba con la de ella, sus
manos estaban ocupadas en quitarle el vestido y el corsé entre besos. No podía
conseguir lo suficiente de su sabor. Necesitaba compensar el tiempo que habían
estado separados, el tiempo en el que no pudo mostrarle cuanto la adoraba.
Se alejó para quitarse la camisa por la cabeza. Sus calzas se sentían apretadas e
incómodas sobre su henchida virilidad. Volvió a sentarse a horcajadas sobre ella.
—Se me hace difícil creer que esto esté sucediendo —dijo ella roncamente, dejando
que su mano fuera a la deriva por el pecho desnudo hasta el abdomen de Simon. Sus
caricias dejaron un rastro de fuego, tensando la piel sobre sus huesos.
—Créelo, querida mía. —Despiadadamente le rasgó la camisola. Cada centímetro
revelado mostraba cuan magnífica era. Sus senos eran pequeños, redondos y
perfectos, coronados con perlados pezones rosados por la excitación.
Rápidamente le desató las zapatillas y le deslizó las medias por sus muy, muy
largas piernas. Observó su hermoso rostro, notando el rubor de sus mejillas y el
modo en que sus labios se hinchaban rojos por sus besos. Así es como Lydia debía
verse, no como la mujer remilgada, reprimida que había divisado del brazo de
Berwick en su baile de esponsales.
Se inclinó hacia adelante para besar sus senos. Ella se movió inquieta y suspiró con
placer. Sepultando los dedos en su cabello, lo trajo más cerca. Simon no necesitaba
mayor instigación. La adoró con manos y labios, amando la forma en que le daba
placer.
Su aroma, más exuberante, más femenino que el perfume de la muchacha a la que
había besado en su juventud, lo intoxicó. Ella yacía desnuda ante él, con sus
miembros elegantes y su cremosa piel tiñéndose de oro bajo la luz de las velas. Era
una sinfonía en marfil y rosa. Los rizos rojos oscuros en la unión de sus muslos
creaban un contraste encantador.
Cuando con mucho cuidado colocó una mano en el plumón que cubría su
montículo, cada pizca de su deseo infundió su beso. Ella gimió contra su boca y se
estremeció con timidez. Él esperó una protesta, pero ella separó las piernas a su
invasión. Él apretó su suavidad y poco a poco remontó los lisos labios de su sexo.
Cuando encontró su caliente humedad, gimió y sepultó la cabeza en su hombro
desnudo.
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reclamándola por fin. Simon posó la cabeza en la suave curva de su cuello, sintiendo
la humedad caliente de su piel. Cuanto deseó aferrarse a este momento de modo que
nunca lo abandonara.
Toda su vida, había deseado ser el amante de Lydia. Ahora que lo era, la
magnitud de la experiencia superaba su imaginación. Ella era su vida entera. La
unión de sus cuerpos unía sus almas de un modo que él no entendía, pero que
reconoció al instante. El vínculo que forjaron esa noche duraría más tiempo que la
eternidad. Sus manos se presionaron contra su espalda como si le reclamara a
regresar con ella.
El ansia por demorarse y disfrutar de este fulgor era fuerte, al igual que su
necesidad de moverse. Mientras se retiraba lentamente, ella le hundió las uñas en su
espalda. Él llevaría su marca mañana. El salvaje pensamiento hizo que otra ráfaga de
excitación lo embargara.
Simon regresó a su interior, esta vez más fácilmente. Su cuerpo le daba la
bienvenida y cuando encontró sus ojos, estos brillaban con amor. Una breve pena por
los años perdidos lo golpeó. Observó a la mujer en sus brazos y supo que había
valido la pena esperarla. Lo que tenían ahora era mucho más profundo e importante
después de haber sobrellevado la adversidad.
Ella suspiró, era el sonido de una larga exhalación de placer, y se levantó para
encontrarlo. La noche se fracturó en una pasión deslumbrante. Simon la tomó más
rápido y más duro, sintiendo su respuesta en espiral como propia.
Embistió una última vez y escuchó el cambio en su respiración. Su cuerpo
convulsionó alrededor de él y ella se perdió en su clímax. Mientras su grito
entrecortado hacía eco en la habitación, una cálida oscuridad lo envolvió y él se
entregó a esta.
Por fin sus vagabundeos llegaban a su fin. Había encontrado su camino a casa en
los brazos de Lydia.
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Capítulo 7
Lydia se agitó desde su profundo sueño sin ensueños en el que cayó después de
todas las cosas exquisitas y sin precedentes que Simon le había hecho en la cama. Las
velas en el aparador se habían consumido. Fuera en Piccadilly, oyó el estruendo del
tráfico mientras las carretas cargadas con productos entraban en Londres desde la
campiña.
Yacía sola y desnuda. Cualquier mujer virtuosa se sonrojaría como un tomate,
mientras que Lydia sólo se sentía… amada. No podía convocar remordimiento
alguno por entregarse a un hombre sin la bendición del matrimonio. Simon la amaba.
Resultaba que siempre la había amado. Después de aceptar tal milagro como verdad,
se sentía revitalizada, valiente, y dispuesta a tomar por asalto el mundo. Sólo ahora
era consciente de la forma en que el miedo había corrompido cada momento de su
vida, con quizás la única excepción de esos momentos sin restricciones en los brazos
de Simon en Fentonwyck.
Y anoche.
Si bien la moralidad convencional podría dictaminar lo contrario, comprometerse
con Grenville Berwick había sido un acto cobarde, deshonesto, mientras que el amor
de Simon la liberaba para seguir su destino. Amaba a Simon con toda su alma y
nunca podría avergonzarse de esto, sean cuales fuesen los nombres crueles con que el
mundo pudiera llamarla.
Quizás era más hija de su madre de lo que jamás hubiera concebido.
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sobre sus cepillos y set de afeitar en la cómoda de caoba. Si había huido a Francia,
había abandonado todas sus pertenencias personales. Algo muy poco probable.
Lo cual significaba que sólo podía pensar en una única razón para su salida
temprana.
La noche pasada había renunciado al miedo. Pero ahora el miedo volvió a alzarse,
poderoso como una marea viva.
* *
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—Cuidaré de Lydia. Por supuesto, viejo amigo. —Cam sonrió y agarró su brazo
brevemente en señal de afecto tácito. Ninguno había imaginado que llegarían a esos
extremos cuando se propusieron socavar el compromiso de Lydia. El precio de su
interferencia resultaba diabólicamente alto.
Los dos duelistas se dirigieron al centro del campo y se enfrentaron entre sí. Los
ojos de Berwick centellaron con ultraje cuando se posaron sobre Simon, pero por lo
demás su rostro cuadrado permaneció impasible. Simon se había pasado la mayor
parte de las últimas semanas condenando la existencia de este hombre. Pero ahora
mientras miraba a Berwick, un hielo fatalista endureció su alma. Toda la pasión
mermó, siendo sustituida por una suave determinación de que esto estuviera hecho y
terminado sin lugar a dudas.
—Diez pasos, caballeros, luego girad y disparad a discreción. —El segundo de
Berwick dejó caer un pañuelo blanco para señalar el inicio del duelo.
Sintiendo como si su cuerpo ya no le perteneciera, sino que funcionaba bajo las
órdenes de alguien más, Simon se dio la vuelta y dio un paso, luego otro. El tiempo
extrañamente pareció ralentizarse. Fue misteriosamente consciente de cómo la luz
convertía a los árboles en una tracería3 del mismo color de los vitrales de la capilla de
su familia. Las aves cantaban para saludar el día de primavera. Las botas crujían
sobre la hierba congelada con un ritmo implacable.
El segundo de Berwick contaba cada paso, su voz aflautada mientras gritaba a
través del espacio abierto. El arma en la mano de Simon era pequeña y hermosa, de
acero grabado y con incrustaciones de nácar, pertenecían a un par que Cam había
poseído desde su vigésimo primer cumpleaños.
—¡Diez!
Con las piernas firmes, incluso su respiración, Simon giró hacia su oponente.
Berwick se dio la vuelta mucho más despacio, con amenaza deliberada, y levantó su
arma en dirección de Simon.
3
Tracería es un elemento decorativo en piedra y a veces en madera, formado por
combinaciones de figuras geométricas. La tracería se encuentra aplicada a coronar ventana y arcos,
posteriormente se amplía su utilización para articular y decorar rosetones, bóvedas, gabletes y
pináculos. (N. de la T.)
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Así que esto era todo. Una vida amando a Lydia. Un puñado de buenos amigos.
Algunas travesuras divertidas. En sus treinta y un años poseía más experiencia del
ancho mundo de lo que se concedía a la mayoría de hombres. Ahora todo llegaba a
su fin.
Mientras Simon inhalaba lo que podría ser su último aliento, la imagen que
destelló ante sus ojos fue la cara de Lydia al perderse en el placer. Un buen recuerdo
con el que morir. Sin tener la intención de disparar, levantó su pistola. Un caballero
debía seguir toda la ceremonia, supuso. La luminosa mañana se redujo en un
estrecho túnel de la luz que lo unía con Berwick.
—¡Simon, Grenville, deteneos!
¿Qué demonios?
La conmoción inmovilizó a Simon. Debía estar soñando o haberse vuelto loco.
Podría jurar que esa era la voz de Lydia repicando en el campo.
—¡Por Dios, hombre, tened cuidado! —gritó Cam.
Fue como si la advertencia de Cam viniera de otro universo, colisionando con el
grito aterrorizado de Lydia. Con sorpresa Simon viró hacia su amigo.
Y mientras se movía, una pistola disparó.
Algo chocó contra él con la fuerza de una estampida de elefantes. Se tambaleó bajo
un golpe que al principio no entendió. El insoportable dolor lo atravesó, lo hizo
trastabillar.
—¿Simon? ¿Simon, estás bien?
Él no se había vuelto loco. Esa sin duda era Lydia. Esforzándose por mantener el
equilibrio y controlar las olas de dolor, una presencia palpablemente física entrelazó
un brazo alrededor de su cintura. Al instante su calor fluyó en él, restaurando la vida
y la esperanza.
Durante un momento de vértigo, cerró los ojos, preguntándose si estaba a punto
de hacer un tonto completo de él y desmayarse sobre su amada. Quien claramente no
se había reunido con él en el más allá. Estaba vivo, bien. Como para confirmar esa
comprensión, su euforia se desvaneció y la herida en su brazo derecho llameó con un
punzar cegador.
—Lydia, ¿qué rayos estás haciendo aquí? —preguntó con dificultad, abriendo los
ojos a través de la palpitante agonía. Detrás de ella, alcanzó a ver el destartalado
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carruaje de alquiler que ella debía haber alquilado para llevarla al prado. Había
estado tan concentrado en Berwick, que no la había oído llegar.
Con un gemido, se dobló y sepultó la cara en el espeso cabello castaño rojizo que
había amontonado en un inseguro moño. Su apretón aumentó y sintió que ella giraba
hacia él.
—Intentando salvar tu vida, estúpido.
Se tragó una risa ahogada y murmuró a través de su dolor.
—Yo también te amo.
—No lo suficiente para mantenerte a salvo —replicó, incluso mientras se
acomodaba para soportar su altura desgarbada.
Moza obstinada. Si tuviera una pizca de sentido común, se habría mantenido al
margen. Si tuviera una pizca de sentido común, no se esforzaría por sostener a un
hombre que era un peso muerto. Trató de decírselo, pero no pudo pronunciar las
palabras. Todo lo que lo rodeaba se retiró de una forma alarmante, haciendo que su
cabeza flotara. Su brazo se sentía como si estuviera en llamas. Una pegajosa y cálida
humedad inundó su manga derecha. Rápidamente bajó la mirada a la empapada
ropa escarlata que cubría su brazo y cerró los ojos, rezando por fuerzas.
—Maldita seas, Lydia, no deberías estar aquí. —A través de la espesa niebla en su
cabeza, Simon escuchó el inusitado juramento de Cam.
A pesar de sus mejores esfuerzos para mantenerse sobre sus propios pies, Simon
se apoyó más pesadamente en Lydia. No sería capaz de salvarse del desmayo,
mierda.
—Creo… creo que debo sentarme.
—¿Qué diablos está pasando aquí? —exigió Berwick detrás de él, la pregunta
resonó de una forma extraña en los oídos de Simon—. Lady Lydia, debo protestar.
Un duelo no es lugar para una mujer.
—Oh, cállese —gruñó Lydia, haciendo reír a Simon otra vez. Durante casi dos
segundos incluso el dolor se saturó de diversión—. Usted le disparó, sapo.
—¡Señora, pido su perdón! —gruñó Berwick.
—Lo siento, Lydia, pero no puedo… —Torpemente, con más prisa que gracia y
usando a Lydia como una muleta, Simon se dejó caer a tierra.
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Maldición, no importaba cual fuera el daño que la bala había ocasionado, tenía la
intención de engañar a la muerte. Dos veces se había separado de Lydia sin
esperanza de un reencuentro. No podía abandonarla otra vez.
—Sospecho que viviré. —Gruñó cuando se colocó más cómodamente y por
descuido movió su brazo herido.
Madre de Dios.
Mordió con fuerza y sofocó el impulso de blasfemar como un marinero. ¡Dios
mío!, esperaba vivir. De repente el futuro le ofrecía mil brillantes oportunidades.
Estirar la pata a estas alturas sería un maldito chasco. Para ser un hombre que
sangraba como una puñetera catarata, se sentía ridículamente feliz.
—Yo seré quien juzgue eso, señor —dijo el doctor represivamente.
La momentánea satisfacción de Simon cambió en una roja agonía cuando el
matasanos rasgó la manga de su camisa. La oscuridad ribeteó su visión y cada
músculo se contrajo en señal de protesta.
—Oh… —oyó el jadeo horrorizado de Lydia desde arriba y giró la cabeza en su
pecho. Ella se agarró a él como si nunca más quisiera soltarlo. No tenía objeción
alguna a eso. Sólo deseaba poder deshacerse de esa maldita panda de espectadores y
así poder hablar con ella.
—¿Eso está mal? —preguntó vacilante después de inhalar un aliento cargado con
su perfume. Ella olía cálida y sensual, tal como lo había hecho cuando renuente la
había dejado esa mañana en su cama.
—Hay… hay mucha sangre. —Su voz era tenue. No sonaba como la arpía que le
había dicho a Berwick que se callara.
—Parece que la bala sólo le ha rozado, señor Metcalf. Ha tenido mucha suerte.
Tengo que limpiar la herida y espolvorear polvos de basilicum antes de vendarlo.
Además recomiendo varios días de absoluto reposo en cama. ¿Comienzo?
—Por supuesto, doctor. —La respuesta de Simon fue amortiguada por el suave
pecho de Lydia. Bajo su mejilla, la seda se sentía fría y resbaladiza. Aunque la bala de
Berwick hubiera cumplido su propósito, Simon tenía la fantasía de que habría vuelto
a la vida siempre y cuando Lydia lo sostuviera con fuerza.
—No le haga daño —dijo Lydia, sus brazos lo apretaron protectoramente.
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por primera vez, pero definitivamente anoche. A un lado de Simon, las manos
ocupadas del doctor se quedaron quietas cuando él soltó cada palabra.
—¡Lydia, está comprometida conmigo! —Grenville se hinchó como una víbora
enfadada y se acercó, como si tuviera la intención de arrastrarla y llevársela a la
ciudad—. Rechazo liberarla de sus obligaciones.
La arrogancia bañó las facciones de Lydia cuando estudió a su ex-prometido.
Brevemente, a pesar de las diferencias en el color, se veía exactamente como su
autocrático hermano.
—No soy su posesión, señor —dijo con frialdad—. Usted no me posee como lo
haría con un caballo o un sabueso. Mi corazón y mi mano son míos para disponer
según mi deseo. Y usted, sir Grenville, ya no es mi elección.
Berwick se tambaleó como si lo hubiera empujado. La bravuconería huyó de sus
maneras al igual que lo haría el aire al escapar de un fuelle. Simon se encontró
experimentando una punzada de compasión por el tipo.
—No quiere decir eso. Nos convertiremos en la pareja más brillante en Londres.
Juntos, no habría nada que no pudiéramos llevar a cabo. Está tirando a la basura un
futuro brillante por un par de ojos azules, señora. No pensé que fuera tan tonta.
Simon vio a Berwick echar un vistazo a Cam y se dio cuenta que al menos algo del
atractivo de Lydia para con el ambicioso baronet residía en su parentesco con el
influyente duque de Sedgemoor. El breve destello de la compasión se evaporó. Ella
siempre se había merecido algo mejor que este egoísta chucho.
—Quizás. —El hielo se derritió de la voz de Lydia. Su apretón en la mano de
Simon fue firme como si tomara la fuerza de él—. No puedo casarme con usted,
Grenville. No cuando amo a alguien más. Seguramente no quiere una esposa que
añore a otro hombre.
El carácter llameó en los ojos de Berwick y embistió en dirección de Lydia.
—Me ha tratado mal, señora. No debería sorprenderme de usted cuando el
nombre de su madre es sinónimo de puta.
—Santo Cielo… —susurró Lydia, arrancando su mano de Simon y alejándose
fuera de su alcance. Sus mejillas estaban pálidas.
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Simon por fin logró ponerse en pie, liberándose del doctor. Se esforzó por
mantenerse derecho, tomó dolorosamente aire y fulminó con la mirada a Grenville.
Nadie le hablaba así a la mujer que amaba.
—Cuide su lengua, señor. Todavía tengo una bala en mi arma y, por Dios, el
derecho de usarla.
Lydia se levantó al lado de Simon, su mano presionó la espalda de Simon.
—Grenville…
—Cualquier insulto a mi hermana es un insulto a mí. —El tono de Cam era lo
suficientemente frío para formar carámbanos de hielo en el aire—. Estoy encantado
de que usted después de todo no se unirá a mi familia, sir Grenville.
Berwick le frunció el ceño a los tres, luego con una maldición, arrojó la pequeña y
exquisita arma a la tierra con tanta fuerza que esta rebotó en la hierba mojada.
—Que el infierno lo confunda, señor. Sea cual sea su glorificado nombre, en
realidad, no tiene ni idea de quién es su padre. Y por lo que se refiere a su hermana
ligera de cascos…
—Suficiente, sir Grenville —dijo Cam con una voz que hizo temblar hasta Simon.
De repente parecía imposiblemente alto y amenazador—. Es hora de que usted
regrese a Londres.
Berwick exhaló con disgusto, pero a pesar de toda su beligerancia, su respuesta
surgió derrotada.
—Sí, volveré a Londres y bendeciré el día en que rompí con los mestizos
Rothermere.
Giró sobre sus talones y se dirigió con paso majestuoso hacia su carruaje. Su
segundo había esperado lo bastante lejos para perderse los detalles de la
conversación, pero debía haber visto a su compañero despachado. Después de una
mirada consternada a Cam, se escabulló tras Berwick.
—Ya era hora —dijo Cam quedamente.
Simon se tambaleó al curvar su brazo sano alrededor de los hombros de Lydia, a
pesar de las protestas del doctor para que no se moviera.
—Él no es digno del suelo que pisas, mi amor.
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—Déjales hablar. —Ella hizo una pausa y su voz descendió cuando miró
directamente a su hermano—. Lo siento tanto, Cam. Sé lo duro que has trabajado
para restaurar nuestro apellido. Pero sabías que te arriesgabas a las malas lenguas
cuando invitaste a Simon a casa.
Él se encogió de hombros con aparente falta de preocupación y sonrió a su
hermana.
—No podía soportar verte casarte sin amor. Sabía que no amabas a Berwick.
Esperaba… creía que todavía amabas a Simon.
—Que el cielo nos ayude, eres un romántico —dijo Simon secamente, aunque eso
no era una revelación. Cam y Lydia habían aprendido desde pequeños a esconder
sus naturalezas apasionadas bajo una apariencia de control, pero Simon los conocía
demasiado bien para saber que su frialdad sólo era superficial—. Si se corre la voz,
no serás capaz de moverte a través de las damas desmayadas a tus pies.
—Estoy seguro que guardarás mi vil secreto. —Cam retrocedió—. Ahora supongo
que vosotros dos tenéis mucho que deciros.
—Con tu permiso, viejo amigo, me gustaría comunicarte mis intenciones. —Lydia
se volvió hacia él con una sonrisa suave que hizo que su corazón se acelerara—. Dios
sabe que no soy lo bastante bueno para tu hermana, pero la amo, siempre la he
amado. Juro que haré todo lo posible para hacerla feliz.
Cam asintió con la cabeza.
—Tienes mi bendición y espero que pronto mis más sinceras felicitaciones.
—Déjeme ponerle un cabestrillo para su brazo primero, señor Metcalf —dijo el
doctor, irrumpiendo entre ellos—. Estoy seguro que sus intrigas matrimoniales
pueden esperar.
—Y estoy seguro que eso no es cierto —dijo Simon—. He esperado diez largos
años, únicamente para reclamar a esta dama. No esperaré ni un minuto más.
—Mmm… —El resoplido del doctor indicó lo que pensaba de esas tonterías
sentimentales.
De mala gana, Simon permaneció inquieto mientras el doctor West completaba su
trabajo. Lydia se quedó en el lado bueno de Simon para ayudarlo mientras Cam se
dirigía a los carruajes. A la distancia, la calesa de Berwick se alejaba del campo de
duelo con una velocidad que indicaba una fuerte ira.
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—Te amo, Simon. —A pesar de su amplia sonrisa, una lágrima escapó de sus ojos
y resbaló por su mejilla. Bajo la fortísima luz, su belleza era tan viva, que quedó
deslumbrado.
—Y yo te amo —dijo gravemente—. ¿Es eso un sí?
Ella prorrumpió en un sollozo ronco y lo abrazó con desesperada urgencia.
—Sí.
—Ah, mi amor —se ahogó. Olvidándose de su herida, tomó a Lydia en sus brazos
y la besó con la promesa de un para siempre.
Fin
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