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Capítulo 5. ¿Para qué nos sirve la religión?

“La verdad que hace libres a los hombres es la verdad que los hombres prefieren no escuchar”.
Herbert Agar, escritor USA (1897-1980)

Uno de los alegatos más fuertes que sostienen quienes creen que la religión no debe ser cuestionada es que
es un sustento indispensable para la salud mental y social de las personas. Muchos creen que sin ella los índices
de criminalidad y de violencia se dispararían, que habría suicidios en masa, una promiscuidad exagerada y que, en
pocas palabras, no habría mucha diferencia entre haber nacido humano o chango. Ninguna de estas afirmaciones
es sostenible; más bien se trata de un pretexto colectivo para n hablar de cosas incómodas. La bondad y la maldad
de las personas no emana de su fe religiosa; la fe religiosa simplemente magnifica los sentimientos que ya están
presentes en el individuo. Es perfectamente posible vivir en paz y ser feliz sin religión. Incluso me atrevo a decir
que la verdadera paz y felicidad provienen de una vida alejada de ella. Que la fe magnifique sentimientos bonda-
dosos sería una razón poderosa para promoverla si el precio por hacerlo no fuera el de mantener a nuestra socie-
dad irracional y si no existiera el peligro de que los sentimientos que magnifique sean de odio. El objetivo de este
capítulo es señalar cómo esto es posible y cómo mejoraría nuestra calidad de vida si fuéramos capaces de llevarlo
a la práctica.

Comenzando por el fin


"Los hombres temen a la muerte lo mismo que los niños temen a la oscuridad.
E igual que el miedo del niño crece con los cuentos, ocurre lo mismo con los hombres”.
Francis Bacon, filósofo inglés (1561-1626)

La muerte es, por encima de todo, un tema desagradable. En estos días en los que hablar de sexo ya no es un
tabú el tema de la muerte lo ha sustituido en la categoría de lo obsceno, de lo impronunciable, de aquello que se
oculta y sobre lo que es considerado de mal gusto reflexionar, debatir o filosofar. Antes, la muerte era algo común
y se aparentaba que nadie tenía “malos pensamientos”; ahora se habla sin pudor sobre el sexo y se aparenta que
nadie se va a morir. Es común eludir el tema argumentando que es deprimente hablar de él y miramos con preo-
cupación a quien lo menciona a menudo. A pesar de esto, todos estamos conscientes de que somos mortales y el
indetenible paso del tiempo silenciosamente nos lo recuerda a menudo. Aunque pocos hallan el hecho el cálculo,
las personas saben que su vida tiene un número limitado de horas: incluso una vida humana larga tiene tan solo
unas 650,000 y buena parte de ellas la pasamos durmiendo. La conciencia de que nuestra vida es finita repercute
en nuestras acciones cotidianas más de lo creemos y, de nuevo, la influencia de la tradición judeocristiana juega
un papel central. Incluso aquellos que se declaran como no creyentes sostienen la idea de “alma” y creen que su
existencia se prolonga después la muerte del cuerpo. Las creencias sobre la muerte se mantienen porque a nadie le
gusta la idea de que la existencia de una persona o, lo que es infinitamente peor, la propia existencia, dura en
promedio tan solo unas 650,000 horas. Y una filosofía que afirma que para brincar de una a otra de esas horas se
echa al aire una moneda cuyo peso probabilístico se debe a factores como el estado de salud actual, la edad, el
lugar donde se vive, los hábitos alimenticios, etc., es una idea tan desagradable que lo más sencillo es no pensar
en ella y seguir creyendo que la justicia divina es la que se ocupa de decidir sobre cuánto y cómo vivimos.

1
En todos los animales observamos una conducta que generalmente los aleja de la muerte1. Pero la concien-
cia que esos seres tienen sobre la muerte no es muy compleja. Ellos simplemente huyen del dolor y de las penas
ocasionadas por cosas como el hambre, la sed o las lesiones, y en cambio buscan el placer ocasionado por comer,
beber, descansar y reproducirse. Las cosas dolorosas llevan a la muerte y las placenteras a perdurar la vida. No es
extraño que tanto animales como humanos busquemos el placer y huyamos del dolor: la sensación de placer y
dolor es el mecanismo evolutivo que se ha desarrollado para que los organismos sigan las conductas que les per-
miten sobrevivir. Sin embargo, la complejidad que la mente humana ha desarrollado gracias a la perpetuación del
conocimiento se traduce en una idea igualmente compleja sobre la muerte. Aunque en nuestra vida diaria tenda-
mos a seguir el camino primitivo de buscar el placer y evitar el dolor, nuestra idea sobre la muerte es mucho más
que eso y es obvio que nuestra conducta no es tan simple como “buscar el placer y evadir el dolor”.

Entre el enmarañado de ideas referentes a la muerte destaca la que tenemos sobre el alma como algo que
existe independientemente del cuerpo y que perdura después de su muerte. Es una idea completamente fantástica,
pero estamos tan acostumbrados a ella que no nos percatamos. Para entender de donde sale esta idea repasemos lo
expuesto en el capítulo 1. Todas las ideas que tenemos en nuestra mente han sido abstraídas a partir de cosas que
hay en la realidad: la teoría de Platón sobre un mundo donde existen las ideas “perfectas, eternas e inmutables” y
que éste es sólo un reflejo de aquél no tiene actualmente mucho fundamento. Tomando como ejemplo la idea de
“manzana”, está claro que existe algo en la realidad que corresponde a esa idea, pero la idea en sí no tiene exis-
tencia en el mundo real: si desaparecieran todas las manzanas, todos los manzanos, todas las semillas de manzana
y todos aquellos que somos capaces de recordarlas, sería absurdo pensar que cierta manzana sigue existiendo “por
ahí”. Sin embargo, al cambiar en éste ejemplo la palabra “manzana” por “persona”, en general esa clase de exis-
tencia si se cree posible.

Pintado de esta forma, parece que la idea de alma es una tontería. Pero no lo es. Si lo fuera no sería tan co-
mún entre los diferentes pueblos pues, aunque con amplias diferencias en el concepto, casi todas las culturas creen
que hay algo en las personas que perdura después de su muerte. La razón por la que creemos que una persona
tiene un alma y una manzana no es obvia: la primera tiene una conciencia de la cual carece por completo la se-
gunda2. Esas otras conciencias que percibimos en nuestros semejantes no las podemos relacionar con nada que sea
perceptible por los sentidos que hemos desarrollado para percibir el mundo físico, por lo que tendemos a pensar
que tiene una existencia más allá del plano de las cosas materiales. Es un poco como el hardware y el software de
nuestra computadora. El hardware es la parte que podemos percibir, pero el software, al ser una combinación de
leyes algorítmicas3 (perceptibles sólo por la inteligencia y no por los sentidos) actuando sobre un sistema tan di-

1
La excepción a la regla se da al momento de aparearse. En el capítulo 2 se mencionó que desde el punto de vista de la
selección natural de nada sirve haber vivido si los genes que fueron capaces de hacer sobrevivir al ser que los porta no están
presentes en la siguiente generación, haciendo de la reproducción el tema central de la vida. No es extraño que el instinto
reproductivo sea superior al instinto de supervivencia y en la naturaleza vemos como muchos animales arriesgan su vida, a
veces con la seguridad de perderla, con tal de reproducirse. Quisiera poder decir que somos más inteligentes, pero en nuestra
propia especie ocurre demasiado a menudo que prevalece la estupidez cuando andamos detrás de ese fin. También es eviden-
te que nuestro sistema social ha evolucionado enalteciendo la consumación de nuestro impulso reproductivo, el tener una
familia, como uno de los máximos logros de la vida.
2
A menos que consideremos el mecanismo que detecta cuando las condiciones son favorables para germinar sus semi-
llas como una muy primitiva conciencia sobre el entorno.
3
Estas leyes algorítmicas, al igual que las leyes que siguen los átomos, no son parte de la materia y esto aparentemente
contradice la tesis materialista, que es la que aquí se sostiene. Esta tesis afirma que la causa de todas las cosas de la naturale-
za, incluyendo el alma humana, se explica exclusivamente a partir de la materia y las leyes que ella sigue, es decir, sostiene
que lo único real es lo material. Es fácil ver la contradicción entre esta tesis y la afirmación de la existencia de las matemáti-

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minuto como la memoria del equipo, nos queda la impresión de que el software tiene una existencia más allá del
plano de lo físico4. Sin embargo, si se destruye nuestra computadora nos resignamos a que se destruyó la informa-
ción contenida en ella. No se nos ocurre la fantástica idea de que la información en nuestra computadora se fue a
algún otro lugar. Tanto en el caso del alma como en el caso del software, la dificultad radica en la imposibilidad
de asignarle algo perceptible sensorialmente a algo que nuestra conciencia nos dice que existe. Esto provoca que
intuyamos que hay algo que va más allá del mundo material, algo que va más allá del mundo físico, es decir, que
existe algo metafísico y esto a su vez nos lleva a la pregunta cuya respuesta sustenta la idea de que sea posible la
vida después de la muerte: si hay algo en las personas que no es parte del mundo material ¿Qué pasa con esa
esencia cuando la parte material, el cuerpo, desaparece? Pero para que esta pregunta tenga sentido es necesario
que la tal esencia tenga una existencia más allá de lo natural, y no es el caso.

cas en la realidad, pues las leyes del álgebra booleana ni ninguna de las leyes que sigue la materia tienen una base material en
la naturaleza. Sin embargo, la relación entre matemáticas y realidad es tal que para la física moderna tiene sentido afirmar
que la realidad son las matemáticas. Los átomos que conforman la realidad ya no son entendidos como pequeñas partículas
duras, ni siquiera como partículas compuestas por otras más pequeñas. Actualmente los átomos son entendidos como distri-
buciones de probabilidad con una serie de propiedades completamente contrarias a la intuición que sólo son describibles
matemáticamente. La idea de materia como algo más o menos duro, que ocupa cierto volumen y que tiene cierta densidad son
ideas intuitivas y actualmente inútiles en los últimos descubrimientos de la física aunque, por supuesto, indiscutiblemente
prácticas a la hora de hacer física aplicada. Al igual que lo que ocurre cuando tratamos de extrapolar nuestras ideas intuitivas
a lo demasiado grande al preguntamos por el lugar que el universo ocupa en el espacio, cuando miramos lo muy pequeño nos
encontramos con ideas igual de anti intuitivas. Ambos extremos escapan de lo que es posible imaginar con ideas abstraídas a
partir de datos sensoriales y lo único que encontramos cuando exploramos ambos extremos son matemáticas. Siendo las ma-
temáticas lo que describe al universo en su nivel más fundamental, no es descabellado suponer que lo que existe sean las
matemáticas que describen las leyes de la física y la idea intuitiva de materia sea simplemente eso, una idea que existe sólo en
nuestras mentes y no en la realidad. Cuando decimos “las leyes que sigue la materia no son parte de la materia” seguimos
pensando en la materia y las leyes que sigue como dos cosas distintas, y ese no es el caso.
Por supuesto al decir que lo que en existe son unas matemáticas que nuestros sentidos interpretan como física, no me
refiero a que lo que exista en la realidad sean todas las matemáticas que podemos concebir. Quiero decir que si las matemáti-
cas describen bien la realidad es porque en su nivel más fundamental la naturaleza son matemáticas. Lo que existe en la reali-
dad es aquello que los físicos llaman energía (Que es muy diferente a lo que los charlatanes llaman energía: como los cientí-
ficos usan el concepto para describir el movimiento y la gente está acostumbrada a la idea de que lo que le de vida y movi-
miento a los objetos animados es el espíritu, los charlatanes suelen sustituir la palabra espíritu por energía para darle un tinte
de cientificidad a sus fraudes). La madre de todas las leyes de la física es aquella que dice que la energía se conserva. Esta ley
es describible por medio de ecuaciones matemáticas porque el signo de igualdad en ellas describe la conservación de una
cantidad.
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Debo señalar que no estoy defendiendo la postura de la Inteligencia Artificial. Estoy comparando la mente con la
computadora, pero no estoy afirmando que la conciencia sea algo reproducible con el algoritmo y la capacidad computacional
adecuados. Lo que defiendo es que la actividad cerebral es lo que produce la conciencia y ésta desaparece cuando desaparece
la base material que la sustenta. Desde mi punto de vista la tesis de la IA fuerte es muy discutible porque las matemáticas y
los algoritmos de los sistemas computacionales pertenecen al artificioso mundo que hemos fabricado los humanos. No tienen
por qué ser semejantes a algo que existe en la naturaleza y que surgió a partir de leyes bastante diferentes al álgebra booleana.
Lo que pretendo ilustrar es que si los humanos, con nuestras limitadas capacidades, hemos conseguido crear sistemas que
aparentemente existen más allá de su base material, no es descabellado suponer que de la selección natural haya surgido un
sistema como nuestra mente. Nuestra especie elabora lo que necesita artificialmente y nunca estas soluciones han coincidido
con las soluciones desarrolladas por la evolución. Por ejemplo, necesitamos guardar información e inicialmente ideamos los
alfabetos y más recientemente los discos duros. En la naturaleza también es necesario almacenar la información que el algo-
ritmo de la selección natural recoge durante el proceso evolutivo pero lo que se usa, la molécula de ADN, es algo completa-
mente diferente a lo que usamos los humanos para guardar información. Análogamente, los seres vivos necesitan interactuar
con su entorno para sobrevivir y la naturaleza los ha dotado de mentes conscientes de él, pero no necesariamente tiene que
haber una relación entre nuestros robots o programas de computadora y nuestras mentes, así como no la hay entre nuestra
forma de almacenar información en los alfabetos que ideamos y la forma en que ADN codifica y decodifica información.

3
La idea de que el alma existe independientemente de la base física que la sustenta se fundamenta en un pro-
blema de percepción. Los científicos y filósofos de hace siglos no tenían idea de pudiera existir algo como la neu-
robiología ni imaginaban la posibilidad de que existieran cosas como las computadoras actuales: es perfectamente
justificable que tuvieran serios conflictos con la idea de que algo como el alma fuera parte del mundo físico. Pero
tal dificultad ha sido superada. Lo único que nos mantiene dando vueltas en el mismo círculo sobre los temas de
la vida después de la muerte es una colosal inercia cuyo ímpetu se estuvo consolidando por milenios y que no sólo
es difícil de frenar por su magnitud sino porque ni siquiera deseamos hacerlo.

Otra forma en la que interviene la representación mental de lo que nos rodea, es decir, el mapa de ideas de
nuestro entorno que conforma nuestra conciencia, para que el concepto de “alma” sea tan popular e intuitivo es,
que como cualquier mapa, tenemos la posibilidad de mirarlo a nuestro antojo y podemos visualizar sin mucho
problema cualquier lugar que podamos recordar, e incluso cualquier lugar que podamos imaginar. Pero represen-
tarnos una imagen así, mentalmente, conlleva a sentir la sensación de que estamos ahí, observando. Esta capaci-
dad de visualización sin duda está relacionada con la idea de que el alma se puede separar del cuerpo y viajar a
otros lugares. Ideas como la omnipresencia de Dios, de que existan los clarividentes o de que emprendamos un
viaje astral son posibles gracias a esa capacidad. Los “viajes de la mente” tienen su máximo realismo cuando so-
ñamos. La similitud entre una persona que sueña y otra que acaba de morir es otro factor para que nuestros ante-
pasados hallan intuido que podían estar pasando en su muerte por una experiencia parecida. Como estas caracte-
rísticas son comunes a todos los seres humanos son ellas las culpables de que en todas las culturas exista una idea
más o menos parecida de alma, por lo que el argumento que con tanta frecuencia se usa y que afirma que el alma
existe porque todo el mundo cree en ella pierde aún más su validez.

Desde el punto de vista emocional, abandonar el confortable concepto religioso sobre nuestra existencia
post mortem es muy difícil. Pero no desesperemos. Si pensamos un poco las cosas no es tan malo porque, ¿qué
alternativas nos ofrecen las ideas populares con respecto a lo que ocurre después de la muerte? Aunque hay una
amplia variedad de ofertas en el mercado de las ideas religiosas, las ideas que destacan por su popularidad son
principalmente dos: la reencarnación y la vida eterna. Basta una breve reflexión para mostrar que ambas ideas son
entre desagradables e incoherentes desde el punto de vista de un humano sensato.

Primero analicemos la idea de reencarnación. Para hacerlo empecemos por definir qué es lo que nos hace ser
nosotros. Partir de la idea de que somos una conciencia inmaterial atrapada en un cuerpo llevaría a conclusiones
que serían completamente inválidas puesto que hemos insertado en la premisa la conclusión a la que deseamos
llegar (petición de principio). Si dejamos de lado ese supuesto, un poco de reflexión nos llevará a autodefinirnos
de una manera parecida a como lo hizo Ortega y Gasset, quien sintetizo sus reflexiones en su máxima “Yo soy yo
y mis circunstancias”. Por “yo” entiéndase “mi historia”, el conjunto de hechos que me han llevado a pensar como
pienso, actuar como actúo y tener la imagen que tengo ante los demás. Por circunstancias entiéndase el mundo
que me rodea: mis circunstancias socioeconómicas, la cultura de la sociedad en la que nací, etc. Entre estas cir-
cunstancias destaca mi interacción con otras personas, los otros “yos” que me miran desde una perspectiva análo-
ga a la mía. Tales circunstancias tienen un papel primario en la historia que me ha llevado a ser yo, y son insepa-
rables5. Quizá quede un poco más claro el papel de las circunstancias en el yo con un ejemplo. Si de repente se

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Esto parece ir en contra de la intuición pues nos percibimos a nosotros mismos como entes independientes de nuestro
entorno. Es cierto que no dependemos de nuestro entorno para seguir siendo nosotros, pero juega un papel fundamental en lo
que somos ahora. Para notarlo basta con preguntarle a cualquiera ¿Quién eres? Lo primero que nos dirá es su nombre, pero si
le insistimos que trate de definirse a si mismo generalmente se definirá en función de su rol social.

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borraran todos mis recuerdos, por algún accidente de tránsito, cirugía cerebral o lo que sea, mi circunstancia, es
decir, mi casa, los documentos donde dice qué he hecho en mi vida, pero sobre todo las personas con las que he
convivido le darían sentido a que yo siga siendo yo en tanto tenga la cordura para seguir escribiendo mi historia
en mis recuerdos, aunque parte o todos ellos se hallan borrado. En éste caso, las circunstancias me habrían salva-
do de perder mi identidad. Ahora tomemos el otro caso. Supongamos me hallo fuera de mi país por primera vez y
de repente estalla una guerra debido a que arrojaron unas cuantas bombas nucleares en la región en la que vivía.
De encima tengo la mala suerte de que me asalten, me roben el portafolios, la billetera y me dejen sin la última
identificación que avala quien soy. En una situación tan calamitosa habrían desaparecido todas mis circunstancias
y sin embargo yo seguiría siendo yo en tanto mantenga mi cordura y mis recuerdos intactos. Sin embargo, si des-
aparecieran todos mis recuerdos y apareciera de repente en algún lugar extraño en el que nunca había estado no
veo de qué manera el ser que salga de semejante experimento pueda seguir siendo yo, pues la continuidad que me
define, mi historia y mi entorno, mi yo y mi circunstancia, habrían sido interrumpidas simultáneamente. Y esto es
justo lo que ocurre cuando supuestamente “reencarnamos”. Si se pierden mi yo y mi circunstancia simultánea-
mente tal acontecimiento sería idéntico a la aniquilación total, de la que se hablará un poco más adelante, y si no
hay razones para temerle a la muerte bajo la esperanza de que lo que sigue es la reencarnación tampoco hay razo-
nes para temerle si estamos convencidos de que lo que sigue es la aniquilación total. El cuento de la reencarnación
es sólo otra historia para reconfortarnos ante el temor de la muerte y ha prevalecido simplemente porque cumple
su función bastante bien.

Aunque la reencarnación tiene un amplio número de seguidores, en el mundo occidental la idea que tiene
mayor popularidad es la vida eterna. Es otro ejemplo del curioso hecho de que el hombre es el único ser lo sufi-
cientemente sofisticado como para elucubrar la idea de que no se va a morir a pesar de ser consciente de que su
muerte es inevitable. De nuevo, si analizamos la idea desde el punto de vista humano, sin hacer alusiones a lo
sobrenatural, la tesis que deseamos sustentar presenta dificultades insalvables. No sólo me refiero al hecho de que
decir “vida después de la muerte” es contradictorio. Olvidemos por un momento esta dificultad y supongamos que
de alguna forma sigo sintiéndome vivo después de haber muerto. Si esa vida se parece en algo a la vida que aspiro
prolongar, una vida con sensaciones, alegrías y desencantos, en la que me pueda dedicar a las cosas que me gus-
tan, conocer a otras personas o, en pocas palabras, si esa vida después de la muerte se parece en algo a mi vida
humana, sería maravilloso. El problema es que no sería agradable que una vida humana fuera eterna. En algún
momento tendría que terminar porque de lo contario sería horrible. Cualquiera que haya tratado de imaginar algo
que no tiene fin sabe a lo que me refiero. Inicialmente todo sería maravilloso porque no tendría que preocuparme
por el número limitado de horas que tiene mi vida y, lo que es mejor, no tendría que preocuparme de perder las
capacidades físicas e intelectuales que sólo se pueden preservar a través de los años mediante un esfuerzo consi-
derable. El problema es que tendría demasiado tiempo: podría dedicarme a todas mis aficiones hasta volverme
experto en todas; podría conocer a otras personas dedicándole diez o cien años de amistad a cada una de ellas y
eventualmente terminaría conociendo a todas las personas del mundo; podría darle la vuelta al mundo yendo de
lugar en lugar, conociendo gentes y costumbres, admirando paisajes y probando comidas y sensaciones diferentes.
Pero pronto, y en éste sentido pronto puede significar cien mil años, el paraíso se comienza a convertir en pesadi-
lla. Supongamos que emplee cierta cantidad de años en mi vuelta al mundo viviendo, conociendo y disfrutando.
Lo misma da si tardo en darla mil que cien mil. Y luego, ¿qué? Podría darla otra vez. Supongamos que cada vez
que doy la vuelta al mundo de esta forma pongo un grano de arena en un recipiente. Llegará el día en que lo llene,
y si tiro la arena de ese recipiente en una piscina olímpica eventualmente la llenaré también. Mucho antes de que
eso ocurra, seguramente a la mitad del camino entre el primer granito y el segundo, ya estaré harto de eso de que
mi vida sea eterna. Pero supongamos que de alguna forma logro sobreponerme y llenar mi piscina de granos de

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arena. Aún estaré tan lejos del final de mi vida como el día en el que empecé: podríamos considerar que cada vez
que lleno la piscina pongo un granito de arena en otra piscina y también eventualmente acabaré llenando ese pis-
cina. La idea de una vida sin fin es tan horrible que incluso la idea de infierno palidece ante ella. Si tal lugar exis-
tiera y me tuviera que enfrentar ahí al peor dolor que como ser humano puedo concebir, al cabo de algunos millo-
nes de años ya me habré acostumbrado y aún me quedaría una infinidad de tiempo para aburrirme. Lo mismo es
aplicable para un cielo hedonista; tardaré en aburrirme del placer una fracción del tiempo que lo que tardaría en
aburrirme del dolor. Por supuesto, lo que los creyentes alegan contra éste argumento es que la dicha de la vida
eterna y las desgracias del infierno son conceptos que van más allá de lo humano y por lo tanto estas reflexiones
no sirven; que las personas como yo no estamos abiertos a la revelación, que estamos cerrados, no tenemos el
don, etc. Yo simplemente creo que esto más bien consiste en apelar a lo inentendible para sacar de ahí la confor-
table conclusión que deseamos escuchar. Pretender ser capaces de sentarnos junto a Dios a contemplar la eterni-
dad es pretender ser como Dios. Además, abstraer a Dios como algo que no se aburre en la eternidad es cosa nue-
va. Las primeras ideas sobre los dioses eran muy diferentes. Los dioses del Olimpo mataban el tiempo en aventu-
ras diversas e incluso el Dios de Abraham se pasaba el rato juzgando a vivos y muertos. Sentarse a contemplar la
eternidad es algo tan impensable que ni siquiera quienes crearon a esos antiguos dioses podían concebirlos como
entes con esa capacidad. Concebir un dios que sea uno con la eternidad es algo tan complicado como visualizar un
espacio cuadridimensional, y pensar que una vida humana puede ser eterna es simplemente absurdo. Debemos
concluir que en algún momento hemos de dejar de existir, y por mucho, lo más sensato es suponer que ese mo-
mento llega con la muerte.

Todo esto es muy interesante pero no nos lleva a ninguna conclusión. Hasta ahora lo único que podemos sa-
car en claro es que Bacon tal vez no tenía razón: eliminado los cuentos no eliminamos el temor. Para aquellos a
los que nos enseñaron a creer en el alma y la inmortalidad, la idea de que no hay nada más allá de la muerte y que
el único destino seguro en esta vida es nuestra aniquilación total como individuos no es una idea grata. No obstan-
te, creo que esta actitud se debe sólo al choque inicial, al cambio de paradigma, y creo que después de un tiempo
de vivir con la idea de que vamos a dejar de existir nos sentiremos mejor que con cualquier cuento sobre el cielo,
el infierno o el karma. En palabras de Epicteto (55-135):

“No son las cosas las que atormentan a los hombres, sino las opiniones que se tienen de ellas. Por ejemplo:
la muerte no es un mal, ya le pareció así a Sócrates. No: la opinión falsa que se tiene de la muerte la hace horrible.
Es ella la que nos causa malestares y desasosiego”

Si fuéramos capaces de libarnos de nuestras opiniones previas sobre la muerte veríamos que la idea de la
inexistencia post mortem no es tan terrible. Es cierto que ahora que estoy vivo tengo deseos, anhelos, disfruto
sensaciones, percepciones y que, en una palabra, estoy consciente, que es el equivalente de estar vivo como hu-
mano6. No deseo la muerte simplemente porque la vida es interesante y me gusta estar vivo, pero una vez que la
muerte me alcance ya no habrá sujeto que anhele estar vivo y por lo tanto no puedo sufrir por el hecho de estar
muerto. La dificultad radica en concebir la propia inexistencia. Pero si somos capaces de concebirla, aunque sea
parcialmente, es absurdo temerle a lo que va a pasar después de mi muerte porque definitivamente no es una expe-
riencia que vaya a vivir.

6
Si no definimos a la vida humana como la conciencia particularmente compleja que tenemos los seres humanos no
hay forma de distinguir la vida humana de otras formas de vida. Una persona está viva como ser humano en tanto tenga con-
ciencia.

6
Seguramente más de uno dirá que éste punto de vista está demasiado “feo”. Si lo tomamos en serio parecie-
ra que la vida no tiene sentido y que da lo mismo morir en un momento o en otro7, pero es indiscutible que para
nosotros si hay mucha diferencia. Que mi inexistencia post mortem sea igual de larga tanto si me muero hoy co-
mo si me muero dentro de cien años no implica que no me importe perder la vida cuando aún la tengo y la deseo.
Lo que si implica es que no me quite el sueño si mi muerte llega mañana o llega en cien años porque, para mí, el
resultado va a ser el mismo. En todo caso, el hecho de morir mañana tendría que preocuparme por los seres a
quienes les va a afectar mi muerte, pero en cuanto a lo que me va a pasar a mí no hay diferencia y no debiera por
lo tanto haber temor. Porque ya no voy a existir para anhelar estar vivo. Concebir la propia inexistencia es tan
complicado que ni siquiera puedo formular una frase adecuada para describirla: al decir “anhelar estar vivo” estoy
suponiendo que existe un sujeto que anhela algo y tal sujeto ya no existiría.

Esto puede parecer que va en contra de un sentimiento intuitivo y fuerte que todos tenemos, pero lo que se
está defendiendo es que no hay por qué temerle a la muerte y eso no implica que tengamos que dejar de tener
miedo de morirnos. Ya se ha mencionado que la muerte definitivamente no es una experiencia que vayamos a
vivir porque cuando ella llegue nosotros no existiremos; pero en cambio morirnos si es una experiencia que todos
vamos a vivir y de hecho, esa será nuestra última experiencia. Lo temible con respecto a morirnos es que tal expe-
riencia generalmente viene acompañada de dolor y a veces de una angustia ante el inminente fin de nuestra queri-
da vida que puede llegar a ser muy prolongada y dolorosa emocionalmente, tanto para quien va a morir como para
quienes lo ven morir. Estas son razones válidas para temerle al hecho de morirnos, pero estar muerto no es en si
algo a lo que tengamos por qué temer. Vivir pensando en los cuentos sobre la muerte sólo causa miedo y ansie-
dad, pues la muerte puede llegar en cualquier momento y si le tememos más de la cuenta extendemos ese temor y
esa angustia sobre todos los momentos de nuestra vida. Además, al morir probablemente pasemos por la expe-
riencia de sufrir un dolor o una enfermedad estando además consciente de que en poco tiempo vamos a dejar de
existir. Y tampoco creo que tengamos demasiada curiosidad por saber lo que son las experiencias “post mortem”.
Luego, es perfectamente racional temer morirse.

Aunque parezca contradecir la tesis de la existencia temporal del alma, si consideramos que una persona es-
tá muerta en el momento en el que deja de latir su corazón o deja de poder moverse las experiencias post mortem
existen y no son incompatibles con ninguna de las tesis defendidas hasta ahora. Por supuesto, por experiencia post
mortem no me refiero a que nuestra alma se separe de nuestro cuerpo y tenga un viaje feliz, o, si somos condena-
dos al infierno, que vayamos a tener la horrible experiencia de ver como a nuestro cuerpo se lo comen los gusanos
y que vayamos a ocupar nuestra parte en “el lago que arde con fuego y azufre”. A lo que me refiero es a que no

7
Tito Lucrecio Caro (99-55 A.C.) defiende esta tesis en la única obra que se conserva de él, “De rerum natura”. Prime-
ro, argumentando a favor de la simetría entre la inexistencia prenatal y la inexistencia post mortem:
“Reflexiona asimismo cuán poca cosa es para nosotros la duración del tiempo eterno que precedió a nuestro nacimien-
to. Éste es el espejo, por consiguiente, del tiempo venidero después de nuestra muerte, que nos presenta la naturaleza. ¿Acaso
se mira allí algo triste? ¿No es ese estado más apacible que cualquier sueño?”
Según Lucrecio, tampoco debemos preocuparnos por el momento en que llegue:
“Ni alargando la vida disminuimos la duración de la muerte […] de manera que puedes vivir todos los siglos que quie-
ras, a pesar de eso, la muerte seguirá siendo eterna y el que encontró la muerte en el Sol de hoy, estará en la eternidad el
mismo tiempo que el que murió hace ya muchos meses o muchos años”.
Estructurando esto en forma de argumento se torna en locura:
La muerte tiene duración eterna.
Las eternidades son iguales.
Morir antes o después no acorta el tiempo que se está muerto.
Luego, no importa en qué momento muramos pues todos los momentos son equivalentes para morir.

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nos morimos instantáneamente. El cerebro no es un foco que se encienda y se apague según haya o no un alma en
el cuerpo. El cerebro es un sistema que se mantiene en funcionamiento gracias a una compleja maquinaria mole-
cular y para que siga funcionando requiere un continuo suministro de compuestos químicos. Si éste suministro se
suprime por un tiempo el cerebro no deja de trabajar inmediatamente de la misma forma que una fogata no se
apaga justo en el momento en el que dejamos de echarle leña. Incluso con una muerte tan rápida como la que so-
breviene por decapitación, el individuo tiene conciencia por un par de segundos después de que su cabeza ha sido
separada del resto de su cuerpo8, y aún después de perder la conciencia el cerebro todavía registra actividad por un
tiempo más lo cual quiere decir que aunque el individuo moribundo ya no sea consciente de su entorno tal vez
siga estando consiente de sí mismo por un tiempo más. Jamás podremos tener una descripción completa de lo que
pasa en los momentos finales de la vida porque, insisto, nadie sobrevive a la etapa final. Sin embargo, sí tenemos
algunos relatos de lo que pasa en los primeros momentos es porque muchas personas han “regresado” de la muer-
te. Todo el mundo sabe que hay un cierto tiempo entre que el corazón deja de latir y los paramédicos pueden resu-
citarlo artificialmente. Durante ese lapso el cerebro aún se encuentra intacto y si se consigue “volver a echarle
leña a la fogata” haciendo que el corazón lata de nuevo, el cerebro se recupera. Después de cierto tiempo el daño
cerebral por falta de oxígeno es irreversible y ya no es posible resucitarlo pero, aunque por no tener pulso ya está
declarado muerto, el individuo aún presenta actividad cerebral. La mayoría de los relatos de personas que resuci-
tan o fueron resucitadas artificialmente hablan de un túnel y una luz. La visión de luces es un síntoma característi-
co de un cerebro al cual no le llega suficiente oxígeno, sea porque dejó de latir el corazón que le manda el caldo
de compuestos químicos que necesita para mantenerse activo o porque va en un avión de combate expuesto a
fuerzas que hacen que la sangre no pueda llegar al cerebro de manera adecuada. Otros que han estado cerca de la
muerte hablan de una sensación de paz, pero tampoco es extraño: después del dolor y la ansiedad que generalmen-
te experimentamos al morirnos, de la angustia de escuchar a nuestros seres queridos llorar y lamentarse, cuando
nuestro cerebro moribundo se desconecta de los sentidos, nuestro “yo”, nuestra conciencia o como sea que le lla-
memos seguramente experimenta una paz como la que nunca había experimentado cuando aún estaba conectada
con el “mundanal ruido”, como diría fray Luis de León. Después de esto, la actividad cerebral sigue disminuyen-
do hasta que cesa por completo y con ella seguramente la existencia de la conciencia que generaba.

Ninguna de las experiencias post mortem es prueba de que el alma perdura después de la muerte del cere-
bro; en cambio, si han dado pie a una gran cantidad de fábulas. Es fácil plantear una hipótesis sobre cómo surgen
estas fábulas: Si alguien me dispara en el estómago voy a ser consciente de que tengo una bala que me sentencia a
muerte. Después de unos minutos mis músculos fallarán y caeré al suelo, consciente por un tiempo más de lo que
pasa a mi alrededor. Poco después dejaré de poder moverme se parará mi corazón y para fines prácticos ya estaré
muerto. Poco a poco, mi cerebro comenzará a morir, y aunque dudo mucho que pueda mantener la cordura como
para pensar claramente en esos últimos momentos de mi vida, estoy seguro de que si pudiera hacerlo entendería
las sensaciones por las que paso como las últimas experiencias de mi cerebro. Si sigo esa línea de pensamiento es
porque es lo que implica la forma de pensar que he tenido la mayor parte de mi vida. En cambio, si desde que soy
pequeño he imaginado que cuando me muera mi alma se va a separar de mi cuerpo no es extraño que cuando sea
consciente de que estoy muriendo alucine que “miro a mi cuerpo desde arriba” u otros delirios afines. Si luego
resulta que unos paramédicos me resucitan, o simplemente de repente mi corazón vuelve a latir espontáneamente
(supongamos que en vez de la bala en el estómago tuve un paro cardiaco) tendré una anécdota que contar y que se
esparcirá con la velocidad del fuego y la pólvora.

8
Hay numerosas anécdotas macabras de testigos que afirman que los ojos en las cabezas recién decapitadas suelen mi-
rar por unos momentos a quien se atreve a mirarlos.

8
Si tomamos las definiciones místicas de alma tendremos que aceptar que es inmortal, pero si nos atenemos a
lo que podemos comprobar tenemos que aceptar que no hay ninguna prueba verificable que sustente que la idea
de alma es algo más que simplemente la idea de conciencia y la idea de que cada quien tiene un alma diferente es
simplemente la idea de que cada quien tiene una personalidad diferente. Tampoco es posible demostrar que nada
de nosotros sobrevive a la muerte pero, como ya ejemplifique en el capítulo 1 con los elefantes rosas voladores,
hay un montón de cosas que no se pueden demostrar y que, si no queremos comportarnos como tontos, tenemos
que ignorar a falta de la más mínima prueba verificable. Además, si el alma fuera realmente eterna no debería de
tener un principio, y cualquiera de nosotros puede darse cuenta que no es posible ir hacia atrás en nuestros recuer-
dos hasta el infinito. Como dijo el filósofo George Santayana “El hecho de haber nacido es un mal augurio para la
inmortalidad”.

Por último, regresemos a la hipótesis de que los conceptos que existen en nuestra sociedad comenzaron en la
época en que nuestra especie descubre la agricultura que nos volvió sedentarios. Antes de ese período los miem-
bros de nuestra especie no habían tenido ocasión de aburrirse: había que cazar y recolectar, pues la falta de comi-
da era una certeza si nos dedicábamos a descansar de buscarla, había que cuidarse de lo depredadores, que cuidar
de los niños y los ancianos, defenderse de las tribus rivales, etc. Parece poco, pero estoy seguro que viviendo así
no sobra mucho tiempo para aburrirse. Además esa clase de vida estaba dominada por los instintos ancestrales y
siguiéndolos difícilmente nos aburrimos porque esos instintos evolucionaron para hacernos sentir bien. Las acti-
vidades de quienes se entregan a ellos, como los lujuriosos, los perezosos, los iracundos, ludópatas, glotones, so-
berbios y demás también se encierran en un ciclo monótono de satisfacción de instintos ancestrales y nunca se
aburren. Pero se descubrió la agricultura y la ganadería y las probabilidades de sobrevivir trabajando la tierra y
llevando a pasear a las ovejas eran mucho mejores que saliendo de caza. Trabajar en estas cosas no es parte de
nuestra naturaleza y por lo tanto no tenemos bases biológicas para espontáneamente desear hacerlo. Tal vez las
penas del trabajo propiciaron a que surgiera la idea de que había otra vida mejor que esta.

De mucha más influencia fue la aparición de las primeras civilizaciones históricas en las que de pronto se
vio inmerso el individuo de las primeras sociedades agrícolas. En la prehistoria, cuando había que poner en riesgo
la vida para defenderse de otras tribus o de animales depredadores las razones para hacerlo eran muy fuertes: la
familia, los amigos, las pertenencias, la propia vida. En las guerras de tiempos históricos el individuo defiende
cosas más abstractas. No es tan simple convencer a una persona que vaya a arriesgar su vida en nombre de un
soberano, una nación o un dios. Aquellos grupos humanos en los que surgía la idea de que la muerte no es el fin
tenían una ventaja evolutiva sobre otros grupos humanos y al final fueron los que prevalecieron, pues tenían más
probabilidades de salir victoriosos en las guerras.

El bien y el mal
“Si dios quiere eliminar el mal y no puede entonces no es todopoderoso;
si puede y no quiere entonces no es bueno”
Epicuro de Samos, Filósofo griego (341-271 A.C.)

Al estar la ética tradicionalmente relacionda a la religión se suele pensar que quienes se alejan de ella tienen
una gran incapacidad de discernir entre el bien y el mal. Nada más lejos de la realidad. Siguiendo el punto de vista
que aquí se expone, distinguir entre lo que es bueno y lo que es malo no es ningún don divino sino una cualidad
que llevamos intrínsecamente por el simple hecho de ser seres conscientes. La conciencia nos informa que existen
otros seres semejantes a nosotros, y la inteligencia nos da la capacidad de ponernos en su lugar, permitiéndonos
diferenciar en entre acciones buenas y malas.

9
Antes de la aparición de nuestra especie no existía el bien y el mal. Lo único que existía eran sensaciones
agradables y desagradables en las criaturas a partir de las cuales evolucionamos. Para ellas, lo “bueno” era aquello
que les proporcionaba sensaciones agradables y lo “malo” aquello que les causaba sensaciones desagradables.
Nuestra idea actual de bien y mal ha evolucionado a partir de estas sensaciones primitivas: aún hoy lo bueno es,
en gran medida, aquello que causa sensaciones agradables y lo malo aquello que causa sensaciones desagradables.
En la actualidad esta distinción no es tan simple. Conforme fue avanzando el proceso de hominización nuestros
ancestros pasaron de un primitivo estado de conciencia puramente sensorial sobre el entorno al estado de concien-
cia mucho más sofisticado propio del ser humano. Al hacerlo pasamos de simplemente percibir a nuestros seme-
jantes como aliados o enemigos a entender que son seres con sentimientos análogos a los nuestros y que tenemos
la capacidad de brindarles ayuda para mitigar sus sensaciones desagradables. La evolución de la sociedad ocasio-
nó que agregáramos a la lista de “acciones buenas” aquellas que nos encaminaban hacia la paz, armonía y tranqui-
lidad social, ocasionando que en nuestra especie lo bueno no sea algo tan simple como aquello que proporciona
placer y lo malo aquello que ocasiona dolor.

Definir la capacidad para juzgar lo que es bueno y lo que es malo en base a nuestra la capacidad de poner-
nos en el lugar de nuestros semejantes y desearles un confort, una tranquilidad y una felicidad análoga a la que
deseamos para nosotros mismos es una definición profundamente relativista. Basta con pensar con que desde la
mayoría de los puntos de vista previos al humanismo estos deseos entrelazan a personas del mismo grupo y tales
consideraciones de bondad no se aplican a personas de otros grupos, llámese indios, negros, chinos, bárbaros,
infieles o cualquier otra persona distinta a nuestro grupo. Es decir, las consideraciones sobre la bondad son casi
siempre etnocéntricas. Hay muchos ejemplos a nuestro alrededor, pero el más obvio es el caso de una guerra:
desde su propia perspectiva cada bando es bueno. Este relativismo aparentemente genera un problema para esta-
blecer pautas claras al juzgar cuales actos son moralmente reprobables o establecer leyes justas contra los crimina-
les. Sin embargo, de nuevo, el problema se debe a nuestro empeño insistir en mantener la perspectiva que tradi-
cionalmente nos enseñan. En primer lugar hay muchas cosas que tenemos en común todos simplemente por ser
humanos independientemente de nuestra cultura, raza o credo, y esto implica la existencia de conductas que sean
juzgables universalmente como buenas o malas. Por el bando de las malas las más evidentes son el asesinato, la
privación de la libertad y la tortura9, pues es común a todos los humanos el repudio hacia la muerte y el dolor. La
piedad y la caridad en cambio son actos considerados buenos de manera universal porque todos los humanos te-
nemos la capacidad de percibir cuando otro humano está sufriendo, tenemos una conciencia desarrollada que nos
permite ponernos en su lugar y entender como bueno el acto de mitigar las penas de los demás. No hay muchos
más ejemplos aplicables universalmente: la mayor parte de las cosas que juzgamos como buenas o malas se deben
a factores culturales, no a características humanas comunes. Aun así, como todos los integrantes de una sociedad
están rodeados de la misma cultura el consenso sobre lo que está bien y lo que está mal es sencillo y eso a su vez
permite la adecuada formulación de las leyes y los valores particulares de cada sociedad.

Esta postura sobre el bien y el mal no es tan fácil de concebir ni de seguir como aquella en la que simple-
mente alguien o algo dicta lo que es bueno y lo que es malo. Siempre preferimos obedecer que tomar decisiones
porque sentimos que obedecer nos libra parcialmente de la responsabilidad de nuestros actos. Los defensores de la
ortodoxia no creen que la capacidad humana para distinguir entre lo que es malo y lo que es bueno tenga el origen
aquí descrito. Ellos creen que Dios nos da esa capacidad de discernimiento y creen que si nos apartamos Él reina-
rá el caos, pero una vez más sus temores son infundados. Todos sabemos que no hay acciones que sean buenas o

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En esta lista también cabe la obligación a hacer actos sexuales involuntarios, pero creo que queda englobada entre las
diferentes formas de tortura.

10
malas siempre, excepto la tortura. En ciertas circunstancias cosas malas son buenas. O a las menos necesarias. Por
ejemplo privar de la libertad a alguien es por lo general malo, pero nadie duda que sea bueno cuando se trata de
hacer a un criminal a cumplir su sentencia en prisión. Asesinar es malo, pero si un tipo se vuelve loco en una es-
cuela o en una estación de metro y empieza a dispararle a todo el mundo no es tan mala la acción de pegarle un
tiro en el acto. Mantener un hospicio es bueno, pero no lo es tanto cuando sirve para lavar el dinero de una organi-
zación criminal que mata o secuestra a decenas de personas. Estipular dogmáticamente aquello que es bueno y
que es malo es peligroso e innecesario porque nosotros tenemos la capacidad de discernir entre el bien y el mal
por el simple hecho de ser humanos. La voz de nuestra conciencia son las conclusiones de nuestra inteligencia
consiente de que nuestras acciones afectan a otras personas. Definitivamente no es la voz de Dios señalándonos lo
que le agrada y lo que le desagrada.

Este punto de vista es congruente con dos tesis humanistas importantes: que es el hombre y no Dios quien
tiene que decidir lo que está bien y lo que está mal10, y que somos seres buenos por naturaleza. Basta pensar un
momento para darnos cuenta que la tesis humanista es congruente con el origen de las ideas sobre el bien y el mal
expuesto aquí. Es más: las ideas aquí expuestas implican que nuestra conciencia sobre el efecto de nuestras accio-
nes sobre otras personas semejantes a nosotros hace que tendemos hacia el bien. Lo que nos aparta de esa natura-
leza es la sociedad. Podemos ver esa bondad espontánea en los niños que aún no han sido corrompidos por ella,
como se apuntó en la sección sobre el concepto de pecado.

El amor
“Amar consiste en encontrar en la felicidad de otro la propia felicidad”
Gottfied Wilhelm von Leibniz, filósofo, matemático, jurista y político alemán descubridor del cálculo diferencial
(1646-1716)

Cuando una persona se declara perteneciente a cierto grupo se ve expuesta a la serie de prejuicios que se
tienen sobre ese grupo. Estos prejuicios pueden ser moderados y sin demasiada importancia o muy severos, como
los asociados a las prostitutas, los homosexuales y demás personajes que se salen de lo corriente o lo socialmente
aceptado. Así, cuando alguien se declara ateo, antirreligioso, librepensador o cualquier equivalente una amplia
serie de prejuicios recaen sobre él. Debido a su convicción sobre la inexistencia post mortem los creyentes supo-
nen que la vida para estas personas no tiene sentido ni rumbo, pues va hacia la nada; puesto que quienes lo juzgan
fundamentan su moral en sus creencias tampoco conciben cómo es posible que el personaje en cuestión tenga
algún tipo de moral sin esas bases. Etcétera. Con estas sentencias sobre la cabeza es sencillo culparlo de cualquier
cosa con pruebas que serían insuficientes para juzgar a una persona sobre la que no se han sentado tales prejui-
cios. ¿Cómo confiar en alguien que ni siquiera teme el castigo de Dios?

10
Actualmente no se recuerda a menudo que el movimiento humanista atacaba el teocentrismo medieval, es decir, la
idea de que todo giraba en torno a Dios. Los humanistas tenían la confianza en la capacidad del ser humano para trascender y
gobernarse por sí mismo. Fueron esas ideas las que nos permitieron, entre otras cosas, pasar de la teocracia medieval a la
democracia contemporánea. Inicialmente los humanistas fueron creyentes, pero eran tan anticlericales que gracias a sus ideas
se comenzó a dividir la Iglesia católica en sectas. Con el paso de los siglos, el movimiento humanista se ha separado más y
más de la religión hasta convertirse en un movimiento completamente laico y profano, pero como las doctrinas religiosas
astutamente también se han declarado humanistas y algunas de sus instituciones laicas hay confusión en el uso de éstos tér-
minos. Por ejemplo el movimiento familiar cristiano se declara laico y las iglesias tienen “laicos” metidos en la política vigi-
lando que no se aprueben leyes que pongan las decisiones del hombre por encima de los derechos de Dios. Aquí y en lo que
sigue, cuando use el término me estaré refiriendo al humanismo laico, y por laico entiéndase “sin credos”.

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Uno de los más tristes prejuicios con los que tienen que lidiar los librepensadores es aquel que los señala
como personajes incapaces de amar. Pero el amor al prójimo para nada tiene por qué estar ligado al amor a Dios.
El ideal del amor también está fundamentado en creencias sobradamente cuestionables desde el punto de vista del
incrédulo. Quizá la más cuestionable de todas sea aquella que señala al amor romántico como el mejor posible.
Incluso aquellos que han quedado desencantados de él lo miran como un ideal que sólo unos pocos virtuosos tie-
nen la capacidad de seguir; en contraste, desde el punto de vista de un escéptico ese ideal generalmente es perci-
bido como una tontería. Con el amor romántico ocurre lo mismo que con los dioses: todo el mundo habla de él,
todos se comportan como si existiera y hay un acuerdo mutuo de aparentar ante los demás que se cree en él y se lo
vive intensamente. Pero al amor romántico sólo lo vemos en las películas y en las novelas, y cuando nos parece
divisarlo en la realidad es sólo de manera efímera, una ilusión que dura poco y que resulta que no tiene ninguna de
las cualidades que imaginábamos. En la mayor parte de las relaciones reales el amor romántico que se prometen
para siempre los enamorados dura un par de meses, a lo más un par de años11. Esto, como se describió en el capí-
tulo anterior, se debe a que el amor romántico no es natural para el ser humano. La ideología del amor romántico
conlleva a una gran cantidad de sufrimiento debido al contraste entre la relación real que todo el mundo lleva y la
relación ideal a la que todo el mundo aspira. Esta discrepancia tarde o temprano invariablemente lleva al amante a
la conclusión de que la persona con la que está “no se hizo para él” (o ella). Y como los ideales del amor románti-
co proclaman que debe buscar a la persona ideal, sin mayor dificultad ética, aunque con un pesar enorme en sus
sentimientos, brinca de una relación a otra cuando en realidad el problema de su relación no está en ninguna de las
dos personas involucradas sino la idea de amor que esperan una de la otra. Se puede resumir éste problema di-
ciendo que la gente cree que el amor es una pasión en vez de una acción. En las palabras de Erich Fromm en su
libro “El arte de amar” (1959):

¿Es el amor un arte? En tal caso, requiere conocimiento y esfuerzo. ¿O es el amor una sensación placentera, cuya ex-
periencia es una cuestión de azar, algo con lo que uno «tropieza» si tiene suerte? Éste libro se basa en la primera premisa, si
bien es indudable que la mayoría de la gente de hoy cree en la segunda. No se trata de que la gente piense que el amor
carece de importancia. En realidad, todos están sedientos de amor; ven innumerables películas basadas en historias de amor
felices y desgraciadas, escuchan centenares de canciones triviales que hablan del amor, y, sin embargo, casi nadie piensa
que hay algo que aprender acerca del amor. Esa peculiar actitud se basa en varias premisas que, individualmente o combi-
nadas, tienden a sustentarla. Para la mayoría de la gente, el problema del amor consiste fundamentalmente en ser amado, y
no en amar, no en la propia capacidad de amar. De ahí que para ellos el problema sea cómo lograr que se los ame, cómo ser
dignos de amor. Para alcanzar ese objetivo, siguen varios caminos. Uno de ellos, utilizado en especial por los hombres, es
tener éxito, ser tan poderoso y rico como lo permita el margen social de la propia posición. Otro, usado particularmente por
las mujeres, consiste en ser atractivas, por medio del cuidado del cuerpo, la ropa, etc. 12 […] La segunda premisa que susten-
ta la actitud de que no hay nada que aprender sobre el amor, es la suposición de que el problema del amor es el de un objeto
y no de una facultad. La gente cree que amar es sencillo y lo difícil encontrar un objeto apropiado para amar -o para ser ama-
do por él- […] El tercer error que lleva a suponer que no hay nada que aprender sobre el amor, radica en la confusión entre la

11
Existen parejas que llevan los ideales del amor romántico indefinidamente; pero el amor romántico sólo existe entre
ellos como ilusión. El amor que existe en la realidad es el amor humano que se describe en las siguientes líneas. Y como este
amor se fundamenta en el deseo de hacer feliz al otro, si sabemos que para el otro el amor romántico es importante nos esfor-
zamos por seguir sus lineas. Pero me atrevo a decir que casi siempre es un teatro, aunque no estoy poniendo en duda de que
los seres involucrados se amen.
12
Todos sabemos que a los hombres últimamente les ha dado por cuidar de su aspecto de una manera semejante a la
mujer. Las cosas han cambiado mucho desde el 1959; al ocupar la mujer actual los puestos y acceder a los derechos que ante-
riormente eran exclusivos para los hombres, las mujeres han tenido que masculinizarse y los hombres afeminarse. Por su-
puesto, no me refiero a desviaciones sexuales sino a su rol social.

12
experiencia inicial del "enamorarse" y la situación permanente de estar enamorado, o, mejor dicho, de «permanecer» enamo-
rado. Si dos personas que son desconocidas la una para la otra, como lo somos todos, dejan caer de pronto la barrera que
las separa, y se sienten cercanas, se sienten uno, ese momento de unidad constituye uno de los más estimulantes y excitan-
tes de la vida. Y resulta aún más maravilloso y milagroso para aquellas personas que han vivido encerradas, aisladas, sin
amor. Ese milagro de súbita intimidad suele verse facilitado si se combina o inicia con la atracción sexual y su consumación.
Sin embargo, tal tipo de amor es, por su misma naturaleza, poco duradero. Las dos personas llegan a conocerse bien, su
intimidad pierde cada vez más su carácter milagroso, hasta que su antagonismo, sus desilusiones, su aburrimiento mutuo,
terminan por matar lo que pueda quedar de la excitación inicial. No obstante, al comienzo no saben todo esto: en realidad,
consideran la intensidad del apasionamiento, ese estar «locos» el uno por el otro, como una prueba de la intensidad de su
amor, cuando sólo muestra el grado de su soledad anterior.

El punto de vista que explica Fromm anula la idea romántica de que hay en algún lugar del mundo una per-
sona que está hecha para nosotros y que el destino o la fortuna hará que la encontremos. El amor es algo mucho
más fácil: es algo que surge espontáneamente en las relaciones humanas. En la mayoría de las culturas existentes
antes de la globalización actual, el amor no consistía en hallar la “media naranja”. El matrimonio se efectuaba en
base a consideraciones sociales y el amor surgiría siempre después de concertado el matrimonio. Desde nuestra
perspectiva parece difícil de creer. Pero si ya te casaron ¿cómo no sentir amor por la persona con la que compartes
una familia? El amor de estas parejas no era muy diferente de aquel que surge entre quienes se casaron siguiendo
el ideal romántico; y en cambio, hay una gran diferencia en la probabilidad de felicidad post matrimonial. La ob-
jeción inmediata al matrimonio “forzado” es que en él suelen haber abusos y los esposos generalmente no se sien-
ten a gusto. Pero en los matrimonios basados en el ideal romántico ocurre lo mismo. Si hay abusos es porque las
normas que hay que seguir en el matrimonio lo hacen insoportable en una sociedad como la actual. La cosa era
diferente cuando la mayor parte de la población eran campesinos y el campesino felizmente casado vivía en la
parcelita que rentaba del feudo: la única mujer en varios cientos de metros, quizá kilómetros a la redonda era la
suya, no convivía con otras ni como amigas ni como compañeras de trabajo y aquellas que divisaba de vez en
cuando era propiedad de otros hombres e iban ataviadas hasta los dientes. Es un poco difícil seguir las mismas
normas de esos matrimonios en la sociedad actual. De entre todas ellas, la que más arruina la felicidad del hombre
moderno es aquella máxima eclesiástica que dice que lo que Dios une es indisoluble. La iglesia no aprueba el
divorcio, ni siquiera en caso de violencia familiar. Lo que actualmente acepta es la separación y aún en ese caso
los ex esposos deben vivir sin pareja pues en caso de tener una estarían pecando13. Esa ideología con respecto a la
unión de pareja es cruel y ha sembrado cualquier cantidad de desgracias en el seno de innumerables familias. Co-
mo dice el escritor Percy Bysshe Shelley: “El marido y la esposa deben continuar unidos solamente mientras se
amen. Toda ley que les obligue a cohabitar por un solo momento después de haber desaparecido su afecto consti-
tuye la más intolerable tiranía”.

El amor es algo que surge espontáneamente como respuesta al problema de la existencia humana. Erich
Fromm analiza el tema de manera magistral en el capítulo dos del mencionado libro y, debido al papel central de
esas ideas en la exposición subsiguiente, e incluso en la exposición previa, me permito citar un amplio extracto de
ese capítulo:

13
Últimamente, en la metamorfosis que ha sufrido la Iglesia en los tiempos modernos, para no parecer tan retrógrada
en algunos lugares se maneja el discurso de que acepta que los ex esposos tengan una pareja formal respaldada por un matri-
monio civil, pero ya no les ofrece los sacramentos como un recordatorio perenne de que están viviendo en el pecado. Una
incongruencia entre el discurso y lo que hace, lo cual es un reflejo de lo que en realidad piensa.

13
El hombre está dotado de razón, es vida consciente de sí misma; tiene conciencia de sí mismo, de sus semejantes, de
su pasado y de las posibilidades de su futuro. Esa conciencia de sí mismo como una entidad separada, la conciencia de su
breve lapso de vida, del hecho de que nace sin que intervenga su voluntad y ha de morir contra su voluntad, de que morirá
antes que los que ama, o éstos antes que él, la conciencia de su soledad y su «separatidad», de su desvalidez frente a las
fuerzas de la naturaleza y de la sociedad, todo ello hace de su existencia separada y desunida una insoportable prisión. Se
volvería loco si no pudiera liberarse de su prisión y extender la mano para unirse en una u otra forma con los demás hom-
bres, con el mundo exterior. La vivencia de la separatidad provoca angustia; es, por cierto, la fuente de toda angustia. Estar
separado significa estar aislado, sin posibilidad alguna para utilizar mis poderes humanos. De ahí que estar separado signifi-
que estar desvalido, ser incapaz de aferrar el mundo -las cosas y las personas activamente; significa que el mundo puede
invadirme sin que yo pueda reaccionar. […]

El hombre de todas las edades y culturas enfrenta la solución de un problema que es siempre el mismo: el problema
de cómo superar la separatidad, cómo lograr la unión, cómo trascender la propia vida individual y encontrar compensación. El
problema es el mismo para el hombre primitivo que habita en cavernas, el nómada que cuida de sus rebaños, el pastor egip-
cio, el mercader fenicio, el soldado romano, el monje medieval, el samurái japonés, el empleado y el obrero modernos. El pro-
blema es el mismo, puesto que surge del mismo terreno: la situación humana, las condiciones de la existencia humana. […]

Fromm afirma que históricamente se han dado tres soluciones al problema de la separatidad:

[La primera forma de solucionar el problema] consiste en diversas clases de estados orgiásticos. Estos pueden tener la
forma de un trance autoinducido, a veces con la ayuda de drogas. Muchos rituales de tribus primitivas ofrecen un vívido cua-
dro de ese tipo de solución. En un estado transitorio de exaltación, el mundo exterior desaparece, y con él el sentimiento de
separatidad con respecto al mismo. Puesto que tales rituales se practican en común, se agrega una experiencia de fusión
con el grupo que hace aún más efectiva esa solución. En estrecha relación con la solución orgiástica, y frecuentemente unida
a ella, está la experiencia sexual. El orgasmo sexual puede producir un estado similar al provocado por un trance o a los
efectos de ciertas drogas. Los ritos de orgías sexuales comunales formaban parte de muchos rituales primitivos. Según pare-
ce, el hombre puede seguir durante cierto tiempo, después de la experiencia orgiástica, sin sufrir demasiado a causa de su
separatidad. Lentamente, la tensión de la angustia comienza a aumentar, y disminuye otra vez por medio de la repetición del
ritual.

Mientras tales estados orgiásticos constituyen una práctica común en una tribu, no producen angustia o culpa. Partici-
par en ellos es correcto, e inclusive es virtuoso, puesto que constituyen una forma compartida por todos, aprobada y exigida
por los médicos brujos o los sacerdotes […]. La situación es enteramente distinta cuando un individuo elige esa solución en
una cultura que ha dejado atrás tales prácticas comunes. En una cultura no orgiástica, el alcohol y las drogas son los medios
a su disposición. En contraste con los que participan en la solución socialmente aceptada, tales individuos experimentan
sentimientos de culpa y remordimiento. Tratan de escapar de la separatidad refugiándose en el alcohol o las drogas; pero
cuando la experiencia orgiástica concluye, se sienten más separados aún, y ello los impulsa a recurrir a tal experiencia con
frecuencia e intensidad crecientes. La solución orgiástica sexual presenta leves diferencias. […] Se convierte en un desespe-
rado intento de escapar a la angustia que engendra la separatidad y provoca una sensación cada vez mayor de separación,
puesto que el acto sexual sin amor nunca elimina el abismo que existe entre dos seres humanos […]

La segunda solución es el sentimiento de pertenencia a un grupo:

En una sociedad primitiva el grupo es pequeño; está integrado por aquellos que comparten la sangre y el suelo. Con el
desarrollo creciente de la cultura, el grupo se extiende; se convierte en la ciudadanía de una polis, de un gran Estado, los
miembros de una iglesia. Hasta el romano indigente se sentía orgulloso de poder decir civis romanus sum; Roma y el Imperio

14
eran su familia, su hogar, su mundo. También en la sociedad occidental contemporánea la unión con el grupo es la forma
predominante de superar el estado de separación. Se trata de una unión en la que el ser individual desaparece en gran me-
dida, y cuya finalidad es la pertenencia al rebaño. Si soy como todos los demás, si no tengo sentimientos o pensamientos
que me hagan diferente, si me adapto en las costumbres, las ropas, las ideas, al patrón del grupo, estoy salvado; salvado de
la temible experiencia dé la soledad […] El poder del miedo a ser diferente, a estar unos pocos pasos alejado del rebaño,
resulta evidente si se piensa cuán profunda es la necesidad de no estar separado. A veces el temor a la no conformidad se
racionaliza como miedo a los peligros prácticos que podrían amenazar al rebelde. Pero en realidad la gente quiere someterse
en un grado mucho más alto de lo que está obligada a hacerlo, por lo menos en las democracias occidentales14.

La mayoría de las gentes ni siquiera tienen conciencia de su necesidad de conformismo. Viven con la ilusión de que
son individualistas, de que han llegado a determinadas conclusiones como resultado de sus propios pensamientos y que sim-
plemente sucede que sus ideas son iguales que las de la mayoría. El consenso de todos sirve como prueba de la corrección
de «sus» ideas. Puesto que aún tienen necesidad de sentir alguna individualidad, tal necesidad se satisface en lo relativo a
diferencias menores; las iniciales en la cartera o en la camisa, la afiliación al partido Demócrata en lugar del Republicano, a
los Elks en vez de los Shriners, se convierte en la expresión de las diferencias individuales. El lema publicitario «es distinto»
nos demuestra esa patética necesidad de diferencia, cuando, en realidad, casi no existe ninguna.

En la sociedad capitalista contemporánea, el significado del término igualdad se ha transformado. Por él se entiende la
igualdad de los autómatas, de hombres que han perdido su individualidad. Hoy en día, igualdad significa «identidad» antes
que «unidad». Es la identidad de las abstracciones, de los hombres que trabajan en los mismos empleos, que tienen idénti-
cas diversiones, que leen los mismos periódicos, que tienen idénticos pensamientos e ideas. En éste sentido, también deben
recibirse con cierto escepticismo algunas conquistas generalmente celebradas como signos de progreso, tales como la igual-
dad de las mujeres. Me parece innecesario aclarar que no estoy en contra de tal igualdad; pero los aspectos positivos de esa
tendencia a la igualdad no deben engañarnos. Forman parte del movimiento hacia la eliminación de las diferencias. Tal es el
precio que se paga por la igualdad: las mujeres son iguales porque ya no son diferentes. La proposición de la filosofía del ilu-
minismo, l´ame n'a pas de sexe, el alma no tiene sexo, se ha convertido en práctica general. La polaridad de los sexos está
desapareciendo, y con ella el amor erótico, que se basa en dicha polaridad. Hombres y mujeres son idénticos, no iguales
como polos opuestos. La sociedad contemporánea predica el ideal de la igualdad no individualizada, porque necesita átomos
humanos, todos idénticos, para hacerlos funcionar en masa, suavemente, sin fricción; todos obedecen las mismas órdenes, y
no obstante, todos están convencidos de que siguen sus propios deseos. Así como la moderna producción en masa requiere
la estandarización de los productos, así el proceso social requiere la estandarización del hombre, y esa estandarización es
llamada «igualdad». […]

Una tercera manera de lograr la unión reside en la actividad creadora, sea la del artista o la del artesano. En cualquier
tipo de tarea creadora, la persona que crea se une con su material, que representa el mundo exterior a él. Sea un carpintero
que construye una mesa, un joyero que fabrica una joya, el campesino que siembra el trigo o el pintor que pinta una tela, en
todos los tipos de trabajo creador el individuo y su objeto se tornan uno, el hombre se une al mundo en el proceso de crea-
ción. Esto, sin embargo, sólo es válido para el trabajo productivo, para la tarea en la que yo planeo, produzco, veo el resul-
tado de mi labor. Actualmente en el proceso de trabajo de un empleado o un obrero en la interminable cadena, poco queda
de esa cualidad unificadora del trabajo. El trabajador se convierte en un apéndice de la máquina o de la organización buro-
crática. Ha dejado de ser él, y por eso mismo no se produce ninguna unión aparte de la que se logra por medio de la con-
formidad.

14
Erich Fromm fue uno de los intelectuales de ascendencia judía que tuvieron que huir de la Alemania nazi.

15
La unidad alcanzada por medio del trabajo productivo no es interpersonal; la que se logra en la fusión orgiástica es
transitoria; la proporcionada por la conformidad es sólo pseudounidad. Por lo tanto, constituyen meras respuestas parciales al
problema de la existencia. La solución plena está en el logro de la unión interpersonal, la fusión con otra persona, en el amor.
Ese deseo de fusión interpersonal es el impulso más poderoso que existe en el hombre. Constituye su pasión más funda-
mental, la fuerza que sostiene a la raza humana, al clan, a la familia y a la sociedad. La incapacidad para alcanzarlo significa
insania o destrucción -de sí mismo o de los demás-. Sin amor, la humanidad no podría existir un día más. Sin embargo, si
llamamos «amor» al logro de la unión interpersonal, nos vemos frente a una seria dificultad. La fusión puede lograrse en
distintas formas -y las diferencias no son menos significativas que lo que tienen de común las diversas formas del amor-.
¿Deberíamos llamar amor a todas ellas? ¿O tendríamos que reservar la palabra amor únicamente para una forma específica
de unión, una forma que ha sido la virtud ideal de todas las grandes religiones y sistemas filosóficos humanísticos en los
cuatro mil años de historia occidental y oriental? Como ocurre con todas las dificultades semánticas, la respuesta sólo puede
ser arbitraria. Lo importante es que sepamos a qué clase de unión nos referimos cuando hablamos de amor. ¿Nos referimos
al amor como solución madura al problema de la existencia, o nos referimos a esas formas inmaduras de amar que podría-
mos llamar unión simbiótica? […]

La forma pasiva de la unión simbiótica es la sumisión, o, para usar un término clínico, el masoquismo. La persona ma-
soquista escapa del intolerable sentimiento de aislamiento y separatidad convirtiéndose en una parte de otra persona que la
dirige, la guía, la protege, que es su vida y el aire que respira, por así decirlo. Se exagera el poder de aquel al que uno se so-
mete, se trate de una persona o de un dios; él es todo, yo soy nada, salvo en la medida en que formo parte de él. […] La
forma activa de la fusión simbiótica es la dominación, o, para utilizar el término correspondiente a masoquismo, el sadismo.
La persona sádica quiere escapar de su soledad y de su sensación de estar aprisionada haciendo de otro individuo una parte
de sí misma. Se siente acrecentada y realzada incorporando a otra persona, que la adora. La persona sádica es tan depen-
diente de la sumisa como ésta de aquélla; ninguna de las dos puede vivir sin la otra. La diferencia sólo radica en que la per-
sona sádica domina, explota, lastima y humilla, y la masoquista es dominada, explotada, lastimada y humillada. En un sentido
realista, la diferencia es considerable; en un sentido emocional profundo, la diferencia no es mayor que lo que ambas tienen
en común: la fusión sin integridad. […]

En contraste con la unión simbiótica, el amor maduro significa unión a condición de preservar la propia integridad, la
propia individualidad. El amor es un poder activo en el hombre; un poder que atraviesa las barreras que separan al hombre
de sus semejantes y lo une a los demás; el amor lo capacita para superar su sentimiento de aislamiento y separatidad, y no
obstante le permite ser él mismo, mantener su integridad. En el amor se da la paradoja de dos seres que se convierten en
uno y, no obstante, siguen siendo dos.

El libro continúa analizando las diversas formas de amor, como el amor fraternal, el amor erótico, el amor
materno, el amor propio, el amor a Dios15 y concluye con las bases que permiten llevar el amor maduro a la prác-
tica. Según él, un amor maduro se basa en la conservación de la individualidad, en el respeto y en el deseo de dar,
es decir, el deseo de conseguir la propia felicidad con la satisfacción del otro, como bien decía Leibniz. En cuanto
a la interdependencia entre los amates resume su postura en una frase: El amor inmaduro dice: “Te amo porque te
necesito”. El amor maduro dice: “Te necesito porque te amo”.

15
En otros libros Fromm afirma que las religiones monoteístas educan a los individuos en la obediencia ciega a una au-
toridad superior, que pone las normas por encima de cualquier razón o discusión. Así el hombre queda reducido a un mero
servidor de un Dios Todopoderoso. Esta mentalidad, adquirida desde la infancia, sería la base psicológica que ha hecho que
muchos hombres sigan ciegamente a dictadores como Hitler.

16
La tesis central del argumento es que la necesidad de amor surge a partir de nuestra sensación de separatidad
y esa sensación se debe a nuestra conciencia. En el reino animal vemos que los individuos se ayudan unos a otros
en función del grado de desarrollo de sus cerebros y por lo tanto de su conciencia (excepto en los insectos sociales
que han evolucionado para funcionar como sociedad siguiendo sus instintos). Independientemente de lo análoga
que sea nuestra conciencia a la de otros seres con un cerebro desarrollado, como el de los cetáceos, los simios o
los elefantes, el ser humano es el ser más consciente de todos porque ninguno de estos seres es capaz de manejar
el arsenal de símbolos que nos permite almacenar el conocimiento y tener la perspectiva del mundo característica
de los humanos. Somos los seres más conscientes sobre la faz de la Tierra y por lo mismo somos los seres con
más capacidad de dar y más necesidad de recibir amor. La existencia del amor es perfectamente explicable sin un
ápice de espiritualidad o metafísica.

Si consideramos el amor como la respuesta al problema de la existencia humana o, como lo diría Fromm,
como la respuesta espontánea que surge a raíz de la conciencia de nuestra separatidad, hay algo más que vale la
pena señalar: tal concepción del amor no es incompatible con el amor homosexual ni con la posibilidad de amar a
más de una persona. Como se ha mencionado, la correspondencia entre hombres y mujeres establecida por los
matrimonios tiene un origen evolutivo y si la correspondencia uno a uno es la que prevalece en la mayoría de las
sociedades occidentales seguramente se debe a que es la que más estabilidad social proporcionaba hasta hace po-
cos años. Y hablo en pasado porque hay que admitir que la sociedad actual los matrimonios ya no son muy esta-
bles y las relaciones de pareja ya no son uno a uno. No sólo por las cada vez más frecuentes infidelidades sino
porque la mayoría de las relaciones han pasado de ser monogamias perpetuas a ser monogamias sucesivas. Ahora
que el ciudadano se ve rodeado de incitación a la lujuria en prácticamente todas las imágenes publicitarias y que
ya no siente el terror medieval hacia el infierno al cometer pecaditos como tener pensamientos obscenos, la insti-
tución tradicional de matrimonio se tambalea. En la transición entre los valores matrimoniales del pasado a los
valores matrimoniales que prevalecerán en el futuro estamos pasando por una etapa en la que es socialmente acep-
tado pasar de un noviazgo a otro e incluso de un matrimonio monógamo a otro. Es obvio que vamos de nuevo
hacia las relaciones abiertas en las que el amor entre las personas prevalece, pues es inseparable de la naturaleza
humana, pero el sexo es visto como algo más hedonista y menos posesivo. Esa es una forma de relación más con-
gruente con la naturaleza humana ya que ofrece tanto una solución al problema de la separatidad (se tiene un
compañero o compañera para toda la vida) como al sexual, siguiendo así un comportamiento más acorde con
nuestra naturaleza primate. Si abandonamos hace mucho tiempo esa forma de matrimonios fue porque los matri-
monios cerrados presentaban varias ventajas para la organización y la paz de una sociedad que no conocía ni los
anticonceptivos ni los métodos de transmisión de las ETS. Quienes argumentan que este tipo de relación es in-
compatible con la idea de amor, se equivocan. El amor nunca desaparecerá de las relaciones humanas porque,
como dice Fromm, surge a partir de las condiciones de la sola existencia humana y mientras existan humanos
existirá el amor entre nosotros. Somos tan inseparables de él como lo somos de nuestra capacidad de ser conscien-
tes. Si las relaciones abiertas se quedaron en las tribus primitivas es porque el advenimiento de la tecnología cam-
bió la organización social y la selección natural fue moldeando los valores que eran más adecuados para aquella
por entonces nueva forma de vida. Y uno de esos valores fue el matrimonio, monógamo o polígamo, pero cerrado
pues cuando comenzaron a existir los bienes heredables en una sociedad patriarcal si no estaba claro quién era
hijo de quién, la distribución de los bienes heredables llevaba a inevitables conflictos. Pero ahora que la tecnolo-
gía ha llegado a tal grado que ya no hay que pasar las penurias del pasado16 para obtener los productos necesarios

16
Hasta hace poco tener tecnología no era sinónimo de confort sino de un esfuerzo considerable para obtener bienes
necesarios. Por ejemplo, necesitábamos comida y teníamos la tecnología de la agricultura para la cual había que romperse la

17
para el mantenimiento de nuestra sociedad, ni tenemos problemas –no debiéramos tenerlos- al elegir cuando tener
hijos y en establecer cuales son propios, las cosas han cambiado y la naturaleza siempre nos recuerda nuestros
orígenes. En el entretiempo, nos llenamos la boca de tragos amargos. Por ejemplo, una idea que todavía prevalece
en la actualidad es que al dejar una relación los ex amantes se alejen y eviten verse: ¡No vaya a ser que vuelvan a
caer! Es una idea que claramente está desapareciendo y que no es natural: una vez que se ha amado a alguien no
es natural dejarlo de amar. Sin embargo, nuestra naturaleza y las fuerzas de la sociedad suelen ser más fuertes que
las relaciones entre las personas y los amantes se separan con frecuencia. Es común que dos personas que se ha
amado no vuelvan a verse, en particular si alguno de los dos comienza otra relación monógama. El resultado de
seguir estos caminos es llenarse de sentimientos que van desde la tristeza y la melancolía hasta la indiferencia
hacia las nuevas parejas, convirtiendo las relaciones en superficiales e incluso, usando la terminología de Fromm,
simbióticas.

En cuanto a la posibilidad de que una pareja homosexual “realmente” se ame, como cuestionan los moralis-
tas, si entendemos el amor desde el punto de vista aquí expuesto tal posibilidad es más bien una certeza. La capa-
cidad de ponerse en el lugar del otro es máxima cuando nos ponemos en el lugar de un ser análogo a nosotros en
todo. La amistad entre personas del mismo género es un tipo de amor homosexual en el que no interviene el deseo
sexual y suele ser mucho más fuerte que el amor entre personas de diferente sexo. El amor heterosexual es un
amor entre semejantes, no entre iguales, y suele tropezarse con más dificultades para comprender a la pareja. Los
griegos pensaban que el verdadero amor se da entre iguales y que el amor que surge a partir del matrimonio es
una clase inferior de amor. Pero yo creo que el amor más profundo se da con aquella persona que además de
amarla por el simple hecho de ser otro ser humano se tiene con ella una relación biológica, en especial si esa rela-
ción ha llegado al grado de la paternidad y la maternidad. Por supuesto, si por alguna razón es imposible para el
individuo establecer un deseo por una persona del sexo opuesto el amor homosexual es perfectamente legítimo y
aunque es muy diferente al amor heterosexual no debiera considerarse ni superior ni inferior.

Los valores
“Para ser moral, los no creyentes tienen acceso a las simples herramientas de la razón y la bondad. No hay un
Código Cósmico dirigiendo sus acciones”
Dan Barker (1949-…)

Supongamos que estamos ante alguien que se está ahogando en una situación tal que socorrerlo implique
poner en riesgo nuestra propia vida. Desde el punto de vista del creyente, si se bien fundamentado el concepto de
deber la decisión de lanzarse al agua a socorrerlo debe ser inmediata. Para un librepensador, la capacidad de iden-
tificarse con otro ser humano es suficiente. Hay muchas diferencias entre ambos puntos de vista. Aunque el cre-
yente se lance al agua en parte por los mismos motivos, el libre pensador no lo hizo siguiendo un código incues-
tionable, llámese “los deberes”, “los valores” o “los 10 mandamientos”. Para tomar esa decisión balacea la posibi-
lidad de que él mismo muera con el valor que tiene para él la persona en peligro: si es parte de su familia, aún si
calcula que es casi imposible que le salve pondrá en riesgo su vida con tal de intentarlo; en cambio, si es un extra-
ño la conciencia de los efectos que su muerte traería para los seres que ama, sumados al temor hacia su propia
muerte, reducirá drásticamente la probabilidad de que tome la decisión de poner en peligro su vida. Para quien
cree que todo lo que ocurre es voluntad de Dios y que aquellos que se ciñen a su código moral no tienen nada que

espalda en el campo por meses; necesitábamos abrigo y había que aburrirse haciendo y recosiendo vestimentas, etc. La tecno-
logía no siempre ha sido el equivalente de poder tragar cantidades groseras de calorías mientras vemos TV en una sala con
clima controlado.

18
temer, la actitud del librepensador es insostenible. Lo que no ve es que tanto el librepensador como el creyente
tienen más o menos la misma probabilidad de decidir exponer su vida por otra persona. La idea de fe o deber sólo
aumenta la probabilidad de que una persona decida arriesgar su vida para salvar a otra en la medida en que distor-
siona a favor el cálculo de la probabilidad de sobrevivir al rescate. Y en esos casos los creyentes suelen ser tan
buenos matemáticos como los incrédulos. Que hayan locos con un delirio religioso tan desarrollado que sean ca-
paces de lanzarse a una muerte segura porque tienen fe en que Dios los salvará por estar haciendo lo correcto,
lejos de ser un aspecto positivo, es un peligro potencial: hoy pueden suicidarse para tratar de rescatar a un desco-
nocido en nombre del deber; mañana pueden auto inmolarse estrellando un avión contra el World Trade Center
por la misma razón. Y ni se diga que el concepto de deber es el que mueve a los soldados en batalla: aunque el
concepto del deber no es lo que origina las guerras sí es lo que las hace posibles. Por si esto no fuera suficiente
como para poner en tela de juicio la conveniencia de la enseñanza del deber en forma de valores inamovibles po-
demos agregar en su contra el sentimiento de culpa que ya se ha mencionado al hablar del pecado (de hecho, la
enseñanza de valores no es más que la vieja doctrina de pecado disfrazada y adaptada a la modernidad). Si alguien
fanatizado en el cumplimiento del deber presencia el ahogamiento de una persona y no tiene el valor de lanzarse
al agua vivirá con un remordimiento el resto de su vida; en cambio el librepensador sentirá un gran pesar por no
haber podido hacer nada, pero vivirá con la conciencia de que tomó la mejor decisión. Además, su capacidad de
ponerse en el lugar de otros permite que sea mucho más sencillo para el librepensador que para el religioso perdo-
nar a sus semejantes cuando no cumplen “el deber”; el moralista en cambio sentirá rencor hacia aquellas personas
que no se ciñen al código moral que él considera correcto.

La mayoría de los valores surgen como consecuencia de la razón y la bondad. No hay que establecer máxi-
mas sobre lo que se debe hacer. Ni siquiera hay que declarar a la razón y la bondad como valores a seguir porque
ambas son parte de nuestra naturaleza. Las cosas que consideramos como valores son artificiosas y sólo existen
porque evolucionaron para hacer posible la estabilidad de cierto modelo social. Si en la actualidad se están per-
diendo es porque la sociedad para la que evolucionaron ya no existe.

Amor a Dios
“Uno debe escoger entre Dios y el hombre y hasta ahora los mejores pensadores y liberales han escogido al hom-
bre”.
George Orwell, escritor y periodista británico (1903-1950)

El valor central para los creyentes es el que afirma que hay que amar a Dios sobre todas las cosas. Por algo
es el primer mandamiento. Este amor parece natural porque desde que nacemos estamos rodeados de personas que
nos informan que Dios tiene una relación directa con nosotros y que Él nos cuida y nos ha dado todo lo que tene-
mos, incluyendo la vida. Obsérvese que la frase anterior puede reformularse de la siguiente forma: “Éste amor
parece natural porque desde que nacemos nuestra percepción de la realidad nos informa que tenemos un padre que
es una persona que tiene una relación directa con nosotros y que él nos cuida y nos ha dado todo lo que tenemos,
incluyendo la vida”. En la sociedad patriarcal el padre provee todos los bienes económicos y es el dador de la vida
(ver pág. Error! Bookmark not defined.)Error! Reference source not found.Error! Reference source not
found.. El amor divino es simplemente amor humano disfrazado con conceptos rimbombantes. Como se ha expli-
cado anteriormente, amar a otros seres humanos es natural y al ser el amor a Dios simplemente una abstracción de
un tipo de amor humano por eso nos parece tan natural. Pero basta con pensar en una cultura con una idea diferen-
te de dios para darse cuenta que las características de ese dios y del amor o respeto que sienten su seguidores ha-
cia él son semejantes a las de la cultura que lo idea, evidenciando que tales conceptos son producto de la imagina-
ción humana. Además, el amor a dios no es algo universal. Los politeísmos antiguos básicamente veían a sus dio-

19
ses como una antropomorfiazación de los fenómenos de la naturaleza o de los caprichos del azar que muchos aún
hoy llaman destino. Es ilógico pensar que las personas de esas culturas sientan amor hacia sus dioses: podrían
sentir respeto y temor, pero al no estar establecida una relación personal dios-individuo, los dioses podrían ser tan
amables u hostiles hacia los creyentes como lo sería cualquier extraño. Basta leer un poco de mitología para darse
cuenta de que ese era el concepto que prevalecía entre los griegos. Esa forma de ver a dios es la que está arraigada
en nuestra naturaleza: si un niño nunca tiene contacto con personas que le hablen sobre Dios me atrevo a pronos-
ticar sin más evidencia que la especulación que en él surgirá una forma de antropomorfización de las fuerzas que
le rodean, tal y como ocurrió en los pueblos primitivos. En cierto momento de la historia en uno de estos pueblos
surgió la idea de Dios, y ya se han expuesto algunas posibles razones por las que ese concepto presentó una venta-
ja evolutiva para la sociedad que lo ideo. Pero ese dios es tan real como Zeus si entendemos por realidad lo ex-
puesto al final del capítulo 1. El amor a Dios en el sentido cristiano no surge de manera espontánea como si fuera
una característica innata a todo ser humano, como pretenden hacernos creer, sino que tiene que ser enseñado; y de
hecho va en contra de nuestra naturaleza cuando se pide que el amor a Dios se ponga por encima del amor a otros
seres humanos.

Fidelidad
“La psicología del adulterio ha sido falsificada por la moral convencional la cual parte del supuesto, en los países
que observan la monogamia, de que la atracción por una persona no puede coexistir con un afecto serio por otra.
Todo el mundo sabe que esto no es cierto”.
Bertrand Russell, filósofo y matemático británico (1872-1970).

La fidelidad es un valor que surge espontáneamente porque tiene que ver con la propia seguridad. Si soy un
traidor estoy indefenso porque mi propio grupo se vuelve hostil hacia mí. Ni siquiera tendría esperanza de hallar
refugio en otro lado: todos los demás grupos me catalogarán como un traidor indigno de confianza que ha sido
expulsado de otro grupo. Cosa muy diferente es la fidelidad sexual. Es posible seguirla sin mucha dificultad por-
que nuestra bondad nos dice que romperla podría lastimar a un ser amado y nuestra razón nos informa de un posi-
ble mal rato sentimental, un desprestigio social, la posibilidad de adquirir una enfermedad y contagiar a una per-
sona querida o exponernos a la posibilidad de un divorcio si estamos casados. Luego, tanto si se sigue el código a
ciegas como si uno se guía por la razón y la bondad, el valor de la fidelidad sexual prevalece. Pero la naturaleza
humana va en contra de la fidelidad sexual y en todas las culturas y en todas las épocas es una regla que se rompe
con frecuencia. En nuestra sociedad el número de veces que se rompe ha ido en aumento. Como ya he menciona-
do, creo que se debe a que la ciencia nos informó del proceso de fecundación del óvulo y de cómo se transmiten
las ETS, por lo que actualmente para embarazar o resultar embarazada “sin querer”, o para adquirir una ETS, hay
que ser un poco menso, por decir lo menos. Si alguna de estas cosas ocurre casi siempre es porque o nos creímos
la mojigatería moralista que prohíbe el uso de anticonceptivos o tuvimos la mala suerte de que el tabú del sexo
haya cumplido tan bien su trabajo de represión sexual en la gente que nos rodea que hayamos llegado a la edad
reproductiva sin que nadie se haya atrevido a hablarnos sobre el tema17; y por último, lo más común, porque nues-
tra naturaleza “nos venció” en un momento de debilidad. Pero en general la parte racional para reprimirnos se-
xualmente se ha perdido y cada vez más personas practican la infidelidad. Sin embargo, en el discurso la predican
y ya he repetido que este problema se origina a partir del anacronismo entre nuestra sociedad y los valores que la
rigen. Tal anacronismo es el origen de muchísimo sufrimiento humano evitable e innecesario.

17
Es muy probable que el lector piense que estoy exagerando: ¡esas cosas ya no pasan! Lo más probable es que si se
está leyendo este libro es porque se pertenece a un círculo social donde eso ya no pasa, pero en otros círculos sociales vaya
que aún pasa con frecuencia.

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Sinceridad
“Lo que más me molesta no es que me hallas mentido, sino que, de aquí en adelante, ya no podré confiar más en
ti”
Friedrich Wilhelm Nietzsche, filósofo, poeta, músico y filólogo alemán (1844-1900)

Decir la verdad es natural. Al hacerlo no tenemos que exponernos a la fatiga intelectual de estar elucubrando
anécdotas que sean congruentes unas con otras ni nos exponemos al ridículo de ser descubiertos. Sin embargo,
mentimos con frecuencia. ¿Por qué? Porque nuestra naturaleza choca contra la artificialidad de la sociedad y
constantemente rompemos sus reglas; pero como romperlas implica un rechazo que deseamos evitar a toda costa
mentimos para encubrir nuestras faltas. Tales faltas rara vez son algo tan grave como un crimen; la mayor parte de
las mentiras encubren faltas menores y a veces ni siquiera se usan para encubrirlas sino que son producto de la
tentación de adornar aquí y allá nuestras historias y nuestras habilidades de forma que causemos una impresión
favorable en las demás personas. Es decir, contradictoriamente mentimos para que nos consideren virtuosos. Pero
mentir no sería necesario si siguiéramos la idea humanista de amor que explica Fromm, pues las pequeñas accio-
nes por las que la mayoría de la gente se avergüenza serían entendibles para las personas que le rodean y mentir
sería doblemente tonto por parte del mentiroso. Lamentablemente el sistema nos obliga a mentir con frecuencia.
Si la gente tuviera en mente ideas humanistas y no teístas sólo los criminales tendrían razones para mentir. Pero
bueno, desintoxicándonos de las peligrosas del Anhidro y regresando a la realidad nos encontramos con que las
personas son mentirosas porque en vez de aceptarse unas a otras tienen el concepto de que la naturaleza humana
es una vergüenza.

Un ejemplo claro de cómo somos incapaces de ponernos en el lugar de otros lo tenemos cada vez que nos
molestamos porque alguien nos miente o habla mal de nosotros a nuestras espaldas. Ambas cosas, mentir y hablar
mal de los demás, son una manera poco virtuosa quedar bien ante otros o simplemente llamar la atención, y me
atrevo a decir que después de superar la primera infancia todo ser humano lo hace con cierta frecuencia. Pero si
nosotros lo hacemos ¿de verdad creemos que somos los únicos que lo hacemos? Entonces, ¿por qué nos molesta-
mos cuando sabemos que otra persona lo hizo? Obviamente todo el mundo miente y habla mal de los demás, y de
seguro que a veces nos toca. Que tanto más la gente habla mal de los demás es una sintomatología confiable para
diagnosticar la gravedad del daño que le ocasiona seguir un código moral incoherente con su propia naturaleza e
incluso, desde el advenimiento de la modernidad, con la sociedad que le rodea. Por supuesto, esta crítica no se
aplica a aquellos que son capaces de seguir el código moral estricto en el que creen, pero son muy pocos los cre-
yentes que de verdad lo hacen.

Humildad
“Nuestros valores éticos y morales tienen una base bioquímica y de dinámicas de grupo animal; no necesitan un
apoyo religioso. Somos animales sociales que cuidamos nuestras relaciones.”
Patricia Churchland, filósofa canadiense (1943-…)

Siendo la humildad la característica que define a una persona que no se cree mejor o más importante que las
demás adquirirla debería de ser una consecuencia inmediata para todo aquel que acepte la teoría de la evolución.
Si se es consistente con el hecho de que nuestro lugar en la naturaleza es tan humilde como el de un chimpancé y
que todos nosotros somos sistemas biológicos semejantes ¿cómo se puede adoptar la postura de creer ser superior
a las personas que me rodean? Desafortunadamente esto está lejos de ser verdad: los científicos suelen ser bastan-
te soberbios. Que sus conocimientos sean de difícil acceso para el común de la gente agrava su soberbia en vez de
mitigarla. Pero el problema de la soberbia en los científicos es de nuevo la naturaleza humana, no que el pensa-

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miento escéptico sea incompatible con la humildad. Ya lo han señalado innumerables sabios: quien es sabio, tam-
bién es humilde.

Hay una marcada diferencia entre la humildad del creyente y la del escéptico. El escéptico es humilde sim-
plemente porque no encuentra razones para creerse más que los demás. En cambio, al creyente le han enseñado
que debe de ser humilde ante Dios. Para él no todos los humanos son iguales: están los virtuosos y los libertinos,
los que le han dado la espalda la fe y los elegidos por Dios, como el papa, los cardenales o cualquier otro cabecilla
religioso. En pocas palabras, cree que Dios nos pone en el lugar que nos corresponde según un criterio que sólo
Dios sabe cuál es -y es verdad que en realidad no hay ningún criterio inteligible entre la fortuna y la virtud-. La
humildad de un creyente ante otra persona se debe a que ambos son hijos de Dios y a que la soberbia es un peca-
do. Es un tipo de humildad que de ninguna manera implica igualdad. Desafortunadamente ninguna de las dos
filosofías funciona muy bien, y la cuestión de la humildad es más cosa de autoestima y posición social tanto ente
creyentes como entre no creyentes.

Trabajo
“Lo que mueve al mundo no son los potentes brazos de los héroes, sino la suma de los pequeños empujones de
cada trabajador honrado”.
Hellen Adams Keller, autora, activista política, y oradora estadounidense sordociega (1880-1968)

Mantener en movimiento la enloquecida máquina en que hemos convertido nuestro mundo requiere mucha
fuerza laboral, y para conseguirla el valor del trabajo ha sido corrompido. En siglos pasados el trabajo era consi-
derado un pesar que tenían que soportar las grandes masas y librarse de él era privilegio de sólo unos cuantos
aristócratas afortunados que podían derrochar su vida entre placeres intelectuales y mundanos. Esta injusticia era
sobrellevada por el individuo gracias a la esperanza de una vida mejor después de la muerte y a la convicción de
que trabajar era el destino que Dios le había dado en éste mundo. Los fundamentos de la paz social era reforzados
con el concepto de pecado: no robarás, no matarás, no envidiarás, serás humilde, etc. Trabajar era una virtud que
agradaba a la divinidad tanto como las demás virtudes que nos permiten vivir en sociedad.

Es obvio que la labor del trabajador es necesaria para producir bienes y servicios indispensables. Pero la so-
ciedad también necesita gobierno en todos los niveles y el sentido común del trabajador le dice que no es muy
justo que quienes le gobiernan se dediquen a disfrutar de las comodidades que él con tanto esfuerzo produce. Este
conflicto ha existido siempre y algún artificio que lo soslaye es una de las condiciones necesarias para la paz so-
cial. Durante la edad media la teocracia descrita en el párrafo anterior era el argumento perfecto, pero la igualdad
predicada durante la ilustración lo hizo insostenible y las motivaciones del trabajador tuvieron que cambiar. Éste
cambio de mentalidad es registrado en la historia como un alud de revoluciones que comenzó con la de Lutero
contra la Iglesia y fue creciendo hasta explotar en la revolución francesa, cuya onda expansiva se esparció por el
mundo. En el nuevo orden democrático mundial el viejo argumento teológico que cohesionaba la sociedad ya no
era sostenible. Pero tampoco era posible aplicar la igualdad que predicada el humanismo debido a las profundas
raíces biológicas y sociales que nos impulsan a tratar de dominarnos unos a otros. Tenía que surgir un nuevo me-
canismo que mantuviera el artificio social que permite la coexistencia entre gobernantes y gobernados, algo que
motive a trabajar a la gente. Había llegado la hora del capitalismo. El dinero se convirtió en la nueva forma sofis-
ticada de esclavitud y sólo se diferencia del viejo sistema de producción basado en la relación amo-esclavo en que
es impersonal: en la sociedad capitalista todos son esclavos del dinero.

Los fundamentos que permiten la coexistencia pacífica de las diferentes clases sociales en la sociedad capi-
talista son básicamente los mismos que durante la teocracia: no robarás, no matarás, no envidiarás, serás humilde,

22
etc. La diferencia principal es que el individuo ahora trabajaba por dinero, no por obligación, y la posición social
ya no es dictada por la cuna sino por el bolsillo. Como siempre, nuestra naturaleza nos impulsa a tratar de ocupar
una mejor posición social y al estar determinada por el dinero los individuos de la sociedad capitalista se centran
en la acumulación de riquezas. La competencia comenzó a dominar a la sociedad: teóricamente todos eran igua-
les, pero todos deseaban ser más que los demás y ahora tenían la posibilidad de serlo. El dinero se obtiene comer-
ciando y para comerciar son necesarias mercancías, por lo que a mayor producción mayores ingresos. Agregando
el naciente conocimiento científico a estas circunstancias el resultado fue la aplicación de la tecnología a la pro-
ducción en masa, es decir, la revolución industrial. La ambición por vender productos y tener más dinero, combi-
nada con la abundancia de productos y una naturaleza animal que nos impulsa a buscar el placer otorgado por el
confort que nos proporcionan esos mismos productos ha llevado a nuestra sociedad al desenfrenado consumismo
actual. Éste consumismo ha sido catastrófico para el medio ambiente del cual dependemos y que paradójicamente
nos negamos a cuidar cegados como siempre por la ambición y la comodidad. Pero el consumismo no sólo es
dañino para el medio ambiente sino también para el mismo ser humano. Para que el consumismo funcione tiene
que haber eficiencia en la producción y mercadotecnia para colocar el producto en el mercado. La mercadotecnia
se fundamenta en explotar la naturaleza humana, en particular la sexualidad y la ambición; la eficiencia por otro
lado está relacionada con la agilidad. Ambas cosas, la sobrevaloración de la sexualidad y la agilidad, han hecho
que se sobrevalore la juventud. La gente teme tanto perder la juventud como teme perder su dinero y todos los
días podemos ver a nuestro alrededor ridículos intentos de personas que pretenden parecer jóvenes con el mismo
patético ahínco con que pretenden aparentar tener más dinero del que en realidad tienen. Definitivamente el capi-
talismo no ha hecho feliz a la gente.

Si la economía pudiera funcionar racionalmente y no estuviera fundamentada en un sistema de competen-


cias semejante a la selección natural, actualmente todos tendríamos la oportunidad de ser aristócratas. La mayor
parte de la energía de “los pequeños empujones de cada trabajador honrado” se desperdicia en una competencia
absurda e irracional. Si el gobierno y el pueblo pudieran actuar racionalmente produciendo lo necesario18 y distri-
buyéndolo con equidad, con la tecnología actual las jornadas de trabajo que le tocaría a cada trabajador serían de
un par de horas. Si somos conscientes de la utilidad y necesidad de nuestro trabajo para el bien común, lo haría-
mos de buena gana. Desde educar a nuestros hijos o sembrar el campo hasta gobernar una nación: si nadie lo hace,
nuestra sociedad colapsaría. Si todos los trabajos fueran humanamente pagados de forma tal que podamos elegir
más o menos el que queramos y la paga de cada uno de ellos se rija por la ley de la oferta del número de personas
que desean hacerlo y la demanda del número de trabajadores necesarios para conseguir la producción que la so-
ciedad necesita, el sueño de un estado que administre la producción de forma que no se desperdicien recursos
como se hace en la actualidad estaría en acción. Pero regresando al mundo, el hecho es que en la vida real traba-
jamos como locos porque desperdiciamos fuerza laboral y recursos abriendo decenas y centenas de tiendas, res-
taurantes y fábricas de lo mismo. El sistema de competencias, además de desperdiciar esfuerzo humano y recursos
naturales, es una fuente de injusticia y desgracia. Preguntémosle a cualquiera que haya trabajado treinta años en
su changarro y haya conseguido expandirlo a tres minisúper en cierta zona de la ciudad, convencido de que con
eso tendría asegurado el ingreso para su vejez, pero que de repente tenga que enfrentar a un Wall-Mart, a un So-
riana y a una Comercial Mexicana compitiendo ferozmente junto a cada uno de sus pequeños minisúper en la
misma zona de la ciudad donde él a duras penas se estableció. Lamentablemente, cosas similares ocurren con
frecuencia porque la competencia es el único sistema compatible con la naturaleza humana y que sea tan semejan-

18
Por necesario no me refiero a lo indispensable, sino a todas las comodidades de la vida moderna pero en las cantida-
des necesarias.

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te a la ley de la jungla no es más que otro indicio de que provenimos de ella. Las empresas fuertes tragan a las
débiles sin piedad y con la evolución del sistema las grandes se han convertido en transnacionales abrumadora-
mente grandes. Con cada nueva crisis económica las empresas pequeñas y débiles caen y las fuertes se hacen más
fuertes. Todos sabemos que los estados que han pretendido producir lo necesario y distribuirlo equitativamente
han fracasado. Esto se debe a muchísimos factores, el principal de los cuales es la naturaleza homínida de sus
ciudadanos y sus dirigentes.

El comunismo de Marx es una utopía maravillosa pero no funciona debido a que elimina las clases sociales
y la competencia entre los individuos. Ambas cosas tienen profundas raíces en nuestra naturaleza y no es posible
eliminarlas por decreto. El trabajar motivándose por la competencia y la aspiración a ser importante tiene un papel
fundamental en la vida de una persona porque le hace sentirse útil y además mantiene ocupado su intelecto. Un
ser humano sin trabajo se aburre, a menos que esté versado en algún arte o en alguna ciencia. En caso de no estar-
lo, el aburrimiento lo llevará la ociosidad, la ociosidad al vicio y el vicio al crimen. El trabajo, además de ser pro-
ductivo, puede llegar a ser una fuente importante de felicidad. Lamentablemente la felicidad debida al trabajo es
cosa rara, pues la inutilidad actual del trabajo de una sola persona comparada con la producción en masa y la im-
posibilidad de que un individuo fabrique con sus propias manos lo el sistema le dice que necesita para vivir –
celulares, autos de lujo, etc…- ha hecho que la vieja satisfacción por trabajar sea algo ajeno a la mayoría de los
trabajadores. Los empleados, obreros, carpinteros o plomeros e incluso los empresarios, al ser el engranaje de una
maquinaria de producción salida de control no tienen la oportunidad de disfrutar de su trabajo como en otros
tiempos lo hacían cuando trabajaban en granjas o forjaban el metal y producían los artículos que su familia y su
sociedad necesitaban. En aquellos tiempos el trabajado era recomenzado además con la gratitud de las personas
para las que trabajaba.

A los trabajadores intelectuales no les va mucho mejor pues se ven obligados a alquilarse a empresas o go-
biernos que también están engranados con eso de la producción en serie y la eficiencia, por lo que se les obliga a
escribir como máquinas y terminan publicando cosas sin sentido, reportajes difamatorios o artículos de fuentes
dudosas. Ésta decadencia de la que muy pocos pueden escapar es evidente sobre todo en el periodismo. Los enca-
bezados de los diarios, en vez de ser la manera más concisa de enterarse de una notica como lo era en los buenos
tiempos del periodismo, ahora sólo son un recurso para poner el periódico en el mercado. Algo análogo pasa con
los músicos que tienen que componer cierto número de canciones y grabarlas en fechas precisas para cumplir su
contrato con las disqueras. El sistema ha convirtiendo la música, y el arte en general, en un fenómeno comercial.
Al igual que en lo concerniente a nuestros valores, deberíamos de hacer prevalecer la razón y la bondad en nuestro
sistema económico si aspiramos a tener algún día una sociedad en donde el individuo promedio sea realmente
feliz y no sólo aparente serlo, como ocurre frecuentemente en una sociedad donde hasta el nivel de cierto tipo de
felicidad acorde con el sistema está valuado económicamente en el individuo a la hora de venderse como fuerza
laboral.

“El problema de nuestra época consiste en que sus hombres no quieren ser útiles sino importantes”
Winston Churchill, estadista, historiador, escritor, militar, orador y ex-primer ministro británico (1874-1965)

La felicidad
“El hecho que un creyente pueda ser más feliz que un escéptico es tan cierto como decir que el borracho es más
feliz que el hombre sobrio."
George Bernard Shaw.

24
Si vamos por la calle y le preguntamos a alguien si quiere ser feliz, a menos que tenga un concepto muy os-
curo de la vida, sin duda dirá que sí. Curiosamente, si le preguntamos a esa misma persona en que consiste ser
feliz probablemente se quede sin respuesta. En caso de que se aventure a darnos una, casi con certeza nos respon-
derá afirmando que la felicidad se halla en la consecución de ciertos fines como el dinero, la familia o el amor. O
tal vez nos diga que la felicidad se halla más bien en el trabajo, el éxito y el reconocimiento social. O en ser
bueno, amable y bondadoso. Hay un sinfín de otras respuestas posibles, pero afortunadamente podemos hallar un
patrón simple en ellas: aquellos que se sienten felices responderán que la felicidad es atribuible a algo que tienen
y aquellos que se sienten infelices atribuirán la felicidad a algo de lo que carecen. Como ser feliz es más fácil
cuando se satisfacen ciertas necesidades cubiertas principalmente por el dinero, el éxito o el amor, la felicidad
suele ser atribuida ellos; pero todos sabemos que muchos tienen estas cosas en abundancia y aun así no son feli-
ces. Por lo tanto, debemos concluir que la felicidad jamás es alcanzable por medios externos sino que es una ca-
racterística interna del sujeto.

Visto desde el objetivo punto de vista de la neurobiología, esta característica se reduce a que los individuos
que son felices tienen una actividad cerebral distintiva que incluso se puede imitar artificialmente de manera im-
perfecta por medio de ciertas drogas. Luego, tanto si somos ricos como si somos pobres, exitosos o fracasados,
dadivosos o tacaños, amorosos o desenamorados, si nuestro cerebro está en cierto estado nos sentiremos felices.
Desde el punto de vista evolucionista la felicidad es algo igualmente simple. Recordemos que el miedo, la angus-
tia, el deseo, el hambre, la sed, etc., son sensaciones desagradables que han evolucionado para que el sistema bio-
lógico que las siente evite la muerte y satisfaga las necesidades de su sistema. La felicidad es el estado agradable
que se tiene cuando ninguna de estas alarmas está encendida. Entre otras cosas, el punto de vista de la neurobiolo-
gía también explica nuestra debilidad por las drogas y el evolutivo nos informa por qué es tan sencillo ser feliz
para un perro con buena salud, comida suficiente y que no sufra de maltrato. Análogamente, un ser humano que
disponga de casa, comida e ingresos suficientes para educar a sus hijos, comprar atención médica en caso necesa-
rio y tener aseguradas estas cosas para el futuro debería de ser feliz. Desafortunadamente, nuestra especie es mu-
cho más compleja que el resto de los animales y generalmente esto no nos basta para ser felices; pero afortunada-
mente, esa misma complejidad nos hace capaces de ser felices a pesar de las peores carencias.

Quizá parezca una broma esto de que la felicidad es simplemente un estado mental porque implica que si
aprendemos a controlar nuestros estados mentales lo único que nos separa de la felicidad es la ingenuidad. Apa-
rentemente, si fuera tan sencillo todo el mundo sería feliz. El problema es que aunque la felicidad sea algo tan
simple, no significa que sea algo fácil de obtener. Es muy fácil definirla y entenderla como un estado mental, pero
eso no quiere decir que sea fácil controlar nuestros estados mentales. Sin embargo, tenemos la capacidad de ha-
cerlo y todos hemos escuchado de personajes extraordinarios que aún en una situación tan calamitosa, sombría y
nefasta como la guerra, la estadía en un campo de concentración o la observación de la construcción del propio
patíbulo desde el calabozo son capaces de mantener la paz interior propia de la felicidad.

La idea de que seremos felices cuando consigamos cosas como el éxito, el reconocimiento social e incluso
aquel automóvil que vimos en la TV es resultado de un sistema consumista que nos pinta personas felices en
anuncios comerciales, consiguiendo que asociemos la felicidad con los productos que el publicista desea que con-
sumamos. Pero tampoco quiero decir que todos debamos entregarnos a la filosofía del tonel19. Aunque la felicidad

19
Diógenes de Sinope (404-323 A.C.) fue un filósofo contemporáneo de Platón de quien sólo tenemos referencias pues
no dejó nada escrito. Es conocido por varias anécdotas, una de las cuales cuenta que en cierta ocasión llevó un pollo desplu-
mado a la Academia de Platón para que sea instruido después de que su fundador definiera al hombre como un “bípedo im-

25
sea una característica interna de la persona, hay cosas externas que definitivamente nos hacen más fácil conseguir-
la: el afecto de las personas que nos rodean, enfrentar cada día con entusiasmo, no pasar penurias económicas,
tener un trabajo interesante e incluso tener un sistema de creencias que le den sentido a nuestra vida, aunque sea
de manera religiosa, son cosas que ayudan a mantener ese envidiable estado mental. Pero la clave para ser feliz es
estar consciente que la felicidad es algo interno, no algo externo.

Cuando un ser humano tiene satisfechas todas sus necesidades, la felicidad debería llegar a él de manera tan
espontánea como le llega a nuestras mascotas. Haciendo una analogía con la frase de Russeau sobre la corrupción
de la bondad natural del ser humano por parte de la sociedad, creo que también es posible afirmar que la felicidad
llega de manera espontánea al ser humano cuando tiene satisfechas todas sus necesidades, pero de nuevo es la
sociedad la que nos la hace difícil de alcanzar. Tomemos el caso de “el granjero feliz”, que es el mejor ejemplo
que se me ocurre de una persona que experimenta la felicidad de manera natural. Su felicidad consiste en trabajar,
en ver cómo crecen sus plantas y sus animales. No tiene los sentidos entorpecidos por el constante ruido y el hos-
tigamiento visual y auditivo que tenemos en la ciudad con la televisión, los vehículos y demás bullicio que está
por todos lados. Estos sentidos desintoxicados le permiten disfrutar mejor de la naturaleza, del paisaje, de la salida
y la puesta del sol. Por la noche puede admirar un cielo rebosante de estrellas. Tiene unos hijos a quienes educa
según las normas que les enseñaron a sus padres sus abuelos y que le ayudan voluntariamente en sus labores. No
anda deseando aquello que no tiene ni sus hijos lo andan fastidiando con que desean cada cosa que ven en un
anuncio de TV o pidiéndole algo que tiene uno de sus compañeros de la escuela y ellos no. Su mujer es la mejor y
la más hermosa sobre la faz de la Tierra, pues no es bombardeado con imágenes de mujeres sexualmente desea-
bles que imponen un estándar de belleza y que le hacen desear tanto a los productos que anuncian como a las
anunciadoras. Pero sobre todo, para él su mujer es la mejor mujer del mundo porque es su compañera todo el
tiempo y es la madre de sus hijos. La felicidad de un hombre así no se debe al consumismo. Tampoco a motivos
intelectuales: no se basa en razones teológicas, o en maravillarse ante la belleza de las artes o la elegancia de los
resultados de las matemáticas ni en la alegría de mirar y comprender que tenemos quienes sabemos un poco de
ciencias. Su felicidad es como la del delfín20; radica simplemente en existir. Los hombres y mujeres citadinos hace
mucho que no disfrutamos de esa clase de felicidad, pero ello no se debe a que la vida moderna sea incompatible
con ser feliz sino a que seguimos teniendo por modelo de felicidad uno que ya no es aplicable y porque la socie-
dad actual no está fundamentada en la razón sino en un sistema consumista capitalista entre cuyas variables la
felicidad humana no aparece más que como la opción “cliente satisfecho – cliente insatisfecho”.

Aunque los valores fundamentales21 siempre serán indispensables para el funcionamiento de la sociedad, el
discurso que sustenta su validez actualmente es obsoleto. Por eso cada vez hay menos gente que los sigue. Los
valores no son algo que surja en nosotros de manera espontánea, pues la mayoría son contrarios a nuestra natura-
leza animal. Por lo tanto, aquellos a los que no les convence el discurso que los sustenta no se sienten a gusto
siguiéndolos y suelen ignorarlos. Esta conducta es una fuente importante de angustia inútil en la medida en que

plume”. Pero sobre todo se le recuerda por haber vivido la mayor parte de su vida en un tonel. El “Sócrates delirante” como
le llamaba Platón, solía tener como pertenencias su tonel, su ropa, una manta, una bolsa de cuero, un báculo y un vaso. Cuen-
tan que cierto día la visión de un niño que bebía de una fuente con sus manos lo hizo reflexionar sobre la superflualidad de
algunos de sus bienes.
20
“La felicidad del delfín estriba simplemente en existir, mientras el hombre se complica la vida preguntándose ¿de
dónde vengo? ¿a dónde voy?” Jacques Costeau, investigador y explorador francés (1910-1997)
21
A pesar de que he criticado los valores, no niego que sean necesarios: lo que sostengo es que no son inamovibles,
que cada individuo tiene la capacidad de saber cuáles y cuando son buenos y que los que valen la pena se sostienen basándo-
se en la razón y la bondad, no porque sean declarados como virtudes por una institución o un individuo.

26
los valores rotos sean superfluos. Los valores modernos que han evolucionado a partir de la llegada del capitalis-
mo son un ejemplo claro de esta clase de valores innecesarios artificialmente implantados en una sociedad. Estos
valores artificiosos son los que fueron evolucionando a raíz de la implantación del consumismo y que conforman
la llamada filosofía del éxito, una filosofía que no nos permite tener el mínimo necesario de paz para ser felices.
Imaginemos un día en la vida de un hombre exitoso22. Se tiene que levantar muy temprano para llegar al trabajo
puntual y poder supervisar lo que ahí pasa. Para poder hacer esto con autoridad tiene que exhibir cualidades y
características que probablemente no vayan con su estado de ánimo esa mañana: tiene que tener una expresión
firme, una manera de hablar segura, tomar decisiones sin titubear y hacer otras formas de teatro para proyectar
que tiene las cualidades de un gran hombre de negocios con el fin de impresionar a todos y ganarse su respeto. En
el fondo está tan estresado y se siente tan frágil como cualquiera de sus empleados. Durante el almuerzo, no come
con un amigo sino con un cliente potencial, un empleado o un jefe; en todos los casos, tiene que medir sus pala-
bras y seguir con el teatro. Después de un día cansadísimo y rutinario, su felicidad vespertina depende de si las
ganancias del día fueron bien o mal. Por la noche arriba a su casa para enfrentarse con una mujer y unos hijos de
los que no quiere saber nada, pues el buen hombre, al estar exhausto, pasa de la mesa a la cama sin enterarse de
que tiene familia. La vida de uno de sus empleados no es mucho mejor. Ellos tampoco se libran de la competen-
cia, pues es feroz aún entre empleados, y el estrés del empresario al luchar contra la competencia temeroso de que
su empresa quiebre tiene su contraparte en el empleado que tiene que lidiar con la carencia de dinero. Al tener
menos dinero es más probable que su mujer no lo esté esperando en casa con la cena servida sino que también ella
tenga que trabajar para sostener a la familia, por lo que en la noche se enfrentan dos seres exhaustos y estresados,
siendo el resultado generalmente peor que en el caso del empresario.

Tanto el empresario como el empleado creen que subiendo al siguiente nivel serán felices. Pero si el em-
pleado asciende a empresario se encontrará con que la felicidad que su jefe proyectaba en el trabajo era solo un
teatro y si es el empresario quien logra subir de nivel y convertirse en magnate se encontrará con que está atorado
en un engranaje del cual es incapaz de salir. Estar luchando contra la competencia ha sido su vida y dejar esa lu-
cha es tan difícil para él como dejar la bebida para un alcohólico. Es tan deliberada esta psicología de la compe-
tencia que llamamos carrera a la trayectoria de nuestras vidas. Alguien debería decir a los corredores que el ca-
mino que están recorriendo en esa carrera es su vida y el final del camino es el mismo para todos. Sería bueno
detenerse y disfrutar un poco más el paisaje. El dinero y el éxito están tan relacionados con la felicidad que las
personas dependen por completo de la consecución de esos fines, y por lo tanto se han convertido en sus esclavos.
Es por eso que empresarios que han acumulado tanto que podrían pagarse su ritmo de vida durante un tiempo diez
veces mayor a su esperanza de vida, en vez de dedicarse a disfrutar de lo que han ganado siguen luchando como si
su empresa fuera aún pequeña, fastidiando la existencia de quien no han tenido la fortuna de crecer. Entendiendo
las cosas así no debemos juzgar a las grandes empresas que engullen a las pequeñas ni, lo que es lo mismo, al rico
que vive a costa del pobre del mismo modo que no juzgamos al león que devora una gacela. Pero el simple hecho
de que podamos compararlos nos hace pensar sobre el estado de desarrollo de nuestra civilización.

Es lamentable ver cómo la psicología de la competencia se extiende a otros campos de nuestra vida donde
no hay por qué soportarla. Si le preguntamos a un joven en que le gustaría trabajar en el futuro nos responderá
aquello que crea que deja más dinero, a menos que de alguna manera haya descubierto o le hayan inculcado algu-
na destreza manual o intelectual que le incline por algo en particular. Y aún en estos casos el factor del dinero
juega un papel importante en su decisión. Desde el momento de elegir lo que vamos a estudiar ya nos hemos me-

22
Tomado de “La conquista de la felicidad” de Bertrand Russell.

27
tido en el proceso de competencia y consumismo. Las personas ya no estudian por porque sea interesante, porque
sea un privilegio, porque sea su vocación ni mucho menos por amor al conocimiento, sino que estudian con el
afán de tener las herramientas para hacer dinero en el futuro. El resultado es que el mejor promedio de la clase
casi siempre está orgulloso de ser el primero, de ser el mejor y de ser el más exitoso en vez de que su orgullo se
deba a su dedicación al conocimiento y a tener una mente mejor adiestrada que la de sus compañeros. Y la prueba
más evidente de ello es que generalmente tiene la necesidad de alardear de ser el mejor, cuando todos sabemos
que el realmente sabio es humilde.

Ya se ha mencionado que la realización personal es otra cosa que está asociada al éxito. Hay muchas cosas
que deberían ser reconocidas como logros pero no lo son por no estar asociadas ni al dinero ni a la posición social.
Una de estas cosas injustamente no reconocidas es el papel de la madre que se dedica a ser ama de casa. Su labor
es quizá la más importante de toda la sociedad, pues ellas son las que en gran medida forman a la nueva genera-
ción. Pero la filosofía del éxito pinta como fracasada a una mujer dedicada exclusivamente a sus hijos y su casa.
No quiero decir que la obligación de la mujer sea quedarse en casa. Estoy convencido de la igualdad entre hom-
bres y mujeres y para ser congruente con esta igualdad, los hombres deben de estar dispuestos a tomar el papel de
la mujer en el hogar. Pero hay un detalle: que no haya un sexo superior a otro no implica que sean idénticos. Los
hombres y las mujeres ciertamente somos diferentes, y ellas son físicamente indispensables para el cuidado de los
bebes y el deseo y la paciencia para cuidar a los niños más grandes es mucho mejor que en quienes no los pari-
mos. Por lo tanto, es preferible que ellas se dediquen al cuidado de sus hijos. Por supuesto si por alguna razón es
mejor que ella salga a trabajar, el hombre debería de ser capaz de sustituirla en el hogar sin ningún complejo de
inferioridad y sin que la sociedad se ría de él. También la mujer que decida aportar sus habilidades para el bien de
la sociedad en vez de tener hijos o que decida pagar a alguien para que se los cuide mientras trabaja, debe de ser
tratada equitativamente con respecto al hombre. De hecho, hay muchos trabajos para los que es mejor una mujer
que un hombre. Pero no importa cuando las adule y me esfuerce por conciliarme: ya he dicho que es preferible
que ellas se dediquen al hogar y con esto ya tengo la sentencia de todas las feministas. Mi último intento por ex-
cusarme con ellas es subrayar que la intención de éste comentario no ha sido discutir si el hombre es superior a la
mujer o viceversa, sino exponer lo dañina que es la idea de que dedicarse al cuidado de los hijos sea sinónimo de
fracaso. La necesidad de excusarme se debe completamente a que esa labor no está valorada como le corresponde:
si lo estuviera, simplemente estaría comentando sobre el grupo que debiera hacer cierto trabajo indispensable para
la sociedad por estar mejor calificado para él. Esta subvaloración del trabajo de ser madre se debe enteramente a
los “valores” que se han generado a raíz de la locura productiva-consumista, y las madres descuidan el cuidado de
sus hijos en pro del “éxito personal”. Lamentablemente, a la situación del abandono de los hijos se suma el hecho
de que ya no es cuestión de gusto sino de necesidad, pues la mayoría de los sueldos no bastan para mantener una
casa y en necesario que tanto la madre como el padre trabajen. El resultado neto es que los tutores de las nuevas
generaciones son principalmente el Wii y las caricaturas de la tarde.

“¡No me diga que en el siglo XXIII no usan dinero!”


Pues… no.
Fragmento del guión de Star Trek IV entre una mujer del siglo XX y el capitán Kirk

Terminando por el principio


“No hay nada en el mundo a que más indiscutible derecho tenga el hombre que a disponer de su propia vida y
persona”.
Artur Schopenhauer, filósofo alemán, (1788-1860).

28
La palabra suicidio da miedo. Está asociada a la depresión, a la cobardía por enfrentar los problemas de la
vida, a la deshonra y a la falta de consideración del ser que se suicida con las personas que lo rodean. Tratemos de
dejar de un lado éste concepto negativo y pensamos en el suicidio como la capacidad de un ser humano de elegir
sobre la propia muerte. Entonces la historia se llena de personajes sabios e importantes que se han suicidado a lo
largo de los siglos. Por citar algún ejemplo, sabemos de dos hombres célebres condenados y ejecutados por sus
estados hace más de dos mil años: uno fue Sócrates, el otro Jesús. Ambos fueron condenados injustamente y am-
bos tuvieron la posibilidad de huir pero decidieron dejarse ejecutar. Las razones de uno y otro para tomar esa
elección fueron muy diferentes, pero ambos usaron el derecho a elegir el final que tendría su vida y, aunque a uno
lo recordamos mucho más que a otro, ambos han trascendido los milenios en gran parte gracias a su elección.

Si nos atenemos a la definición de suicidio como la elección sobre la propia vida tanto Sócrates como Jesús
se suicidaron. A lo largo de la historia, los que han tomado la decisión de morir en el anonimato son muchos más:
cada soldado que ha salido a pelear una batalla perdida en vez de huir está decidiendo morir, es decir, suicidándo-
se ¡y en ese caso el suicidio se considera virtuoso! El suicidio nos parece espantoso debido sólo a nuestro entorno
cultural. En muchas otras culturas es bien visto. Muchos filósofos, en particular en la antigüedad, se suicidaron.
Por ejemplo, Eratóstenes, después de haber dedicado su vida a observar el cielo y a leer libros, quedó ciego y sin
posibilidad de hacer cualquiera de las dos cosas que más amaba. Así que decidió que era un buen momento para
morir. Por razones de censura no tantos filósofos contemporáneos se han atrevido a hablar positivamente con
respecto al derecho de disponer de la propia vida, pero no hay que investigar mucho para dar con varios, como
Nietzsche y Hume. El suicidio se comenzó a considerar malo hasta el día en que apareció la idea de que aquellos
que deciden sobre su propia vida ofenden a su creador.

No pretendo hacer una discusión completa sobre éste tema; lo único que quiero mencionar es que todos de-
biéramos de tener derecho a elegir sobre nuestra propia muerte. No creo que tengamos que preocuparnos por sui-
cidios en masa porque no es natural querer quitarse la vida y creo que la mayoría de nosotros nos aferraríamos a
ella hasta el último aliento. Lejos de suscitar un problema, creo que si el suicidio fuera algo socialmente aceptado
quienes desean hacerlo no tomarán la decisión a escondidas y no nos llevaríamos la sorpresita de que cierto día
fulanito se quitó la vida. En una sociedad así, si alguien deseara hacerlo nos lo diría y estaríamos ahí para conven-
cerlo de que aún tiene por que vivir, ¡si en realidad tiene aún por que vivir! Pero si no podemos convencerlo de
que hay razones para seguir con su vida, entonces tal vez en realidad ya no las haya y debiera tener el derecho a
elegir la muerte como algo mejor que la prolongación del sufrimiento. Desafortunadamente, la moral convencio-
nal hace esta opción inviable. Como ciudadano de un país en donde no está permitida la eutanasia no puedo dejar
junto a los demás deseos de mi testamento que bajo ciertas condiciones médicas, como las de Terri Schiavo, de-
seo morir. Si por alguna razón llegó a estar en un estado médico similar al de ella estoy condenado a una existen-
cia infernal, incapaz de hablar o interactuar con mi entorno pero consciente de lo que ocurre a mi alrededor. Aho-
ra que puedo manifestarme y decir que desde mi perspectiva de la vida es mejor morir que prolongar una existen-
cia así resulta que no tengo derecho a que se haga lo que deseo con respecto a mi propia vida. Lo mismo es apli-
cable si sé que tengo una enfermedad que en muy poco tiempo me va a matar, o si simplemente ya me cansé de
vivir con una muy dura y dolorosa. En esta sociedad nadie tiene derecho a controlar su propia muerte. Muchos
enfermos terminales podrían despedirse dignamente de sus seres queridos y salir del universo de las cosas que
existen por la puerta grande, pero no pueden porque hay una gran cantidad de supersticiones y teología en torno al
tema. Hay una película inolvidable llamada “¿Conoces a Joe Black?” y creo que debería de ser un derecho para
todo ser humano tener la posibilidad de despedirse de la vida cuando se siente la muerte cerca, como lo hizo el
personaje apellidado Parrish en esa película.

29
Me pregunto en que momento la existencia humana se hizo tan insoportable que hubo que declarar al suici-
dio como pecado. Especulando sobre las posibles causas imagino que en parte se debió a que la esclavitud era una
ventaja evolutiva para las sociedades en que era instituida; y era muy difícil mantener a un esclavo con vida.
¿Qué razones puede tener para vivir un individuo que nació con ese destino? No hay discurso que sea suficiente
para evitar que un ser tan desgraciado se arroje al barranco tan pronto tenga oportunidad, en particular si alguna
vez gozó de la libertad. Había que amenazarlo con el infierno si se privaba de la vida, o de lo contrario se perdería
mucha mano de obra en tiempos en que era mucho más indispensable y ardua que en la actualidad. Siguiendo una
línea de pensamiento evolucionista, las ideas sobre la propia privación de la propia vida son un buen ejemplo de
cómo son seleccionadas las ideas que prevalecen en la sociedad por el mecanicismo de la selección natural. Con-
sideramos elegir la muerte como algo positivo cuando la muerte del individuo proporciona algo de valor para la
sociedad, es decir, para la especie. Por ejemplo cuando se elige morir en una guerra, en nombre del deber o como
voluntario para alguno de los sacrificios humanos que se practicaban en muchas culturas. En cambio, elegir la
muerte es considerado negativo y vergonzoso cuando el individuo aún puede servir a la sociedad pero decide de-
jar de hacerlo, como un esclavo harto de la vida o un individuo que aún tiene hijos que mantener. Es obvio que
una sociedad con esta diferenciación de valores sobre la propia muerte tiene una ventaja evolutiva sobre otra que
no. No es extraño que la moral prevaleciente en la actualidad sea la que conocemos.

“Y todos los que buscan la gloria deben despedirse a tiempo de los honores y ejercer el difícil arte de retirarse con
oportunidad”
Fragmento de “Así hablaba Zaratustra”, de la muerte voluntaria. Nietzsche

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