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SEXUALIDADES DIVERSAS Y SÍNTOMAS DE LA SOLUCIÓN PATERNA

Facundo Blestcher

(Publicado en Revista Actualidad Psicológica, Año XL, Nº447, diciembre de 2015)

La tensión permanente entre apertura y clausura atraviesa los procesos históricos tanto como
nuestra comprensión de los seres humanos y sus modalidades de sufrimiento. Esta oscilación no es
ajena a la condición misma del sujeto con relación al Inconciente: allí donde lo novedoso o inesperado
hace su aparición, las vías que se abren para su captura significante pueden posibilitar su dominio y,
simultáneamente, producir un cierre prematuro de la dimensión del enigma. Enunciados
tranquilizadores, fórmulas simplificantes y apelaciones a la autoridad se ofrecen como recursos para
cancelar la angustia ante lo desconocido. Sostener la tarea autoteorizante del yo sin pretender una
síntesis armónica exenta de contradicción –renunciando a la edificación de un sistema que deniegue su
estatuto a lo inédito– da cuenta de la posición subjetiva a la que conduce todo análisis. Tal renuncia a
la omnipotencia del pensamiento también es esperable en la producción de conocimiento y en la
manera en que, quienes inscribimos nuestra práctica en el Psicoanálisis, nos emplazamos frente a las
grandes problemáticas humanas.
Asistimos a una transformación en los modos de los intercambios sexuales y en los
dispositivos histórico-sociales que procuran regularlos. La sanción de nuevos marcos jurídicos y la
ampliación en el reconocimiento de derechos –como las leyes de matrimonio igualitario y de
identidad de género, con sus efectos sobre los ordenamientos conyugales, filiatorios y adoptivos– han
agitado llamativas controversias que entroncan con los basamentos mismos del orden patriarcal. Las
mutaciones en las subjetividades sexuadas y en los emplazamientos deseantes e identitarios van
delineando, no sin matices, novedosas configuraciones individuales, familiares y sociales que alteran
el régimen instituido y desestabilizan los discursos hegemónicos heteronormativos y falocéntricos.
Las perturbaciones de lo instituido no solo afectan a las significaciones sociales, sino también
a los imaginarios psicoanalíticos. La sexualidad –inevitablemente– vuelve a imponernos una exigencia
de trabajo a quienes pretendemos operar sobre las condiciones productoras de padecimiento psíquico:
deconstruir las teorizaciones esclerosadas, someter a caución los prejuicios devenidos fórmulas
canónicas, revisar nuestras intervenciones clínicas para superar los obstáculos (epistemológicos, éticos
y políticos) que empobrecen el alcance de nuestra praxis.

Desarreglos de la sexualidad y discurso psicoanalítico


Hace un siglo, con la publicación de la Metapsicología, Freud alcanzaba una síntesis teórica
formidable, a la vez que, por la vía de una opción endogenista, se producía un extravío biologizante
que clausuraba la teoría sexual en sus vertientes menos fecundas. Sin embargo, la pulsión se sustrae
irreductiblemente a todo afán de domesticación, tanto para el sujeto como para sus teorías. En Más
allá del principio de placer, la compulsión de repetición habrá de resituar el carácter desligante de la
pulsión sexual de muerte, obligando a un nuevo proceso de apertura y recomposición de aquello que
en el decurso de la teorización había sido reprimido. Parafraseando la difundida expresión: lo inscripto
que no cesa de no transcribirse retorna como lo real amenazante del entramado ligador del yo.
En la actualidad podemos advertir otro movimiento ptolemaico que ha acarreado un nuevo
extravío: la progresiva desexualización del Psicoanálisis (Bleichmar, 2014). Este proceso es
reconocible en una dilución de la sexualidad pulsional, cada vez más reducida al registro del
narcisismo, el deseo de reconocimiento y la demanda. El espiritualismo deseante que anima este
deslizamiento reduce la pulsión a un montaje y elide su carácter excitante por relación a la
erogeneidad inscripta a partir del impacto de la sexualización precoz sobre el cuerpo. Esta concepción
resulta indisociable de una propuesta de resubjetivación del Inconciente que liquida la heterogeneidad
de las materialidades psíquicas a partir del imperialismo del significante.
Si la etiología sexual de las neurosis y el descubrimiento de sus fuentes infantiles revelaron, en
los orígenes, el carácter erógeno, parcial y paragenital de la sexualidad pulsional, hoy la problemática
de las diversidades sexuales y de las nuevas cartografías deseantes nos ofrecen la ocasión para
desmontar las soluciones sintomáticas a las que nuestras propias teorizaciones nos han arrastrado.
El estallido de las convenciones relativas a las subjetividades sexuadas no exige solamente la
búsqueda de nuevas formas de designación –que las siglas de los colectivos de las diversidades
sexuales reflejan en su permanente ampliación–, sino también la revisión de las categorías y los
sistemas clasificatorios con los que se pretendió cercar la sexualidad bajo el dominio de patrones tan
restrictivos como empobrecedores. ¿Qué queda de la confortable oposición entre homo y
heterosexualidad como tendencias excluyentes, frente a la multiplicidad de orientaciones deseantes en
las que distintas corrientes eróticas pueden coexistir o alternarse sin penosa contradicción? ¿Se puede
seguir recurriendo indistintamente a “la bisexualidad constitutiva”, “la homosexualidad reprimida” o
“la contra-identidad inconciente”, como si se tratara de comodines jugados según convenga, para dar
cuenta de realidades tan disímiles como los travestismos, las transexualidades, las intersexualidades o,
inclusive, las angustias homosexuales de sujetos heterosexuales? ¿Cómo conservar el lecho de
Procusto de una teoría simplista de la diferencia sexual cuando las subjetividades trans desafían las
aspiraciones cartesianas de las ideas claras y distintas con las que se concibió de manera lineal la
soldadura entre sexo, género y elección de objeto?
En primer lugar, corresponde recuperar la concepción ampliada de la sexualidad como plus
de placer, irreductible a la autoconservación biológica, constituida a partir de la pulsación primaria del
otro y sometida a complejos procesos de simbolización. Para ello, resulta necesario establecer un
deslinde entre la teoría psicoanalítica de la sexualidad y las teorías sexuales infantiles con las que los
seres humanos –también las y los psicoanalistas–, en diferentes momentos de su constitución subjetiva
y de la historia, han encontrado explicaciones para sus enigmas. La elevación de las modalidades de
fantasmatización de la sexualidad inconciente a teoría oficial del Psicoanálisis ha comportado una
acumulación improductiva de “mito-teorías” (Laplanche, 2001) que entorpecen la compresión de las
singularidades al reconducirlas a universales fundados en estructuralismos de diverso cuño, ya sean
biologicistas, antropológicos o lingüísticos.
Contrariamente a una mitificación simplificante, “la sexualidad no es un camino lineal que va
de la pulsión parcial a la asunción de la identidad, pasando por el estadio fálico y el Edipo como
mojones de su recorrido, sino que se constituye como un complejo movimiento de ensamblajes y
resignificaciones, de articulaciones provenientes de diversos estratos de la vida psíquica y de la
cultura, de las incidencias de la ideología y de las mociones deseantes, y es necesario entonces darle
a cada elemento su peso específico” (Bleichmar, 2014, p. 254).
Lo sexual excede los arreglos sociales que pautan la bipartición masculino/femenino y
desborda la genitalidad atravesada por la diferencia de los sexos. Tampoco se normativiza ni
subsume a las significaciones imaginarias que moldean los procesos de producción de subjetividad
(1). A pesar de ello, la conmoción de las topografías tradicionales del patriarcado parece amenazar
las coordenadas de inteligibilidad de la sexualidad vigentes hasta el presente. La emergencia de
zonas intermedias, transicionalidades e hibridaciones desconocidas hasta ahora descomponen los
límites, clasificaciones y prácticas legitimadoras del aparato conservador. Este des-arreglo coloca
al Psicoanálisis ante una escena de interpelación que reclama la deconstrucción de aquellas
formulaciones que resultan ya no solamente insuficientes, sino francamente erróneas.
Algunos sectores del estamento psicoanalítico han exhibido una persistente dificultad para
someter a revisión los mandatos patriarcales, falocéntricos y heteronormativos infiltrados en sus
conceptualizaciones. En la medida en que el pensamiento freudiano promovió una crítica de la moral
sexual cultural y denunció los malestares producidos por los dispositivos de disciplinamiento social,
este impedimento no puede ser pensado sino como una verdadera anomalía y un obstáculo
epistemológico que perturba el progreso de la teoría tanto como reproduce las significaciones
hegemónicas y las desigualdades entre los géneros.
Este atolladero puede ser entendido como una resistencia del Psicoanálisis (Derrida, 1998) y
adopta la forma de dos posturas ejemplares que, aun en su aparente oposición, corresponden a un
idéntico movimiento de clausura: un formalismo a-historicista para el cual no existe novedad ya que
todo fenómeno es reductible a las posibilidades combinatorias de la estructura de partida, o un
relativismo para el que el flujo de los acontecimientos no puede ser cercado en sus determinaciones.
Intentar superar esta engañosa antinomia nos obliga a trabajar los trastornos e impases de las teorías
psicoanalíticas con relación a los procesos de producción de subjetividad sexuada y la incidencia de
los discursos históricos en su conceptualización ya que “ […] inevitablemente, en la medida en que la
práctica psicoanalítica se establece en el marco de los fantasmas y enunciados de quienes la
practican –de uno y otro lado del diván–, sus teorizaciones se ven impregnadas por los modos
históricos de producción de subjetividad de los sujetos que la nutren (Bleichmar, 2014, p. 252).

Estremecimientos de la solución paterna frente a las diversidades sexuales


La fractura de las matrices tradicionales de subjetivación (con la irrupción de modalidades
disidentes, alternativas, contraculturales o innovadoras), la pluralidad de posicionamientos identitarios
(para los cuales se torna inevitable una constante producción de nuevas formas de nominación), los
cambios en el ordenamiento de los intercambios sexuales (que perfilan elecciones móviles, inestables
y no subsumibles en una inflexible trayectoria unitaria) ponen de relieve la desregulación de las
prescripciones normativas de los dispositivos dominantes. Ante la incertidumbre y su incidencia
desligante sobre las certezas celosamente establecidas, los procedimientos de segregación ofrecen un
parapeto protector y materializan una operatoria desubjetivante de carácter bifronte: por un lado,
sostenida socialmente en la criminalización de las diferencias; por el otro, reproducida especularmente
en la patologización de aquellas identidades y prácticas sexuales que se sustraen a los parámetros
establecidos.
La remoción de los prejuicios que subordinaron la sexualidad al ideal heterosexista propició el
abandono paulatino de la homologación entre homoerotismo y patología, o más precisamente entre
homosexualidad y perversión. Tal dislocación ya se encontraba presente en los desarrollos freudianos
–aun con sus vacilaciones– y daba cuenta de una perspectiva audaz que desmontaba las doctrinas
patologizantes de la ciencia y de la moral victoriana. Lamentablemente, muchos desarrollos post-
freudianos, amparados en una lectura e interpretación sesgada de la obra, fueron incapaces de
preservar tal coherencia teórica y ética: sometieron al homoerotismo a un nuevo juicio y lo
condenaron a reclusión en el campo de la desviación. Este dictamen también alcanzó a las y los
psicoanalistas homosexuales, cuya formación y reconocimiento les fue negado largamente por
distintas instituciones oficiales (Abelove, 2000).
Si bien en la actualidad muchas de estas concepciones han sido abandonadas o morigeradas en
el discurso psicoanalítico oficial, las teorías queer han mostrado que pervive una homofobia latente
siempre presta a reanimarse en no pocos conceptos, prácticas y presentaciones clínicas (Sáez, 2004),
aunque se oculten tras ocurrentes galicismos.
Un escotoma semejante se torna eficiente en la inmediata patologización de toda posición
genérica que no se subordine a las clasificaciones restrictivas de la masculinidad o femineidad
convencionales. En lo relativo a las diversidades sexuales, los criterios de inteligibilidad
acostumbrados exigen eliminación de toda ambigüedad y reducción de las diferencias a la lógica
binaria, expulsando al campo de la anormalidad a todas aquellas presentaciones que contrarían el caso
hegemónico. La equivalencia entre travestismo y perversión, o entre transexualismo y psicosis –
definidas estructuralmente por la dominancia de los mecanismos de renegación o forclusión que
determinarían el posicionamiento del sujeto ante la castración–, para mencionar solamente dos
formulaciones prototípicas, comportan tanto una generalización abusiva no justificada en parámetros
metapsicológicos como una propuesta desubjetivante que no respeta la complejidad de las
determinaciones erógenas, deseantes, fantasmáticas e ideológicas en las que se inscriben los procesos
de constitución sexual (Blestcher, 2009). Tal concepción no es compartida por quienes tenemos la
experiencia de acompañar a personas travestis, transexuales o transgéneros en el curso de sus análisis,
ya que –como en todo sujeto– las formas de ejercicio de la sexualidad o sus posicionamientos
identitarios no definen por sí mismos su estructuración psíquica ni su eventual psicopatología.
No se trata de suprimir la psicopatología ni las conceptualizaciones que hemos construido para
dar cuenta del sufrimiento psíquico y sus causas, sino de someter a la prueba metapsicológica nuestras
formulaciones y evitar su ideologización. En este sentido, la reiteración hasta el pasmo de enunciados
que valen más como contraseñas de pertenencia que como categorías explicativas configura una
coartada ideológica y un factor de legitimación que acaba asociando al Psicoanálisis con los discursos
más reaccionarios del conservadurismo social, moral y religioso.
Afirmar, por ejemplo, que la convicción subjetiva de una joven transexual de “ser una mujer
en un cuerpo de hombre” constituye una certeza delirante producto de una alteración del principio de
realidad –que la lanza sin estaciones intermedias al destino final de la psicosis– pone de manifiesto
una pobreza conceptual solamente superada por su indigencia ética. Entre otras cuestiones,
desconsidera que la convicción acerca de la propia identidad es constitutiva y constituyente, en todos
los casos, de la representación del yo en su existencia y permanencia. Por otra parte, si lo que se
formula como patológica es la discordancia entre identidad de género y sexo anatómico, bajo la
suposición de que ambas deben coincidir necesariamente, se anulan los modos representacionales con
los que se organiza la vida psíquica en discontinuidad con la naturaleza, incluso en las situaciones en
las que aparentemente concuerdan. Un argumento similar ha sido enarbolado por ciertos dispositivos
médicos frente a las intersexualidades, proponiendo amoldar a fuerza de bisturí aquellos cuerpos que
escapan a la morfología prescripta como natural. Finalmente, si el principio de realidad encuentra su
sustento en lo real biológico, como si se tratara de un fundamento último cuya existencia bastase por sí
misma, se liquida toda la dimensión ideológico-discursiva que define los órdenes de significación de
la realidad en tanto construcción cultural. Resulta paradójico entonces que, luego de los denodados
esfuerzos psicoanalíticos por desustancializar radicalmente al sujeto, llegando a reducirlo al instante
fugaz de una emergencia discreta en la evanescencia del discurso, se proponga el reingreso de la
biología o de la anatomía sexual como parámetro de normalización.
La patologización de las sexualidades diversas puede ser interpretada como un síntoma que
manifiesta las tensiones irresueltas de la teoría y reproduce los estereotipos sedimentados del
patriarcado occidental. El Padre es una construcción histórica, solidaria de las formas tradicionales de
la dominación masculina, que ha asegurado a los varones el monopolio de la función simbólica (Tort,
2008). El Psicoanálisis ha participado de la solución paterna, replicando y legitimando este arreglo de
las relaciones de poder entre los sexos. En esta línea, se viene vaticinado la demolición lisa y llana del
orden simbólico a partir de la llamada declinación del padre. Esta catástrofe es atribuida, entre otras, a
las neoparentalidades que harían naufragar las pautaciones establecidas sobre el sistema de parentesco,
la filiación y la organización social.
Las novedosas configuraciones familiares pueden ser consideradas como puntos de fuga y
alternativas de descentramiento que nos conduzcan a refinar nuestras concepciones, o entramparnos en
un intento de restauración conservadora del dogma paterno y sus ficciones. Las categorías función
materna y función paterna han contribuido a distinguir las operaciones subjetivantes de las personas
reales que las encarnan –sin lograr impedir su plegamiento permanente–, pero resultan insuficientes ya
que duplican la división del sistema sexo/género (Roudinesco, 2003). Las impregnaciones ideológicas
de estas fórmulas exceden la pretensión de formalización lógica y reclaman un discernimiento de la
complejidad de las determinaciones deseantes, fantasmáticas y discursivas en las que se inscribe la
operatoria humanizante que las y los adultos, como sujetos psíquicos clivados, ejercen sobre niños y
niñas (2).
Este reposicionamiento tendiente a conservar los núcleos de verdad del descubrimiento
psicoanalítico, despojándolo de las hipótesis adventicias que fueron depositándose a lo largo del
tiempo, obliga a reconocer el “extravío familiológico” que sufrió la teorización del Edipo. Este desvío
resulta compatible con la perpetuación del mito del padre y obtura la comprensión de las realidades
actuales. Recuperar su significatividad requiere discernir entre estructura del Edipo, que desde la
perspectiva levistraussiana define la regulación de los intercambios sexuados entre las generaciones y
la inserción simbólica en la cultura; complejo de Edipo, tiempo de ordenamiento de la sexualidad
infantil y sus constelaciones deseantes en función de las pautaciones del adulto; y organización
familiar, en tanto agrupamiento social fundado en relaciones de alianza y parentesco en un momento
histórico determinado. Rescatar su significatividad exige poner el centro del Edipo en la pautación que
cada cultura ejerce sobre la apropiación del cuerpo del niño como lugar de goce del adulto (Bleichmar,
2000, 2011).

Las identidades sexuales revisitadas


La constitución de la identidad no puede ser pensada sino como efecto de una multiplicidad de
factores: identificaciones, significaciones sociales y relaciones de poder. La identificación constituye
la operación fundamental que genera las condiciones para instituir la subjetividad y estructura la base
sobre la cual se afirma la identidad en tanto conjunto de enunciados en los que el sujeto se reconoce a
sí mismo en el marco del enlace libidinal al semejante.
El yo no se mantiene al margen de la matriz de normas sociales y mandatos culturales que lo
asedian y crean condiciones de conflicto. Lejos de quedar reducido a una función de desconocimiento
y defensa con relación a lo Inconciente, remite a un plano de creencia necesario para el investimiento
de una existencia que pueda ser habitable. La permanencia a la que el sujeto aspira no se reduce al
plano de la autoconservación biológica, sino que remite a la preservación narcisista de las
representaciones que lo definen como existente. Cuando un sujeto se ubica en torno a alguna de las
categorías que pretenden definir su emplazamiento sexuado, procura dar cuenta de sí, a la vez que
apela al reconocimiento del otro, advirtiendo que “ese ‘sí mismo’ ya está implicado en una
temporalidad social que excede sus propias capacidades narrativas” (Butler, 2009, p. 18-19).
La atribución de género responde a las propuestas identificatorias que parten de la
fantasmatización de los atributos sexuales en el imaginario parental. Del lado del infantil sujeto, la
asunción del género como elemento estructurante opera con anterioridad al reconocimiento de la
diferencia anatómica de los sexos, y queda resignificada por esta una vez que se produce su
instalación.
La identidad sexual no se establece como desenlace de la elección de objeto, sino que sus
prerrequisitos se remontan a los enunciados nucleares que organizan la argamasa representacional del
yo, sometidos a reensamblajes a partir de la sexuación que articula atributos de género y diferencia de
sexos. En su conformación se articulan las inscripciones erógenas primarias, las representaciones de
género, la sexuación articulada por la diferencia de los sexos y las modalidades dominantes de la
orientación del deseo.
Si el derecho a la identidad puede ser planteado como derecho a ser uno mismo (Rotenberg,
2009), el entramado identitario en el que el sujeto se instala debe ser respetado como condición de
estabilidad estructural y sólo interrogado cuando empobrece sus mejores posibilidades de realización
subjetiva: “Como en todo ser humano, la identidad funciona como una suerte de <imprinting>
invertido: propuesta por el otro, metabolizada de una u otra forma, el modo con el cual se establezca
la combinatoria compleja entre deseos y referencias discursivas definirá su destino. La identidad
sexual, amenazada siempre por los deseos contradictorios que el inconciente impulsa, debe sin
embargo lograr una cierta estabilidad que no dependa de la elección amorosa o genital de objeto
amoroso, sino de los modos con los cuales el sujeto se instituya en el interior de una red simbólica
que lo sostenga sin asfixiarlo” (Bleichmar, 2006, p. 216-217).
La diversidad de las identidades invita a analizar el valor asignado a la diferencia sexual como
determinante primario y fundamental de la constitución del sujeto y su equiparación con la diferencia
simbólica. Que la diferencia de sexos haya sido el parámetro que, en el contexto de las relaciones
familiares del siglo XX, vertebró el sistema de bipartición de géneros y sus asimetrías posicionales, no
es equiparable al reconocimiento de la alteridad ni identificable como piedra angular de todo el orden
simbólico. Esto exige también someter a genealogización el sentido otorgado al operador
“castración” como articulador decisivo de la estructuración subjetiva y reposicionarlo en torno al
reconocimiento de la incompletud ontológica (Bleichmar, 2009).
Los modos múltiples de subjetivación en el presente demandan comprensión de sus
determinaciones, respeto por las particularidades de su constitución y consideración de los
padecimientos que ocasionan. El Psicoanálisis no puede incrementar los malestares que los ideales
sociales provocan sustituyéndolos por otros no menos disciplinarios y alienantes, aunque parezcan
fundados en sus desarrollos conceptuales. Para ello, las y los psicoanalistas estamos constantemente
exigidos a desmantelar las lecturas dogmáticas y someter a análisis las capturas imaginarias que
cristalizan identidades coaguladas y devociones de escuela. La vigencia de los paradigmas que
sostenemos y la preservación de su fecundidad nos demandan una apertura permanente de nuestra
escucha, no solo para acoger la palabra del otro en su singularidad, sino también para examinar las
propias teorías sexuales y sus deslizamientos ideológicos. Así se inauguran originales retos en los que
la “[…] confrontación con nuevos problemas debe encontrarnos con la lucidez suficiente para que
nuestras teorías de partida nos lancen hacia nuevos conocimientos como guías que nos permitan
articular hipótesis y no como muros que estrechen un universo que se expande cada vez más”
(Bleichmar, 2006, p. 125).

NOTAS

(1) Conviene considerar que “[…] entre la biología y el género, el psicoanálisis ha introducido la sexualidad en
sus dos formas: pulsional y de objeto, que no se reducen ni a la biología ni a los modos dominantes de
representación social, sino que son precisamente, los que hacen entrar en conflicto los enunciados atributivos
con los cuales se pretende una regulación siempre ineficiente, siempre al límite” (Bleichmar, 1999, p. 41).

(2) “Es ya insostenible el furor estructuralista que termina superponiendo estructura edípica con constelación
familiar, en razón de una diferenciación de funciones en la cual cada uno de los miembros intervinientes se
presentan sin clivaje. El aporte de una estructura de cuatro términos tiene ventajas cuando es comprendida
como modelo, y desventajas cuando se pretende su traslado a la realidad encarnada por sujetos psíquicos […]
Padre, si se conserva como función, es una instancia en el interior de todo sujeto psíquico, sea cual fuere la
definición de género que adopte y la elección sexual de objeto que lo convoque” (Bleichmar, 2006, p. 2-4).

REFERENCIAS
Abalove, H. (2000). “Freud, la homosexualidad masculina y los americanos”. En Allouch, J. y otros, Grafías de
Eros, Buenos Aires, Edelp.
Bleichmar, S. (1999). “La identidad sexual: entre la sexualidad, el sexo, el género”. Revista de la Asociación
Escuela de Psicoterapia para Graduados, Nº 21, 210-219.
--- (2000). Clínica psicoanalítica y neogénesis. Buenos Aires, Amorrortu.
--- (2006). Paradojas de la sexualidad masculina. Buenos Aires, Paidós.
--- (2011). La construcción del sujeto ético. Buenos Aires, Paidós.
--- (2014). Las teorías sexuales en psicoanálisis. Buenos Aires, Paidós.
Blestcher, F. (2009). Las nuevas subjetividades ponen en crisis viejas teorías: resistencias y trastornos del
Psicoanálisis frente a la diversidad sexual. Recuperado de
http://agendadelasmujeres.com.ar/index2.php?id=3&nota=7910
Butler, J. (2009). Dar cuenta de sí mismo. Violencia ética y responsabilidad. Buenos Aires, Amorrortu.
Derrida, J. (1998). Resistencias del psicoanálisis. Buenos Aires, Paidós.
Tort, M. (2008). Fin del dogma paterno. Buenos Aires, Paidós.
Laplanche, J. (2001). Entre seducción e inspiración: el hombre. Buenos Aires, Amorrortu.
Rotenberg, E. (2009). Homoparentalidades. Nuevas familias. Buenos Aires, Ed. Lugar.
Roudinesco, E. (2003). La familia en desorden. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.
Sáez, J. (2004). Teoría queer y psicoanálisis. Madrid, Ed. Síntesis.
Tort, M. (2008). Fin del dogma paterno. Buenos Aires, Paidós.

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