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Escribir

Por María Teresa Andruetto

Escribir para chicos es sencillamente escribir. Porque las estrategias que se ponen en
juego en la escritura destinada a chicos o jóvenes y en la destinada a adultos, con las
variantes de cada caso y de cada género, son las mismas, es decir son cada vez
distintas, únicas.

La escritura es un camino que va desde el ojo hacia la voz, camino que desde un (particular) modo de
mirar sale en busca de una voz singular capaz de decir un texto.

Leer un texto es poner los ojos en las huellas de esa voz. Mirada y voz: esos son los extremos que me
interesan a la hora de escribir.

Durante muchos siglos el hombre conoció sólo un modo ficcional de contar: el narrador omnisciente.
Un narrador seguro, candoroso y confiado que relata un mundo seguro, candoroso y confiable, donde
el hombre sabe qué mira y entiende que todos los que miran ven lo que él ve. En la Edad Media
comienza a quebrarse la mirada homogénea para dejar entrar lo divergente y lo diferente. Sin
embargo, la fractura definitiva de un modo único de mirar (y de contar) es una consecuencia de la
revolución copernicana y una estocada a la autoestima: saber que la tierra no es el centro del universo
fue comprender que nuestra mirada sobre las cosas no es única ni es excluyente. Esa es la herida que
llevamos al narrar: el centro de atención se vuelve cada vez más humano, es decir más relativo e
inseguro y se aprende a soportar que lo que uno ve cuando mira no es lo mismo que otros ven.

Desde aquel descubrimiento abierto a la sospecha de que se puede mirar un hecho de diversas
maneras, los modos de narrar no han dejado de multiplicarse y, aunque tal vez veamos cada vez
menos, no hacemos otra cosa que mirar. Mirar hasta el límite de lo posible, mirar – si fuera posible-
hasta comprender. El ojo de quien narra se detiene en lo particular, porque la ficción es el reino del
detalle. Es un ojo que da cuenta de lo que mira, sin juzgar, sin explicar. Un ojo que pone bajo la lupa
las vidas de los otros, para dar cuenta de su modo de ser y de mirar.

Quien narra se detiene en lo particular, porque en la generalización entran la teoría, el deber ser y
los prejuicios y la literatura es, no más pero tampoco menos, el lugar de lo que es , no de lo que
debiera ser. Lo políticamente correcto y la moralina son el resultado de mirar en superficie, de
perder(se) lo particular. Temor de mostrar la vida como es: intensa, asombrosa, desagradable e
incorrecta; deseos de proteger y de protegernos, de esconder y escondernos bajo lo que debiera ser.

Lo menos es más, decía Chejov. Entrenar la mirada entonces –mirar más de menos/ mirar mucho de
poco- para aproximarnos al hecho a narrar. Porque la mirada es casi todo y escribir es un modo de
mirar muy intenso. Cada uno de nosotros cultiva un campo de cosas que nos interesa mirar porque
articulan con algo mirado tempranamente y no visto o visto y no comprendido. Pero ¿Dónde poner el
ojo? ¿Hacia dónde mirar? ¿Cómo recortar el campo de lo mirado para que la mirada se intensifique?
Cómo lograr opacidad, velamiento, densidad?
Un narrador es un modo de poner el ojo en una escena y encontrar ese narrador es quizás la tarea
más interesante en el proceso de escritura. Porque la voz o estrategia desde la que se narran los
hechos es lo más importante en un texto y son posteriores a esa decisión todas las otras decisiones
que tomemos. El narrador espera, al acecho de la escena a narrar, busca un punto de inflexión: su
mirada toca a un personaje, nos obliga a seguirlo. El ojo del que cuenta es un ojo que hace ver. El
curso de un personaje (de una vida), ha sido puesto bajo una lente. El foco de la mirada es un cuerpo
que está por decir algo y el narrador es alguien que espera ese decir. Mientras más se concentra el
narrador en su mirar, más presencia adquiere lo mirado. Camino que va desde el ojo de quien escribe
hasta el cuerpo del hombre o mujer ficcionales que están por decir algo con su hacer. Quien escribe,
como quien más tarde lea esa historia, no puede saber de antemano lo que harán, eso es un enigma.
Ese no saber es una condición del narrar. Se narra (y también se lee) justamente porque no se sabe,
porque se quiere saber; el saber del narrador es un saber que se construye en el proceso de narrar.
Frente a este enigma, quien escribe es un observador tan apasionado como ignorante.

Esa estrategia que narra es la conciencia del relato, y tiene un poder sobre lo narrado. Un lector es
entonces la escucha de una voz que interfiere (con su pátina de intenciones) entre esa abstracción
que llamamos “la escena” y quien lee, pared de cristal que impregna cuanto toca, que imprime a lo
contado una mirada.

El escritor es también un mirón. No necesariamente alguien que va tras lo sórdido o lo siniestro, pero
sí alguien que intenta trasponer ciertos secretos. Búsqueda y espera de lo inesperado, o lo
desconocido o lo reprimido. El escritor es un mirón que tarde o temprano termina por verse a sí
mismo en lo que mira.

Si lo que busco al contar es un efecto encantatorio, necesito un narrador omnisciente, el de los


cuentos tradicionales. Un narrador capaz de contar la historia como algo lejano, acabado, completo en
su verdad y en su esplendor. Un texto que selecciona inmediatamente un cierto tipo de lector, tal vez
un niño y si no, alguien dispuesto a creer en lo contado como si fuera un niño. El pretérito imperfecto
del indicativo propio de los cuentos tradicionales es un tiempo durativo (muestra una acción
prolongada en el tiempo) e iterativo (muestra una acción repetida en el tiempo), así nos dice de algo
que estaba sucediendo en el pasado pero no dice cuándo comenzó ni cuándo terminó la acción, a la vez
que por su condición iterativa estamos autorizados a pensar que eso que se cuenta sucedió muchas
veces, tantas veces que “todo el mundo lo sabe” como lo sabe ahora el lector (lo que contribuye
sobremanera a crear el efecto de temporalidad difusa y lejana que es el modo en que puede
trasmitirse el illo tempori). Quien pretenda contar cuentos a la manera de lo maravilloso (puesto que
lo maravilloso puro ya no es posible de contar, pues el hombre contemporáneo ha perdido la fe) con
seguridad tendrá que echar mano a este tiempo verbal tan rico. Si usáramos otro tiempo verbal,
dentro del mismo modo siempre y contáramos lo sucedido en pretérito indefinido (que, para jugar con
los nombres, es mucho más definido que el imperfecto y que por eso suele llamarse perfecto simple),
la acción del pasado se recortaría completa y acabada y además precisa en el tiempo, es decir no
iterativa, sino sucedida por aquella única vez. De modo que tendremos entre manos un relato donde se
cuenta algo que sucedió sólo a los personajes que allí figuran, por esa sola vez, y es probable que –de
contar con los mismos elementos- se esté más cerca de lo arquetípico.

A menudo aparecen en lo que escribo ciertas ideas de la literatura popular: la vida como viaje en pos
de algo que, cuando se llega a destino, no es lo que parecía ser, por ejemplo. Desde chica me
emocionaba esa historia de los catecismos, qué injusto es Dios con Moisés, pensaba, hacerlo cruzar el
desierto durante una vida, buscar la tierra prometida y no darle la pequeña gracia de disfrutarlo.... y
están también las historias Zen y los los relatos bíblicos, las parábolas, los cuentos sufíes... toda esa
literatura de sugerente enseñanza. Me interesa la vida como viaje, una idea muy vieja de la literatura
que está – aunque muy de otro modo- también en Stefano y otra idea que suele estarle añadida: la de
ir lejos a buscar lo que acaso esté cerca o lo que no nos hará bien.

Me gusta –decía- trabajar a partir de ese material desechado, la literatura moralista que nutrió
durante muchos siglos el narrar de los pueblos. En los cuentos de El Anillo Encantado partí a veces de
historias un poco aleccionadoras (el amor vale más que las diferencias de clase, o se puede ser feliz
sin tener nada) y, como quien hace pátinas sobre un mueble nuevo hasta convertirlo en viejo, caminé
hacia ese pequeño libro. En algunos casos tomé una historia de base y fui alejándome de los rasgos de
oralidad que tiene la literatura popular, distanciándome de lo folclórico en el tratamiento, a partir del
trabajo con el lenguaje. En otros casos, la historia es inventada y el trabajo fue hacer que pareciera
antigua, como quien hace pátinas sobre un mueble nuevo para avejentarlo. Borges dice en el epílogo de
El Aleph, “ El sujeto de la crónica era turco; lo hice italiano para intuirlo con más facilidad. La
momentánea y repetida visión de un hondo conventillo que hay a la vuelta de la calle Paraná, en Buenos
Aires, me deparó las historia que se titula El hombre en el umbral, la situé en la India para que su
inverosimilitud fuera tolerable”. Es que un libro es un viaje que se hace a partir de capas y capas de
escritura, de sucesivas obediencias a la forma, para lograr un tono, para buscar un ritmo, para que se
vuelva familiar lo que era extraño, para que se vuelva extraño lo que era familiar, buscando que lo
conocido se esmerile, buscando en fin una ruptura que deje ver por debajo algún resplandor de eso
que llamamos vida.

Confio en la capacidad cognoscitiva de la ficción, esa mentira que permite ver intensamente la
realidad. Confío en sus mecanismos para abrir nuevas miradas sobre el mundo que impliquen
cuestionar lo existente. Una de las funciones del acto creativo, acaso la más importante, es la de
defendernos contra diversas formas de presión, protegernos contra los abusos simbólicos del poder
de los que somos objeto, dice Pierre Bordieu. Imaginar, fundar otros posibles, aparentemente
inútiles, es una forma de conocer. Un modo en el que se suspenden ciertas reglas, para que aparezcan
otras puestas o impuestas por el proceso mismo de creación. La fabulación es una exigencia del
inconsciente. El viejo artificio de contarnos historias a nosotros mismos y a los demás, va
construyéndonos, da forma a nuestras experiencias y crea nuestra identidad y es la invención de
historias lo que nos permite abstraernos del mundo para encontrarle un sentido. Cuánto más
fantástica es la ficción, más atenta debe estar al detalle concreto, a lo real. En eso radica su
paradoja: no establece la verdad sino que nos convence de su semejanza con la vida, así la escritura –
insensata, loca- nos revela la vida con extrema cordura. Es a través de la ficción como se viven otras
experiencias y se accede al interior de otras conciencias, porque ella nos permite ser otro(s) sin
perder la conciencia de ser nosotros mismos. Los actores , dice Lucrecia Martel en un reportaje que
leí hace unos días, son personas que se animan a ser otros, y eso para mí es no temerle a la locura .

¿Para eso será necesario inventar o descubrir?. Mirar sobre todo. Mirar con intensidad para dar
cuenta de lo que se mira, porque la escritura (como la lectura) depende del mundo que se haya
contemplado y de la forma en que se ha incorporado la experiencia, y porque escribir es una forma de
penetrar en ese mundo, en los muchos mundos que hay en el mundo, y encontrar un lugar en él. La
mirada, el ojo, el registro ocular, lo fotográfico, la imagen, lo pictórico, las situaciones ínfimas, los
pequeños gestos de los personajes no heroicos, son todas cosas que me interesan, que me atraen más
bien de un modo pulsional. Me gusta mirar eso y en consecuencia también escribir sobre eso (escribir
es un modo de mirar, muy intenso). Tras lo que escribimos está el resplandor de lo real y el trabajo de
escribir consiste en buscar ese resplandor. Habrá siempre una mirilla por donde un yo ve pasar una
historia, una situación que permita inferir algo más vasto. Algo así como el encuadre de una máquina
de fotos desde donde mirar y contar. Pero es que no hablo de contar en sentido estricto sino más
bien de dejarnos tocar, de modo que el lector sea, de ser posible, tocado también por lo que
contamos, por esa metáfora de la vida.

Me interesa a la hora de escribir organizar cierta arquitectura, un orden que se vislumbre por debajo
del texto, que soslaye el caos, le dé organización y lo sostenga. Pero todo está hecho de azar y
necesidad, decía Democrito de Abdera, lo que nos recuerda que la escritura debe estar abierta a lo
contingente. Yo tenía en la cabeza la historia de un hombre y un reloj y quería escribirla. Había
guardado en la computadora un archivo con algunas anotaciones y lo desempolvé a comienzos de
diciembre de 2001, cuando aflojó el trabajo del año. En eso estaba el 19, el 20 de diciembre.
Entonces la historia del hombre y el reloj tomó un giro y no tardó en aparecer el empobrecimiento de
tantos. Me acordé de Daniel Moyano, sobre todo de la frase con que comienza El Trino del Diablo, y la
frase me trajo una necesidad doble que se sostuvo a lo largo de la escritura de ese texto. Por un lado
el deseo de contar el empobrecimiento, es decir caminar por las calles del realismo. Por otro lado lo
maravilloso como género, un género delicioso y delicado. ¿Es posible contar la realidad –una realidad
áspera- como si se tratara de un cuento lejano y difuso?. Es lo que hace Moyano en El Trino del Diablo
y tras esa quimera fui yo. Me dediqué a buscar un ritmo (me interesa mucho el ritmo, esa herencia
que la prosa recibió de la poesía) y una arquitectura llena de simetrías. Así fue como nació El país de
Juan. El País de Juan recorre todos los lugares comunes de los cuentos, porque lo arquetípico es eso,
una revalorización del lugar común, convertido en hito, en punto fijo.

Corrijo mucho. Corregir un texto es una empresa de rectificación de uno mismo, decía Paul Valery.
Casi todo lo que escribo, lo escribo por capas, en sucesivos abandonos y recuperaciones de un mismo
texto, proceso que a veces lleva años. No es algo deliberado, sino la única forma posible para mí.
Siempre tengo muchas cosas a medio hacer, cosas de diverso orden, no siempre para chicos, no
siempre narrativa, y también una carpeta llena de argumentos, recortes, anotaciones que por alguna
razón me entusiasmaron alguna vez. Retomo por períodos el mismo texto con descansos entre una y
otra entrada, hasta que en algún momento, por alguna razón, el texto se cierra, o lo abandono, como
dice Valery

(“ un poema no se termina, se abandona”). De cualquier modo trabajo mucho, soy una obsesiva de la
forma, y también obsesiva en buscar/probar formas para diferentes proyectos de escritura, bajo una
idea madre de escritura como exploración.

Para escribir cuentos o poesía para chicos, ¿hay que escribir sobre niños? ¿Existen temas para chicos
y temas para grandes? ¿Se puede hablar de todo en la literatura infantil? ¿Cómo se integran los
temas de la marginalidad social en las historias para chicos? Siguen siendo preguntas que nos
hacemos, pero –por lo menos en mi caso- nunca he pensado estas preocupaciones como un asunto
separado de la historia a contar. Sea ésta para grandes o para chicos. Intento tener un oído atento al
sufrimiento y al asombro y es así como las historias aparecen. Cuando el sujeto imagina, dice Sartre,
ve el objeto imaginado completo. Si ve un árbol lo ve en su especie, con sus frutos, en el lugar donde
está plantado, con su historia, y se ve a sí mismo jugando bajo su sombra. Es lo que sucede cuando
vemos una historia, porque así funciona el imaginario: el mirar es paulatino y lo mirado se va revelando
–en el exacto sentido fotográfico- a lo largo del camino hasta tener todos los aspectos de una escena,
encarnados en la imagen.

¿Tiene la literatura una función? Alguna función ha de tener en nuestras vidas, puesto que la hemos
preservado y cultivado a lo largo de los siglos, puesto que no hemos querido perderla, sino que –por el
contrario- hemos conservado el deseo de perdernos, de extraviarnos, en ella.

El procedimiento más fructífero que conozco es restringir, acotar, recortar una escena y trabajar
luego entre sus límites. Me interesa eso, a la vez que abrir siempre nuevos espacios, exploraciones
nuevas de escritura y de lectura.. Más que en mis pensamientos, confío en mi capacidad de
conmoverme. Pienso que si una historia me conmueve, tal vez pueda lograr yo conmover a otros.
Aunque parezca un contrasentido, creo que lo que perseguimos escribiendo o leyendo ficción es la
vida tocada ahí, por un momento, en toda su intensidad. El trabajo de escribir, que es esforzado y
delicioso, consiste en buscar ese resplandor.

Escribir para el encuentro verdadero con un lector, desde la permanente búsqueda, desde el
constante desacomodo. Escribir abiertos al descubrimiento y al riesgo, aun cuando ese riesgo tenga
muchas veces magros resultados. Me gusta la gente que busca, aun cuando no encuentre , dice
Alfredo Alcón. A mí también me gusta eso. Buscar para el encuentro con los otros y con uno mismo,
porque la literatura es un lugar de reunión, como dice en mi provincia el poeta Alejandro Nicotra.

¿Hay una plaza sin nombre a donde dan todos los días? , dice. La página es esa plaza sin nombre, ese
lugar de reunión entre los hombres.

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