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Carlos Alberto Mendoza: La culpa

Conocí a Dolores en la preparatoria, era una niña


rubia y no fea, de ojos color miel, en una cara oval,
tez blanca, pelo castaño claro y un metro sesenta
mas o menos; sin llegar a ser una guapura me atraía;
características personales: su estridencia al reír.
Ella era agradable, me gustaba eso, y durante una
fiesta en casa de Damián, un amigo común, nos
hicimos novios. La cosa caminó por dos años, casi lo
que duró la prepa, pero un buen día ella me dijo que
había conocido al amor de su vida y que era mejor
que termináramos como amigos. A mí me dolió mucho
el orgullo por la pérdida de mi novia, mi autoestima
se vino abajo. Nos separamos sin rencores; en fin, yo
qué podía hacer. Su nuevo novio era un estudiante de
grado más avanzado que nosotros que estudiaba
medicina, Dolores al salir de la preparatoria se
matriculó también en medicina, siguiendo al amor de
su vida, y yo en ingeniería industrial; nos separamos
también de escuelas y desde entonces no la volví a
ver. Pasaron muchos años, quizá 10 o más, porque ya
estando yo graduado y casado me la volví a
encontrar, en una tienda Sanborns; su voz era
inconfundible, me abordó así: "¿René?, ¿no puedo
creerlo, eres René?". "Claro que soy René, así me
llamo y me he llamado siempre", pensé para mí y
observé aquella cara ovalada de ojos color miel, sí,
era Dolores mi novia de la prepa, mejor dicho mi ex
novia de la época de estudiante. Ella lucía atractiva,
un poco más robusta, pero no gorda; desenvuelta y
segura de sí misma. Me cautivó de nuevo, al poco
rato de charlar de pié en el área de librería la invité
a que nos fuéramos al bar y tomáramos un trago, por
los buenos y viejos tiempos. Aceptó, ella se había
graduado de química y no en medicina, se había
casado dos veces ya, y tenía dos hijos de su primer
matrimonio, con Abraham, el amor de su vida, sí,
aquel fulano por el que me dejo. Me relató que
pronto se embarazó de su primer hijo, se explicaba
con desparpajo; aún así no dejó la carrera y al año ya
tenía otro hijo, otra, esta fue niña. Y yo no supe que
responder, a mis 35 años no tenía tanta vida e
historias que contar, sólo que estaba casado desde
hacía sólo tres años con Julia y que estábamos, mi
esposa y yo, buscando tener un hijo, uno chiquito, no
como los de ella que ya serían dos adolescentes para
entonces, además agregué que me iba bien como
ingeniero industrial. Pero algo traía entre en mente
Dolores; muy poco tiempo después de aquel fortuito
encuentro y luego de otras tantas entrevistas y
tragos de por medio nos hicimos amantes, pero no
duró mucho nuestra relación, mi esposa, por cierto
ya con tres meses de embarazo, se dio cuenta y
hasta ahí llegó todo. Recuerdo con viva nitidez el día
en que le dije a Dolores que ya no era posible el
seguir viéndonos, se molestó mucho conmigo, no
esperó a que le explicara más, se levantó de su
asiento y salió violentamente del restorán donde
estábamos, yo no había llevado coche, cuando nos
veíamos dejábamos uno de los dos y nos movíamos
sólo en uno. Ese día de nuestra ruptura Dolores se
llevó en su auto para siempre mi portafolios, un
suéter de lana que me había regalada mi esposa y
una gorra española muy bonita que ella (Dolores), me
había regalado, ah y una pipa, también regalo de Lola.
Hasta ahí quedó todo, salí caminando del restorán no
se si triste o liberado, no tomé taxi, ni autobús ni
metro, hice el camino a pié hasta donde había dejado
mi auto, en la calle de atrás de donde Lola
trabajaba, el Hospital Monterrey, en la Colonia
Roma, pero algo lejos del restorán donde me había
dejado. Salí esa tarde de agosto del restorán de la
colonia Condesa a recuperar mi auto, mi familia, mi
esposa y mi futuro con ellos. Esa tarde húmeda y sin
luz de sol se cerró un importante capitulo en mi vida
y se abría otro, uno que costó trabajo retomar, más
aún rehacer: recuperar la confianza de mi esposa
Julia no fue fácil, se que aún no me perdona la
aventura, pero ya no he vuelto a las andadas, no hay
Lolas por todas partes. De aquello han pasado ya
cuatro años mas o menos, porque mi hijo ahora tiene
cuatro años.

Hace unos días, al revisar mi correo electrónico,


que siempre lo hago mínimo cada tercer día,
encuentro un mensaje de un tal Licenciado Ruiz, el
mensaje dice así:

Estimado Señor René Arzubide:


Le informo que la última voluntad de
la señora Dolores Fuentes Díaz, fue
que usted fuera la albacea de sus
bienes y el tutor moral de sus dos
hijos: Abraham y Dolores. Le espero
este martes a las 17:30 en mi oficina,
cita en Guadiana # 32, tercer piso:
Despacho: 301, para enterarle bien
de este asunto y arreglar los papeles
pertinentes.
Por favor no falte.
Atentamente.
Lic. F. Ruiz González.

El mensaje me ha dejado desconcertado. ¿Yo,


albacea de Lola y además el tutor moral de sus
hijos? Esos muchachos deben tener padre y ser
mayores de edad, ¿no?, si mi mujer se entera me va
a matar, va a pensar que los hijos de Lola Fuentes
son mis hijos, y además de echarme esto en cara,
Julia me va a reprochar el haber sido un desgraciado
por haberlos abandonado todos estos años. Pero juro
por Dios que no son mis hijos, son de Lola y su
primer marido, bueno al menos así ella me lo confesó.
La otra cosa que me desconcertó, no mejor dicho,
que me consternó, fue la muerte de Lola, ¿cómo, o
porqué habría ocurrido?, ella era una mujer joven y
sana, ¿un accidente?, solo por curiosidad fui a la
cita, no le dije nada a Julia o habría bronca.

El despacho de F. Ruiz González era modesto y


sin ostentaciones, él, un señor ya mayor muy
profesional y correcto, me leyó el testamento de
Lola y me consultó sobre mis obligaciones, lo de la
tutoría era una mera formalidad, los muchachos ya
eran mayores de edad, eso ya lo intuía, más Lola
había contratado varios seguros de vida y de ahí la
necesidad de un albacea, la cantidad a administrar
era considerable y yo aparecía en ellos. Sin más
rodeos, yo ya no me aguanté y le pregunté a F. Ruiz
González. ¿De qué había muerto Lola? El Licenciado
se recargó en su sillón se abrazó su vientre redondo
de viejo y mirándome a los ojos me respondió:
"Murió de sida, usted sabe, hay que guardar
discreción y la fami... ". El corazón me dio un vuelco,
yo había estado con Lola en la cama. ¿ Lola con sida,
o es decir lo tuvo, o..? Sin decir nada más y como
Lola lo había hecho en el restorán de la Condesa
aquella vez que terminamos nuestra aventura, salí de
ahí con una gran opresión en el pecho, sudando frío y
con ganas de gritar, ¿de gritar qué..?, no sé, mierda,
carajo, no sé. Me metí a la primer cantina que
encontré y fue hasta el tercer whisky en las rocas
que me hizo efecto el alcohol, hacía más de 7 años
que había dejado de fumar y retomé el vicio. Mi hijo,
mi esposa, ¿estarían sanos? Agarró Lola el sida,
después de lo nuestro, claro, si no cómo me hace
albacea de sus bienes y "tutor moral" de sus hijos,
los cuales a estas alturas ya deberán de estar bien
grandecitos y sin necesidad de la patria potestad.
¿Pero, tendré yo la enfermedad, me la pegó? La
verdad, no sé, para salir de dudas, obvio, al día
siguiente me fui a los laboratorios de análisis
clínicos y solicité un VIH, que costó carísimo, y me
darían los resultados en quince días. Fueron quince
días de angustia, no dormía, no comía bien, me
embriagaba a medios chiles a diario y fumaba como
loco, no contestaba los e-mails del abogado de Lola,
me atrasaba en el trabajo, bueno, aquello era una
infierno, me dolía todo el cuerpo y según yo me
salían ronchas en todas partes, padecía de diarreas
instantáneas y dolores de estómago, ah, pero lo peor
era en la casa, en mi casa, no hombre, en la casa me
sentía sucio, muy mal, un verdadero desgraciado, un
monstruo, pero más que nada un irresponsable. Un
día antes del plazo para recibir los resultados no
pude más, fui al laboratorio, exigí me dieran los
resultados, hablé con el gerente, me puso en mi lugar
y regresé al día siguiente muy temprano, iba bien
crudo y desvelado, sin bañarme y con la barba
crecida de tres días. Una empleada enfundada en un
traje sastre me solicitó el comprobante, se lo tendí,
ella leyó en voz alta: "¡Es usted el del VIH!". "Sí, le
respondí". Y la fulminé con la mirada. "Aquí tiene".
Me entregó un sobre blanco repleto de papeles
doblados. Corrí al baño, por urgencias físicas y para
leer a gusto los resultados; el estómago me
reaccionó con violencia, apenas si llegué busqué un
gabinete desocupado; sudaba, me dolía el cuerpo,
todo me daba vueltas, ¿me desmayaría?, no, al fin
encontré un gabinete vacío, me introduje casi a
tumbos, bajo mis pantalones y me siento, el rodete
está frío, desgarro el sobre, leo y no entiendo nada,
estoy confuso, tengo un terror pánico, mi estómago
se vacía con violencia. Sigo sin entender, Dios, yo soy
ingeniero, no químico, necesito tener una seguridad,
necesito un doctor pero ya. Salgo del baño
demacrado y aún con la plena duda en la cara, en el
cuerpo y en todo mi ser, ¿tengo o no tengo el virus?,
no sé. No se interpretar estas porquerías de
papeles. Ya en la calle enciendo un cigarrillo y pienso
con un poco más de claridad, aspiro el humo... ¡ya sé,
Damián!, sí, Damián, mi amigo de la juventud, él es
médico, es más Damián y Lola habían seguido siendo
amigos, tiempo después supe que por él Lola había
dado conmigo aquella tarde en el Sanborns, es más el
alcahuetazo de Damián seguro le había dado mi e-
mail al Lic. Ruiz. Iría a buscar a Damián, ¿pero son
las 7 de la mañana? ¡Me vale, esta es una
emergencia!, ¿para que son los amigos, no? Subo al
automóvil, me veo en el retrovisor y recuerdo la cara
de Lola en el reflejo de la mía sucia y macilenta, ella
con aquellos ojos color miel, no se si odiarla o
condolerme de ella y su muerte, sentí lastima de
ambos, de ella y de mí, ¿y qué será de Julia y de mi
hijo..?, sentí el estomagó inflado, solté un pedo
enorme, aspiré el humo del cigarrillo y puse en
marcha el automóvil, enfilé hacia la casa de Damián,
que está lejos, en el otro extremo de la ciudad. No
estaba Damián, anda de gira el condenado en unos
congresos fuera de la ciudad, así me informó la
sirvienta por el interfono de la puerta de su casa.
"¿Y la señora?", pregunto. "Se han ido todos con el
doctor". Envidio a Damián, con hijos y esposa, pero
sobre todo les envidio lo sano, ¿y yo aquí sucio, sin
rasurar, ni bañar y con sida? Al diablo, iré con
cualquiera y ya, esta espera me mata, pero ¿y qué
hago si tengo el virus...?, se lo digo a Julia, que se
hagan los análisis ella y el niño, quizá el niño ya no y
él si esté sano, pero en breve se va a quedar
huérfano de papás, hay Dios, necesito que alguien me
diga ¿qué significa todo lo que aquí está escrito?
Salgo de mis cavilaciones y enciendo un cigarrillo,
miro hacia arriba y se me ocurre algo, simplemente
buscar un medico en un hospital y punto, ¿cuál?, el
Hospital Monterrey, donde trabajó Lola. Y para allá
me dirijo. Es temprano y aún así no hay lugar para
estacionarse en la calle del frente del hospital,
recuerdo que en la calle de atrás del enorme edificio
de 7 pisos siempre encontraba yo lugar para
estacionarme cuando iba por Lola, doy la vuelta, mil
recuerdos de aquella aventura amorosa se me
agolpan de manera encontrada en mi cabeza al ver
esos escenarios de nuevo, sí, ahí hay un lugar,
estaciono el auto, bajo camino y doblo la esquina,
camino un trecho corto hasta el hospital, la puerta
está ahí, la reconozco, subo la escalera. La recepción
es amplia y me es familiar, Lola siempre me esperó
ahí, jamás pasé por ella al interior, ni hablé ni conocí
a nadie de su trabajo, no me conocían de hecho.
Solicité el servicio a la enfermera de un mostrador.
"Es una emergencia señorita", le dije-, "por favor,
me siento muy mal, ¿me puede ver un doctor
ahora?". La enfermera responde con preguntas:
"Claro que sí, ¿es usted paciente regular del
hospital?, ¿quién es su médico?, ¿qué síntomas
tiene?". Casi le grito, pero la voz se me ahogó de
desesperación. "Necesito ver a un doctor, me
urge...eso es todo", le digo con voz suplicante. "¿Si
no me dice que le pasa, no puedo ayudarlo..?" Insistió
con terquedad la señorita de blanco y cofia con sus
preguntas. Yo pensaba con torpeza, estaba
bloqueado de ideas, a flor de labios tenía mil
preguntas que necesitaba hacer y necesitaba mil
respuestas, y en realidad sólo una, una sobre unos
papeles que estaban en el bolsillo de mi gabardina,
pero, pero,.. ¡idea! "¡Diarrea, sí, tengo diarrea!". " Eso
es diferente", dijo la enfermera, "ahora deme su
nombre y pase por favor a este cubículo, enseguida
le mando un doctor". Le di mi nombre a toda prisa,
mientras la seguía al interior de un cuartito.
"Quítese la gabardina y recuéstese ahí". Me señaló
algo así como una cama, pero sobre un mueble
pintado de gris, la colchoneta era de color café, acto
seguido ella salió de ahí, yo me quité la gabardina, la
colgué en un perchero, me sentía muy cansado, el
cuerpo me dolía, la garganta irritada me ardía, me
entró una sensación de angustia y me brotaba sudor
frío por las sienes, en pocos minutos se decidiría el
destino de mi familia y el mío, no pensé ni por un
instante en los hijos de Lola, que me perdone. Me
recosté en aquella extraña cama, el vinyl de la
colchoneta estaba frío, me abandoné en aquella
superficie estrecha y me puse en manos de Dios y de
la ciencia expresada en dos hojas de papel dentro de
un sobre arrugado. Me parecieron horas las que
pasaron antes de que el medico llegara, se escuchó el
ruido de la puerta al ser abierta con violencia, un
medico de bata blanca y muy joven se me quedó
mirando, tenía no más de veinte y tantos años, me
sentí viejo a mis 39. Moreno claro, pelo lacio y negro,
estatura elevada, ancho de espaldas, lampiño y de
voz muy suave. "Vamos a ver", dijo como inicio de su
charla, "¿dígame, qué le pasa?". Me quise incorporar
y él me detuvo. "No, permanezca recostado, primero
lo voy a revisar y usted vaya hablando poco a poco,
hasta que yo termine, mientras me irá usted
explicando qué le pasa, ¿dónde le duele?, o ¿cuál es
su padecimiento?, ¿comió algo que le cayó mal?,
¿anda crudito?" Me costó mucho trabajo callar, pero
lo hice, no dije nada, me estaba preparando a mí
mismo, él terminó su revisión, me tomó el pulso, la
temperatura y me vio la garganta y me revisó los
ojos y los oídos. Me quise incorporar de nuevo, él me
detuvo suavemente con su mano, volteé para ver si
no había nadie más en el consultorio, estábamos
solos. "¿Doctor, usted conoció a la química Dolores
Fuentes Díaz?, trabajó en este hospital, en el
laboratorio". "Sí, si la conocí." Me di valor y le dije
entonces: "Doctor, por favor, mire usted en el
bolsillo derecho, o el izquierdo de mi gabardina, ahí
guardo unos análisis, eso le dirá a usted más que lo
que yo le pueda decir". El joven se levantó de su
banco metálico de acero, esculcó los bolsillos y
encontró la cajetilla de cigarrillos, volteó a verme y
me insinuó con un ademán dármelos, pero le dije:
"Doctor, siga buscando, por ahí deben de estar".
Finalmente encontró los papeles, arrugados dentro
de un sobre destrozado, se sentó nuevamente en el
taburete metálico y sin mirarme a los ojos me dijo
mientras leía: "El contagió de la química Fuentes con
el virus del VIH fue por un accidente, un accidente
de trabajo y..." "Pero ella se murió de sida y ...
¿sabe?, doctor, ella y yo..., este..." El joven miraba
mi cara y alternativamente a los papeles que
sostenía en su mano, finalmente me clavó la mirada y
dijo: "Señor René Arzubide, su prueba resultó
negativa, es usted seronegativo". Antes de que yo
dijera más, él continuó respondiendo mi primera
pregunta. "Conocí a la química Fuentes y permítame
explicarle lo de su accidente; verá, un día, aquí en el
hospital, no había quién tomara una muestra de
sangre a un paciente que tenía un cuadro de
neumonía, era urgente que se le tomaran las
muestras, ella se ofreció a hacerlo; el paciente se
convulsionó durante la punción, la química se hizo
accidentalmente una herida con la aguja que le rasgó
los guantes, reemplazó el guante roto y siguió
trabajando con el enfermo, supe que varias veces
fue necesario buscarle las venas, ya que el paciente
se movía mucho; ella solo fue responsable y
profesional, como siempre lo fue y de ahí se
contagió, los análisis del hombre infectado los
realizó ella misma, meses después en su propia
sangre detectó el virus como resultado de la herida
que se hiciera accidentalmente.

Carlos Alberto Mendoza Ugalde, México © 1999

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