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PRINCIPALES TEORÍAS ÉTICAS

Por Adela Cortina

1. ¿QUÉ ES UNA TEORÍA ÉTICA?

El objeto de la ética

La ética o filosofía moral trata de aclarar en qué consiste lo moral, por qué hemos de comportarnos
moralmente y qué consecuencias podemos sacar de la respuesta a esta pregunta para la vida cotidiana. Le
preocupa averiguar, por tanto, cuál es la racionalidad de lo moral.

Esto no significa que la ética vaya a considerar a las personas como si sólo fueran seres racionales: los
seres humanos poseemos —como dice Xavier Zubiri— una inteligencia sentiente, somos a la vez
sentimiento y razón; de forma que ni nuestros sentimientos son puramente irracionales ni nuestra razón fría
e insensible. Y esto se muestra con toda claridad en el ámbito moral, en el que hemos de realizar
elecciones, porque, al elegir, se ponen en movimiento tanto nuestra capacidad de desear como nuestra
inteligencia y razón: si tomamos decisiones es porque deseamos cosas, pero también deseamos hacer
elecciones razonables.

Diversidad de teorías

Sin embargo, para explicar cuándo una elección es moralmente razonable han nacido distintas teorías
éticas, cada una de las cuales ha ofrecido un criterio de racionalidad. Analizaremos el que presentan cuatro
de las teorías que siguen teniendo mayor relevancia, tanto por su calidad teórica como por su fecundidad a
la hora de tornar decisiones. Conocer los criterios de racionalidad tiene la ventaja de que podemos contar
con ellos ante los problemas morales de los que trata este libro. Porque lo importante no será sólo
percatarse de que tales problemas existen, sino también aprender a tomar ante ellos buenas decisiones:
decisiones humanizadoras, que cuenten con el sentimiento y la razón.

Felicidad y dignidad

Las teorías que vamos a estudiar se pueden dividir en dos grupos:

• Las dos primeras —la aristotélica y la hedonista— nacen en Grecia, en el siglo IV a.C., con la convicción
de que la moral consiste en la búsqueda de la felicidad. Por eso —piensan— la ética ha de descubrir qué
tipo de racionalidad nos llevará a conseguirla y qué criterio ha de utilizar esa racionalidad.

• Las dos segundas teorías —la kantiana y la dialógica— surgen, respectivamente, a fines del siglo XVIII y
en el último cuarto del XX. Aunque para ambas resulta obvio que los seres humanos deseamos ser
felices, consideran que no es ése el verdadero problema moral: la verdadera cuestión moral es si existe
algún tipo de seres a los que no se debe manipular, a los que hay que reconocer una dignidad, y qué
criterio debemos aplicar al tomar decisiones para respetar realmente esa dignidad.

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2. LA TRADICIÓN ARISTOTÉLICA

El fin último

Aristóteles parte de un hecho: los seres humanos realizamos nuestras acciones y elecciones por un fin —
ser felices— y, por tanto, la felicidad es el fin último que nos proponemos por naturaleza, es decir, de forma
inevitable. Pero, además, como somos seres dotados de razón (lógos), actuaremos de acuerdo con ella si,
en vez de tomar decisiones precipitadas, deliberamos serenamente y elegimos con inteligencia los medios
que conducen a la felicidad. Quien así actúa ejercita la virtud de la prudencia.

La persona prudente
Es prudente quien, al elegir, no tiene en cuenta sólo el momento concreto, sino lo que le conviene para el
conjunto de su vida. Por eso sopesa los bienes que puede conseguir y establece entre ellos una jerarquía,
para obtener en su vida el mayor bien posible. Quien elige pensando sólo en el presente y no en el futuro
es imprudente.

Por otra parte, el prudente se propone siempre fines buenos, a diferencia de quien sólo es hábil. Alguien
puede ser habilidoso en suministrar venenos y emplear su habilidad para matar. El prudente emplea sus
«habilidades» para fines buenos; en este caso, para sanar. Pero, además, domina otras dos artes:

• Aplicar los principios morales, que se captan por una intuición intelectual, a los casos concretos. En
moral es imprescindible saber aplicar lo general a las situaciones concretas con prudencia, porque
cada caso es irrepetible.
• Discernir qué deseos deben ser satisfechos, porque su satisfacción proporcionará felicidad, y cuáles
no (por ejemplo, el deseo de asesinar, de ser hipócrita y servil). Y, en los que deben ser satisfechos,
hasta dónde: cuál es el criterio de racionalidad.

El término medio

Según Aristóteles, el valor es un término medio entre la temeridad (exceso) y la cobardía (defecto); la
templanza, un término medio entre la vida licenciosa (uso excesivo de los sentidos) y la insensibilidad (uso
insuficiente de los sentidos); la generosidad, un término medio entre el despilfarro y la tacañería, y así en
las restantes virtudes.

Obra racionalmente —hace uso de una recta razón— quien elige el término medio entre el exceso y el
defecto, porque en eso consiste la virtud. Pero no el medio aritmético, sino el que es oportuno para cada
uno de nosotros. Una persona habituada a comer mucho puede desfallecer de hambre con lo que le basta
a otra que come poco. Un principiante en un deporte puede quedar agotado con un tiempo de
entrenamiento insuficiente para un campeón.

Adquirir la prudencia

Para ser prudente es necesario tener ya una aptitud, pero además entrenarse:

 Saber recordar. La prudencia se funda en la experiencia. Podemos hacer que mejore nuestra
vida presente recordando las enseñanzas de la pasada. La memoria es aquí el arte de

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conservar los recuerdos que se pueden necesitar más tarde.
 Instruirse, aprendiendo cuáles son los medios más adecuados en cada caso. El prudente
estudia y se informa.
 Ser circunspecto: tener en cuenta el mayor número de circunstancias posibles a la hora de
tomar una decisión. Los principios son importantes, pero los datos de la situación son
fundamentales para tomar decisiones racionales.
 Agudizar la capacidad para prever el porvenir. Las personas decidimos en condiciones de
incertidumbre; así, quien tiene un sexto sentido para prever el futuro hará elecciones más
razonables.

Éstas son las características de una racionalidad moral entendida como racionalidad prudencial, tal como
Aristóteles las expuso en su Ética a Nicómaco.

Esta propuesta ha permanecido hasta nuestros días, con especial vigencia en la Edad Media, en filosofías
como las de Averroes (siglo XII) o Sto. Tomás de Aquino (siglo XIII). Hoy surge con fuerza en el llamado
«movimiento comunitario» (Alasdair MacIntyre, Michael Walzer, Benjamín Barber) y en la hermenéutica
(Hans-Georg Gadamer).

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3. LA TRADICIÓN HEDONISTA

El placer como meta

Epicuro de Samos, al responder a la pregunta «¿cómo podemos ser felices?», inició otra tradición ética: la
hedonista (de hedoné, placer). Esta tradición se asienta sobre tres puntos que ya Epicuro señaló:

 Todos los seres vivos buscan el placer y huyen del dolor. Por tanto, el móvil del comportamiento
animal y humano es el placer.
 La felicidad consiste en organizar de tal modo nuestra vida que logremos el máximo de placer y
el mínimo de dolor.
 Precisamente porque se trata de alcanzar un máximo, la razón moral será una razón
calculadora.

Hedonismo individual y social


El hedonismo epicúreo es individualista (se trata de lograr el mayor placer individual). Sin embargo, en la
Modernidad, el hedonismo se convertirá en social y recibirá el nombre de utilitarismo.

El utilitarismo considera que los seres humanos estamos dotados de unos sentimientos sociales, cuya
satisfacción es fuente de placer. Entre ellos cuenta el de simpatía (capacidad de ponerse en el lugar de
cualquier otro, sufriendo con su sufrimiento, disfrutando con su alegría), que nos lleva a extender a los
demás nuestro deseo de obtener la felicidad.

El principio de la moralidad es entonces «la mayor felicidad (el mayor placer) para el mayor número posible
de seres vivos” y funciona a la vez como criterio para tomar decisiones racionales.

La razón calculadora

Ahora bien, para calcular placeres es indispensable saber si los hay de distinto tipo.

• Epicuro distingue entre los que son estables y consisten en la armonía producida por ausencia de
dolor en el cuerpo y de turbación en el alma, y los placeres positivos, como la alegría. Le parecen su-
periores los primeros porque. si tenemos hambre y la calmamos, se produce el placer de suprimir ese
dolor; pero si seguimos comiendo, no aumentamos el placer. Por eso, la razón ha de hacer un cálculo,
ponderando qué placeres son más intensos y duraderos, y cuáles producen menos dolor, para
obtener así el máximo placer posible.
• Jeremy Bentham introduce una aritmética de los placeres, siguiendo esta línea del cálculo de
placeres. Cree que el placer puede medirse, porque todos los placeres son iguales en cualidad. Por
tanto, según la intensidad, duración, proximidad y seguridad, se podrá calcular la mayor cantidad de
placer para el mayor número de seres sentientes.
• Sin embargo, J. S. Mill considera, frente a Bentham, que los placeres se diferencian por la cualidad
(no por la cantidad), de suerte que hay placeres superiores y placeres inferiores. El problema que se
presenta entonces es el de determinar quiénes están legitimados para decidir qué placeres son
superiores y cuáles inferiores. Mill cree que deben ser aquellas personas que han experimentado a lo
largo de su vida ambos tipos de placeres, y considera que estas personas tienen por placeres

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superiores los intelectuales y morales, mientras que desdeñan como inferiores los que más nos
asemejan a los animales.

Por eso S. Mill llega a afirmar que es mejor ser «Sócrates insatisfecho que un cerdo satisfecho”: los
seres humanos, cuanto más conscientes y cultos, necesitamos más para ser felices; cuanto más
inconscientes y menos cultivados, más fácil es contentarnos con placeres como la comida y la bebida.
Sin embargo, más vale no estar plenamente satisfecho que contentarse con los placeres que nos
asemejan a los animales.

Los utilitaristas clásicos son fundamentalmente Jeremy Bentham (1748-1832), John S. Mill (1806-1876) y
Henry Sigdwick. En la actualidad, el utilitarismo sigue siendo potente en la obra de autores como Urmson,
Smart, Brandt, Lyons, en las teorías económicas de la democracia y ha tenido una gran influencia en él
«Estado del bienestar”.

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4. LA TRADICIÓN KANTIANA

La razón práctica

A fines del siglo XVIll, lmmanuel Kant propone un criterio moral distinto a los que hemos expuesto.
Considera evidente que los seres humanos desean ser felices y que para lograrlo han de hacer uso de una
razón prudencial y calculadora. Sin embargo, como las personas imaginamos nuestra felicidad de formas
distintas, una razón de este tipo no puede formular sino consejos: teniendo en cuenta cómo es cada perso-
na, aconsejarle qué debe hacer para ser feliz.

Pero las personas tenemos conciencia de que hay determinados mandatos que debemos seguir, nos haga
o no felices obedecerlos. Cuando digo que «no se debe matar>’ o que «no hay que ser hipócrita, no estoy
pensando en si seguir esos mandatos hace feliz, sino en que es inhumano actuar de otro modo. El asesino,
el hipócrita no están actuando como auténticas personas.

Nuestra propia razón es la que nos da leyes sobre cómo comportarnos para ser personas auténticas. Por
eso, esas leyes mandan sin condiciones, no prometen la felicidad a cambio: sólo prometen realizar la pro-
pia humanidad. De ahí que se expresen como mandatos (imperativos) categóricos, incondicionados, y no
simplemente hipotéticos, condicionados a que alguien quiera ser feliz de un modo u otro. Ser persona es
por sí mismo valioso, y la meta de la moral consiste en querer serlo por encima de cualquier otra meta: en
querer tener una buena voluntad. La razón que da esas leyes morales no es la prudencial ni la calculadora,
sino la razón práctica, que orienta la acción de forma incondicionada.

El test del imperativo

Para saber que una norma es una ley moral, dada por la razón práctica, y que puede, por tanto, expresarse
como un imperativo categórico (como un mandato incondicionado), Kant propone someter cada norma a
un test, que tiene tres pasos:

1. Universalidad. Será ley moral aquella que yo creo que todos los seres humanos deberían cumplir,
porque respeta y promociona a seres que no valen poro otra cosa (relativamente valiosos), sino
que son valiosos en sí mismos (absolutamente valiosos). De ahí el sentido del segundo paso del
test.

2. Ha de proteger a seres que son fines en sí mismos por tener valor absoluto y que, por lo tanto, no
deben ser tratados como simples medios. Los únicos seres que son fines en sí son los seres racio-
nales.

3. Ha de valer como norma para una legislación universal en un reino de los fines. Dicho de otra
forma: para dilucidar si una norma es ley moral, he de comprobar si querría que estuviera vigente
en un reino en que todos los seres racionales se trataran entre sí como fines y no como medios. Es
decir, que no se manipularan recíprocamente.

Formulaciones del imperativo categórico

Los tres pasos de este test se recogen en las llamadas formulaciones del imperativo categórico:

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a) Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal
(universalidad de la norma).
b) Obra de tal modo que trates la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre
como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio (respeto del ser humano como fin).
c) Obra por máximas de un miembro legislador universal en un posible reino de los fines (autonomía).

Autonomía y dignidad humana

Si las personas somos capaces de darnos este tipo de leyes, que nos permiten superar el egoísmo y
asumir la perspectiva de la universalidad, es decir, si somos capaces de ponernos en el lugar de cualquier
otra persona a la hora de decidir si las acciones son morales o Inmorales, entonces es que somos
autónomas y no heterónomas. Es autónomo el que no se rige por lo que le dicen, pero tampoco sólo por
sus apetencias o por sus instintos, que al fin y al cabo él no elige tener, sino por un tipo de normas que
cree que debería cumplir cualquier persona, le apetezca a él cumplirlas o no. Esas normas serán las
propias de cualquier ser humano: nuestras normas.
Un ser capaz de actuar de este modo y que es valioso en sí mismo no puede venderse en el mercado por
un precio, porque para eso habría que fijarle un equivalente.
Podemos intercambiar un kilo de manzanas por un bolígrafo, pero, ¿por qué podemos intercambiar a un
ser humano?, ¿cuál es su equivalente?, ¿cuál es su precio? La respuesta de Kant es clara: los seres
humanos no tienen precio, no pueden intercambiarse por un equivalente, sino que tienen dignidad. Son dignos
de todo respeto.
Todas las éticas actuales aceptan esta afirmación kantiana de que las personas son absolutamente
valiosas, fines en sí, dotadas de dignidad y no intercambiables por un precio.

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5. LA TRADICIÓN DIALÓGICA

Del monólogo al diálogo

En ética, la tradición dialógica arranca de Sócrates (siglo y A.C.) y pasa por el personalismo de autores
como Martin Buber (siglo XX). Actualmente resurge con fuerza en la ética discursiva creada por Karl Otto
Apel y Jürgen Habermas, que tiene —entre otras— la peculiaridad de intentar «poner en diálogo» la ética
kantiana. Creen ambos autores que la aportación kantiana es óptima, pero adolece de un defecto:
considera la racionalidad moral monológica, cuando en realidad es dialógica. Las personas no llegamos a
la conclusión de que una norma es ley moral o es correcta individualmente, sino a través del diálogo con
los demás. ¿A través de cualquier diálogo?

El test del discurso

Supongamos que ponemos en cuestión una de las normas que hemos dado por buenas hasta el momento
(por ejemplo, el servicio militar obligatorio) y que queremos averiguar si es moralmente correcta o no. Si
fuéramos kantianos estrictos, la someteríamos al test del imperativo categórico, pero la ética discursiva
propone someterla a un diálogo entre los afectados por la norma, que recibirá el nombre de discurso y se
atendrá a algunas reglas.

Ahora bien, para comprobar, tras el discurso, si la norma es correcta, habrá de atenerse a dos principios:
a) El principio de universalización, que es una reformulación dialógica del imperativo kantiano de la
universalidad:
«Una norma será válida cuando todos los afectados por ella puedan aceptar libremente las
consecuencias y electos secundarios que se seguirían, previsiblemente, de su cumplimiento general pa-
ra la satisfacción de los intereses de cada uno.»
b) El principio de la ética del discurso, que es una reformulación dialógica de la autonomía kantiana:
«Sólo pueden pretender validez las normas que encuentran (o podrían encontrar) aceptación por
parte de todos los afectados, como participantes en un discurso práctico.»

Comunicación: no estrategia

Por lo tanto, la norma sólo se declarará correcta si todos los afectados por ella están de acuerdo en darle
su consentimiento, porque satisface, no los intereses de la mayoría o de un individuo, sino intereses
universalizables. El acuerdo al que lleguemos no será un pacto estratégico, en el que los interlocutores se
instrumentalizan recíprocamente para alcanzar cada uno sus metas individuales, sino el resultado de un
diálogo en el que se aprecian recíprocamente como interlocutores igualmente facultados, y tratan de llegar
a un acuerdo que satisfaga intereses universalizables. Esto significa que la racionalidad de los pactos es
racionalidad instrumental, mientras que la racionalidad de los diálogos es comunicativa y tiene en cuenta
los intereses de todos.

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Evidentemente, en ocasiones habremos de servirnos de estrategias, pero sólo actúa moralmente el que lo
hace tratando de establecer las bases de una sociedad en que sea posible la comunicación transparente,
sin peligro para nadie.

¿De qué somos dignos?

Hablar de «dignidad humana» carece de sentido si no aclaramos de qué somos dignos. La ética del
discurso afirma que cada persona ha de reconocerse como interlocutor válido en cuantas normas le
afecten. Por lo tanto, cuando se delibere sobre la corrección de esas normas, somos dignos de ser tenidos
en cuenta en las decisiones: tenemos que poder participar en los diálogos en las condiciones más
próximas posibles a la simetría.

Fuente:
Cortina, A. Ética. La vida moral y la reflexión ética. (1996). Santillana, Madrid. 1996.

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