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Felicidad

Vladimir Zapata Villegas

En este capítulo se plantean diversos puntos de vista sobre lo que es la felicidad; se


explica cómo se construye en sus distintos niveles, y cuál es la función de los adultos
en el acompañamiento inteligente y afectuoso de los niños en los pasos hacia esta
meta del desarrollo humano integral y diverso.

La felicidad es entendida casi siempre como una entidad abstracta, propia de la


esfera ideal y temáticamente circunscrita al coto cerrado de la filosofía. Desde el
punto de vista fenomenológico es cercana en cuanto cotidianamente es deseable,
aunque pese sobre ella el sambenito de lo inalcanzable. Pero la felicidad es un asunto
vital, un componente de la zona espiritual humana que frecuentemente se
entrecruza con lo biológico e intelectual.

La felicidad copa toda la existencia de los seres humanos a lo largo de sus edades.
Como con las demás metas del desarrollo, su despliegue resulta más auspicioso si
desde temprano en la vida se han puesto las condiciones para hacer ello posible. En
la antigüedad clásica de Grecia, Aristóteles ya había propuesto el límite de
aspiraciones al respecto cuando señaló que la felicidad es estar satisfecho consigo
mismo. Desde entonces, quedó sugerida la idea de un dinamismo necesario para
conquistar dicha línea del horizonte de realización humana. Se hizo conciencia sobre
el estatuto de deseabilidad y al mismo tiempo de la existencia de unos
imponderables con incidencia en la consecución del ideal.

En la modernidad, dos pensadores aportaron luces acerca de los obstáculos para


llegar a un buen término en la construcción y reconstrucción de tan loable meta. Por
un lado, Heidegger con su proposición dejar ser al ser y por el otro, Winnicott, con
su conclusión derivada del ejercicio terapéutico: los padres no hacen a los hijos
como el pintor el cuadro o el alfarero una jarra . Se abría, pues, una amplia senda que
reconocía que la felicidad como meta del desarrollo humano integral y diverso seguía
una lógica racional, de hombres, para su efectiva concreción. Y que era del resorte
de cada hombre, con nombre y apellido propio, sacarla avante, en una negociación,
inevitable, con su estructura social.

La felicidad es dicha, bienestar, fortuna, ventura, bonanza y prosperidad. En


ningún caso, ni en lo colectivo ni en lo individual, viene gratuitamente de una especie
de hiperuranio. Casi siempre resulta después de un proceso esforzado, difícil,
empeñoso. La felicidad se aprende, se construye . En ello se juega la suerte del
género humano, su continuidad. En los distintos niveles hay avances y retrocesos,
pero la tendencia central que es el desarrollo y consolidación de esa virtud, triunfa.
Lo dice hoy el estado del mundo y del hombre a pesar de los obstáculos y de lo que
queda por ser y hacer.

La felicidad se refiere a la serena alegría por ser y vivir haciendo y teniendo, lo


que es característico de los humanos. La felicidad es un sentimiento eminentemente
personal. Ello hace tan difícil la difusión nocional y mucho más la elaboración de
escalas para medirla y hacerla extensiva a toda la colectividad. No obstante, es
menester reconocer que tanto su sentido espontáneo como su significado
compartido culturalmente son aprendidos. Mejor dicho, han sido mediados por las
prácticas de socialización y el lenguaje. Así, por ejemplo, para el filósofo James
Mill, citado por Émile Durkheim en su libro Educación como socialización, la
educación tendría como objeto convertir al individuo en un instrumento de
felicidad, para sí mismo y para sus semejantes.

Por su parte, el también filósofo Herbert Spencer se ocupó de definir


objetivamente la felicidad. Para él, las condiciones de la felicidad son las de la vida y
la felicidad completa es la vida en su plenitud. ¿Y qué es la vida? Es más que la
satisfacción orgánica de necesidades, es más que la integración organismo-ambiente.
Es el despliegue de la inteligencia y el disfrute espiritual. La felicidad no es vista
como la llegada a un estado de nirvana o como renunciación al deseo por carencia,
haciendo de la necesidad virtud. Es la admisión del equilibrio entre las apetencias,
las aspiraciones y su cumplimiento, con la condición de que se reconozca la presencia
permanente de algo más por lograr, sin dejar alterar dicho equilibrio, que por tanto,
siempre será precario. La felicidad es un sentimiento acaballado sobre un filo
delgado e inestable entre dos abismos.

Para el hombre de la economía y la política, realista y pragmático, la felicidad es


una entidad susceptible de ser concretada en el más corto plazo. Taxativamente se
la puede definir con el escritor colombiano Enrique Peñalosa como el desarrollo pleno
del potencial humano, la realización personal, cualquiera sea el oficio que se
desempeñe: músico, empresario, carpintero, ama de casa, ingeniero, jardinero,
deportista; pues de esa realización se deriva la armonía consigo mismo y con los
demás y el gozo con las realizaciones propias o ajenas.

En la ecuación felicidad igual a eficaz ejecución del proyecto de potencial


humano, hay que transitar desde la más prosaica preocupación por la adquisición del
mínimum vital material, sopesándolo de manera que no traspase el fiel de la balanza
de la sabiduría, porque sería contraproducente (la infelicidad proviene del exceso),
hasta llegar al sentimiento de bienestar psicosomático y a la comprensión del
sentido de la aventura humana, tanto en la perspectiva individual como en la
colectiva.

Este es un carácter de la existencia experimentado y ampliamente entendido por


los maestros místicos de Oriente y por los occidentales, que concluyen que la
felicidad es el súmmum del bienestar. En clave de hominización, la felicidad es como
pasar del rictus (plano fisiológico) de la sonrisa a la risa con sentido para expresar
dicha (plano humano).

El refranero popular dice que no por mucho madrugar amanece más temprano . El
bienestar o la felicidad vienen de afrontar la vida diaria sin premura. Haciendo bien
lo que toca y recibiendo lo preciso, porque lo excedente perturba. Como en el
arquetípico gesto paulino, se trata de vivir con las cosas como si no se tuvieran. Con
libertad y libertad para... Solo el libre genuino puede ser feliz porque ha logrado
poner en su sitio los apegos. Quien pospone sus apetencias en favor de la otredad,
para facilitar la realización del prójimo, más rápida y fluidamente se aproximará a la
felicidad.

La felicidad personal, pues, está encadenada a la de los vecinos, así como la


felicidad familiar es un correlato necesario de la felicidad de la sociedad. También
en las fuerzas espirituales opera el principio de los vasos comunicantes; pero lejos
de esta apreciación está la idea de que la felicidad llegará inexorablemente. No.
Esta vendrá con el trabajo y del trabajo. Pero de un trabajo que, como dice Enrique
Peñalosa, involucre la creatividad, la pasión, la habilidad y la satisfacción de hacer
un aporte.

Pero no es el trabajo la única aproximación posible a la felicidad; ello también se


logra mediante una mejor apreciación de cada momento; carpe diem: vivir cada
momento.

La felicidad, siendo una meta de desarrollo, no tiene lugar ni término de tiempo.


Es más bien una forma de discurrir por la vida, un estilo, una actitud que acompaña
la evolución y que con tal proceder califica el logro del propósito implícito en la
meta.

Esfuerzo constructivo de la felicidad en distintos niveles

La felicidad supone esfuerzo constructivo o educativo en varios niveles, el familiar,


el social y el educativo.

Ecología familiar
En este horizonte tienen función principal la satisfacción de las necesidades
nutricionales, lúdicas y de seguridad. La felicidad consiste en el cubrimiento a
plenitud de ellas, concretadas en una pronta atención, en la facilitación del juego y
en una presencia que provea y toque. El ambiente constituido se torna constituyente
de una percepción que finalizará en un ethos, una manera de ser.

Con el paso de los meses y años se requiere pasar del gesto y del contorno físico-
arquitectónico, de sesgo pasivo, a los movimientos y explicitaciones verbales de los
adultos significativos y en general de todos los participantes del conglomerado
familiar, siempre organizados alrededor de un concepto axial, la armonía.

Tres cosas pueden acercar al niño y al joven a la posibilidad de desarrollar


sentido de la felicidad: la salud plena, la compañía y un ambiente sosegado. Asuntos
que conciernen, en primera instancia, a la familia. Diversos estudios demuestran que
los adolescentes y los adultos jóvenes sanos, felices y seguros de sí mismos son el
producto de hogares estables en los que ambos padres dedican gran cantidad de
tiempo y atención a los hijos, estableciendo, por tanto, vínculos afectivos más
seguros y protectores.

Entorno social

Para la construcción y reconstrucción de la felicidad son necesarias la solidaridad y


la legalidad en las interacciones humanas, así como que la sociedad esté ordenada de
tal manera que garantice una inversión en el futuro de sus miembros.

Solidaridad en la calle, en la televisión, en los lazos de parentesco y amistad, en


los vínculos funcionales (pediatra-paciente, por ejemplo) con los que se crea un
tejido cultural compacto del cual solo se esperará tranquilidad, bienandanza,
certidumbre, paz, pilares fundamentales de la felicidad.

La legalidad, esto es, preexistencia de la sociedad civil y los beneficios emanados


de ella, tales como el orden, la previsión, la relación medios-fines.

Por su parte, la inversión en futuro está representada por una organización


económica y sociopolítica que garantice el acceso a los bienes de mérito y a la
competencia por otras ventajas originadas en el sistema y de cuya conquista se
sigue bienestar, lo que facilita la construcción y reconstrucción de la felicidad.

La educación asistida por la pedagogía

La pedagogía es la enseñanza intencional a la cual corresponde un aprendizaje eficaz


traducible en el semblante, el lenguaje y los comportamientos cotidianos.
Se entiende que, de la casa a la escuela, la felicidad es asunto subordinado del
control y del ambiente artificioso para terminar en conformidad. Mejor dicho, en
todas las instancias de socialización, se pueden diseñar, ex profeso, dispositivos
formativos que impliquen el ver, el sentir, el pensar y el actuar armoniosamente. Y,
en la medida en que se avanza en edad y escolaridad, es factible incrementar su
complejidad y al mismo tiempo esperar mayor conocimiento, racionalidad y
avenimiento existencial.

Lo anterior supone un cambio de mentalidad, principalmente en los actores de


primer orden (padres, maestros y alumnos), porque como afirma Juan Delval en su
libro Crecer y pensar, la construcción del conocimiento en la escuela, mejorando la
enseñanza se puede aprender más en menos tiempo, hacer del conocimiento un
factor importante para la transformación de la sociedad, el bienestar humano y la
libertad. Pero, para ello, la escuela debe adaptarse a las necesidades de los
individuos en lugar de adaptarlos a las necesidades de la escuela .

La escuela y la educación tendrán que consultar el acervo cultural para sacar de


ahí el cuerpo de proposiciones con referentes concretos y que han resultado
pedagógicamente exitosos, pues, con todas sus máculas, la sociedad ha permanecido
e, inclusive así, habrá que asegurar su preservación. Pero también tendrán que
inventar modalidades educativas novedosas para sociedades móviles, cambiantes, sin
comprometer la cuota correspondiente de felicidad individual y colectiva: la
felicidad posible en un mundo previsible; la que facilitan los padres a sus hijos y los
maestros a sus alumnos y la que tendrán que conseguir y eventualmente recuperar
los jóvenes adultos en su aventura vital.

Pero, con todos los seres humanos de cualquier condición, edad o país hay que
tener en cuenta que, como sostienen Sidney Jourard y Ted Landsman en su libro La
personalidad saludable, cuando el individuo ha satisfecho sus necesidades básicas,
puede hacer uso de las energías y la experiencia así liberadas para emprender
proyectos que trascienden la satisfacción de esas necesidades; proyectos en pos de
la libertad, la justicia, la belleza o la verdad, esto es, relativos a la motivación de
ser y la autorrealización. Para ello es necesario fijar metas desafiantes, fascinantes
y en las que el compromiso asumido no riña con la libertad mental, la libertad para
cambiar de parecer.

¡Y esto es felicidad!

Los pasos de la felicidad

Esta meta del desarrollo se prepara tempranamente, mucho antes del nacimiento del
niño. Si se entiende como un estado del ánimo que se contenta con el goce del bien y
a esto se le añade la realización del potencial humano, hay que trasladarse a las
fases del primer conocimiento entre los miembros de la pareja en cuyo seno se
traerá a dicho niño a la vida. La felicidad está en la calidad de la alimentación, la
solidez afectiva y la fortaleza de los ideales de cada uno de quienes llegan a
conformar pareja y probablemente en la información genética previa. En todo caso,
de las ideas individuales de los padres, o de quienes hagan sus veces, y de aquellas
surgidas tras la configuración de la pareja se desprenderá una estructura y una
dinámica familiar proclive a la consecución de lo propuesto. Este es el paso previo a
cualquier posibilidad de felicidad.

Nacido el niño, y puesto en la cuna, se hace inevitable fijar la atención en él. Allí
es sujeto de cuidados y regulación. Y aunque él no puede caer en la cuenta de ello, sí
va formando como una huella existencial que deja pasar a manera de síntesis en esa
dialéctica, la serenidad. Es el paso de la protección y el orden.

La etapa precedente comprende los dos primeros años de vida. De aquí hasta los
siete hay una preponderancia del yo que se consolida por encima de cualquier otra
llamada. Lo demás y los otros o no existen o están supeditados a un yo que se crece
sin aduanas. Es una fase de enconado egocentrismo cuyo antídoto en perspectiva de
bienestar es la regla coercitiva; el sentimiento de felicidad puede tener un traspiés
y colapsar radicalmente si no hay una fuerte asistencia externa. Por eso coincide
con la vigencia de una moral y educación heterónomas, moderadas por una
concepción humanista de la vida. Es el paso de la disciplina.

De los siete a los dieciocho años, hay una alternancia entre el egoísmo y la
cooperación que funda el bienestar y la felicidad en el reconocimiento, la aceptación
amorosa y la afirmación. Aún se requiere el apoyo de otros para sobrevivir y vivir
bien, pero al mismo tiempo se toma distancia y se ensayan criterios e iniciativas
para satisfacer tales demandas. Es el paso singularización-fraternización.

Finalmente, después de los dieciocho años, los seres humanos responden a


plenitud por sí mismos, incluso yendo contra razones evidentes y en ocasiones contra
natura. A esta altura la voluntad está habilitada para superar el hedonismo, como
resultado de un proceso formativo; la felicidad se opta, depende mucho más de la
concepción de la vida y de su efectiva vivencia. Es el paso de la felicidad como
construcción mental con efectos prácticos.

El resto es la sabiduría para admitir que hay múltiples factores que intervienen,
que no hay automatismos que determinen un desarrollo existencial en línea, que hay
avances y retrocesos.

En fin, como bien dice Séneca en Cartas a Lucilio:

No hemos de preocuparnos de vivir largos años, sino de vivirlos satisfactoriamente;


porque vivir largo tiempo depende del destino, vivir satisfactoriamente, de tu alma.
La vida es larga si es plena; y se hace plena cuando el alma ha recuperado la posesión
de su bien propio y ha transferido a sí el dominio de sí misma.

Conclusión

La felicidad no se prescribe a los individuos ni se decreta a las naciones. La


felicidad, como el amor, es una consecuencia de la persuasión que media entre seres
humanos que se tratan como tales. Es más una derivación necesaria de hacer la
oferta para ver y vivir la existencia de una determinada manera y no de otra. Los
padres podrán hacerlo con sus hijos, los maestros con sus alumnos, los esposos o los
amantes entre sí; en fin, quienes se entiendan como interlocutores válidos en toda
relación. La propuesta se toma o se deja, y se obra en consecuencia.

Con la felicidad se puede experimentar fruición, sensación de alivio, plenitud


espiritual. Pero igualmente se puede experimentar la mera impasibilidad,
desasimiento.

Es una manera de estar siendo que atraviesa todas las dimensiones de la persona
y que provee de entereza de ánimo para sortear bien cualquier vicisitud; también es
aquella en la cual se pierde. La felicidad no se aprende intempestivamente, no
aparece de sí y de suyo, por generación espontánea. Se desarrolla paso a paso, se
construye y reconstruye permanentemente. En este sentido, la felicidad se percibe
siempre como un eco lejano. En el adulto feliz hay siempre un niño feliz, o por lo
menos un niño con quien hubo un empeño sostenido para que tuviera todo y fuera
todo lo que humanamente le era menester.

Un niño en el cual se ha fijado la mirada amorosa, y por eso atenta y cuidadosa,


se tornará confiado, esto es, seguro. Y por seguro, capaz de tomar iniciativas, que
es la manera simple de expandir el ser y, finalmente, este es el terreno abonado
para la sensación y la realidad de la felicidad.

Bibliografía
Delval J. Crecer y pensar, la construcción del conocimiento en la escuela. México:
Paidós; 1991.
Savater F. Diccionario filosófico. Barcelona: Planeta; 1995.
Savater F. Ética para Amador. 2a. ed. Barcelona: Ariel; 1992.
Savater F. El contenido de la felicidad. 3a. ed. Madrid: El País/Aguilar: 1994.

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