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Introducción
Populismo (a secas)
De izquierda o de derecha, en el populismo hay tres rasgos que no suelen faltar: un líder
con fuerte personalismo y centralidad política, el apoyo de individuos movilizados activamente en
el espacio público, y un discurso antagonista que divide al campo político entre un “nosotros”
popular y un “ellos”.
Con la intención de mostrar que el populismo es ante todo un discurso que explica y
convence al punto de ganar cómodamente elecciones y mantenerse en el poder, María Esperanza
Casullo, en su reciente texto ¿Por qué funciona el populismo?, nos dice que el mito populista es la
herramienta discursiva que funciona porque responde a los problemas, ansiedades y temores de
los ciudadanos, porque le da a la sociedad el sentido que creyó perder, porque nos hace ver la
realidad de otra manera, sentirnos parte de un proyecto que incluso puede llegar a contener hasta
cierto carácter épico (Casullo, 2019:17).
La autora se vale del concepto de “mito populista” para designar aquello que permite la
identificación entre los seguidores y el líder; el mito representa la realidad social explicada en
términos narrativos, un relato articulado por un héroe, un villano y un daño, cuya efectividad
social es, al mismo tiempo, consecuencia y causa de la autoridad performativa del líder.
En ese sentido, Benjamin Arditi en su texto “El populismo como periferia interna de la
política democrática”, cita a Barthes, quien afirmó que el mito siempre parece tener un “otro
lugar” a su disposición que le permite no tener que admitir su condición de sistema semiológico de
segundo orden. El populismo también tiene su “otro lugar” al que utiliza para enmascarar su
posición respecto de la representación, la participación y la movilización. Esta ambivalencia explica
por qué algunos dicen que el populismo libera las energías auténticas del pueblo, mientras que
otros afirman que no es mucho más que el grillete que condena al pueblo a una situación de
sometimiento a un movimiento o a un líder (Arditi, B., 2009: 97).
Es conveniente entonces distinguir una concepción esencial y una funcional respecto de lo
que es el populismo: la funcional entiende que el populismo se hace discursivamente, en público y
con otros, no designa en este enfoque ideologías o posiciones políticas como el socialismo o el
liberalismo, posturas de corte más esencialista.
Común y vulgarmente, el concepto se entiende y usa en múltiples y despectivos sentidos:
manipulación, demagogia, autoritarismo, clientelismo, hasta se lo ha asociado con el fascismo.
Quizás sea el motivo por el cual ni los populistas se reconocen como tales; héroes, outsiders,
patriotas u hombres de negocios, tampoco tenemos un claro perfil de líder populista.
Como afirma Casullo, al populismo se lo puede entender de al menos cuatro modos
distintos:
- Como discurso. Idea representada por la corriente laclausiana que ve al populismo como
una narrativa política performativa, un relato que forma identidades políticas
dicotomizando el ejercicio político entre un nosotros y un ellos.
- Como estrategia de poder y personal. El principal representante de esta línea teórica es
Kurt Weyland, responde a la observancia de los modos de que se vale el líder para
acumular poder, se utiliza la política económica y social como instrumento para ese
objetivo.
- Como “ideología delgada”. Expresión reciente de dos autores, Cas Mudde y Cristóbal
Rovira Kaltwasser que la oponen a la idea de “ideologías densas” como el fascismo, el
liberalismo o el comunismo. No es una visión del mundo completa y autónoma pero su
discurso tiene tres rasgos generales: es antiélite, es moralizante y pone el énfasis en el
respeto hacia la voluntad general.
- Como fenómeno socio-cultural. Es la mirada que resalta su aspecto performativo, es decir,
los liderazgos populistas dependen de que se activen distintos significantes socioculturales
a través de presentaciones públicas en los medios de comunicación. Liderazgos que se
construyen desde marcadores estilísticos específicos: vestimenta, acentos, gestos,
discursos. Representantes de esta postura son Ostiguym Moffit o Diehl (Casullo, 2019: 45).
Para pensar el caso del populismo kirchnerista hay que remontarse al 2001 en Argentina.
En medio de una profunda crisis social y política, durante el Gobierno de la Alianza, en un clima de
graves denuncias por casos de corrupción, en octubre de 2000, renuncia el vicepresidente Carlos
“Chacho” Álvarez y se desatan en el país una serie de sucesos irremediables: movilizaciones,
saqueos, declaración del estado de sitio, y una represión tan brutal que tuvimos que lamentar 38
muertes de personas asesinadas, hechos todos que condujeron inexorablemente a la renuncia del
presidente Fernando de la Rúa y su posterior fuga en helicóptero en diciembre de 2001.
Este momento histórico del país ameritaría de mi parte, por desgracia, algo más que un
párrafo de referencia, pero el objeto de análisis del presente trabajo me aleja tangencialmente de
tal propósito, no obstante, considero imprescindible recordar al respecto cuánto se habló este año
de la idea lefortiana del poder como un lugar vacío para pensar esa semana en la que tuvimos
Cinco Presidentes en once días. Tras la caída de Fernando de la Rúa, en 2002 llegó nombrado por
la Asamblea, Eduardo Duhalde. En el medio, ocuparon el cargo Adolfo Rodríguez Saá, Ramón
Puerta y Eduardo Camaño.
Néstor Kirchner era por entonces Gobernador de Santa Cruz y llegó al poder presidencial
en 2003 después de disputar el voto peronista con dos candidatos más: Carlos Menem y Adolfo
Rodriguez Saá. Quedó en segundo lugar pero al bajarse Menem del ballotage, asumió el poder con
el 22% de los votos y muy baja legitimidad.
Las dos primeras medidas de urgencia que tomó ya evidenciaron el perfil personalista,
populista, de fuerte impronta social: ayudar a la provincia de Santa Fe por los daños sufridos a raíz
de una brutal inundación, reanudar las clases en Entre Ríos (el conflicto con los docentes hizo que
no hubiera clases por dos meses), y aclarar que no tenía previsto anunciar ningún paquete de
medidas económicas, y que mostrará un nuevo estilo de gobierno en la Argentina en donde las
definiciones estarán concentradas en él, que se ocupará en forma personal de cada una de las
áreas del gobierno y que tampoco hará reuniones de gabinete.
Las prioridades de Kirchner en sus primeros días en la Presidencia fueron dar respuestas
concretas a dramáticas situaciones, tanto las producidas por causas azarosas como una catástrofe
natural, como aquellas que dependían de la política, como destrabar un conflicto docente, y
además, comenzó a reformular la instrumentación de los planes sociales que dejó la gestión de
Eduardo Duhalde.
Otras medidas fueron más de fondo y radicales, hasta ideológicas: la denuncia y juicio a
miembros de la Corte Suprema, el pago total de la deuda al F.M.I. o la embestida contra aquellos
responsables de las violaciones a los derechos humanos de la dictadura.
Pueden distinguirse claramente dos tipos de adversarios muy distintos en los discursos de
los Kirchner, el primero, hasta 2008, compuesto por adversarios impersonales y globales como el
F.M.I, los organismos multilaterales, los fondos buitre, etc. Digamos con Casullo que hasta ahí se
pegó hacia arriba y hacia afuera. Pero después del 2008, los adversarios eran internos, sobre todo
los productores agrícolas ganaderos y exportadores de soja.
Aquí cambió incluso la matriz discursiva del mito populista kirchnerista que, si hasta ese
momento separaba a los “argentinos” del “neoliberalismo”, ahora, la oposición quedaba plasmada
entre un nosotros nacional y popular, y un “ellos”, representado por lo que se denominó por aquél
entonces, “el campo”. Durante su primer Gobierno, Cristina Fernández afrontó un paro
agropecuario patronal acompañado por un bloqueo de rutas que se extendió a lo largo de 129 días
y sostuvo un prolongado conflicto con el Grupo Clarín.
El 27 de octubre de 2010, Nestor Kirchner murió repentinamente a las 9.10 de la mañana,
en su cama. Al año siguiente, en las elecciones presidenciales de 2011, Cristina Fernández obtuvo
el 54,11 % de los votos, accediendo así a su segundo mandato y logrando el mayor porcentaje
alcanzado en una elección presidencial desde 1983, siendo también en términos porcentuales el
cuarto resultado más amplio de la historia electoral argentina después del de Hipólito Yrigoyen en
1928, y los de Juan Domingo Perón en 1951 y 1973. Además obtuvo una diferencia del 37,3 %
respecto a la segunda lista, la segunda mayor de la historia argentina.
Entre las principales medidas populistas del gobierno de Cristina Fernández habría que
mencionar la Asignación Universal por Hijo, la reestatización de los fondos jubilatorios, el
programa Conectar Igualdad, el aumento en el presupuesto para Ciencia e Investigación, la Ley de
Servicios de Comunicación Audiovisual, la Ley de matrimonio igualitario, la reestatización de la
empresa Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF), la reforma del Banco Central , la sanción del
Código Civil y Comercial y la creación del Fondo de Incentivo Docente para destrabar las paritarias
nacionales.
De todos modos, el populismo kirchnerista estaría dentro del grupo de los populismos
moderados, sobre todo debido a que no realizaron en sus tres mandatos grandes reformas
políticas del Estado: no reformaron la Constitución como Chávez, Morales o Correa, no reformaron
radicalmente el sistema de partidos, y las reformas de políticas públicas y nacionalizaciones
llevadas a cabo también fueron impulsadas desde el Congreso antes que por decreto, denotando
de ese modo, como refiere Casullo, una baja significativa en la autonomía gubernamental
(Casullo, 2019:108).
Así, los Kirchner, asumieron con el apoyo de un partido fuerte y ya existente, en un país
con sindicatos y grupos poderosos no siempre a favor, incluso condicionando las más de las veces
las mencionadas medidas políticas, construyeron discursivamente un populismo en que el
antagonismo se veía moderado por una visión procedimental y reformista de la acción estatal.
Si bien tuvieron como principal antagonista a los grupos mediáticos hegemónicos, la forma
de combatir este frente fue la sanción de una Ley de medios en 2009 que no logró mayor impacto,
recordemos sin embargo que tampoco el Gobierno de Macri hizo nada para que esto ocurra, todo
lo contrario. A comienzos de 2016, la ley fue modificada por un decreto de Mauricio Macri. El
mismo apuntó a morigerar el carácter antimonopólico de la ley, beneficiando a los principales
medios de comunicación del país. Se expresó un fuerte repudio hacia el decreto en las redes, y se
ha cuestionado su legalidad. En julio de 2017, el caso llegó a la Corte Suprema, que deberá
pronunciarse para avalar o no la constitucionalidad del decreto.
A partir de 2012, la enemistad de Cristina con los medios opositores (muchos y
hegemónicos) y los sindicatos, hizo que su gobierno cayera de a poco en una pendiente que le
llevó a perder las presidenciales en 2015 por casi 2 puntos con Daniel Scioli como candidato propio
tibiamente avalado.
El último kirchnerismo del tercer mandato no pudo evidentemente sostener o balancear el
equilibrio entre el discurso populista y su dimensión gubernamental, en el breve lapso, este hecho
hizo que se desgastara y que se sucedieran conflictos con los distintos actores políticos, ya no
tanto con aquellos externos, como los del primer mandato, sino más bien con los propios, con los
de adentro.
En suma, el kirchnerismo también pegó para arriba, adversó contra un sector de la élite
económico – financiera terrateniente, contra propietarios de medios de comunicación. No
construyó un otro centrado en los inmigrantes, extranjeros o minorías de identidad sexual; sin
embargo, su dimensión liberal frecuentemente entró en conflicto con su impulso democrático de
representar al pueblo, y proteger a las minorías podría incluso ser un ejemplo de tal problema.
Casullo sostiene que estos gobiernos “eligen tensionar ciertos aspectos clásicos de la
teoría liberal bajo la justificación discursiva de la necesidad de ampliar o fortalecer derechos de
otras minorías, como los de los grupos LGTBI (en el caso argentino, el kirchnerismo sancionó las
leyes de Matrimonio Igualitario e Identidad de Género para personas trans)” (Casullo, 2019: 120);
o la inclusión de los pueblos indígenas (en el caso boliviano se dio estatus constitucional a ciertos
principios de las comunidades indígenas).
Ninguno de estos populismos eligió construir antagonismos basados en el rechazo a los
inmigrantes. En Argentina incluso, en 2010, se sancionó la ley Patria Grande que garantizó
derechos de trabajo legal, salud, educación y jubilación a millones de inmigrantes.
Hoy, una nueva ola rosa parece levantarse en algunos países de la región, ojalá pueda
sortear el conflicto y sepa esta vez sí sostener aquel equilibrio discursivo del mito otrora perdido
entre la dimensión gubernamental y la dimensión populista del poder.
Casullo resalta el hecho de que los gobiernos de derecha que le sucedieron a los
populismos de la ola rosa en la región vivieron una aparente paradoja: llegaron al poder mediante
medios legítimos pero la relación con las mayorías populares pareció ser menos sólida que la que
lograron los populismos de izquierda en su mejor momento.
En Latinoamérica, el populismo de derecha tuvo primeramente un fuerte repunte como
desafío de los 90´, en donde los partidos políticos vieron la necesidad de transformarse en fuerzas
modernas y profesionalizadas que compitieran por los votos de los ciudadanos y se orientaran a
gobernar guiados por la moderación, la búsqueda de consenso y el aprecio por la racionalidad
tecnocrática. La introducción de mercados capitalistas competitivos disminuiría el poder del
Estado y la capacidad de los líderes populistas de utilizar la distribución de bienes estatales para
generar redes clientelares y disminuir la competitividad democrática.
Pero la transición democrática y la modernización neo-liberal no llevaron a la muerte del
populismo, todo lo contrario. Durante los noventa, algunos mandatarios como Menem o Fujimori,
denominados neo-populistas por la combinación del estilo personalista, verticalista y poco
institucional, con políticas públicas neoliberales, iniciaron reformas modernizantes que finalmente
confluyeron en crisis económicas, sociales y políticas, generando un rebrote aún mayor de
populismo en la región, pero esa vez, en sentido opuesto.
El populismo xenófobo
En los 80´, Donald Trump era un acaudalado empresario del ámbito inmobiliario y de la
construcción, además de dueño de algunos casinos. En los 90´, después de un duro golpe
financiero a sus empresas, participando activamente de cuanto reality – show televisivo lo invitara
y con un fuerte discurso en contra de la elección de Obama de 2012, gana notoria popularidad y,
sin mucho crédito al principio, se lanza a su carrera presidencial de 2015 por el Partido
Republicano.
Ya en campaña se transformó en el portavoz del discurso de la “autocorrección política”,
se opuso a la globalización, al primer presidente afroamericano, al feminismo, a los musulmanes.
Es la idea de que la identidad blanca está amenazada y que debe ser defendida con políticas
públicas: prohibió la inmigración e algunos países con mayoría musulmana, redujo la cuota de
refugiados, inició una guerra comercial con China, y simpatizó con líderes dictatoriales como Kim
Jong de Corea del Norte.
Ese es Trump, el líder populista de una derecha representada por un empresario exitoso
que se opuso tan radicalmente a las minorías y llegó a separar de manera forzada, secuestrar y
entregar a familias norteamericanas sin la aprobación de madres o padres, a hijos e hijas de
personas detenidas en las fronteras de Estados Unidos al pedir asilo o querer entrar de forma
ilegal.
Estableció campos de detención forzada para adultos y menores en la frontera. Cientos de
chicos y chicas fueron separados de sus adultos responsables, secuestrados por el Estado y dados
en adopción mientras deportaban a sus progenitores. Hoy dicen “no tener rastros” de esos chicos.
Además, es de esos líderes empresarios populistas en los que encontramos algunos
valores clave, por ejemplo, la propia externalidad a la política, la honestidad o el glamour. En el
discurso de estos líderes se construye una defensa moral de la acumulación como virtud, la idea es
mostrar la portación de un estilo de vida aspiracional para los votantes; se priorizan las demandas
de un sector de la sociedad victimizada, que está a la defensiva y es nostálgica.
Trump, lejos de representar la integración institucional de los excluidos, es la garantía de
que los que ya están incluidos queden adentro, tal como se desprende de este escenario, el
principal peligro de la democracia liberal de partidos ya no es la izquierda del siglo XX ni el
fundamentalismo religioso, sino estos líderes xenófobos y reaccionarios que promueven medidas
antiglobalizantes y antiliberales y que se ubican en contra de la Unión Europea o la ONU y a favor
de nuevos proteccionismos (Casullo, 2019: 139)
Macri nació en 1959, llegó a ser millonario gracias a su padre, de quien terminó heredando
una suculenta fortuna, él mismo contó en varias oportunidades que su primera (y única,
seguramente) entrevista laboral fue con su padre para “conseguir” empleo en la empresa familiar.
Franco Macri emigró de Italia a la Argentina en 1948; no pudiendo culminar sus estudios
de ingeniería se volcó a la construcción (ya su padre, Giorgio Macri había sido empresario del
rubro en la Italia de Mussolini). Rápidamente se convirtió en el subcontratista estrella de planes de
vivienda y obra pública del primer peronismo. Se casó con la hija de una familia terrateniente,
Alicia Blanco Villegas, así ligó su familia con la élite tradicional argentina a la que él no pertenecía.
Mauricio se educó en uno de los colegios católicos de más alto nivel social del país, el
Cardenal Newman, ahí forjó amistades que lo acompañarían en sus gestiones ejecutivas. Se recibió
de Ingeniero en la U.C.A., hecho que le valió para condecorarse con el honorable título de primer
Presidente egresado de una universidad privada.
En 1991 fue secuestrado por una banda de ex – policías y se convirtió en un personaje
mediático. En esas presentaciones confesó que ese triste hecho le había convencido de dedicarse
a la actividad política. En 1995 fue elegido presidente de Boca Juniors. El éxito futbolístico del club
le permitió popularizar su imagen de niño bien y acaudalado frente al pueblo o, al menos, frente a
la mitad más uno, y así hacer más plausibles sus aspiraciones políticas.
Tuvo algunas propuestas del P.J. para competir por la diputación de Capital Federal pero
decidió apostar por la creación de su propio espacio político: el Pro. Este combinó militantes y
dirigentes de muy diversa procedencia: UCR, PJ, organizaciones de la sociedad civil como la Iglesia,
y un gran número de empresarios argentinos, muchos de ellos amigos de la infancia del mismo
Macri.
En 2003 pierde la elección a jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires en 2da vuelta.
En 2007, también en 2da vuelta, fue finalmente elegido. En 2015 gana las presidenciales por
menos de 3 puntos. En 2017 tuvo su mejor elección en las legislativas, gana con el 42%.
Seguro que es posible ser popular sin ser populista, pero en Argentina, lo popular implica
la portación de un cierto espíritu antagonista por el sólo hecho de considerarse vulgar, mal
educado, plebeyo. De aquí la libre asociación con el populismo.
El estilo político de Macri no difiere de otros liberales exitosos como Alsogaray, Cavallo, o
López Murphy, con un discurso liberal – tecnocrático en donde el criterio de legitimidad se basaba,
sobre todo, en el saber formal, en el logro académico en universidades extranjeras, y lo más
notorio, en el rechazo de “la política” en sentido amplio por pecar de irracional. Aun mintiendo,
afirman que la sinceridad es una virtud ya que de ese modo no se “cae” en medidas fáciles y
populistas. Como dice Casullo, “dar malas noticias económicas puede hasta incluso ser una virtud
por no entrar en la demagogia” (Casullo, 2019: 165).
Macri se lanzó con éxito a la política en parte porque supo manejar muy bien ciertas
imágenes lingüísticas y retóricas, las que cautivaron desde un léxico tecnocrático y liberal a los que
de su lado de la grieta se sumaron a la denostación de su principal adversario: el kirchnerismo.
El inclusivo “nosotros” fue utilizado en expresiones como “somos los que trabajamos y no
vivimos de los planes”, queriendo resaltar así la idea del sacrificio necesario, obligatorio y
perpetuo al que estamos todos condenados porque el kirchnerismo corrupto nos dañó. O la idea
de que perdimos todos 70 años de vida por culpa del populismo, y que la redención es sólo posible
de la mano de Cambiemos o de Juntos por el Cambio. Estrategia que como dice Casullo es “más
populística que populista” (Casullo, 2019: 170).
Casullo también muestra claramente cómo fue que se construyó al candidato “Mauricio”
sobre la base de la creación de cierta cercanía y empatía personales, de un referente aspiracional
sin ideología partidaria y sin “discutir sobre política”.
El esfuerzo por humanizar a Macri frente al axiomático “Mauricio es Macri” de Nestor
Kirchner, se logró puliéndole esa imagen de primogénito heredero de una de las mayores fortunas
del país, o la de conocido contratista del Estado, o la de acusado de contrabando, o la de
divorciado dos veces, pulido que logró descubrir y así inventar a “Mauricio”: esposo ejemplar de
una mujer encantadora, devoto padre de una hija hermosa, varón argentino común que gusta de
comer asados y jugar al futbol con amigos el fin de semana, gestor descontracturado de los
asuntos públicos, reclutador de grandes equipos, “los mejores de los últimos 5O años”.
Fue el intento de volverlo popular sin llegar a convertirlo en populista, es decir, reforzar su
conexión con el mundo de las bases populares pero desideologizando su discurso público. Los
temas de esta etapa se resumían en tres principales: cercanía, calidez y gestión.
El macrismo ofrecía ahora una visión radicalmente distinta de la política, no ya un
enfrentamiento moral mítico y antagonista como el kirchnerista, sino el que ve la política como
una actividad mundana en que técnicos idóneos resuelven problemas sin perdedores ni
ganadores. La política aparece así vista como una mera actividad laboral de 9 a 17hs, para luego
volver a la “verdadera felicidad de la esfera familiar y privada”, como dijo alguna vez Sturzenegger.
Era esta la “nueva política”.
A partir de 2009, la crisis del campo hizo que el conflicto pasara de situarse en el “afuera”
(F.M.I., ALCA, etc.), al “adentro”. Por primera vez desde 2003 había un sector de la sociedad y de la
política que se mostraba explícitamente antikirchnerista y que tenía un espacio para ello.
Macri vio muy bien la oportunidad frente a tal coyuntura de ser aquél que encarnara el
protagonismo y liderazgo en esa posición. A partir de ahí, su discurso se antagonizó e incorporó
ahora sí cierta épica moralizante: hay que eliminar al populismo “k” por patológico y anómalo, y
porque además impide el desarrollo normal de país y su inserción en el mundo. Después de la
victoria de 2015, lejos de cambiar su discurso antagónico, lo agudizó.
El slogan de Cambiemos en 2015 fue “Cambiemos pasado por futuro”: cambio, servicio,
futuro, alegría, familia, todos atributos que se ligan con otras ideas como la de que la política no
debe asociarse al sufrimiento o al sacrificio, sino que puede ser una actividad descontracturada,
que no elimina ni oprime la “verdadera felicidad”, es decir: la familiar, lo privado. Sin embargo,
este discurso no pudo ser mantenido. Como afirma Casullo, “se dio en el discurso presidencial la
progresiva desaparición del horizonte de futuro” (Casullo, 2019:175).
Los primeros dos años del Gobierno de Cambiemos, el discurso quedó reforzado en al
menos una de sus dimensiones del mito populista: la antagonización en términos morales con un
adversario personalizado a quien se lo acusa de ser responsable del daño proferido al pueblo. La
carga moral del discurso macrista para con el kirchnerismo se vio reflejada en el uso de ciertos
términos como corrupción, patoterismo, vagancia, etc.
A esta altura es bien perceptible que aquél discurso que auguraba un futuro promisorio ha
mutado ahora en, como dice Casullo, “(…) un mito que no contiene ya futuro, que fue
reemplazado por diatribas moralizantes que explican a la sociedad que debe consumir menos,
usar menos energía y calefacción, trabajar más, no tomarse días feriados, y asumir los sacrificios
necesarios” (Casullo, 2019: 167).
El eje del discurso del macrismo se basó, sobre todo a partir de 2017 en la directa alusión
al sacrificio que la clase media tenía que hacer para abandonar aquellos beneficios o privilegios
que habían sido otorgados demagógica e irresponsablemente por el kirchnerismo, idea que se
evidencia en frases del propio Macri, como “Si en invierno estás en remera y en patas es que estás
consumiendo energía de más”. La moralidad se correspondía ahora con la idea de que la
austeridad era necesaria porque no correspondía que gozáramos de tales ventajas.
Ya en 2018, el cambio se agudizó aún más en un discurso que pretendía instalar la idea de
que era todavía necesario un cambio cultural, en el que todos debíamos ceder algo para el
conjunto de la población.
La idea tenía su tinte populista y como estrategia para sumar votos parecía funcionar.
Había que hacer creer que vivíamos un presente mezquino en donde primaban los intereses
individuales, y las leyes laborales o sindicales eran un privilegio que había que asumir como tales y
doblegar esfuerzos para ajustarlos.
En suma, nadie podría calificar al gobierno de Macri de populista, sin embrago, antes de
su elección había logrado articular un mito político que identificaba un villano y un héroe,
orientado hacia el futuro. Esta orientación fue desapareciendo de la presentación pública de
Cambiemos al compás de las dificultades y los tropiezos en la gestión, sobre todo, a partir de la
crisis económica que comenzó en 2018.
Después de que pareciera encaminado hacia una amplia victoria en 2019 que le significara
la tan ansiada y obsesiva reelección, en 2018, el paupérrimo desempeño del peor equipo de los
últimos no sé cuántos años, hizo que su imagen y la de su gestión cayeran a casi el 30%. En agosto
de 2019 perdió las P.A.S.O por más de 16 puntos y su continuidad desde un ballotage otrora
posible ya se veía fantástica.
Como afirma Casullo, es el recorrido que muestra la transformación de Macri de “popular
a populista”, aquella que lo ayudó ganar las elecciones en 2015, pero desde entonces y hasta 2018
esa orientación discursiva se revirtió y viró hacia un modelo más clásico, el liberal-tecnocrático.
Sin embargo, después de la aplastante derrota en las P.A.S.O, lanzó algunas de medidas
que hasta los medios de comunicación “amigos” tildaron de populistas: un bono para estatales, el
aumento del mínimo no imponible a ganancias, paliativos y parches de una economía que ya había
sucumbido. De hecho, pocos días después tuvieron que “reperfilar” la deuda juntos por el “control
de cambio”.
La polarización con el kirchnerismo fue efectiva mientras representó el “pegar para
arriba”, el tener que confrontar con el que tenía el poder real. Una vez que el kirchnerismo fue
derrotado en las urnas ya no constituía una verdadera amenaza. Pero “pegar para arriba” es difícil
no teniendo autonomía respecto de las élites, y a al antagonizar “para abajo”, es la sociedad en su
conjunto el blanco de dicho ataque: usan mucha energía, gozan de privilegios, o como dijera el
propio Macri después de perder en las P.A.S.O. por 16 puntos: “votan mal”.
Conclusiones
El populismo y los populismos son lo mismo y diferentes. Como cree Casullo, los
populismos son “sincréticos e hibridizantes”, pueden combinar en sus políticas medidas públicas o
sociales de izquierda con medidas económicas o de política exterior de derecha (Casullo, 2019:
148), pueden ser distributivos en materia económica y censores en cuanto a la libertad de
expresión. Y como vimos, pueden ser de izquierda o de derecha.
En suma, el mito populista siempre queda condicionado en su discurso por el contexto
histórico, sobre todo en épocas de crisis y es tanto inevitable como efímero ya que en cuanto la
economía y la política se estabilizan puede disminuir o hasta desaparecer.
El populismo funciona para ambos lados, la diferencia quedó esbozada: en los de izquierda
la unidad nacional se presenta como un proyecto futuro que vive amenazado por la élite, en los de
derecha, se presenta como una idea que se asocia a la de un pueblo ya constituido y siempre
amenazado por “el afuera” del que hay que defenderlo.
Quizás el desafío mayor de cualquier populismo sea el de la sucesión de la legitimidad, el
problema de transferencia de la autoridad performativa del líder. Ésta no es fácilmente
transferible ni a un sucesor ni a la institucionalidad impersonal de un partido.
En suma, la distinción antagónica “nosotros” – “ellos” del populismo es inherente a la
naturaleza democrática de cada lado, sea a la izquierda como a la derecha, el populismo funciona
justamente porque como mito político fundamenta un discurso que impone la necesidad de un
adversario. Como sostiene Chantal Mouffe en En torno a lo político, “(…) la creencia en el fin de
una forma adversarial y la superación de la división izquierda/derecha, en lugar de facilitar el
establecimiento de una sociedad pacificada, ha creado el terreno para el surgimiento de
movimientos populistas de derecha” (Mouffe, 2007: 128). Es decir, lo que está en juego en la
oposición izquierda/derecha, cree Mouffe, no es un contenido particular sino el reconocimiento
de la división social y legitimación del conflicto. El contenido de la izquierda y la derecha varía pero
cuando la división desaparece, con ella también desaparece la división social y, con ella, las
legítimas expresiones de la población.
Cuando la división social no se expresa por la división derecha/izquierda, las pasiones no
pueden ser movilizadas hacia objetivos democráticos, y los antagonismos adoptan formas que
pueden incluso amenazar las instituciones democráticas. En los últimos años, sobre todo en
Europa y Sudamérica, la bipolaridad populista izquierda/derecha pareciera ser el modo en que lo
político busca responder a las distintas demandas sociales.
Los gobiernos se concentran en producir un relato que se orienta a la construcción
negativa del adversario y al fortalecimiento del “nosotros”; el modo en que dicha tarea se lleva a
cabo es mediante el uso de ciertas y complejas diatribas y estrategias discursivas. Efectivamente,
si concebimos al populismo como una estrategia de construcción de la frontera política y no como
un régimen, se puede entender muy bien por qué es necesario, en ciertas coyunturas, adoptar una
estrategia populista para poder propiciar una ruptura hegemónica que permita recuperar y
profundizar la democracia, ya sea ésta entendida desde la derecha como libertad de mercado y
achicamiento del Estado, o desde la izquierda, como lucha contra la pobreza, por la inclusión y la
justicia social.
Bibliografía
- Casullo, María Esperanza, ¿Por qué funciona el populismo?, Siglo XXI Editores, 2019.