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Diccionario de Psicoanálisis

Jean Laplanche Jean Bertrand Pontalis

Narcisismo
En alusión al mito de Narciso, amor a la imagen de sí mismo.

1. La noción de narcisismo aparece por vez primera en Freud en 1910, para


explicar la elección de objeto en los homosexuales; éstos «[...] se toman
a sí mismos como objeto sexual; parten del narcisismo y buscan jóvenes
que se les parezcan para poder amarlos como su madre los amó a ellos».

El descubrimiento del narcisismo condujo a Freud a establecer (en el Caso


la existencia de una fase de la
Schreber, 1911)

evolución sexual intermedia entre el


autoerotismo y el amor objetal.
«El sujeto comienza tomándose a sí mismo, a su propio cuerpo, como objeto
de amor», lo que permite una primera unificación de las pulsiones
sexuales. Estos mismos puntos de vista se expresan en Tótem y tabú
(1913).

2. Vemos, pues, que Freud ya utilizaba el concepto de narcisismo antes de


«introducirlo» mediante un estudio especial ( Introducción al
narcisismo 1914).

Pero, en este trabajo, introduce el concepto en el conjunto de la teoría


psicoanalítica, considerando especialmente las catexis
libidinales.

En efecto, la psicosis («neurosis narcisista») pone en evidencia la


posibilidad de la libido de recargar el yo retirando la catexis del
objeto; esto implica que «[...] fundamentalmente, la catexis del yo
persiste y se comporta, respecto a las catexis de objeto, como el cuerpo
de un animal unicelular respecto a los seudópodos que emite».

Aludiendo a una especie de principio de conservación de la energía


libidinal, Freud establece la existencia de un equilibrio
entre la «libido del yo» (catectizada en el yo) y la
«libido de objeto»: «cuanto más aumenta una, más se empobrece la
otra». «El yo debe considerarse como un gran reservorio de
libido de donde ésta es enviada hacia los objetos, y que se halla
siempre dispuesto a absorber la libido que retorna a partir de los
objetos».
Dentro de una concepción energética que reconoce la permanencia de una
catexis libidinal del yo, nos vemos conducidos a una definición
estructural del narcisismo: éste ya no aparece como una fase
evolutiva, sinoestancamiento de la
como un

libido, que ninguna catexis de


objeto permite sobrepasar
completamente.

3. Este proceso de retiro de la catexis del objeto y retorno sobre el


sujeto había sido ya destacado por K. Abraham en 1908 basándose en el
ejemplo de la demencia precoz: «La característica psicosexual de la
demencia precoz es el retorno del paciente al autoerotismo [...].
El enfermo mental transfiere sobre sí, como único objeto sexual, la
totalidad de la libido que la persona normal orienta sobre todos los
objetos animados o inanimados de su ambiente».

Freud hizo suyas estas concepciones de Abraham: « [...] ellas se han


mantenido en el psicoanálisis y se han convertido en la base de nuestra
actitud hacia las psicosis». Pero añadió la idea (que
permite diferenciar el narcisismo del autoerotismo)
de el yo no existe desde un
que

principio como unidad y que exige,


para constituirse, «una nueva acción
psíquica».
Si deseamos conservar la distinción entre un estado en el que las
pulsiones sexuales se satisfacen en forma anárquica, independientemente
unas de otras, y el narcisismo, en el cual es el yo en su totalidad lo
que se toma como objeto de amor, nos veremos inducidos a hacer
coincidir el predominio del narcisismo
infantil con los momentos formadores del
yo.
Acerca de este punto, la teoría psicoanalítica no es unívoca. Desde un
punto de vista genético, puede concebirse la constitución del yo como
unidad psíquica correlativamente a la constitución del esquema corporal.
Así, puede pensarse que tal unidad viene precipitada por una cierta
imagen que el sujeto adquiere de sí mismo basándose en el modelo de otro
y que es precisamente el yo. El narcisismo sería la captación amorosa del
sujeto por esta imagen. J. Lacan ha relacionado este primer momento de la
formación del yo con la experiencia narcisista fundamental que designa
con el nombre de fase del espejo. Desde este punto de vista, según el
cual el yo se define por una identificación con la imagen de otro, el
narcisismo (incluso el «primario») no es un estado en el que faltaría
toda relación intersubjetiva, sino la interiorización de una relación.
Esta misma concepción es la que se desprende de un texto como Duelo y
melancolía (1916), en el que Freud parece no ver en el narcisismo nada
más que una «identificación narcisista» con el objeto.

Pero, segunda teoría


con la elaboración de la
del aparato psíquico, tal concepción se esfuma.
Freud contrapone globalmente un estado
narcisista primario (anobjetal) a las
relaciones de objeto. Este estado primitivo, que entonces llama
narcisismo primario, se caracterizaría por la ausencia de total relación
con el ambiente, por una indiferenciación entre el yo
y el ello, y su prototipo lo constituiría la vida
intrauterina, de la cual el sueño representaría una reproducción
más o menos perfecta.

Con todo, no se abandona la idea de un narcisismo simultáneo a la


formación del yo por identificación con otro, pero éste se

denomina entonces «narcisismo secundario» y no


«narcisismo primario»: «La libido que afluye al yo por las
identificaciones [...] representa su "narcisismo secundario"». «El
narcisismo del yo es, un narcisismo secundario, retirado a los objetos».

Esta profunda modificación de los puntos de vista de Freud es paralela a


la introducción del concepto de ello como instancia separada,
de la que emanan las otras instancias por
diferenciación, de una evolución del concepto de yo, que hace recaer
el acento, no sólo sobre las identificaciones que lo originan, sino sobre
su función adaptatriz como aparato diferenciado, y, finalmente, de la
desaparición de la distinción entre autoerotismo y narcisismo. Tomada
literalmente, tal concepción ofrece un doble peligro: el de contradecir
la experiencia, afirmando que el recién nacido carecería de una apertura
perceptiva hacia el mundo exterior, y el de renovar, por lo demás en
términos ingenuos, la aporía idealista, agravada aquí por una formulación
«biológica»: ¿cómo pasar de una mónada cerrada sobre sí misma al
reconocimiento progresivo del objeto?
Diccionario de Psicoanálisis bajo la dirección de Roland
Chemama.

Amor que dirige el sujeto a sí mismo tomado como objeto.


El concepto en Freud. La noción de narcisismo está dispersa y mal
definida en la obra de Freud hasta 1914, fecha en la que escribe
Introducción del narcisismo, artículo donde se preocupa de darle, entre
los otros conceptos psicoanalíticos, un lugar digno de su importancia.
Hasta entonces, el narcisismo remitía más bien a una idea de perversión:
en lugar de tomar un objeto de amor o de deseo exterior a él, y sobre
todo diferente de él, el sujeto elegía como objeto su propio cuerpo.
Pero, a partir de 1914, Freud hace del narcisismo una forma de
investimiento pulsional necesaria para la vida subjetiva, es decir, ya no
algo patológico sino, por el contrario, un dato estructura] del sujeto.
Desde allí hay que distinguir varios niveles de aprehensión del concepto.
En primer lugar, el narcisismo representa a la vez una etapa del
desarrollo subjetivo y un resultado de este. La evolución del pequeño
humano lo debe llevar no sólo a descubrir su cuerpo, sino también y sobre
todo a apropiárselo, a descubrirlo como propio. Esto quiere decir que sus
pulsiones, en particular sus pulsiones sexuales, toman su cuerpo como
objeto. Desde ese momento existe un investimiento permanente del sujeto
sobre sí mismo, que contribuye notablemente a su dinámica y participa de
las pulsiones del yo y de las pulsiones de vida. Este narcisismo
constitutivo y necesario, que procede de lo que Freud llama primero
autoerotismo, en general se ve redoblado por otra forma de narcisismo
desde el momento en que la libido inviste también objetos exteriores al
sujeto. Puede ocurrir entonces, en efecto, que los investimientos
objetales entren en competencia con los yoicos, y sólo cuando se produce
cierto desinvestimiento de los objetos y un repliegue de la libido sobre
el sujeto se registrará esta segunda forma de narcisismo, que interviene
en cierto modo como una segunda fase.
De esta manera, el narcisismo representa también una especie de estado
subjetivo, relativamente frágil y fácilmente amenazado en su equilibrio.
Las nociones de los ideales, en particular el yo ideal y el ideal del yo,
se edifican sobre esta base. Pueden ocurrir allí alteraciones del
funcionamiento narcisista: por ejemplo las psicosis, y más precisamente
la manía y sobre todo la melancolía, que son para Freud enfermedades
narcisistas, caracterizadas o por una inflación desmesurada del
narcisismo o por su depresión irreductible. Por ello las llama
psiconeurosis narcisistas.
A partir de la década de 1920 y del advenimiento de su segunda tópica,
Freud preferirá distinguir netamente las dos formas de narcisismo antes
mencionadas calificándolas de «primaria» y «secundaria»; pero, al
hacerlo, termina casi asimilando el narcisismo primario al autoerotismo.
Concepciones lacanianas. Las concepciones lacanianas del narcisismo
simplifican considerablemente estas cuestiones. Lo mejor es presentarlas
a través del proceso de estructuración del sujeto. Para J. Lacan, el
infans -el bebé que no habla, que todavía no accede al lenguaje- no tiene
una imagen unificada de su cuerpo, no hace bien la distinción entre él y
el exterior, no tiene noción del yo ni del objeto. Es decir, no tiene
todavía una identidad constituida, no es todavía un sujeto verdadero. Los
primeros investimientos pulsionales que ocurren entonces, durante esta
especie de tiempo cero, son por lo tanto en sentido propio los del
autoerotismo, en tanto esta terminología deja justamente entender que hay
ausencia de un verdadero sujeto.
El inicio de la estructuración subjetiva hace pasar a este niño del
registro de la necesidad al del deseo; el grito, de simple expresión de
la insatisfacción, se hace llamada, demanda; las nociones de
interior/exterior, luego de yo/otro y de sujeto/objeto sustituyen a la
primera y única discriminación, la del placer/displacer. La identidad del
sujeto se constituye en función de la mirada de reconocimiento del Otro.
En ese momento, como lo describe Lacan en lo que llama el «estadio del
espejo», el sujeto puede identificarse con una imagen global y
aproximadamente unificada de sí mismo («El estadio del espejo como
formador de la función del yo «je», 1949; Escritos, 1966. (Véanse espejo
(estadio del) [y yo].) De allí procede el narcisismo primario, es decir,
el investimiento pulsional, deseante, amoroso, que el sujeto realiza
sobre sí mismo o, más exactamente, sobre esa imagen de sí mismo con la
que se identifica.
El problema luego es que, sobre la base de esta identificación
primordial, vienen a sucederse las identificaciones imaginarias,
constitutivas del «yo» [moi].Pero, fundamentalmente, este yo, o esta
imagen que es el yo, es «exterior» al sujeto y no puede entonces
pretender representarlo completamente en sí mismo. «Yo es un otro» [Moi
est un autre], resume Lacan, parafraseando a Rimbaud [Je est un autre].
El narcisismo (secundario) sería en cierto modo el resultado de esta
operación, en la que el sujeto inviste un objeto exterior a él (un objeto
que no puede confundirse con la identidad subjetiva), pero a pesar de
todo un objeto que se supone es él mismo, ya que es su propio yo, un
objeto que es la imagen por «la que se toma», con todo lo que este
proceso incluye de engaño, de ceguera y de alienación (Seminario 1, 1953-
54, «Los escritos técnicos de Freud»; 1975).
Se comprende entonces que el ideal (del yo) se edifica a partir de este
deseo y de este engaño.
Pues no hay que olvidar que el término narcisismo, tanto para Freud como
para Lacan, remite al mito de Narciso, es decir, a una historia de amor
en la que el sujeto termina por conjugarse tan bien consigo mismo que,
por encontrarse demasiado consigo, encuentra la muerte. Ese es por cierto
el destino narcisista del sujeto, ya sea que lo sepa o que se engañe: al
enamorarse de otro que cree que es él mismo, o al apasionarse por alguien
sin darse cuenta de que se trata de sí mismo, pierde en todas las
ocasiones, y sobre todo se pierde.
Elementos para una enciclopedia del
psicoanálisis
El aporte Freudiano
Esta obra fue dirigida por Pierre Kaufmann:
(1916-1995), filósofo del psicoanálisis.

«El término "narcisismo" se emplea en psicoanálisis para designar un


comportamiento por el cual un individuo "se ama a sí mismo" o, en otras
palabras, un comportamiento por el cual trata a su propio cuerpo como se
trata habitualmente al cuerpo de una persona amada.» «Estar enamorado de
sí mismo» sería lo que define el narcisismo según el mito griego del
joven Narciso fascinado por su propia imagen; el concepto adquirió toda
su importancia en la teoría psicoanalítica cuando pasó a designar una
fase necesaria de la evolución de la libido antes de que el sujeto se
vuelva hacia un objeto sexual exterior.
Fue Havelock Ellis (1898) quien utilizó por primera vez la expresión
«Narcissus like» para caracterizar en su aspecto patológico esta forma de
amor dirigido a la propia persona; a continuación, P. Näcke (1899)
utilizó la palabra «Narcismus» para significar ya una verdadera
perversión sexual. En Freud, si bien el narcisismo (término que él habría
reemplazado de buena gana por el más eufónico de «narcismo») tiene
también el carácter de una perversión cuando absorbe la totalidad de la
vida sexual del individuo, constituye no obstante un estadio del
desarrollo de la libido, intermedio entre el autoerotismo y la elección
de objeto; sólo la fijación en ese estadio y sus formas excesivas
constituyen una patología. «Quizás este estadio (Pliase) mediador entre
el autoerotismo y el amor objetal sea inevitable en el curso de todo
desarrollo normal -escribe Freud en su trabajo sobre el presidente
Schreber-, pero parece que ciertas personas se detienen en él de una
manera insólitamente prolongada, y que muchos de los rasgos de esta fase
(Zustand) persisten en algunas personas en estadios ulteriores de su
desarrollo (spätere Entwicklungsstufen).» En la medida en que el
advenimiento del estadio narcisista remite a una época anterior a la
elección de objeto, se entrevé que se trata de una patología no ya
relacionada con las neurosis de transferencia y el marco de la evolución
de la libido, sino con otro tipo de afección: las neurosis narcisistas, y
el marco de la evolución del yo.

Libido del yo (libido narcisista) y libido de objeto.

Proponer entonces dos líneas de desarrollo (la de la libido y la del yo)


y relacionar sus respectivos avatares con categorías nosográficas
particulares (como las neurosis de transferencia y la psicosis, por
ejemplo) abre una vía verdaderamente nueva para la teoría psicoanalítica,
al incitarla a explorar el dominio del yo y de sus producciones
sintomáticas específicas. Además, basándose en su experiencia con
individualidades narcisistas y con las parafrenias (esquizofrenias), aquí
reunidas por su común inaccesibilidad a la técnica psicoanalítica, Freud
propondrá la idea de la libido del yo o libido narcisista, opuesta a la
libido de objeto y capaz, cuando existe de ella un excedente
considerable, de desbordar al yo y desamarrar al sujeto del mundo
exterior. En la conferencia 26, «La teoría de la libido y el
"narcisismo"», Freud señala el interés de esta investigación: «Después de
habernos familiarizado con el manejo de la noción de "libido del yo", las
neurosis narcisistas se nos volvieron accesibles; la tarea que se
desprende de esto para nosotros consiste en encontrar una explicación
dinámica de estas afecciones y, al mismo tiempo, completar nuestro
conocimiento de la vida psíquica mediante la profundización de lo que
sabemos del yo. La psicología del yo, que tratamos de edificar, tiene que
basarse, no en los datos de nuestra introspección, sino, como en el caso
de la libido, en el análisis de los trastornos y disociaciones del yo.»
Desde esta perspectiva, una de las primeras exposiciones presentadas por
Freud sobre el narcisismo aparece en el análisis de la paranoia del
presidente Schreber, a propósito de la cual formula la hipótesis de una
regresión al estadio narcisista, que llega al abandono completo del amor
objetal y a la reactivación de un modo de satisfacción autoerótica
infantil.
Realizar una elección de objeto homosexual, como la que encuentra el
análisis del presidente Schreber (en otras palabras, volverse hacia la
persona más parecida a uno mismo), o bien apartarse del mundo exterior en
un repliegue total sobre sí, son entonces las figuras clínicas que
inducen a Freud a postular la existencia de una libido del yo,
inversamente proporcional a la libido de objeto, puesto que se trata de
la misma energía que la de las pulsiones sexuales, que a veces se dirige
hacia el yo y otras hacia el objeto en el seno de un equilibrio cuya
estabilidad define lo normal. «En líneas generales, vemos (también) una
oposición entre la libido del yo y la libido de objeto. Cuanto más
absorbe una, más se empobrece la otra.» Freud reitera varias veces la
imagen de un animálculo protoplasmático que emite seudópodos,
imprimiéndole al núcleo celular un ritmo de vaciamiento y dilatación
sucesivos. Esta metáfora ilustra bien el mecanismo de repliegue sobre sí
del interés antes dirigido hacia el mundo, y caracteriza el narcisismo
freudiano desde el punto de vista energético.
Pero si bien esta imagen sitúa nítidamente el narcisismo en el plano
económico de una energía que a veces inviste al yo y otras al objeto,
queda por dilucidar la naturaleza de esa energía y el mecanismo que rige
su distribución. Se aborda entonces una cuestión tanto histórica como
psicológica, ya que Freud, en su primera exposición sistemática sobre el
narcisismo (1914), intentó a la vez aislar una libido específica del yo
(libido narcisista) y responder a las críticas de Adler y Jung, de los
cuales se había separado en 1911 y 1913, respectivamente. Al privilegiar
el yo a expensas de la organización psíquica inconsciente, la teoría de
Adler derivaba la neurosis de la «protesta viril», principal expresión de
la inferioridad constitucional del ser humano; en lugar de asimilar como
Freud esta reivindicación al «complejo de castración» y fundarla en una
tendencia libidinal narcisista, Adler la inscribía en el registro de la
valorización social, en el seno de un sistema racional que, según Freud,
dependía de la elaboración secundaria («Contribución a la historia del
movimiento psicoanalítico», 1914). La teoría de Jung, por su parte,
obligó a Freud a realizar rápidamente una verdadera puesta a punto de la
teoría de las pulsiones; Jung no reconocía la especificidad de la libido,
sino que le atribuía un alcance muy general. En ese contexto escribió
Freud «Introducción del narcisismo», y una de las principales cuestiones
allí discutidas es la necesidad de diferenciar dos grupos de pulsiones:
las pulsiones de autoconservación o pulsiones del yo, con las que se
relaciona el interés no sexual, y las pulsiones sexuales, con las que se
vincula la libido. Sin duda no es fácil disociarlas en el yo, pero, por
ejemplo, el hecho de que el hambre y la necesidad sexual lleven, en caso
de frustración, a reacciones totalmente distintas, y la circunstancia de
que el ser humano se encuentre ante la finitud por su individualidad
(soma), y ante la supervivencia por la generación (germen), legitiman la
hipótesis de dos tipos pulsionales distintos, aunque en el origen las
pulsiones sexuales se apoyen sobre las de autoconservación, y vayan
separándose de ellas progresivamente (Tres ensayos de teoría sexual,
1905). En apoyo de esta tesis, Freud evoca además su experiencia clínica
con las neurosis de transferencia, que explica como un conflicto entre
las pulsiones del yo, esencialmente conservadoras, y las pulsiones
sexuales que, precisamente, llevan al individuo a desprenderse de una
parte de su narcisismo en beneficio del objeto. Así esta primera
distinción entre pulsiones del yo y pulsiones sexuales, aunque
relativizada más tarde en favor de la última clasificación de las
pulsiones en otros dos grupos, caracterizados con las denominaciones de
Eros y Neikos (lucha), contribuyó considerablemente a la comprensión del
narcisismo por analogía con la dinámica de las neurosis de transferencia,
abriendo el camino a la explicación de una patología de la organización
del yo. En efecto, considerando la movilidad variable de la libido,
volcada a veces sobre el yo y otras sobre el objeto, se puede encarar
fácilmente el caso extremo en el que toda la libido del yo se encontraría
desplazada sobre el objeto, sin duda en completa oposición a las
pulsiones de autoconservación encargadas de controlar el vaciamiento del
flujo libidinal del yo, también llamado vaciamiento narcisista. Para
ilustrar la posible hemorragia de la libido del yo en beneficio de la
libido de objeto, y la consecuente fragilidad de un yo desprovisto de
narcisismo, Freud evoca a menudo la figura bien conocida de la pasión
amorosa o enamoramiento; el objeto amado, «sobreinvestido» de este modo,
se convierte en todopoderoso frente a un sujeto en adelante humilde y
sumiso, entregado a lo que él cree la encarnación de su ideal. «Esta
sobrestimación sexual (Sexualüberschützung)», escribe Freud en
«Introducción del narcisismo», «permite la aparición del estado muy
particular de la pasión amorosa, que lleva a pensar en la compulsión
neurótica, y que se reduce a un empobrecimiento libidinal del yo, en
favor del objeto». Estos desplazamientos de la libido del yo al objeto, y
a la inversa, según las satisfacciones o decepciones que obtiene el
individuo de sus investiduras, suscitan una nueva cuestión que, desde la
elucidación mecánica del proceso, remite más adelante a la elucidación
metapsicológica de la fuente de la que el individuo extrae su energía; en
otras palabras, ¿de dónde provendría la libido, y dónde residiría antes
de su distribución variable entre el yo y el objeto? Este interrogante
apunta al origen del narcisismo y, con él, al origen del yo, en cuanto es
el yo el que padece la insuficiencia o el exceso de libido.

Narcisismo primario, narcisismo secundario.

El rodeo por la patología permite a Freud deducir el estado originario de


la libido; en particular, el desvío por las afecciones en las que hay una
desinvestidura del mundo exterior, acompañada por un completo repliegue
del enfermo sobre sí. Freud indaga el destino de la libido retirada de
los objetos, basándose en la observación de enfermos esquizofrénicos, lo
que le parece la mejor respuesta a este interrogante. Entrevé que los
delirios de grandeza son consecuencia de la desinvestidura del mundo y
manifestación del retorno de la libido sobre el yo, amenazado, en virtud
de esto, por un aflujo excesivo de energía. Como para el razonamiento
recurrente característico de la teoría psicoanalítica, nada aparece en
las situaciones patológicas que no repita un estado psíquico anterior
generalmente necesario para el desarrollo del individuo, Freud postula,
tomando como ejemplo el delirio de grandeza, un estado original del yo en
el cual éste, investido totalmente por la libido, ponía de manifiesto una
omnipotencia absoluta. Ese estado de omnipotencia del yo define en
adelante lo que se llama narcisismo primario, mientras que el narcisismo
secundario designa ese mismo estado cuando reaparece por el retorno al yo
de las investiduras de objeto. «La libido retirada al mundo exterior ha
sido aportada al yo, de manera que aparece una actitud (Verhalten) que
podemos denominar narcisismo. Pero el delirio de grandeza en sí no es
creado de la nada; como sabemos, por el contrario, es la amplificación y
la manifestación más clara de un estado (Zustand) que ya había existido
antes. Nos vemos entonces llevados a concebir como un estado secundario,
construido sobre la base de un narcisismo primario oscurecido por
múltiples influencias, a este narcisismo que ha aparecido reintroduciendo
las investiduras de objeto» («Introducción del narcisismo»).
Tal retorno de las investiduras de objeto al yo, revelado por el proceso
esquizofrénico, y que dio lugar a la hipótesis del narcisismo primario,
permite al mismo tiempo ampliar el acceso al estudio del narcisismo por
otras vías, a través de las cuales se puede entrever ese mismo proceso de
desinvestidura del mundo exterior y de concentración en el yo, a saber:
los estados provocados por el dolor orgánico, el deseo de dormir y la
preocupación hipocondríaca. En efecto, en estos tres casos típicos se
trata de una atención totalmente volcada al yo, como si éste obtuviera de
nuevo la omnipotencia que lo caracterizó alguna vez. ¿Significa esto que
el yo constituye, como dice Freud reiteradamente, el «gran reservorio» de
la libido, desde el cual ésta se distribuiría sobre los objetos
exteriores, con retorno al lugar de origen si estos objetos no brindan
satisfacción?
Se diría que es así, pero aparentemente Freud, en dos oportunidades,
replantea la cuestión: en 1923, en El yo y el ello, y en 1932, en la
conferencia 31 («La descomposición de la personalidad psíquica»), parece
pensar que es el ello el que posee toda la libido, en razón de la
excesiva debilidad del yo al principio de la organización psíquica. El
ello emitiría entonces investiduras pulsionales hacia los objetos
exteriores, pero el yo, cada vez con más fuerza y amplitud, reemplazaría
pronto a esos objetos, recobrando la parte de libido que ellos retenían.
Esta última hipótesis haría del narcisismo del yo un narcisismo
secundario retirado a los objetos.
«Convendría ahora aportarle a la teoría del narcisismo un desarrollo
importante», escribe Freud en El yo y el ello. «En el origen, toda la
libido está acumulada en el ello, mientras que el yo está aún en curso de
formación o es débil. El ello envía una parte de esta libido a
investiduras de objetos eróticos, y más tarde el yo, que ha tomado
fuerza, trata de apoderarse de esta libido de objeto e imponerse al ello
como objeto de amor. El narcisismo del yo es entonces un narcisismo
secundario, retirado a los objetos.»
Sin duda la indiferenciación del yo y el ello en el inicio de la vida
psíquica relativiza este privilegio acordado al yo o al ello como lugar
de origen de la libido; es posible imaginar con Freud que la libido,
proveniente de un yo-ello aún indiferenciado, se apegará progresivamente
al yo, erotizando las pulsiones de autoconservación al punto de que al
principio la distinción resulta imposible. Este análisis metapsicológico
permite comprender la otra definición freudiana del narcisismo, para la
cual éste es el complemento libidinal del egoísmo, en cuanto las
pulsiones de autoconservación, para ejercer su función, deben
necesariamente estar ligadas a una cantidad mínima de libido. Pero, en la
medida en que ciertos trastornos psicológicos, como la pasión amorosa,
que Freud asimila, en Tótem y tabú, al prototipo normal de la psicosis,
se deben a un exceso o una insuficiencia narcisista, es preciso llevar
más lejos el análisis y, conociendo en adelante la fuente libidinal del
narcisismo, preguntarse qué es lo que interviene en la formación
de esa particular distribución libidinal, o más aún, qué es lo que
permite al individuo acceder a ese estado de la regulaciôn de la libido.
El pasaje del autoerotismo al narcisismo en la constitución de la imagen
de sí.

Tomarse a sí mismo como objeto de amor, en la tradición del mito de


Narciso, supone implícitamente la condición de que exista para el yo una
representación suficiente del objeto como para atribuírsela o para
reemplazarla. Ahora bien, el estado de debilidad del yo sospechado en el
origen de la organización psíquica no es compatible con un reconocimiento
a priori de objeto. Además Freud plantea el problema del pasaje del
autoerotismo al narcisismo sabiendo que no se le puede suponer ninguna
unidad a un yo que únicamente interactúa con pulsiones autoeróticas;
piensa que « ... algo, una nueva acción psíquica (eine neue psychische
Aktion), debe sumarse al autoerotismo para dar forma al narcisismo»
(«Introducción del narcisismo»). Es ésta una de las cuestiones más
importantes en torno al narcisismo, puesto que hace intervenir a la vez
la formación del yo y la aprehensión del objeto, ofreciendo de tal modo
motivo para interrogarse sobre lo que, en la patología, ofrecerá más
tarde puntos de fijación y oportunidades de regresión a un sujeto víctima
de la desinvestidura del mundo exterior. Sin duda, la tesis de la
preeminencia de las investiduras libidinales de los objetos exteriores,
antes de que ellas refluyan sobre el yo, ya permite imaginar la
importancia que tiene la cualidad de esos objetos para la formación de la
representación del propio yo, es decir, para lo que se llamara
«Imagen de sí»; tomarse a sí mismo como objeto de amor equivaldrá a
retomar sobre sí la cualidad de la relación erótica mantenida con el
primer objeto investido libidinalmente. La definición del narcisismo que
da Freud en «La predisposición a la neurosis obsesiva» (1913) confirmaría
esta explicación: «Se sabe que el análisis de la parafrenia nos ha
obligado a insertar, entre estas fases [la del autoerotismo y la de la
concentración de todas las pulsiones parciales en una elección de
objeto], el estadio (Stadium) del narcisismo, en el cual la elección de
objeto ya ha tenido lugar, pero el objeto aún coincide con el propio yo».
De modo que podría suponerse que en el estadio del narcisismo un cierto
tipo de aprehensión del objeto exterior se vuelve sobre el cuerpo propio,
también considerado en adelante como un objeto circunscrito y distinto de
los que lo rodean. En Tótem y tabú (1912), el narcisismo supone
igualmente la concurrencia de las pulsiones sexuales, antes
independientes entre sí, en un mismo objeto que Freud, en esa época,
todavía asimila al yo.
Sea esta primacía acordada al yo o al objeto exterior, el narcisismo en
tanto que estadio supone necesariamente un yo que es objeto de las
pulsiones libidinales, lo que implica la capacidad de un sujeto para
representarse lo que más tarde designará como su yo, y que confundirá en
parte con la representación de su propio cuerpo. En El yo y el ello se
puede leer que el yo «es ante todo un yo corporal», en el sentido de que
«se lo puede considerar como una proyección mental de la superficie del
cuerpo». ¿No se podría entonces llevar más lejos esta definición, en el
sentido de una mentalización del yo, haciendo de esta instancia una
representación esencialmente imaginaria, que tendría a la vez algo de la
impregnación del sujeto por un primer objeto exterior y algo de la
cualidad del intercambio que se seguiría de ello? El narcisismo
consistiría entonces no sólo en la investidura libidinal de lo que
habitualmente se llama la «imagen de sí», sino también en la formación
misma de esa imagen que, según la formulación del «estadio del espejo»
por Lacan, sabemos que supone una identificación con la forma de la
especie y con lo que, en una primera mirada, le fue dirigido al sujeto.
Además el narcisismo remitirá a varios tipos de afecciones patológicas en
adelante diferenciadas: desde el vasto cuadro de las depresiones
subtendidas por el odio de la imagen, hasta el de las enfermedades
psicóticas subtendidas por la ausencia de imagen o por su fragmentación
-en otros términos, desde la más o menos buena apreciación de la imagen
de sí hasta la mayor o menor precisión de su contorno-.
El lugar central de la imagen en el narcisismo, lugar que quizás ha sido
subestimado en beneficio del carácter egoísta y autónomo del
comportamiento, se desprende ya muy nítidamente en la versión más común
del mito, la de Ovidio, donde sólo se trata de una «ilusión sin cuerpo»
(spem sine corpore), de una «imagen fugitiva» (simulacra fugacia) y de
«reflejo» (imaginis umbra). Y cuando leemos que Narciso amaba una imagen
de la que ignoraba a la vez cuál era su naturaleza y a quién pertenecía,
queda claro que el reconocimiento de esa imagen dependerá de una
elaboración en la cual habrá de intervenir necesariamente un juicio
exterior, el único capaz de identificar la imagen con su propietario. Se
lee en La metamorfosis: «...Él se apasiona por una ilusión sin cuerpo
[ ... ] sin dudar de ella, se desea a sí mismo. ¿Qué quiere? Lo ignora,
pero lo que ve lo consume; lo excita el mismo error que engaña a sus
ojos. Niño crédulo, ¿por qué te obstinas verdaderamente en aferrar una
imagen fugitiva? Lo que tú buscas no existe; el objeto que amas, si le
vuelves la espalda se desvanecerá». Y, un poco más adelante: «... Pero
este niño soy yo; lo he comprendido, y mi imagen (imago) ya no me engaña;
ardo de amor por mí mismo. Soy yo quien enciende la llama que llevo en mi
seno».
Fascinado por su propia imagen, Narciso ilustra magistralmente el momento
de captacíón del sujeto por el reflejo especular, que Lacan describe en
«El estadio del espejo», pero con la diferencia de que en esa fase el
infans sufre de alguna manera una doble identificación con la imagen
virtual y, detrás de ella, con la de la especie-, mientras que Narciso,
ignorando toda referencia exterior, se abisma en una visión amorosa cuya
tonalidad pasional indica una confusión total entre el yo y su modelo. En
efecto, la imagen especular circunscribe de alguna manera el lugar de
proyección del yo, y éste adquiere consistencia gracias a la relación con
el otro en la percepción de una forma y el afecto de una mirada. Sin esta
relación, el sujeto cae en la estupefacción de una imagen «megalómana» de
sí mismo, imagen que a su vez lo mira como en un juego de espejos
enfrentados que se reflejan al infinito.
Si bien Freud no centró explícitamente el narcisismo en torno a la
problemática de la imagen de sí, la cuestión del pasaje del autoerotismo
al narcisismo alude a este tema. En efecto, un artículo de Rank publicado
en 1911, «Una contribución al narcisismo», presentaba ya el narcisismo
como una transición necesaria entre el autoerotismo y el amor objetal; en
apoyo de esta tesis, relataba los sueños de una paciente, exclusivamente
organizados alrededor de la visión y la apreciación de su imagen. Sin
llevar más adelante la investigación, los dos tipos de elección amorosa
inventariados por Freud -la elección por apuntalamiento, según el modelo
de las personas que han prodigado los primeros cuidados al niño, y la
elección narcisista, según el parecido que el objeto tiene con el sujeto-
implican necesariamente la proyección de representaciones mentales, entre
ellas la imagen de sí, vinculada más particularmente a la elección
narcisista. «Amarse a sí mismo» o «tomarse a sí mismo como objeto de
amor» equivale en consecuencia a enamorarse de la propia imagen, e
implica que ésta responde al interrogante freudiano sobre el pasaje del
autoerotismo al narcisismo; esta «nueva acción psíquica» que se sumaría
al autoerotismo remitiría a las condiciones mismas de la construcción de
la imagen de sí, cuya dinámica aparece ahora claramente explicada por la
experiencia del estadio del espejo. Además, Lacan, comentando el artículo
de Freud en el Seminario 1, Los escritos técnicos de Freud, pudo
escribir:
«El Urbild, que es una unidad comparable al yo, se constituye en un
momento determinado de la historia del sujeto, a partir de lo cual el yo
comienza a tomar sus funciones. Es decir que el yo humano se constituye
sobre el fundamento de la relación imaginaria. La función del yo,
escribió Freud, debe tener eine neue psychische... Gestalt. En el
desarrollo del psiquismo, algo nuevo aparece, cuya función es dar forma
al narcisismo. ¿No es esto indicar el origen imaginario de la función del
yo?

Del narcisismo a los ideales del yo.

Indisociable de la constitución de la imagen de sí, el narcisismo figura


su modalidad de investidura en el sentido en que puede decirse de un
sujeto, no sólo que se ama a sí mismo, sino también que se ama a sí mismo
a través del otro, en particular cuando este otro se presenta como la
proyección de un complejo desprendido del sujeto. Este último cae en
consecuencia en un amor casi obsesivo del que no puede deshacerse con
facilidad; por ejemplo, el que el estudiante Nathaniel, en «El hombre de
la arena», de Hoffmann, siente por la muñeca Olympia, y cuyo análisis
realiza Freud en «Lo ominoso» (1919). El amor narcisista, en todas sus
variantes, se caracterizará por no dirigirse al objeto más que en función
de las semejanzas que éste tiene con el sujeto, semejanzas que
resultarían de la proyección de un complejo patológico, un modelo ideal o
una representación nostálgica, y que determinarían, dice Freud, que
«quien lo padece se vuelva extraño al objeto de amor real». Sin duda se
vislumbra allí el proceso proyectivo que le permite al sujeto evitar la
confrontación con la diferencia radical del otro; el narcisismo del que
el sujeto no logra desprenderse sino difícilmente, implicaría una
disminución en la economía necesaria para la transformación efectiva de
la realidad (Wirklichkeit), tarea que Freud asigna a los seres humanos.
Pero el abandono de la omnipotencia narcisista bajo la coacción de esta
misma realidad no se produce sin sufrimiento; se concibe que un sujeto
entregado al mundo sólo lo aborde tratando de reencontrar en él (o
incluso de imprimir en él) su propia imagen, con el fin de salvaguardar
ese estado de plena autonomía del que obtenía toda la satisfacción.
También se aborda con esta paradoja existencial el último gran
interrogante de Freud acerca del narcisismo, que concierne a la salida
posible de ese estado o, en otras palabras, a lo que incita al sujeto a
investir un mundo que en adelante lo obligará a respetar coacciones y
límites.
Freud responde a esta cuestión sólo desde el punto de vista económico,
invocando el carácter nocivo que tiene para el yo un estancamiento
(Stauung) libidinal capaz de provocar la aparición de síntomas neuróticos
y de desencadenar la dinámica regresiva propia de los síntomas
parafrénicos. «Se dirá que, más allá de cierta medida, la acumulación de
libido resulta insoportable», escribe Freud en la conferencia XXVI. «Es
lícito suponer que, si la libido se apega a los objetos, lo hace porque
el yo ve en ello un modo de evitar los efectos mórbidos que produciría
una libido acumulada en él en exceso.» Una vez más, como en el caso de la
explicación económica de la formación del narcisismo, queda por encarar
el punto de vista dinámico, y dilucidar la causa de esta incitación a
salir de las fronteras del narcisismo, siendo que el sujeto no pide más
que prolongar la situación de autarquía que lo colma. Así como Lacan
encontró respuesta a la cuestión del pasaje del autoerotismo al
narcisismo, también la encontrará para la necesidad de abandonar el
estricto universo narcisista por la coacción ante la cual coloca al
sujeto esta imagen singular, cuya constitución él (Lacan) ha puesto de
manifiesto: se trata de imprimir en la realidad esa misma imagen, soporte
obligado de la estructuración del mundo y de las actividades voluntarias.
«Esta furiosa pasión que especifica al hombre, de imprimir en la realidad
su imagen», escribe Lacan en «La agresividad en psicoanálisis», «es el
fundamento oscuro de las mediaciones racionales de la voluntad».
Será entonces la doble pertenencia de la imagen del cuerpo al mundo de
las representaciones psíquicas del sujeto y al mundo de las percepciones
exteriores, pertenencia explicitada por el estadio del espejo, lo que
permitirá comprender este modo ulterior del sujeto de inscribir su imagen
en el mundo y con ello darle a este último toda su significación. Lacan
resume como sigue esta dinámica a la vez existencial y metapsicológica en
el Seminario 11, El yo en la teoría de Freud y en la técnica
psicoanalítica: «la imagen de su cuerpo es el principio de toda unidad a
percibir en los objetos. Ahora bien, de esta misma imagen él sólo percibe
la unidad afuera, y de una manera anticipada. Por esta relación doble que
él tiene consigo mismo, todos los objetos de su mundo se estructuraran
siempre en torno a la sombra errante de su propio yo». Se comprende que
la investidura del mundo exterior no puede realizarse sin las
satisfacciones narcisistas que aportan los reencuentros con la imagen
singular, y que ésta, en su omnipresencia, permite que se establezcan las
relaciones humanas. Freud lleva entonces más lejos la investigación, y se
pregunta si es concebible que toda la libido pase a las investiduras de
objeto, y si ése es su destino.
Las explicaciones precedentes, relativas a las consecuencias de una
desinvestidura excesiva del mundo exterior en favor de un yo desbordado
por una demasía de libido, y la verificación de la dificultad que
experimenta el sujeto para abandonar su universo narcisista, no son
coherentes con la hipótesis emitida. Volviéndose entonces hacia la
psicología de la represión, Freud aísla una instancia yoica ideal que
parece incluida entre las condiciones esenciales del proceso y que
permite al yo derivar sobre ella una parte de su libido. Esta instancia
ideal hacia la cual el yo no cesa de tender se presenta, desde
«Introducción del narcisismo», como un yo ideal (ideal Ich) dotado de la
antigua omnipotencia de la que gozaba el yo real (wirkliche Ich), o bien
como un ideal del yo (Ich-ideal), dotado de un estatuto de modelo y cuya
finalidad hace intervenir necesariamente la función del juicio. La
distinción de esta instancia ideal en yo ideal e ideal del yo se puede
advertir ya en Freud cuando evoca por un lado la exaltación de las
cualidades de un yo en posición de superlativo absoluto (yo ideal), y por
otro la perfecta conformidad de un yo con los valores heredados de las
instancias parentales y de la sociedad en general (ideal del yo). «Lo que
él proyecta ante sí como su ideal -escribe Freud- es el sustituto del
narcisismo perdido de su infancia; en aquel tiempo, él mismo era su
propio ideal.» En la línea del desarrollo del yo, «El desarrollo del yo
consiste en alejarse del narcisismo primario, y engendra una aspiración
intensa (Sehnsucht) a recobrar ese narcisismo. Ese alejamiento se produce
por medio del desplazamiento de la libido hacia un ideal del yo impuesto
desde el exterior; la satisfacción se obtiene por la realización de ese
ideal». En consecuencia, la respuesta al interrogante sobre el destino de
la libido aparece claramente y concierne a todas las desviaciones
posibles que encuentra la pulsión sexual en el camino hacia la
investidura de objeto, si se considera a este último sólo en tanto objeto
sexual. No obstante, falta aún disociar lo que ocurre con el objeto a
título de idealización, y lo que sucede con la pulsión como sublimación,
sabiendo que la primera (la idealización) puede llevar al sujeto a la
catástrofe pasional que resulta de la proyección del ideal del yo sobre
el objeto en sí. Comparando el amor pasión o enamoramiento con la
hipnosis, en el sentido de que el enamorado, como el hipnotizado, se
desprende de todo su narcisismo en favor del objeto (y ello porque éste
ocupa el lugar del ideal del yo del sujeto), Freud subraya, en Psicología
de las masas y análisis del yo (1921), la fragilidad enfermiza de un
sujeto que hubiera abandonado su yo en favor del objeto, o que incluso
haya introyectado el objeto con un modo de identificación llamado,
precisamente, «identificación narcisista».
Para Lacan, esa identificación narcisista aparece en la fuente de la
relación imaginaria y libidinal del hombre con el mundo en general; en
efecto, si el sujeto ve su ser en una reflexión con relación al otro,
según nos lo enseña el estadio del espejo, sólo puede asignarse un lugar
en el mundo gracias a la introyección de lo que él percibe en el otro, y
esto en una mirada que se le dirige, Introyectar la mirada del otro
contribuye entonces a verse a sí mismo y a fundar un yo originario (Ur-
Ich) que dará lugar a la vez al ideal del yo como referente simbólico que
gobierna todo el juego de las relaciones con el otro, y al yo ideal como
representación imaginaria cuya apariencia se inscribe en el marco trazado
por el ideal del yo. La dinámica que así se instaura entre las dos
instancias ideales del yo es además explicitada por el esquema óptico
llamado «del ramo invertido» en la «Observación sobre el informe de
Daniel Lagache», dinámica que depende de que el sujeto se sitúe más o
menos cerca de los bordes de su imagen real forjada en los términos de la
experiencia de Bouasse, y de la inclinación más o menos pronunciada, que
se imprima al espejo plano añadido a la experiencia. «En esta
representación se traza la distinción entre el idealIch y el Ich-Ideal,
entre el yo ideal y el ideal del yo. El ideal del yo gobierna el juego de
relaciones del que depende toda la relación con el prójimo. Y de esta
relación con el prójimo depende el carácter más o menos satisfactorio de
la estructuración imaginaria», dice Lacan en Los escritos técnicos de
Freud. Diferencia entonces un primer narcisismo, que se ubicaría en el
nivel de la imagen real del esquema e indicaría una cierta cantidad de
marcos preformados de la realidad, y un segundo narcisismo, reflejado por
el espejo, que tendría que ver con la relación con el otro. Ahora bien,
una vez descrita de este modo esta organización psíquica, se identifica
mejor, en la prolongación directa de la perspectiva freudiana, lo que
puede llevar a un individuo a despojarse de su propia estima en favor de
la idealización del otro-objeto o, en otras palabras, lo que
verdaderamente puede hipnotizarlo al punto de que se produzca una especie
de vaciamiento mortífero que lo entregue totalmente a la voluntad del
otro.
Se evoca además la presencia del doble, efectivizada por la visión en el
otro de la propia imagen especular, cuando el sujeto ve bruscamente
surgir ante él su propia mirada, que entonces afirma que le ha sido
robada. Los tiempos de la dinámica especular -tiempo de impregnación de
la imagen (marco genérico) y tiempo de captación por la imagen (unidad
corporal)- se encuentran a la vez confundidos y suspendidos en un momento
regresivo de estupefacción, ese momento que provoca la imagen especular
cuando ella, más allá del espejo, alcanza un punto de reconocimiento
familiar (Heim) situado en el Otro. Dejarse tomar por la imagen especular
antes de haber podido develar la carencia radical de ese Otro que precede
al sujeto: tal sería, para Lacan, la trampa narcisista, captura
indefinidamente repetida del sujeto por su imagen, en el curso de la cual
resplandece el fuego de un goce borrado desde mucho antes. En este
asunto, explica Lacan en el seminario sobre la angustia, el sujeto se
debate con su agresividad primera que, esencial para la constitución de
su imagen y para su proyección sobre el mundo, se vuelve entonces en su
contra, de una manera tanto más peligrosa cuanto que él continúa
abismándose, como Narciso, en la fascinación de su doble. Sin duda, el
sujeto así captado resuelve, de cierta manera, la discordancia primordial
entre el yo imaginario y el ser inaccesible, que entonces se funden; de
no ser así, él tendría que trabajar en la resolución de esa discordancia,
sin jamás alcanzarla. Y si la alcanza, lo hace, para citar a Lacan en
«Acerca de la causalidad psíquica», «Por una coincidencia ilusoria de la
realidad con el ideal [que] resonaría hasta en las profundidades del nudo
imaginario de la agresión suicida narcisista».
De modo que, como estadio específico o como permanencia de cierto tipo de
investidura, el narcisismo atraviesa el campo psicoanalítico participando
a la vez de la teoría de la libido y de la constitución del yo. Lugar de
la imagen especular, le permite al sujeto dirigirse al objeto sin
perderse en él, y si bien la proyección de la imagen especular sobre la
realidad o el reflejo que ésta devuelve legitima en parte el interés que
el hombre tiene por los asuntos del mundo, la finalidad no es tanto
saciarse como tratar de confundir la imagen y la realidad en una búsqueda
imposible. Esta búsqueda se traduce como una aspiración hacia un ideal
sublimado que, de manera desviada, entregará al sujeto a las aspiraciones
narcisistas de la civilización. Sigue no obstante muy presente el escollo
de caer en la fascinación de la imagen descubierta y, si la
desinvestidura del objeto conduce a veces a las enfermedades del yo que
Freud agrupa en la categoría de las «neurosis narcisistas», esto ocurre
sin duda porque lo irreductible desconocido que habita la respuesta que
el otro da al sujeto, devuelve a este último a la pendiente regresiva de
las satisfacciones infantiles abandonadas, las mismas que ubicaban al
niño en el centro del mundo.
El narcisismo presenta así un doble rostro: como investidura libidinal,
contribuye a la salvaguardia del yo y a las obras de la civilización;
como estadio infantil de la evolución del yo y de la libido, se inscribe
en un sistema energético de economía reducida, cuyo modelo fantasmático
provendría de la organización autárquica absoluta. No están lejos
entonces las huellas de la pulsión de muerte, que lleva a la anulación de
las tensiones para reencontrar un antiguo goce otra vez sospechado.
Esencial para la definición del ser humano, el narcisismo da además forma
a la realidad en cuanto, ocupando el lugar del espejo, ésta recubre para
el sujeto los elementos de seducción indispensables para su investidura;
Lacan formula su poder como sigue: « ... esta pasión de ser un hombre,
diría yo, que es la pasión del alma por excelencia, el narcisismo, el
cual impone su estructura a todos los deseos, incluso a los más elevados»
(«Acerca de la causalidad psíquica»).
Diccionario de Psicoanálisis.
Elisabeth Roudinesco y Michel Plon

Término empleado por primera vez en 1887 por el psicólogo francés Alfred
Binet (1857-1911) para designar una forma de fetichismo que consiste en
tomar la propia persona como objeto sexual. La palabra fue utilizada en
1898 por Havelock Ellis para designar un comportamiento perverso
relacionado con el mito de Narciso. En 1899, en su comentario del
artículo de Ellis, el criminólogo Pani Niicke (1851-1913) introdujo este
término en el idioma alemán.
En la tradición griega, se llamaba narcisismo al amor a sí mismo. La
leyenda y el personaje de Narciso se hicieron célebres gracias al libro
tercero de las Metamorfosis de Ovidio.
Hijo del dios Cefiso, protector del río del mismo nombre, y de la ninfa
Liríope, Narciso era de una belleza inigualada. Se atrajo el amor de más
de una ninfa, entre ellas Eco, a la que rechazó.
Desesperada, ésta cayó enferma y le imploró a la diosa Némesis que la
vengara. En el curso de una partida de caza, el joven hizo un alto cerca
de una fuente de agua clara: fascinado por su propio reflejo, Narciso
creyó ver otro ser y, en pleno estupor, no pudo ya desprender su mirada
de ese rostro que era el suyo. Enamorado de sí mismo, Narciso hundió
entonces los brazos en el agua para estrechar esa imagen que no cesaba de
sustraerse. Torturado por ese deseo imposible, lloró y terminó por tomar
conciencia de que el objeto de su amor era él mismo. Quiso entonces
separarse de su persona, y se golpeó hasta sangrar antes de decirle adiós
al espejo fatal y entregar el alma. En signo de duelo, sus hermanas, las
Náyades y las Dríadas, se cortaron los cabellos. Al querer cremar el
cuerpo de Narciso en una hoguera, comprobaron que se había transformado
en una flor.
Hasta fines del siglo XIX la palabra fue utilizada por los sexólogos para
designar de manera selectiva una perversión sexual caracterizada por el
amor que un sujeto se dirige a sí mismo.
En 1908, Isidor Sadger habló de narcisismo a propósito del amor a sí
mismo como modalidad de elección de objeto en los homosexuales. De tal
modo se distinguió de Havelock Ellis, al considerar que el narcisismo no
era una perversión, sino un estado normal de la evolución psicosexual en
el ser humano.
El término narcisismo apareció por primera vez en la pluma de Freud en
una nota añadida en 1910 a los Tres ensayos de teoría sexual. Hablando de
los "invertidos", y por lo tanto sin utilizar aún la palabra homosexual,
Freud escribe que ellos "se toman a sí mismos como objetos sexuales" y
que, "partiendo del narcisismo, buscan a hombres jóvenes semejantes a su
propia persona, a quienes quieren amar como sus madres los amaron a ellos
mismos.
En 1910, en su ensayo Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, y en
1911, en el estudio sobre el caso Schreber, Freud, a semejanza de Sadger,
considera que el narcisismo es un estadio normal de la evolución sexual.
En 1914, en "Introducción del narcisismo", el término adquirió el valor
de concepto técnico. Como fenómeno libidinal, el narcisismo ocupó
entonces un lugar esencial en la teoría del desarrollo sexual del ser
humano. La elaboración de ese texto se basó en el estudio de las
psicosis, y principalmente en el aporte de Karl Abraham. Aunque sin
utilizar la palabra, el berlinés, en un texto de 1908 acerca de la
demencia precoz, había descrito el proceso de desinvestidura del objeto y
el repliegue de la libido en el sujeto: "El enfermo mental consagra a sí
mismo, como único objeto sexual, toda la libido que el hombre normal
vuelca en el entorno vivo o animado. La sobrestimación sexual sólo le
concierne a él" Freud adoptaría esta definición de la psicosis en la
vigésimo sexta de las Conferencias de introducción al psicoanálisis.
En el texto de 1914, la observación del delirio de grandeza en el
psicótico llevó a Freud a definir el narcisismo como la actitud
resultante de la reconducción sobre el yo del sujeto de las investiduras
libidinales antes dirigidas a objetos del mundo externo. Freud señaló
entonces que ese movimiento de repliegue sólo podía producirse en un
segundo momento, precedido de una investidura de los objetos exteriores
por una libido procedente del yo. Se podía entonces hablar de un
narcisismo primario, infantil, confirmado por la observación de los
niños, y también de los "pueblos primitivos", caracterizados en ambos
casos por su creencia en la magia de las palabras y en la omnipotencia
del pensamiento. El narcisismo primario tendría que ver con el niño
y con la elección que él realiza de su persona como objeto de amor, etapa
anterior a la plena capacidad para volverse hacia objetos externos.
De tal modo (y éste es uno de los puntos fuertes del texto) Freud se ve
llevado a considerar la existencia permanente y simultánea de una
oposición entre la libido del yo y la libido de objeto, y a formular la
hipótesis de un movimiento de balanceo entre una y otra, de modo que si
una se enriquece la otra se empobrece, y recíprocamente. Desde esta
perspectiva, la libido objetal en su máximo desarrollo caracteriza el
estado amoroso, mientras que a la inversa, la libido del yo en su mayor
expansión da fundamento al fantasma del fin del mundo en el paranoico.
El desarrollo teórico constituido por este texto implica una primera
revisión de la teoría de las pulsiones; desaparece la separación entre
pulsiones del yo y pulsiones sexuales, y el yo es definido como "un gran
depósito de libido".
Pero, por debajo de este avance teórico, Freud encuentra un obstáculo a
propósito de ese narcisismo primario cuando se trata de definir su
relación con el autoerotismo identificado en los Tres ensayos de teoría
sexual. Postula entonces un desarrollo del yo en dos tiempos; para
alcanzar el estadio del narcisismo primario, a continuación del
autoerotismo aparece "una nueva acción psíquica". Si se quiere establecer
una correspondencia entre ese desarrollo y la evolución pulsional, el
pasaje de las pulsiones sexuales parciales a su unificación, uno se ve
llevado a considerar que el narcisismo infantil o primario es
contemporáneo de la constitución del yo.
Como se puede constatar, y el propio Freud lo reconoce, la cuestión de la
ubicación del narcisismo primario suscita numerosas dificultades. Freud
dice que en este punto es menos fácil observar que deducir. No obstante,
con el carácter de observación indirecta, retiene la admiración parental
por "his majesty the baby", como una manifestación del propio narcisismo
primario abandonado de los progenitores, en cuyo lugar se ha constituido
progresivamente su ideal del yo. "El amor de los padres -escribe Freud-,
tan conmovedor y, en el fondo, tan infantil, no es más que su narcisismo
que renace y que, a pesar de su metamorfosis en amor objetal, manifiesta
inequívocamente su antigua naturaleza."
En el marco de la elaboración de la segunda tópica, Freud vuelve sobre
esta cuestión de la ubicación del narcisismo primario, que sitúa entonces
como el primer estado de la vida, anterior a la constitución del yo,
característico de un período en el que el yo y el ello están
indiferenciados, y cuya representación concreta podría concebirse con la
forma de la vida intrauterina. Como lo han observado Jean Laplanche y
Jean-Bertrand Pontalis, esta nueva formulación borra las distinciones
entre el autoerotismo y el narcisismo, y "desde el punto de vista tópico
no se advierte qué es lo que está investido en el narcisismo primario
entendido de este modo".
La definición del narcisismo secundario es menos problemática, y la
formación de la segunda tópica no modificó su concepción, aunque, a
partir de Más allá del principio de placer, Freud abandonaría cada vez
más este concepto, ausente por completo en el Esquema del psicoanálisis.
De modo que el narcisismo secundario o narcisismo del yo, a principio de
la década de 1920, seguía apareciendo como el resultado manifiesto, en la
clínica de la psicosis, del retiro de la libido de todos los objetos
externos. Pero no sólo era propio de tales casos extremos, puesto que la
investidura libidinal del yo coexiste en todo ser humano con las
investiduras objetales; Freud había postulado la existencia de un proceso
de balanceo energético entre las dos formas de investidura que participan
del eros, la pulsión de vida, y de su combate contra las pulsiones de
muerte. Por otra parte (y esto atestigua el carácter ineludible que este
concepto tuvo en la evolución de la teoría freudiana del desarrollo
psíquico), desde el texto de 1914 el narcisismo aparece como el primer
bosquejo de lo que se convertirá en el ideal del yo.
A pesar de sus insuficiencias y de su estatuto ambiguo, el concepto de
narcisismo sirvió de punto de partida a numerosos desarrollos
posfreudianos.
Efectuando un análisis espectral del concepto del narcisismo, André Green
siguió en 1976 las huellas del "destino del narcisismo" después de Freud,
subrayando que los psicoanalistas se dividieron "en dos campos, según su
posición respecto de la autonomía del narcisismo". Entre los defensores
de esta autonomía, hay que destacar el aporte del psicoanalista francés
Bela Grunberger, para quien el narcisismo es una instancia psíquica a
igual título que las instancias freudianas de la segunda tópica, y el del
psicoanalista norteamericano Heinz Kohut, el cual, a partir de la clínica
de los trastornos narcisistas, contribuyó al desarrollo de la corriente
de la Self Psychology. Opuesta a estas concepciones, Melanie Klein, al
postular la existencia primera de las relaciones objetales, se vio
llevada a rechazar la idea del narcisismo primario, así como la de
estadio narcisista; ella sólo habla de estados narcisistas vinculados a
la retracción de la libido sobre objetos interiorizados.
La concepción lacaniana del estadio del espejo, desarrollada en 1949, se
basó en ese punto confuso de la ubicación del narcisismo primario y su
relación con la constitución del yo. Para Jacques Lacan, el narcisismo
originario se constituye en el momento de la captación por el niño de su
imagen en el espejo, imagen a su vez basada en la del otro (en particular
la madre), constitutiva del yo. El período del autoerotismo corresponde
entonces a la primerísima infancia, al período de las pulsiones parciales
y del "cuerpo fragmentado", signado por ese "desamparo original" cuyo
posible retorno constituye una amenaza, en el fundamento de la
agresividad.
Articulada con la teoría lacaniana que reconoce la existencia del
narcisismo primario incluso antes del estadio del espejo, la reflexión de
Françoise Dolto ubica las raíces del narcisismo en el momento de la
experiencia privilegiada constituida por las palabras maternas más
centradas en la satisfacción de los deseos que en la respuesta a
necesidades.
Narcisismo primario, narcisismo secundario

Diccionario de Psicoanálisis Jean Laplanche Jean Bertrand Pontalis

El narcisismo primario designa un estado precoz en el que el niño


catectiza toda su libido sobre sí mismo. El narcisismo secundario designa
una vuelta sobre el yo de la libido, retirada de sus catexis objetales.
Estos términos tienen, en la literatura psicoanalítica, e incluso en la
misma obra de Freud, acepciones muy diversas, lo que impide dar una
definición unívoca más precisa que la que proponemos.
1.° La expresión «narcisismo secundario» ofrece menos dificultad que la
de narcisismo primario.
Freud la utiliza, desde Introducción al narcisismo (Zur Einführung des
Narzissmus, 1914), para designar estados tales como el narcisismo
esquizofrénico: «[...] nos vemos inducidos, por consiguiente, a
considerar este narcisismo, que ha aparecido haciendo refluir de nuevo
las catexis de objeto, como un estado secundario construido sobre la base
de un narcisismo primario que ha sido empañado por múltiples
influencias». Para Freud, el narcisismo secundario no designa únicamente
ciertos estados extremos de regresión; constituye también una estructura
permanente del sujeto: a) En el plano económico, las catexis de objeto no
suprimen las catexis del yo, sino que existe un verdadero equilibrio
energético entre estos dos tipos de catexis; b) En el plano tópico, el
ideal del yo representa una formación narcisista que jamás es abandonada.

2.° El concepto de narcisismo primario experimenta variaciones extremas


de uno a otro autor. Se trata aquí de definir una fase hipotética de la
libido infantil, y las divergencias existentes se refieren, de un modo
complejo, a la descripción de dicho estado, a su situación cronológica y,
para algunos autores, incluso a su existencia.
Para Freud, el narcisismo primario designa, de un modo general, el primer
narcisismo, el del niño que se toma a sí mismo como objeto de amor antes
de elegir objetos exteriores. Tal estado correspondería a la creencia del
niño en la omnipotencia de sus pensamientos.
Si se intenta precisar el momento de la constitución de tal estado, se
encuentran, ya en Freud, algunas variaciones. En los textos del período
1910-1915, esta fase se localiza entre la del autoerotismo primitivo y la
del amor de objeto, y parece ser coetánea a la aparición de una primera
unificación del sujeto, de un yo. Más tarde, con la elaboración de la
segunda tópica, Freud designa con la noción de narcisismo primario un
primer estado de la vida, anterior incluso a la constitución de un yo, y
cuyo arquetipo sería la vida intrauterina. Desaparece entonces la
distinción entre el autoerotismo y el narcisismo. Desde el punto de vista
tópico, resulta difícil comprender qué es lo que se catectiza en el
narcisismo primario así entendido.
Esta última acepción del narcisismo primario es la que prevalece
corrientemente en nuestros días en el pensamiento psicoanalítico, lo que
conduce a limitar la significación y el alcance de la discusión: se
acepte o no el concepto, con él se designa siempre un estado
rigurosamente «anobjetal» o, por lo menos, « indiferenciado », sin
escisión entre un sujeto y un mundo exterior.

Dos tipos de objeciones pueden oponerse a esta concepción del narcisismo:


- Desde el punto de vista terminológico, esta acepción prescinde de la
referencia a una imagen de sí mismo, a una relación especular, como la
que etimológicamente presupone el término «narcisismo». A nuestro juicio,
pues, el término «narcisismo primario» es inadecuado para designar una
fase descrita como anobjetal.
- Desde el punto de vista de los hechos: la existencia de esta fase es
muy problemática, y algunos autores estiman que, en el lactante, existen
desde un principio relaciones de objeto, un «amor objetal primario», de
forma que rechazan como mítica la noción de un narcisismo primario,
entendido como una primera fase anobjetal de la vida extrauterina. Según
Melanie Klein, no puede hablarse de fase narcisista, puesto que, desde el
origen, se instituyen relaciones objetales, pero sólo de «estados»
narcisistas caracterizados por un retorno de la libido hacia objetos
interiorizados.
Partiendo de estas críticas, parece posible devolver su sentido a lo que
fue la intención de Freud cuando, recogiendo la noción de narcisismo
introducida en patología por H. Ellis, la amplía hasta hacer de ella una
fase necesaria en la evolución que conduce desde el funcionamiento
anárquico, autoerótico, de las pulsiones parciales, hasta la elección de
objeto. Nada parece oponerse a que se designe con el término «narcisismo
primario» una fase precoz o ciertos momentos fundamentadores,
caracterizados por la aparición simultánea de un primer esbozo de yo y su
catexis por la libido, lo que no implica que este primer narcisismo sea l
primer estado del ser humano, ni que, desde el punto de vista económico,
este predominio del amor a sí mismo excluya toda catexis objetal (véase:
Narcisismo).
Histeria
Elementos para una enciclopedia del
psicoanálisis
El aporte Freudiano
Esta obra fue dirigida por Pierre Kaufmann:
(1916-1995), filósofo del psicoanálisis.

El psicoanálisis
La causa de la histeria no es la herencia, como creía Charcot. La
invención freudiana se basa esencialmente en la noción de inconsciente, y
por esa vía concierne a la sexualidad infantil. En efecto, el
inconsciente quiere decir que uno es guiado por palabras que no comprende
en absoluto, pero en las cuales está totalmente tomada la sexualidad.
Con Breuer, Freud descubre en primer lugar que hay un vínculo simbólico
entre el síntoma somático y su causa, que es un trauma de orden psíquico.
Dicho trauma es un afecto penoso, provocado por uno o varios
acontecimientos, que ha persistido tal cual por no haber encontrado su
solución en una respuesta adaptada, en razón de una represión. Es así
como la histérica sufre de reminiscencias inconscientes, ligadas a un
afecto insoportable. Con la ayuda de la hipnosis, el acto de palabra que
dice el recuerdo de la escena traumatizante hace desaparecer su efecto
somático, que es el síntoma como retorno de lo reprimido. Después hay que
arrancar el recuerdo trozo por trozo.
Más allá de Breuer, Freud descubre que ese trauma psíquico, causa de la
histeria, es una experiencia sexual prematura que ha sorprendido al
sujeto. Dicha experiencia no fue deseada sino sufrida como consecuencia
de la intervención seductora de un adulto (casi siempre el padre) sobre
el niño. De modo que la histeria es una reacción posterior a la
sexualidad en tanto que «perversión rechazada» (Carta 52 a Fliess). El
síntoma es el signo de ese conflicto.
En 1897, Freud descubre que el niño tiene sexualidad y que los relatos
ulteriores de una seducción por el padre ocupan el lugar de recuerdos
reprimidos de una actividad sexual propia.
Pero los síntomas son el retorno de lo reprimido. De modo que la histeria
no es más que un caso entre otros de ese fenómeno general que es el
carácter infantil de la sexualidad humana y de los fantasmas de deseo
edípico (incesto y parricidio). Ese infantilismo se debe a que la
sexualidad es traumática por sí misma y no por accidente. En efecto, no
existe ninguna iniciación humana a la sexualidad, en razón de lo que
Ferenczi llamaba la confusión de las lenguas entre las generaciones. El
proton pseudos, la primera mentira, de la que Freud habla a propósito de
Emma y de la histeria en el «Proyecto de psicología» (1895), es la única
vía por la cual se dice originalmente, bajo la forma engañosa de la
seducción paterna, la demanda inversa de ser el objeto hacia el cual se
vuelva el deseo del padre. La histeria no cesa de enseñárnoslo.

La lectura de Lacan
El aporte de Lacan consistió en volver al texto freudiano para leer en él
cómo se articulan las formaciones del inconsciente (síntomas, sueños) en
la histérica.
Así, en su comentario sobre el famoso sueño de la bella carnicera, Freud
nos dice: «Ella está obligada a crearse en su vida un deseo insatisfecho»
(La interpretación de los sueños). Lo crea mediante una identificación
histérica, instaurando en el sueño un deseo insatisfecho en su amiga, en
el Otro, lugar de los significantes. En efecto, el deseo de caviar como
significante del deseo insatisfecho es sustituido por el deseo de salmón
ahumado como significante del deseo de la amiga.
¿Cuál es entonces el objeto del deseo? No el de la necesidad, ni el de la
demanda de amor, sino el deseo de un deseo, deseo que se basa en la falta
del Otro, y no en lo que causa esa falta (lo cual sería simple
rivalidad). Esto es lo que revela la estructura histérica. Si el Falo es
el significante del deseo del Otro, sólo se muestra el velo que lo
oculta, sin que nadie pueda saber si detrás de ese velo él está o no
está.
Pero, ¿por qué esa apelación a un deseo puro de todo objeto? ¿Es sólo el
cuestionamiento del discurso corriente, «a cada uno su cada una» y a la
inversa, para una genitalidad feliz? No, lo que está en juego es otra
cosa. Para verlo, pasemos de la relación de la bella carnicera con su
amiga a la de Dora con la Sra. K., es decir, relación con un objeto del
mismo sexo. La Sra. K. es la metáfora de la pregunta que cautiva a Dora:
¿Qué es una mujer? Esta pregunta es también la del histérico masculino.
¡Misterio de la feminidad! Ella no se reduce a las funciones sociales de
las 3 K (Kinder Küche, Kirche). Es enigma que deriva de que no hay
simbolización del sexo de la mujer como tal, porque lo imaginario sólo da
una ausencia.
Pero ¿cómo sostiene Dora su propia pregunta encarnada por la Sra. K? Dora
goza de la Sra K desde el punto de vista del Sr. K, asumiendo el rol del
hombre vuelto hacia la Sra. K. Ella «hace de hombre» situado en posición
de tercero (y no en posición de objeto, como lo supuso Freud
erróneamente). Asimismo, ese tercero masculino sirve de sostén al
histérico masculino, que interroga a la mujer. En todos los casos hay
identificación narcisista con un tercero masculino para reconocer en él
el propio deseo en tanto que deseo del deseo de una mujer.
Pero ¿cuál es el origen de esta triangulación? El genio de Freud
consistió en haber identificado en el Edipo el lugar de ese tercero
masculino: el del padre del sujeto. Todo niño, en el momento del ocaso de
Edipo, se vuelve hacia un padre, un padre que sea digno de ser amado
porque es omnipotente, un padre ideal que tiene el falo y puede darlo.
Éste es el padre que es amado (cf. el mito de Tótem y tabú). Ahora bien,
la histérica sabe que no tiene un padre tal. Ésa es su desgracia. Sea que
se trate de Anna O., de Emmy, de Dora o de las otras mujeres que en ese
entonces escucha Freud, siempre hay una supuesta impotencia del padre.
Éste tiene los títulos simbólicos de padre, pero como un ex combatiente.
Tiene los títulos, pero está fuera de servicio.
Y lo que Lacan supo leer en Freud es justamente ese amor inaudito del
histérico (masculino o femenino) por el padre en tanto que impotente,
herido, disminuido. El histérico ama al padre por lo que no da... y
encuentra así su lugar junto a él dándose la vocación de sostenerlo en su
desfallecimiento designado, marcado, y en consecuencia supuesto sabido.
¿Qué es lo que la histérica recibe a cambio? Si Dora se hace cómplice de
la relación entre su padre y la Sra. K, es porque así recibe el amor de
su padre por intermedio de la Sra. K., es decir, de aquella que encarna
su pregunta sobre su ser. Si bien Dora no sabe qué ama su padre en la
Sra. K., es en cambio importante para ella que la Sra. K. sea amada, en
tanto que es en ella y a través de ella como encuentra el amor de su
padre.
¿Qué es una mujer? Para responder, se necesitaría un saber de la relación
sexual, saber según el cual, teniendo cada uno lo que no tiene el otro,
un hombre y una mujer, de dos harían uno. La posición histérica es el
arte de volver a plantear la pregunta instaurando la negación siguiente:
no hay relación sexual, un hombre y una mujer no hacen uno, sino dos. De
la ausencia actual de ese saber, se extrae entonces la conclusión de que
es necesario suplirlo con la abnegación y el don de sí mismo como sostén
de la impotencia de ese hombre que es el nombrado padre. Tal es el deseo
histérico: que el amor al padre cumpla una función de suplencia,
esperando que algún día futuro se escriba la relación sexual. En otras
palabras, para la histérica la no-relación sexual no es real; no es del
orden de lo imposible. Es sólo impotencia provisoria que proviene de ese
padre. La esperanza histérica es que la pregunta «¿qué es una mujer?»
tenga al fin la respuesta de una proposición universal que diga qué es la
mujer.
Diccionario de Psicoanálisis.
Elisabeth Roudinesco y Michel Plon
La palabra histeria deriva del griego hystera (matriz, útero); se trata
de una neurosis caracterizada por cuadros clínicos diversos. Su
originalidad reside en el hecho de que los conflictos psíquicos
inconscientes se expresan en ella de manera teatral y en forma de
simbolizaciones, a través de síntomas corporales paroxísticos (ataques o
convulsiones de aspecto epiléptico) o duraderos (parálisis, contracturas,
ceguera).
Las dos formas principales de histeria teorizadas por Sigmund Freud son
la histeria de angustia, cuyo síntoma central es la fobia, y la histeria
de conversión, en la que se expresan a través del cuerpo representaciones
sexuales reprimidas. Hay que añadir otras dos formas freudianas de la
histeria: la histeria de defensa, que se ejerce contra los afectos
displacientes, y la histeria de retención, en la cual los afectos no
llegan a expresarse mediante la abreacción.
La expresión histeria hipnoide pertenece al vocabulario de Freud y Josef
Breuer del período 1894-1895. También la empleó el psiquiatra alemán Paul
Julius Moebius (1853-1907). Designa un estado inducido mediante hipnosis,
que produce un clivaje en el seno de la vida psíquica.
La expresión histeria traumática pertenece al vocabulario clínico de Jean
Martin Charcot, y designa la histeria consecutiva a un traumatismo
físico.
Ciertos términos (histeria, inconsciente, sexualidad, sueño) están a tal
punto ligados a la génesis de la doctrina psicoanalítica, que se han
convertido en "palabras freudianas". Y así como los Estudios sobre la
histeria, publicados en 1895, son considerados el libro inaugural del
psicoanálisis, la histeria sigue siendo la enfermedad princeps y
proteiforme que no sólo hizo posible la existencia de una clínica
freudiana, sino también el nacimiento de una nueva mirada sobre la
feminidad.
En este sentido, la noción remite tanto a los sufrimientos psíquicos de
las ricas burguesas de la sociedad vienesa, escuchados en secreto por
Freud, como a la miseria mental de las locas del pueblo, exhibidas por
Charcot en el escenario del Hospital de la Salpêtrière. De una ciudad a
otra, la histeria de fin de siglo hacía estremecer el cuerpo de las
mujeres europeas, síntoma de una rebelión sexual que sirvió de motor a su
emancipación política: "La histeria no es una enfermedad -subraya Gladys
Swain-; es la enfermedad en estado puro, nada en sí misma, pero capaz de
tomar la forma de todas las otras enfermedades. Es más estado que
accidente: lo que hace a la mujer enferma por esencia."
En griego, hystera significa matriz. Para los antiguos, sobre todo
Hipócrates, la histeria era una enfermedad orgánica de origen uterino, y
por lo tanto específicamente femenina, que tenía la particularidad de
afectar el cuerpo en su totalidad con "sofocaciones de la matriz". En su
Timeo, Platón retomó la tesis hipocrática, subrayando que la mujer, a
diferencia del hombre, llevaba en su seno "un animal sin alma". Cercano a
la animalidad: tal fue durante siglos el destino de la mujer, y más aún
el de la mujer histérica.
En la Edad Media, bajo la influencia de las concepciones agustinianas, se
renunció al enfoque médico de la histeria, y la palabra misma dejó de
emplearse. Las convulsiones y las famosas sofocaciones de la matriz eran
consideradas expresión de placer sexual, y por lo tanto de pecado. Fueron
entonces atribuidas a intervenciones del diablo: un diablo engañador,
capaz de simular las enfermedades y entrar en el cuerpo de las mujeres
para "poseerlas". La mujer histérica se convirtió en la bruja,
redescubierta de manera positiva en el siglo XIX por Jules
Michelet (1798-1874).
En el Renacimiento, médicos y teólogos se disputaron el cuerpo de las
mujeres. En 1487, con la publicación del Malleus maleficarum, la Iglesia
Católica Romana y la Inquisición se dotaron de un temible manual que
permitía "detectar" los casos de brujería y enviar a la hoguera a todos
sus representantes, en especial a las mujeres. Durante dos siglos más, la
caza de brujas hizo numerosas víctimas, aunque la opinión médica
intentaba resistir a esa concepción demoníaca de la posesión. En el siglo
XVI, el médico alemán Jean Wier (1515-1588) trató de contrarrestar el
poder de la Iglesia, y asumió la defensa de las "poseídas", subrayando
que no eran responsables de sus actos y que había que considerar a las
convulsivas de todo tipo como enfermas mentales. En 1564, en Basilea, en
plena guerra de religión, se publicó un libro, De la impostura del
diablo, que tuvo una gran resonancia. Los teólogos vieron en él la huella
de Satanás, y el autor evitó a duras penas la persecución gracias a
príncipes que lo protegieron.
Gregory Zilboorg considera a Jean Wier el padre fundador de la primera
psiquiatría dinámica.
En realidad, fue con Franz Anton Mesmer como se realizó, a mediados del
siglo XVIII, el pasaje de una concepción demoníaca de la histeria, y por
lo tanto de la locura, a una concepción científica. A través de la falsa
teoría del magnetismo animal, Mesmer sostuvo que las enfermedades
nerviosas se originaban en un desequilibrio de la distribución de un
"fluido universal". Bastaba entonces con que el médico, convertido en
"magnetizador", provocara crisis convulsivas en los pacientes, en general
mujeres, para curarlas mediante el restablecimiento del equilibrio del
fluido. De esta concepción nació la primera psiquiatría dinámica, que le
asignó el lugar de honor a las "curas magnéticas". La histeria se
sustrajo entonces a la religión, para convertirse en una enfermedad de
los nervios. Henri E Ellenberger señala que el pasaje de lo sagrado a lo
profano se produjo en 1775, cuando Mesmer obtuvo su gran victoria sobre
el exorcista Josef Gassner (?-1779), demostrando que las curaciones
obtenidas por este último dependían del magnetismo.
Durante todo ese período, la conjetura uterina no había dejado de ser
impugnada. Haciendo a un lado la posesión demoníaca, muchos médicos
pensaban que la enfermedad provenía del cerebro y que afectaba a los dos
sexos: de allí la idea de la existencia de una histeria masculina, que
Charles Lepois (1563-1633), médico francés originario de la ciudad de
Nancy, fue el primero en establecer en 1618. La hipótesis cerebral
conducía a una "desexualización" de la histeria, sin poner fin a la vieja
concepción de la animalidad de la mujer. No obstante, en el siglo XVII,
en lugar de la antigua sofocación de la matriz se pudo invocar el papel
de las emociones, de los "vapores", de los "humores", por otra parte al
punto de confundir en una misma entidad la histeria y la melancolía:
"Hasta fines del siglo XVIII -escribe Michel Foucault-, hasta Pinel, el
útero y la matriz siguieron estando presentes en la patología de la
histeria, pero gracias a la difusión por los humores y los nervios, y no
por un prestigio particular de su naturaleza.
En 1859, antes de la entrada en escena de las tesis de Charcot, la
hipótesis cerebral fue afirmada una última vez por el médico francés
Pierre Briquet (1796-1881), que incorporó a la histeria fenómenos
"sociológicos" o "materiales" tales como las condiciones de vida y de
trabajo, los ciclos de la naturaleza e incluso el movimiento de los
astros. El advenimiento de la sociedad industrial (y sobre todo la
generalización del ferrocarril, con su cortejo de accidentes traumáticos
que afectaban en primer lugar a los hombres) abrió el camino a un
prolongado debate sobre la histeria masculina.
La revolución pineliana dio origen al alienismo moderno, y puso fin a las
tesis demonológicas, en beneficio de una concepción psiquiátrica de la
enfermedad mental, que incluía la histeria. Se enfrentaron dos
tendencias: por un lado, los sostenedores del organicismo, y por el otro
los partidarios de la psicogénesis. Para los primeros, la histeria era
una enfermedad cerebral de naturaleza fisiológica o sustrato hereditario;
para los segundos, una afección psíquica, es decir, una neurosis. Este
término, "neurosis" que hizo carrera, había sido introducido en 1769 por
un médico escocés, William Cullen (1710-1790). Designaba las afecciones
mentales sin origen organico, calificándolas de "funcionales", es decir,
sin inflamación ni lesión del órgano donde aparecía el dolor. Esas
afecciones eran entonces enfermedades nerviosas.
Paralelamente, sobre las ruinas del magnetismo mesmeriano se desarrolló
una corriente terapéutica que, a través de la hipnosis, iba a desembocar
en la creación de las psicoterapias modernas, entre ellas la más
innovadora: el psicoanálisis.
En 1840, todas las grandes organizaciones médicas desalentaban los
estudios sobre el magnetismo, y en Inglaterra, en 1843, el médico escocés
James Braid (1795-1860) creó la palabra hipnotismo (del griego hypnos:
sueño). Él reemplazó la antigua teoría fluídica por la idea de la
estimulación psíquico-químico-psicológica, demostrando así la inutilidad
de una intervención de tipo magnético.
Al vincular el hipnotismo con la neurosis, Charcot volvió a darle
dignidad a la histeria. No sólo abandonó la conjetura uterina, al punto
de negarse a tomar en cuenta oficialmente la etiología sexual, sino que,
al hacer de la enfermedad una neurosis, liberó a las mujeres histéricas
de la sospecha de simulación.
La concepción moderna de la neurosis histérica vio la luz al mismo tiempo
que en el mundo occidental, entre 1880 y 1900, se producía una verdadera
epidemia de síntomas histéricos.
Ahora bien, escritores, médicos e historiadores estaban de acuerdo en ver
en las crisis de la sociedad industrial signos convulsivos de naturaleza
femenina. Las masas obreras eran tratadas de histéricas cuando declaraban
la huelga, mientras que en las multitudes se veían "tumores uterinos"
cuando amenazaban el orden establecido.
Atribuida a una causa traumática vinculada con el sistema genital, la
histeria de Charcot pasó a ser durante algún tiempo una enfermedad
funcional, de origen hereditario, que afectaba tanto a los hombres como a
las mujeres. De allí que se retomaran las tesis de Lepois sobre la
existencia de una histeria masculina, a la cual se atribuía un origen
traumático: por ejemplo, el accidente ferroviario.
Teórico de la neurosis, Charcot no utilizaba la hipnosis para curar o
sanar a sus enfermos, sino para demostrar sus hipótesis. Hipnotizando a
las "locas" de la Salpêtrière, fabricaba experimentalmente síntomas
histéricos, y los suprimía de inmediato, demostrando el carácter
neurótico de la enfermedad. Hippolyte Bernheim, alumno de Ambroise
Liébeault y jefe de la Escuela de Nancy, lo acusó entonces de fabricar
mediante sugestión síntomas histéricos, y de atentar contra la dignidad
de las enfermas; las cuales, en lugar de ser atendidas, servían como
cobayos para las demostraciones de un maestro únicamente preocupado por
la clasificación.
De hecho, en ese debate se enfrentaban dos grandes corrientes del
ensamiento médico.
Proveniente de la neurología y de la tradición del alienismo, la Escuela
de la Salpêtrière, animada por un ideal republicano y exaltadora de los
"grandes patrones" transformados en monarcas del saber, ponía la
investigación teórica en el centro de sus preocupaciones. La Escuela de
Nancy, por el contrario, más culturalista, pretendía ser una medicina de
los pobres y los excluidos; reivindicaba por lo tanto una tradición
terapéutica en la cual el bienestar de los enfermos prevalecía sobre todo
lo demás.
A la vez teórico y terapeuta, Freud admiraba sin embargo mucho más a
Charcot (a quien consideraba un maestro) que a Bernheim. Pero se inspiró
tanto en la Escuela de la Salpêtrière como en la de Nancy para sostener,
contra los médicos de Viena (Theodor Meynert o Richard von Krafft-Ebing),
las hipótesis francesas. Su trayectoria fue dialéctica. Puso lado a lado
las tesis de Charcot y las de Bernheim, extrayendo lecciones fructíferas
de unas y otras. Si el primero había abierto el camino a una nueva
conceptualización de la histeria, el segundo, contra el anterior, había
encontrado el principio de su tratamiento psíquico.
Entre 1888 y 1893 Freud forjo un nuevo concepto de la histeria. Tomó de
Charcot la idea del origen traumático. Pero, en virtud de la teoría de la
seducción, afirmaba que el trauma tenía causas sexuales: la histeria
sería el fruto de un abuso sexual realmente vivido por el sujeto en la
infancia.
A fines de siglo, todos los especialistas en enfermedades nerviosas
conocían la importancia del factor sexual en la génesis de los síntomas
neuróticos, sobre todo para la histeria. Pero ninguno de ellos sabía
teorizar esta observación. Y fue Freud quien resolvió la cuestión. En un
primer momento, hasta 1897, adoptó las ideas compartidas por numerosos
médicos de la época, y elaboró su teoría del origen traumático (seducción
real). En un segundo momento renunció a ella, y desarrolló la concepción
del fantasma, arrancando la idea de la libido a la sexología.
Tres hombres le habían sugerido el origen traumático sexual: Charcot,
Breuer y el ginecólogo vienés Rodulf Chrobak (1843-1906). El primero le
había murmurado en una oportunidad: "En este caso, está siempre la cosa
genital, siempre..." El segundo le había hablado de "secretos de alcoba".
El tercero, a propósito de una paciente virgen después de dieciocho años
de matrimonio, había enunciado delante de él, en latín la prescripción
siguiente: "Penis normalis, dosim repetatur".
En cuanto a la técnica terapéutica, Freud tomó de Bernheim la idea de la
sugestión, que a él no le gustaba. La abandonó más tarde, en provecho de
una elaboración de la noción de transferencia, después de haber pasado
del método catártico de Breuer al de la asociación libre.
En los Estudios sobre la histeria, obra magistral tanto por su aporte
teórico como por la exposición clínica de los historiales, se presentaron
los grandes conceptos de una nueva captación del inconsciente: la
represión, la abreacción, la defensa, la resistencia y, finalmente, la
conversión, que explicaba de qué modo una energía libidinal se
transformaba en una inervación somática, en una somatización con
significación simbólica.
Después de abandonar la teoría de la seducción, posteriormente a la
publicación en 1900 de La interpretación de los sueños, Freud reconoció
el conflicto psíquico inconsciente como causa principal de la histeria.
Afirmó en consecuencia que las histéricas no sufrían ya de
"reminiscencias" como en los Estudios, sino de fantasmas. Aunque en la
infancia hubieran sido víctimas de abusos o violencias, el trauma no
podía ser la explicación única de la cuestión de la sexualidad humana.
Junto a la realidad material, afirmaba Freud, hay una realidad psíquica
igualmente importante en la historia del sujeto. Asimismo, la conversión
debía considerarse un modo de realización del deseo: un deseo siempre
insatisfecho.
La teorización de la sexualidad infantil le permitió después a Freud
identificar el conflicto "nuclear" de la neurosis histérica (la
imposibilidad para el sujeto de liquidar el complejo de Edipo y evitar la
angustia de castración, lo que lo llevaba a rechazar la sexualidad):
"Considero sin vacilar histérica -declaró Freud a propósito de Dora- a
toda persona en la cual una ocasión de excitación sexual provoca sobre
todo y exclusivamente repugnancia, sea que dicha persona presente o no
síntomas somáticos". La elaboración de estos diversos temas puede
advertirse en el modo en que Freud redactó en enero de 1901 el relato de
la cura realizada con Ida Bauer. Con el seudónimo de Dora, esta joven iba
a convertirse en el caso princeps de la histeria en la concepción
freudiana llegada a la madurez. Toda la literatura posfreudiana habría de
comentarlo tanto como al caso "Anna O." (Bertha Pappenheim). En esa
época, Freud sostenía no obstante que la histeria, sin tener su fuente en
un trauma, podía derivar de un mecanismo hereditario.
Estimaba en efecto que los descendientes de personas afectadas de sífilis
estaban predispuestos a neurosis graves.
Las epidemias histéricas de fines del siglo XIX contribuyeron a tal punto
al nacimiento y la expansión del freudismo, que la noción misma de
histeria desapareció del campo de la clínica. No sólo los enfermos no
presentaban ya los mismos síntomas, puesto que éstos habían sido
claramente reconocidos y desprendidos de toda simulación, sino que
cuando, por azar, estos síntomas reaparecían, no eran clasificados en el
registro de la neurosis, sino en el de la psicosis: se comenzó entonces a
hablar de psicosis histérica, entidad que Freud había descartado, pues se
la mezclaba con la nueva nosografía bleuleriana de la esquizofrenia. A
partir de 1914, ya nadie se atrevía a hablar de histeria: a tal punto la
palabra estaba identificada con el propio psicoanálisis.
En Francia, el concepto fue desmembrado por los dos principales alumnos
de Charcot: Pierre Janet y Joseph Babinski. El primero consideraba la
histeria como un estrechamiento del campo de la conciencia", y el segundo
la reemplazó por el pitiatismo.
Hubo que aguardar la época perturbada de la Primera Guerra Mundial y la
entrada en escena de una nueva forma de etiología traumática para que
resurgiera el debate sobre la histeria a través de la discusión sobre las
neurosis de guerra. Más tarde, en Francia, el movimiento surrealista
reivindicó la "belleza convulsiva" para hacer de la histeria el emblema
de un arte nuevo, mientras que Jules de Gaultier llamaba bovarysmo a una
neurosis narcisista de connotación melancólica (y fuerte contenido
histérico). Jacques Lacan la utilizó con provecho en su relato del caso
"Aimée" (Marguerite Anzieu). Finalmente, después de la Segunda Guerra
Mundial, la expresión "histeria de conversión" recobró un vigor
particular con el desarrollo de los trabajos de la medicina psicosomática
de inspiración psicoanalítica (Franz Alexander, Alexander Misteberlich).
En cuanto a la idea de personalidad histérica, heredada del concepto de
personalidad múltiple, hizo carrera a partir de la década de 1960, cuando
se iniciaron los grandes debates norteamericanos e ingleses sobre la Self
Psychology y el bordeline state (estados límite).
Diccionario de Psicoanálisis bajo la
dirección de Roland Chemama

Neurosis caracterizada por el polimorfismo de sus manifestaciones


clínicas.
La fobia, llamada a veces histeria de angustia, debe ser distinguida de
la histeria de conversión. Esta última se distingue clásicamente por la
intensidad de las crisis emocionales y la diversidad de los efectos
somáticos, ante los cuales fracasa la medicina. El psicoanálisis
contemporáneo pone el acento en la estructura histérica del aparato
psíquico, engendrada por un discurso, y que da lugar a una economía así
como a una ética propiamente histéricas.
La histeria en la primera tópica freudiana. Freud se desprende ante todo
de una concepción innatista y adopta la idea de una neurosis adquirida.
Plantea el problema etiológico en términos de cantidad de energía: la
histeria se debe a un «exceso de excitación». En los Estudios sobre la
histeria (1895) se afirma el parentesco del mecanismo psíquico de los
fenómenos histéricos con la neurosis traumática: «La causa de la mayoría
de los síntomas histéricos merece ser calificada de trauma psíquico».
Habiéndose hecho autónomo el recuerdo de este choque, actúa a la manera
de un «cuerpo extraño» en el psiquismo: «La histérica sufre de
reminiscencias». En efecto, el afecto ligado al episodio causal no ha
sido abreaccionado, es decir, no ha encontrado una descarga de energía
por vía verbal o somática, porque la representación psíquica del trauma
estuvo ausente, estuvo prohibida o era insoportable. La escisión del
grupo de representaciones incriminadas constituye entonces el núcleo de
un «segundo conciente» que infiltra al psiquismo durante las crisis o que
inerva una zona corporal formando un síntoma permanente: neuralgia,
anestesia, contractura, etc. El mecanismo de defensa que preside la
formación del síntoma histérico es calificado entonces de «represión de
una representación incompatible con el yo».
Paralelamente, Freud afirma que el trauma en cuestión está siempre ligado
a una experiencia sexual precoz vivida con displacer, comprendiendo en
ello a los varones, lo que libera a la histeria de su condición
exclusivamente femenina. Con posterioridad, Freud pensará que había
sobrestimado la realidad traumática en detrimento del fantasma de la
violencia perpetrada por un personaje paterno.
La concepción freudiana requiere algunas precisiones: supone que la
relación psique-soma es de dos lugares, ocupando la psique la posición
superior, y separados ambos lugares por una barra franqueable por una
representación psíquica. Freud descubre así en la histeria una
«solicitación somática», una especie de llamada del cuerpo a que una
representación reprimida venga a alojarse en él. De este modo, Freud
invitaba al abandono del debate clásico entre psicogénesis y organicismo
en la histeria: el problema planteado por esta neurosis es el del
encuentro entre el cuerpo biológico y el «representante pulsional», que
es del orden del lenguaje, es decir, un significante. El síntoma entonces
es un mensaje ignorado por su autor, que es preciso entender en su valor
metafórico, e inscrito en jeroglíficos sobre un cuerpo enfermo en tanto
parasitado.
La segunda tópica de Freud. Las dificultades encontradas en la cura
llevaron a Freud a establecer la segunda tópica del aparato psíquico.
Nuevos estudios prometidos sobre la histeria, sin embargo, nunca vieron
la luz. La pertinencia de la clínica freudiana aparece en diversos textos
y es puesta de relieve por la relectura de J. Lacan, gracias a los
instrumentos conceptuales que propuso.
Así, el análisis del sueño llamado «de la bella carnicera», publicado en
La interpretación de los sueños (1900), le permite a Freud afirmar que
esta soñante histérica se ve obligada a crearse un «deseo insatisfecho»:
¿por qué no quiere el caviar que sin embargo desea? Para reservar así el
lugar del deseo en tanto este no se confunde ni con la demanda del amor
ni con la satisfacción de la necesidad. La falta constitutiva del deseo
está empero articulada a través de una demanda con el lugar del Otro,
definido como lugar simbólico del lenguaje. Esta falta está en el Otro,
articulación significante de la falta de objeto como tal cuyo
significante es el falo. De este modo, el deseo de la histérica revela la
naturaleza general del deseo de ser deseo del Otro.
Además, este sueño es propiamente el de una histérica, que no accede al
deseo sino por el rodeo de la identificación imaginaria con una amiga,
identificación que conduce a una apropiación del síntoma de un semejante
por medio de un razonamiento inconciente por el que la histérica se
atribuye motivos análogos para estar enferma.
El texto de este sueño, puesto en relación con el caso Dora, permite
avanzar un paso más. Dora presentaba numerosos síntomas ligados a la
relación compleja que su padre y ella misma mantenían con la pareja de
los K.: lazo amoroso platónico disimulado de su padre y de la Sra. K.,
cortejo a veces apremiante pero secreto del Sr. K. hacia Dora. El
análisis de Dora fue orientado por Freud hacia el reconocimiento de su
deseo reprimido por el Sr. K. Esto le permitió mostrar la importancia, en
el establecimiento de la histeria, del amor por el padre impotente,
secuela edípica interpretada aquí como defensa actual contra el deseo.
Pero Freud reconocerá haber omitido la dimensión homosexual del deseo
histérico, de ahí el fracaso de la cura. Para Lacan, se trata de una
«homosexualidad» que es preciso entender en este caso como identificación
con el hombre, el Sr. K., por cuyo intermedio la histérica se interroga
sobre el enigma de la femineidad: «Es así como la histérica se
experimenta a sí misma en los homenajes dirigidos a otra, y ofrece la
mujer en la que adora su propio misterio al hombre cuyo papel pretende
sin poder nunca gozar de él.
En una búsqueda sin descanso de lo que es ser una mujer...» (Escritos,
1966).
La histeria después de Freud. El establecimiento ulterior de la
estructura de los discursos basada en un juego de cuatro elementos, el
sujeto, el significante amo, el del saber inconciente y el objeto causa
del deseo, le ha permitido a Ch. Melman proponer unos Nuevos estudios
sobre la histeria [Nouvelles études sur l’ystérie, 1984]. Melman destaca
que la represión propia de la histérica sería de hecho una seudo-
represión. En efecto, si, como ya lo sostenía Freud, la niña pasa por una
fase en la que debe renunciar a la madre y por lo tanto conoce la
castración tanto como el varón, el establecimiento de la femineidad
supone en cambio un segundo tiempo en el que ella reprime parcialmente la
actividad fálica a la que la castración parecía autorizarla.
«Adelantamos aquí la hipótesis de que la represión recae electivamente
sobre el significante amo, aquel que el sujeto eventualmente invoca para
interpelar al objeto». Esta represión sería la primera mentira del
síntoma histérico, pues se hace pasar por una castración (real y no
simbólica) demandada por el Otro, la que es fuente de la idea de que
pueda haber un fantasma propio de la mujer. De este modo, la represión
del significante amo reorganiza la castración primera y la hace
interpretar como privación del medio de expresión del deseo. La
sintomatología histérica «está ligada a partir de allí al resurgimiento
del significante amo en el discurso social, que sugiere la idea de
violación», y el cuerpo mima la posesión por un deseo totalizante cuyos
significantes se inscriben en él como en una página. ¿Por qué entonces no
es histérica toda mujer? Porque la histérica interpreta el consentimiento
a la femineidad como un sacrificio, un don hecho a la voluntad del Otro
al que así consagraría. Desde allí, se inscribe en un orden que prescribe
tener que gustar y no desear. Opone a los que invocan el deseo un «nuevo
orden moral» regido por el amor de un padre enfermo e impotente cuyos
valores son el trabajo, la devoción y el culto de la belleza. Nacería así
una nueva humanidad «igualitaria en tanto igual en lo sublime y en tanto
desembarazada de la castración». Se deduce de ello una economía general
de la histeria, que pone en evidencia dos formas clínicas aparentemente
paradójicas: «Una es una forma depresiva, en la que el sujeto se vive
como extraño al mundo y rehusa toda afirmación y todo compromiso, la otra
es una forma esténica [activa, fuerte, lo contrario de asténica], en la
que el sujeto hace de su sacrificio el signo de una elección». La
histérica puede entonces, alternadamente, consagrarse a los hombres,
rivalizar con ellos, remplazarlos cuando los juzga muy mediocres, «hacer
de hombre» no castrado a imagen del Padre. Es así apta para sostener
todos los discursos constitutivos del lazo social, pero «marcados con la
pasión histérica», que busca regir a todos. La contradicción reside en
que, interpelando a los amos y trabajando para abolir los privilegios,
reclama al propio tiempo a aquel que sería tan potente como para abolir
la alteridad.
Debe destacarse que la histeria masculina depende de los mismos
discursos: la economía y la ética. Se caracteriza por la decisión de un
joven de ubicarse del lado de las mujeres y de cumplir su virilidad por
el camino de la seducción, como criatura excepcional y enigmática.
Masculina o femenina, «la pasión histérica se sostiene en la culpa que
agobia al sujeto cuando se acusa de haber faltado a la castración» y ser
así una mancha en el universo. Se hace responsable de la imposíble
adecuación natural de los hombres y las mujeres desde que son «hombres» y
«mujeres» por el lenguaje. Por eso la histeria estuvo en el origen del
psicoanálisis, y el discurso histérico sigue siendo el desfiladero
necesario para toda cura.
Diccionario de Psicoanálisis Jean Laplanche Jean
Bertrand Pontalis
Clase de neurosis que ofrece cuadros clínicos muy variados. Las dos
formas sintomatológicas mejor aisladas son la histeria de conversión, en
la cual el conflicto psíquico se simboliza en los más diversos síntomas
corporales, paroxísticos (ejemplo: crisis emocional con teatralidad) o
duraderos (ejemplo: anestesias, parálisis histéricas, sensación de «bolo»
faríngeo, etc.), y la histeria de angustia, en la cual la angustia se
halla fijada de forma más o menos estable a un determinado objeto
exterior (fobias).
En la medida en que Freud descubrió en la histeria de conversión rasgos
etiopatogénicos fundamentales, el psicoanálisis logró relacionar con una
misma estructura histérica diversos cuadros clínicos que se traducen en
la organización de la personalidad y el modo de existencia.
Incluso en ausencia de síntomas fóbicos y de conversiones manifiestas.
La especificidad de la histeria se busca en el predominio de cierto tipo
de Identificación, de ciertos mecanismos (especialmente la represión, a
menudo manifiesta) y en el afloramiento del conflicto edípico que se
desarrolla principalmente en los registros libidinales fálico y oral.
La noción de enfermedad histérica es muy antigua, puesto que se remonta a
Hipócrates. Su delimitación ha seguido los avatares de la historia de la
medicina. Acerca de este punto sólo podemos remitir al lector a la
abundante literatura existente sobre el tema.
A finales del siglo xix, especialmente por influencia de Charcot, pasó a
primer plano el problema planteado por la histeria al pensamiento médico
y al método anatomoclínico imperante. De un modo muy esquemático, puede
decirse que se buscó la solución en dos direcciones: por una parte, ante
la ausencia de toda lesión orgánica, atribuir los síntomas histéricos a
la sugestión, a la autosugestión, o incluso a la simulación (línea de
pensamiento que será recogida y sistematizada por Babinski); por otra,
conceder a la histeria la denominación de enfermedad como las otras, tan
definida y precisa en sus síntomas como, por ejemplo, una afección
neurológica (trabajos de Charcot). El camino seguido por Breuer y Freud
(y, desde otro punto de vista, por Janet) les condujo a superar esta
oposición. Al igual que Charcot, cuya influencia sobre Freud es bien
conocida, éste considera la histeria como una enfermedad psíquica bien
definida, que exige una etiología específica. Por otra parte, intentando
establecer el «mecanismo psíquico», se adhiere a toda una corriente que
considera la histeria como una «enfermedad por representación». Ya es
sabido que el hallazgo de la etiología psíquica de la histeria corre
parejas con los principales descubrimientos del psicoanálisis
(inconsciente, fantasía, conflicto defensivo y represión, identificación,
transferencia, etc.).
Después de Freud, los psicoanalistas no han dejado de considerar la
neurosis histérica y la neurosis obsesiva como las dos vertientes
principales del campo de las neurosis, lo cual no implica que, como
estructuras, puedan combinarse en un determinado cuadro clínico.
Freud relacionó con la estructura histérica y denominó histeria de
angustia a un tipo de neurosis cuyos síntomas más destacados son las
fobias.

Histeria de angustia
Término Introducido por Freud para aislar una neurosis cuyo síntoma
central es la fobia y con el fin de subrayar su similitud estructural con
la histeria de conversión.
El término «histeria de angustia» fue introducido en la literatura
psicoanalítica por W. Stekel en Los estados de angustia neurótica y su
tratamiento (Nervöse Angstzustände und ihre Behandlung, 1908) basándose
en una indicación de Freud.
Esta innovación terminológica se justifica del siguiente modo:
a) Se encuentran síntomas fóbicos en diversas afecciones neuróticas y
psicóticas. Se observan en la neurosis obsesiva y en la esquizofrenia;
incluso en la neurosis de angustia, según Freud, pueden encontrarse
algunos síntomas de tipo fóbico.
Por ello, en El pequeño Hans, Freud indica que no es posible considerar
la fobia como un «proceso patológico independiente».
b) Existe, no obstante, una neurosis en la que la fobia constituye el
síntoma central. Al principio, Freud no la aisló: en sus primeras
concepciones las fobias se relacionaban, bien con la neurosis obsesiva,
bien con la neurosis de angustia como neurosis actual. El análisis del
pequeño Hans le proporcionó la ocasión para especificar la neurosis
fóbica y señalar su similitud estructural con la histeria de conversión.
En efecto, tanto en uno como en el otro caso, la acción de la represión
tiende esencialmente a separar el afecto de la representación. Con todo,
Freud subraya una diferencia esencial: en la histeria de angustia «[...]
la libido que la represión ha separado del material patógeno no es
convertida [...], sino liberada en forma de angustia». La formación de
los síntomas fóbicos tiene su origen «[...] en un trabajo psíquico que se
ejerce desde un principio con el fin de ligar de nuevo psíquicamente la
angustia que ha quedado libre». «La histeria de angustia se desarrolla
cada vez más en el sentido de la "fobia"».
Este texto atestigua que, en rigor, no es posible considerar como
sinónimos los términos «histeria de angustia» y «neurosis fóbica». El
término «histeria de angustia», menos descriptivo, orienta la atención
hacia el mecanismo constitutivo de la neurosis en cuestión y pone el
acento en el hecho de que el desplazamiento sobre un objeto fóbico es
secundario a la aparición de una angustia libre, no ligada a un objeto.

Histeria de conversión
Forma de histeria que se caracteriza por el predominio de los síntomas de
conversión.
En sus primeros trabajos, Freud no utilizaba la expresión «histeria de
conversión», por cuanto el mecanismo de la conversión caracterizaba
entonces la histeria en general. Cuando, con motivo del análisis del
Pequeño Hans, Freud relaciona con la histeria un síndrome fóbico, que
denomina histeria de angustia, aparece el término «histeria de
conversión» para designar una de las formas de la histeria: «Existe una
histeria pura de conversión sin angustia alguna, al igual que existe una
histeria de angustia simple, que se manifiesta por sensaciones de
angustia y fobias sin que se asocie la conversión».

Histeria de defensa
Forma de histeria que Freud, en los años 1894-1895, diferenció de las
otras dos formas de histeria: la histeria hipnoide y la histeria de
retención.
Se caracteriza por la actividad de defensa que el sujeto ejerce frente a
las representaciones susceptibles de provocar afectos displacenteros.
Desde que Freud reconoció la intervención de la defensa en toda histeria,
dejó de utilizar el término «histeria de defensa», con la distinción
implícita en él.
En Las psiconeurosis de defensa (Die Abwehr-Netíropsychosen, 1894), Freud
introdujo, desde un punto de vista patogenético, la distinción entre tres
formas de histeria (hipnoide, de retención y de defensa) y consideró
especialmente como su aportación personal la histeria de defensa, la cual
convierte en el prototipo de las psiconeurosis de defensa.
Se observará que, a partir de la Comunicación preliminar (Vorläufige
Mitteilung, 1893) de Breuer y Freud, la imposibilidad de abreacción
(característica de la histeria) se relaciona con dos series de
condiciones: por una parte, un estado específico en el que se halla el
sujeto en el momento del trauma (estado hipnoide), y, por otra, a
condiciones ligadas a la propia naturaleza del trauma: condiciones
externas o acción intencional (absichtlich) del sujeto que se defiende
frente a contenidos «penosos». En esta primera fase de la teoría, la
defensa, la retención y el estado hipnoide aparecen como factores
etiológicos que contribuyen a la producción de la histeria. En la medida
en que uno de ellos se considera como el más importante, se cree, por
influencia de Breuer, que el estado hipnoide constituye «[...] el
fenómeno fundamental de esta neurosis».
En Las psiconeurosis de defensa Freud especifica este conjunto de
condiciones hasta el punto
de distinguir tres tipos de histerias; pero, de hecho, sólo se interesa
por la histeria de defensa.
En una tercera fase (Estudios sobre la histeria [Studien über Hysterie,
1895]), Freud sigue conservando esta distinción, pero, al parecer, ésta
le sirve sobre todo para promover, a expensas de la preponderancia del
estado hipnoide, la noción de defensa. Así, Freud hace observar:
«Curiosamente, en mi propia experiencia no he encontrado la verdadera
histeria hipnoide; todos los casos que yo he tratado han aparecido como
histeria de defensa».
Asimismo, duda de la existencia de una histeria de retención
independiente y establece la hipótesis de que « [...] en la base de la
histeria de retención interviene un elemento de defensa que ha
transformado todo el proceso en fenómeno histérico».
Observemos, finalmente, que el término «histeria de defensa» desaparece
después de los Estudios sobre la histeria. Todo ocurrió, pues, como si
sólo hubiera sido introducido para hacer prevalecer la noción de defensa
sobre la de estado hipnoide. Una vez logrado este resultado (considerar
la defensa como el proceso fundamental de la histeria y extender el
modelo del conflicto defensivo a las otras neurosis) el término «histeria
de defensa» pierde evidentemente su razón de ser.

Histeria hipnoide
Término utilizado por Breuer y Freud en los años 1894-1895: forma de
histeria que tendría su origen en los estados hipnoides; el sujeto no
puede Integrar en su persona y en su historia las representaciones que
aparecen durante estos estados. Aquéllas forman entonces un grupo
psíquico separado, inconsciente, capaz de provocar efectos patógenos.
Remitimos al lector al artículo «Estado hipnoide» donde exponemos el
fundamento teórico de este término. Observemos que el término «histeria
hipnoide» no se encuentra en los textos escritos exclusivamente por
Breuer; por ello parece lógico pensar que se trata de una denominación
creada por Freud. En efecto, para Breuer toda histeria es «hipnoide»
puesto que tiene su origen fundamental en el estado hipnoide; para Freud,
en cambio, la histeria hipnoide es sólo una forma de histeria, junto a la
histeria de retención y, sobre todo, a la histeria de defensa: distinción
que le permitirá primeramente delimitar, y más tarde rechazar el papel
del estado hipnoide en relación con el de la defensa.

Histeria de retención

Forma de histeria que Breuer y Freud diferenciaron, en los años 1894-


1895, de las otras formas: la histeria hipnoide y la histeria de defensa.
Su patogenia se caracteriza por el hecho de que los afectos no han podido
ser descargados por abreacción, sobre todo en razón de circunstancias
exteriores desfavorables.
En Las psiconeurosis de defensa (Die Abwehr-Neuropsychosen, 1894) Freud
aísla la histeria de retención como una forma de histeria.
En la Comunicación preliminar (Vorläufige Mitteilung, 1893) ya se hallaba
presente, si no el término, por lo menos el concepto de retención para
designar una serie de condiciones etiológicas en las que, a diferencia de
lo que ocurre en el estado hipnoide, es la naturaleza del trauma lo que
imposibilita la abreacción: el trauma choca, ya con condiciones sociales
que impiden su abreacción, ya con una defensa del propio sujeto.
Más descriptiva que explicativa, la noción de retención había de
desaparecer pronto; en efecto, cuando quiere explicar el fenómeno de la
retención, Freud encuentra la defensa. Esto es lo que ilustra, en la
experiencia terapéutica, una observación de Freud (el Caso Rosalía), a la
cual alude sin duda al escribir: «En un caso que yo consideraba como de
histeria de retención típica, contaba con obtener un éxito fácil y
seguro, pero éste no se produjo, por más que el trabajo resultara
realmente fácil. Por ello supongo, con todas las reservas inherentes a la
ignorancia, que en la base de la histeria de retención actúa también un
elemento de defensa que ha transformado todo el proceso en fenómeno
histérico».

Histeria traumática
Tipo de histeria descrito por Charcot: en ella los síntomas somáticos, en
especial la parálisis, aparecen, a menudo, tras un período de latencia,
consecutivamente a un traumatismo físico, pero sin que éste pueda
explicar mecánicamente tales síntomas.
Charcot, en sus trabajos sobre la histeria, entre 1880 y 1890, estudia
ciertas parálisis histéricas consecutivas a traumatismos físicos lo
bastante importantes para que el sujeto sienta en peligro su vida, pero
sin que lleguen a producir una pérdida de conciencia. Tales traumatismos
no explican neurológicamente la parálisis. Charcot observa también que
ésta se instaura después de un período, más o menos largo, de
«incubación», de «elaboración» psíquica.
Charcot tuvo la idea de reproducir experimentalmente, bajo hipnosis,
parálisis del mismo tipo utilizando un traumatismo mínimo o la simple
sugestión. De este modo aportó la prueba de que los síntomas en cuestión
habían sido provocados, no por el shock físico, sino por las
representaciones ligadas al mismo y que sobrevenían durante un estado
psíquico particular.
Freud señaló la continuidad existente entre esta explicación y las
primeras explicaciones que Breuer y él mismo dieron de la histeria:
«Existe una completa analogía entre la parálisis traumática y la histeria
común, no traumática». «La única diferencia estriba en que, en el primer
caso, ha actuado un traumatismo importante, mientras que en el segundo
raramente puede señalarse un único acontecimiento de importancia, sino
más bien una serie de impresiones afectivas Incluso en el caso del gran
traumatismo mecánico de la histeria traumática, lo que produce el
resultado no es el factor mecánico, sino el afecto de susto, el
traumatismo psíquico».
Como es sabido, el esquema de la histeria hipnoide recoge los dos
elementos ya señalados por Charcot: el traumatismo psíquico y el estado
psíquico especial (estado hipnoide, afecto de susto) durante el cual
aquél acontece.
Huella
Elementos para una enciclopedia del psicoanálisis
El aporte Freudiano
Esta obra fue dirigida por Pierre Kaufmann: (1916-1995),
filósofo del psicoanálisis.

Una «huella mnémica» (Erinnerungsspur) es en primer lugar un resto o


residuo de percepción. A continuación de sus trabajos sobre las afasias
(1891) y de las indicaciones de Breuer en Estudios sobre la histeria
(1895), Freud se forma una concepción de la memoria que presenta en
1896 en su «Proyecto de psicología» y en la carta 52 a Fliess, antes de
desarrollarla en La interpretación de los sueños en 1900. La memoria es
allí concebida en términos de «facilitaciones» (Balinungen) y de «signos
de percepción» (Wahrnemungszeichen) que dan lugar a varias inscripciones.
Entre la percepción y la acción motriz existiría entonces una serie de
sistemas mnémicos estratificados. No obstante, si la acumulación de
impresiones fuera consciente, el psiquismo quedaría pronto saturado y
sería incapaz de recibir nuevas excitaciones, de modo que, según Freud,
la memoria y la conciencia se excluyen entre sí. En consecuencia, una
huella -es decir, una modificación del sistema mnémico- sólo es durable e
incluso inalterable en tanto que inconsciente. Pero ¿qué sucede cuando se
toma consciente? A la hipótesis funcional o dinámica de un cambio de
estado, Freud preferirá, en sus ensayos metapsicológicos de 1915, el
punto de vista tópico, según el cual se trata de investiduras que se
realizan en otros lugares psíquicos. Después, en Más allá del principio
de placer, en 1920, Freud dice que hay percepción acompañada de
conciencia cuando esta última «aparece en lugar de la huella mnémica». Y
en 1925, en su «Nota sobre la "pizarra mágica"», propone, a la inversa,
que la conciencia desaparece cuando a la percepción le es retirada la
investidura, y que las huellas duraderas se inscriben en el inconsciente.
Así se constituye el tesoro de los recuerdos, el almacén de la memoria,
depósito de sedimentos en el que hacen huella acontecimientos, escenas y
sensaciones, cosas vistas y oídas, experiencias de satisfacción así como
de dolor o de terror, pero también los representantes de la actividad
pulsional, los efectos de la percepción de la falta (desamparo ligado a
la ausencia de la presencia auxiliadora, angustia del encuentro con la
ausencia del falo) e incluso los elementos originarios heredados de las
generaciones anteriores o aun, según Freud, de la prehistoria humana (cf.
en particular Moisés y la religión monoteísta). En todo caso, sean
ellas accesibles o subsistan en estado reprimido, estas
huellas -principalmente visuales y auditivas- pueden ser
reactivadas. Así, en la lengua figurada del sueño, con la ayuda de las
huellas se realiza la representación y transposición de los restos
En la rememoración,
diurnos y de los pensamientos de deseo.
es el punto de contacto entre la huella mnémica y el
contenido del fantasma lo que permite el desplazamiento de
los acontecimientos o los pensamientos que datan de épocas
anteriores o ulteriores sobre los «recuerdos-pantalla»
(Freud, 1899). Recuerdos deformados o fantasmas disfrazados,
estas formaciones del inconsciente corresponden a un empuje
de lo reprimido hacia la conciencia.

Freud también sitúa allí el fenómeno de la creencia: en efecto, la


actualización de lo reprimido por el sesgo del retorno a la percepción de
las huellas mnémicas es lo que hace que se imponga una convicción, e
incluso que se crea en una ilusión.
Finalmente, hay que subrayar con Freud (El yo y el ello, 1923) que las
palabras son los restos mnémicos de vocablos oídos, y que «por su
intermedio, los procesos internos de pensamiento se transforman en
percepciones», lo que hace posible reconocerlos. Pues la articulación
lenguaje que se produce en el nivel de las huellas mnémicas y condiciona
el pasaje de la palabra a la escena de la transferencia, no es nada menos
que lo que justifica la existencia de análisis.

Diccionario de Psicoanálisis bajo la dirección de Roland


Chemama
Forma bajo la cual los acontecimientos o, más simplemente, el objeto de
las percepciones, se inscriben en la memoria, en diversos puntos del
aparato psíquico.
La teoría psicoanalítica de las neurosis supone una atención particular a
la manera en que los acontecimientos vividos por el sujeto,
acontecimientos eventualmente traumáticos, pueden subsistir en él («los
histéricos sufren de reminiscencias»). De ahí la necesidad de concebir lo
que sucede con las huellas mnémicas, inscripciones de los acontecimientos
que pueden subsistir en el preconciente o el inconciente y ser
reactivadas desde el momento en que son investidas. Si todas las huellas
de la excitación subsistieran efectivamente en la conciencia, esto
limitaría rápidamente la capacidad del sistema para recibir nuevas
excitaciones: memoria y conciencia se excluyen. En cuanto a lo reprimido
propiamente dicho, es necesario que subsista bajo forma de huella mnémica
puesto que retorna en el sueño o en el síntoma.
A pesar de algunas formulaciones ambiguas de Freud, la huella mnémica no
es una imagen de la cosa sino un simple signo, que no tiene una cualidad
sensorial particular y que puede ser comparado por lo tanto con un
elemento de un sistema de escritura, con una letra.

Diccionario de Psicoanálisis
Jean Laplanche Jean Bertrand Pontalis

Término utilizado, por Freud, a lo largo de toda su obra, para designar


la forma en que se Inscriben los acontecimientos en la memoria. Las
huellas mnémicas se depositan, según Freud, en diferentes sistemas;
persisten de un modo permanente, pero sólo son reactivadas una vez
catectizadas.
El concepto psicofisiológico de huella mnémica, de constante empleo en
los textos metapsicológicos, implica una concepción de la memoria que
Freud nunca expuso de un modo global. Es por ello que se presta a
interpretaciones erróneas: un término como el de huella mnémica no sería
otra cosa que el heredero de un pensamiento neurofisiológico periclitado.
Sin pretender exponer aquí una teoría freudiana de la memoria,
recordaremos las exigencias de principio que se hallan subyacentes al
hecho de que Freud tomase este término de huella mnémica: Freud se
propone situar la memoria dentro de una tópica y explicar su
funcionamiento en términos económicos.
La necesidad de definir todo sistema psíquico por una función y hacer de
la Percepción-Conciencia la función de un sistema particular (véase:
Conciencia) conduce al postulado de una incompatibilidad entre la
conciencia y la memoria: «No nos resulta fácil creer que persistan
huellas duraderas de la excitación también en el sistema Percepción-
Conciencia.
Si permanecieran siempre conscientes, limitarían pronto la capacidad del
sistema de recibir nuevas excitaciones; pero si, por el contrario, se
volvieran inconscientes, nos hallaríamos en la obligación de explicar la
existencia de procesos inconscientes en un sistema cuyo funcionamiento se
acompaña, por otra parte, del fenómeno de la conciencia. Por así decirlo,
nada habríamos cambiado ni ganado con nuestra hipótesis que localiza el
hecho de volverse consciente en un sistema particular». Es ésta una idea
que se remonta a los orígenes del psicoanálisis. Breuer la expresa por
vez primera en los Estudios sobre la histeria (Studien über Hysterie,
1895): «Resulta imposible que un solo y único órgano cumpla estas dos
condiciones contradictorias. El espejo de un telescopio de reflexión no
puede al mismo tiempo ser una placa fotográfica». Freud intentó ilustrar
esta concepción tópica mediante comparación con el funcionamiento de un
«bloc de notas mágico».
Freud introduce distinciones tópicas en el seno de la misma memoria. Un
acontecimiento determinado es inscrito en diferentes «sistemas mnémicos».
Freud propuso varios modelos, más o menos figurados, de esta
estratificación de la memoria en sistemas. En los Estudios sobre la
histeria, compara la organización de la memoria con complicados archivos
en los que se ordenan los recuerdos según distintos modos de
clasificación: orden cronológico, ligazón en cadenas asociativas, grado
de accesibilidad a la conciencia. En la carta a W. Fliess del
6-XII-1896 y en el capítulo VII de La inetrpretación de los sueños (Die
Trauindeutung, 1900), se vuelve a exponer, en una forma más doctrinal,
esta concepción de una sucesión ordenada de inscripciones en sistemas
mnémicos: la distinción entre preconsciente e inconsciente se asimila a
una distinción entre dos sistemas mnémicos. Todos los sistemas mnémicos
son inconscientes en sentido «descriptivo», pero las huellas del sistema
Ics son incapaces de llegar como tales a la conciencia, mientras que los
recuerdos preconscientes (la memoria, en el sentido usual del término)
pueden actualizarse en una determinada conducta.
3) La concepción freudiana de la amnesia infantil puede aclarar la teoría
metapsicológica de las huellas mnémicas. Ya es sabido que, para Freud, si
no recordamos los acontecimientos de los primeros años de la vida, ello
no es debido a una falta de fijación, sino a la represión. En general,
todos los recuerdos quedarían inscritos, pero su evocación dependería de
la forma en que actúan sobre ellos las catexis, contracatexis y retiro de
las catexis. Esta concepción se basa en la distinción, evidenciada por la
clínica, entre la representación y el quantum de afecto: «En las
funciones psíquicas, está justificado diferenciar algo (quantum de
afecto, suma de excitación)
[...] que puede aumentar, disminuir, desplazarse, descargarse y que se
extiende sobre las huellas mnémicas de las representaciones en forma
comparable a como lo hace una carga eléctrica en la superficie de los
cuerpos».
Como puede verse, la concepción freudiana de la huella mnémica difiere
claramente de una concepción empirista del engrama definido como
impresión que se asemeja a la realidad. En efecto:
1.° La huella mnémica se inscribe siempre en sistemas, en relación con
otras huellas. Freud intentó incluso distinguir los diferentes sistemas
en los que un mismo objeto inscribe sus huellas, según los tipos de
asociaciones (por simultaneidad, causalidad, etc.). Por lo que respecta a
la evocación, un recuerdo puede ser reactualizado dentro de un
determinado contexto asociativo, mientras que, tomado en otro contexto,
resultará inaccesible a la conciencia (véase: Complejo).
2.° Freud tiende incluso a negar a las huellas mnémicas toda cualidad
sensorial: «Cuando los recuerdos vuelven a ser conscientes, no comportan
cualidad sensorial, o muy poca en comparación con las percepciones».
En el Proyecto de psicología científica (Entwurf einer Psychologie,
1895), cuya orientación neurofisiológica justificaría, en apariencia, la
asimilación de la huella mnémica a la imagen «simulacro», es donde se
patentizaría mejor la originalidad de la teoría freudiana de la memoria.
En efecto, en dicho texto Freud intenta explicar la inscripción del
recuerdo en el aparato neuronal sin recurrir a una semejanza entre las
huellas y los objetos. La huella mnémica no es más que una disposición
especial de facilitaciones que hacen que una determinada vía sea seguida
con preferencia a otra. Tal funcionamiento de la memoria podría
relacionarse con lo que se llama «memoria» en la teoría de las máquinas
cibernéticas, construidas según el principio de oposiciones binarias, de
igual modo que el aparato neurónico, según Freud, se caracteriza por
bifurcaciones sucesivas.
Conviene señalar, sin embargo, que la forma en que Freud, en sus escritos
ulteriores, habla de las huellas mnémicas (utilizando a menudo como
sinónimo el término «imagen mnémica») muestra que se vio inducido, cuando
no aludía al proceso de su formación, a hablar de ellas como de
reproducciones de las cosas en el sentido de una psicología empirista.
Ideal del yo
Diccionario de Psicoanálisis bajo la dirección de Roland
Chemama

Instancia psíquica que elige entre los valores morales y éticos


requeridos por el superyó aquellos que constituyen un ideal
al que el sujeto aspira.
El ideal del yo aparece en primer lugar para S. Freud (Introducción del

narcisismo, 1914) como un sustituto del yo


ideal. Bajo la influencia de las críticas parentales y del medio

las primeras satisfacciones narcisistas


exterior,
procuradas por el yo ideal son progresivamente
abandonadas y el sujeto busca reconquistarlas
bajo la forma de este nuevo ideal del yo.
Ulteriormente, después de la elaboración de la segunda tópica
,
el ideal del yo deviene una instancia momentáneamente confundida con el
superyó en razón de su función de autoobservación,
de juicio y de censura, que aumenta las exigencias del
yo y favorece la represión.

Sin embargo, se diferencia de él en la medida intenta


en que

conciliar las exigencias libidinales y


las exigencias culturales, en razón de lo cual

interviene en el proceso de sublimación.


Para Freud, el fanatismo, la hipnosis o el estado de enamoramiento
representan tres casos en los que un objeto exterior: el jefe, el
hipnotizador o el amado, viene a ocupar el lugar del ideal del yo en el
mismo punto en el que el sujeto proyecta su yo ideal. Para J. Lacan, el
ideal del yo designa la instancia de la personalidad cuya función en el
plano simbólico es regular la estructura imaginaria del yo [moi], las
identificaciones y los conflictos que rigen sus relaciones con sus
semejantes.
Elementos para una enciclopedia del psicoanálisis
El aporte Freudiano
Esta obra fue dirigida por Pierre Kaufmann: (1916-1995),
filósofo del psicoanálisis.

ideal
Sólo bastante tardíamente la terminología freudiana integró al

del yo con miras a designar, en el contexto de la segunda


tópica, la vertiente valorizada del
superyó; la elaboración de la noción, no obstante, se había
esbozado mucho antes, en respuesta a los problemas específicos
sucesivamente planteados por la investigación psicoanalítica.

Al principio, se perfila el superhombre de Nietzsche en una posición por


otra parte inversa a la que será destinada al ideal del yo con relación
al superyó: en Nietzsche (autor por el que la corriente psicoanalítica
atestiguó un interés que revelan las «Minutas» del primer grupo de
Viena), este ideal del superhombre es llamado a recusar al aparato de
coacción que se designa con el nombre de superyó; en el marco de la
segunda tópica, el ideal del yo es al contrario derivado del superyó, por
cuanto representa la conversión de la autoridad parental en un modelo.
Precisaremos además que el superhombre de Nietzsche sólo emergerá con la
figura del «héroe» (en preludio personificado con el ideal del yo)
gracias a la elaboración junguiana, en un período en que esta última se
ubicaba aún bajo la égida del psicoanálisis. Allí se encuentra asociada
la idea del «sacrificio», núcleo de la hipótesis según la cual el héroe
-y como él, todo adulto sustraído a la neurosis- tiene que «sacrificar»
la quietud encarnada por la feminidad, para asegurarse su autonomía.
En el propio Jung se produjo por otra parte un progreso decisivo con el
artículo «El papel del padre en el destino del individuo», artículo al
que Freud rindió homenaje en una carta a Abraham.
En respuesta a Abraham, quien ponía en duda el interés del artículo,
Freud subrayó la originalidad de la insistencia de Jung en la función del
padre, cuando la investigación psicoanalítica se había centrado hasta
entonces en el papel de la madre.
Pero ¿de qué manera se ejerce esta función? El mito científico de Tótem y
tabú traza al respecto las líneas de fuerza de una problemática, en
cuanto implica en la relación de filiación, por una parte, una
ambivalencia de odio y amor, y por la otra, una puesta en forma que la
sitúa constitutivamente en el registro significante.
Ambivalencia: en la presentación del mito científico, una vez
saciado con el asesinato del jefe el odio de los miembros de la horda, la
fascinación que ese hombre ejercía en vida retorna a él en forma de amor.
Marca significante: por el hecho mismo de este proceso de negación,
cada uno de los agentes de identificación recibe la marca impuesta por el
muerto, promovido a tótem.
Así el padre muerto se encuentra «idealizado» en tanto que
objeto de ese amor, mientras que el odio saciado,
contradictorio con ese amor, se convierte, por tal razón, en
culpabilidad.
No obstante, no olvidemos el origen de esa construcción: ella representa
una respuesta, desde un doble punto de vista, a la crítica dirigida por
Jung a la teorización freudiana de la neurosis. Por una parte, desde el
punto de vista de la especificidad de la psicosis; por la otra, en
términos mucho más generales, desde el punto de vista de las relaciones
entre el yo y la sexualidad.

La noción freudiana del ideal del yo se constituirá, en efecto, con el


apoyo de la interpretación psicopatológica de la paranoia (caso
Schreber), en vista de la puesta en evidencia de una contribución
propiamente psicoanalítica al análisis de las «funciones superiores del
ser humano».
Por un lado, se propone la noción de una «fijación narcisista»; por el
otro, se tratará de mostrar -en la respuesta a Jung- que la salida de esa
posición -y en consecuencia la satisfacción que se da a las exigencias
éticas del yo no implica el abandono de la noción de la libido en tanto
que energía sexual, sino la desinvestidura de su objeto original, en este
caso el genitor, en beneficio del objeto que obtiene su estatuto de ideal
de la identidad asumida por cada individuo como miembro del grupo.
El problema consistirá en definitiva en comprender el desplazamiento de
esa investidura narcisista a la investidura de los «otros».

La originalidad de Freud consistió en recurrir a la hipótesis de una


mediación, que es la de la eliminación del genitor; así emerge una
relación doble en la construcción de lo social: relación con los otros en
la coalición violenta, asunción de una identidad común bajo el signo de
la idealización del muerto.
Desde este último punto de vista, la constitución del ideal del yo se une
al rol restituido a la pulsión de muerte en la desexualización de la
libido; función negativa de la que, por otra parte, da testimonio el
papel de la negación en la lógica del juicio de realidad.
Pero de tal modo se esclarece también el desarrollo consagrado en El
malestar en la cultura al pasaje de la sociedad estrecha a la sociedad
ampliada. Freud evoca allí el conflicto de las pulsiones de vida y muerte
en los diferentes estratos de la socialización, en su forma familiar y
edípica al principio, y en la forma de la culpabilidad derivada de la
represión de la violencia, en el seno de una sociedad anónima. En las
diferentes etapas de ese recorrido interviene entonces, en diferentes
modos, el principio de la negación que la pulsión de muerte representa en
el lenguaje de la energía. Correlativamente, se nos sugiere una génesis
del ideal del yo, en tanto que expresión de las condiciones negativas de
la simbólica social.

Diccionario de Psicoanálisis.
Elisabeth Roudinesco y Michel Plon

Sigmund Freud utiliza esta expresión para designar el modelo


de referencia del yo, sustituto del
a la vez
narcisismo perdido de la infancia y producto
de la identificación con las figuras
parentales y sus relevos sociales.
La noción de ideal del yo es un jalón esencial en la evolución del
pensamiento freudiano, desde los reordenamientos iniciales de la primera
tópica hasta la definición del superyó.

La dimensión de un ideal como modalidad de referencia del yo aparece


explícitamente en el texto freudiano de 1914 dedicado a la introducción
del concepto de narcisismo.

Para que pueda manifestarse algo ideal, es preciso en efecto que la


libido no sea ya únicamente objetal, y que se perfile la perspectiva de
una relación del sujeto consigo mismo, tomado como objeto de amor.

Primitivamente, dice Freud, el niño "era él mismo


su propio ideal".
La renuncia a la omnipotencia infantil y al
delirio de grandeza, característicos del narcisismo infantil,
hace posible la aparición de otro ideal.
Pero Freud examina las modalidades de esa renuncia: es producto de la
sumisión a las interdicciones enunciadas por las figuras parentales
instaladas en posición de modelo en el momento en que la estructura
edípica inicia su declinación.

Esa renuncia se sitúa entonces en la vertiente de la represión, proceso


que tiene su sede en el yo y cuyo cumplimiento exige un criterio de
evaluación:

"La formación del ideal -escribe Freud- sería la condición de la


represión del lado del yo".

En 1917, en Conferencias de introducción al psicoanálisis, Freud


modificó su concepción del ideal del yo.

Éste se convirtió una instancia del yo que se


entonces en
encargaba de las funciones hasta entonces atribuidas a la
"conciencia moral" (Gewissen) que le permitía al yo evaluar
sus relaciones con su ideal.
Además, el ideal del yo participaba en la formación del sueño, puesto que
era concebido como responsable de la censura de los
sueños.
En 1921, en Psicología de las masas y análisis del Yo ,
Freud le asignó al ideal del yo un lugar de primer plano. Hizo de él una
instancia muy distinta del yo, capaz de "entrar en conflictos con él". A
esta instancia, recapitula la hemos
Freud, "nosotros
denominado ideal del yo, y le hemos atribuido como
función la autoobservación, la conciencia moral, la
censura onírica y el ejercicio de la influencia
esencial en la represión.
Hemos dicho que era el heredero del narcisismo originario, en cuyo seno
el yo del niño se bastaba a sí mismo.- Es en ese lugar del ideal del yo
donde el sujeto instala al objeto de su fascinación
amorosa, pero también al hipnotizador o al jefe; el ideal del yo se
convierte entonces en el sostén del principal eje de la constitución de
lo colectivo como fenómeno, lo que Freud ya había señalado en el texto de
1914 sobre el narcisismo.

Observando este cambio de estatuto del ideal del yo convertido en


instancia, Paul Laurent Assoun escribió en 1984 que fue una operación
extraña, puesto que todas las características que acababan de serle
atribuidas iban a caracterizar, poco tiempo después, a una nueva
instancia, el superyó.

En otras palabras, apenas promovido, el ideal del yo se encontró


destituido. "No es sin duda fortuito -precisa el autor con humor- que ese
«golpe de estado metapsicológico» haya tenido por marco ese texto de
resonancias políticas constituido por el ensayo sobre la psicologías de
las masas."

De hecho, dos años más tarde, en El yo y el ello,


asistimos a una verdadera cesión de poderes, a la puesta entre
paréntesis del ideal del yo, como lo indica el título del tercer
capítulo: "El yo y el superyó (ideal del yo)".

En Nuevas
1933, en las conferencias de
introducción al psicoanálisis, la
mutación se completa definitivamente.

La lección trigésimo primera da oportunidad para una presentación

la génesis y las funciones


detallada de

del superyó, entre las cuales figura ese


ideal del yo "por el cual el
yo se mide, al cual el yo
aspira", y del cual "se
esfuerza en satisfacer la
reivindicación de un
perfeccionamiento
ininterrumpido. Sin ninguna
duda -precisa Freud- este
ideal del yo es el precipitado
de la antigua representación
parental, la expresión de la
admiración por esa perfección
que el niño les atribuía a sus
progenitores."
Según Jean Laplanche y Jean-Bertrand Pontalis, en Freud no se encuentra
la "distinción conceptual" entre el ideal del yo (Ichideal) y el yo ideal
(Idealich).
Identificación
Diccionario de Psicoanálisis bajo la dirección de Roland
Chemama
Proceso por el cual un individuo se vuelve semejante a otro, en su
totalidad o en parte; distinguimos, con Lacan, las identificaciones
imaginarias constitutivas del yo [moi] y la identificación simbólica
fundante del sujeto.

La identificación en Freud. «¿A quién copia con eso?» le


pregunta Freud a Dora con ocasión de sus dolores agudos de estómago. Se
entera entonces de que Dora ha visitado la víspera a sus primas y que,
habiéndose comprometido la menor, la mayor empezó a sufrir del estómago,
cosa que Dora imputa inmediatamente a los celos. Freud nos dice entonces
que Dora se identifica con su prima. Toda la distancia que separa la
noción de imitación de la noción de identificación, en el sentido que le
da Freud, se encuentra aquí ilustrada. La pregunta de Freud a Dora pone
de relieve, tras el sentido intuitivo y familiar que parasita
habitualmente el uso del término identificación, aquello que hace que su
empleo sea irrisorio o extremadamente difícil. En este texto, Freud usa
el término identificación sólo en un sentido descriptivo y, en las
páginas siguientes, cuando expone su concepción de la formación del
síntoma, recurre a dos elementos ya conocidos: la complacencia somática y
la representación de un fantasma de contenido sexual.

Sólo tardíamente, con el cambio de su


doctrina hacia 1920, Freud va a poner en
primer plano la identificación, sin llegar sin
embargo a otorgarle verdaderamente su estatuto.

En todo caso, es el punto alrededor del cual se ordena la totalidad del


texto de Psicología de las masas y análisis del yo
(1921).

El capítulo VII le está especialmente dedicado; Freud describe en


él tres formas de la identificación.
La segunda y la tercera forma son establecidas por Freud a partir de
ejemplos clínicos de síntomas neuróticos. La segunda identificación
da cuenta del síntoma por medio de una sustitución por el
sujeto, ya sea de la persona que suscita su hostilidad, ya sea de la
persona que es objeto de una inclinación erótica. El ejemplo, en el
segundo caso, es justamente la tos de Dora. A propósito de este segundo
tipo de identificación, Freud insiste en su carácter parcial (höchst
beschränkt, extremadamente limitado) y emplea la expresión einziger
Zug (Véase rasgo unario), que servirá de punto de partida a Lacan para un
uso mucho más amplio.

A la tercera identificación, llamada histérica, Freud


la denomina «identificación por el síntoma» y la motiva
en el encuentro de un elemento análogo y reprimido en
los dos yoes en cuestión.
Dos observaciones La identificación se
pueden hacerse.
describe aquí como el empréstito de un
elemento puntual que se toma de otra persona,
detestada, amada o indiferente, y que explica
una formación sintomática.
Nada se opone a que este empréstito sea tal que no determine ninguna
contrariedad para el sujeto.

Por lo demás, Freud nos dice en otros textos que el yo está constituido
en gran parte por este tomar prestado, lo que implica darle el valor de
una formación sintomática.

Los dos factores constituyentes del síntoma mencionados al principio, la


complacencia somática y la representación de un fantasma inconciente, han
desaparecido.

Lo que en cambio se mantiene aquí, en cierta manera, es el carácter de


compromiso que permite la satisfacción pulsional en forma disfrazada.

La identificación descrita
forma de en
primer lugar por Freud es la más enigmática.
el lazo afectivo
¿Qué sentido dar en efecto a la fórmula:

más antiguo con otra persona, puesto que,


justamente, todavía no hay objeto constituido en el sentido de la
doctrina? ¿De qué orden es este padre que el varón constituye como su
ideal, cuando en una nota de la obra El yo y el ello (1923) Freud dice
que se trata de los padres en el momento en que la diferencia de los
sexos todavía no ha entrado en consideración? Nada sexual interviene
aquí, puesto que no hay nada «pasivo ni femenino».

Se trata, incontestablemente, de algo que es primario y que


nos es dado como la condición del establecimiento del Edipo, sin la cual
el sujeto no podría siquiera acceder a esta problemática.
Según su devenir en el sujeto
Freud,

puede llegar a aclarárnoslo.

Esta primera identificación es,el superyó, y


ante todo,

«guardará durante toda su vida el


carácter que le confiere su origen en el
complejo paterno». Simplemente será modificado por el
complejo de Edipo y no podrá «renegar de su origen
acústico».
La pregunta que entonces se plantea es si hay o no una relación entre
esta identificación y las otras dos, que se distinguirían sólo por la
naturaleza libidinal o no de la relación con el objeto inductor.

En la aplicación que hace a la constitución de una masa, Freud mantiene


una separación, ya que, habiendo remplazado el mismo objeto el ideal del
yo de cada uno de los miembros de la masa, se va a poder manifestar entre
ellos la identificación del tercer tipo.

Por lo tanto, hay aquí, bajo la misma denominación, dos modalidades que
conviene mantener distinguidas.

El yo y el ello, cuando Freud


Esta posición se confirma en

hace depender las identificaciones


constitutivas del yo del ideal del yo.
En el uso que hace Freud de las identificaciones sucesivas en el curso de
las diversas situaciones clínicas, la diferencia se acentúa.

El ideal del yo conserva inmutable su


carácter original, pero las otras formas de identificación
mantienen relaciones problemáticas con el investimiento objetal.

La identificación sucede a un investimiento objetal al que el sujeto debe


renunciar, renunciamiento que en la realidad va de la mano con su
mantenimiento en el inconciente, que asegura la identificación.

Así sucede, según Freud, en el caso de la homosexualidad masculina.

Pero en otra parte, en Duelo y melancolía, Freud presenta la


identificación como el estadio preliminar de la elección de objeto.

Así sucedería en la melancolía, en la que Freud da a lo que llama «el


conflicto ambivalente» un papel más esencial que al fenómeno
identificatorio, como luego lo hará también en la paranoia de
persecución, donde la trasformación paranoica del amor en odio es
justificada por el «desplazamiento reactivo del investimiento» a partir
de una ambivalencia de fondo. Pero de lo que se trata aquí para Freud es
de excluir el pasaje directo del amor al odio, es decir, de mantener la
validez de la hipótesis que acaba de formular recientemente oponiendo a
los instintos sexuales el instinto de muerte. El punto que aquí importa
es esa especie de reversibilidad, de concomitancia en este caso, entre la
identificación y el investimiento de objeto, que parece surgir de la
lectura de Freud.

Ciertamente, Freud repite con insistencia que es importante mantener la


distinción: la identificación es lo que se quisiera ser,
el objeto, lo que se quisiera tener. Y por supuesto, el
hecho de instituir dos nociones distintas no excluye a priori que se
puedan hacer valer relaciones entre ellas, pasajes de una a otra. De
todos modos, una dificultad subsiste en cuanto a la noción de
identificación, porque el propio Freud hizo renuncia explícita a
«elaborarla metapsicologicamente», pero al mismo tiempo le mantuvo una
función importante.

Lo que parece más seguro es la diferencia radical entre la


primera identificación, surgida del complejo paterno, y las
otras, cuya función principal parece ser resolver la
identificación fijándola a una tensión relacional con un
objeto. Esto es lo que surge de todo el andamiaje
identificatorio por el cual el yo se constituye y ve
definir su carácter. Se puede admitir que aquí se encuentra
esbozado aquello que servirá de punto de partida a Lacan.

Una de las tesis de El yo y el ello es que el yo se construye


tomando del ello la energía necesaria para identificarse con los objetos
elegidos por el ello, realizando así un compromiso entre las exigencias
pulsionales y el ideal del yo, y confesando su naturaleza de síntoma. Es
decir, esto implica, al mismo tiempo, el carácter fundamentalmente
narcisista de la identificación y la necesidad de encontrar para el ideal
del yo un estatuto que lo distinga radicalmente.
La identificación en Lacan. Es notable que el término identificación sea
retomado por Lacan desde el principio de su reflexión teórica puesto que
la tesis concerniente a la fase del espejo (1936) se ve llevada a
concluir en la asunción de la imagen especular como fundadora de la
instancia del yo.
El yo ve así asegurado definitivamente su estatuto en el orden
imaginario. Esta identificación narcisista originaria será el punto de
partida de las series identificatorias que constituirán el yo, siendo su
función la de «normalización libidinal». La imagen especular, finalmente,
formará para el sujeto el umbral del mundo visible.
Sólo mucho después Lacan introducirá la distinción esencial entre yo
ideal e ideal del yo, necesaria para una lectura coherente de Freud, ya
que la proximidad de las dos expresiones enmascara muy fácilmente su
naturaleza fundamentalmente diferente, imaginaria para la primera,
simbólica para la segunda.
Pero sólo con el seminario enteramente dedicado a la identificación
(1961-62), Lacan intenta hacer valer las consecuencias más radicales de
las posiciones de Freud.
La identificación se considera allí como «identificación de
significante», lo que su oposición a la identificación narcisista permite
situar provisionalmente. La verdadera cuestión, y que se plantea desde el
comienzo mismo, es decir cómo conviene entender cada uno de los dos
términos, identificación y significante. En la medida en que estamos
frente a algo fundamental en cuanto al ordenamiento correcto de la
experiencia, no nos sorprende que el procedimiento sea aquí de tipo
«logicizante». El significante está en la lengua en el cruce de la
palabra y del lenguaje, cruce que Lacan llama «lalengua» [«lalangue», un
poco en parodia del diccionario Lalande, y sobre todo para distinguir el
idioma encarnado en los hablantes de la lengua de los lingüistas], El
significante connota la diferencia en estado puro; la letra que lo
manifiesta en la escritura lo distingue radicalmente del signo.
Ante todo conviene recordar, sin lo cual la elaboración de Lacan sería
imposible o insostenible, que el sujeto resulta «profundamente modificado
por los efectos de retroacción del significante implicados en la
palabra». Como lo propone Lacan, hay que partir del ideal del yo
considerado como punto concreto de identificación del sujeto con el
significante radical. Por el hecho de que habla, el sujeto avanza en la
cadena de los enunciados que definen el margen de libertad que se dejará
a su enunciación. Esta elide algo que no puede saber, el nombre de lo que
es como sujeto de la enunciación. El significante así elidido tiene su
mejor ejemplificación en el «rasgo unario», y esta elisión es
constituyente para el sujeto. «Dicho de otra manera, si alguna vez el
sujeto, como es su objetivo desde la época de Parménides, llega a la
identificación, a la afirmación de que es lo mismo pensar que ser, en ese
momento se verá él irremediablemente dividido entre su deseo y su ideal».
Queda así constituida una primera morfología subjetiva que Lacan
simboliza con la ayuda de la imagen del toro, donde el sujeto,
representado por un significante, se encuentra en posición de
exterioridad con relación a su Otro, en el que quedan reunidos todos los
otros significantes. Va a poder inaugurarse entonces, bajo el efecto del
automatismo de repetición, la dialéctica de las demandas del sujeto y del
Otro, la que incluye de entrada al objeto del deseo.

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