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proyecto editorial
FILOSOFÍA
[h e r m e n e i a 1
directores
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Mariano Álvarez Gómez
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A Saturnino Álvarez Turienzo, en la búsqueda común de un tiempo mejor.
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Prólogo
1 Introducción
2.3. Poder ser y poder hacer. Insuficiencia de los sujetos individuales. ¿Quién hace
la historia?
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3.1. Conexión de los diferentes modos del saber histórico con la temporalidad
3.3.1. El presente como olvido y como memoria del pasado; como anticipación y
como elusión del futuro
3.3.2. El pasado como mero pretérito, como remanente y como potencial futuro
3.4.1. Despresencialización
3.4.2. Crítica del historicismo. Revisión de las tres clases de historia propuestas por
Nietzsche
4 Configuración de la historicidad
4.2. Modalidades básicas del acontecer desde la perspectiva del presente histórico
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4.2.3. Lo posi-
Bibliografía
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e las palabras queda con frecuencia, a falta de un significado claro y preciso,
lo que simplemente sugieren. A la palabra historicidad, que desde el siglo XIX se utiliza
con desigual fortuna, asociamos varias cosas; en primer lugar la idea del cambio de todas
las grandes cuestiones que directa o indirectamente afectan al hombre. La forma de
entender la vida, el significado y alcance de la verdad, la concepción del arte, la religión y
el sentido que a ella va unido o el modo de ejercer la política han pasado por tantas y tan
profundas transformaciones, sobre todo en los dos últimos siglos, que al fin se puede
llegar a pensar que el cambio afecta no sólo a estas o aquellas manifestaciones, sino a la
realidad humana en lo que esencialmente la constituye.
La aparición del término historicidad tiene que ver en parte con este fenómeno, más
concretamente con la forma en que las transformaciones, inducidas en buena medida por
la acción del hombre, revierten en su propio modo de ser. Sin embargo, en paralelo a
estos cambios ha discurrido otro fenómeno, no tan llamativo pero no menos importante
por su índole y por sus efectos. El hombre, además de producir y sufrir hondas
transformaciones, las ha ido interiorizando y como consecuencia ha ido profundizando en
el conocimiento de sí mismo. Esto viene ya de antiguo: "Muchas cosas asombrosas
existen y, con todo, nada más asombroso que el hombre", dice Sófocles por boca del
Coro en Antígona. Lo que ante todo provoca asombro es "la destreza que el hombre
encamina unas veces al bien, otras veces al mal". Lo que acontece, especialmente el paso
de la Edad Moderna a la Contemporánea, son transformaciones, llevadas a cabo sobre
todo por esa destreza humana, que no son comparables ni en cantidad ni en calidad a
aquellas de que habla Sófocles, tampoco obviamente en lo que al mal se refiere. Cuanto
mayor es el asombro del hombre ante sí mismo, tanto más insistente es la pregunta que
él se plantea: ¿qué es el hombre? Ello quiere decir que, a la vez que concernido por los
cambios, el hombre se reafirma tanto más en su propio ser. El proceso histórico, que en
todo caso representa un paso del hombre hacia delante, es simultáneamente un paso
hacia el fondo de sí mismo. Lo transitorio, que implican los cambios, va unido a lo
imperecedero de lo que es un "sí mismo" permanente; lo que una y otra vez se revela
como diferente es inseparable de lo siempre idéntico.
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su marcha, sin que los individuos, implicados en ella y afectados por ella, puedan hacer
nada por modificar, y menos aún por detener su curso. Es como si el hombre tuviera la
necesidad de hacer historia y como si, esto supuesto, dadas de antemano las
circunstancias en las que se encuentra, no pudiera sino llevar a cabo lo que viene
prescrito en la lógica misma de los acontecimientos. Es cierto sin duda que el peso de la
historia sobre los individuos ha existido desde siempre y que su influencia sobre lo que
éstos piensan y hacen es, en determinados aspectos, cada vez mayor. Pero no es menos
cierto, a su vez, que el carácter que tal influencia tiene está hoy en gran medida
determinado por el desarrollo científico-técnico, que tiene su origen en la propia actividad
humana.
Por esta razón el hombre se sabe y se siente, cada vez en mayor medida,
responsable, no ya de aquello de lo que él es agente de forma inmediata -lo cual es
obvio-, sino también de aquello que simplemente le acontece. Cada vez es menos
convincente el recurso al poder del destino, porque cada vez es mayor la conciencia que
el individuo tiene de su responsabilidad en lo que es el curso de los acontecimientos
históricos. Todo acontece como si él no existiera, puesto que la historia le precede y
seguirá su curso, cuando él haya dejado de existir. Pero nada en la historia es,
simultáneamente, posible, ni tan siquiera pensable, al margen de la acción de los
individuos, singulares y concretos, revestidos de su biografía y protagonistas insustituibles
de su propia vida.
Por último, la capacidad que ha llegado a adquirir hoy el hombre para objetivar
cuantas cosas le salen al paso le ha llevado a hacer lo propio no sólo con los
acontecimientos históricos, sino con la interpretación de los mismos. De ahí se pasa
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fácilmente a considerar la historia como un juego en el que las piezas se ajustan en cada
caso en función de los intereses del momento. Es cierto que las interpretaciones de la
historia varían en razón del cambio de perspectiva, condicionado por la misma historia y
porque ésta, debido a su complejidad, representa un fondo inagotable de posibilidades.
Pero lo que no se puede eludir es el hecho de que los acontecimientos se producen en un
tiempo determinado, que posee siempre en cada caso una estructura necesaria, que
forzosamente impone límites al "libre juego" de la fantasía. Por esta razón, entre otras, es
insustituible la labor rigurosa del buen historiador.
Estas cuestiones, y otras afines, nos han hecho ver la conveniencia de abordar el
tema de la historicidad mediante el recurso a las categorías propias del pensamiento, de
acuerdo con la interpretación que en cada caso demandan los acontecimientos mismos.
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i.i. Historicidad e historia
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Con los hechos se relaciona en cuanto que, al considerarlos, estamos presuponiendo de
una u otra forma, no sólo que provienen de otros, sino que en sí mismos son portadores
de un significado, y en ese sentido poseen su propia peculiaridad y consistencia, así como
que se proyectan en otros acontecimientos e influyen en ellos. Historicidad es el concepto
que polariza las diferentes perspectivas con que se nos presentan los hechos. Es decir,
bajo historicidad entendemos aquello en virtud de los cual los hechos son lo que son,
provienen de otros y a su vez, por cuanto son lo que son, poseen algún tipo de influencia
en lo que va a acontecer después.
Además, estos diferentes aspectos tienen una marcada individualidad. Pues los
hechos históricos, lejos de provenir de otros hechos de un modo genérico, provienen de
hechos que tienen una singularidad insoslayable, sin que quepa la escapatoria de que
puesto que esto tiene lugar y es así respecto de todo tipo de proveniencia, no podemos
eludir el carácter genérico; no cabe tal escapatoria, porque si bien los hechos son siempre
éstos y por tanto a todos ellos se les aplica el concepto de un "esto", lo que en cada caso
ha acontecido es diferente de cualquier otro aconteci miento. Por tanto, el acontecimiento
que proviene de los anteriores es también diferente.
Nos encontramos así ante una perplejidad o si se quiere ante un enigma, pues para
decir algo de los hechos ponemos en juego su proveniencia y, por otra parte, al ser los
hechos netamente diferentes de cuanto los precede, no se pueden explicar en razón de
esos precedentes. El enigma está en que, al referirnos a los hechos nos es obligado volver
la mirada a aquello de donde provienen y, al mismo tiempo, percibimos que se resisten,
en razón de su propia individualidad, a dejarse explicar por lo que les precede. Y esto
mismo puede decirse, si se supone que, en su proyección sobre acontecimientos
venideros, los hechos van a tener este o aquel efecto, claramente determinable. Si se
mantiene el mencionado criterio de la individualidad, no podremos predecir cómo van a
repercutir en los venideros los hechos del pasado o del presente.
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El ejemplo que puede proponerse en este caso es lo que tiene lugar en la relación
entre padre e hijo. Sin el padre el hijo ni existiría ni tendría tampoco estas o aquellas
características, tanto que ni siquiera tiene sentido preguntarse cómo sería esa persona si
su padre o su madre fueran otros. Carece de sentido, porque estaríamos hablando de otra
persona. Salvadas las diferencias y las distancias, esto es aplicable a la relación entre los
hechos históricos. Cabe decir incluso, sin que en ello haya contradicción alguna, que
ambos extremos se acentúan en este caso. Pues teniendo en cuenta que en el caso que
nos ocupa los factores son mucho más numerosos y variados, la complejidad es también
mucho mayor. Lo cual se traduce, por una parte, en que, al ser mayores las influencias,
cada hecho histórico es especialmente deudor de otros hechos históricos; pero por otra
parte, al tener que recoger en sí tal cantidad y variedad de influjos, forzoso es que, para
ser él mismo, tenga que poseer una individualidad tanto más acusada, sobre todo, porque
los hechos históricos presuponen la acción libre como factor primordial. El ejemplo antes
mencionado de la relación entre padre e hijo en el ámbito humano pone ya de relieve el
carácter irreductiblemente individual del hijo, no obstante ser esencial lo que le debe al
padre. Sin embargo, la conformación del hijo es un proceso biológico y por consiguiente
necesario. Los hechos históricos, por el contrario, en cuanto que se deben a acciones
libres, poseen una individualidad radicalmente acusada. Ciertamente ni existirían ni serían
lo que son sin aquellos otros hechos de los que proceden, pero bajo aquel aspecto según
el cual surgen de acciones libres, es como si aparecieran sin determinación alguna,
gratuitamente, desde el fondo de la nada.
Con ello hemos avanzado lo que entendemos por historicidad, en cuanto referida a
los hechos históricos, tal como lo hemos enunciado más arriba: aquello en virtud de lo
cual los hechos históricos son lo que son, provienen de otros y, a su vez, poseen algún
tipo de influencia en lo que va a acontecer después. Es por tanto, bajo este aspecto, una
suerte de principio inmanente a los hechos mismos. No se trata de un concepto abstracto,
dotado de caracteres determinados o perfiles definidos, que luego aplicamos a los hechos,
para hacer ver que responden a lo que aquel concepto postula. Historicidad son, en esa
dimensión a que nos estamos refiriendo, los hechos mismos, en cuanto dotados de una
estructura que remite a aquello de lo que provienen, poseen su propia consistencia y se
proyectan en otros hechos venideros.
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historicidad tiene una función determinada. Se distingue claramente de la historia en
cuanto narración de hechos, puesto que no se refiere a éstos. Su tarea no es captar,
catalogar, interpretar, etc. hechos determinados por más interesante y útil que le resulte
conocerlos, tanto más cuanto que en la vida ordinaria nadie puede prescindir de tomar en
consideración estos o aquellos hechos. La tarea de la historicidad como reflexión de
reflexión, tiene como objetivo aclarar las categorías que el historiador emplea para
interpretar los hechos.
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Otro aspecto que tiene que ver expresamente con la historia es el tiempo y su curso
según sus tres momentos consabidos de pasado, presente y futuro. Ni siquiera tiene el
historiador, dándolo por sabido, que hacerse cuestión del tiempo ni de su implicación en
los hechos históricos. Le basta con saber y dar por supuesto que los hechos acontecen en
el tiempo y que esto no es banal, sino que tiene una gran importancia, tanta que no se
pueden considerar los hechos pasados como si estuvieran ocurriendo en el presente y
menos aún tiene sentido forzar aquellos y trasladarlos a la situación actual. Para saber
esto no es necesario más que dejarse llevar por el sano ejercicio de la razón. Menos aún
necesita el historiador entrar en la ardua discusión de la relación entre temporalidad e
historicidad, que por lo demás es un problema apenas esbozado en la segunda mitad del
siglo XIX y ampliamente desarrollado en el siglo XX.
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todos nos importa en este asunto son los hechos históricos, a los que es posible acceder,
con más o menos éxito, mediante rigurosos métodos científicos. Aquí no disponemos de
esa "cientificidad", porque ni nos ocupamos de los hechos como tales, en la forma en que
de ellos se ocupan los historiadores, ni tampoco nuestra reflexión se centra en las teorías
con que aquellos construyen su interpretación, aunque una teoría de la historicidad de
una u otra forma está mediada por ellas, pues también aquí importa la referencia a los
hechos históricos, sobre los cuales los historiadores ponen abundantes interpretaciones a
nuestra disposición. Se confluye en un mismo lugar, pero el camino que lleva a él es
diferente en ambos casos.
Tanto en su referencia a los hechos mismos como en su ocupación con las aportaciones
de los historiadores, la teoría de la historicidad va buscando algo que no es aprehensible,
puesto que lo que intenta desvelar no son los hechos mismos ni las diferentes historias,
sino las condiciones de posibilidad tanto de aquellos como de estas. En definitiva, es lo
que siempre ha acorrido con el objeto de cualquier consideración filosófica, el cual es
real, incluso sumamente real, pero no está a la vista y en ese sentido no es inmediato
para nosotros; y como condición de posibilidad de la historia en cuanto narración
interpretativa de los acontecimientos, la Teoría de la historicidad, en su función de
exponer las categorías en que a priori se apoya aquélla, tiene que ver con algo próximo,
tanto que por ser previo a la acción de historiar los acontecimientos, no lo tenemos a la
vista. Con razón se puede decir de ese objeto inaprehensible de la teoría de la
historicidad lo que del objeto de la filosofía primera dijo Aristóteles: que es algo siempre
buscado y siempre objeto de duda (Aristóteles, 1990: VII, 1; 1028 b, 3, 323). Esto
mismo lo expone con especial precisión Hegel que, entre otras cosas, es tal vez el mejor
comentarista de Aristóteles:
Todas las demás ciencias distintas de la filosofía tienen objetos tales que
son admitidos de forma inmediata por la representación y debido a ello son
también presupuestos como aceptados al comienzo de la ciencia, al igual que
las determinaciones, consideradas como exigidas en el proceso ulterior, son
tomadas de la representación.
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plantas, etc.; es decir, estas cosas están aceptadas por la representación como
existentes; a nadie se le ocurre dudar del ser de tales objetos y exigir que desde
el concepto se demuestre que tiene que haber, en y para sí, magnitud, espacio,
etc., enfermedad, el animal, la planta... El comienzo de la filosofía tiene, por el
contrario, la incomodidad de que su objeto está por de pronto sujeto a la duda
y a la disputa, 1. según su contenido, puesto que, si ha de ser presentado no
sólo a la representación, sino como objeto de la filosofía, no se encuentra en la
representación, incluso es opuesto a ella según el modo de conocimiento, y el
repre sentar debe ser trascendido más bien mediante la filosofía. 2. Según la
forma, el objeto está expuesto a la misma perplejidad, porque al comenzar es
un objeto inmediato, pero según su naturaleza es de tal índole que se debe
exponer como algo mediado y debe ser conocido mediante el concepto como
necesario, y al mismo tiempo no pueden ser presupuestos como conocidos el
modo de conocimiento y el método, pues su consideración cae dentro de la
filosofía misma (1960: § 1-3, 19-21).
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En esto, por más que se precisen los métodos y se especialicen las escuelas, por más
también que se contrasten opiniones y corrientes, no va a lograrse nunca unanimidad en
los criterios y menos igualdad de resultados.
Previamente nos hemos referido por separado a los dos aspectos de los que se ocupa la
teoría de la historicidad: los hechos mismos por una parte y las categorías con que los
pensamos por otra. En la formulación que acabamos de hacer ambos aspectos van
unidos. Y es que en efecto lo están. Pues si nos referimos a los hechos es en cuanto que
los pensamos y, al pensarlos, nos servimos de determinadas categorías. Son aspectos sin
duda distintos, puesto que, supuesta la existencia de acontecimientos, podemos pensarlos
o no, al igual que podemos referirnos a ellos de una forma diferente a la que implica el
pensamiento filosófico, por ejemplo, mediante la poesía, o podemos, como es habitual,
referirnos a ellos en los términos exigidos por la Historia y no mediante las categorías que
intenta exponer la filosofía.
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hechos.
Esto nos sitúa ante una idea que viene siendo patrimonio común de la filosofía desde
sus comienzos: la identidad de pensamiento y ser. Lo mismo es el pensar y aquello por
razón de lo cual es el pensamiento, afirma Parménides (Fr. 8, 34, en Diels 1964: II, 238).
En su aplicación al tema que nos ocupa, esto significa que aquello que podamos pensar
con sentido sobre los acontecimientos se ajusta forzosamente a lo que postulan las
normas o categorías de la acción de pensar dichos acontecimientos. Por lo cual, lo
pensado, es decir, el resultado de tal acción, en cuanto que expresa aquello por razón de
lo cual es el pensamiento, es idéntico al ser de lo pensado en cuanto pensado.
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plantear las cuestiones, cuyo desarrollo se propone un teoría de la historicidad.
Tomando pues como punto de partida el acontecer, la primera pregunta que se plantea
por sí misma es cómo surgen los acontecimientos. Se trata, en general, de
acontecimientos que, atendiendo a su origen, son humanos, fruto de acciones humanas.
De momento no restringimos la pregunta a esos acontecimientos que, por su importancia
y alcance, suelen ser considerados como objeto de la historia, prescindiendo de los
criterios que se aplican a la hora de hacer esa distinción. En cualquier caso, por
importantes y excepcionales que sean los acontecimientos, caen dentro de la pregunta
general aquí planteada, puesto que también ellos son resultado de acciones humanas de
forma tan radical que si tales acciones no existieran, tampoco existirían los
acontecimientos en cuestión.
A primera vista parece que el sujeto de esas acciones son siempre individuos y según
eso el origen de los acontecimientos habría que buscarlo en ellos. Pero esto, que en un
primer momento parece obvio, no está exento de sus dificultades. Sin los individuos no
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hay ciertamente historia y en ese sentido la pregunta por el origen de los acontecimientos
lleva espontáneamente, en un primer momento, a considerar a los individuos como los
verdaderos sujetos de la historia. Sin embargo, a poco que se reflexione, se percibe que
esto es problemático, pues los individuos, simplemente como tales, es decir, distintos y
aislados unos de otros, no existen. Existen siempre en relación con otros individuos y, en
mayor o menor medida, como dependientes de ellos o como proyectándose en ellos, en
definitiva como formando grupo con ellos, constituyendo una comunidad más o menos
amplia. Los individuos pertenecen por lo general a un pueblo, son miembros de una
nación, etc. A esto se añade una consideración igualmente elemental. Con independencia
de cómo hay que considerar a los individuos para que sean válidamente considerados
como sujetos de la historia, es innegable que no simplemente generan o producen
historia, sino que se encuentran ante una historia ya constituida, lo cual no es sólo una
fuente de posibilidades para ellos, sino también un factor determinante que hace que su
acción forzosamente se oriente de una forma concreta, sin que esto prejuzgue si el
individuo es o no libre y en qué medida lo es.
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Lo que es transitorio no puede ser conocido por demostración; no puede
ser objeto de ciencia; puede únicamente ser un asunto de `áisthesis", de
percepción, mediante la cual la sensibilidad humana capta el momento
fluyente, en cuanto fluye. Y es esencial para el punto de vista griego que esta
percepción sensible momentánea de cosas que cambian de momento en
momento no puede ser una ciencia o el fundamento de una ciencia
(Collingwood, 1961: 21).
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la diferencia que pueda sugerir la utilización de ambas denominaciones. Si atendemos al
objeto, los hechos históricos, esas denominaciones englobarían todos los
acontecimientos, cuya existencia se debe a la actividad humana. Es decir, nos estaríamos
refiriendo al conjunto de acontecimientos humanos. Si atendemos a la disciplina misma
estaríamos pensando en la narración de esos mismos acontecimientos, por supuesto sólo
de aquellos que son considerados como más significativos según sean los puntos de vista
que se adoptan como criterios. Existe además de esta historia universal, una historia
particular - más bien habría que hablar de un número indefinido de historias particulares -
que hace referencia a los acontecimientos de un sector determinado dentro de la historia
universal, a los acontecimientos que circunscriben la Historia de un Pueblo, de una
Nación, de un Estado, etc.
Existe pues una historia universal y hay infinitas historias particulares. Sobre el
carácter apriorístico que esto tiene, pese a su diversidad aparentemente inabarcable,
diremos luego algo. Digamos antes que, además de la historia universal y la historia
particular, existe también - háblese de ella o no - la historia singular, que a su vez puede
entenderse en un doble sentido. Según el primero de ellos, la perspectiva es la misma que
la de la particularidad que incluye una pluralidad indefinida, pero vista reflexivamente
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bajo el punto de vista de lo que tal realidad particular representa en la construcción de la
universalidad misma, así como recíprocamente también bajo el punto de vista de la
forma como la universalidad se hace presente en la particularidad. Pues es obvio que lo
particular no puede concebirse como existiendo al margen o con independencia de lo
universal. Esta consideración viene sugerida por el propio Kant que caracteriza la
categoría de totalidad, que está en correspondencia estricta con los juicios singulares,
como la pluralidad considerada como unidad (Kant, 1956: B 111, 122). Esto es
importante por lo siguiente. La unidad o universalidad es vacía si no se la ve como
diversificada en una serie de manifestaciones o dimensiones particulares, pero éstas a su
vez se nos revelan como inconsistentes si no están enraizadas en la unidad o
universalidad. Cabe decir que ésta es una consideración monadológica, en cuanto que
cada historia particular es vista como reflejando y haciendo presente en sí a la propia
historia universal.
Pero hay otro sentido de la historia singular, menos tenido en cuenta, pero no menos
importante. La consideración se refiere en este caso a sectores particulares, que respecto
de los individuos en su significado estricto son universales. El pueblo español, por más
particular que sea en el conjunto de la historia universal, es un contenido universal,
común, respecto de los individuos, de los españoles que integran ese pueblo español. La
consideración se refiere a los individuos en el sentido más estricto, como personas de
carne y hueso en expresión tan reiterada por Unamuno. Son además todos ellos
verdaderos protagonistas de la historia, pues sin su acción, en la casi totalidad de los
casos silenciosa y anónima, la historia misma no existiría, más aún, carecería de toda
sustentación y de cualquier sentido. Estaríamos pues ante una radicalización del sentido
anterior. Recordando la caracterización kantiana, totalidad sería no simplemente la
pluralidad de dimensiones o aspectos parciales considerada como unidad, sino la
pluralidad ilimitada e inabarcable de individuos, que con su acción ininterrumpida tejen y
destejen permanentemente lo que llamamos la historia.
¿Por qué razón son categorías a priori las que acabamos de mencionar? Si las
anteriores lo eran porque vienen exigidas desde la lógica interna del acontecer, este
segundo grupo de categorías se desprende del objeto en que se sitúa el acontecer. Las
categorías a priori son categorías necesarias, y teniendo en cuenta que el acontecer afecta
al hombre como tal, los tres niveles que acabamos de distinguir, lejos de responder una
simple catalogación metódica, expresan una exigencia a priori y por tanto necesaria de la
consideración de lo histórico y sus acontecimientos. La historia tiene que ser universal
porque versa sobre el hombre que, como tal, se reconoce a sí mismo en todo lo que es
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humano, sea como efecto de la acción del hombre, como expresión de su modo de vida,
o de la decidida afirmación, consciente o inconsciente, de la voluntad de permanencia.
Atapuerca, por ejemplo, tiene, al margen de la propaganda o de otros intereses
coyunturales, una connotación específica que sería inútil buscar en otro tipo de hallazgos.
Percibimos oscura, pero certeramente, que en lo que fueron e hicieron nuestros
antepasados, por más remotos e irrecuperables que nos resulten sus modos de vida, están
prefiguradas cosas que tienen que ver con nuestro destino. Las pinturas que dejaron
grabadas los guanches en sus cuevas nos interesan porque no podemos por menos de
considerarlas como algo nuestro.
Tiene razón y peso la opinión del clásico: Homo sum: humani nil a me alienum puto
(Terencio). Lo cual está en la línea de la afirmación de Hegel: "Este [hombre] singular es
todos [los hombres] singulares" (Hegel, 1987: 255 y s.). En segundo lugar historia
universal es ipso facto, en razón de su finitud, una historia particular. Es la misma en
todo tiempo y lugar y por eso es universal, pero justamente en cuanto que forzosamente
ha de realizarse en un tiempo y lugar, no puede ser nunca lo mismo y sólo puede
constituirse en cada caso como algo que tiene un sello particular y único, y por tanto
irrepetible en rigor. Y si son individualizadas, en el sentido de únicas e irrepetibles, todas
las historias particulares, con más razón lo serán las historias singulares en el sentido
últimamente expuesto. Pues los individuos concretos, en cuanto sujetos agentes y
pacientes de la historia, en cuanto personas que viven su propia historia, a veces con
indiferencia, en ocasiones con emoción y en otras con tristeza o con indignación, son el
fundamento sobre el que la historia sin más, tanto la general como la particular, se
construye, los múltiples ejes que la hacen girar y que generan los grandes cambios de la
misma. La mayoría de esas cosas son silenciadas por las grandes historias, porque
tampoco es posible reproducirlas, pero están ahí y son determinantes. Y ya es bastante si
el historiador nos recuerda su existencia y nos hace llegar su aliento.
Las categorías mencionadas, que tienen que ver con el origen o existencia de la
historia, sea bajo el aspecto de la cualidad o más bien el de la cantidad son, no obstante,
caracterizaciones extrínsecas que representan una cierta aproximación al significado de
los acontecimientos históricos, en cuanto que señalan al lugar y al ámbito en que se
hallan los acontecimientos. Nos fuerzan a preguntarnos por el constitutivo de los
acontecimientos, pero no nos lo manifiestan.
Para acceder a ese constitutivo tenemos que responder a las siguientes cuestiones: de
qué elemento o materia está hecho lo histórico, los acontecimientos mismos; y respecto a
la historia, en cuanto narración del acontecer, con la determinación de ese elemento
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estaría igualmente dado el horizonte desde el cual nos podemos aproximar a lo que
constituye los acontecimientos. Desde siempre - no sólo desde que lo mencionara
Aristóteles (cf. 1990; VIII, 1, 1042 a-b; 410-414) - aquello de que una cosa está hecha -
tal es la caracterización más elemental de la materia pertenece a la esencia de la misma
cosa. La respuesta que podemos adelantar aquí a esta primera pregunta y cuya verdad se
hará manifiesta, en su momento, a lo largo de la exposición, es que el tiempo es el
elemento de la historia, de los acontecimientos y que, en consecuencia, el horizonte para
acceder a su significado, desde una perspectiva estrictamente filosófica no puede ser otro
que el que venga postulado por la relación entre las tres dimensiones temporales de
pasado, presente y futuro.
Una cosa en apariencia tan frágil y fugitiva como el tiempo pudiera en algún
momento inducir a creer que hay un margen muy amplio para concebir los
acontecimientos que se han ido gestando en el devenir. Nada más ajeno a la realidad.
Hay otras muchas cosas que se pueden cambiar: se puede desviar, al menos
parcialmente, el curso de los ríos, desplazar de algún modo las montañas (basta pensar
en el hecho portentoso de Las Médulas). Y sobre todo se pueden llegar a destruir muchas
cosas que parecían indestructibles. El tiempo, en cambio, como uno de los modos
esenciales de la naturaleza misma, es intocable; y con el tiempo también la historia, en
cuanto está hecha de aquel. Por otra parte, el hecho de que el propio tiempo imponga un
rigor en su concepción va unido a una considerable riqueza y variedad en la implicación
de las diferentes dimensiones histórico-temporales. Ya bajo una simple y elemental
consideración aparece claro que el pasado histórico tiene un peso sobre el presente, como
a su vez que el presente anticipa en alguna manera el futuro, a la vez que una
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determinada expectación ante el porvenir hace que tengamos un cierto protagonismo en
los acontecimientos ya antes de que éstos tengan lugar. Por la lógica del acontecer
mismo. Pero además esto permite un juego de posibilidades, tan variado como riguroso,
en la narración.
Sea como fuere la forma que reviste la continuidad en la historia, habrá que dar
razón de los cambios que tienen lugar en el complejísimo proceso de los acontecimientos,
es decir, habrá que hacer referencia a los factores que los producen. Con lo cual estamos
enfrentados una vez más con lo que representa el principio de causalidad, se utilice o no
esta expresión. A menos que se mantenga, contra toda lógica, que los acontecimientos
surgen de la nada o se dé por válido que nunca hay ni puede haber nada nuevo bajo el
sol, será preciso pensar que todo acontecimiento tiene una causa - o un complejo de
causas - correspondiente. Como entendemos que la historia es un asunto humano, lo más
obvio parece ser pensar que la causa de los acontecimientos históricos hay que buscarla
en la acción humana. Pero ¿es esto tan obvio? Cada acción humana - con el efecto
correspondiente - se diluye ante nuestra mirada en el mar inabarcable e insondable de
otras acciones, infinitas en número e incomprensibles en la serie de efectos y de
consecuencias, que generan.
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tampoco son separables de ella. Lo que, a veces sin pensar demasiado, tendemos a
identificar como simple acción humana, no es con frecuencia otra cosa que el precipitado
de una serie de circunstancias, donde tiempo y lugar, accidentes atmosféricos o
imprevisibles encuentros, hacen que lo que puede presentarse como resultado de factores
simplemente humanos, de hecho termine presentándose y haciéndose valer como algo de
signo muy diferente. Y sin embargo, se sigue hablando, contra toda evidencia racional, de
que tal y cual acontecimiento - no importa cuan grande sea su importancia - se debe
únicamente a una acción determinada. Así la historia de Roma y con ello del mundo se
habría debido a la decisión de César de pasar el Rubicón con sus legiones, o la batalla de
Waterloo la habría perdido Napoleón sólo porque aquel día se encontraba indispuesto.
Junto con la continuidad y la causalidad hay una categoría más en lo que se puede
considerar como estructura ontológica de la historicidad y que proporciona o expresa -
según sea la perspectiva bajo la que se considere - un vigor especial, incluso culminación
y sentido último. Leibniz y Kant nos enseñaron, cada uno de ellos a su modo, a
contemplar la realidad en general bajo el punto de vista de que todo está en todo. Kant
formula esta idea, en la tercera analogía de la experiencia: "Todas las sustancias se hallan,
en cuanto que son simultáneas, en una comunidad completa, es decir, en una acción
recíproca" (Kant, KrV A 211). En KrV B 256, precisa Kant, que se trata de "todas las
sustancias en cuanto que pueden ser percibidas como simultáneas en el espacio". La
referencia al tiempo está considerada únicamente como simultaneidad, pero ello es
resultado de la acción recíproca de las sustancias entre sí. Por tanto, si la acción
recíproca se da, no sólo bajo el aspecto de la simultaneidad, en definitiva de la presencia,
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sino en todo lo que implica el tiempo mismo, entonces la comunidad dinámica de los
acontecimientos entre sí se extiende a todos ellos.
Y tiene que ser así, no propiamente porque ello sea coherente con la concepción
kantiana, o se derive incluso de ella, sino porque viene postulado por la índole misma del
acontecer. Pues si como hemos indicado, el ser del acontecer no se puede desvincular de
su originación en otros acontecimientos, hablar de los acontecimientos en cuanto
condicionándose causalmente unos a otros, lleva en buena lógica a la idea de que
forzosamente tienen que formar entre sí una especie de comunidad. Y al contrario, si
vemos los fenómenos históricos desde el punto de vista de su distensión en el tiempo,
esto no tendría sentido sino en cuanto que unos influyen en otros y en razón de eso se
hacen presentes en ellos, es decir, en cuanto que en definitiva todos se hacen
efectivamente presentes en todos. Veremos, en conse cuencia, cuando nos ocupemos
explícitamente de ello, que la "globalización" viene exigida por el proceso de los
acontecimientos como tal. Esta "deducción", por el momento meramente provisional, de
las categorías que rigen la estructura ontológica de los acontecimientos habrá de ser
expuesta de forma concreta en su lugar.
Queda abierto además otro campo, también desde la perspectiva del tiempo, pero
ahora centrado en las categorías de la modalidad. A poco que reflexionemos nos salen al
paso estas categorías. Los acontecimientos históricos, en cuanto que ya han tenido lugar
y pertenecen por consiguiente al pasado son necesarios, puesto que no pueden ya no ser.
Sin embargo en sí mismos, como efecto de una acción humana, son susceptibles de ser
considerados como contingentes, como hechos que pueden tanto ser como no ser. Es
esta consideración la que le lleva a Kierkegaard a la reflexión siguiente, entre otras:
37
con precisión la índole modal de los acontecimientos pasados.
38
hechos, en cuanto que han acontecido ya, entran a formar parte necesaria de la realidad,
pues es imposible pensar que no hayan existido, incluso cuando han dejado de existir.
Pero el que estén afectados por la contingencia y por tanto, al tiempo que existen, en
trance de desaparición incita a considerarlos no simplemente en lo que son, sino al mismo
tiempo también, como material de construcción para otros acontecimientos en el futuro.
Éste es el signo trágico fundamental de todo cuanto acontece: que de un lado, por el
hecho de ser reivindica que se lo considere en lo que es y, de otro, su propio destino lo
lleva corriente abajo camino de su destrucción. Con lo cual uno forzosamente se
pregunta por el sentido del acontecer, una pregunta que incluye otra, que es previa: la de
si aquello que acontece es propiamente.
En relación con el sentido de la historia surgen varias cuestiones, que no tienen que ver
con las categorías, orientadas a determinar lo que son los acontecimientos, sino con su
razón de ser o su "para qué", con aquello por mor de lo cual el flujo del acontecer existe.
Es claro que se puede negar tal razón de ser, pero eso sólo se podrá hacer en buena
lógica si previamente se ha planteado la pregunta misma. Pues por de pronto vemos que
todo lo que nos rodea es para algo, tal vez, ante todo, para sí mismo: es o bien para
contribuir al ser de los otros seres o bien para reafirmarse a sí mismo y crecer en su
propio ser; que ostente un lugar neutro en la realidad, que sea para nada es algo que no
se compagina bien con nuestro modo de vivir y de sentir, y menos hoy, por cuanto el
pensamiento "ecológico" nos lleva por principio a fomentar el ser de todo cuanto existe.
Y aunque esto tenga, incluso exija, modos y grados de llevarse a cabo, lo que parece más
bien claro es que, si las cosas son para nada, lo que de ahí se desprende es su
deslegitimación y por tanto su arbitraria destrucción, puesto que simplemente estorban e
impiden que otras cosas sean.
Decimos "arbitraria' destrucción, porque el hecho de que las cosas caminen hacia su
desaparición por sus pasos contados es algo completamente distinto de que las cosas
queden reducidas a mero objeto manipulable. Y a la inversa, el hecho de que las cosas -
singularmente las que nos ocupan, los acontecimientos - pugnen como por salir a la
existencia, y no simplemente por perseverar en ella según la conocida expresión de
Spinoza: "Cada cosa, en cuanto está en ella, se esfuerza por perseverar en su ser" (1967:
111, 6, 272), es un indicio de que el ser mismo está dotado de sentido. Pues difícilmente
puede concebirse sentido mayor y más pleno que el consistente en la reafirmación del
propio ser. Ésta sería pues la primera cuestión, la relativa a la legitimidad de la pregunta
39
por el sentido. Por lo demás, la Filosofía de la Historia nace con concepciones que tienen
esta pregunta en el centro de sus consideraciones, como es el caso de Vico, Schiller y
Hegel. Pero de aquí se desprenden otras, que vamos poco menos que a enumerar
simplemente.
El dominio sobre las masas tornadas libres (es decir, sin suelo y egoístas)
tiene que ser erigido y mantenido con las cadenas de la "organización".
¿Puede, en este camino, lo así "organizado" crecer profundizando en sus
fundamentos originarios? ¿No sólo poner diques y encauzar lo masivo, sino
transformarlo? Tiene todavía esta posibilidad, en absoluto, una perspectiva [de
realizarse] a la vista de la creciente "artificiosidad" de la vida, que facilita e
40
incluso organiza esa "libertad" de las masas, el acceso discrecional de todo
para todos? Nadie debe infravalorar el hacer frente al incontenible desarraigo,
el ordenar detenerse; es lo primero que tiene que acontecer. ¿Pero garantiza
ello -y ante todo garantizan los medios, justamente necesarios para tal
proceder - también la transformación del desarraigo en un arraigo? [cursiva del
autor.]
Aquí se requiere aún otro dominio, uno [que está] oculto y retenido,
aislado y silencioso. Aquí tienen que ser preparados los venideros, quienes
crean nuevos sitios en el ser mismo, desde los cuales acontece de nuevo una
permanencia en la contienda de tierra y mundo.
No aducimos este texto, ni en general ningún otro, como exhibición de una opinión
autorizada que sea preciso seguir, sino por de pronto, como muestra de que las
reflexiones heideggerianas sobre la historicidad - al igual que cualesquiera otras si son
auténticas - no son elucubraciones abstractas al margen de la realidad. Reflejan por el
contrario una contienda en torno a la posibilidad de una verdadera orientación ante los
nuevos problemas, en cierto modo cada vez más graves que el desarrollo de la vida trae
consigo. Que la praxis es un elemento determinante es obvio, en un sentido reduplicativo.
Pues se da por supuesto, en este texto de Heidegger, que en las masas se ha operado ya
una profunda transformación, que él caracteriza como desarraigo (Entwurzelung), que es
preciso a su vez transformar en camino hacia un nuevo arraigo (Vrwurzelung). Dejemos
de lado esta metáfora, ya un tanto desgastada, tanto más, cuanto que, con independencia
de los resultados de esos programas de búsqueda de nuevas raíces, el hecho es que nos
encontramos ante un desarraigo global, mucho más amplio y radical de lo que pensara
Heidegger, ahora sí verdaderamente incontenible y que tiene su muestra inequívoca en
las emigraciones masivas de seres humanos. La referencia a Heidegger no pretende
entrar en los interrogantes que suscita su texto, sino sólo recordar que la praxis es un
tema insoslayable. Sin embargo, aunque como decíamos más arriba, ha sido la historia
misma, en una especie de vuelta sobre sí, la que por su propio despliegue ha suscitado la
cuestión de la historicidad como resultado de tener que cuidarse de la marcha misma de
los acontecimientos ante el peligro de una desviación irreversible, los problemas que
41
deben ser debatidos son en cierto modo los de siempre. Al igual que la praxis existió
desde siempre, mucho antes de que se teorizara a fondo sobre ella, la historicidad es
relativamente nueva como concepto, pero no como realidad.
2. Esto es preciso tenerlo en cuenta respecto de otra cuestión que conecta también
con la anterior. La praxis es ante todo trabajo y la producción consiguiente. Y de entrada
son las relaciones de producción las que mueven la historia. Pero esto pudiera distraer la
atención respecto de la situación concreta y terminar convirtiéndose en un asunto
abstracto, que se debate solo cuando en la sociedad se producen fenómenos que llaman
la atención. Aquí interesa más directamente un triple hecho que tiene que ver con la
praxis y con el trabajo.
En primer lugar lo que mueve al hombre, y con ello a la historia, de una forma
esencial, son sus intereses. Esto es algo tan claro como que el ser del hombre se
despliega en su actividad, que a su vez se orienta siempre por intereses bien
determinados. Por eso los intereses no son nunca algo sobrevenido o añadido al ser
humano, sino estrechamente vinculado con él. Hegel supo ver este aspecto:
No deja de ser llamativo que sea Hegel, que tanto acentúa el interés universal en sus
diferentes formas, quien de este modo subraye el carácter insoslayable del interés
particular. Curioso es además que incluso en los casos en que esto se admite en general
como válido para la especie humana, uno se resiste por lo común a reconocer que él
también actúa esencialmente por intereses particulares. Tal vez esto exija otro tipo de
explicaciones.
Una segunda nota, vinculada al papel de los intereses, es que estos generan
conflictos, de forma esencial, por tanto inevitable, y permanente. Que es así, lo sabemos
por la historia misma y por la experiencia. Y para evitar que nos podamos olvidar de ello
están los medios de comunicación, aunque éstos por lo general no nos ayuden apenas
42
nada a conocer las raíces de los conflictos, no por falta de capacidad sino porque la
precipitación les lleva a sustituir la frialdad y el rigor del análisis por la aplicación a
hechos concretos de esquemas ideológicos, que poco o nada contribuyen al
esclarecimiento de la verdad, o por el más simple prejuicio maniqueo a la hora de emitir
juicios.
Pero aparte de que la historia y la experiencia nos dicen mucho sobre esos conflictos,
tal vez haya que reconocer, guste o no, que son inevitables, incluso que son a priori
necesarios para que el hombre tienda a superar formas de vida en que tal vez se sienta
muy cómodo, pero en las que está expuesto al riesgo del anquilosamiento. La naturaleza
humana no parece estar hecha para estabilizarse permanentemente en unos mismos
ciclos de comportamiento que se repiten indefectiblemente como en cualquier otra
especie animal. En último término con la aparición de la modernidad parece que se ha
tomado conciencia de que el hombre está destinado a avanzar más allá de situaciones
establecidas. Otra cuestión es determinar si este avance representa un verdadero progreso
o no. Respecto de la índole del conflicto fue Kant quien ideó una de las más logradas
formulaciones:
43
ha de encontrar necesariamente con sus pretensiones egoístas, todos los
talentos quedarán eternamente ocultos en su germen, en medio de una
arcádica vida de pastores donde reí narían la más perfecta armonía, la
frugalidad y el intercambio de favores, de suerte que los hombres serían tan
bondadosos como las ovejas que apacientan, proporcionando así a su
existencia un valor apenas mayor que el detentado por su animal doméstico y,
por lo tanto, no llenaría el vacío de la creación respecto a su destino como
naturaleza racional [...]. El hombre quiere concordia, pero la naturaleza sabe
mejor lo que le conviene a su especie y quiere discordia (Kant, 1964d: 37-39;
c£ Roldán y Rodríguez, 8-10).
La lectura del texto de Kant nos lleva por el contrario a considerar que se trata de un
comportamiento que, además de necesario, es un bien en sí mismo. Y con todo no
dejamos de ver aquí un mal, por más agudo y profundo que nos resulte el ingenio de
44
Kant al justificarlo. Pues es obvio que del egoísmo -a través de esas formas de actuación
- Hegel va a dar un paso más allá de Kant y sin declarar como simples males esas
actuaciones, pero sin ocultar tampoco, por otra parte, que vienen acompañadas de toda
suerte de males, llega no simplemente a considerar empíricamente la existencia de estos o
aquellos males y a buscar en ese nivel la superación de los mismos, sino a plantear el
problema del mal y a intentar construir a partir de aquí una Teodicea (cf. Álvarez
Gómez, 2004: 143 y ss.).
Al menos habrá que reconocer que el planteamiento como tal está justificado, más
aún, es necesario si no es que el bullicio elevado a los cuatro vientos bajo el lema,
políticamente correcto, del fin de la metafísica, ha cercenado incluso el reconocimiento
de la metafísica como disposición natural, algo que Kant mismo, el crítico más solvente
conocido hasta ahora de las falsas pretensiones de aquella, considera como una
dimensión indeleble del ser humano. El planteamiento del problema del mal, más allá de
la actitud quejumbrosa ante toda suerte de males, responde a la aspiración, que debe
culminar en certeza, de que el mal no tenga nunca, ni siquiera allí donde es más radical,
la última palabra. Ésta es también la intención de Hegel al plantear el problema (cf. 1955:
80 y ss.). El bien que debe resultar de la existencia de un mal gobierno no es el mal
gobierno, sino la superación del mismo, lo cual debe suponer que se ha logrado instaurar
una situación, mejor que la que dio origen a aquél. Sirva este mero ejemplo para aludir al
marco intelectual en que se plantea el problema del mal.
Si preguntamos por lo que impulsa a los hombres a moverse y obrar en la historia tal
45
vez haya que responder con dos conceptos: la libertad y la justicia. El sentimiento de
justicia puede ser tan fuerte que lleve incluso al hombre a arriesgar su propia vida. Por
justicia entendemos - se ha entendido siempre - no sólo lo que está prescrito en las leyes
que emanan de la autoridad competente, Sin duda esto es válido y a nadie que tenga
buen sentido se le ocurrirá decir que sea lícito desobedecer la ley que prescribe pagar
impuestos. Pero esto no es suficiente. No lo es en general y menos aún en la historia.
Basta tener en cuenta que uno de los elementos más determinantes de su proceso han
sido las guerras entre naciones o estados, lo cual supone la existencia de normas
vinculantes contradictorias entre sí. Al margen de si hay o no guerras justas, hay una
cuestión previa. La justicia no puede estar representada por las partes contendientes,
cuando éstas son incompatibles entre sí. Pero la guerra también es un principio que tiene
un campo amplísimo y puede aplicarse a la relación entre padres e hijos, entre amos y
esclavos o entre gobernantes y súbditos, y todo ello tiene como móvil fundamental la
aspiración a lograr lo que es suyo.
Tal vez sea la lectura de los griegos, en este caso de los grandes trágicos, la que
despertó en Nietzsche el interés por la marcha justiciera de la historia, cuya fría
consideración nos enseña que su sentido no puede consistir en ajustarse a lo que
proponen y determinan los hombres. De ahí la permanente enseñanza de Antígona, quien
ante la pregunta de Creonte de por qué ella se había atrevido a transgredir los decretos
que prohibían dar sepultura a su hermano contesta:
No fue Zeus el que las ha mandado publicar, ni la justicia que vive con los
dioses de abajo la que fijó tales leyes para los hombres. No pensaba que tus
46
proclamas tuvieran tanto poder como para que un mortal pudiera transgredir
las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Estas no son de hoy ni de
ayer, y nadie sabe de dónde surgieron (Sófocles, 1981: 265).
Quien pretende que el sentido de la historia estriba en sus opiniones subjetivas está
juzgado de antemano. Verá sorprendido que el viento de la historia pronto las hace
desaparecer. Y sin embargo no nos podemos sustraer a la tarea, subjetiva en uno de sus
aspectos, de seguir buscándolo en algún lugar, fuera de nuestro horizonte inmediato.
5. Pero esto no significa que nos movamos en un terreno abstracto, lejano a los más
vivos y más inmediatos intereses humanos. La figura de Antígona nos sigue resultando
hoy más cercana que la de ningún legislador o gobernante, porque sus pala bras nos
señalan el camino para llegar a lo que las simples leyes no nos permiten descubrir. En su
aplicación más concreta esto tiene que ver con la aplicación a la historia de los conceptos
de totalidad y progreso. Este último ha sido criticado con razón si se pretende que todo lo
nuevo representa un avance positivo. Los dos últimos siglos prueban que la simple
instauración de la idea de progreso, que las más diversas tendencias han reivindicado
para sí, ha sido una verdadera catástrofe, justamente porque para nada se ha tenido en
cuenta lo que la justicia exige: la salva-guardia de los intereses de los individuos y la
comunidad de la que forman parte, los pueblos y las naciones, de aquellos intereses que
son además comunes a las naciones mismas en su mutua relación; en definitiva, de lo
que es una totalidad viviente y armónica, abierta al futuro y a la vez consciente de la
pervivencia de la tradición.
6. La realización de esa idea exige el poder bajo un doble aspecto. La realidad es, en
sí misma, poder. Bajo este primer aspecto el poder es un a priori de cualquier realidad,
que tiene en su "poder ser" la condición inmanente para ser, como magníficamente
expuso Nicolás de Cusa (cf. 1973: 4 y ss.). Pero es otro el aspecto que cuenta más en la
historia: la capacidad de perseguir objetivos comunes por parte de pueblos y naciones,
conjuntando intereses contrapuestos, así como de imponer, contra la opinión y
tendencias de los particulares, objetivos determinados. Como consecuencia de esta doble
función: proponer objetivos e imponer normas y acciones puede decirse, remedando una
conocida frase de Hegel, que nada grande se ha conseguido en la historia sin poder, y
tampoco nada grande se ha conseguido sin dolor, porque el poder fuerza a los individuos
a cumplir lo que en muchos casos se opone a sus propias tendencias, incluso a sus
derechos. Hay una obligada relación, con frecuencia muy tensa, entre poder y derecho,
pues por una parte el poder necesita el derecho para que aquél se pueda ejercer mejor,
pero por otra parte es necesario el derecho para poner límites a la arbitrariedad del poder.
47
Todo eso, que se admite fácilmente en el nivel de la política, no es válido sin más,
cuando de los acontecimientos históricos se trata. La historia que conocemos no ha sido
al parecer nunca ajena al ejercicio de un poder que contraviene derechos establecidos.
Pero es además la propia historia la que en muchos casos legitima ese tipo de
actuaciones.
En todo caso, sin embargo, ese poder que se establece violentamente ha necesitado
siempre, para establecerse, del propio derecho. Entre poder y derecho hay pues en la
historia una relación, que es a priori, puesto que no se puede pensar el poder sin un
derecho que lo legitime, como tampoco es pensable un derecho sin el poder que garantice
su realización.
7. Por último, dentro del apartado sobre el sentido de la historia es obligado hacer
referencia a la libertad. Hay, sin duda, diferentes formas de entenderla, pero está
presente, tanto en la modernidad como en la posmodernidad, igualmente como una
especie de apriori. La libertad viene exigida, por así decirlo, desde abajo y desde arriba.
Los individuos, protagonistas esenciales de la historia, reivindican para sí, cada vez en
mayor medida, determinados derechos, que garanticen su libertad e incluso fuerzan, si es
preciso, el reconocimiento de los mismos. Los estados, que detentan el poder, se
sustentan a su vez sobre el reconocimiento de las libertades y son ellos mismos, cada vez
más libres, en cuanto que se legitiman en nombre de la libertad y actúan por mor de la
misma.
Pero hay, aparte de esta reflexión inicial, dos aspectos que requieren especial
atención. De una parte la relación entre libertad y necesidad. Hegel lo formuló de un
modo inequívoco y paradójico a la vez:
48
tolerancia: diferencia, por cuanto objetivamente ha tenido lugar la mencionada
diferenciación; tolerancia, porque es la actitud que corresponde al reconocimiento de la
diferencia. Ambos aspectos han existido siempre, pero se han hecho valer, no por
casualidad, sobre todo en nuestros días. Tanto la existencia de la diferencia como su
reconocimiento, son un postulado de la libertad misma.
49
50
1 término "lugar" lo entendemos aquí en un sentido análogo al que emplea
Heidegger al referirse al lugar de la verdad:
51
lo otro, podemos en ambos casos hacer una pregunta ulterior. ¿A qué se debe que el ser
humano genere acontecimientos, en los que se ve objetivado a sí mismo hasta el punto
de que en todo o en parte interpreta su propio ser por referencia a tales acontecimientos?
E igualmente; ¿qué les lleva a los historiadores a formular enunciados perentorios sobre
el significado y el alcance de los mismos? Las preguntas tienen sentido. Pues podría
pensarse que el hombre desarrolla su actividad, sin otorgar a unos hechos más
importancia que a otros, e incluso sin otorgársela a ninguno, sin mostrar interés por dejar
huellas tras de sí.
Parece que no fue así. Los antepasados de las cuevas de Altamira pueden no haber
pensado nada especial cuando fueron haciendo las famosas pinturas. Instintivamente
llevaron a cabo algo importantísimo que ha servido para descifrar en parte sus hábitos de
vida y también para que nosotros nos admiremos de lo que el hombre, en una fase tan
primitiva, carente de todos los medios de que hoy dispone, es capaz de proyectar en su
fantasía. Y en lo que se refiere a la historia como narración interpretativa del acontecer,
el hecho por ejemplo, de que la "toma de Toledo", por parte de Alfonso VI, "el año
1085", sea un acontecimiento clave "en el proceso reconquistador", o que "la derrota de
las Navas de Tolosa (1212)" sea el "pórtico del derrumbe de todo el islam de la cuenca
del Guadalquivir" (Domínguez Ortiz, 2000: 62 y 64), pueden ser consideradas como
afirmaciones sólidas y autorizadas por parte de los expertos en Historia de España -
afirmaciones ampliamente compartidas por lo demás - pero dejan abierta la pregunta
acerca de la perspectiva que hace posibles estas valoraciones. Un historiador del islam
puede tender a valorar los hechos de modo muy diferente o simplemente a pasarlos por
alto.
52
suficiente.
De ahí que frente a modos de pensar inveterados nos encontramos a veces con
sorpresas. Tendemos a pensar por ejemplo que la consideración propiamente filosófica
de la historia es una aportación de la modernidad. Pero La Ciudad de Dios de Agustín es
ya una creación que no cabe considerar como meramente teológica, y ha dado pie a
consideraciones estrictamente filosóficas, como por ejemplo ha sabido ver K. U5with
(1959: 148 y ss.). Y más aún por su nitidez filosófica resulta el caso de Ibn Jaldun (1339-
1406), quien en su monumental obra Al-Muqaddimah defiende tesis muy similares a las
de Hegel, entre otras, que "los imperios, así como las personas, tienen su propia vida"
(Jaldun, 1977: 348 y ss.), o que "cuando la decadencia de un imperio se inicia, nadie la
detiene" (op. cit.: 526 y ss.). En un luminoso ensayo titulado "Abenjaldún nos revela el
secreto" destaca Ortega y Gasset, entre otras cosas, por una parte que desde su visión
cíclica y organicista - los pueblos y los estados son como seres vivos - el autor
norteafricano sería capaz de asumir, sin inmutarse a la vez que rebatir, las modernas
teorías sobre el cambio y el progreso, puesto que todo vuelve siempre a un mismo punto
que permanece inalterado; y por otra parte, tiene también claro que toda concepción de
la historia sólo posee sentido si descansa sobre una idea certera de lo que es la sociedad
(Ortega y Gasset, 1966: II, 672 y ss.).
53
ser considerado en este asunto:
Lo que se quiere decir cuando se habla del fin o muerte del sujeto es que, lejos de
ser él el protagonista de lo que hace, y muy especialmente de la historia, obedece a
sistemas que son previos al sujeto mismo, que en este sentido deja de serlo. La parte de
la verdad que hay en estas afirmaciones es que existen sistemas que poseen un peso
innegable sobre nuestras conductas. La tarea de la filosofía ha consistido siempre en
remontarse, más allá de las apariencias, a lo que es verdaderamente real. Y no es casual
que Foucault invoque como autoridad los sistemas del siglo XVII, que lo fueron
verdaderamente. Sin embargo, sus autores no sólo no olvidaron, sino que tuvieron muy
presente que cada cosa individual, y tanto más el hombre concreto, posee su propia
esencia (cf. Spinoza, 1967: III, prop. VII; Domínguez, 133). Leibniz no duda en
reconocer a cada individuo, junto con su inserción en el universo, carácter substancial:
54
dogmas, son presupuestos reales, de los que sólo se puede abstraer en la
imaginación. Son los individuos reales, su acción y sus condiciones de vida
materiales, tanto las que se encuentran previamente, como las producidas por
su propia acción. Estos presupuestos son pues contrastables por un
procedimiento puramente empírico. El primer presupuesto de toda la historia
humana es naturalmente la existencia de individuos humanos vivientes. La
transformación de la historia en historia universal no es una acción meramente
abstracta de la "autoconciencia", del espíritu del mundo o por lo demás de un
fantasma metafísico, sino una acción completamente material, empíricamente
comprobable, una acción de la que cada individuo proporciona la
demostración, tal como él vive y se relaciona, come, bebe y se viste. Y por
último "las circunstancias hacen a los hombres, al igual que los hombres hacen
las circunstancias (Marx, 1953: 346347; 365 y 368).
No se trata de entrar en una más bien estéril polémica sobre si Marx dijo una cosa u
otra, si bien es un tanto problemático que se le quiera convertir en un representante de
las tesis estructuralistas. Más bien, puesto que se pretende hacer de los individuos un
mero reflejo de las leyes que los preceden, bastaría preguntar qué pueden ser o
representar las leyes al margen de los individuos mismos, dónde están y cuál es su
estatus ontológico. Separar las leyes de los individuos, en que son efectivas, no pasa de
ser una trampa del pensamiento abstracto en un sentido negativo:
La ley no está [...] más allá del fenómeno, sino que está en él presente de
modo inmediato; el reino de las leyes es el reflejo tranquilo del mundo
existente o fenoménico. Pero más bien son ambas cosas una totalidad y el
mundo existente es él mismo el mundo de las leyes (Hegel, 1999: 131).
Las leyes están en los individuos y es la índole misma de éstos la que no es pensable
sin la presencia y eficacia determinante de las leyes, porque de otro modo se disolverían
en el caos. Aceptando que de la historia no tiene sentido hablar sin referencia a los
hombres que la sufren y protagonizan, ¿en calidad de qué actúa el hombre?
55
No se puede negar, en primer término, que los acontecimientos, lejos de sobrevenir
por sí mismos, son el resultado de la acción de estos o aquellos individuos. Podrá decirse
por ejemplo que el descubrimiento de América no es casual y que antes o después iba a
tener lugar y que en cualquier caso las circunstancias en que pudiera tener lugar tenían
que ser mínimamente favorables. Pero al fin quien descubrió el nuevo mundo fueron
Cristóbal Colón y los que le acompañaron en la empresa. Sabemos además que su acción
fue el fruto de una larga y concienzuda preparación en la que Colón tuvo que hacer gala
de sus conocimientos y de su ingenio hasta lograr el apoyo de la Corona de Castilla. Tan
vinculado nos parece ese hecho a la acción de un hombre determinado que podemos
imaginarnos, con sentido, qué habría podido ocurrir si no hubiera existido Colón o si él
no hubiera tenido interés alguno en la aventura de descubrir nuevos mundos, o si,
iniciado el viaje, hubiera sucumbido a las tormentas.
Es cierto que a posteriori es fácil decir que tales preguntas no tienen sentido porque a
la postre cuenta lo que de hecho ocurrió. Pero esto es tanto como eludir la cuestión a que
nos estamos refiriendo. A menos que se diga que todo está regido por un destino ciego y
que por tanto ocurrió lo que forzosamente tenía que ocurrir, si dirigimos la mirada a los
hechos en su desnudez, el papel de los individuos se nos antoja esencial. Tal vez Aníbal
había llegado en su proeza al límite de sus posibilidades y por eso su victoria en Cannas
no le fue tan provechosa. Pero también podemos imaginar que pudo muy bien haber
llevado su victoria hasta el final conquistando Roma, lo cual habría supuesto un curso
completamente diferente de la historia. Con ello no hemos rozado siquiera la cuestión de
si los individuos fueron libres o no para obrar de un modo diferente, o si por ejemplo las
circunstancias no daban más de sí. Tal planteamiento adolece a su vez de falta de
consistencia, porque las circunstancias que son relevantes para la acción de los individuos
no están constituidas al margen o con independencia de los propios individuos. Aquí es
válida la afirmación de Marx de que las circunstancias hacen a los hombres y los
hombres a su vez hacen las circunstancias.
El papel de los individuos nos parece tanto más relevante y esencial si tenemos en
cuenta la diversidad de estratos y niveles en que se mueve y agita la historia: el militar, el
social, el político, el económico o el religioso, por nombrar sólo algunos de los que son
considerados como muy importantes. En lo militar quien al fin detenta el mando es uno
sólo, aunque todos los demás sean necesarios. Como es sabido, Aristóteles se planteó la
cuestión de quién era más determinante, el ejército o el general y, desde la sensatez que
distingue al estagirita, opinó que este último (Aristóteles, 1990, Met., XII, 9, 1075a, 11-
15; 640). Las grandes y decisivas campañas militares que asociamos a la figura de julio
56
César entendemos que él no simplemente las representa, sino que las protagoniza con
pleno derecho. Su grandeza es de tal magnitud que incluso sus más decididos detractores
no pueden menos de reconocerla. Hume, que está convencido de que César perjudicó
mucho a las Islas Británicas, piensa que un argumento contundente a favor del poder de
la providencia divina habría sido que Dios hubiera suscitado una tormenta tal que, al
atravesar César y su ejército el canal de la Mancha, todos se hubieran ahogado. En el
extremo opuesto están por ejemplo Hegel, que ve en César a uno de los grandes
individuos de la historia universal, junto con Alejandro Magno y Napoleón (c£ Hegel,
1955: 100) y Ortega y Gasset, entusiasmado con la figura del gran político y general (cf.
Ortega, entre otros lugares OC, II, 499 y ss., 546 y ss.; III, 55 y ss.; IX, 96 y ss.).
Lo militar es una de esas dimensiones en las que más se puede cuestionar o debilitar
el papel del individuo. Así por ejemplo es muy fácil decir que la Segunda Guerra Mundial
no la podían ganar sino los aliados, y sobre todo los norteamericanos porque su poder
económico era enorme, infinitamente superior al que ostentaban los países del Eje. Sin
duda fue así, pero no sólo fue por eso, porque tampoco se trata de negar el papel activo
que tuvieron generales como Eisenhower o Montgomery. Por la parte contraria, pese a
que al final los alemanes se llevaron la peor parte, parece que nadie duda en reconocer el
valor de las campañas del mariscal Rommel en el Norte de África, algo que también da
que pensar en el sentido de que, en medio de tantos avatares negativos, puede haber algo
positivo digno de recordar por unos y otros. Por lo que se refiere a la Guerra Civil
española está resultando, al parecer, muy fácil silenciar, ignorar o simplemente negar la
dirección quien llevó a cabo la campaña hasta el resultado final, como si la guerra al fin
no la hubiera ganado nadie o incluso hubiera sido cosa de un destino ciego. Éste es uno
de tantos casos, relativamente frecuentes en la historia, en los que los hechos muestran
su rostro tan fijo como inamovible.
Pero el carácter individual que se advierte en el campo militar, aunque destaca sobre
todo en épocas de guerra, se puede proyectar también posteriormente a los tiempos de
paz, sobre todo si las guerras han sido duraderas. Tal vez esto se deba a que personas
que vivieron y protagonizaron la fase de la destrucción, tienen un sentido más justo de lo
que conviene a la hora de poner en marcha y de encauzar la reconstrucción. Algo debe
significar el hecho de que tanta gente les dé su confianza, como ocurrió por ejemplo en la
posguerra con Eisenhower y De Gaulle.
El peso de los individuos se deja notar muy bien en el campo de la política, sobre
todo cuando es necesario tomar decisiones importantes en momentos especialmente
difíciles que muy bien cabe considerar como de encrucijada histórica. En estos casos
57
queda muy arraigada e indeleble - al menos por mucho tiempo - la conciencia de que
tales acontecimientos están no simplemente asociados, sino unidos a lo que en su día
hicieron determinadas personas. De lo acontecido en España y de sus protagonistas a
partir de 1975 no voy a decir nada porque está ya casi todo dicho.
Hay una contradicción muy significativa en las ideologías políticas que proclaman
que cuentan no los individuos sino los programas, que emanan presuntamente no de
individuos, sino de entidades anónimas y sin rostro - como comité central, dirección
nacional o similares - y, como prolongación y actualización de esos programas, las
directrices del partido que los sustentan. La contradicción está en que luego esas mismas
58
organizaciones, que pretenden ser expresión de lo sistemático, caen en la aberración del
"culto a la personalidad", como tan reiteradamente se ha visto a lo largo del siglo XX y se
sigue viendo en nuestros días. La absolutización de un sólo individuo supone ciertamente
el no reconocimiento de todos los demás y la negación de su libertad, pero es significativa
porque es una muestra de que no se puede eludir de hecho la referencia básica al
individuo como tal. En un libro sobre Mao se lee acerca de que los individuos como tales
no cuentan, entre otras cosas:
Con "nuestro poder" se refería naturalmente a "su poder". Las frases inicial y final
del libro dan buena idea de los polos rigurosamente complementarios de la actividad que
aquí estaba en juego:
En otro libro sobre Mao, de orientación diferente, se pone de relieve que la ideología
no puede desconectarse de los individuos encargados de su ejecución:
59
conceptual determinada, por factores históricos y culturales, de un particular
actor histórico. El resultado del pro ceso podría conducir bien a una
convergencia, bien a una divergencia entre actores con una misma creencia
ideológica (Chen Jian, 2005: 29).
En relación con esto, nos encontramos con dos hechos de muy difícil explicación,
que son probablemente opacos y enigmáticos. De una parte, no es comprensible sin más
que en plena época contemporánea, a lo largo del siglo XX y cuando se suponía que el
hombre occidental había llegado a un grado de conciencia de sí mismo que le hacía
inmune a toda alienación radical, se haya dejado sojuzgar durante décadas y décadas por
regímenes totalitarios, que han supuesto la barbarie como forma de vida y de dominio.
Tal vez ese grado de conciencia no existía en realidad, tal vez la alienación existía y era
tan grande que los individuos no eran capaces de percibir su magnitud. O tal vez fueron
simplemente engañados por proclamas de partidos políticos que, una vez instaurados en
el poder, simplemente los esclavizaron. El poder que se erige en fin de sí mismo, ha
demostrado que dispone de medios para lograrlo, como son la "propaganda totalitaria", la
"organización total" y el "aparato del Estado":
60
ilimitado, aunque también la experiencia nos ha mostrado que ha sido la resistencia,
muchas veces silenciosa, de los mismos individuos, largo tiempo mantenida y transmitida
de generación en generación, la que en gran parte erosiona el sistema represor haciendo
que, al menos parcialmente, se restituya su protagonismo.
El otro aspecto sobre el que simplemente quería llamar la atención es el papel que en
este asunto pueden desempeñar los intelectuales. Uno piensa que el auténtico intelectual
debería tener a la vista dos cosas -y en relación con ellas todas las demás - por una parte
debiera ser por principio crítico frente al poder, tanto más cuanto que es bien conocido
que el poder tiene una cierta tendencia a invertir o pervertir su finalidad, convirtiéndose
de medio en fin; por otra parte, debiera tener muy presente el peligro permanente de que
los entresijos del poder dejen abandonadas y sin protección a las personas que más la
necesitan. Uno entiende que debería ser así. La experiencia pone de manifiesto que, muy
especialmente en Europa, ha ocurrido justamente lo contrario. Los intelectuales - o los
que se proclaman como tales-, lejos de adoptar una actitud crítica frente al poder, se
dejan fascinar por él y terminan siendo sus valedores. De esa fascinación es una muestra
el hecho de que los regímenes totalitarios han tenido a su servicio intelectuales que, so
capa de defender una revolución permanente, encuentran justificada la represión
sistemática de sectores enteros de la población. Como consecuencia termina perdiendo
toda credibilidad la supuesta veracidad del intelectual que, de defensor de la verdad, pasa
a convertirse en defensor de sus propios intereses, aun a costa de traicionar sus
convicciones iniciales (es en este aspecto de interés la lectura de Lévy, 1992: 209 y ss.,
357 y ss.).
61
Las acciones no dejan de ser individuales por el hecho de que sus efectos se
extiendan mucho más allá de lo que el propio individuo es capaz de prever y que el
mismo no asumiría, si las previera, y por tanto presumiblemente no actuaría o lo haría de
otro modo. En la expresión "radio de acción" se presupone que aquél puede ser mayor o
menor, pero nunca que el sujeto de la misma se llegue a difuminar por completo. El
adagio escolástico "actiones sunt suppositorum" - las acciones son de los sujetos - tiene
su peso, no obstante la serie de matizaciones que se pueden hacer y de restricciones que
sea oportuno tomar en consideración. El principio no es cuestionable, a menos que con él
quede desvirtuado también cualquier posibilidad de comprender lo que simplemente
acontece, pues si se insiste en que lo determinante son las estructuras o el sistema, basta
tomar en consideración el hecho obvio de que todo sistema, para que funcione, necesita
ser puesto a punto por individuos. Ni se puede remitir el significado de la acción a la
educación recibida cuando el sentido de la educación es entre otras cosas preparar al
educando para que asuma la responsabilidad por sus propias acciones. Negar esto es
poner en peligro a la persona concreta, de suyo ya bastante frágil, que quedaría
simplemente sometida a las vicisitudes del azar. No se favorece a las personas
eximiéndolas de sus responsabilidades. Y menos aún se favorece a la comunidad a la que
la persona pertenece, porque la comunidad es un organismo vivo, que queda afectado
por la debilitación de cualquiera de sus miembros.
62
subyacer también a las palabras con que Heidegger comienza su "Carta sobre el
Humanismo":
Por ello lleva a cabo siempre, sin apego, la acción que ha de hacerse, pues
mediante la acción sin apego llega el hombre a lo más alto (1. c., III, 19, 158).
63
interesaba poner de relieve únicamente el carácter absoluto de la acción, razón por la cual
lo que de la acción misma se desprende recae sobre la acción misma. De ahí que la
decisión inicial de Arjuna de no querer entrar en batalla, porque esto significa tanto como
dar muerte a los de la propia familia, tiene que ver con lo mismo que quiere hacer valer
Krisna: que se debe considerar la acción misma como tal y abstraerse de sus frutos, pues
lo que dice Arjuna es que no es posible separar la acción de los frutos:
Aquellos por los cuales el reino, los placeres y las alegrías nos parecen
deseables, esos mismos están aquí en lucha unos contra otros; y han
renunciado a su vida y a sus bienes (1. c., 1, 33).
Abunda también en esta misma idea de reconocer el papel que les corresponde a los
individuos en el protagonismo de la historia la praxis de los historiadores mismos y el
interés de cuantos, sin ser historiadores, tenemos interés en saber "como ha ocurrido
propiamente" - wie es eigenthich gewesen-, según la conocida exigencia de L. von Ranke
(cf. Schn delbach; 1974: 43). En las últimas décadas han tenido los historiadores mucho
más en cuenta los factores objetivos: económicos o sociales, que debían despersonalizar
la historia y darle un rango verdaderamente científico. Pero al fin los nombres han vuelto
y han reivindicado su propio papel. Los historiadores han revisado la actitud meramente
objetivista, no arbitrariamente, sino por exigencias del mismo proceso histórico. Lo que
fue relevante para Europa en la época de Carlos V, no acertamos a entenderlo sin la
acción del emperador y el papel que tuvo en acontecimientos que fueron importantes en
sí mismos y para el futuro. Como resume uno de sus autorizados biógrafos, al morir
64
Carlos V "los caminos de Europa ya nunca más se verían transitados por aquel
infatigable viajero; pero al menos quedaba su sombra y su siembra. Una fecunda siembra
en pro de una Europa unida' (Fernández Álvarez, 1999: 354). O como se lee en la
presentación del estudio de Belenguer (2002): Carlos V fue "un gobernante que, como
ningún otro, reunió en su mano la vastedad y diversidad de un mundo cuya imagen se ha
proyecto hasta el nuestro... verdadero heredero último de un pasado todavía vivo". Si
Felipe II ha sido objeto de tantas polémicas ha sido por lo que él hizo, aunque se juzgue
negativamente. Y en concreto: si se considera que El Escorial es una obra esencial en la
Historia de España, ello no se puede desvincular de las ideas y la personalidad del Rey
(en Kamen, 1997: 195 y ss.).
Es ésta una clara muestra de que se puede hacer pura y simplemente historia, a la
vez que satisfacer los intereses teóricos y prácticos que requiere una comprensión cabal
de la misma. Se salvaguarda, en todo caso, aun allí donde eso pudiera no parecer tan
claro, las tesis que aquí defendemos: que los individuos son en alguna medida
protagonistas de la historia, su causa. Por más que se sintetice, la historia universal no se
puede entender sin referencia a ellos. Grecia no es comprensible sin Pericles, el imperio
de Alejandro Magno es eso sobre todo. Cartago y su historia van vinculados a Aníbal
especialmente y la historia de Roma se debe en gran parte a la obra de Julio César (cf.
Wells, 2005: 108 y ss., 111 y ss., 135 y ss., 140 y ss.).
Antes de pasar al punto siguiente se van a mencionar aquí dos dificultades contra
esta idea que venimos manteniendo. La primera es la de que `de individuis non est
65
scientia". La dificultad tiene a su favor que la ciencia se construye con principios y
conceptos universales que, si bien valen para los individuos y se aplican a ellos, de
ningún modo expresan lo que ellos, cada uno de por sí, son, sino sólo lo que les es
común. Sin embargo, esta cuestión que se debatió ampliamente a finales del siglo XIX
(cf. Schn delbach, 1974: 137) ha encontrado una solución satisfactoria con la ayuda,
entre otras cosas, de los instrumentos especulativos de la filosofía de Hegel. Hay ciencias
que, como la historia, existen en razón del poder y del impulso que lo universal recibe de
lo individual, paradójicamente en tanto que, al mismo tiempo, se realiza en ello. Quede
aquí simplemente indicada la respuesta. La segunda dificultad tiene algo que ver con la
primera, pero bajo el punto de vista formal es diferente. Se trata de que la ciencia tiene
que ver, además de con lo universal, con lo necesario. No podemos menos de pensar por
ejemplo que Aníbal, después de la victoria de Cannas en Agosto de 216 a. C. tuvo la
oportunidad de cambiar el curso de la historia si se hubiera decidido a asediar la ciudad
de Roma. Se puede pensar eso (Seibert, 2004: 29; Christ, 2003: 86 y ss.; Goldsworthy,
2002: 231). Se puede sin embargo pensar también que, vistas las cosas en su conjunto,
las posibilidades en un sentido o en otro no eran tan claras (cf. los autores que se acaban
de citar, especialmente los dos últimos). Si tiene sentido pensar tanto lo uno como lo
otro, es porque se entiende que no sólo el resultado de la batalla misma, sino su
repercusión ulterior pudiera haber tenido otro signo.
En resumen, los acontecimientos fueron de una determinada forma, pero fue posible
que fueran de otra. Es lo que se entiende cuando se los considera como contingentes, es
decir, como posibles de existir o no existir - ¿sin Aníbal hubiera existido la batalla de
Cannas?-, posibles también para ser de un modo o de otro - ¿con otro general habría
ganado Cartago la batalla? ¿no fue posible acaso que Aníbal mismo la perdiera?-.
Preguntas similares se pueden plantear acerca de infinidad de acontecimientos históricos.
En el ejemplo que acabamos de mencionar la pregunta es tanto más pertinente porque en
aquellas fechas tanto Roma como Cartago se encontraban en una fase de crecimiento y
expansión, por lo que cabe pensar - o al menos imaginar con sentido - que el resultado
final de las Guerras Púnicas pudo haber sido otro. Cosa completamente distinta es
proyectar ese tipo de posibilidad sobre la Guerra de Cuba, como si España hubiera tenido
la más mínima posibilidad de ganarla. Pero también aquí cabe pensar en términos
contingentes, pues dicha guerra tuvo lugar, pero también pudo no haber acontecido, si
por ejemplo los políticos españoles hubieran tenido otros objetivos más acordes con la
realidad. Parece, pues, en definitiva, que la idea de contingencia no se puede desterrar
del escenario de la historia y que esto es un notable obstáculo a su consideración como
ciencia.
66
Para una visión posmoderna, que concibe la historia como narración, que se guía por
los hechos que han tenido lugar para interpretarlos conforme a normas, ciertamente, pero
siempre entendidas de modo flexible y por relación al punto de vista del historiador, esto
no debe representar una verdadera dificultad. Lo importante sería respetar lo contingente,
en lugar de pretender una necesidad que es ajena a la realidad que aquí se trata de
interpretar. Y si hay un punto de vista a tener rigurosamente en cuenta, sería de tipo
político e ideológico, no propiamente "lógico", ajustado a la medida que es interna a los
hechos mismos. Esto, sin embargo, no sería satisfactorio. Al menos la historia como
narración debería aspirar a un rigor similar al que se puede esperar de una encuesta que
versa sobre un acontecimiento que tiene lugar de la forma más espontánea posible, por
ejemplo, unas elecciones que se celebran en medio de un clima de libertad y de
normalidad, tal como tienen lugar en un país democrático. Se supone que los electores
pueden votar una candidatura u otra, o no votar ninguna. Es decir, estamos ante un
acontecimiento que no existe aún y que es contingente, puesto que el resultado está en
principio abierto y no es necesario en modo alguno. Y sin embargo, las encuestas,
cuando están bien hechas, es decir, cuando se han realizado de forma rigurosa,
ateniéndose a normas estrictas y teniendo en cuenta sectores de población,
circunstancias, variables, etc. son capaces de diagnosticar lo que va a ocurrir. Un ejemplo
muy llamativo fueron las elecciones a la Presidencia de Estados Unidos que tuvieron
lugar en el año 2000. Días antes de la votación se predijo por las diferentes empresas de
opinión con toda seguridad que el candidato - Bush o Gore - que fuera al fin elegido iba a
ganar por una diferencia muy pequeña de votos. Fue así. La diferencia resultó ser
mínima. Ha ocurrido algo similar también en otros casos bien llamativos.
Tenemos pues que un acontecimiento contingente, que oscila entre una posibilidad u
otra, se puede predecir con precisión porque teniendo en cuenta todos los datos en juego,
el resultado va a ser el que corresponde a la aplicación rigurosa de unas normas
determinadas y muy concretas. Éstas, en buena lógica, no pueden pretender sino
ajustarse al curso que objetivamente siguen los acontecimientos, los cuales, a la vez que
son contingentes, obedecen a normas necesarias, por más que se matice esta necesidad,
diciendo por ejemplo que se trata de una necesidad estadística. Desde una concepción
posmoderna se podrá decir que la historia se ha de escribir desde el punto de vista del
historiador, sin pretender un carácter estrictamente objetivo, que no es posible, y menos
necesario. Se podrá decir, pero no será porque la contingencia que es propia de la historia
sea ajena a cualquier tipo de necesidad. Si es válida la comparación con el caso, antes
mencionado, de las encuestas, en la historia contaremos con acontecimientos que, a la
vez que son contingentes, están dotados de una necesidad que permite hacer de ellos una
67
interpretación rigurosa. Y al igual que las encuestas se hacen a individuos, que a la vez
que actúan de modo contingente, obedecen a una cierta necesidad, el hecho de
considerar a los individuos como actores y protagonistas de la historia que actúan de
modo contingente, es compatible con la suposición de que su comportamiento obedece a
normas objetivas y por tanto no es simplemente casual.
La cuestión a que ahora nos referimos se plantea mediante una doble pregunta del modo
siguiente:
a)dando ya por supuesto que los individuos son sujetos de la historia, cabe preguntar,
en primer lugar, si poseen una constitución tal que no sólo posibilite, sino que les
exija hacer historia. La historia implica la ruptura o superación de los modos de
ser naturales, que en el resto de los seres vivos, son simplemente naturales y, por
tanto, repetitivos y cíclicos. Luego debe haber en la propia naturaleza esa
condición que hace posible que se trasciendan los límites de la simple naturaleza.
Y además, como esta superación de la naturaleza se produce con carácter
general, lo lógico es pensar que tenemos que ver con una condición que, además
de posibilitante, es exigitiva. Esa condición sería, en relación con la historia, el
último reducto en la línea de la trascendentalidad.
b)Pero además cabe preguntar cuál es la razón de ser de que el hombre haga historia
y se caracterice, en este aspecto, por tener historia. Cabe, con otras palabras,
preguntar cuál es el "lógos" de la historia. La pregunta por esa "razón de ser"
puede parecer hoy obsoleta en más de un caso. Pero una cosa es que lo sea, si lo
es en verdad (lo que habría que plantear con precisión y discutir) y otra muy
distinta es que la pregunta misma carezca de sentido, cosa que, como veremos,
no es cierta.
Las respuestas a esa doble pregunta han de ser confluyentes según el razonamiento
siguiente. Por una parte, si hacer historia supone desbordar los límites de la mera
68
naturaleza, la condición de posibilidad de la historia es el trascender lo natural,
desvincularse de ello, es por tanto un liberarse de la pura y simple naturaleza. Es lo que
podríamos considerar como una libertad negativa, si no fuera porque la expresión no es
del todo afortunada, porque pudiera sugerir una valoración moral, o inducir a pensar que
la liberación no es de suyo algo positivo. En cuanto a la razón de ser o lógos puede
hacerse la consideración siguiente: si el hombre se siente impulsado a superar la
naturaleza será porque el modo de ser natural no responde a su esencia, a lo que su
constitución le exige llegar a ser. Ese otro modo de ser que va buscando y que constituye
la razón de ser de la historia no parece que pueda ser otro que aquel que sea capaz de
satisfacer sus aspiraciones: materiales, culturales, etc. y a ese modo de ser lo podríamos
caracterizar también como libertad, libertad positiva en este caso, en cuanto que aquí la
libertad se orienta hacia contenidos en los que está llamada a cumplirse. (Las expresiones
"libertad negativa" y "libertad positiva" se toman aquí en el sentido elemental que ellas
sugieren: como desprenderse de algo y como aspirar a algo o poseer algo en que se
realiza. Las expresiones tienen pues poco que ver con el significado que les da 1. Berlin
en el contexto político en que las emplea (cf. 2003: 220-235).
El texto nos sumerge en una serie de preguntas: cuál es la relación entre la naturaleza
y el hombre o con otras palabras, si todo lo que hace el hombre se inscribe dentro de la
naturaleza misma; por otra parte, qué significa "sobrepasar" (hinausgehen) en este caso,
para lo cual habrá que tener claridad suficiente sobre los tér minos entre los que aquel se
mueve y eventualmente la relación entre ellos; aunque el hombre tenga que extraer por
completo de sí mismo lo que sobrepasa la estructuración mecánica de su existencia
animal habrá que considerar cómo la acción de sobrepasar esa existencia revierte sobre
ella; además de estas tres preguntas queda una cuarta: en qué relación está la liberación
del instinto con la perfección que se procura la razón.
69
Ni estas preguntas ni las respuestas correspondientes deben distraernos de nuestro
propósito de esclarecer el lugar donde se sitúa la condición que hace posible la historia y
que implica superar la mera naturaleza.
No hay nada en el hombre que no pertenezca como parte a la naturaleza y por tanto
si en el hombre hay algo que sobrepasa su propia existencia animal, será porque la
naturaleza se supera o trasciende a sí misma. Esto podrá parecer paradójico o
enigmático, pero será preciso mantenerlo. Ello se infiere además directamente de la
afirmación con que comienza el texto. La naturaleza no podría querer nada para el
hombre, si éste se encontrara fuera de sus dominios.
Cuando Kant afirma, dándolo por supuesto, que hay algo en el hombre que
sobrepasa la estructuración mecánica de su existencia animal, no debe entenderse ésta
como punto de partida, porque ello implicaría que el punto de partida es de la misma
índole que el punto de llegada. Aquella dimensión de la naturaleza que supera la
existencia animal de ninguna manera lleva a cabo tal superación desde la existencia
originándose en ella, y menos desplegándose en virtud de ella. Tiene que haber, sin duda,
como veremos, punto de partida y punto de llegada, terminus a quo y terminus ad quem,
pero habrá que desvincularlos a ambos de la existencia animal.
Hay pues un tipo de relación desconocida y oculta entre esos dos niveles en cuanto
que no está a la vista - pues es obvio que la acción de sobrepasar la existencia animal
tiene - no sólo, pero también, y en todo caso esencialmente - el sentido de subvenir "la
máxima necesidad de una existencia inicial' (1. c.). Por tanto a la vez que existe la
diferencia radical entre los dos niveles, tienen sin embargo algo que ver entre sí. Se
puede decir que lo que aquí llama Kant existencia animal es ya desde el primer momento
y constitutivamente algo que no es sólo animal, pues está como llamando y postulando,
desde el vacío o no ser de su extrema precariedad a la naturaleza, para que la transforme
y perfeccione mediante aquellos principios y medios que la sobrepasan como mera
existencia animal. Por eso el resultado de la intervención del hombre sobre su propia
70
existencia animal no la deja en su existencia inicial. En sus reflexiones sobre la historia
universal tiene pues Kant en su mente algo muy diferente de un simple dominio sobre la
naturaleza.
Que el hombre se vea libre del instinto debe tener por tanto un significado diferente
del que la expresión por sí sola sugiere. Pues ni se trata de dejar el instinto tras de sí,
tampoco - lo que estaría en estricta correspondencia con esto - de superponerle una
perfección que le fuera extraña. Con relación a su propio instinto cabe decir que el
hombre, sin dejar el ámbito de la naturaleza - cosa que no podría hacer aunque quisiera -
se crea una especie de segunda naturaleza que, sin negar el instinto, le dota de sentido.
71
autoestimación racional al bienestar... (Kant, 1964: 36 [trad., 7]).
Podría tal vez pensarse que esto es suscitar viejas cuestiones y que así como siglos
atrás en la Universidad de Salamanca se debatía intensamente sobre si el hombre
dependía plenamente de Dios o si, al estar dotado de libertad, podía actuar por su cuenta
de forma que al fin el mérito fuera suyo con toda propiedad, ahora el papel de Dios
estaría asumido por la naturaleza y en consecuencia nos veríamos ante una situación
similar. Pero aunque es cierto que podría llevarse el análisis por esa línea, en este
momento no debemos perder de vista la pregunta que nos hacíamos al comienzo, la de si
el hombre tiene una constitución tal que no sólo le posibilite, sino que le exija hacer
historia. La referencia al texto es propiamente sólo un pretexto - claro que
deliberadamente asumido - para pronunciarnos al respecto y a lo que llegamos, tanto si
nos inclinamos a que la naturaleza lo dispone todo, como si es el hombre, sin duda
enraizado en la naturaleza, el que se ha de entender a solas consigo mismo y con el
mundo que crea, la respuesta a la pregunta planteada es en todo caso la misma, pues
queda afirmada la posibilidad y la exigencia de que el hombre haga historia. ¿Y a partir de
qué se puede llegar a hacer tal afirmación? A partir de un hecho innegable, de la
experiencia individual y colectiva en nuestro mundo, sobre todo desde el comienzo de la
modernidad, de que el hombre vive, cada vez en mayor medida, en el mundo que él
mismo se construye, lo cual es ya tanto una posibilidad como una necesidad. Pero esto
plantea otras cuestiones con las que nos ocuparemos más adelante.
72
hacer historia, una dimensión tan esencial como en este caso es la existencia animal, y si
además en esta su tarea el hombre lo extrae todo de sí mismo y por ello a él solo le
corresponde el mérito, ¿no será lo más lógico prescindir de la naturaleza misma, actuar
sabiendo que existe, pero como si no existiera? De hecho se ha procedido así en buena
medida, de una parte contraponiendo naturaleza e historia y de otra considerando a la
naturaleza como simple material sobre el que incide la actividad humana en orden a
configurar la vida mediante el dominio de la naturaleza.
73
que el espíritu implica una superación de la simple naturaleza, pero también el espíritu
tiene su naturaleza y la idea absoluta es el fundamento común de la naturaleza y del
espíritu. Lo recuerdo simplemente, porque ahora interesa exponer el segundo de los
aspectos expuestos al comienzo de este apartado. El uno, para el que nos hemos
inspirado en Kant, lo formulábamos como "el último reducto en la línea de la
trascendentalidad", el segundo rememora algo de lo dicho por Hegel, rememora sólo,
puesto que aquí pretendemos seguir el camino que hemos dibujado.
74
fin último y absoluto de igual modo ella es la activación y la producción
(Hervorbringung) del mismo desde lo interno al fenómeno (Erscheinung), no
sólo del universo natural, sino también del espiritual, en la historia universal.
Pues bien, que esa idea (Idee) es lo verdadero, lo eterno, lo pura y
simplemente poderoso; que se manifiesta en el mundo y que nada se
manifiesta en el mundo sino ella misma, su gloria (Herrlichkeit) y su honor;
esto está, como queda dicho, demostrado en la filosofía y, por tanto se
presupone aquí como demostrado (1. c., 28 y ss.; Gaos, 43) [...] la
consideración de la historia universal ha dado y dará como resultado que ha
transcurrido conforme a razón, que ha sido el curso racional del espíritu del
mundo... Podríamos formular por tanto como la primera condición la de
captar fielmente lo histórico. Pero en tales expresiones generales como
fielmente y captar hay una ambigüedad. El historiógrafo corriente, medio, que
cree y pretende conducirse receptivamente, en cuanto que se entrega sólo a lo
dado, no es tampoco pasivo en su pensar. Trae consigo sus categorías y ve a
través de ellas lo existente. Lo verdadero no se halla en la superficie sensible.
Especialmente en todo lo que debe ser científico la razón no puede dormir y es
necesario emplear la reflexión. A quien mira el mundo racionalmente, él le mira
también racionalmente (1. c., 31; Gaos, 45).
Este largo texto de Hegel lo he citado aquí a sabiendas de que no goza de buena
prensa, porque si se toma en serio una concepción racional, es difícil eludirlo, a menos
que la apelación a la razón sea más bien convencional o rutinaria.
En todo lo que tiene que ver con la consideración filosófica de la historia el rechazo
es mayor si cabe. De una parte, la Historia como disciplina adoptó en sus comienzos una
actitud reservada, cuando no decididamente escéptica, frente a la filosofía en general. En
un fragmento que L. von Ranke escribe en la década de 1830, ya muerto Hegel, se lee:
75
Se ha observado con frecuencia la colisión de una filosofía inmadura con
la historia. Partiendo de ideas apriorísticas se ha concluido lo que ha tenido
que existir. Sin caer en la cuenta de que aquellas ideas están expuestas a
muchas dudas, se han puesto a buscarlas en la historia del mundo. De entre la
muchedumbre infinita de hechos se han elegido los que parecían dar fe de
aquellas ideas. A esto se ha llamado también Filosofía de la Historia (cit. por
Stern, 1966: 61 y s.).
Ranke, 25 años más joven que Hegel, era colega suyo en la Universidad de Berlín
desde 1825. Hegel está atento a lo que ocurre en torno a este joven profesor. En su
manuscrito de 1828, al tratar de las "formas de escribir la historia" (Arten der
Geschichtsschreibung), concretamente al referirse a la "historia reflexiva" le menciona
como perteneciente al grupo de quienes pretenden superar la forma abstracta de hacer
historia a base de una "fidelidad cuidadosa" a los hechos y al número más copioso y
abundante posible de detalles; en definitiva, se trataría de exponer "todos los rasgos
particulares". Lo que hacen apenas tiene valor porque son "incapaces de conocer
totalidad alguna, un fin universal".
Polemiza pues con Ranke y sin embargo se toma al mismo tiempo el lema que éste
consideró como fundamental, atenerse a los hechos y exponerlos tal y como han
acontecido. En su prólogo a la Historia de los pueblos románicos y germánicos desde
1494 hasta 1514, de 1824, Ranke dejó esto claramente formulado: "El presente ensayo
quiere solamente mostrar como han sido las cosas propiamente" (wie eigentlich gewesen)
(cit. por Stern, 1966: 60). Como hemos visto en el texto arriba citado, Hegel asume
plenamente este programa e insiste además varias veces en ello. No es la primera vez que
dos grandes maestros afirman una misma idea para luego desarrollarla de modo muy
distinto. Ranke es considerado aún hoy por muchos como "padre y maestro de la ciencia
de la Historia Moderna" (Stern, 1966: 58). El camino que sigue es el de una laboriosa
investigación empírica: fuentes, archivos, etc.: "La base de este escrito, el origen de su
material son memorias, diarios, cartas, informes de delegaciones y narraciones de testigos
oculares" (cit. por Stern, 1966: 60). Hegel tiene ciertamente gran curiosidad por todo tipo
de información empírica, por ejemplo, por los escritos de autores que hablan de
acontecimientos que les son inmediatos y de los que de algún modo fueron testigos, que
76
saben expresar "las máximas de un pueblo", como "los discursos de Pericles". Su
intención no es hacer historia tal y como la entendía Ranke y menos tal y como se ha ido
consolidando hasta el día de hoy, pese a tantas diferencias de métodos, matices, etc.
Ranke es historiador, Hegel no es historiador, es filósofo. Y, sin embargo, respecto de la
historia, que convierte en objeto de reflexión filosófica, dice no sólo que la historia como
rama especial del conocimiento, "debe captar fielmente lo que es", sino que también la
filosofía debe atenerse a lo que es y ha sido: "Hemos de tomar la historia tal como es;
hemos de proceder históricamente, empíricamente". También pues para el filósofo vale la
exigencia de "captar fielmente lo histórico", pero entiende Hegel que esto supone tener
una idea clara de "la relación entre el pensamiento y lo sucedido": llevar a cabo
consecuentemente una "consideración pensante de la historia". Si se quiere conocer la
verdad es preciso no quedarse "en la superficie sensible".
77
también la historia, invoque conceptos tan básicos y universales como sustancia, forma,
materia, etc. Es como una catarata de principios y conceptos que ya entonces tenía que
causar extrañeza y rechazo, y que aún hoy, por parte incluso de estudiosos que se
consideran conocedores entusiastas de Hegel, son apenas tenidos en cuenta. Lo que hace
Hegel en este caso se puede entender como una provocación deliberada. No conozco
ningún otro texto suyo en el que de forma tan densa y en tan corto espacio nos ponga
ante la estructura básica de su sistema, precisamente para explicar algo como la historia
que uno puede pensar - según qué principios - que se puede comprender mejor utilizando
un método más ajustado a lo próximo y cercano.
Pero Hegel no sólo hace valer los conceptos fundamentales de la más alta y radical
metafísica. Otorga a la razón que domina el mundo los atributos que según la teología
cristiana corresponden a Dios como principio y causa del mundo, y muy especialmente a
su acción creadora, en virtud de la cual lo produce todo de la nada, lo cual es tanto como
afirmar que lo produce todo de sí misma. Hegel es muy explícito en esto:
78
tesis fundamental de chocar contra un sentimiento fuertemente arraigado - hoy tal vez
más que entonces - sobre la gravedad y virulencia del mal en el mundo, hasta el punto de
que difícilmente se admite la viabilidad de la Teodicea desde un punto de vista
estrictamente racional (c£ Estrada, 1997: 241 y ss.).
La frase central en el texto comentado es justamente la final: "A quien mira el mundo
racionalmente, él le mira también racionalmente". Por de pronto esto es una prolongación
de lo que Kant mismo dice o simplemente hace. Kant, en efecto, en su breve ensayo
sobre la historia universal la contempla con los ojos de la razón y por eso ve que en ella
las cosas no acontecen al azar, sino que están ordenadas a un fin (cf. Kant, 1964: 45
[trad., 17 y ss.]). Prescindiendo ahora de cuál es la finalidad concreta, lo importante es
que la finalidad o razón de ser de la historia existe. Hegel introduce respecto de la
consideración kantiana, dos aspectos, que son esenciales: de un lado ve la historia en el
marco general de su concepción del mundo. Si el mundo es racional, la historia que es
una parte del mundo lo será también; de otro lado - y sobre todo - podemos decir que
está justificado contemplar la historia con los ojos de la razón porque y en cuanto que la
historia misma está estructurada conforme a razón; o expresado en forma negativa: la
historia - en su sentido objetivo, como serie de acontecimientos históricos - no es un
conjunto caótico de datos que posteriormente la razón, como capacidad humana, ordena
de acuerdo con las finalidades que se propone, con los métodos que emplea y con las
categorías de que dispone.
En Kant está ya implícitamente que la historia no es fruto del azar sino que se guía
por un proyecto racional, que le es inmanente. Pero no está explicitado. En Hegel en
79
cambio, esto no sólo está desarrollado, sino que es prioritario. Aparece en primer lugar,
porque es, en sí, lo primero. Como deja asentado en la Ciencia de la Lógica: "Aquello
que es lo prioritario (prius) para el pensar ha de ser también lo primero en el proceso del
pensar" (1990: 56). Si no fuera así, todo podría reducirse a un juego de palabras o
incluso de "ideas" que al fin sólo responde al modo en que nos representamos y
expresamos la realidad sin que tenga que haber ningún tipo de correspondencia con la
realidad misma y, por tanto, sin que la realidad responda.
Por otra parte, sin embargo, tiene que haber también en el proceso real del mismo
conocimiento algún punto de apoyo, algún indicio que legitime esta aventura intelectual.
Y lo hay, en efecto. Hegel cuenta también con su Copérnico o con su Newton, cuenta
con la hazaña previa de Kepler. Hay sobre esto un texto muy revelador, ya casi al fin de
su introducción a las Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal. Hegel dice allí
que "las peculiaridades especiales" de un pueblo, como son "su religión, su constitución
política, su eticidad, su sistema jurídico, sus costumbres, su ciencia, su arte, sus
habilidades técnicas y la orientación de su actividad industrial, el principio particular de
un pueblo" y, a su vez, "a la inversa, aquello universal de la particularidad [es decir, lo
que acaba de llamar "principio particular de un pueblo] se ha de extraer del detalle fáctico
que nos presenta la historia y añade
80
llamada "aprioridad" y de introducir ideas en el material de dicha ciencia.
Semejantes determinaciones intelectuales aparecen entonces como algo
extraño, algo que no se encuentra en el objeto (Hegel, 1955: 167 y s.; cf.
Gaos, 189).
Este texto nos invita a hacer varias consideraciones. En primer lugar, lo que sea "el
principio peculiar de tal o cual pueblo", que posee una índole universal, ya que está a la
base de "las peculiaridades especiales", se ha de tomar empíricamente y demostrar de
modo histórico. Hegel insiste pues, al final de la introducción, en lo que había dicho ya al
comienzo de la misma: que es preciso proceder empíricamente, en este caso
históricamente. La asunción de la experiencia corresponde al planteamiento general del
pensamiento de Hegel; no es pues algo que le haya ven¡ do sugerido por la discusión con
los historiadores. La Fenomenología del Espíritu es un ejemplo elocuente. Sin embargo,
frente a otras formas de concebir la experiencia, él entiende que ésta, lejos de ser una
simple recepción de algo que está ahí, frente a nosotros, implica el movimiento de la
conciencia ejercido tanto sobre el saber, como sobre el objeto, de forma que de él surja
un nuevo objeto (Hegel, 1988: 66); lo cual no significa meramente que la experiencia
tiene un carácter dinámico, cosa que puede decir cualquiera sin temor a equivocarse,
significa ante todo que la conciencia tiene la mirada puesta en los objetos y, al mismo
tiempo, se guía por su propia manera de pensar y en último término se atiene a las
estructuras lógicas (cf. Álvarez Gómez, 1978: 104 y ss.; 150 y ss.; 171-190; 202 y ss.;
219 y ss.; 266 y ss.; 278 y ss.). Es lo que dice aquí de esa forma tan sucinta: "Es
menester estar familiarizado a priori con el círculo..., dentro del cual caen los principios"
(1. c.).
81
"fundamento y punto de partida" (Hegel, 1990: 48n), pero es necesario mejorarlo,
poniendo de relieve las categorías del pensamiento, no simplemente en cuanto a su
existencia sino en cuanto que son tales categorías, que no se legitimarán por el hecho de
que se encuentren ya en la tradición, sino porque el pensamiento mismo las ve y, por
tanto, las considera como necesarias.
Es preciso, sobre todo, según Hegel, hacer ver que el apriori del pensamiento guarda
una correspondencia estricta con la realidad. También esto lo comprueba en Kepler,
quien descubre las "leyes inmortales" por las que se rigen los fenómenos, no simplemente
observándolos de manera inmediata, como el movimiento de las estrellas, sino
determinando los hallazgos logrados a priori, mediante su aplicación a los fenómenos. Al
sumergirse en ellos no pierden las leyes su índole propia; por el contrario, son los
fenómenos los que se elevan a un nivel muy diferente de lo que es la inmediatez sensible
y, en cuanto conocidos, aparecen como clarificados en lo que son.
Seguro de cómo son las cosas en la ciencia, Hegel reivindica sus exigencias, también
por lo que se refiere al conocimiento de la historia. Pues si la naturaleza del conocimiento
verdadero es en todos los casos la misma también seguirá siendo la misma cuando se
trate del conocimiento de la historia. De ahí que en el texto arriba citado atribuya a
simple ignorancia el hecho de pronunciarse en contra de "las consideraciones filosóficas"
en materia referente al conocimiento de la historia. Para él esto es, además de
inadecuado, sorprendente, porque la Historia como una forma de conocimiento es una
ciencia empírica y la experiencia, en cualquiera de sus manifestaciones, presupone la
aplicación de categorías, cuyo desarrollo corresponde a la filosofía En concreto, el
principio que rige los acontecimientos históricos no es otro que la libertad, según su
formulación tan frecuentemente citada: "La historia universal es el progreso en la
conciencia de la libertad" (Hegel, 1955: 63; Gaos, 74). Hegel en esto coincide en
términos generales con Kant, por tanto no debiera resultar extraño. Pero además, si se
pone entre paréntesis el término "progreso", cabe simplemente preguntarse qué otra cosa
puede el hombre ir buscando en la historia si no es la libertad en su significado más
82
amplio, como es liberarse del hambre y de todo lo que es simplemente negativo.
Antes de dar por concluido ese apartado quisiera hacer una breve referencia a un
punto del extenso texto de Hegel citado más arriba que no sólo resulta chocante - tal
como es la afirmación de que "la razón domina el mundo" - sino directamente
escandaloso. Me refiero a la afirmación de que la razón o la idea se manifiesta en el
mundo y, sobre todo, que en el mundo no se manifiesta otra cosa que no sea ella misma,
su "gloria' y su "honor". Esto puede resultar escandaloso especialmente hoy día, dadas la
mentalidad y la sensibilidad dominantes, porque a primera vista parece significar que no
existe el mal o no se reconoce su existencia en nombre de un optimismo metafísico sin
restricción alguna.
83
Pero hay otro aspecto importante que prepara la comprensión de lo que aún tenemos
que decir sobre el sujeto de la historia. En pocas palabras, ésta no es una cuestión
antropológica, pues si bien los individuos juegan un papel esencial y tienen una función
insustituible, la referencia a la razón, que no es - a diferencia de lo que ocurre en Kant -
sólo una capacidad humana, sino un principio que, sin ser ajeno al hombre, le trasciende
metafísicamente, nos pone en la situación adecuada para ver mejor la complejidad de la
pregunta por el sujeto de la historia.
Damos fin a este apartado sobre "el último reducto en la línea de la trascendentalidad
y del lógos", diciendo que el texto de Kant nos ha servido para aclarar que la condición
de posibilidad de la existencia de la historia radica en la naturaleza, en concreto en aquella
dimensión de la misma capaz, como la razón, de trascender "la estructuración mecánica
de sus existencia animal". El texto de Hegel, a su vez, nos ha servido para incorporar la
idea de que si el hombre hace la historia, en cuanto que está dotado de razón y de
libertad, esto implica que en la realidad histórica ha de haber una correspondencia con
planteamientos racionales, es decir, la historia misma ha de tener una estructura racional,
así como queda sugerido igualmente que, si en el empeño de hacer historia, el hombre
como ser racional va buscando la realización de sí mismo, esto tendrá forzosamente que
ver con el asunto de la libertad.
2.3. Poder ser y poder hacer. Insuficiencia de los sujetos individuales. ¿Quién hace la
historia?
Si decimos que los individuos hacen la historia, de pronto nos surge una duda. Pues el
concepto de individuo se nos presenta de inmediato como de algún modo contradictorio.
Podemos, ciertamente, decir que el hombre, como ser individual -y más si se añade la
connotación de ser personal, libre, etc. - tiene un carácter único, irreducible a cualquier
ser - incluso a los de su propia especie - o a cualquier instancia, por más alta e importante
que sea. Se puede decir eso y se puede mantener sin duda alguna. Se podría afirmar
incluso que es un ser absoluto, en el sentido de que está absuelto de su vinculación a
cualquier otro ser. Pero paradójicamente advertimos también en seguida que el individuo,
solo y de por sí, no es nada. Por de pronto existe, pero no por sí solo, o mejor, en su
origen y radicalidad el individuo llega a la existencia sólo por los demás y sin que, en
referencia a él mismo, tenga sentido alguno decir que es un bien o un mal, un don o un
perjuicio, una gracia para los demás o una desgracia. La afirmación heideggeriana de que
el hombre está arrojado a la existencia (Heidegger, 1963: 135 [trad., 159 y s.]), es bajo el
punto de vista indicado incontrovertible. Cosa distinta es que sea, de antemano, deseado
84
y una vez que ya existe, aceptado, cuidado y respetado. Aquí nos referimos, de
momento, a la precariedad ontológica, que es constitutiva y que, de una forma más
despiadada aún, aparece reflejada en la afirmación calderoniana: "El delito mayor del
hombre es haber nacido" (Calderón de la Barca, 2004: 90). Pero esa condición de
precariedad en el origen se proyecta sobre el curso de la existencia:
Aunque se pinte la vida con los colores más vivamente optimistas y dejando a un
lado todo trazo grueso, valga decir, todo rasgo de patetismo, el hecho innegable es que no
sólo en el origen, sino en cualquier manifestación existencial, el individuo, aparte de
disponer de la capacidad inicial de formarse y llegar a ser él mismo, necesita
absolutamente de los demás y, por tanto, sin ellos, por sí solo no es nada. El lenguaje, la
cultura, el con junto de posibilidades para organizar y vivir su propia vida es algo que él
se encuentra y que él ni siquiera puede recibir sin los otros. De nuevo la caracterización
ontológica que ofrece Heidegger es difícilmente refutable:
Esta jerga heideggeriana es, en este como en otros casos, solamente soportable en
tanto en cuanto acentúa la radicalidad con que cada ser humano se encuentra
esencialmente abierto a los demás, lo cual implica que está constitutivamente necesitado
de ellos. Es un tema sobre el que en su día se escribió mucho por parte de diferentes
autores y como es natural, con muy variados matices (Beber, 1923; Schütz, 1932;
Sastre, 1943), aparte de lo que representa la obra de Husserl también en esta cuestión.
85
que todo individuo depende esencialmente de los demás y que tal dependencia tiene su
raíz en que cada individuo se encuentra constitutivamente abierto a establecer relaciones
con otros hombres, así como que esto es tanto más necesario cuanto que el individuo
nace cada vez más desconectado de vínculos establecidos de antemano "por naturaleza".
Éste es uno de los presupuestos en el tratamiento de la relación entre el individuo y el
sistema (cf. Fischer, 2000). El desarraigo que, como hemos visto, es uno de los
problemas desde los que hay que entender la cuestión misma de la historicidad y su
alcance, es un dato obvio que viene dado con el desarrollo mismo de la vida.
Pero siendo cierto ese ser-con constitutivo de que habla Heidegger en Ser y Tiempo
conviene, sin embargo, precaverse de un riesgo que puede darse en la interpretación,
consistente en ver el ser del individuo como disuelto en su ser-con. Nos exponemos
entonces a negar dicho ser del individuo. Para eludir ese peligro es necesario entender la
referencia de una forma recíproca, lo que quiere decir que mi referencia a los demás es
correlativa a la referencia de los demás a mí. Según esto, el ser del individuo no queda
vacío de su propio ser por el hecho de estar esencialmente relacionado a los demás,
porque mi apertura hacia los otros es correlativa de la apertura de los demás a mí y por
consiguiente el vaciamiento que implica la relación a los demás no es pensable sin mi
donación a ellos. Más aún, el hecho de estar necesitado de los otros implica que
necesidad o indigencia llegue a su satisfacción y por este camino al cumplimiento o
realización plena de uno mismo; y en consecuencia el sentido de la apertura a los demás
es en último término la reafirmación de uno mismo en su ser propio.
Sin embargo, aun esto es insuficiente, al menos porque es, contra lo que a primera
vista pudiera parecer, abstracto y pudiera diluirse en un nuevo e inconsistente juego de
palabras. La coexistencia con los demás se concreta en toda una red de relaciones de
mayor o menor proximidad, de mayor o menor importancia que no siempre corre
paralela a la proximidad. A veces lo lejano es más importante que lo cercano. Pero
además, las relaciones, una vez que se realizan, quedan establecidas, de forma que el
individuo no puede poner o quitar sus relaciones ad libitum. Incluso si las relaciones se
quiebran, y en este sentido desaparecen, queda siempre el vacío, la huella negativa de las
mismas que, a veces, las hace tanto más vinculantes.
Con todo, esto no es lo más relevante para nuestro tema. Relevantes son sobre todo
las relaciones interpersonales, que o bien poseen este carácter porque son previas y el
individuo nace en ellas y desde ellas crece, o bien surgen como resultado de las
conexiones que el propio individuo se va forjando. Tengan un origen u otro - algunas de
ellas es como si hubieran estado allí desde siempre - el hecho es que tienen un gran peso
86
sobre nuestra existencia y difícilmente las podemos eludir. Heidegger ha descrito este
fenómeno mediante el concepto del uno o del se (man) de una forma que se ha hecho ya
clásica. Valga, entre otras posibles, la muestra siguiente:
Sin llamar la atención y sin que se lo pueda constatar, el uno despliega una
auténtica dictadura. Gozamos y nos divertimos como se (man) goza; leemos,
vemos y juzgamos sobre literatura y arte como se ve y se juzga; pero también
nos apartamos del "montón" como se debe hacer; encontramos "irritante" lo
que se debe encontrar irritante. El uno, que no es nadie determinado y que son
todos (pero no como la suma de ellos), prescribe el modo de ser de la
cotidianidad (Heidegger, 1963: 126 y s. [trad., 1511).
Es uno de los diagnósticos más logrados de lo que nos ocurre a diario, incluso
cuando queremos enfrentarnos deliberadamente a esta falta de autenticidad. De ahí que
haya encontrado eco reiteradamente. El análisis sigue siendo válido, por más que hoy se
lo silencie más bien, pero es de temer que ese olvido sea interesado o bien signo de
impotencia, en cuanto que "la dictadura de la publicidad" ha llegado a adquirir carta de
naturaleza.
87
de vida muy diferentes. El cambio puede realizarse de forma instintiva, bien por una
especie de adaptación espontánea, en el mejor de los casos, bien por una coacción, que
puede no ser estridente, pero que al mismo tiempo puede inocularse lentamente en el
comportamiento del individuo de manera tanto más eficaz. Hay algo que facilita las
cosas: la llamada intimidad, sin duda un gran valor y, por parte del nuevo ambiente, el
respeto a la vida privada. Es un fenómeno que tiene lugar cuando el individuo necesita
adaptarse, lo cual ha ocurrido muy frecuentemente en países altamente industrializados
debido al trasvase masivo del campo a la ciudad. Que esto ha traído cambios traumáticos
es bien sabido. Pero es un hecho que se menciona aquí en relación con la formación de
la "masa", en la que el individuo, por más que quiera mantener, si lo intenta, su modo de
ser, desaparece de algún modo en el anonimato y pasa a formar parte de una colectividad
anónima. Cuando el individuo nace en medio de una colectividad de esta índole está ya
adaptado de antemano, puesto que ése es su mundo.
Ortega y Gasset describió ya, más o menos por las mismas fechas que Heidegger, un
fenómeno que continúa siendo determinante: Vivimos bajo el brutal imperio de las masas,
sentencia Ortega (1998: 137). Aunque sugiere una valoración positiva, no es simplemente
así:
Esa significación positiva puede concretarse, al menos bajo uno de los aspectos, en
que la vida del hombre ha crecido "en la dimensión de la potencialidad" (1. c., 157), en el
orden intelec tual o en el de los placeres. Sin embargo el carácter equívoco de la situación
se muestra en que el hombre está expuesto a riesgos muy graves, tanto más si no logra
dar con el camino adecuado, que no puede ser otro sino el que viene impuesto por la
exigencia de "ajustarse a la verdad". En el contexto en que recuerda la esencial
importancia de la verdad, hace referencia a un fenómeno que se da bajo el imperio de las
masas y que naturalmente no es en sí mismo positivo:
88
manifestación más palpable del nuevo modo de ser las masas, por haberse
resuelto a dirigir la sociedad sin capacidad para ello (1. c., 185 y s.).
Lo que está claro es que la masa detenta un extraordinario poder, que se hace notar
en todas las manifestaciones de la vida. La relación entre masa y poder fue objeto en su
día de un penetrante estudio por parte de E.Canetti, al cual nos vamos a referir
brevemente, por cuanto el tema que nos ocupa es determinar el sujeto de la historia, que
no puede quedar circunscrito al ámbito individual, toda vez que la presencia y el peso de
la colectividad son ineludibles. Canetti menciona varias propiedades de la masa, que
tienen, todas en conjunto y cada una de ellas en particular, como nota característica la de
referirse a la masa como un ser vivo que posee su propia consistencia y que, dotada de
una estructura y de una finalidad determinadas, sabe muy bien qué quiere y cuáles son
sus objetivos.
2. Dentro de la masa domina la igualdad. Entiende Canetti que ésta es una propiedad
absoluta e indiscutible, nunca puesta en cuestión por la masa misma. Hasta tal punto esto
es así que podría definirse la masa como "un estado de absoluta igualdad", que de suyo
no tolera diferencia alguna entre sus miembros. Ése es el presupuesto de sus propias
normas. La "vivencia de la igualdad" es tan radical que de ella emanan todas las
exigencias de justicia y las mismas teorías de la igualdad.
89
detiene incluso ante las mayores catástrofes que pudiera provocar.
4. La masa necesita una dirección. Como organismo vivo que es, la masa ha de estar
siempre en movimiento y moverse además hacia algo determinado. La dirección ha de
ser común a todos los miembros y tiene además la función precisa e irrenunciable de
fortalecer el sentimiento de igualdad. De ahí que en orden a lograr el fin común, "que
está fuera de cada individuo y que coincide para todos", no merezcan consideración
alguna, sean incluso neutralizados o directamente destruidos "los fines privados y
desiguales, que serían la muerte de la masa". Ésta no puede subsistir sin fines
determinados, los necesita perentoriamente porque la impulsa a ello el miedo a su propia
descomposición. "La masa subsiste mientras tenga una meta inalcanzada". Pero, aparte
de verse impulsada a proponerse incesantemente metas, la masa tiene en sí "una
tendencia oscura a moverse, que conduce a forma ciones de orden superior y nuevas". El
significado de tendencia oscura no se nos explica aquí.
Mi referencia al concepto de masa tiene que ver únicamente con la cuestión del
sujeto de la historia. Tal como en ocasiones se presenta dicho concepto puede tenerse la
impresión de que sólo él es el verdadero factor determinante y de que el individuo se
limita a ser su reproducción, réplica o intérprete, en cualquier caso una entidad
secundaria, supeditada a lo que la masa prescribe e impone. Pero esta relación no es tan
sencilla y unilateral. Por de pronto el individuo es capaz de objetivar el concepto de masa
y, por consiguiente, de distanciarse frente a él, de adoptar una determinada actitud, de
liberarse en este sentido frente al mismo. Esto no sólo lo pueden hacer un intelectual y
sus lectores. Pueden hacerlo también quienes hipotéticamente se encuentran en una
situación similar, es decir, quieren pensar por sí mismos. De hecho, el intelectual que
habla de la masa se siente sin duda movido a hacerlo porque de antemano ha percibido
que la situación es más o menos como él la describe.
90
es la cualidad común, es lo mostrenco social, es el hombre en cuanto no se
diferencia de otros hombres, sino que repite en sí un tipo genérico (1998: 132).
Hegel precisa, influido en esto tal vez por Diderot, que los individuos asumen la idea
de servirse de su inteligencia llevados a ello por algo que les viene de fuera y que es una
especie de contagio al que no pueden resistir:
El texto habla por sí solo, a la vez que sugiere bastantes consideraciones, aparte de la
que ya hemos hecho más arriba a pro pósito de la cita de Kant. Aquí sólo haremos
alusión a otro aspecto, el que en concreto se deriva de la forma en que el sujeto es
91
objetivado. Hegel no es menos ilustrado que Kant. Más aún, se vio, por las
circunstancias de su formación, inmerso de lleno en el movimiento de la Ilustración, de
modo que podía aludir, por experiencia propia, al aroma que se propaga sin encontrar
resistencia y al contagio, tan imperceptible como inevitable. Pero la forma en que Hegel
plantea y desarrolla su reflexión sobre la Ilustración le posibilita liberarse de ella, lo cual
significa tanto como asimilarla y superarla a un tiempo.
Hay además otros dos aspectos principales: por una parte, la colectividad, la masa
puede tener - de hecho muchas veces tiene- una influencia enorme, incluso brutal y
destructiva sobre los individuos. Pero al fin, éstos son justamente eso: individuos y, como
tales, irreductibles, lo que implica que cada uno de ellos tiene su modo de ser propio y
también - cuando logra la autonomía, a la que por el desarrollo normal de su naturaleza
está llamado - su forma de pensar y de actuar inconfundibles. Por eso hay que repensar
el concepto de homogeneidad o de uniformidad. Existen sin duda contenidos
homogéneos, que como tales tienen una identidad cerrada y un perfil definido, son por
ello los mismos. Pero la forma como se encuentran en los individuos es, en cada caso,
diferente, al igual que una moda es la misma y cada cual la luce a su manera.
92
mayoría de los seres humanos de un país apenas pueden tener más que vagas opiniones
sobre las leyes que rigen la economía, la complejidad de la vida social en la que estamos
inscritos, el contradictorio funcionamiento de la política, etc. Pero sí creemos saber
quiénes somos cada uno. Que lo creamos, que tengamos una determinada idea de
nosotros mismos, es lo importante, al margen de que el camino hacia el conocimiento de
nuestra auténtica personalidad nunca puede estar definitivamente cerrado. No parece
exagerado afirmar que aún hoy sigue siendo cierto que, en medio de las sombras que
rodean su vida, todo hombre tiene claro quién es y que ese su ser merece de antemano
un reconocimiento absoluto. Éste es un factum que es idéntico con el sentimiento de la
propia vida y por esa razón la lucha por el reconocimiento es una "lucha a vida o muerte"
(Hegel, 1988: 130 [trad., 116]). Como este reconocimiento está de antemano dado sólo
como "concepto", es decir, como algo que está llamado a hacerse efectivamente real,
pero sin serlo aún, la lucha es, de una u otra forma, inevitable. Y parece que la vida,
valga decir, la historia no ha dado de sí cosa mejor.
Hay otro círculo de cuestiones y problemas que no se puede decir que pertenezcan
al ámbito estrictamente individual, pero sí son proyección del individuo, en cuanto que se
siente responsable de la vida o del bienestar de otras personas: familiares, amigos,
personas a las que se siente unido con lazos profesionales, etc. Esta responsabilidad
acentúa tanto más la importancia del individuo y su papel insustituible si es recíproca,
porque los lazos si se anudan por ambos extremos son más fuertes y por tanto más
difíciles de romper también.
93
que en determinados aspectos se ven simplemente reducidos a la índole de medios, no
duda al mismo tiempo en reconocer en esos mismos individuos la existencia de
dimensiones que tienen un carácter absoluto y, como tales, se sustraen a una simple
función medial:
Este texto suscita bastantes cuestiones en las que no vamos a entrar. Sólo quisiera
mencionar que la consideración del hombre como fin absoluto tiene que ver, en la forma
concreta en que Hegel lo entiende, entre otras cosas, con la importancia determinante del
Cristianismo y con la subjetividad como principio (c£ Álvarez Gómez, 2004: 239 y s.).
Aquí lo que me importa destacar es el relieve y la importancia que para Hegel tiene el
hombre individual, lo cual es tanto más destacable cuanto que aún es relativamente
frecuente la opinión de que en la concepción general de Hegel el individuo como tal no
cuenta o tiene a lo sumo un papel muy secundario. Pero sobre todo lo aduzco porque en
relación con el tema que estamos tratando Hegel no es un testigo sospechoso, puesto que
la valoración altamente positiva del individuo corre paralela con una valoración no menos
positiva de lo universal. La conjunción de ambas dimensiones es una cuestión aparte en
la que ahora no corresponde entrar (c£ Álvarez Gómez, 2002: 115 y ss.).
94
determinante, por más que en ellos estén presentes y actuantes elementos de carácter
universal o simplemente colectivo. Los individuos no se limitan a ser vehículos
transmisores de estos elementos o simples medios de su realización. Por el contrario,
gracias a la iniciativa que despliegan los individuos y sobre todo a su libertad, lo que es
genérico, por más peso que tenga, se ve forzado a modificarse y abrirse a nuevas
perspectivas. b) No menos esencial, sin embargo, es lo colectivo, sobre todo si presenta
ese marchamo impersonal y opaco de la masa. Ni el individuo es mero medio, ni
tampoco lo colectivo representa algo así como un depósito de contenidos, de los que los
individuos pueden disponer. Son por el contrario una serie de fuerzas, de poderes que
nos traen y nos llevan, nos frenan o nos estimulan, nos iluminan o nos ciegan. En todo
caso, son lo que son y actúan como corresponde a su ser. Son poderes que están en
nosotros y que no es posible eludir. Son a veces tanto más eficaces cuanto
paradójicamente mayor sensación tenemos de ser nosotros quienes actuamos. c) Sujeto
es el individuo, sujeto es también la masa, pero el verdadero sujeto es el hombre, que es
tanto individuo como "superindividuo" - en ningún caso superhombre-, tanto universal
como individual.
95
o dimensiones, que por tanto habrá de irse concretando al exponer las categorías por las
que se estructura el acontecer. Por otra parte el hecho de que esas dos dimensiones estén
aunadas en el hombre no significa que esa unión sea armónica. Por lo que se sabe, tal
armonía no ha existido nunca, especialmente en el campo de la historia, en el que la
guerra y la devas tación han sido elementos siempre presentes y determinantes del
proceso del acaecer. Y el problema, si se trata de cómo espantar el fantasma de la guerra,
no presenta hoy una solución más fácil que en el pasado, porque los equilibrios entre los
diferentes factores que están en juego son extremadamente frágiles.
96
había en aquel momento o instante (Augenblick) otras posibilidades latentes que han
quedado ocultas. Ése es el juego del pensamiento con el pasado al que nos sentimos
atraídos, presuntamente porque creemos que las cosas pudieron - tal vez debieron - ser
de otro modo. Lo que no se le ocurre a Heidegger es pensar que nos es posible
colocarnos ante el pasado desde un momento temporal que no sea el presente, como si
fuera posible considerar como no existente lo ocurrido entre el momento en cuestión y el
actual o como si pudiéramos comenzar de nuevo. Esto que a modo de sugerencia
mencionamos simplemente aquí nos corresponde verlo detenidamente en su lugar. Nos
interesaba ahora referirnos a que algo que se baraja como vaga posibilidad por parte del
pensamiento cotidiano ha sido objeto de seria reflexión filosófica (cf. Thurnher, 2000: 60
y s.).
Pensar que acontecimientos del pasado podrían no haber existido o haber sido de
otro modo equivale a pensar que esos acontecimientos son contingentes. Del paso del
Rubicón se sigue hablando porque se considera muy importante: César consiguió lo que
se proponía, tal vez mucho más de lo que él era capaz de imaginarse, en cuanto que su
decisión - se cree - cambió el curso de la historia o le dio un nuevo giro, en cuyas
consecuencias él difícilmente podía pensar. Pero también queda en el aire la pregunta
sobre qué habría acontecido si César no toma esa decisión, o la toma en circunstancias
adversas, o si la decisión la toma otro y la lleva a cabo de forma desafortunada. Sobre la
batalla de Cannas vienen a la imaginación preguntas similares: ¿qué habría acontecido si
ganada la batalla, decide Aníbal atacar directamente Roma y desarticula la estructura
entera del enemigo? ¿Cabe pensar que el futuro de Occidente habría sido totalmente
distinto? En lo que fue la guerra de los cristianos contra los musulmanes en la Península
Ibérica se considera - esto es un tópico - que la batalla de la Navas de Tolosa en julio de
1212 tuvo una impor tancia decisiva, aunque esto algunos expertos lo matizan y bajo
algún punto de vista lo cuestionan, sin negar en todo caso que sí fue importante (c£
García Fitz, 2005: 537 y ss.). Cabe aquí también pensar en la posibilidad opuesta, es
decir, en que el islam hubiera ganado, posibilidad sustentada en que su poder continuó
siendo estable durante bastantes años después de aquella batalla. En lo que fue y
representó -y sobre todo en las consecuencias que tuvo - el Tercer Reich continúa siendo
habitual relacionar este fenómeno con la persona de Hitler. Cabe aducir que en la medida
en que esto se considera vinculado esencialmente a una persona nada parecería más
contingente, pues contingente es por principio toda persona. Si además se tiene en cuenta
que determinados comportamientos, como el de Papen y otras "decisiones fatídicas"
(Evans, 2005: 326 y ss.; 329 y ss.), podían no haberse producido, la llegada de Hitler al
poder habría sido imposible o, cuando menos, muy improbable.
97
Lo anterior hace referencia, en términos generales, a una forma de pensar habitual
por parte de quienes no son expertos en historia y también a veces de historiadores de
profesión. De hecho la forma como hoy se entiende la llamada "memoria histórica' se
apoya con frecuencia en el juego de las posibilidades latentes del pasado. Podemos
pensar que todo en la historia ha sido contingente, en el sentido de que, al igual que
aconteció, pudo no acontecer. Y sin embargo es real, tanto que está ya ahí con carácter
definitivo y no se puede "desrealizar" en modo alguno. Es más o menos importante y
está más o menos presente - aunque no se puede establecer una equiparación entre
ambas cosas-, pero en cualquier caso su carácter radicalmente real - absoluto en este
aspecto - es innegable. Ya nada ni nadie lo podrá borrar. Como reza un adagio latino:
factum nequit fieri infectum. Tal vez tenga que ver con esto también la referencia bíblica
al libro de la vida (c£ Daniel 12,1) en el sentido genérico de que ya nada de cuanto ha
acontecido puede desaparecer. Aunque la mayoría de ellos se hundan en el olvido de la
conciencia finita, para la conciencia infinita todo absolutamente va a estar presente y esto
es la máxima garantía de su indefectible realidad.
Pero qué significa que la historia tiene carácter real. Al margen del aspecto que
acabamos de mencionar, según el cual todo lo acontecido, por irrelevante que sea, es
indeleble, hay otro aspecto que vincula lo que simplemente ha acontecido con aquello
que se convierte en objeto de narración interpretativa, porque se entiende que para el
hombre, desde la perspectiva en que se reflexiona sobre ello, tiene un significado
relevante, si bien es obvio que sobre esto se ha frivolizado mucho y a cualquier hecho se
le pone la etiqueta de histórico, aunque poco después desaparezca definitivamente de la
conciencia. Admitiendo que es preciso reconocer una cierta flexibilidad en la valoración
que adjudica un significado relevante a los acontecimientos, mantenemos que ése es el
criterio orientador para reconocer si lo acontecido merece o no el calificativo de histórico.
Hechas estas consideraciones previas expondremos las categorías a las que nos lleva la
consideración de lo histórico en cuanto acontecimiento contingente.
98
científica. Refiriéndose propiamente a la poesía hace Aristóteles, por contraste, una
consideración sobre la historia:
Antes de hacer una breve consideración sobre este texto, quisiera citar otro que se
encuentra líneas adelante en este mismo apartado:
De esto resulta claro que el poeta debe ser artífice de fábulas O más que
de versos, ya que es poeta por imitación e imita las acciones. Y si en algún
caso trata cosas sucedidas, no es menos poeta; pues nada impide que algunos
sucesos sean tales que se ajusten a lo verosímil y a lo posible (Svvati(x), que
es el sentido en que los trata el poeta (op. cit. 145lb 28-32, 160).
Sobre estos textos quisiéramos hacer las siguientes consideraciones. De una parte
cabe preguntar por qué para los griegos no tuvo la historia el peso que fue adquiriendo a
lo largo del período moderno. Aunque éste es un tema para debatir y que presenta
diferentes caras y aspectos, al menos se pueden proponer dos hipótesis probables. La
primera es que tomando pie en el texto de Kant, previamente citado, según el cual "la
naturaleza ha querido que el hombre extraiga por completo de sí mismo todo aquello que
sobrepasa la estructuración mecánica de su existencia animal' (Kant, 1964d: 9, 36 [trad.,
7]), este principio se ha desarrollado hasta tal punto, como consecuencia sobre todo del
progreso de la ciencia y de la técnica, que el hombre tiene que buscar en aquello mismo
que él hace, no los criterios y las normas, pero sí su configuración concreta en el campo
de lo que él mismo hace. Por ello la historia se ha ido convirtiendo en algo que, más allá
de un simple elenco de sucesos, proporciona posibilidades ineludibles para orientarse en
99
la vida. De ahí el sentido profundo del siguiente texto de Ortega:
En suma, que el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene [...] historia. O
lo que es igual: lo que la naturaleza es a las cosas, es la historia - como res
gestae - al hombre. Una vez más tropezamos con la posible aplicación de
conceptos teológicos a la realidad humana. Deus, cui hoc est natura quod
fecerit... dice san Agustín. Tampoco el hombre tiene otra "naturaleza" que lo
que ha hecho (Ortega, 1966: VI, 41).
La segunda hipótesis viene sugerida en este mismo texto. Los conceptos teológicos
son no sólo los referentes al conocimiento, naturaleza y acción de Dios - que son los que
ahí se mencionan-, sino los específicamente cristianos, que suponen la humanización de
Dios y la divinización del hombre, en la que Hegel mismo ve un reconocimiento de la
dignidad infinita del hombre, que se constituye en sentido último de la historia. Esto se
encuentra ya en el origen, como lo acredita la obra de Clemente de Alejandría, y sobre
todo de san Agustín, pero se explicita a partir de los planteamientos de Joaquín de Fiore
y adquiere una especial intensidad en la Edad Moderna y en la Contemporánea, tiene una
culminación en los planteamientos de Hegel y Schelling y ha continuado con variantes
diversas en el período posterior (cf. De Lubach, 1989: I, 355 y ss.; 11, 7 y ss.; 154 y ss.;
317 y ss.; 383 y ss.; 441 y ss.).
Por lo demás - dicho sea como brevísimo excurso - la idea de que el hombre viene al
mundo destinado a extraer por completo de sí mismo lo que le corresponde según su
capacidad racional, la encontramos esbozada en N. de Cusa al sentar la tesis de que
conocemos con precisión sólo aquello que nosotros podemos hacer, y más ampliamente
desarrollada por G.Vico, quien en perfecta coherencia con su tesis verum estfactum,
desarrolla su Filosofía de la Historia.
100
Este planteamiento restrictivo de Aristóteles respecto de la consideración no-
filosófica de lo histórico merece ser destacado bajo un punto de vista muy concreto. Se
trata de que según él hay que respetar ante todo la verdad de lo acontecido, sea para
exponerlo tal como ha sucedido, sea para convertirlo, con estricta fidelidad a lo que ha
sido, en objeto de creación poética, que es legítima, en cuanto que lo sucedido es
imitable no por efecto de la ficción, sino en razón de lo que el acontecimiento es
intrínsecamente. En efecto, merece ser esto destacado como elemento crítico, en cuanto
que la historia está siendo hoy con frecuencia tratada, sin un ajustamiento riguroso a la
verdad, en mero objeto de recreación, que en algún caso está lograda y permite entrever,
si no la verdad exacta de lo acontecido, sí su sentido, al menos en cuanto que se nos
presenta un cuadro que se acerca a lo que pudo ser (como ejemplo de esto valgan
Yourcenar, 1982 y Corral, 2004).
[...] uno es escribir como poeta y otro como historiador: el poeta puede
contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el
historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir
ni quitar a la verdad cosa alguna (Cervantes, 1615: II, 3, 61).
Al margen de este breve comentario a Aristóteles puede decirse de forma general que
en la historia se van decantando como relevantes hechos que para el hombre - su
conciencia, sus vivencias, su sentido, por elemental que sea, del lugar que ocupa en el
mundo - representan algo que o bien implica un crecimiento cualitativo de lo que es su
vida o bien, por el contrario, quedan consignados por sus efectos negativos o incluso
catastróficos. Histó rica fue la obra de Carlos III, en cuanto positiva; histórica también la
de Fernando VII, por pura y simplemente negativa. El calificativo de históricos lo tienen
ciertos hechos no sólo por lo que implican de positivo; también lo pueden tener por los
contenidos negativos que reportan.
101
es real (cf. Álvarez Gómez, 1992: 52 y s.).
102
(Borges, 2005: 936).
Lo potencial, en el sentido indicado, juega un papel, pues existe como algo latente,
como una dimensión subyacente cargada de un cierto peso tendencial que presiona sobre
lo propia mente real y bajo ese aspecto es como si lo forzara a orientarse en una
dirección determinada. Pero como no ha llegado a adquirir una configuración
103
determinada, no ha llegado a acontecer propiamente y no se puede decir que sea
históricamente real en sentido propio. O si se quiere, es bajo la forma del "aún no", del
"noch nicht" (cf. Bloch, 1977, 1: 353 y s.; 341; III: 1387 y 1390 y s.), una especie de ser
intermedio entre la nada y el ser real existente. Supuestas estas precisiones, se puede
decir que hay diferentes niveles de realidad en el campo de la historia, tomada ésta en un
sentido suficientemente amplio:
En primer lugar, los hechos históricos, entre los que hay que considerar no sólo
acontecimientos, reconocidos habitualmente por todos, como puede ser la conquista de
las Galias por J.César, a quien Hegel atribuye, por sus acciones en conjunto, haber
fundado "el teatro, que debía convertirse ahora en centro de la Historia Universal.
Conquistó las Galias, entró en contacto con la Bretaña y sobre todo con Germania, y
descubrió un mundo nuevo" (Hegel, 1968b: 712 [trad., 538]). Otro hecho histórico, de
signo muy diferente, a la vez que de extraordinaria influencia en todos los órdenes, fue el
descubrimiento de la Imprenta, análogamente a como la Informática se ha convertido, en
nuestros días, en un factor que transforma incesantemente el ritmo, la intensidad y la
rapidez en la generación de toda clase de acontecimientos.
Por otra parte, la interpretación de los hechos como tales, aparte de ser
imprescindible para que éstos - al margen del peso que tienen en el curso normal de las
cosas - se hagan presentes en la conciencia del hombre, puede ser fuente de nuevos
acontecimientos. La toma de Granada, importante sin duda en sí misma, en cuanto que
en cierto modo cierra un largo capítulo de la Historia de España, que dura siglos, se
convierte, por obra de la narración histórica y también, en buena medida, de la leyenda
que en torno a aquel hecho se fue generando, en fuente de una determinada forma de
cómo el español se ha comprendido a sí mismo.
104
principio y compendio de una actitud que es tanto crítica de la brutalidad de la guerra y
del sufrimiento que trae consigo como la decisión de afrontar la muerte, si es preciso,
para defender la patria amenazada (Hughes, 2004: 349 y ss.). El Escorial, como obra
arquitectónica de primer nivel, se asocia a acontecimientos históricos, que tienen en
Felipe II a su principal protagonista, tanto que es difícil encontrar una referencia seria al
Rey, por breve que sea, que no incorpore la mención de que fue él quien lo mandó
construir.
Esto, que es así cuando se trata de grandes monumentos históricos, con los que las
personas se sienten identificadas de forma más o menos inconsciente, ocurre también
con otro tipo de cosas, en apariencia insignificantes, pero que están entreveradas en el
alma popular, que se siente ella misma agraviada, cuando injustamente se ve desposeída
de algo que íntimamente le pertenece. Esto de considerar a los individuos como átomos
aislados y desconectados, sin patria ni raíces, es propio de políticos irresponsables, que
se creen autorizados a actuar en nombre de una ilustración vacía y abstracta, que poco o
nada tiene que ver con la realidad misma.
De la peculiar conexión del arte con la historia misma es muestra clara la obra
cumbre de Cervantes. Es manifiesto que él no está haciendo historia. Por más que se
intentara, no se podría reconstruir la vida de la época mediante un análisis minucioso de
los dos inmortales personajes. Es al revés. Los personajes surgen del filtro, destilación y
105
elaboración de la realidad, en gran medida histórica, que el poeta, en este caso Cervantes,
lleva a cabo. Pero esto supone que esa experiencia histórica de fondo existe. Sus hilos
sutiles, ocultos de puro sutiles, los saben descubrir poetas que congenian y sintonizan con
el primer poeta, tal como en este caso de nuevo ocurre con Borges, quien en el poema
titulado Un soldado de Urbina se expresa así:
106
sujeto de la acción. Por descontado lo que históricamente representa la conquista de las
Galias va mucho más allá de lo que se pudo imaginar Julio César al igual que lo que
representa el Quijote va mucho más allá de lo que pudiera imaginar Cervantes. Por lo
general, los acontecimientos van no sólo más allá de los simples y escuetos hechos.
Suelen abrirse además a múltiples y diversas direcciones posibles.
Pero hay en la historia otras dimensiones que no se ven - al menos según el modo
más habitual de contemplar la historia-, y que sin embargo son determinantes. En su
primera etapa de pensador y poeta, Unamuno habló de intrahistoria, como equivalente de
"la vida difusa popular", ya en los ensayos En torno al casticismo, publicados primero en
La España moderna, de febrero a junio de 1895, que aparecerán en volumen aparte en
1902. Éste parece ser el tema fundamental de los mismos:
Refiriéndose poco más adelante a Paz en la guerra, publicada en 1897, dice haber
intentado "mostrar algo de la intrahistoria de mi pueblo". La intrahistoria representa, para
el joven Unamuno, el verdadero contenido, la entraña o la interioridad de la historia
misma. Es algo así como "la revelación del ser" (op. cit., 790) de la historia. Lo que
llamamos historia no es sin embargo algo accidental o superficial en relación a la
intrahistoria, sino que pasa a enriquecer el núcleo de la intrahistoria misma:
Es fácil que el lector tenga olvidado de puro sabido que mientras pasan
sistemas, escuelas y teorías va formándose el sedimento de las verdades
eternas de la eterna esencia; que los ríos que van a perderse en el mar
arrastran detritus de las montañas y forman con él terrenos de aluvión; que a
las veces una crecida barre la capa externa y la corriente se enturbia, pero que
sedimentado el limo, se enriquece el campo. Sobre el suelo compacto y firme
de la esencia y el arte eternos corre el río del progreso que le fecunda y
acrecienta (op. cit., 792; cf. Alvarez Gómez, 2003: 54 y ss.).
107
c.). Esa tradición eterna es además una especie de a priori, puesto que es tanto el
presupuesto como la perspectiva desde los cuales el individuo interpreta la realidad
histórica.
108
en algunas épocas - la actual es una de ellas - la tendencia a conservar lo que ha existido,
especialmente si se lo considera como valioso. Sabemos sin embargo que no podemos
contener su naturaleza fugitiva:
109
Pero no es sólo cosa de poetas. Hegel, a quien no se le asocia precisamente a
actitudes patéticas, nos pinta un cuadro muy expresivo de la caducidad de la historia en
un texto que llamó poderosamente la atención de Ortega, quien por ello lo cita
parcialmente en más de una ocasión:
110
las desgracias que han sufrido las creaciones nacionales y políticas y las
virtudes privadas más excelsas o, por lo menos, la inocencia, podríamos hacer
de aquellos resultados el cuadro más pavoroso y exaltar hasta el duelo más
profundo y más inconsolable, que ningún resultado conciliador puede
contrapesar. Para fortificarnos frente a ese duelo o para escapar de él,
podríamos tal vez pensar: así ha sido, es un destino, no se puede cambiar
nada. Y para olvidar el disgusto que esta dolorosa reflexión pudiera causarnos,
nos refugiaríamos tal vez en nuestro sentimiento vital, en el presente de
nuestros fines e intereses, que exigen de nosotros no el duelo por el pasado,
sino nuestra actividad efectiva. También podríamos recluirnos en el egoísmo,
que está en la playa más tranquila, y disfrutar seguros desde allí el lejano
espectáculo de las confusas ruinas. Pero en tanto contemplamos la historia
como el ara, sobre la cual han sido sacrificados la dicha de los pueblos, la
sabiduría de los estados y la virtud de los individuos, surge también
necesariamente al pensamiento la pregunta: ¿a quién, a qué fan último ha sido
ofrecido este enorme sacrificio? (Hegel, 1955: 79 y s. [trad., 79 y s.]).
Disculpe el lector que haya citado un texto tan extenso de Hegel. Pero ello obedece a
una intención concreta. Por supuesto, no se cuenta de antemano con encontrar en él tan
manifiesta sensibilidad frente a las incontables catástrofes de la historia. Eso y el hecho
de que el texto, además de ser inteligible por sí mismo, es de una más que notable belleza
literaria, que pone de manifiesto el interés del propio Hegel al pensarlo y escribirlo, es ya
una razón para traerlo aquí a colación. Pero interesa más, por extraño que pueda parecer,
el aspecto que choca con la mentalidad actual.
a)dejar de lado cualquier tipo de reflexión que esté, de una manera o de otra,
condicionada por la presencia del mal en la historia; en lugar de eso habría que
hacer valer un modo de pensar, que ve en las presuntas calamidades de la historia
un dato más, que simplemente hay que explicar, bien causalmente, en cuanto que
determinados factores han llevado a tales resultados; o bien sistemáticamente, en
cuanto que más allá de estos o aquellos factores, que están a la vista, hay
estructuras que inexorablemente rigen la realidad, de forma tal que ante ellas
cualquier actitud romántica o sentimental carece de todo sentido.
111
pretensión de ofrecer una visión de la historia en su totalidad. No deja de ser
llamativa esta exigencia, cuando al mismo tiempo, la globalización es un
presupuesto para comprender el significado de los fenómenos que nos rodean.
Sin embargo "totalidad" y "globalización" son conceptos que poco o nada tienen
que ver entre sí, puesto que la globalización trabaja con la hipótesis de que son
los fenómenos mismos, en tanto que tienen que ver con la vida humana, los que
muestran tener una interdependencia, que es en buena medida observable y,
hasta cierto punto, calculable. El concepto de totalidad, de signo hegeliano, aun
no siendo ajeno a la experiencia, presupone conceptos por los que aquella se
orienta (c£ Álvarez Gómez, 1978: 278 y ss.).
112
claramente afirmada en la última frase del texto citado: "¿A quién, a qué fin
último ha sido ofrecido este enorme sacrificio?" Hegel sostiene que tal fin último
existe y en cierto modo sus principales esfuerzos giran en torno a esa convicción.
Esto, sin embargo, es hoy comúnmente rechazado.
113
negación de la teleología, sin que - al menos aquí, en suelo español - se hayan discutido
determinados intentos de recuperar ese concepto (cf. Spaemann y Lów, 1981: 271 y ss.).
Nos interesaba señalar algunos aspectos que saldrán a relucir a partir de ahora en el
concepto de historicidad, entendida como condición de posibilidad de la comprensión e
interpretación de la historia real, también por lo que se refiere a la teleología. Pues una
cosa es el rechazo de la misma o la extrema dificultad que existe, o con que nos
encontramos, a la hora de intentar fundamentarla, y otra cosa es que se pretenda
simplemente soslayar la pregunta por el sentido, el hecho de que, como dice Hegel, es
una pregunta que le surge al pensamiento y que, bajo ese aspecto, es algo originario,
constitutivamente vinculado a la actividad de pensar. Si la pregunta como tal es
ineludible, habrá que tomarla en consideración, incluso si al fin hubiera que contestar
negativamente a la cuestión de si existe o no un sentido último.
Ahora nos interesa volver sobre la categoría de negación, para cuya aclaración
podemos tener en cuenta alguna de las consideraciones de Hegel sobre este concepto,
puesto que fue él quien más profundizó en su significado; pero sin perder de vista que el
interés de ésta como de las demás categorías que nos corresponderá exponer, es hacer
comprensible la historia, sacando a la luz sus condiciones de posibilidad.
Esos aspectos son en nuestra opinión los siguientes. En primer lugar, ningún
contenido o acontecimiento es radicalmente nuevo, como si no tuviera otro soporte que
la nada, como si fuera una "creatio ex nihilo". Es preciso, por el contrario, verlo como
resultado de algo anterior. Pero aquí es donde la conciencia natural puede caer en una
trampa que está puesta de antemano y siempre al acecho, consistente en que, dicho en
términos generales, todo fenómeno está condicionado o causado por otro. Esto, aun
114
siendo válido, imprescindible además en el campo científico, es insuficiente, por más que
la historia como narración interpretativa tenga que emplear ese método y, en principio,
atenerse a él. Pero una cosa es saber que estamos ante fenómenos, más en concreto, que
los acontecimientos en la historia se dan y se producen incesantemente, y otra cosa es
saber cuál es la condición que hace posible que esto sea así, más aún, que genera
necesariamente esta situación.
115
ser esencialmente distinta. A poco que se reflexione se convendrá en que esto, a la vez
que no es ajeno a la experiencia, la clarifica. Si antes veíamos que no es posible
recuperar lo acontecido tal como fue, ahora tenemos que afirmar que tampoco es posible
anularlo o cancelarlo como si nunca hubiera existido. El modo como continúa estando
presente no necesariamente ha de concebirse en línea con lo que fue, de tal manera que
lo pasado pudiera ser reconocido mediante un simple análisis de lo presente. Más bien,
puede seguir estando como inversión de lo que fue, pero esto supone que se mantiene
vinculado a aquello respecto de lo cual es una inversión. El lenguaje es en esto bastante
significativo. Después de la Segunda Guerra Mundial se ha hablado mucho en Alemania,
sobre todo en los últimos veinte años, sobre el régimen nazi, fundamentalmente para
criticarlo, cuando no para rechazarlo ásperamente. Pero el simple hecho de hablar tanto
de ese fenómeno implica estar moviéndose en ese horizonte, aunque sea bajo la forma de
la negación o de la inversión, de lo completamente otro. Esos críticos no son ni quieren
ser nazis naturalmente. Y no sólo no quieren serlo, sino que quieren ser algo
completamente distinto de lo que fue y representó aquello. Pero bajo la forma de no
querer ser lo que se fue, sino de querer ser algo muy distinto, se percibe, como en una
forma invertida - inevitablemente desfigurada - lo acontecido. Se cumple así, de forma
por así decirlo reduplicativa, el axioma de Ortega, según el cual:
lo que hemos sido actúa negativamente sobre lo que podemos ser... el "haber
sido algo" es la fuerza que más automáticamente impide serlo (Ortega, OC, VI,
37).
116
misma y se lleve a cabo un proceso que no tiene fin y que es en sí mismo inacabado, ya
que en él siempre se presentan nuevos contenidos a realizar y metas, cualitativamente
diferentes con frecuencia, a conseguir de forma que, bajo este aspecto, hablar de fin de
la historia (Fukuyama, 1992) resulta poco comprensible.
Para responder a esa pregunta aplicaremos un concepto acuñado por Hegel y afín al
de negación, aunque dotado de un mayor alcance, el concepto de negatividad, que es
probablemente el más original de su sistema, incluso terminológicamente. La negación
nos sirve para explicar una faceta de los acontecimientos; la negatividad, sin salirnos
propiamente del círculo descrito por la negación misma, nos ayuda a comprender mejor
lo que el sujeto de la historia va buscando, al negar unos tras otros, en un proceso
constante, los contenidos de la misma. Para ello podemos intentar responder a las tres
preguntas siguientes: 1. hacia donde se proyecta la actividad negadora de la historia. 2.
desde dónde se gesta o dónde radica la negación, y 3. en razón de qué se produce. Las
tres preguntas concretas, en las que se despliega la pregunta general, arriba formulada,
suponemos, de momento sólo hipotéticamente, que tienen que ver entre sí. Lo
suponemos, aunque dentro del contexto en que nos movemos, es un facturo evidente, si
bien aún no comprendido, al no estar todavía desarrollado.
El contexto viene dado por lo que hemos expuesto acerca del sujeto de la historia,
que es el hombre en su doble faceta de individuo y de ser un ente que, incluso ya en ese
ámbito de la individualidad, lo desborda. Lo cual quiere decir - conviene recordarlo - que
esas dos facetas, la individual y la supraindividual o universal son dos dimensiones reales,
diferentes y netamente diferenciadas entre sí en cuanto a sus objetivos, funciones y
desarrollos, pero inseparables, y rigurosamente complementarias. No hay individuo
humano que no esté inserto en el proceso mismo de la humanidad y que sea
comprensible al margen de ese proceso, al igual que la humanidad, en cuanto que expresa
a su modo lo que es común al destino de los individuos - al margen de en qué sentido y
hasta qué punto se pueden llegar a formular esas características comunes - no existe sino
como encarnada en los diferentes individuos, infinitamente múltiples y variados; y por
consiguiente si no se la considera como incorporando en sí esa dimensión, se queda en
algo plenamente vacío. No queda por tanto otra salida sino que aquello con lo que
contamos es la intersección de esos dos órdenes de realidad.
Lo universal - en este caso, el hombre como tal o la humanidad - es vacío sin los
individuos; pero los individuos, al margen de lo universal, carecen de estructura y, por
tanto, de orden y de orientación. Precisamente esta intersección se pone especialmente
de manifiesto en el caso de la historia, en cuyo campo tanto los "poderes", de orden
117
económico, social, político o religioso - es decir, las diferentes formas en que se
manifiesta la dimensión de universalidad - tienen una fuerza innegable, a la que los
individuos no pueden sustraerse, a la vez que éstos desde su propia actividad impulsan,
sin ser necesariamente conscientes de ello, los grandes cambios históricos. Hegel tuvo
una gran intuición, al incorporar de lleno este estrato de la realidad histórica:
No acontece nada, nada se lleva a cabo, sin que los individuos, que actúan
en ello, se satisfagan también a sí mis mos: son individuos particulares, es
decir, tienen necesidades, apetitos, en general intereses particulares, peculiares
para ellos, aunque comunes con otros, esto es, los mismos que otros, no
diferentes, por el contenido, de los de los otros (Hegel, 1955: 82 [trad., 811).
Con ese sujeto de la historia, previo a los acontecimientos y situado más allá de ellos
- aunque ésta sea una manera figurativa y por tanto impropia de hablar, válida sólo para
centrar la atención en lo que, para utilizar una terminología kantiana, pertenece a un
orden suprasensible - tiene que ver la negatividad a que nos venimos refiriendo para
aclarar las tres preguntas antes formuladas sobre la negación: desde dónde se produce,
hacia donde se proyecta y en razón de qué tiene lugar.
La negación se genera desde lo que es la índole misma del sujeto que, entre otras
cosas, se caracteriza por no tener puntos fijos infranqueables, ni siquiera en lo que es él
mismo. Ese sujeto no es pues un algo previo, a lo que haya que ir a buscar y al que haya
que descubrir al margen de los fenómenos, de los acontecimientos en este caso. Dicho en
términos positivos, el sujeto de la historia es y se conoce como alteridad de sí mismo.
Hegel radicaliza puntos de vista de Kant y de Fichte. La aplicación del elemento kantiano
estriba en que el sujeto sólo se conoce en tanto es capaz de objetivarse a sí mismo en
contenidos determinados, o en cuanto indirectamente se conoce a sí mismo a través de la
percepción de la constitución de objetos, que no son él mismo. La radicalización tiene
lugar por parte de Hegel, en cuanto que para él el sujeto no guarda en su recámara
ningún tipo de realidad inaccesible. Dicho de otro modo, lo que se concreta en lo otro de
sí mismo es la realidad del propio sujeto. Con lo cual, si ese estar volcado en lo otro es
no sólo permanente, sino constitutivo, no hay puntos fijos para el yo - como ya pensara
Fichte-, pero en este caso además ni siquiera el sujeto representa un punto fijo para sí
mismo.
118
tanto su presunto carácter estable y al mismo tiempo deja ver que está vacío de todo
contenido propio, a la vez que pone de manifiesto la exigencia inmanente de buscar los
contenidos en el ámbito de la alteridad, de forma sin embargo que ninguno de esos
contenidos puede adecuar la capacidad de realización del sujeto, que por ello se ve
impulsado a trascender todo contenido determinado para volver reiteradamente a sí
mismo y de nuevo iniciar la marcha hacia lo que es otro y distinto de sí mismo.
A poco que se reflexione, en la historia presenciamos este fenómeno, que como tal
se da siempre, aunque habitualmente se encubra, bien porque la capacidad de nuestro
conocimiento sensible no puede procesar tantísima cantidad de datos como le llegan de
forma incesante, bien porque nosotros instintivamente no dejamos que el sujeto se
manifieste tal cual es y necesitamos sentirnos a nosotros mismos identificados en figuras
que muestran contornos bien definidos y estables. Respecto de la primera posibilidad, los
hechos son hoy más innegables que nunca. No sólo no somos capaces de percibir a
simple vista algo que paradójicamente se está dando ante nuestros ojos, como es el
crecimiento de una hierba en la pradera o de un joven árbol en el bosque. Mucho menos
somos capaces de percibir la existencia de ondas electromagnéticas, aunque sabemos que
están ahí muy próximas a nosotros e infinitamente lejanas al mismo tiempo, zumbando a
nuestro alrededor de forma inaudible. El caso del sujeto de la historia es más insólito aún.
No sólo se mueve incesantemente y lo hace además de forma imprevisible, sino que
tiende a convertir aquello en que se ha objetivado en simple material de ulteriores
objetivaciones. Es indiferente que se lo considere o no como sustancia. Se puede afirmar
que lo es por su carácter permanente, no sólo en cuanto que existe, sino en cuanto que
posee una innegable identidad propia, que habremos de ver aún. Difícilmente se podrá
decir que lo es, si a ese concepto asociamos el de inmovilidad.
119
continuidad propia la podemos reconocer sólo a posteriori, nunca la podemos predecir.
Por último, el sujeto de la historia es espíritu por aquello que siendo lo más
importante, no se deja ver: por la ubicuidad. Pero este concepto es preciso entenderlo
aquí en un sentido muy diferente del habitual, incluso en cierto modo opuesto y, sin
embargo, en un sentido propio. El modo habitual de entender la ubicuidad, consiste en
que los lugares, los diferentes ubi en que se concreta, están ya dados de antemano.
Según esto el espíritu iría ocupando lugares que ya preexisten. Esto no es así.
Precisamente en la historia se ve que el hombre se caracteriza, más que por adaptarse a
la naturaleza, por hacer que la naturaleza se adapte a él. Si tuviera lugar lo primero, se
trataría de que el hombre vaya ocupando lugares, previamente existentes, acomodándose
a ellos. En afortunada y justa consideración de Ortega:
Aun limando hasta donde conviene algunas de sus frases de corte expresionista, muy
del gusto de la primera mitad del siglo XX, expresa bien Ortega esa radical versión del
hombre hacia la alteridad, lo que aquí hemos considerado como el grado inicial de la
negatividad, o negatividad abstracta (c£ Álvarez Gómez, 1978: 59 y ss.) en su aplicación
a la historia. El hombre no se siente identificado no sólo con la simple naturaleza, sino
incluso con todo aquello en lo que se va objetivando a lo largo de la historia y cuyos
moldes se complace en romper incesantemente. Pero hay algo más.
Es lo que tiene que ver con el segundo grado o nivel de la negatividad que podemos
llamar negatividad determinada. Responde, tal como planteábamos más arriba, a la
pregunta de hacia dónde se proyecta la negación de los fenómenos o acontecimientos que
observamos en la historia. Acabamos de ver que la negación tiene su raíz en el hombre
mismo en cuanto espíritu, toda vez que su vaciedad de contenidos le lleva a buscarse y
120
objetivarse en lo otro de sí mismo. Esto, sin embargo, puede malentenderse, si se
interpreta como si lo otro no tuviera nada que ver con el sujeto, le fuera completamente
extraño y por consiguiente el sujeto - el hombre, su espíritu - se encontrara perdido en
ella. De ser así, el sujeto carecería de todo sentido, sería incluso superfluo. Tanto se
vaciaría de contenido que terminaría por desaparecer o incluso habría desaparecido ya de
antemano. No es sin embargo así, pues lo que hay en la alteridad del espíritu, del hombre
en cuanto sujeto de la historia no es otra cosa que la exteriorización del hombre mismo,
de lo que virtualmente contiene desde el comienzo.
Pero de pronto surge una doble dificultad. Si el sujeto está vacío de contenidos ¿qué
puede exteriorizar? Y por otra parte, si lo otro hay que verlo como fruto de la
exteriorización del sujeto mismo, no parece que lo otro sea tomado en serio. Más bien
quedaría cancelado como tal. En su momento hubo un gran debate en torno a este
segundo punto, que iba a provocar nada menos que la configuración última de los
grandes sistemas llamados idealistas, en cuya "lógica" interna seguimos inmersos, aunque
no nos demos cuenta de ello. Fichte había considerado lo otro en general como mero
material de la acción del sujeto, de la That handlung (1971: 1, 91 y ss.). A esto se
oponen decididamente Schelling y especialmente Hegel, siendo éste uno de los motivos
que le llevaron a escribir su Escrito de la diferencia (Differenzschrift) (Hegel, 1979: 64 y
ss. [trad., 113 y s.]).
Se trata simplemente de que nos mantengamos atentos a lo que ocurre cuando nos
referimos a algo externo a nosotros; y es que cuanto sobre ello digamos, y tanto más
cuanto más se ajuste a su realidad, estamos asistiendo a la vigencia de esas
121
"determinaciones del pensamiento, de las que hacemos uso constantemente y que nos
vienen a la boca en cualquier frase que pronunciemos" (1. c.). Por tanto, en su acción de
relacionarse con lo otro o externo, el sujeto de la historia, el hombre se hace otro él
mismo. De ahí que en la historia tenemos que ver con el trabajo, con lo que Hegel
mismo llama el trabajo de lo negativo (1988: 14 y s.); trabajo, en cuanto que en la
historia el hombre va realizando la penosa e insoslayable tarea de configurar lo
simplemente dado; negativo, en cuanto esa tarea sólo se logra mediante la negación de la
pura y simple inmediatez, en la que el hombre por de pronto se encuentra. K.Marx supo
ver y formular una de las intenciones fundamentales de Hegel, al escribir:
Importaba dejar aquí constancia de esta breve referencia para recordar que es
nuestra intención tener muy presente la dimensión real de la historia que tiene una de sus
manifestaciones objetivas en el trabajo.
122
persistente la ejerce: qué va buscando con ello. La respuesta inmediata no entraña en
principio dificultad, puesto que el hombre mediante su acción no puede sino intentar ser
él mismo, perseverar en su propio ser, según la conocida afirmación de Spinoza (1967:
111, 6, 272 [trad., 132]). La dificultad puede estar, está de hecho, en cómo se salva la
alteridad, que veíamos es propia del primer aspecto y adquiere su configuración en el
segundo, si se toma en serio esta exigencia ontológica de que el hombre sea en todo caso
él mismo. Pues el hombre tiende no simplemente a perseverar en su ser, sino a
perseverar cada vez más, es decir a profundizar en el mismo, con la peculiaridad además
de que este perseverar en el ser, profundizando en él, se tiene que llevar a cabo, por la
constitutiva índole del espíritu, como autotransparencia, tal como es preciso entender la
escueta expresión de ser-cabe-sí (Beisichsein):
Bajo otro punto de vista es importante este concepto de mediación, que va unido al
tercer aspecto de la negatividad, para comprender la historicidad. Acabamos de ver que
la mediación no es puente o camino hacia otra cosa que no sea el sujeto de la historia, el
hombre en definitiva. Además tampoco es la mediación una especie de soporte de un
proceso indefinido, de una "mala infinitud" que hace que nada, tal como es en sí mismo
de forma inmediata, se mantenga en pie como si careciera de legitimación ontológica. Se
123
puede derivar hacia ese error por la trampa que el lenguaje lleva en sí mismo.
La mediación no es, en contra de lo que pueda parecer, una propiedad del sujeto,
sino el sujeto mismo en su acción de mediar (vermitteln) y por tanto los contenidos que
produce, eso que está a la vista como lo inmediato, no es sino la mediación misma en su
modo de concretarse, lo que equivale a que la mediación es la inmediatez que deviene
(op. cit., 16). Por eso un pueblo que tiene sentido histórico sabe ver en lo que él como
sujeto de su propia historia ha ido produciendo la verdad de sí mismo - verdad en todo
caso parcial-, que no le impide seguir haciéndose, construyéndose. En cambio, un pueblo
que carece de sentido histórico tiene horror ante la mediación (c£ 1. c.). Por eso, cuando
no simplemente vive y se deja llevar, sino que se ve confrontado con su propia realidad
apenas sabe hacer otra cosa que dar rienda suelta a la furia de la desaparición, recrearse
en el vacío de actitudes iconoclastas, como puede ser la destrucción de estatuas.
Nos hemos detenido en las diferentes perspectivas que se abren desde la negación
como categoría porque ello ayuda a comprender mejor el proceso histórico, en primer
lugar desde el nivel simplemente empírico, en el que el hecho de que unos
acontecimientos se sucedan a otros se debe a que cada uno de ellos tiene en sí el germen
de su propia negación; en segundo lugar, en lo que subyace a ese nivel empírico, donde
se trata de saber de qué modo, en su incesante movimiento, el sujeto de la historia, el
hombre, va buscando su propia realización.
¿Cómo surge aquí esta categoría del límite? Si nos atenemos a lo dicho la respuesta es
obvia, puesto que la limitación (Einschrdnkung) es la realidad combinada con la negación
(KrV B 111, 164, 122). Esto se entiende sin más, puesto que toda realidad no es lo que
son todas las demás cosas y ese no-ser implica que cada realidad posee un límite
definido. Sin embargo, una observación previa de Kant (KrV B, 110), que clasifica las
124
categorías en dos clases, las matemáticas y las dinámicas, incluyendo entre las primeras
las tres mencionadas: realidad, negación y límite - así como las pertenecientes a la
cantidad: unidad, pluralidad y totalidad- hace que parezca dudosa la aplicación de la
categoría de límite a los acontecimientos históricos que, si por algo se caracterizan, es por
la movilidad y el dinamismo. De hecho en todas nuestras consideraciones sobre la
negación ha estado presente este aspecto dinámico, en el que la referencia a Hegel nos ha
servido como uno de los puntos básicos de orientación. Sin embargo, la observación de
Kant no es por ello rechazable, puesto que tiene a su favor algo muy elemental.
Al referirnos a los acontecimientos estamos dando por supuesto que cada uno de
ellos es éste y no otro, estando así perfectamente delimitado frente a cualquier otra cosa.
De hecho, además, así procede también la investigación empírica, sea cuando se ocupa
en general de documentos, donde la precisión ha de ser un principio irrenunciable, sea en
la descripción de hechos concretos que tienen que ver con relaciones de unas naciones o
pueblos con otros, donde ni personas ni funciones se pueden intercambiar o confundir, a
menos que uno adquiera una versión distorsionada de los fenómenos. Esto es válido en
general para cualquier acontecimiento histórico.
Incluso allí donde, debido a la índole de los acontecimientos como ocurre, por
ejemplo, en las batallas, hay una mezcla de unos personajes con otros - los ejércitos
enfrentados pueden llegar a parecer una y la misma cosa - es tanto mayor y más radical
la exigencia de precisar quiénes son unos y otros, qué acciones o hazañas se deben
atribuir a cada bando y a cada protagonista y - lo que tiene, por buena o mala fortuna,
una lógica férrea e incontestable - a quién ha sonreído la victoria y quién ha tenido que
sufrir la derrota, etc. No obstante, este punto de vista es a todas luces insuficiente. Pues
los acontecimientos históricos, aun teniendo cada uno de ellos contornos perfectamente
definidos, ofrecen la particularidad de que penetran unos en otros. No es sólo contacto;
es también, por así decirlo, irrupción. Nada tiene que ver esto con mezcolanza o
confusión, pero sí con intersección e interpenetración de aspectos y fenómenos, y en
definitiva con la viviente contradicción de que los acontecimientos, a la vez que son ellos
mismos, son también lo opuesto de sí mismos y pasan a integrarse como momentos en
otros acontecimientos. Éste es el planteamiento. Hay que recurrir por tanto a una noción
de límite más compleja que la que viene sugerida por las palabras de Kant.
125
aquellas con las cuales limita. Lo otro de algo es el no ser de algo y bajo este aspecto es
su límite (Hegel, 1990, TW 4: 167). En este sentido el límite de una cosa le viene como
impuesto desde fuera por lo otro que ella no es. En esta misma línea pero profundizando
un tanto puede decirse que el límite no simplemente le viene impuesto a una cosa por lo
otro, sino que ella misma tiene su parte activa en la existencia del límite, en cuanto que
para constituirse como un algo tiene que negar lo otro:
Se destaca pues bajo este primer punto de vista que algo, en cuanto limitado es el
no-ser-para-otro (1. c., 122). Pero a su vez, si se mira esto desde la perspectiva de lo
otro, el algo se encuentra en la misma situación y su acción de negar a lo otro para
constituirse a sí mismo es correlativa a la negación del algo por parte de lo otro, puesto
que lo otro también es un algo. En consecuencia, el límite es no solamente no ser de lo
otro, sino no ser tanto de un algo como de otro (1. c.).
Ésta sería pues la primera dimensión del concepto de límite, que es más bien estática
y próxima a lo que parece entender Kant por límite, aunque aquí ya advertimos un cierto
carácter dinámico, como se puede ver si hacemos la aplicación al acontecer histórico.
Cada acontecimiento se distingue o delimita frente a todo otro acontecimiento que está lo
más próximo a él, sea simultáneamente, sea sucesivamente. En este primer aspecto, el
acontecimiento en cuestión es el no ser de los otros acontecimientos. Ése es su límite.
Pero éste no simplemente se debe a que existan otras cosas o acontecimientos, sino que
implica que cada acontecimiento, al constituirse como tal, lleva en sí la negación de los
otros; se constituye en lo que él es comportándose negativamente frente a lo otro que él
no es y haciendo así que surja el otro como tal otro. Ésta puede resultar sin duda una
consideración abstracta y a su modo lo es.
126
de fechas tempranas, de que Roma limitaba geopolíticamente con Cartago, puesto que
ésta la habría hecho desaparecer. Pero a su vez, algo similar se puede afirmar
correlativamente de Cartago respecto de Roma. Es decir, también Cartago es un algo que
tiene en Roma su límite, no simplemente en tanto que Roma está ahí frente a ella, sino
sobre todo en tanto se comporta negativamente frente a Roma. Al final la lucha terminó
en este caso, pero no terminó en general para Roma. Allí donde se fijaba un límite,
surgía también un enfrentamiento, que implicaba tanto una voluntad de seguir
constituyéndose y afirmándose cuanto el hecho de seguir expuesta a la negación
proveniente de los otros pueblos con los que limitaba.
Esta primera dimensión del concepto de límite, aunque referida más bien al aspecto
que podría considerarse como estático, en cuanto que pretende dar cuenta simplemente
del ser de aquello que simplemente tiene un límite, sin embargo deja ver ya su aspecto
dinámico. Pues por una parte, ya el hecho de tener un límite implica que el algo es y se
conserva en tanto se comporta negativamente frente a cuanto lo limita; y por otra, al
tener esto lugar también correlativamente - en lo otro, que aparece ahora como algo
respecto del algo inicial, que ahora se convierte en lo otro-, el límite lo es tanto de un algo
como de su otro. El límite de Roma implica, en el ejemplo mencionado, tanto el
comportamiento negativo contra Cartago como el comportamiento negativo de Cartago
contra Roma; implica, vista la situación en conjunto, que "el algo y lo otro tanto es como
no es" (Hegel, 1990: 123), lo cual no significa que desaparezcan de algún modo, sino que
su modo de ser se caracteriza como una especie de oscilación ontológica. El ser no está
garantizado a perpetuidad y, aparte de esto, en tanto que es lo que es, es un no ser, no
sólo en cuanto que no es lo otro de sí, sino que esto otro implica que se está minando o
cuestionando su ser. Esto ya hace ver el carácter dinámico del concepto de límite.
Pero éste aparece mucho más intensamente - cabría decir, con verdadera propiedad -
desde el punto de vista de su segunda dimensión. Hegel utiliza dos términos: Grenze y
Schranke. Es difícil utilizar dos palabras distintas en nuestro idioma para traducirlos. El
primero se ha traducido por "término" y el segundo por "límite". Así lo hace Rodolfo
Mondolfo en su traducción de la Ciencia de la Lógica. Parece que Hegel, en una primera
etapa, tomó ambos términos como sinónimos, tal como se puede desprender del contexto
del texto citado en primer lugar (Hegel, 1990: TW, 4, 167) aunque también cabe
interpretar que lo que quiso decir es que lo que tienen en común Grenze y Schranke -
término y límite - se dan en tanto que lo otro es el no ser de algo. Término parece la
traducción apropiada de Grenze, en tanto que expresa lo que en rigor media entre las
cosas, en este caso los acontecimientos. Las cosas terminan donde las otras las limitan y
127
éstas a su vez terminan igualmente justo en el punto y forma en que son limitadas por
aquellas. El término de unas señala rigurosamente el no ser de las otras. Éste es el
aspecto prioritario según Hegel, si bien hemos tenido ocasión de ver de qué forma
profundiza en su significado. La importancia que tiene ese concepto en el campo de la
historia bien merece ser tomada aquí en consideración. Tanto más cuanto que esa
primera dimensión se proyecta y profundiza en la segunda.
128
ser así, sí disponemos de un criterio para saber cuándo no se acierta en la elección y uno
se desvía del camino a seguir. Por principio esto ocurre cuando en lugar de dejarse
determinar por su ser, el sujeto, en su proyección más simplemente empírica, se erige en
principio determinante de lo que debe ser, como si de ningún modo el camino estuviera
trazado de antemano. Cualquiera puede preguntarse si la tragedia a la que se han visto
arrastrados pueblos enteros no tiene que ver con el olvido de esa reflexión elemental
acerca de lo que es su propio límite, en lugar de tender incesantemente a sobrepasar
realizaciones determinadas que no responden a lo que el sujeto por su propia índole debe
ser. En todo caso, cuando en la elección se da con los propios confines, con aquellos que
responden a la esencia del sujeto, el ser de éste está verdaderamente constituido. El
sujeto de la historia se constituye propiamente en cuanto tal, no simplemente en cuanto
que tiene límites, sino en cuanto que se pone esos límites y además lo hace en
correspondencia con lo que es su esencia. Pues para que lo negativo que los confines de
un acontecimiento implican sea esencial, se requiere que aquellos sean expresión de lo
que es su propia esencia. Cuando un pueblo se encuentra ajustado dentro de los límites
que son los suyos, porque brotan sólo de sí mismos, ocurre con frecuencia que se
concentra sobre sí mismo e inicia una etapa productiva en las diferentes manifestaciones
posibles como pueden ser el arte, la literatura, la ciencia o el pensamiento en general.
Esto tiene que ver con el límite, con la adquisición, por parte del pueblo, o del sujeto
histórico en general de la determinación y constitución que le es propia.
129
c)En consecuencia el límite es expresión del modo en que está determinado o
constituido el ser de la cosa, de su individualidad.
No hay límites en general, pues cada cosa tiene sus propios límites, o para
ser más precisos, tiene su límite, puesto que al igual que cada cosa es unitaria
dentro de su complejidad, única incluso, en buena lógica también posee un
límite, aunque éste tenga muchas manifestaciones y se exprese en infinidad de
variantes. Más que tener limitaciones, se es limitado, lo cual implica que cada
cosa, cada acontecimiento, en tanto que es, está confinado en su propio límite
y concentrado en él.
e)Este hecho nos lleva al último aspecto bajo el cual el límite posee un carácter
positivo. Los hombres como seres vivos que protagonizan la historia, no sólo
cumplen determinadas funciones - al igual que los demás seres vivos en el grupo
de que forman parte-. Esas funciones están además llamadas a variar; incluso
pueden representar en ocasiones un verdadero progreso. Esto tiene su origen en
que la peculiaridad del hombre en tanto que determinado por un límite y
consciente de él, está ya más allá del mismo; no en el sentido de que cada cosa
en cuanto limitada es ya un más allá de sí misma en la medida en que tiene
incorporada en sí la referencia a lo otro: "Lo otro de un límite es justamente el
más allá (Hinaus) del mismo" (Hegel, 1990: 131); ni tampoco en el sentido en
que los seres vivos en general poseen el privilegio del dolor en cuanto que éste
actualiza el sentimiento de su mismidad que supone estar más allá de la negación
que el dolor supone (1. c., 132). Lo propio del hombre y por consiguiente de su
actividad en el campo de la historia está en que además la toma de conciencia de
sus límites tiene su raíz en un modo de ser, caracterizado no por la universalidad
130
propia de este o aquel género, sino por la universalidad como tal, lo que le abre a
lo ilimitado e infinito, sin dejar por ello de ser finito.
Es una obviedad que hechos o acontecimientos son los contenidos básicos de la historia y
por tanto deben ser, de forma temática o no, punto de referencia de una teoría de la
historicidad. A ellos nos referimos aquí al hablar de facticidad y sobre esta quisiéramos
decir algo en su relación con la historicidad. Pero ¿es necesario introducir un sustantivo
abstracto más? ¿No basta con el empleo de los términos hecho o acontecimiento, sobre
todo si se tiene en cuenta que al introducir el sustantivo abstracto parece que se diluye
tanto más el carácter concreto de los acontecimientos?
131
siguiendo un camino puramente histórico? No; sólo por el camino que Niebuhr
inició y la tendencia que inspiró a Hegel es posible dar cima a la tarea que se
propone la Historia Universal' (1966: IV, 525 y s.).
Como anotación suplementaria de lo que reconoce el propio Ranke habría que añadir
que la consideración meramente empírica o histórica, en el sentido al que el texto citado
se refiere, es insuficiente no sólo para construir una historia universal, sino también para
comprender el significado de cualquier acontecimiento histórico. Puede decirse además
con toda razón que, porque la adecuada comprensión de los hechos presupone principios
y categorías, que son previas a los hechos mismos, la propia historia universal los
presupone también en todo caso. Porque si se pudiera disponer del conocimiento preciso
de los hechos en todo su alcance por la vía meramente empírica, nada impediría hacer
una reconstrucción de la historia universal por el mismo procedimiento. El problema se
plantea en éste, como en tantos otros casos del conocimiento, porque los datos son
mudos por sí solos, si no se accede a ellos con los requisitos previos que supone todo
conocimiento de la verdad. Por más que los hechos nos afecten, nos impresionen o nos
conmocionen, nada podremos decir sobre lo que son y representan, si no adoptamos una
actitud de escrupuloso distanciamiento ante ellos.
132
A lo que tenemos que estar predispuestos en la historia es a dejarnos sorprender por
acontecimientos que, para bien o para mal, desbordan todas las expectativas, hasta el
punto de que son esos los acontecimientos que suelen considerarse como
verdaderamente históricos. La caída del muro de Berlín fue uno de esos hechos
relevantes, que sorprendió a todas las cancillerías occidentales. Es claro que frente a esto
se puede hacer valer que todo ello es, por buena o mala fortuna, humano, según los
casos demasiado humano, y que por tanto si hay notas o características que valen para lo
humano en general, esas mismas características serán válidas, aunque sea con matices,
para los hechos históricos. Sin embargo esta consideración tiene muy poco peso, porque
no está centrada en lo específico del caso.
Se podrá predecir, sin miedo a equivocarse, que allá donde actúa el hombre, habrá
cosas que contar en lo bueno y en lo malo. Pero nadie habría podido predecir - al menos
cuando de ello no existía aún indicio alguno - que un régimen como el soviético iba a
durar 72 años, que en tal fecha iba a comenzar la guerra franco-prusiana o la Primera
Guerra Mundial, que tendría lugar la Guerra Civil de España y así en infinidad de
ejemplos. Es obvio que en el hombre hay muchísimas otras cosas que tampoco son
predecibles, pero de ellas no decimos que sean hechos históricos en el sentido habitual de
la expresión. Con relación a esto estamos ahora tomando en consideración el concepto de
facticidad y de él decimos que, a diferencia de lo que ocurre con otros muchos conceptos
- por supuesto, con el concepto de hombre - no nos permite predecir ningún
acontecimiento de aquellos con los que tenemos que ver en lo histórico. Y es ésa la razón
por la que la facticidad no tiene ni de lejos ningún rasgo de los que consideramos propios
de los conceptos "platónicos".
2. Otra razón por la que "facticidad" difícilmente puede considerarse como concepto
en ese sentido se debe a que si tenemos a la vista el conjunto de los hechos históricos, o
para ser más exactos, procuramos tenerlo, ya que tal empresa en su totalidad es
imposible de realizar; si intentamos tener ante nuestra vista un conjunto significativo de
hechos relevantes en la historia en sus más variadas manifestaciones, difícilmente
podremos establecer semejanzas entre los diferentes hechos, que nos permitan fijar
contenidos comunes a todos ellos y hablar en consecuencia de conceptos según el
significado habitual del término. El referente de facticidad son hechos, determinados
hechos, no es el hombre. Y sin embargo esos hechos son del hombre, tal como hemos
venido diciendo.
133
la índole propia de la vida humana - acentúa el carácter complejo de lo que es el hombre,
que desborda por completo cualquier pretensión de agotar su realidad mediante
conceptos, mucho menos si mediante ellos pretendemos expresar una definición. Lo que
la facticidad es se sabe ya desde hace muchos siglos, aunque esto haya tardado siglos en
aclararse de forma refleja y conceptual. Uno de esos testimonios más fehacientes lo
encontramos en la Antígona de Sófocles (1981: 261 y s.) (v. 332 y ss.):
No es fuera del marco de lo humano donde Sófocles localiza lo asombroso; más aún,
lo asombroso por antonomasia es el hombre. Lo asombroso se halla en medio de
quehaceres habituales, pero en relación con algún tipo de actividad en la que de pronto
nos encontramos con lo inesperado, al menos en el sentido de que nunca partiendo de
características generales podríamos llegar a ese tipo de conclusiones. Y sobre todo, con
estas consideraciones, entre otras, Sófocles predispone al tremendo asombro que
provoca la acción de Antígona. En la historia no todo es ciertamente asombroso, pero sí
es cierto que tenemos que ver con un campo en el que de forma frecuente y muy
acentuada, el hombre encamina su destreza "una veces al mal otras veces al bien". Ese
tipo de facticidad con que nos encontramos en la historia, sin estar naturalmente fuera del
ámbito humano, representa una especie de inversión desde el punto de vista de lo que
puede ser la caracterización de uno y otro ámbito. Pues no podemos inferir, como ya
hemos indicado, el significado de la facticidad partiendo de la noción general de hombre;
en cambio desde facticidad, desde la representada en alto grado por la historia, podemos
profundizar en su conocimiento, porque en razón de la historicidad, en cuanto que ésta
expresa la facticidad en la historia, se percibe que el hombre puede llegar hasta el
extremo de sus propios límites. Heidegger, el autor más autorizado tal vez en este asunto,
dice sobre la facticidad en general:
134
El carácter fáctico (Tatsiichlichkeit) del hecho (Tatsche) del propio ser-ahí
es, desde el punto de vista ontológico, radicalmente diferente del estar presente
(Vorkommen) fáctico de una especie mineral. El carácter fáctico del factum
ser-ahí, es lo que llamamos facticidad del ser-ahí. El concepto de facticidad
encierra en sí: el ser-en-el-mundo de un ente intramundano, en forma tal que
este ente se pueda comprender como ligado en su destino (Geschick) al ser del
ente que comparece para él dentro del mundo (Heidegger, 1963: 56).
Como ya hemos dicho en casos anteriores, el texto lo tomamos más bien como
pretexto para seguir profundizando en el tema, siempre al hilo de lo que viene siendo
nuestro planteamiento. Por ello no vamos a hacer un comentario a Heidegger, sino una
aplicación al caso de la facticidad en relación con la historicidad, o simplemente de la
facticidad histórica. A cuya finalidad vamos a tomar en consideración los aspectos o
momentos siguientes, comenzando por la indicación final, según la cual el ser-ahí, como
ente intramundano se puede comprender, bajo la perspectiva de la facticidad o en razón
de la misma, "como ligado en su destino al ser del ente".
Podemos decir por tanto, a tenor de esto, que la facticidad, en cuanto modo de ser
de la historicidad, que es propia del hombre, condensa en sí misma toda la fuerza, es
decir, toda la capacidad de presencia y de acción del ser mismo, con otras palabras todo
lo que hay de entidad en el mundo, al que el ser-ahí pertenece constitutivamente, se
centra en este, en cuanto que puede tener significado para él. Esto significa que el
hombre, en tanto que protagonista de la historia se juega su propio destino en su
confrontación con el ser del ente, que comparece ante él o ante quien él comparece, pues
lo uno es correlativo de lo otro. Y si hubiera lugar para hablar aquí de lo absoluto habría
que decir tanto que lo absoluto llega a su verdadera y efectiva realidad en lo fáctico de la
historia cuanto que el hombre mediante su radicación en la facticidad de la historia llega
al auténtico cumplimiento de lo que el destino le ha deparado.
135
El ente cuyo análisis constituye nuestra tarea lo somos en cada caso
nosotros mismos. El ser de este ente es en cada caso el mío. En el ser de este
ente se las ha este mismo con su ser. Como ente de este ser, él está confiado a
su propio ser. Es el ser mismo lo que le va en cada caso a este ente
(Heidegger, 1963: 41 y s.).
Lo más oculto para el cotidiano ajetreo del ente y lo más vedado para la
curiosidad siempre casual y errática es "la patria". Esto no es ciertamente nada
que esté al margen, nada que yaga en algún lugar por detrás de las cosas o que
flote por encima de ellas. La "patria" es el ser mismo, que sustenta y ajusta
desde el fondo la historia de un pueblo, en tanto que es un pueblo que es ahí:
la historicidad de su historia. La patria no es una idea en sí, abstracta y
supratemporal, sino que el poeta ve la patria históricamente en un sentido
originario (Heidegger, 1980: 121).
Lo que vale para esa presencia intensa del ser en lo que es algo así como la
facticidad de la patria, valdría por ejemplo análogamente para un grupo mayor o menor,
pero en todo caso perfectamente cohesionado, al que el individuo pertenece y se siente
pertenecer, hasta el punto de que en ello le va, si no la vida misma, sí al menos el sentido
de su vida. No sería por ejemplo el caso respecto de la Universidad en su organización y
gestión actual, donde hay mucho de ajetreo, donde raramente tiene asiento una mínima
referencia al sentido de la existencia. Sobre todo es válido lo que Heidegger afirma, de la
presencia intensa del ser, respecto de cada "ser-ahí', al que caracteriza en algún otro lugar
como hombre auténtico y esencial. Sobre él gira, cabe decir, y en él tiene su asiento el
significado efectivo de lo fáctico.
136
Pero la facticidad encierra según Heidegger otro significado que tiene que ver más
directamente con la facticidad propia de la historia. Es lo que según el texto citado en
primer lugar representa "el cada vez" - jeweilig-, que sólo de modo impropio se puede
identificar con lo que es en cada caso, pues a esto último añade la referencia temporal; y
esto no como la simple distensión temporal en que habitualmente se va viviendo, pero de
forma tal que ningún momento parece significar nada especial, al igual que todos en
conjunto. Se trata de un "cada vez", que no siempre se hace presente como tal y en el
que cada ser-ahí se ve "como ligado en su destino al ser del ente". Cada uno tiene su
oportunidad, que le es renovada cada vez en la situación que le está destinada.
137
138
a temporalidad no es entendida aquí como equivalente al tiempo en cuanto
medida del movimiento según la conocida definición de Aristóteles: "Número del
movimiento conforme al antes y al después" (Aristóteles, 1996: 125, IV, 11, 219 b 1 y
s.). No se refiere por tanto al tiempo uniforme, que discurre de forma para todos igual.
Tampoco se trata del modo en que nos afecta el tiempo, biológica, psicológica o
circunstancialmente. Condicionado por el desarrollo biológico, el hombre percibe de
manera bien distinta el discurrir del tiempo en sus diferentes edades: infancia,
adolescencia, juventud, madurez o ancianidad. Sobre esto se ha escrito mucho, con
carácter más o menos científico en unos casos, como resultado de la introspección o
como síntesis de lo uno y de lo otro (cf. Kasten, 2001: 5-110).
139
de entender el tiempo, puede la reflexión plantearse sus propias preguntas respecto por
ejemplo de si, con todo ello, se trata de vivir tanto más intensamente el tiempo o más
bien de dominarlo, de situarse por encima de él y trascenderlo. En todo caso, la
importancia tanto del tiempo como de la historia ha sido ya ampliamente resaltada (cf.
Rosenzweig, 1990: 302-308; 374-386; Boman, 1965: 109-132; Von Rad, 1957: II, 112 y
ss.; Renckens, 1961: 71 y ss., 216 y ss., 249 y ss.).
El hecho de estar en un nuevo tipo de soledad, no solo más intensa y radical, sino
cualitativamente distinta, por cuanto tiene que ver con la pérdida ya definitiva de raíces
de sustentación y de claves de orientación que venían siendo habituales, de puro
tradicionales, tiene que traer como forzosa consecuencia una manera muy diferente de
vivir su tiempo, porque en buena medida tiene que "crearlo" y ajustarlo a su nueva forma
de vida, al igual que se ve también forzado a crear su mundo. Se puede sin duda hacer
un análisis específico de las diferentes formas de vivir la soledad. Como mera indicación
140
puede tomarse en consideración lo siguiente: al no disponer de otra referencia absoluta
que no sea aquella que él se puede ajustar a sus objetivos y proyectos, se ve de pronto
sin las normas de orientación que una tradición multisecular le había deparado. Antes
aludía al hondo significado del sábado en la concepción judía. Algo similar ha existido en
la concepción cristiana. Pero en la medida en que la vida occidental tiene un peso
especial y preponderante esto se ha perdido o está en vías de perderse.
141
inmediato desaparecer de uno en el otro: el devenir (Hegel, 1990: 71 y s.).
142
qué el tiempo se ha convertido en ese elemento básico, pues tales formas o bien están
muy afectadas por lo psicológico o bien - en parte como consecuencia de eso mismo -
tiene connotaciones relativistas. Lo que se presupone en la noción de un elemento básico
es que tenga alcance y validez universales. Y esto, aun estando siempre ahí - pues nadie
será capaz de producir a capricho un universal y si de pronto aparece es porque ya
estaba - ha tenido que manifestarse en su momento, paradójicamente cuando le ha
llegado su tiempo, su hora.
El cambio que ha tenido lugar podría tal vez formularse diciendo que de hacer su
historia en el tiempo el hombre ha pasado a hacer con el tiempo su propia historia. Según
esto ya no se puede decir que la historia discurre en el tiempo como si este fuera un
simple escenario de la historia, porque el hombre ya no se puede limitar a programar
cosas de la más diversa índole en el tiempo, sino que tiene que programar el tiempo
mismo. Ello se debe, como indicaba antes, a la forma tan radical en que no puede ya
abandonarse a un proceso simplemente natural, tampoco puede verse como proyección o
prolongación de lo que ha sido, sino que se ve precisado a construir - desde la de-
construcción de lo que ha sido - lo que quiere ser y va a ser "cada vez" y en "cada caso"
en el futuro, que como dimensión temporal deja de ser un "momento' más o menos
lejano para ser algo por-venir.
El simple futuro se transforma en algo que está por venir en razón de la forma tan
radical como el hombre se ve precisado a contemplar su vida y por ende también su
historia. La consideración meramente sucesiva del tiempo: pasado, presente, futuro sigue
existiendo y teniendo el peso y la fuerza que le corresponden. Esto es tan cierto como
que vitalmente provenimos de nuestro pasado más insobornable, que es el nacimiento, y
caminamos indefectiblemente a un futuro ineludible, la muerte. Pero esta secuencia es
143
insuficiente. Como ser temporal el hombre ya no camina simplemente hacia su futuro,
sino que tiene que proyectar ese futuro, que se convierte así en por-venir, en cuanto que
es lo que el hombre tiene que labrar o esculpir para sí. Es así como el simple tiempo es
temporalidad y ésta se convierte en el elemento básico de la historia, sobre el que se
construye la historicidad, o sea se establece aquello que le impulsa al hombre a hacer una
historia.
Tan difícil de expresar y, sin embargo, muy fácil de entender. Es mirando al futuro,
es decir, a lo que aún no es, pero está por venir como el hombre se resuelve a tomar
decisiones, sobre todo las que son esenciales porque está en juego su propio ser. Es
mirando a ese porvenir como el hombre se pone en la situación de poder decidir, por
tanto "presentizd" o "presencializa" sus propias posibilidades. Y es entonces cuando
emerge no el pasado en su habitual significado, sino lo que ha sido bajo el modo de estar-
siendo. Es el hombre mismo, en cuanto que se halla a la búsqueda de sus posibilidades,
quien hace que lo que ha sido se presente, en sentido propio y estricto, haga brotar de
ese modo el presente, lo constituya.
Visto así, el fenómeno es sin duda unitario, pues el futuro deja de ser algo lejano al
ser visto como dimensión que adviene, en virtud de la resolución del ser-ahí de tomar
decisiones, que sin duda recaen en el futuro, que automáticamente pasa, sin embar go, a
constituirse en ad-venir o por-venir, que a su vez sólo puede tener consistencia, en
cuanto que presencializa las posibilidades, latentes en lo que ha sido. Dicho tal vez de la
forma más sencilla posible, pero sin duda no suficientemente precisa: mirando al porvenir
rescatamos de lo que ha sido aquellas posibilidades que nos permiten actuar en el
presente.
3.1. Conexión de los diferentes modos del saber histórico con la temporalidad
144
Hay múltiples formas de narrar la historia. Por de pronto, hay dos antitéticas: la
cronológica, es decir, la narración de los acontecimientos centrada en datos, fechas,
personalidades, etc. Es lo que predomina en la obra monumental reciente bajo el título:
Historia a mano de 1. Geiss, que es sin duda útil si lo que se va buscando son referencias
a hechos de diversa índole en un plano simple y estrictamente informativo. El autor
pretende llevar a cabo una "rehabilitación de los datos" (Geiss, 2002: 1, 10). No le falta
razón en cuanto que deliberadamente se enfrenta a la ideología "progresista" que ha
intentado desacreditar "la dimensión del saber histórico" que debe tener como
fundamento la cronología, que se proyecta en toda la estructura de la obra. En ese
sentido el lector, el especialista incluso, tiene a mano - el título de la obra responde
ciertamente al objetivo fundamental que su autor se ha fijado - una amplia información
sobre los más diversos hechos históricos. Si quiere por ejemplo disponer de los
principales rasgos sobre la "la guerra española de sucesión", los podrá tener al momento
(Geiss, 2002: 4, 560). El problema con que se puede encontrar es que si pretende lograr
una visión de conjunto tanto sobre las cuestiones de diversa índole y su interrelaciones
como sobre el significado de los datos mismos, va a tener que recurrir a otro tipo de
fuentes y de documentos.
Dentro de este núcleo básico hay por otra parte matices de importancia. Febvre
sostiene que en la historia es preciso mantener la idea de que los deseos y las acciones
individuales de los hombres son constitutivos para las estructuras (cf. Baberowski, 2005:
145
144). No dice sin embargo que tengamos que ver propiamente con dos tipos de factores:
los individuos y las estructuras, sino con que aquellos están en función de éstas. A la
postre estaría en el fondo de acuerdo con lo que sostiene Braudel sobre lo que representó
Juan de Austria al frente del ejército que derrotó a los turcos en la batalla de Lepanto:
habría sido simplemente el "instrumento del destino" (Baberowski, 1. c., 150). Con lo
cual se nos remite a algo más bien bastante común a todas las concepciones y escuelas
de esa corriente. De ello es una muestra la tesis del mismo Febvre, cuando en su
monografía sobre Lutero caracteriza al gran Reformador como un producto o reflejo de
su medio, porque las nuevas ideas que Lutero y sus seguidores representaban tenían que
estar en consonancia con la sensibilidad religiosa de la burguesía ascendente.
Esto es tan verdadero como falso, puesto que muchos sectores de la burguesía no
estaban de acuerdo con las ideas de Lutero. Pero sobre todo lo esencial de Lutero es su
obra, que es preciso leer y comprender en lo que en sí misma es y representa, es decir,
teológicamente. Sólo desde este punto de vista se puede entender que Lutero llegara a
conformar el modo de pensar y de vivir de toda una época. Al fin, la afirmación de
Febvre de que los deseos y las acciones de los hombres son constitutivas, se reduce en
este caso a que las ideas, con las que los hombres ordenan su mundo y a las cuales están
sometidos, se reflejan en cada individuo, de forma que a través de tales ideas lo que
habla es el espíritu de la época. Es decir, Febvre se vendría a confesar hegeliano, si bien
Hegel atribuye un papel mucho más relevante a los individuos. Las ideas colectivas se
reflejan en lo que piensan y hacen los individuos, pero estos influyen de forma decisiva
en la conformación de las mismas ideas colectivas. En definitiva, ese primer matiz que
me proponía introducir, no cuestiona sino que confirma la tesis fundamental de la
Escuela de los Anales.
Algo distinto ocurre con el segundo matiz, que aparece en la última fase de la misma:
la llamada Historia de las Mentalidades. Sin embargo inicialmente se puede ver en las
interpretaciones que se atienen a la existencia y al cambio de las mentalidades un
procedimiento para descubrir a través de ese medio las estructuras económicas y
sociales; lo cual implica prescindir de la fuerza motora y transformadora que tienen las
mentalidades o ideas colectivas. Pero hay otro aspecto que ha llevado a un historiador
como Ariés a introducir una notable flexibilidad en la tesis central de la Escuela de los
Anales.
El punto que hizo cobrar impulso a la Historia de las Mentalidades fue la toma de
conciencia de que nuestra mentalidad ha sufrido una herida grave, tal como Ph. Ariés se
ha expresado mirando retrospectivamente el proceso. En la época de la Ilustración y del
146
progreso industrial los hombres se han sentido seguros de la superioridad de su época y
de su concepción del mundo. No podían ver otra cultura fuera de la suya. Pero el
hombre actual se ha vuelto inseguro, se le ha hundido la tierra bajo sus pies. Hoy
reconoce la existencia de diferentes culturas donde los historiadores clásicos sólo podían
ver una y numerosas desviaciones bárbaras de ella. La transformación en el modo de
escribir la historia, que se inició con el concepto de las mentalidades, fue según esto
también una reflexión del hombre sobre la época en la que él vivía. La historia de las
mentalidades lleva así a su disolución las diferencias epocales, porque destaca la
importancia de las ideas colectivas para la vida de los hombres. Pero de este modo el
pasado se nos vuelve cercano y ya no podemos ignorarlo. Toda una serie de
concepciones, de sabidurías conforman la vida de la que son expresión y al mismo
tiempo la estructuran. Una historia de la cultura de lo social describe el mundo tal como
los hombres creían que debía estar constituido. Los primeros historiadores de las
mentalidades no tenían idea de esto. Podría decirse que con este cambio de la mirada
desapareció la historia de las estructuras y el individuo como creador de las estructuras
ha sido recuperado para la historia.
En todo caso, como nos hemos visto llevados a consideraciones sobre la concepción
de Hegel y, sobre todo, porque aquí tenemos que ver con una reflexión filosófica, vamos
a presentar con brevedad las diferentes formas en que según Hegel se puede escribir la
historia y su correspondiente valoración.
147
A) La "historia originaria", la que han escrito historiadores como Heródoto o
Tucídides, contemporáneos y, en cierto modo, testigos de los hechos que narran. Su
tarea es hacer que quede para la representación lo que consideran esencial en los hechos
y en las situaciones históricas. De tal historia originaria se desprenden algunas
consecuencias, como son: a) el contenido no puede ser muy amplio. Su tema esencial es
aquello que se mantiene vivo en las propias vivencias y en el interés actual de los
hombres. El autor describe lo que él más o menos ha presenciado o por lo menos ha
vivido. Son cortos espacios de tiempo, a la vez que figuras individuales de hombres y de
sucesos. Estos historiadores trabajan con intuiciones que ellos han vivido a fondo. Son
rasgos particulares y no reflexionados, con los que pintan "un cuadro tan concreto como
ellos tuvieron ante sí en la intuición o en la narración intuitiva para llevarlo a la
representación de la posteridad" (Hegel, 1955: 6). b) El espíritu del autor y el espíritu de
las acciones que narra, es uno y el mismo. Por ello, no va a tener que incorporar por de
pronto reflexiones, puesto que "él vive en el espíritu de la cosa", no está fuera de ella, tal
como lo está la reflexión. El hecho de que surja este tipo de historia se debe a que el
espíritu de la misma cosa la postula cuando ha adquirido un determinado grado de
formación, o simplemente cuando está en verdad formado, puesto que "un lado
primordial de su vida y de su acción es su conciencia acerca de sus fines e intereses, al
igual que sobre sus principios, un lado de sus acciones es la forma de explicarse sobre sí
mismo ante los otros, actuar sobre su representación, con el fin de mover su voluntad"
(Hegel, 1955: 7). Y a continuación formula Hegel una tesis tan "actual" como la siguiente:
"Discursos son acciones entre hombres, y por cierto acciones muy esenciales y eficaces".
Y esto llevado al ámbito de la historia significa: "Discursos en un pueblo, de pueblos a
pueblos, de los pueblos o de los príncipes, en cuanto acciones, son objeto esencial de la
historia, especialmente de la antigua" (1. c.).
Singular importancia atribuye Hegel al hecho de que en este tipo de historia originaria
no son las propias reflexiones del autor aquello con lo que explica y expone la conciencia
del espíritu que guía al pueblo, sino que "ha de hacer que las personas y los pueblos se
expresen sobre ello, sobre lo que quieren y cómo saben lo que quieren" (1. c.). Es esa
correspondencia o, si se quiere, fusión de los discursos con las acciones lo que da a
aquellos su extraordinario valor.
148
conciencia de sus relaciones políticas, así como de sus relaciones éticas y
espirituales, los principios de sus fines, formas de actuar, -y el escritor de la
historia se ha reservado para su reflexión poco o nada y lo que les hace decir a
aquellos no es una conciencia extraña, que les haya sido prestada, es su propia
formación y conciencia. Si se quiere estudiar la historia sustancial, el espíritu
de las naciones, vivir y haber vivido en ellas hay que introducirse a fondo en
tales escritos originarios de la historia, detenerse en ellos, y uno no puede
detenerse en ellos lo suficiente. Aquí tiene uno la historia de un pueblo o de un
gobierno, fresca, viva, de primera mano. Quien no quiera convertirse
precisamente en un histórico erudito, sino disfrutar de la historia, puede
quedarse en gran parte casi solamente en tales escritores (Hegel, 1955: 8).
Este texto es importante y merece ser transcrito aquí por varias razones. En primer
lugar, porque no se suele hacer. Hegel adquirió pronto fama de gran filósofo por sus
Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal y en todo caso la popularidad le
llegó por este camino (Rosenkranz, 1969: 376), pero lo que quedó sobre todo en la
conciencia - o tal vez habría que decir, en el subconsciente colectivo - fueron la
concepción de la historia como progreso en la conciencia de la libertad, la relación
intrínseca de esta libertad con la dialéctica de los espíritus de los pueblos particulares,
encarnados en los estados correspondientes, el triunfo o esplendor de la idea en todo ese
proceso, al margen de lo que pueda ser el sufrimiento o la felicidad de los individuos, así
como la tesis rotunda de que la historia universal es el juicio universal. Ante esta
escenificación de la historia no sorprende que surgiera más de un malentendido,
especialmente respecto del valor y de la dignidad de los individuos que presuntamente no
habrían sido reconocidos. Y, aunque este malentendido ha sido denunciado ya desde el
comienzo (cf. Rosenkranz, 1969: 376 y s.), se mantiene sin embargo en buena medida.
El texto que acabo de citar abunda también en ese reconocimiento de la importancia
esencial e irrenunciable del individuo, de su acción y concretamente en lo que es el
campo de la metodología. Lo que individuos como Heródoto y Tucídides nos han
transmitido tiene carácter sustancial y es por tanto insustituible. Con ellos tiene que
empezar, según Hegel, todo aquel que aspire a adquirir un sentido, siquiera sea
aproximado, del significado profundo de la historia. Pero además esos autores, son
importantes porque nos ponen en contacto con personalidades, en las que se encarna el
espíritu de un pueblo o de una época. Tal es por ejemplo el caso en la relación que se
establece entre el Tucídides historiador y el Pericles político. Lo que en este caso quiere
decir Hegel es que un individuo transmite, en perfecta sintonía, lo que otro individuo es y
representa.
149
La segunda razón de que el texto citado sea tan importante es porque hay una
identidad entre el espíritu del autor y el espíritu de las acciones que narra. El espíritu es
uno y el mismo; con ello no simplemente ocurre que el individuo nos remite a una
concepción o un contenido que propiamente le desborda, sino que el individuo es, él
mismo, esa otra dimensión, se autotransciende, es él y lo otro de sí, no en relación
interpersonal, sino en relación de persona a contenido, que representa nada menos que el
espíritu de un pueblo o de una época. Éste es un caso paradigmático de universal
concreto, bajo un doble aspecto: de una parte porque está a la vista de modo inmediato:
lo que dice el autor individual es algo que expresa el interés de todos; de otra parte,
porque la concreción de lo universal en el individuo se lleva a cabo desde la acción. El
individuo adquiere rango universal, no simplemente en cuanto que está ahí, sino en
cuanto que obra de una forma determinada.
Ésta es la tercera razón de por qué el texto citado es relevante: la afirmación de que
los discursos son acciones muy esenciales y muy eficaces. Pero para que los discursos
tengan esa categoría tienen que ser expresión de lo que Hegel llama "espíritu de la cosa",
es decir, de aquello que verdaderamente importa a todos. Con lo cual deja fuera de
consideración aquellos discursos que no lo son en verdad y a los que además caracteriza
como pura charlatanería. Pero en realidad Hegel, que capta el problema, no lo desarrolla
ni lo puede hacer probablemente, porque las cosas ni de lejos habían llegado al punto en
que se encuentran hoy, una vez que la manipulación del lenguaje se ha desbordado en
grado sumo. Hegel podría pensar que los discursos que son pura charlatanería se
desacreditan por sí mismos y son en ese sentido "inocentes" (c£ 1955: 7), pero cuando se
tiene la posibilidad de convertir ese tipo de discursos en operativos y determinantes,
aquellos discursos, que se presentaban como inocentes, se revelan o pueden revelar
como sumamente culpables. "Los discursos son acciones muy eficaces" - sin duda, para
lo bueno y para lo malo. La inclusión de discursos que han tenido - al igual que otros
muchosun efecto considerable aunque sea funesto en una colección de "grandes
discursos" es coherente y no tiene nada de arbitrario (c£ Peter [s. f]; Brodersen, 2002).
Es un aspecto en el que se puede apreciar la fragilidad y la ambivalencia del curso
histórico, pendiente en buena medida, tanto en lo positivo como en lo negativo, de la
actuación de individuos determinados.
En la historia originaria incluye Hegel libros de memorias, más los franceses que los
alemanes, por entender que aquellos son más importantes. Hoy mirando
retrospectivamente puede decirse que algunas memorias de grandes personajes políticos
del siglo XX están ya sancionadas por la historia misma como muy importantes. Como
150
ejemplo de ello podemos mencionar las del general De Gaulle y las de Churchill. La gran
proliferación actual de libros de Memorias, cuyo verdadero alcance e importancia habrá
de determinar la historia misma, revela dos aspectos de interés: de una parte, el hecho de
que siguen contando con una gran aceptación por parte del público muestra que persiste
el instinto de que el testimonio de personalidades que han sido testigos de grandes
acontecimientos, sobre todo si además han participado en ellos, tiene especial valor,
porque a su modo responde a la convicción de que, como dijera Hegel, el espíritu de los
discursos y el de las acciones referidas es el mismo. Por otra parte, es una muestra clara
del reconocimiento del papel insustituible que les corresponde a algunos individuos en la
historia. A nadie le sorprende que esas mismas personalidades sintonicen, al expresarse
sobre sus propias acciones, con esa opinión colectiva. Valga como muestra el siguiente
texto:
Otro aspecto de interés que puede tener para los historiadores la lectura de Hegel es
el hecho de que él ya propugnó, con su historia originaria, lo que hoy ellos llaman
"historia del presente". Pues no sólo resaltó la importancia substancial de los discursos
relativos a los acontecimientos del presente y de los libros de memorias, que no son sino
testimonios de la época en que su autor vive, sino que este fenómeno de historiar el
presente se da también en la modernidad, bajo la forma de "informes" destinados a la
"representación" sobre determinados hechos, como "sucesos de guerra", De esos
informes coetáneos resultan más tarde visiones de conjunto relativamente completas (c£
Craig, 2006).
Esta forma de hacer y escribir historia está en conexión con la temporalidad bajo el
punto de vista del más estricto presente. Ello es - o parece - sin más posible si se tiene en
cuenta el hecho de que esa historia versa sobre el presente y se lleva a cabo en y desde el
presente. Distinta es la situación respecto de lo que sigue, pero no totalmente.
151
dirigida al pasado-, sino también en cuanto al "espíritu", puesto que el historiador se
enfrenta a períodos de tiempo, que inevitablemente han de tener una concepción muy
diferente de la que él como historiador tiene. Éste tiene pues que llevar a cabo una
elaboración del material de que dispone. Esto, bajo un primer aspecto, es obvio. Puesto
que se las tiene que ver con un material ingente, por pequeño que sea, no tiene más
remedio que seleccionarlo. Pero el problema, y también el interés, surgen bajo un
segundo aspecto. Puesto que el espíritu de la época a la que pertenece el historiador es
muy diferente del de la época historiada, son determinantes las máximas, las
representaciones, los principios que el autor mismo se hace "en parte sobre el contenido,
el fin de las acciones y de los sucesos, en parte sobre la forma de escribir la historia"
(Hegel, 1955: 11).
Esto supuesto, hay diferentes formas de llevar a término esta historia reflexiva. La
primera de ellas consiste en exponer una visión de conjunto de la historia de un pueblo,
de una región o del mundo en general. Inevitablemente estas historias tienen que
construirse sobre la primera y recopilar contenidos extraídos de escritores originarios, o
de informes lejanos o de noticias particulares (c£ 1. c., 11). Sin embargo, la dificultad
surge ante la forma de realizar esta recopilación.
La obra entera debe y tiene que tener también una tonalidad, puesto que el
autor de la misma es un individuo de una formación determinada; ahora bien,
los tiempos, que recorre tal historia, son de formación muy diversa, al igual
que los historiadores que él puede utilizar, y el espíritu que desde quien escribe
habla en ellos, es otro que el espíritu de estos tiempos (Hegel, 1955: 12).
152
que caen fácilmente en la tentación de describir con todo lujo de detalles un tiempo
pasado, que como consecuencia no puede sino resultar extraño a su propia realidad.
Hegel propone su propia solución. Frente a la tentación aludida, que sin llegar a los
excesos de Tito Livio, puede sentirse seducida por el intento de introducirse en el interior
de tiempos pasados, en la creencia de llegar como a identificarse con ellos, Hegel
establece una norma estricta, que tiene una vertiente negativa y otra positiva. No
podemos simpatizar en lo más importante con los griegos por ejemplo, no podemos hacer
nuestra su propia sensibilidad, puesto que hay cosas que nos distancian definitivamente
de ellos, como es la esclavitud. Con este rechazo a la pretensión de lograr una empatía
total con el pasado posiblemente esté polemizando con su colega Schleiermacher. La
vertiente positiva, es decir, la respuesta al problema arriba planteado sólo la puede
proporcionar el entendimiento (Verstand). Es preciso, dice, "abandonar más o menos la
exposición individual de lo real efectivo y ayudarse con abstracciones, extraer, recortar"
(Hegel, 1955: 15).
cuadros de los grandes intereses de los estados, en los cuales desaparecen las
particularidades de los individuos. Los rasgos deben ser característicos,
importantes para el espíritu del tiempo; es lo que hay que llevar a cabo de una
forma superior y más noble, es decir, haciendo que las obras políticas, las
acciones, las situaciones mismas se hagan efectivas, haciendo que sea expuesto
lo universal de los intereses con su determinidad (Hegel, 1955: 16).
153
Con ello Hegel nos ha colocado en la vertiente positiva, nos ha proporcionado el
horizonte adecuado, pero no ha desarrollado esta respuesta inicial. Y sobre todo no
sabemos aún en qué relación aparece aquí la verdadera historia con el tiempo, la
historicidad con la temporalidad y al contrario.
Ahora bien, puesto que esa presencia no está en este caso en la historia misma,
puesto que se trata del pasado, tal presente surge en la visión del entendimiento, en la
actividad del sujeto, en una forma de esfuerzo del propio espíritu. Por lo tanto no se trata
de revestir los acontecimientos de una tonalidad meramente subjetiva, tampoco de
quedarse en los meros hechos, que de por sí no tienen color, son grises, sino descubrir
por debajo de los mismos un interés presente, en cuanto que es algo esencial. Tras lo
externo de los sucesos, descubrimos:
Por tanto, el presente con el que se ocupa esta manera de hacer historia - que es la
auténtica - no es una de las dimensiones del tiempo en cuanto distinta de las otras dos:
pasado y futuro. Es el presente de lo que siempre está presente. Sin embargo, puesto que
formalmente se trata de historia, alguna diferencia tiene que haber entre el ayer y el hoy.
Tal diferencia se refiere a la forma como lo que es esencial y permanente se hace
presente. Así el fin esencial de los sucesos que subyace a los mismos, por más
rudimentario que sea, es el estado. Este fin se da siempre y por tanto en rigor siempre es
presente. La historia tendrá que ocuparse en concreto de la forma en que el estado se
conserva hacia fuera frente a los demás estados, al igual que hacia dentro deberá conocer
su desarrollo y conformación que implica necesariamente una serie de estadios, mediante
lo cual surge lo racional, la justicia y afianzamiento de la libertad. Esto es siempre
esencial a la vez que tiene las correspondientes variaciones según las diferentes
circunstancias históricas. Eso esencial, en su presente, de cada caso es lo que debe
indagar y exponer la auténtica historia, al margen de lo simplemente extrínseco y
154
accesorio.
Si hay una tonalidad que dar a la infinidad de hechos, secos y grises, es lo que aporta
la visión intelectiva, no las ocurrencias subjetivas del historiador que distorsionan lo
verdaderamente histórico:
Estas reflexiones pragmáticas, por más abstractas que sean, son del modo
indicado en la realidad lo presente y lo que debe vitalizar la narración y traerla
a la vida presente. Ahora bien, que tales reflexiones sean en realidad
interesantes y vivas, eso depende del espíritu propio del escritor (Hegel, 1955:
17).
Son pues según Hegel compatibles el presente, propio de lo universal que perdura a
155
través de los diferentes tiempos, y el presente propio de cada tiempo. Esto no tiene
mayor dificultad de comprensión que lo que tiene en general su obra, que no es poca. Se
puede comprender, sin embargo, si se explica la máxima del "esfuerzo del concepto".
Por tanto, hay dos tipos de presencia, plenamente reconocidas. En lo que es el tercer
género de historia; la historia universal filosófica se vuelve a acentuar el presente en el
sentido de lo que perdura siempre, pero visto a la vez en su concreción, en cuanto que
reasume en sí las dimensiones especiales en que se realiza: arte, derecho, religión, etc.
Volver sobre estas consideraciones de Hegel - o similares - puede ser útil hoy, pues
según opinión de autorizados especialistas se padece una penuria intelectual en lo que se
refiere a planteamientos estrictamente teóricos en la "ciencia histórica' (c£ Koselleck,
2003: 298 y ss.).
Por de pronto partimos del hecho de que hay pasado, presente y futuro. Es decir,
partimos de que hay tiempo. En virtud de la temporalidad establecemos la diferencia
entre esos momentos o dimensiones del tiempo, a la vez que sabemos que hay tiempo.
Por tanto, la temporalidad es una toma de conciencia directamente referida al tiempo y a
sus momentos. Es un saber a qué atenerse respecto del mismo, pero sin ese tipo de saber
el tiempo es algo caótico carente de significado. Basta recordar el desconcierto que se
apodera de nosotros, no propiamente por el hecho de olvidar algo que nos ha ocurrido o
que hemos visto, etc. Eso es algo habitual y sin embargo podemos ser o hacernos de
nuevo dueños de la situación. El desconcierto verdadero surge propiamente cuando de
pronto tenemos la impresión de que no disponemos de las coordinadas que nos permiten
colocar cualquier tipo de sucesos - que en sí pueden no significar nada especial, pero que
para cada uno de nosotros pueden ser muy relevantes - en un antes, un ahora o un
156
después. Poder situar los fenómenos en general y más concretamente lo que nos sucede
es función de la temporalidad, aunque a veces a eso se lo llame tiempo. Pero además de
cumplir esta función, la temporalidad tiene otra, no menos importante, sin la cual la
anterior no se da. Consiste en establecer - junto con la distinción de momentos
temporales, en virtud de lo cual situamos cada fenómeno en el tiempo que le corres
ponde: pasado, presente o futuro - la unidad de esos mismos momentos. Es una unidad
que por de pronto hay que entender como nexo de unos momentos con otros. Lo cual
viene implicado en algo tan obvio como que el pasado no sólo antecede al presente, sino
que fuerza su llegada, al igual que el presente es ya él mismo paso hacia el futuro. Pero
además de este nexo tiene que existir un punto de vista desde el que se vea que tiene que
haber una unidad entre los diferentes momentos temporales y que sea, él mismo no
como ajeno al tiempo sino como intrínseco a él, dicha unidad. La unidad viene postulada
por una exigencia a priori de orientación en el mundo.
157
perdurar. Aduzco simplemente el texto que me parece más significativo, sin que nos sea
posible detenernos aquí a intentar una explicación adecuada del mismo.
Quien se ocupe del problema del tiempo deberá estudiar a fondo, hoy, los
capítulos 14-28 de las Confesiones. Pues la época contemporánea, tan
orgullosa de su saber, no ha llegado en estas cuestiones a resultados muy
brillantes que signifiquen un progreso importante respecto a aquel pensador tan
grave y serio en sus luchas espirituales (Husserl, 1966: 3).
Que Husserl estudió a fondo el texto de Agustín parece claro, tanto más cuanto que
su propia concepción encaja muy bien en el horizonte de las reflexiones de aquél.
Ciertamente Husserl hace un planteamiento trascendental:
Esa constitución está integrada por tres momentos: "la retención" (Retention), que es
la actividad de la memoria como capa cidad de hacer patente a la conciencia el pasado
(Husserl, 1966: 26 y ss.); la presencialización (Gegenwdrtigung), que es la actividad de la
percepción en cuanto que ésta tiene la capacidad de hacer presente a la conciencia el
ahora, que propiamente es un "límite ideal" (Husserl, 1966: 40), puesto que el ahora
propiamente se caracteriza por ser no-siendo o dejando de ser, como ya hizo ver
Agustín; por fin, la protensión (Protention), un término bárbaro que Husserl se inventa
para expresar la actividad propia de la expectación (Erwartung) que "pre-tiene" o anticipa
el porvenir:
158
que constituyen e interceptan de forma vacía lo porvenir (das Kommende) en
cuanto tal, llevándolo a su plenitud (Erfüllung) (Husserl, 1966: 52).
159
no se da, se inventa, se crea la leyenda. El conocimiento es por ello esencialmente
interesado y está centrado en garantizar la estabilidad del momento en que el hombre
vive, que no puede ser otro sino el presente mismo. El problema está en cómo se vive
ese presente; si dilata sus confines hasta fundirse con el origen de los tiempos y si se
proyecta hacia el futuro, tanto que ve su sentido en la culminación del tiempo como tal
en un final escatológico, verdaderamente último, o si por el contrario, el presente se vive
como un círculo que cada vez se estrecha más y que la presión o pujanza de la vida
fuerza a romper. Entonces pudiera percibirse el presente histórico como dependiente de
algo que aún no es, no existe, pero está llamado a existir. Ésta puede ser la razón por la
que Heidegger considera que la temporalidad es "la condición de posibilidad de la
historicidad" (1963: 19) y que a su vez se caracteriza ella misma como esencial
proyección, de forma que el eje del tiempo según esto no es el presente sino el porvenir:
"Volviendo `porvenideramente' a sí, la resolución se pone en la situación
persencializando" (Heidegger, 1963: 326).
El pasado emerge del porvenir (futuro) y éste hace brotar de sí el presente. Esto se
comprende, pero no es la raíz última. Pues la razón de que el hombre esté abierto al
futuro de una forma o de otra, con mayor o menor urgencia, y de que en determinados
momentos esté como volcado hacia él depende de cómo el hombre viva su presente y se
sienta en él. Si por ejemplo el presente se percibe como vacío hasta el punto de que no
se ve modo alguno de recrearse en él, de percibirlo como la propia casa, ni siquiera bajo
la forma de recuperación o actualización del pasado, si con otras palabras, el presente es
precario e indigente, él mismo forzará la apertura al futuro, de modo que se tenga la
impresión de que éste es el centro del tiempo mismo y la raíz o condición de posibilidad
de la historia. Puede ser ésa la situación, pero puede ser también la contraria, es decir,
que el presente sea y se perciba como tan pletórico que tienda a expandirse hacia el
futuro.
Los matices pueden ser muy diferentes y las situaciones correspondientes también,
pero siempre será el presente histórico la condición de posibilidad del pasado y del futuro
históricos. En un sentido meramente óntico, de relación, si se quiere, causal, el presente
puede verse como un precipitado o resultado del pasado, pero si, además de esto y sobre
todo, se trata del significado que adquiere el pasado, esto dependerá esencialmente de
cómo el hombre se ve a sí mismo en el presente y desde qué intereses y perspectivas
vuelve su mirada hacia el pasado. Y de eso dependerá igualmente cómo encara el futuro.
Para bien o para mal, sólo en tiempos de bonanza y de equilibrio el hombre retorna al
pasado y se dirige al futuro movido por el interés exclusivo de la verdad, y aséptico desde
160
la perspectiva de su búsqueda.
161
(Borges, 2005: 812).
Invulnerable y siempre el mismo es lo que nos representa "el reloj de arena"; que nos
describe Borges, en contraste con nuestra propia vida, absolutamente azarosa e inestable.
E inalterable es también el tiempo en el sentido de que no se deja modificar ni un ápice
su curso, por ejemplo poniendo en el pasado lo que es futuro o al contrario. La
imaginación podrá pretender lo que se le antoje, pero nada va a conseguir, porque entre
otras cosas, no se trata de una categoría antropológica. Si, por ejemplo, se sostiene en el
sentido kantiano que el tiempo es un a priori de la intuición sensible, ello no significa que
dependa del hombre. Se le impone por el contrario, de forma que sólo podrá captar los
fenómenos en el orden que el tiempo mismo le prescribe. El tiempo así concebido no
sería válido para una mente infinita ciertamente, pero ello no implica que para una mente
finita, como es la humana, tenga sólo un alcance relativo.
162
en rigor no lo es, pues la noción de apriori implica no depender de aquello respecto de lo
cual es a priori.
Partiendo de esta diferencia básica se entiende que el hombre se pueda permitir, por
así decirlo, jugar con la historia, por ejemplo acentuar o, por el contrario, relativizar hasta
ignorar determinadas etapas del pasado; o bien centrar su atención en ciertos fenómenos,
atribuyéndoles una gran importancia, a la par que se desentiende de otros, que son tal
vez mucho más relevantes; igualmente podría imaginarse, con buenas razones en su
opinión, que el futuro va a tener estas o aquellas características, ninguna de las cuales se
hace luego presente a la hora de la verdad; hasta puede pasarse buena parte de su vida
sumergido en su Cueva de Montesinos particular viendo por todas partes figuras
encantadas del pasado, presente o futuro de su vida personal. Puede incluso hacer otra
cosa, mucho más importante vitalmente, aunque en parte coincidente materialmente con
las anteriores: contrarrestar un tiempo con otro: el tiempo vivido, que es invariable y con
frecuencia cruel - puesto que nos presiona o se nos echa encima o, paradójicamente, no
nos da tiempo - con el tiempo imaginado, que nos permite movernos con una cierta
libertad. Tal vez esto le ocurrió a Cervantes, que vivió un tiempo duro y cruel, en Argel
primero y luego en España, mientras probablemente soñaba inútilmente con su propia
libertad, lo que años más tarde iba a encontrar su correspondencia en la figura de Don
Quijote de la Mancha.
Este juego con los tiempos históricos tiene sin embargo un límite. Es posible en tanto
abstraemos de su inserción en lo real y la fantasía les asigna una función y un ámbito
utópicos. Si los queremos comprender, por el contrario, tenemos que supeditarnos a lo
que el propio tiempo exige: ver los acontecimientos históricos en la red de la sucesión que
les corresponde, donde hay un antes, un ahora y un después. Cada acontecimiento está
en alguno de esos momentos inexorablemente en relación con otros acontecimientos y
también con relación a un eventual espectador que lo contempla.
163
podríamos siquiera mencionar su existencia. Presuntamente una de las muchas
diferencias del hombre respecto del animal es que éste sólo tiene presente, está
aherrojado a sus límites y por tanto su presente difiere cualitativamente del presente
humano, que además de lo que representa como contradistinto del pasado y del futuro,
posee esa otra dimensión, esencial y radicada en la actividad trascendental del
pensamiento, por la que funda tanto el pasado como el futuro; el pasado en el sentido
indicado y el futuro como resultado de la expectación o de la prospección.
El haber-sido [pasado] emerge del futuro [por venir], de tal manera que el
futuro que ha sido (o mejor, que está siendo sido) hace brotar de sí el presente
(Heidegger, 1963: 326).
Tiene sin duda algo elemental y obvio a su favor, en cuanto que mirando al futuro
seleccionamos el pasado, o lo recordamos selectivamente, en orden a interpretar y
configurar nuestro propio presente.
En los tres apartados que siguen van a estar sobrevolando unas palabras de T.S.Eliot:
164
(2001: 140-191).
3.3.1. El presente como olvido y como memoria del pasado; como anticipación y como
elusión del futuro
Es un hecho obvio que nos olvidamos del pasado, tanto individual como colectivamente.
Más aún, la mayor parte de los hechos del pasado los tenemos olvidados, muchos de
ellos de forma definitiva, hasta el punto de que sólo se pueden recuperar mediante una
labor de comprobación fáctica y objetiva: mediante el estudio de documentos por
ejemplo. Les ocurre a los individuos, a grupos sociales, a pueblos enteros. Aunque en
algunos casos el olvido sea percibido como algo lamentable y nos urja recuperar lo
olvidado porque lo consideramos simplemente como pérdida de algo que nos pertenece
en términos generales, el olvido es necesario y en muchos casos saludable porque es
imprescindible, constitutivo incluso para la vida humana:
165
casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres, Nueva York han abrumado
con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres
populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una
realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz
Irineo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir [...].
Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín.
Sospecho, sin embargo que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar
diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no
había sino detalles, casi inmediatos (Borges, 2005: 490).
El olvido es una actitud instintiva que se extiende a todos los niveles de la vida.
Cumple la función, entre otras, de dejar un espacio para que la vida pueda seguir
haciéndose con una elemental espontaneidad, libre del carácter opresivo de los excesivos
recuerdos. Por otra parte, aun allí donde recuerda el pasado, el hombre no lo repite
exactamente, sino que, junto a su imprescindible identidad, el pasado se hace presente en
cada caso bajo perspectivas diferentes. Nunca la vida es una mera y estricta repetición.
La afirmación: "quien olvida el pasado se ve obligado a repetirlo" es excesiva, porque el
pasado se olvida siempre porque, si se dieran las mismas circunstancias, se darían
también los mismos hechos, y al revés, como cada tiempo tiene indefectiblemente sus
propias circunstancias, los hechos son también diferentes.
Para el presente es esencial ante todo la memoria, que necesita ciertamente del
olvido como filtro y especialmente para hacer posible que la memoria se despliegue
espontánea y libremente. Pero es la actividad de la memoria la que recupera el pasado
actualizándolo. El pasado ya no está.
166
duda porque además la memoria, en esa acción de presencializar el pasado, lleva a cabo
una función esencial en lo que es el mantenimiento o en la reafirmación de la identidad
de la persona. La memoria es mediante este procedimiento principio constituyente de
dicha identidad, de lo cual es un signo claro el hecho de que si se pierde la memoria
imprescindible de aquellos que son puntos de referencia básicos de nuestro propio
pasado, vemos desvanecida nuestra identidad o lo que es el sustento de la misma.
Percibimos además con la lucidez del vértigo que, si desaparecie ra todo recuerdo del
pasado, se volatilizaría el presente y con él la conciencia de nosotros mismos. Dicho de
otro modo, la relación con el pasado, su recuperación mediante la memoria responde a la
necesidad vital de tener claves fundamentales de orientación. Es pues necesario poder
identificar el pasado como tal, presuntamente porque el pasado es una dimensión de
nuestra propia vida y por tanto, en la medida en que lo desconocemos no nos conocemos
tampoco a nosotros mismos y, si lo desconocemos por completo, no nos conocemos en
absoluto, en cuyo caso la desorientación es total. Sin embargo, recuperar el pasado
mediante la memoria, no es una simple reproducción al modo en que ésta se da en una
computadora. Es una diferencia esencial. La memoria del pasado se lleva a cabo siempre
mediante algún tipo de interpretación. Lo que tenemos ya en el recuerdo son huellas o
más exactamente vestigios, que interpretamos al hacerlos presentes para, entre otras
cosas, entendernos con los demás.
167
fácil que se olviden o bien han dejado una huella muy profunda, puede no existir duda
alguna en cuanto a todo lo que tiene que ver con el fenómeno en sí mismo o en sus
repercusiones. Cabe decir entonces que posee unos contornos perfectamente definidos.
En otros caso hay dudas respecto a determinados matices, no a la configuración o a los
rasgos fundamentales. Hay pues una gradación en las evidencias que sustentan la certeza,
pero aun en los casos en que esta certeza se haya podido difuminar sabemos en general
que los fenómenos - en el caso de la historia los acontecimientos - son lo que han sido al
margen de las dificultades que puedan existir para precisar su identidad.
Una tercera paradoja de la memoria tiene que ver con su dependencia del medio en
que se origina. Lo normal es dar por supuesto que la memoria está vinculada siempre a
los recuerdos de individuos particulares, y que sólo a partir de tales recuerdos
individuales se componen las ideas o convicciones colectivas que forman una comunidad.
Como tal, cabe caracterizar la opinión de Bergson (1959: 54 y s. [trad., 1999: 64 y s.]).
Según esto se mantiene la idea del carácter individual de la memoria. Sin embargo se ha
hablado también del carácter colectivo de la memoria. Así lo hizo Halbwachs, alumno de
Bergson. La memoria colectiva no sería según él memoria de presuntos sujetos
colectivos, que como tales no recuerdan y no pueden por ello tener memoria. Halbwachs
entiende por memoria colectiva el hecho de que según él ideas o convicciones ya
existentes, que los hombres comparten entre sí, son las que estructuran los recuerdos
individuales. La cultura en la que estamos conforma, según eso, los recuerdos que
podemos tener. La razón que aduce es que para que los recuerdos nos sean accesibles
tenemos que expresarlos en palabras y reducirlos a conceptos, tenemos que poder
compartirlos; y el significado tanto de las palabras como de los conceptos está establecido
socialmente. Todo recuerdo es ya una construcción y sólo podemos construirlo mediante
las categorías de nuestro mundo. No puede según esto haber nunca un recuerdo puro,
individual, más allá del mundo social en-el-que vivimos.
En esta idea se ha insistido bajo diferentes puntos de vista y con matices de diversa
índole, todos los cuales dejan al fin la impresión de que se pretende hacer ver que el
individuo es simple transmisor del lenguaje de la sociedad. Que nosotros no compartimos
esta concepción es claro después de lo expuesto sobre el sujeto de la historia. Pero más
concretamente quisiéramos hacer dos consideraciones. Por una parte, la influencia del
medio en que nos encontramos, digamos en términos generales, de lo social: lenguajes,
pensamientos, formas de vida, comportamientos, etc. sobre nuestra vida individual no se
pude acentuar bastante y siempre se descubrirán nuevos aspectos y dimensiones en que
esa influencia se deja sentir y se puede objetivar, científicamente incluso. Pertenecemos a
168
una cultura, que es siempre común, y aunque como cultura tenga un alcance más
limitado que otras, no por ello su peso es menor; hablamos un idioma común, que en
nuestro caso compartimos afortunadamente con muchos millones de personas y que,
pese a ser sumamente flexible, se rige por normas estrictas y rigurosas que conforman
nuestras estructuras mentales y nuestras formas de expresión; hemos heredado e
interiorizado en el ámbito occidental al que pertenecemos unas categorías de pensamiento
que condicionan nuestra visión del mundo; compartimos formas de vida que hemos
heredado, en las que estamos y que transmitimos a nuestros descendientes simplemente
por el hecho de practicarlas, etc. Son incontables esos modos de influencia, como
incontables son las dimensiones de la vida.
Y sin embargo, al mismo tiempo y por otra parte, en medio del idioma común,
somos nosotros quienes lo hablamos, en cada caso de una forma individual e
intransferible, con una entonación y una tonalidad propias no reducibles a ninguna otra; y
sobre todo, si los individuos dejaran de hablar el idioma, éste dejaría de existir, se
convertiría en lengua muerta. Hemos heredado formas de vida, pero somos los
individuos -y sólo los individuosquienes les conferimos vida al practicarlas. Pero además,
en relación con la tesis general de que el significado de la palabras y de los conceptos que
empleamos se halla establecido socialmente de antemano, es preciso tener en cuenta que
ese juicio es pensado y elaborado por algún sujeto individual - o por muchos - y que sólo
así puede tener vigencia. En definitiva, considerados ambos aspectos, es preciso
mantener una mínima relación dialéctica entre ambos.
169
Si por lo menos no hay uno que hace algo, tampoco se realizan las
infinitas aportaciones, a las que debemos el grueso de nuestras obras sociales.
Principios, instituciones y estructuras existen solamente en tanto los individuos
actúan (Gerhardt, 1999: 35).
Así pues, sólo cuando la conciencia, y por tanto también la memoria, se la concibe
en esa su radical individualidad y unicidad, se la puede ver como un principio capaz de
las más altas creaciones:
170
por otras, pero donde al mismo tiempo, a través del diálogo, el aprendizaje o la disensión,
la conciencia de cada uno va adquiriendo su perfil propio.
Los prójimos, estas personas que cuentan para nosotros y para las que
nosotros contamos, están situados sobre una gama de variación de las
distancias dentro de la relación entre el sí mismo y los otros. Variación de la
distancia, pero también variación en las modalidades activas y pasivas de los
juegos de distanciamiento y aproximación que hacen de la proximidad una
relación dinámica en movimiento incesante: hacerse próximo, sentirse próximo
(Ricoeur, 2000: 16ly s.).
Nora formula esta idea bajo el punto de vista de la vida misma, de la que la memoria
es parte esencial. Al igual que la vida, la memoria es susceptible de ser utilizada y
manipulada. La historia por el contrario es la reconstrucción incompleta de lo que ya no
existe y exige, tanto más, análisis riguroso y reflexión crítica.
171
La memoria lleva el recuerdo al ámbito de lo sagrado, la historia lo
desaloja de él, su tema es el desencanto. En el fondo de la historia actúa una
crítica destructiva de la memoria espontánea. La memoria es siempre
sospechosa para la historia y la verdadera misión de ésta consiste en destruir y
desplazar la memoria. La historia es la deslegitimación del pasado vivido
(Nora, en Baberowski, 2005: 173).
172
los conocimientos estuvieran revestidos de una garantía de objetividad, ¿hasta qué punto
ésta no sufre una cierta trasmutación al contacto con la memoria? Y al contrario, ¿hasta
qué punto la memoria, sobre todo la memoria colectiva, que se orienta más que nada a
salvaguardar la identidad del grupo o de la comunidad que constituye o de la que forma
parte (cf. Baberowski, 2005: 173) se deja contaminar por la verdad que le transmite la
historia? Son cuestiones de difícil respuesta que en todo caso requieren, para que la
respuesta no esté desenfocada, estar atentos al curso de la vida que, de forma real,
aunque parcial, se funde con el curso de la historia misma.
173
situación es inevitable la pregunta acerca de cuál de esas dos fuentes de información es
más rica, la historia o la memoria. Desde el punto de vista cuantitativo es más rica, por
más abundante, la historia. Desde el punto de vista cualitativo, por el contrario, las cosas
se presentan de un modo distinto. No podemos predecir qué dirán, pasado el tiempo,
sobre la inmigración de africanos a España, tal como en este verano de 2006 está
teniendo lugar, pero se puede conjeturar que perderá mucho de su carácter dramático.
¿Quién habla hoy, en las historias, de la guerra de Biafra, un hecho ya olvidado, pero que
costó, entre otras cosas, la muerte de millones de niños? Los historiadores no lo tienen
fácil a la hora de seleccionar los hechos que deben considerarse como relevantes.
Sobre el tema del presente como memoria del pasado quisiera, por último, destacar
los aspectos que se enumeran a continuación: a) La memoria del pasado es tanto más
intensa cuanto más viva es la conciencia que un pueblo tiene de sí mismo. b) El pueblo
tiende a asentarse en algo originario que le confiere legitimidad y de lo que comúnmente
no tiene memoria. Entonces surge la leyenda como una especie de sustituto de la
memoria. La leyenda o bien inventa hechos o bien los reviste de unas notas que no le son
propias. c) La memoria es siempre recuperación, que presupone que el pasado está
perdido. Hay sin embargo una diferencia esencial entre el pasado que, además de no-ser-
ya, está olvidado y es preciso esforzarse en recuperar, y el pasado que bien por su
proximidad bien por su importancia, se hace presente por sí mismo, siempre que la
memoria se mantenga abierta al pasado y vivamente interesada en él. Hay, según esto,
una recuperación doble; una de carácter estético o figurativo, cuando tiene que recrear un
pasado ya olvidado; y otra, que actualiza lo que por sí mismo se perpetúa, confiriéndole
una forma diferente. d) La recuperación es siempre parcial y selectiva a la vez que
requiere una intensidad mayor o menor que filosóficamente se puede expresar mediante
el concepto de grado. La diferencia entre magnitud intensiva o grado y magnitud
extensiva es importante y aunque propiamente se refieren al ámbito de la cantidad, puede
aplicarse analógicamente a otros campos, en este caso al de la historia y la memoria y su
mutua relación. En la historia, en la que se da una acumulación enorme de datos,
predomina la magnitud extensiva, en tanto que en la memoria, donde los datos van
unidos a la vivencia de los mismos, predomina la magnitud intensiva o grado:
174
según el concepto como según la experiencia, mientras que por el contrario
hay empíricos de profesión que elevan la identidad abstracta a principio
supremo del conocer y cuya filosofía por ello habría que caracterizar con más
razón como filosofía de la identidad (Hegel, 1970 y ss.: 8, §103, Zus.: 216-
218).
175
futuro donde se alumbra para nosotros lo escatológico en el sentido, no simplemente de
algo que acontece por fin sino de algo que representa la finalización o cumplimiento del
proceso vital. Ese carácter de estar constitutivamente orientado hacia el futuro es a lo que
Marías llama ser futurizo:
El carácter ineludible de la anticipación no implica que las cosas vayan a ser como se
anticipan. Al contrario, las cosas pueden resultar de un modo muy diferente, a veces
176
opuesto y en ningún caso igual a como se han pensado, porque hay una serie ilimitada de
factores que quedan en la oscuridad en el momento de la anticipación: circunstancias,
otras personas, presencia influyente del pasado, aparte de que el cálculo - deliberado o
instintivo - de lo que va a ocurrir puede estar muy mal hecho y los deseos estar mal
orientados o ser directamente equivocados. La expresión "el hombre propone y Dios
dispone" puede referirse primariamente a este hecho elemental de que hay un sinfín de
factores cuya presencia y eficacia se nos ocultan y a la hora de la verdad interfieren en
nuestros proyectos y acciones, obstaculizándolos en unos casos, modificándolos en otros
o simplemente impidiéndolos. Pues por otra parte no parece muy acertado
teológicamente imaginarse a Dios y al hombre en competencia, deshaciendo uno lo que
pone en marcha otro. Es éste un aspecto que ha clarificado a lo largo de su esencial obra
O.González de Cardedal. Aducimos aquí, como muestra, el siguiente texto:
177
El individuo que a lo largo de nuestra vida llegamos a ser es sólo uno de
los varios o muchos que pudimos ser y que quedaron sin realizar como bajas
lamentables de nuestro ejercito interior. Por eso importa mucho que entremos
en la existencia muy ricos de posibilidades a fin de que luego la poda fatal que
es el destino deje siempre en nosotros potencias invulneradas y robustas. Esta
abundancia de posibilidades es el síntoma más característico de la vida pujante
(Ortega y Gasset, OC, II, 1966: 610).
178
desde lo que ya no es y en orden a lo que todavía no es, como si el hombre estuviera
permanentemente suspendido entre dos nadas, el hecho de que tiene que estar
decidiendo en cada caso lo que va a ser y que esto es cosa del destino, que por tanto no
puede eludir, aunque sí pueda y además tenga que eludir, de cara al mismo futuro, estas
o aquellas posibilidades etc., todo esto parece estar reflejando determinadas etapas
históricas, sumamente inconsistentes e inestables que a Ortega como a tantos de sus
contemporáneos les tocó en suerte vivir.
Pero la elusión en cuanto acción forzosa de tener que eludir unas posibilidades frente
a otras, tiene en cualquier caso, al margen del carácter propio de las situaciones
concretas, un aspecto dramático, que muy bien puede llegar a ser trágico. Por una parte,
una contradicción tremenda tanto en los individuos, como en las comunidades o en los
pueblos, es que no simplemente tienen que eludir estas o aquellas posibilidades, sino que
pasan por situaciones en que parecen estar viviendo de espaldas a su futuro; como si no
tuvieran posibilidad alguna de elegirlo o simplemente no quisieran. No es que el futuro
desaparezca, ya que el hecho de negar una cosa supone que esta existe. Pero en todo
caso es ésta una de las malas jugadas del destino. En su forma extrema es esta una
situación trágica, que no deja de enunciarse implícitamente en afirmaciones referidas a
que individuos o pueblos no tienen futuro.
Poco o nada alivia tal situación extrema el hecho de que esta sea transitoria, puesto
que la vida es en todo caso suficientemente breve como para que tal transitoriedad
abarque en ocasiones la vida entera. Ya el hecho de que se apele tanto y con tanta
frecuencia a la esperanza es un signo de que la condición humana es sumamente frágil,
hasta el punto de que en determinados momentos todas las posibilidades de vivir con
sentido pueden desaparecer. Pero aparte de esa dimensión trágica, la elusión de
posibilidades de futuro tiene dos aspectos dramáticos que pueden vivirse con mayor o
menor intensidad. Tanto en la vida simplemente individual como, en general, en la
historia el hecho de ir avanzando en el proceso implica no sólo optar por unas
posibilidades frente a otras, sino dejar tras de sí éstas o aquéllas, en la mayoría de los
casos definitivamente. El decidirse por estudiar ingeniería en lugar de medicina supone
que ésta pase antes o después a dejar de ser una posibilidad. Son infinitas las cosas,
como incontables son las encrucijadas en la vida. En los pueblos ocurre tres cuartos de lo
mismo, salvadas todas las diferencias que sea preciso. En sus relaciones internacionales,
el hecho de pactar con determinados estados puede marcar y condicionar su propio
destino durante generaciones, sobre todo si le cierra la posibilidad de relacionarse
positivamente con otros. Que un pueblo oriente sus energías en una determinada línea en
179
detrimento de otras no dejará a su vez de caracterizar su propia identidad en el futuro.
Tiene por ello la elusión del futuro, aun en sus formas más normales y razonables, un
inevitable carácter dramático.
3.3.2. El pasado como mero pretérito, como remanente y como potencial futuro
El pasado como mero pretérito se refiere a lo que simplemente ha sido. Significa aquello
que ha dejado de ser y ya no es en modo alguno. Ocurre esto con la mayoría de los
acontecimientos, que apenas si son mencionados por la historia. Bajo la forma de lo que
en realidad fueron no son ya recuperables en modo alguno. Es algo difícil de entender a
primera vista, si se considera que sin ellos el presente no existiría. Luego su realidad es
de todo punto innegable, por más desconocidos y olvidados que estén. En cuanto tales se
nos presentan como testigos mudos de un pasado, del que sabemos que está ahí, pero
que paradójicamente, en cuanto que tenemos que ver con él, se nos muestra como vacío
en el sentido de que no estamos en situación de proyectar nada sobre él. No obstante es
sumamente real porque se ha convertido en naturaleza.
En este caso no se trata del pasado como aquella dimensión a la que el hombre
pueda volver la mirada y en la que encuentra recursos, posibilidades que, pensadas e
interpretadas, pueden suministrar aún claves de orientación para el futuro. Algo de lo que
ese pasado representa lo pueden indicar las ruinas, cuando éstas no son más que ruinas,
como pueblos totalmente abandonados donde no queda un solo habitante y para los que
presumiblemente nadie, ni siquiera en lejanía, tiene un recuerdo. Pero todo ese fondo
oscuro y opaco, cerrado con siete llaves, es nuestro pasado, anillos de la cadena que llega
hasta nosotros sin los cuales la existencia del hoy sería impensable. Ello quiere por tanto
decir también que, en la medida en que el hoy depende del ayer y éste es impenetrable,
aquél seguirá siendo un enigma.
Algo muy distinto de este pasado en cuanto pretérito es el pasado como remanente,
como algo que permanece y queda. Es diferente del pasado antes mencionado, que
ciertamente es real, pero que no es percibido como influyendo, como prolongándose de
un modo u otro en el presente. Cuando nos referimos al pasado como remanente
pensamos en un pasado que además de influir en el presente es como su soporte:
Lo que pasa queda, porque hay algo que sirve de sustento al perpetuo
flujo de las cosas. Un momento es el producto de una serie que lleva en sí
[...]. Es fácil que el lector tenga olvidado de puro sabido que mientras pasan
sistemas, escuelas y teorías va formándose el sedimento de las verdades
180
eternas de la eterna esencia, que los ríos que van a perderse en el mar
arrastran detritos de las montañas y forman con él terrenos de aluvión; que a
veces una crecida barre la capa externa y la corriente se enturbia, pero que,
sedimentado el limo, se enriquece el campo. Sobre el suelo compacto y firme
de la esencia y el arte eternos corre el río del progreso que le fecunda y
acrecienta (Unamuno 1966: 792).
Pero tampoco esto es suficiente, en cuanto que no da razón de la entidad propia del
pasado, dado que la consideración que acabamos de hacer puede aplicarse a cualquier
tipo de entidad, también por tanto a las cosas que son pudiendo dejar de ser. Esto en
cambio no ocurre con los acontecimientos pasados que, una vez que se han producido,
son absolutamente necesarios. Nada en el cielo ni en la tierra - para utilizar una conocida
expresión de Hegel - los puede hacer desaparecer. Kierkegaard afirma que nada de lo que
ha llegado a existir es propiamente necesario, porque lo necesario simplemente es y no
llega a ser. Todo lo que llega a ser tiene su origen en una causa libre, que lo ha producido
pudiendo no haberlo hecho. A eso se debe que lo pasado, que ha sido producido, siga
siendo contingente una vez que ha sido producido (cf. Kierkegaard, 1959: 881). Esto sin
embargo equivale a trasladar el tipo de entidad del origen de una cosa a la cosa misma.
Nada impide que algo, que es contingente en su origen, sea necesario una vez que existe,
pues pasa a formar parte de la realidad, más concretamente de la realidad histórica. De
este modo el pasado se constituye en algo sustancial que permanece por sí mismo, por la
entidad que le es propia.
181
su pasado el hombre puede, tanto en el orden individual como en el histórico, extraer
formas de ser potenciales, con las que labrarse su porvenir. Hay en esto tres vertientes
que convergen en un único punto. Por una parte el hombre, en cualquiera de las formas
de su existencia, no puede volver a ser exactamente lo que fue. Un estricto
conservadurismo, que intente repetir exactamente lo pasado, está condenado al fracaso y
sólo puede darse en la imaginación de quienes pretenden instaurarlo. Como razón última
de dicha imposibilidad puede considerarse el hecho de que, en razón de la libertad, que le
es constitutiva, el hombre tiene que estar eligiendo en cada caso lo que va a ser en el
futuro y, en razón de su individualidad, lo que eligió ayer no puede ser válido, tal cual,
para que lo elija hoy. Como forma descriptiva de expresar esto mismo es válida la
utilizada por Ortega: "Inexorablemente el hombre evita ser lo que fue" (Ortega y Gasset,
OC, VI, 1966: 40).
La tercera vertiente se refiere a que, no obstante ser algo que no se puede repetir tal
como ha sido, el pasado es fuente de posibilidades para el futuro, que es ahora lo que nos
interesaba subrayar.
182
A) El enlace de pasado y futuro en el pasado futuro
Al igual que se ha aclimatado ya la expresión futuro pasado de la que hablaremos
luego se puede hablar de pasado futuro. Con ello queremos decir que el futuro está ya
dado, escrito en el pasado. No nos referimos con ello a que, supuesta la secuencia
temporal de pasado, presente y futuro, para que el futuro sea una realidad, tienen que
transcurrir previamente el pasado y el presente y, si consideramos que éste es, según la
expresión husserliana, el límite ideal entre pasado y futuro, es decir, que tiene un carácter
absolutamente instantáneo, bastaría con decir que para que sea real el futuro, tiene que
transcurrir íntegramente el pasado. En ese sentido formal del decurso estrictamente
temporal es obvio, tanto que el pasado es condición del futuro como que esta condición
es absolutamente necesaria, en cuanto que si por un imposible el pasado queda congelado
y no transcurre en absoluto, ya no puede advenir el futuro. En este caso es indiferente si
el tiempo lo concebimos como previo a nuestra percepción o si lo consideramos, en
sentido kantiano, como "una forma pura de la intuición sensible" (Kant, KrV A31, 1956:
75), más concretamente como "la condición formal a priori de todos los fenómenos en
general [...] la condición inmediata de los fenómenos internos y justamente por ello, de
forma mediata, también de los fenómenos externos" (o. c., A 34, 77). A los efectos es
indiferente, porque tanto en un caso como en otro, lo que podamos concebir como
pasado nos aparece como condición necesaria del futuro. Pero aquí no estamos
pensando en el pasado temporal, sino en el pasado histórico. El primero lo podemos
pensar como vacío por completo de contenidos, el segundo por el contrario está lleno de
incontables contenidos.
183
De hecho hay algo que habla a favor de tal presencia del futuro en el pasado. Es tan
grande la avalancha de acontecimientos que están presionando sobre nuestro presente, es
tal la sensación intuitiva de que muchísimos otros acontecimientos se están gestando ya,
latentes aún pero a su modo reales, que a la vista de estos dos aspectos presentimos que
el futuro está ya ahí, presto a aparecer en escena cuando le llegue el momento. Por otra
parte, la concepción determinista, que tiene la pretensión de ser válida para la realidad en
general viene ya de lejos y discurre en paralelo con el proceso del pensamiento, de vez
en cuando inmiscuyéndose en él o adquiriendo incluso la preponderancia frente a toda
concepción no determinista. Dentro del determinismo neu rológico, que tanto peso e
influencia tiene hoy, constituye un capítulo especial la consideración neurológica también
y en consecuencia determinista de la historia. Y aunque en este caso concreto pudiera tal
vez eludirse de algún modo la cuestión, diciendo que el determinismo se refiere sólo al
conocimiento de los fenómenos históricos que tendría un carácter necesario, no a los
fenómenos mismos, de hecho no tiene sentido decir que el conocimiento de una
determinada realidad llega, si ha de ser verdadero, a resultados absolutamente necesarios
sin que la realidad a que se refiere tenga también una estructura necesaria. (Sobre esta
cuestión del determinismo neurológico aplicado a la historia cf. Fried, 2004: 11 y ss.;
Geyer, 2004: 134 n.; Vólker, 2004: 140 y ss.)
Con ello hemos apuntado alguna de las razones de carácter general en defensa de la
idea de que todo lo que va a acontecer en el futuro está ya prefijado en el pasado y por
tanto de que se puede hablar de un pasado futuro. Por otra parte los acontecimientos en
el presente, es decir, los que ya se van haciendo pasados, se condensan y se precipitan en
ocasiones de tal forma que, pasados unos años, no sorprendería oír decir a historiadores
de buen tino y mejores conocimientos que lo que entonces iba a venir estaba ya
preparado, si no predeterminado; de tal manera que nadie podría pensar que los
acontecimientos iban a ser fundamentalmente otros - si en los meses o años próximos se
produjera algún ataque entre naciones no faltaría quien con posterioridad dijera que todo
eso se veía venir y adujera buenas razones para fundamentar su tesis. Al fin la historia
universal vendría a convertirse en el juicio universal, en el que según Hegel el espíritu del
mundo se produce a sí mismo, a la vez que ejerce un derecho sobre todos los
acontecimientos particulares en el proceso de la historia (cf. Hegel, 1970: 7 §340, 503).
Pero Hegel es susceptible de una interpretación que no es la determinista y, en concreto,
lo que aquí estamos imaginando sobre el pasado futuro es diferente de lo que cabría
considerar como resultado lógico de las consideraciones que preceden. Hay otros tipos de
lógica más racionales.
184
Choca en efecto contra la lógica más elemental del lenguaje la idea de que hay un
pasado que es ya futuro en el sentido de que éste se halla ya prefigurado o
predeterminado en aquél. Pues si fuera así no tendría sentido hacer conjeturas sobre
diferentes acontecimientos posibles, argumentando que no sólo una de ellas es realizable,
sino también otras muchas. Si se dijera que tiene sentido hablar de posibilidades
diferentes, porque se desconoce cuál es, de entre los acontecimientos posibles, el único
realmente posible, podría contestarse que de ser así carece de sentido este lenguaje,
porque lo que es realmente posible ocurrirá presuntamente con seguridad, haciendo
vanas e inútiles todas las demás conjeturas. Y no cabría decir que, hablando de diferentes
posibilidades, nos predisponemos a asumir la que al fin resulte real, puesto que en razón
de nuestro desconocimiento de lo que el pasado en verdad encierra, la predisposición no
podría concretarse en modo alguno. En consecuencia la actitud más coherente sería el
quietismo.
Tampoco sería esa concepción de un pasado futuro compatible con una elemental
lógica de la acción, que se proyecta siempre hacia el futuro, partiendo, ciertamente de
determinados condicionamientos, que son indiscutibles y que, como tales, limitan su
horizonte, pero que al mismo tiempo le proporcionan posibilidades concretas con las que
contar. De otro modo la acción sería repetición mecánica de lo establecido. Esto no lo es
nunca. Precisamente la historia nos pone ante la vista cambios incesantes que a veces
pasan inadvertidos y que sin embargo generan modificaciones, más o menos importantes,
a veces sustanciales, otras en apariencia accidentales, pero en todo caso reales, todas las
cuales en conjunto hacen que de pronto las cosas ya no sean como eran. Los cambios,
cuando se advierten y son vividos como tales, pueden resultar hasta espectaculares, en lo
positivo o en lo negativo, pero se han ido gestando durante un tiempo mediante la
colaboración de muy diferentes factores. Nuestra tesis es que el pasado futuro existe sólo
de forma latente y potencial.
185
características es la autorreflexión, que lleva, en un esfuerzo irrefrenable, a saber a qué
atenerse: a conocerse a sí mismo en relación con el puesto que ocupa en la situación en
que se encuentra y en la sociedad a la que pertenece (cf. Schulz, 1979: 59 y ss.). Esa
conexión intrínseca de individualidad y subjetividad es uno de los rasgos más
característicos de la era moderna y también de la contemporánea. Y tiene bajo puntos de
vista diferentes, sus representantes más destacados en Hegel (por más que esta
afirmación pueda aún sorprender) y Nietzsche (cf. Renaut, 1989: 201 y ss.; 210 y ss.).
Tanto la individualidad como la subjetividad culminan en la libertad, que sólo cobra
realidad efectiva en la medida en que cada individuo llega a ser él mismo a través de su
modo de estar en el mundo y de relacionarse con los demás.
Si se sitúa en su justo punto la proyección del pasado en el futuro de modo tal que
éste no puede existir ni ser pensado sin aquél y no obstante posee su entidad propia, que
de ninguna manera puede reducirse a la del pasado, podemos, en el nivel que
corresponde a la historia como narración interpretativa del acontecer, incorporar la
hermenéutica en lo que tiene de esencial como método histórico. Pues justamente la
hermenéutica, en la versión que le ha dado Gadamer, subraya la presencia efectiva del
pasado en la configuración del horizonte, desde el que el intérprete se apropia el pasado.
Ésta es la idea básica del círculo hermenéutico, cuya formulación fundamental Gadamer
reconoce en el siguiente texto de Heidegger:
186
texto. Pero tal apertura implica siempre que se pone la otra opinión en alguna
relación con el conjunto de las opiniones propias o que uno se pone a sí mismo
en alguna relación con aquella (1. c., 253).
Esto supone varias cosas en la actitud de la Hermenéutica hacia el pasado que ella
intenta comprender. Dando por supuesto que esta receptividad hacia el pasado no
significa ni neutralidad estricta, como si uno fuera un mero espectador, ni tampoco una
especie de autocancelación, como si uno tuviera que dejar de lado las opiniones propias,
de lo que se trata es de apropiarse con matices y cierto distanciamiento de las opiniones
previas, es decir, de hacerse cargo del modo en que está uno de antemano predispuesto
hacia lo que se intenta comprender, "a fin de que el texto mismo se exponga en su
alteridad y con ello adquiera la posibilidad de confrontar su verdad objetiva con la propia
opinión previa" (Gadamer, 1. c., 253 y ss.).
Al igual que aquí, a lo largo de toda la obra Gadamer se está refiriendo, más que al
pasado sin más, a textos del pasado. En ese sentido sus reflexiones interesan sobre todo a
historiadores del lenguaje, de la literatura, de la filosofía, del derecho o de la teología por
ejemplo. De hecho, una de las especialidades que más ha aprovechado la Hermenéutica
de Gadamer es la teología, lo cual no tiene nada de extraño si se tiene en cuenta la fuente
de este planteamiento. En cualquier caso, el presunto inconvenien te no es tal, de una
parte porque los hechos históricos son también textos, puesto que son recibidos en una
situación concreta y su transmisión contribuye a conformar una determinada mentalidad.
Si ante algo no se es por lo general neutral, ya de entrada en cuanto predisposición a
interpretarla, es ante la historia, precisamente porque es un texto y, como tal, nos habla
desde siempre - o de antemano - con un especial lenguaje. De otra parte, Gadamer se
ocupa también de la historia como tal de una forma coherente con el planteamiento de su
obra más importante (c£ Gadamer, 1976: 149 y ss., 192 y ss.).
187
(Gadamer, 1965: 261).
Esta metáfora es, sin embargo, desafortunada, porque sugiere que esas dos clases de
horizonte, pasado y presente (que es en realidad futuro), desaparecen para constituir un
único horizonte. De ser cierto, se desvirtuaría tanto el pasado como el presente. El
pasado actúa en el presente, sin dejar de ser pasado y de ser reconocido como tal. Lo
188
contrario supondría que quedamos absorbidos por la tradición en el sentido del
tradicionalismo más fuerte, que Gadamer por otra parte sabe eludir, brillantemente
además. El horizonte del presente no se forma sin duda al margen del pasado, pero al
mismo tiempo el presente sólo está en situación de conocer el pasado, si se salvaguarda
como tal presente. Habrá pues que mantener una dialéctica elemental entre ambas
dimensiones, dialéctica que en su versión hegeliana Gadamer conoce y sabe aprovechar
muy bien (cf. 1.c., 336 y ss.). Pues volver, como pretende Tugendhat, a un
planteamiento aséptico, en el que a base de aducir argumentos y contraargumentos se
llega bien al consenso, bien al disenso, respecto al pasado histórico (cf. 2003: 169) es lo
que ya no nos resulta viable. Una cierta anticipación del futuro en el pasado parece
innegable y en tal sentido es legítimo hablar de un pasado futuro en un sentido tanto
ontológico como epistemológico.
B) El futuro pasado
La expresión fue, según parece, utilizada primero por R.Aron (c£ 1948: 182),
posteriormente por R.Wittram (1966: 5), y en fecha más reciente por R.Koselleck quien
le ha dotado de un significado más concreto y más amplio. Por otra parte parece una de
esas expresiones susceptibles de ser empleadas con notable flexibilidad e incluso
arbitrariedad sin que sea apenas posible identificar un fondo común de significado. El que
le confiere Koselleck es bastante claro y preciso:
Lo que con otras palabras quiere decir el autor es que el futuro tiene un peso cada
vez mayor como consecuencia de que el mundo va siendo conformado en un ritmo
creciente por la técnica. La diferencia entre la modernidad y el medievo es, en este
sentido, manifiesta. Quienes tenemos interiorizado el modo de vida rural, en que hemos
crecido, y nos hemos tenido que adaptar a la forma de vida en la ciudad sabemos bien
por experiencia de qué se trata. Koselleck aplica un principio general formulado por
Herder quien en polémica con Kant, considera que cada cosa tiene su propio tiempo:
189
Propiamente cada cosa mudable tiene la medida de su tiempo en sí misma;
esta medida permanece, aun cuando no existiera ninguna otra. No hay dos
cosas en el mundo que tengan la misma medida de tiempo [...]. Hay pues (así
se puede decir con propiedad y audacia) en el universo en un tiempo
determinado muchos tiempos, incontables (cit. en Koselleck, 1989: 10).
Según esta forma en que Koselleck quiere entender y acuñar la expresión futuro
pasado se trataría, con carácter general y dicho de forma no sólo breve sino muy clara,
de que cada época y cada hombre tiene una experiencia determinada de la vida y en
razón de ella también una determinada expectativa ante el futuro, al que se lo ve, por así
decirlo, pasar y sedimentarse o cristalizarse en pasado. El hombre es así espectador de
un futuro que cada vez con mayor velocidad adviene, pasa y se convierte en pasado. Por
lo demás, aquí se da por supuesto que no hay pasado que no haya sido futuro, como
tampoco hay futuro que no se convierta en pasado. Cambian según las épocas y los
individuos, la intensidad y el ritmo con que se experimenta y se vive este fenómeno.
No es ésta la forma en que aquí entendemos la expresión futuro pasarlo. Más bien,
inspirándonos en ciertas consideraciones de Heidegger, que luego explicitaremos, nos
referimos a un futuro que nunca ha existido y que sólo puede ser construido volviendo la
mirada críticamente al pasado con la intención de escrutar en él las posibilidades que
nunca se han desarrollado y que ahora se trata de recuperar para convertirlas en realidad
efectiva. Cuando Heidegger habla del otro comienzo piensa que hubo un primer
comienzo, o por mejor decir, un esbozo de primer comienzo, en Parménides y Heráclito
(tal vez) que, apenas se puso en marcha, experimentó una fundamental desviación que
habría seguido su curso hasta el presente. Lo que los pensadores originarios postularon
fue pensar el ser del ente, pero éste nunca fue pensado en realidad, sino que ha sido
hasta el día de hoy objeto de persistente y fatal olvido.
Lo que nosotros designamos aquí con instante es lo que por vez primera
190
en la filosofía Kierkegaard comprendió realmente - una comprensión, con la
que por vez primera desde la antigüedad da comienzo la posibilidad de una
época completamente nueva (Heidegger, 1983: 225).
Lo que el maestro quiere decir en este lenguaje a primera vista tan abstruso es
aproximadamente lo siguiente. El instante es una acentuación extrema del presente en el
momento de la elección, de la auténtica decisión. ¿En que se traduce que el presente se
convierta en instante? Desde el punto de vista de la negación, en que el ser-ahí no se deje
simplemente llevar, en que no se atenga, sin criterio propio, a las posibilidades que le
vienen presentadas desde su entorno, en que no se oriente prioritariamente por lo que
piensan y hacen los demás; desde el punto de vista de la afirmación, el instante implica
que el ser-ahí se levanta de su caída en el mundo inauténtico del se (man), de lo que se
habla, se piensa y comienza a realizar su propia finitud y, en definitiva, a tomar en serio,
a la vista de la muerte, que es posible, en cada caso y en cada momento, meditar sobre
sus posibilidades más propias. Cuáles son en concreto las posibilidades más propias y
más originarias, entre las que el ser-ahí debe elegir, es algo que sólo se le desvela en el
debate repetitivo con su pasado, en el retorno repetitivo a su propia historia vital y a la
historia de las comunidades, formas de vida, modos de pensar y mentalidades en cuyo
ámbito se encuentra. La historia en la que estamos desde siempre y de antemano, que
nos acompaña y traemos con nosotros, nos determina tanto más intensa y
persistentemente cuanto menos nos preocupamos de ella. Sólo si nos volvemos con
propiedad hacia ella, si la afrontamos e intentamos hacérnosla transparente, podemos
liberarnos.
191
nuevo, como si se tratara de reproducir algo ya acontecido. En la repetición el presente
se aleja de la transmisión acrítica del pasado en cualquiera de sus formas. El ser-ahí
alumbra en ella para sí mismo las posibilidades que le están dadas de forma latente en
toda la tradición y que hasta ahora no han sido realizadas. Al proceder así pone de nuevo
ante sí mismo esas posibilidades como posibilidades de su futuro. De este modo la
repetición ofrece la posibilidad de superar lo que ha sido transmitido y llegar así a otro
comienzo. En este sentido leemos en Ser y Tiempo:
192
piensa R.Thurnher (cf. 2000: 61 y ss.). Tampoco entramos en las implicaciones del
planteamiento de Heidegger en su propia obra. Y dejamos de lado las consecuencias que
ha tenido en otros autores, que además, como es el caso de los dos citados, han querido
radicalizarlo. Nos limitamos a hacer algunas consideraciones a partir de lo que sugieren
los textos de Heidegger. Una vez más, tomamos el texto como pretexto en orden, en este
caso, a concretar lo que da de sí el futuro pasado.
La primera pregunta que cabe hacer es en virtud de qué criterio o criterios se pueden
conocer las posibilidades que yacen latentes en el pasado y que no se han realizado hasta
ahora. Si no las podemos conocer a través de lo que es el pasado real, con siderado
como aquel en el que determinadas posibilidades se han realizado, ¿qué otra vía de
acceso podemos tener? Heidegger, en La constitución onto-teo-lógica de la metafísica,
afirma que se trata de poner en práctica el paso hacia atrás:
Las preguntas sin embargo persisten, pues falta por determinar la índole de ese
ámbito primero al que Heidegger alude. Da la impresión de que, en su opinión, ese
ámbito, que ha permanecido oculto y olvidado, ha tenido que existir a la vista de la
profunda insatisfacción a que ha conducido la historia del pensar. Pero dicho ámbito no
posee una figura determinada y concreta. No basta apuntar a que encontramos
indicaciones luminosas en Parménides y Heráclito, pues tales indicaciones, por sí solas,
dicen muy poco y han de ser pensadas, como de hecho intenta Heidegger
reiteradamente. Pero al hacerlo así está construyendo en realidad su propia filosofía.
Esto nos lleva a una segunda pregunta. Si el ámbito desde el que por primera vez se
hace digna de ser pensada la esencia de la verdad sólo adquiere perfil y concreción desde
una reflexión realizada en el presente -y más concretamente, la llevada a cabo por el
propio Heidegger-, la pregunta más obligada es, entre otras alusivas al procedimiento y al
método, ¿cómo se establece el nexo entre el presente y ese que hemos llamado futuro
pasado, que paradójicamente es un futuro irreal, congelado en un punto indefinido e
indefinible, que no ha adquirido figura ni realidad efectiva alguna? El pasado que media
entre ese punto del pasado - que se antoja ser un instante fulgurante, al que ya no se
puede acceder - está vacío y a él ya no se puede recurrir. El presente está igualmente
vacío y el futuro no existe y es preciso construirlo. No parece sino que Heidegger
193
proyecta sobre las tres dimensiones históricas la desrealización que Agustín, de quien él
fue asiduo lector, llevó a cabo de las tres dimensiones temporales. La diferencia estaría,
entre otras cosas, en que el resultado no sería - como en Agustín- presente de lo pasado,
presente de lo presente y presente de lo futuro, sino futuro del pasado, futuro del
presente y futuro del futuro. Es decir, la única referencia sería el futuro - el advenir-
como allí lo es el presente.
Otra similitud, tal vez más honda, está en lo que es el asiento de las dimensiones
temporales. Y esto nos lleva a la tercera y última pregunta. Según Agustín las
dimensiones temporales tienen su raíz y fundamento en el alma:
En ti, alma mía, mido los tiempos. No quieras perturbarme; quiero decir:
no te dejes perturbar por la confusión de tus afecciones. En ti, afirmo, mido
los tiempos. La afección que en ti producen las cosas que pasan y que
permanece, cuando aquellas han pasado, es la que yo mido en su presencia, no
las cosas que pasaron, para que aquella se produjera. Es a esa misma afección
a la que mido, cuando mido los tiempos. Luego los tiempos son esa misma
afección o no mido los tiempos (Agustín, 1955: XI, 27, 36, 506 y ss.; c£
Flasch, 1993: 3851).
Pero antes de concretar esto, quisiera simplemente aludir a que esta desrealización
de los momentos temporales, su consideración desde el punto de vista de su no-ser o de
la nada - de lo que es un claro indicio el hecho de que se convierta al futuro, que es nada
aún, en el referente esencial del tiempo - da pie a conferir prioridad al instante
(Augenblick), como punto indivisible sobre el que descansa la creatividad. O dicho de
otro modo, la actividad del sujeto se ve forzada a ser creativa, puesto que tiene que
194
forjarse, en el instante, su futuro, como si otra cosa no existiera en verdad. En definitiva
una actitud radical en la concepción del futuro pasado favorece una concepción estética
del tiempo. De ello pueden ser muestra ciertas publicaciones más o menos recientes, en
las que la visión de Heidegger tiene una presencia innegable, en cuanto que ha inspirado
nuevas formas de interpretar el mismo pasado o ha dado pie a revisarlo para sacar a la
luz aspectos, que a Heidegger le habían permanecido ocultos. En general, el instante no
lo ha descubierto Heidegger, pero la forma incisiva con la que lo ha tratado ha abierto
nuevas perspectivas para la comprensión estética del concepto de tiempo en general (cf.
Wohlfahrt, 1982: 10 y ss.; 124 y ss.; Thomsen y Holl ndert, 1984: 1 y ss., 7 y ss.;
Bohrer, 2003: 7 y ss.).
El hecho de que al fin aparezca en primer plano el instante es muy significativo, pues
implica que en el intento de afrontar el futuro es inevitable afianzarse en el presente
según su carácter más esencial y condensado. Enfrentados a la tarea de construir el
futuro, no podemos realizarla sino sobre el fundamento de las posibilidades de que
disponemos. Tan innegable como es esto, lo es igualmente el hecho de que con tales
posibilidades contamos hoy y no sabemos si podemos contar mañana, a la vez que no las
tenemos al margen de lo que ha sido y sigue representando el pasado. Y aquí es donde se
nos muestra una alternativa: o bien prevalece el pasado en el momento de dirigirnos hacia
el futuro, de forma que este, sin ser mera reproducción del pasado, se nos anticipa
prioritariamente como continuidad del mismo, o bien el pensamiento trabaja ante todo
sobre la base de una desrealización del pasado, es decir, de su transformación en materia
para una programación y construcción del futuro. La aceleración progresiva del tiempo, a
la que con razón se refiere Koselleck, hace que inevitablemente dicha desrealización sea
un signo de los tiempos y que, en ese aspecto, el futuro pasado, tal como aquí lo hemos
expuesto, esté en primer plano. Pero justamente, las urgencias, que van unidas a la
aceleración, hacen que haga acto de presencia, de modo cada vez más frecuente, el
riesgo de vértigo y de la caída en el vacío. De ella sólo puede librar una justa valoración
del pasado. Al fin, el enlace de pasado y futuro tiene que darse. Por ello, el cultivo
equilibrado de la relación entre ambos es un imperativo vital.
3.3.3. El futuro como simple futuro, como porvenir y como apertura de posibilidades
Como simple futuro nos imaginamos una especie de depósito donde están toda una
195
inmensidad de cosas, fenómenos o acontecimientos, que no han tenido ni tienen aún
realidad, pero están llamados a tenerla. Tenemos además la certeza a priori de que tal
futuro está lleno de esas cosas, que cuando sean reales se unirán a muchísimas de las que
ya son, que existen además desde fecha inmemorial - cuando se trata de cosas que tienen
que ver con el hombre, desde siempre - si no desde la eternidad, cuando son cosas que
coexisten con la naturaleza. Esa certeza de que será así no proviene de ninguna
demostración, sino de nuestro modo de ser en el mundo y de lo que el mundo es y
representa para nosotros. Si sabemos que el pasado ha sido así y no podemos pensar que
en el presente las cosas sean de otro modo, tampoco hay nada que nos lleve a creer, en
virtud de una especie de imaginación trascendental, que en el futuro va a ser de modo
diferente. Ese futuro tiene pues para nosotros un carácter de absoluta necesidad, no
porque todas las cosas que en él vayan a existir sean necesarias, ni siquiera porque fuera
contradictorio que el ser de lo que vaya a existir sea contradictorio con su no-ser, ya que
no se puede decir que la existencia del mundo esté en contradicción con la posibilidad de
que en un momento dado deje de existir. De esa especulación no se trata, sino de que las
cosas, que vayan a llenar ese futuro, que damos por supuesto, tendrían en su conjunto
un carácter necesario.
Como sabemos que existirán infinitas cosas, pero desconocemos el tipo de relación
que mediará entre ellas, el futuro se nos muestra como un fondo por completo oculto y
desconocido, pues el conocimiento de las leyes generales que rigen el modo de ser de las
cosas y el curso de los acontecimientos no permite en modo alguno predecir cuál va a ser
la configuración concreta de aquéllas y de éstos. De ese mundo futuro no nos cabe
siquiera en buena lógica decir que vamos a ser espectadores. Por todo ello ese simple
futuro a que nos estamos refiriendo se nos aparece como un poder absoluto, puesto que
nada podemos contra él, nada podemos sobre él, en cuanto a su estructura y desarrollo
internos. Más aún, ese poder absoluto del futuro, a la par que nuestro nulo poder frente a
él, se pone tanto más de relieve cuanto que muchísimas de las cosas que ahora coexisten
con nosotros van a continuar existiendo, por completo indiferentes ahora y después a
nuestro destino. Al menos, aunque sumergidos habitualmente en el bronco rumor de las
habladurías, podemos dejar un hueco para percibir la voz certera del poeta:
196
(Borges, 2005: 992).
¿Qué tiene que ver esto con el futuro histórico? Nada y todo. El poeta habla de sí
mismo, de su duro destino de hombre ciego que ha perdido la capacidad de contemplar
las cosas, a la vez que percibe cómo todas le van abandonando fatalmente. Pero, como
él mismo dice en repetidas ocasiones, un hombre es todos los hombres; el suyo es por
ello un destino universalmente compartido. Coherentemente empieza a expresar sus
experiencias personales y pasa luego, sin solución de continuidad, a hablar en primera
persona del plural. El poeta se muestra inerme ante lo que le espera, tanto que lo que le
cumple es irse sin ningún tipo de patetismo. Lo que va a quedar son las cosas que ya
existen y otras que se sumarán, no nosotros.
Ante el simple futuro somos por completo inermes, porque nada sabemos sobre él,
nada podemos frente a él y, por otra parte, es él quien lo puede todo frente a nosotros.
Dado que padecemos, más o menos todos, la enfermedad de la subjetividad, que es
consustancial a la modernidad, tendemos a creer que podremos dominar, incluso más allá
de la muerte, ese futuro a que me estoy refiriendo. Nada de eso es cierto. Pero además el
simple futuro es una dimensión del futuro como tal y por tanto contamina en buena
medida a las otras dos de las que hablaremos a continuación. Hay en efecto muchas
cosas que tienen su raíz en el simple futuro que nos es lejano y que condicionan, de
forma en ocasiones determinante, nuestra actuación ante el porvenir inmediato e incluso
nuestra actitud ante el futuro entendido como apertura de posibilidades. Lo contrario no
es posible. Lo impide el orden riguroso del acontecer. Ni soñar siquiera podemos que lo
197
que vamos a hacer mañana vaya a determinar en modo alguno un futuro lejano, al que
su radio de acción no puede llegar. Somos nosotros quienes dependemos de lo que nos
sobreviene.
La incertidumbre ante el futuro es pues tanto teórica, como práctica - teórica, porque
no sabemos nada en concreto sobre él; práctica, porque no se puede entrever cuáles son
las normas concretas de acción, aparte de los criterios generales-. El poder reside pues en
el futuro mismo, que no es algo de lo que el hombre pueda disponer. Cabe por ello
pensar que ese fondo oscuro, enigmático y poderoso del futuro sea origen de creencias
en poderes, a los que teme y que procura tener a su favor. Pero este temor pertenece a
otro campo.
Tener buen o mal porvenir puede acontecer de dos formas muy diferentes. O bien
pasivamente, cuando los acontecimientos, sean buenos o malos, le advienen al sujeto, sin
que él haya tenido parte alguna en ello. Ha acaecido simplemente así: por ejemplo, ha
heredado una gran fortuna o ha contraído una grave enfermedad. No podía contar con lo
uno ni con lo otro. No puede decir por tanto que lo esperaba. Más bien, se podrá decir,
en el primer caso que lo deseaba -y en ese sentido no lo excluía-, pero con un deseo
hipotético porque las probabilidades de tener el resultado deseado son nulas, y puesto
que el sujeto agraciado no tiene la menor idea de contar con alguna probabilidad. A partir
de ahí hay grados también en cuanto a la prioridad. Quien juega a la lotería sabe muy
bien que las posibilidades de que le toque son mínimas, tanto que se dice impropiamente
que sería una mera casualidad. Pero puesto que hay alguna posibilidad de que el
resultado sea positivo, se tiene ante él un deseo expectante. Cuando se trata de algo
negativo, hay también grados y matices. Pues una cosa es que alguien contraiga una
enfermedad sin que haya tenido síntoma alguno ni haya habido antecedentes familiares, y
otra diferente cuando ya existían motivos para temerlo.
Cuando a uno le sobreviene algo de forma más o menos pasiva se puede ya decir
198
que está implicado en ese porvenir, puesto que le afecta de lleno. Y como en todo aquello
que a uno le afecta, se puede afirmar que él es condición de que el bien o el mal posible
se convierta en real. Si nadie jugara a la lotería, no existiría ésta; si no hubiera hombres
sanos, no habría enfermedad.
199
O bien un principio racional es ya pensado como si fuera ya en sí
fundamento para determinar la voluntad sin tomar en consideración posibles
objetos de la capacidad desiderativa (por lo tanto, sólo debido a la forma legal
de la máxima); en tal supuesto ese principio es ley práctica a priori y se admite
que la razón pura es práctica para sí. En ese caso la ley determina
inmediatamente a la voluntad, la acción conforme a ella es buena en sí misma;
una voluntad, cuya máxima siempre resulta conforme a esta ley, es de todo
punto buena bajo cualquier aspecto y la condición suprema de todo bien
(Kant, KpV 1964: 6, 179 y ss.).
200
ambientales que hacen cada vez más difícil la existencia de la vida sobre el planeta.
Que la situación es nueva y apremiante parece un hecho constatable a tenor del eco
suscitado por este planteamiento y en general por la reiteradas llamadas a la
responsabilidad (cf. Bayertz, 1995: 1). Pero es nuestra situación, en la cual, tanto por las
exigencias de la Ética como por la fuerza de la historia misma no nos cabe sino afrontar
los problemas con los que nos encontramos día tras día. El estado de arrojado de que
habló Heidegger, así como la sensación de naufragio a que se refirió Ortega en alguna de
sus etapas, presenta ese aspecto negativo del abandono, pero no menos el aspecto
positivo de sentirnos estimulados a abrirnos camino o salir a flote. A esto alude la
modalidad siguiente.
201
constitutivamente estamos orientados al futuro. Pero la expectación puede estar
acompañada de la incertidumbre ante lo que puede acontecer; puede por el contrario
expresarse como esperanza, bien de que lo que vaya a ocurrir, sin depender en absoluto
de nosotros, nos favorezca, porque simplemente en razón de nuestras creencias, tenemos
la confianza de que será así; y puede la esperanza ante el futuro no ser de índole teologal
y expresar ante todo la confianza en que lo que hemos proyectado se va a realizar. En
cualquiera de estos dos casos hay un supuesto previo: que el futuro esté dotado en sí
mismo de las posibilidades, que hagan viable la realización de lo que esperamos,
apoyados en la confianza bien en poderes sobrenaturales bien en la consistencia de
nuestros proyectos o en ambas cosas a la vez. Pero tienen que existir esas posibilidades
en el futuro mismo. Como el futuro, por más próximo que esté y más fácilmente
calculable que sea, nunca nos está desvelado por completo, la esperanza puede ser muy
firme, pero la certeza nunca puede ser total. Lo que damos como seguro para mañana,
no lo es de modo absoluto nunca.
Aparte de que el futuro debe estar dotado de las posibilidades necesarias para que
nuestras expectativas se cumplan y nuestros proyectos se realicen, condición necesaria es
también que por nuestra parte exista la apertura a esas posibilidades, la cual presenta dos
aspectos bien diferenciados. Por una parte la receptividad, la capacidad de hacernos
cargo de esas posibilidades. Este aspecto es obviamente una condición necesaria, porque
de otro modo las posibilidades no podrían llegar a convertirse en realidad. Por otra parte,
además de la receptividad, se requiere una predisposición activa. También ésta es una
condición necesaria, aunque puede serlo en distintos grados. Nada se puede realizar a
favor del hombre, sin que él intervenga activamente en ello, a menos que se le quiera
reducir a la índole de simple medio, lo cual está en contradicción con la máxima de que el
hombre es fin en sí mismo y nunca mero medio.
Estas consideraciones, válidas para la acción humana en general, son aplicables más
concretamente al futuro histórico de la forma siguiente. El punto al que ha llegado el
desarrollo de la humanidad en sus diferentes manifestaciones: como pueblo, como
nación, como estado, etc. están llamadas a seguir estando presentes, incluso a mejorar,
sólo en la medida en que el hombre es capaz de hacerse cargo de las posibilidades que el
futuro le ofrece y a la vez se predisponga activamente a convertir en realidad esas
posibilidades. Los éxitos del pasado no son por sí solos una garantía para el futuro. Eso
implica que de cara al futuro es preciso estar permanentemente alerta, porque aunque se
cuente con un pasado esplendoroso y con posibilidades halagüeñas para el futuro, de
nada servirá todo eso si el hombre no se mantiene vigilante, dispuesto a poner por obra
202
las posibilidades que más se ajustan a sus aspiraciones, siempre que éstas correspondan
con su propia capacidad. Con la perspicacia, en él habitual, Ortega llamaba la atención
sobre esta máxima de conducta:
Por dialéctica entendemos aquí algún tipo de implicación activa de esas dimensiones, en
cuanto que, si bien conceptualmente se distinguen y se delimitan unas frente a otras, a la
vez se interrelacionan e influyen mutuamente (sobre el método dialéctico c£ Álvarez
Gómez, 2002: 89-143).
3.4.1. Despresencialización
203
esto, que de suyo debería ser algo obvio, la intención subyacente es oponerse al intento -
muy frecuente por lo demás- de llevar a cabo una tabla rasa del pasado y hacer valer lo
simplemente moderno. Esa tendencia es especialmente intensa hoy, porque vivimos en
una época caracterizada, según la certera expresión ya citada de Koselleck, por una
progresiva aceleración histórica, la cual lleva fácilmente a tener la sensación de que el
pasado ya no cuenta y por tanto no debe ser tomado en consideración. A la expresión se
es moderno o incluso, con carácter moralizador, hay que ser moderno va unida esta
connotación de romper con el pasado. Se puede ciertamente intentar -y en cierto modo
se logra - ser moderno en ese sentido radical y excluyente. Pero esto propiamente
equivale a un vaciamiento de la existencia, porque el hombre, como ser temporal, está
estructurado como integración de las tres dimensiones temporales y, por tanto, de las tres
dimensiones históricas.
204
así. Por el contrario, el presente se reafirma y potencia al acentuar esa doble función: la
incorporación del pasado y la proyección del futuro. Pero entonces, se dirá, ¿dónde
queda el presente? Si, como parece, dichas funciones le vienen de fuera de él mismo. El
presente posee sin embargo su propia entidad y permanece por tanto en lo que él mismo
es, ya que la incorporación del pasado y la proyección del futuro se hace conforme a
intereses, exigencias y máximas del presente mismo.
205
concepción general es muy diferente de la de Hegel, pero en este punto de la
despresencialización son coincidentes. Incluso Hegel la radicaliza más, al hacerla
descansar en la universalidad propia del concepto. Esto sin embargo no quiere decir que
el presente mismo, el inmediato, al que de modo directo y habitual no referimos, quede
cancelado o neutralizado, puesto que el ahora que permanece siempre, está mediatizado
por su ser otro, es decir, por ese presente inmediato.
3.4.2. Crítica del historicismo. Revisión de las tres clases de historia propuestas por
Nietzsche
Establecer una relación clara bien fundada entre las diferentes dimensiones históricas es
uno de los temas en que se ha puesto de manifiesto la debilidad del historicismo, tal vez
porque entre otras cosas no ha considerado que, al tener la historia el tiempo como su
elemento básico, exige un tratamiento tan riguroso como aquél. Con otras palabras,
leyendo a los historicistas se recibe la impresión de que, según ellos, la historia es
susceptible de ser manejada como uno de tantos objetos surgidos de la actividad humana
y para cuya explicación no es necesario tomar en consideración los elementos a priori
que están en juego, al margen de que los pensemos o no.
La suerte del historicismo, en lo que se refiere tanto a lo que fue su origen como a su
propia índole, corre paralela, cuando se lo entiende así, a la del positivismo. Aquí
predomina la referencia a la actitud que tiene que ver con la praxis científica, por
consiguiente con el conjunto de criterios, más o menos convencionales, y de normas, a
las que se atiene el tratamiento científico de la historia. En este punto se simplifica
bastante cuando la crítica equipara esa praxis científica con el comportamiento que la
mayoría de los historiadores han seguido a partir de la segunda mitad del siglo XIX. No
sólo se simplifica, sino que es sobre todo problemático reducir a eso el historicismo, ya
que este término alude ante todo a un ámbito tipológico. Es decir se trata de un concepto,
cuyo significado hay que conocer de antemano, antes de caracterizar como historicista un
determinado comportamiento científico. Dicho significado está ya fijado por el uso
206
lingüístico.
En todo caso los críticos del historicismo, en ese su primer significado tipológico, le
reprochan el hecho de cultivar la historia sólo por ella misma, de recoger y acumular
informaciones, adoptando ante la historia una actitud contemplativa, sin relacionarla con
la vida actual y sus problemas. El historicista, por su parte, centrado ante todo en el
conocimiento e interpretación de los hechos, considerará esa exigencia de relacionar la
historia con la vida como un pensamiento ajeno a la historia y como perjudicial para la
objetividad científica. Esta caracterización tipológica del historicismo, que como hemos
dicho es una especie de positivismo práctico de las ciencias del espíritu, fue ya muy
criticado por Nietzsche en nombre de la eficacia transformadora que debe tener todo
conocimiento, también el histórico.
Por tanto, esta segunda forma de historicismo responde a una actitud filosófica
207
dispuesta a considerar la validez de conceptos y normas solamente como algo dado
históricamente en el ámbito tanto del conocimiento como de la moral. En consecuencia
se da por hecho que términos como verdad, valor moral, incluso el término concepto
significan algo diferente en situaciones diferentes. Como esto es válido también para lo
que uno mismo considera como verdadero o como ético, tal actitud lleva en buena lógica
a un escepticismo y a un agnosticismo general en relación con la historia.
Esta segunda forma de historicismo tiene sin duda que ver con la primera, puesto
que si conceptos y normas se han de considerar sólo como datos históricos, se sigue que
los datos históricos, en términos generales, son algo primario en el orden fáctico y no se
pueden reducir a lo conceptual y normativo. Lo histórico aparece como
fundamentalmente distinto en cada caso, pero a su vez como igualmente válido por
principio (c£ Seifert, 1970: 53). La vinculación a los datos es total, puesto que la
facticidad histórica en su variedad y mutabilidad es considerada como la base no sólo de
todos los conceptos y normas, sino incluso de la elaboración conceptual de la
información histórica; y puesto que está excluido que de los datos se pueda extraer algo
universal, válido suprahistóricamente - como leyes, fines, valores - cualquier intento de
sistematización, que no quiera ser mera especulación, no pasará de ser un reflejo de la
base que representan los datos. Con tal vinculación estricta a ellos es muy difícil que
tenga éxito cualquier intento de hacer valer en este tipo de historicismo puntos de vista
teóricos de alcance crítico. Lo lógico es que tienda a un dogmatismo de lo dado, puesto
que para él lo primero, en el sentido radical de lo primario, son los hechos y nuestra
conceptualización tiene que atenerse a ellos.
Esta segunda forma de historicismo se presenta por ello como una justificación
filosófica de la primera. En cuanto actitud filosófica es según eso un positivismo de las
ciencias del espíritu. Tiene por lo demás un carácter similar al del psicologismo y del
sociologismo que también pretenden reducir cualquier pretensión de validez general -
como son juicios lógicos, morales o estéticos - a hechos que la psicología y la sociología
tienen como tarea investigar. El reduccionismo es en el caso de este historicismo más
radical - al menos en la intención-, en cuanto que se parte de que la base de la reducción
son hechos incontrovertibles, de los que no se puede dudar.
208
sólo se guía por los datos históricos y su sistematización, ni que conceptos y normas
tengan un alcance meramente relativo a la situación en la que se han elaborado. En todo
caso, sin embargo, la historización del pensamiento en general introduce
intencionadamente una transformación en la concepción del mundo.
209
Por de pronto el historicismo no es justamente otra cosa que la aplicación
a la vida histórica de los nuevos principios de la vida logrados en el gran
movimiento alemán, que va de Leibniz a la muerte de Goethe. Este
movimiento fue continuación de un movimiento general de Occidente y su
coronación le cupo en suerte al espíritu alemán. Este espíritu ha llevado aquí a
cabo la segunda de sus grandes obras después de la Reforma. Pero puesto
que, hablando absolutamente, fueron nuevos los principios que descubrió, el
historicismo significa más también que solamente un método de las ciencias del
espíritu. Mundo y vida tienen un aspecto diferente y ponen al descubierto
fundamentos más profundos, si uno se ha acostumbrado a contemplarlos con
los ojos del historicismo. Digamos aquí brevemente lo más necesario, que
debe luego desarrollarse con más amplitud en el libro. El nervio del
historicismo consiste en la sustitución de una consideración general de la
fuerzas humanas espirituales por una consideración individualizante
(Meinecke, 1965: 2).
Dejando a un lado ese entusiasmo excesivo por lo alemán, el centro de interés que
suscita el historicismo es esa consideración individualizante que él rastrea en el
pensamiento alemán de Leibniz a Goethe, pasando naturalmente por Herder. No deja de
reconocer su importancia a la ilustración francesa, que sin embargo no pasa de tener, al
igual que la inglesa, un significado preliminar. Para él, dicho movimiento alemán, más
que culminación de la ilustración, representa una forma de pensar completamente nueva
y un intento de hacer valer el romanticismo frente al pensamiento francés especialmente.
No es extraño que a lo largo de su voluminosa obra no sepa muy bien qué hacer con
Hegel, hacia el que no deja de sentir admiración por otra parte.
Lo nuevo del historicismo en este tercer sentido es que pretende una interpretación
global del mundo a base de despertar la capacidad de pensar históricamente, lo que más
concretamente implica captar la dimensión histórica de los fenómenos mismos. Esta
concepción historicista se forma en el ámbito de la lengua y de la cultura alemana, en el
tránsito del siglo XVIII al XIX, una época, que desde el punto de vista de la historia de
las ideas se caracteriza por la crítica romántica de la ilustración, sobre todo de la del siglo
XVIII. Esta ilustración había criticado la tradición, muy especialmente la medieval,
tomando como fundamento y criterio la idea de una naturaleza humana, universal e
inmutable.
210
hombres, así como entre lo legítimo y lo ilegítimo en el ámbito normativo de la moral y la
política. A su vez, la crítica romántica a la Ilustración se dirige de lleno contra tal criterio,
a lo cual se sintió estimulada por el hecho de que los ilustrados, por más que apelan a la
naturaleza humana y coinciden en afirmar que al hombre para ser feliz le basta con
atenerse a los dictados de la misma, difieren entre sí a la hora de determinar en qué
consiste propiamente esa naturaleza humana, universal e inmutable: en la estructura física
del hombre, en las características psicológicas o en las consecuencias que se derivan de
que es un ser racional. En relación con el problema de la historia, esa crítica tiene ciertos
rasgos fundamentales.
211
El curso histórico es considerado únicamente como una progresiva manifestación de
lo que el hombre ya es en cuanto especie. Una cuestión no aclarada en este contexto es
la relativa a la influencia de la praxis humana en este proceso evolutivo, que es valorada
de diferentes formas y que hace que aquel no sea necesariamente considerado como
determinado absolutamente. Debido a estas interferencias entre condiciones naturales y
condiciones prácticas de la acción, muchos autores piensan, ya con anterioridad a Kant,
que la historia no tiene carácter científico (cf. Schn delbach, 1974: 24). En todo caso,
pese al indudable relieve que se sabe reconocer a la historia, lo que no se le reconoce es
la capacidad de introducir cambios en la naturaleza humana.
La Historia debe ser una de las partes principales del estudio de un hombre
honesto [...1. El Universo es una gran familia de la que somos todos parte;
estamos por ello obligados a conocer su situación e intereses: lo mínimo que se
extienda el poder de un particular, siempre es suficiente para volverse útil en
algún lugar del gran cuerpo del cual forma parte; si puede, lo debe
indispensablemente; y si lo debe, ¿cómo lo haría en tanto que no sepa nada de
lo que ha pasado, y de lo que pasa actualmente, y que así no conozca ni dónde
sus servicios son más necesarios, ni de qué tipo deben ser, ni cómo los debe
emplear por hacerlos ventajosos a los otros y a sí mismo? (Rousseau, 1995: V,
487).
212
Lo que es la educación en el hombre individual es la revelación en todo el
género humano.
213
¿No hay en cada vida humana una edad en la cual no aprendemos nada
mediante la seca y fría razón, pero lo aprendemos todo mediante la inclinación
(Neigung), la formación según la autoridad.. .?; lo que para cada hombre
particular le es ineludiblemente necesario en su niñez, no es menos necesario
para todo el género humano en su niñez (Herder, 1969: 285).
En segundo lugar, cada país (Land) tiene sus propias características e inclinaciones,
peculiares y únicas, tales como corresponde a los grandes fines de la providencia
respecto del género humano en su conjunto (1. c., 289). En tercer lugar, el hombre, que
pertenece a la naturaleza y obedece a impulsos de la misma, se va formando
progresivamente, conforme a lo que postulan las diferentes etapas de su desarrollo,
salvaguardando en cada caso las peculiaridades concretas de cada nación y cultura.
Aparte de que aquí subyace la idea de que la historia está guiada por el plan de la
providencia - idea a la que Herder se remite con relativa frecuencia-, desde el punto de
vista inmanente de cómo discurre el proceso histórico, es de reseñar la tradición,
concebida como lo que la cadena sugiere: una serie indefinida de anillos que se van
sucediendo rigurosamente unidos entre sí. Siendo esto así, la tradición es todo lo
contrario de estatismo y estancamiento; es por el contrario un principio de actividad y de
creación de realidad. Un ejemplo claro de esto es cómo entiende Herder el concepto de
razón, que en Ideen, su obra fundamental sobre filosofía de la historia escrita entre 1784
y 1791, ocupa un lugar central de todo el proceso, algo que no es tan claro en la obra
anteriormente citada de 1774. Sobre cómo la razón surge evolutivamente dice Herder:
O bien la razón ha tenido que ser innata para el hombre [...] o bien él tuvo
214
que venir débil al mundo para aprender razón, tal como ocurre ahora... la
razón humana [es] un nombre que en escritos recientes es utilizado como un
autómata innato, y como tal no proporciona sino un malentendido. En un
sentido tanto teórico como práctico la razón (Vernunft), no es otra cosa que
algo oído (Vernommenes), una proporción y una dirección aprendidas sobre
las ideas y las fuerzas, para las cuales [proporción y dirección] ha sido
formado el hombre según su organización y forma de vida. Una razón de los
ángeles no la conocemos, al igual que no vemos por dentro el estado interno
de una criatura más profunda; la razón del hombre es humana (Herder, 2002:
III, 1, 331).
Por otra parte la inmediata percepción de las ideas de la Ilustración, así como de sus
problemas y aporías, dio lugar a intensos debates entre los propios autores alemanes, la
mayoría de ellos hoy ya apenas conocidos (c£ Schneiders, 1974: 7 y ss.; 189 y ss.). El
sentido de esta mera referencia a esa primera paradoja consiste en que en esas corrientes
de pensamiento con sus debates correspondientes están en juego al menos dos de los
conceptos presentes en nuestra investigación: la individualidad y su articulación como
dimensión ineludible en lo que es el sujeto de la historia; por otra parte, la libertad que es
inseparable del sentido de la historia. Libres creen ser los pueblos y más aún quienes los
215
representan; a la libertad se sienten impulsados los individuos y en aras de la misma
arriesgan incluso con frecuencia su vida.
La segunda paradoja tiene que ver con lo que representa el propio movimiento que
se conoce con el nombre de Historicismo y que tiene en E.Troeltsch y F.Meinecke tal
vez a los dos representantes y portavoces más cualificados. Ocurre que sus obras,
voluminosas por cierto, fueron muy leídas, debatidas y a la postre duramente criticadas.
Da la impresión de que esta crítica, más que una cuestión puramente académica, fue algo
que brotó del propio movimiento de la historia. Hubo una especie de entusiasmo excesivo
en torno a lo que podía significar, en alcance e importancia, la reflexión sobre la historia,
especialmente la referida al espíritu alemán. Pero la realidad misma, con lo que
representaron las dos guerras mundiales, fue decisiva para que se desconfiara primero, y
al fin se terminara rechazando tanto exceso. Es cierto que los dos autores mencionados
desarrollaron su actividad en el período de entreguerras, pero el impulso iniciado decenas
de años antes estaba en marcha y terminó orientándose hacia un punto, que ni era
necesario ni estaba previsto. La intención que anima uno de los más e importantes
escritos de H.Rickert, de 1902, es
Nada hay en estas palabras de Rickert que no parezca digno de ser tomado en
consideración, aun por quienes siguen propugnando una actitud reduccionista en la línea
de lo que él considera propio del método científico-natural. En todo caso el movimiento
del historicismo es en su conjunto y en todas las obras y autores que de una u otra forma
lo representan, de una gran importancia, tanto que están plenamente justificadas las
palabras de E Tessitore en la presentación de su magna obra en varios volúmenes sobre
esa corriente: "He visto con claridad la imagen de un modelo teórico de los más
relevantes e innovadores de los siglos 18 y 19" (Tessitore, 1, 1995: 7).
216
La paradoja a que ahora nos referimos es que, no obstante las críticas que se han
hecho y se siguen haciendo al historicismo, el interés que contribuyó a fomentar por la
historia y por los estudios históricos sigue vivo y actual, como lo pone de manifiesto
entre otros hechos, la efervescencia en torno a la historia que hoy se advierte en la
misma Alemania. Al igual que la crítica de la Ilustración supo, cuando fue relevante, ser
constructiva e incorporar aspectos fundamentales de aquella, la crítica del historicismo no
ha tenido como consecuencia un debilitamiento del interés por la historia. Ha modificado
la orientación de determinados puntos de vista o ha acentuado estas o aquellas cuestiones
en orden a que los resultados puedan ser más acordes con la vida misma, con la propia
historia real.
Con esta actitud constructiva señalaremos los siguientes aspectos que justamente
pueden ser objeto de crítica. Respecto de la primera forma de historicismo, caracterizado
como positivismo práctico de las ciencias del espíritu se pueden hacer las reflexiones
siguientes: 1. los hechos históricos se dan ciertamente, pero no al margen de las causas
que los producen y de los fundamentos que los hacen posibles; se puede sin duda
prescindir de ambos factores, pero al precio de comprender mal los hechos mismos.
Éstos no hablan por sí solos. 2. Los criterios o categorías desde los que se juzga que los
hechos tienen un determinado significado histórico anteceden a aquéllos. Luego carece de
base la afirmación de que se extraen de los hechos mismos. 3. El sentido que se pueda
detectar en los hechos tampoco está garantizado por su simple existencia. Requiere una
determinada actitud previa ante ellos. 4. De forma general, con independencia de la
perspectiva desde la que se aborden los hechos: fenomenológica, metafísica, religiosa,
etc., detrás de los mismos se ocultan demasiados factores, que no son accesibles a la
investigación meramente empírica. ¿No existe en modo alguno lo que en otros tiempos se
llamó espíritu de los pueblos, siendo así que éstos intentan hacerse valer y reivindicar sus
derechos? ¿No existen las mentalidades? ¿No son en mayor o menor grado
determinantes las convicciones religiosas, políticas, ideológicas, etc.?
Respecto del segundo tipo de historicismo, que relativiza hasta tal punto los
conceptos teóricos y las normas éticas que en definitiva sólo les reconocen un alcance
relativo a la situación o a los hechos a que se refieren, cabe decir: 1. Por más que se
modifiquen determinadas actitudes ante la vida y en consecuencia estén sujetas a un
grado de relativización mayor o menor, esto no afecta a la exigencia de tener que
atenernos - llevados a ello por un instinto innato - a conceptos fundamentales como son
la verdad o la bondad, así como a tener que guiarnos por ciertos conceptos y normas en
la práctica. Y, si se quiere urgir la dificultad, diciendo que la verdad o la justicia se
217
entienden de modo diferente según sean las situaciones o los individuos, se puede replicar
que, para que esta objeción sea siquiera inteligible será necesario poder identificar como
verdad las diferentes formas de verdad, como justicia las diferentes formas de justicia.
Luego no se puede eludir la universalidad de significado de la verdad o de la justicia. 2.
Admitamos que las formas de vida son muy diferentes, tanto que no cabe homologarlas
ni compararlas. En este caso el pretendido relativismo es sólo propio de un modo de
hablar, no de las formas de vida, que justamente tienen en la vida humana su realidad
fundamental, como diría Ortega, su foco unificante. Si la expresión diferentes formas de
vida se aplica a lo que es propio de los pueblos o culturas, habrá que contar con un
concepto universal o con varios, de una parte para poder determinar desde él la
diferencia de formas de vida, y de otra para poder establecer entre ellas algún tipo de
comunicación, a la que ni la teoría ni la praxis quieren renunciar, ni pueden aunque
quieran, porque la vida es esencialmente comunicación, incluso con aquello que difiere
en tal medida que podría parecer que ya no es posible ningún tipo de comunicación real.
Puede ciertamente hacerse valer que los conceptos como tales no tienen consistencia
en sí mismos, en cuanto que necesitan una ilustración histórica, es decir, una clarificación
mediante el conocimiento del proceso o de la génesis por la que han llegado a
constituirse, así como de las circunstancias en medio de las cuales o frente a las cuales se
han reafirmado y consolidado. Esto es indudable y cuando no se lleva a cabo se cae en el
vacío de las definiciones, tan frecuentes en las escuelas de pensamiento. Pero ello no
quiere decir que por el hecho de que un concepto sólo se haya llegado a clarificar en un
momento histórico, sólo sea válido históricamente en relación con una situación
determinada. El concepto era ya válido en sí, es decir, de una forma incoada o virtual,
pero aún no había llegado a formarse plenamente y a adquirir verdadera y efectiva
vigencia, a ser para sí mismo en expresión de Hegel.
218
simples datos, que aparte de empíricos pueden ser contradictorios entre sí. Para poder
orientarse en medio de esa "jungla" de datos el pensamiento necesita criterios sólidos,
que básicamente no pueden sino ser a priori. En tercer lugar, pese a los inevitables
cambios a que el pensamiento se ve sometido en su proceso, necesita que entre las
diferentes fases pueda establecerse una coherencia. O al menos la cuestión acerca de esa
coherencia tiene pleno sentido. Por último, el debate con el pasado histórico o el
cuestionamiento del mismo, así como el debate con la propia interpretación histórica de
ese mismo pasado - que a su vez puede ser consecuencia de determinados cambios
históricos - puede ser necesario. Y el debate con el historicismo, con ese doble nivel de
crisis histórica y de interpretación de la misma, se ha producido de hecho.
219
contrapone la fusión de horizontes a la que ya nos hemos referido. Lo que no termina de
ser satisfactorio en ambos casos es que ninguno de ellos se da cuenta, de modo
suficiente, de lo que es peculiar de cada tiempo histórico, que hace que no nos sea
posible ni desplazarnos del presente al pasado para penetrar el significado de éste ni
tampoco lograr una fusión de horizontes porque eso supondría cuestionar la mencionada
singularidad de cada una de las dimensiones temporales.
220
En tres aspectos pertenece la historia a lo viviente: como a lo activo y lo
apetente; como a lo que conserva y venera; como a lo que sufre y necesita
liberación. A esta tríada de relaciones corresponde una tríada de especies de
historia, en cuanto, que es posible distinguir una historia monumental, una
historia anticuaria y una historia crítica (Nietzsche, 1966: I, 219).
Se advierte de entrada que la actitud crítica de Nietzsche, a la que más arriba nos
referíamos, recae sobre una manera de practicar la historia en general, es decir, en cuanto
que no tiene en cuenta las exigencias de la vida. La historia es sin embargo tan
importante que, entre otras cosas, ejerce una función crítica en beneficio de la vida.
Estos tres tipos de historia pueden servir a la vida, le pueden ser beneficiosos: el
recuerdo de lo grande, de lo monumental estimula a crear cosas grandes: "Cuando el
hombre que quiere crear cosas grandes, tiene necesidad del pasado en general, se
apodera de él mediante la historia monumental" (Nietzsche, 1966: 1, 225).
Esto tiene su fundamento en que se parte, de una u otra forma, de suponer que lo
que un día existió puede volver a existir:
La razón de tipo ontológico tiene por de pronto como referente lo permanente por la
ventaja que ello supone, tanto para quien se siente en armonía con ese pasado como para
quienes vendrán después:
221
La historia pertenece también, en segundo lugar, a quien conserva y
venera, a quien vuelve la mirada, con piedad y amor, hacia aquello en lo que él
ha llegado a ser lo que es; mediante esta piedad da gracias, en cierto modo, por
su existencia. Al cuidar con mano cuidadosa lo que subsiste desde antiguo
quiere conservar para los que van a venir después aquellas condiciones bajo
las que él mismo ha venido al mundo (1. c.).
222
La observación es, además de acertada, importante, pues por una parte indica que el
historiador anticuario pretende guiarse exclusivamente por su afán de objetividad, pero,
por otra, de hecho reconstruye el pasado e introduce en él una valoración, en ocasiones
muy idealizada.
En cierto modo parece que fue ésta la clase de historia sobre la que Nietzsche más
reflexionó a juzgar por el modo en que se pronuncia sobre los prejuicios que puede
acarrear. Prejuicios traen consigo las tres clases de historia. Los propios de la historia
monumental se pueden resumir en los dos siguientes: En primer lugar, si su cultivo no
guarda el conveniente equilibrio con las otras y prevalece sobre ellas sale perjudicado el
propio pasado, en cuanto que "las partes enteras del mismo son olvidadas, despreciadas y
fluyen como un torrente ininterrumpido y gris en el que solamente hechos singulares
embellecidos emergen como solitarios islotes" (Nietzsche, 1966: 1, 223).
Si quisiera extender al campo del arte el uso del referéndum y del sufragio
mayoritario y se obligara al artista a defenderse ante el foro de los estetas que
nada crean, se puede jurar de antemano que sería condenado; y esto no a
pesar de, sino precisamente porque sus jueces han proclamado solemnemente
el canon del arte monumental [...] mientras que todo arte que no es
monumental, en cuanto que es arte del presente, les parece en primer lugar no
necesario, en segundo lugar nada atractivo y, finalmente, carente de la
autoridad de la historia... No quieren que nazca la grandeza. Su procedimiento
es decir: "mirad, lo grande ya está ahí". En realidad, esta grandeza que está ahí
les importa tan poco como la que está naciendo: sus vidas dan testimonio de
ello. La historia monumental es el disfraz en el que su odio a los poderosos y
grandes de su tiempo se presenta como saciada de admiración hacia los
223
poderosos y los grandes de tiempos pasados; ocultos así tras ese disfraz
convierten el sentido de esta consideración de la historia en su opuesto. Lo
sepan claramente o no, actúan en todo caso como si su lema fuera: dejad que
los muertos entierren a los vivos (Nietzsche, 1966: 1, 224 y s.).
El perjuicio que puede causar la historia anticuaria es más grave que el anterior, pues
aunque se olvide y desprecie una parte del pasado en nombre de la historia declarada
como monumental, nada puede hacer que desaparezca. En este caso, en cambio, se
ahoga en su raíz lo que está a punto de nacer. Nietzsche tiene en cuenta la doble
perspectiva: la del pasado, a la que se refiere el perjuicio anterior y la del presente, en el
que se incide el que señala ahora. Hay pues en su reflexión de nuevo varias dimensiones:
la ontológica, que se refiere al no-ser de lo que podría llegar a ser y es impedido, la
temporal, centrada en el presente, y la que cabe considerar - de modo convencional-
como antropológico social: la fuerza del resentimiento. Se pone de manifiesto el
procedimiento alusivo del gran escritor, capaz de poner en juego en un mismo punto
diferentes argumentos y niveles de consideración.
Nietzsche parece agotar en este punto sus recursos retóricos, que no son pocos, para
acentuar la degeneración en que se cae por falta de "la fresca vida del presente" (1. c.).
Da la impresión de que para él la historia anticuaria representa el máximo perjuicio. Por
ello sobre todo - también en menor medida por el exceso en el cultivo de la historia
224
monumental - se necesita de modo perentorio un tercer modo de considerar la historia,
"el modo crítico".
Esto sin embargo también encierra un grave peligro que muy difícilmente se puede
eludir, porque el hombre es fruto del pasado hasta tal punto que el pasado forma parte de
su misma vida. Por ello, al atacar el pasado, el hombre se hace fácilmente daño a sí
mismo.
Como resultado final son claras las siguientes conclusiones: 1. Las tres clases de
historia son necesarias para la vida y son también peligrosas. 2. Esa dualidad parece
inevitable, en cuanto que esas clases de historia vienen exigidas por la vida misma, pero a
su vez tienden a perpetuarse, con lo cual lo que inicialmente es un beneficio se
transforma en un perjuicio. "Cada una de las tres clases de historia está justificada tan
sólo en un terreno y en un clima; en otro cualquiera crece convirtiéndose en una mala
hierba devastadora (Nietzsche, 1966: 1, 223). 3. La historia por sí misma no es
perjudicial: lo es sólo "la sobresaturación histórica" (1. c., 237).
225
Heidegger, en cambio, sí reconoce a esta obra una gran importancia al considerar
que "Nietzsche ha comprendido y dicho, de un modo penetrante e inequívoco [...] lo
esencial acerca de los beneficios y perjuicios del saber histórico para la vida", pero anota
a la vez que no ha mostrado "explícitamente la necesidad de esta tríada ni el fundamento
de su unidad" (Heidegger, 1953: 293). En cuanto a que la historia, como saber histórico
es ambivalente y tiene tanto ventajas como inconvenientes para la vida, ello se debe,
según Heidegger, a que "ésta - la vida - es histórica en la raíz misma de su ser y a que,
por consiguiente, en cuanto fácticamente existente siempre se ha decidido ya de
antemano por una historicidad propia o impropia" (1. c.). Y en cuanto a la triplicidad del
saber histórico y su unidad Heidegger entiende que se deriva de la historicidad del "ser-
ahí' (Dasein).
Las reflexiones de Heidegger son cuestionables. Por una parte pasa por alto que
Nietzsche sí ha explicitado la necesidad de las tres clases de saber histórico y el
fundamento de su unidad. La raíz de lo uno y lo otro está en la vida misma. En
definitiva, hay fundamentación en Nietzsche aunque no es la que pretende Heidegger.
Por otra parte, esa especie de deducción de la historia anticuaria a partir de la historia
monumental es ajena por completo a Nietzsche, como ya hemos visto. Pero ni lo uno ni
lo otro nos interesa ahora.
226
A la base de las consideraciones de Heidegger está que "El ser-ahí en cuanto
venidero existe de un modo propio en la apertura resuelta de una posibilidad que él ha
elegido" (1. c., 396). Lo cual quiere decir que el futuro, en cuanto por-venir, es el eje de
la temporalidad y el fundamento de la historicidad. Mi punto de vista es distinto, como ya
he expuesto. Las diferentes dimen siones temporales o son presente o son una forma en
que lo pasado y lo futuro se hacen presentes. O dicho de un modo más aséptico, de lo
pasado y de lo futuro podemos hablar sólo desde la perspectiva presente. De pasado
histórico, al igual que de futuro histórico podemos hablar sólo por relación al presente
histórico sin que por ello se disuelvan en éste, ya que pasado y futuro no dejan de ser lo
otro del presente. Esto supuesto, lo pasado lo podemos "presencializar" bajo la forma de
lo monumental o de lo anticuario, según sea el interés por el que se orienta la actividad
humana.
La historia monumental, de suyo, apunta más bien al futuro, en cuanto que, como
dice Nietzsche, estimula la creación de grandes cosas. La historia anticuaria intenta, más
bien, retener el pasado, pero no necesariamente, puesto que puede ver en el pasado una
fuente de posibilidades para el futuro. La historia crítica, a su vez, viene ciertamente
postulada desde la perspectiva del futuro, en la medida en que éste no admite ser
considerado como mera continuación del pasado y del presente. Sin embargo, su
actividad no tiene por qué centrarse exclusivamente en desligarse de la inautenticidad del
presente, como piensa Heidegger (cf. 1963: 397). Tiene que ver, en no menor medida,
con el pasado, en cuanto que pretende una apropiación del mismo, que no entorpezca el
espontáneo y libre despliegue del presente. Y también se ejerce esa historia crítica sobre
el futuro, en cuanto que debe evitar proyectarlo de forma arbitraria, desligada de las
ineludibles "imposiciones" del pasado y de las necesidades auténticas del presente.
A su vez, cada una de esas formas de hacer historia puede tener ventajas e
inconvenientes. La ventaja de la historia monumental está en estimular a realizar cosas
grandes, en cuanto que hace que los hombres tomen conciencia de que son capaces de
ello. El inconveniente puede estar en quedar embelesado en el canto a lo monumental. La
historia anticuaria presenta la ventaja de cultivar lo permanente, que constituye una
dimensión esencial de la vida; tiene el inconveniente, cuando se cultiva unilateralmente,
de quedar estancado en lo invariable. La historia crítica tiene la ventaja de fomentar la
renovación y el inconveniente de poderse quedar en lo destructivo. Por lo demás, la
razón de esta dualidad inherente a cada una de las tres clases de historia no está en la
existencia humana, según que sea auténtica e inauténtica. Pues es obvio que el cultivo de
un determinado tipo de monumentalidad puede tener sentido en un momento dado y
227
dejar de tenerlo en otro. Y algo análogo puede ocurrir con las otras dos clases de historia.
Paradójicamente Heidegger, que tanto sabe de temporalidad, no la aplica en este caso
correctamente.
Hablando de utopía se piensa en la obra del mismo título de Tomás Moro (1516),
que nos describe un estado tan ideal como los acontecimientos que en ella se narran
(Mallafré, 1977: 11-57). Pronto se pone a esta obra en relación con la República de
Platón y posteriormente con otras obras de la época moderna como son La Cittá del Sole
(1602) de T.Campanella y la Nova Atlantis (1624) de F.Bacon. Durante un tiempo la
obra de T.Moro es presentada como modelo a tomar en consideración por parte de
príncipes y ciudadanos, pero ya a mediados del siglo XVI Ferrarius Montanus la critica
por entender que es ajena a la realidad. Esta objeción difícilmente afecta a la Utopía de
T.Moro, quien deliberadamente construye un modelo contrafáctico, que le sirve para
criticar, por contraste, la situación real, que censura duramente.
Durante siglos, sin embargo predomina la crítica negativa de este concepto, tanto que
"utópico" se llega a convertir en un término peyorativo. Autores tan relevantes como
Herder, Kant, Fichte, Hegel, Bentham o Comte rechazan la utopía, como la rechazarán
también, en nombre de lo postulado por la realidad misma, los que desde otro punto de
vista fueron más tarde considerados como "socialistas utópicos". Se volverá a valorar
positivamente a finales del siglo XIX y comienzos del XX como correctivo de la realidad.
Así lo intenta por ejemplo G.Landauer. Para el socialismo y el comunismo la utopía es
también, por lo general, un término peyorativo. Como información suficientemente
amplia y concreta para poder orientarse, se puede consultar a U.Dierse (2001: 510-526).
228
completo distinto. Es más bien algo que es preciso situar en el lugar de lo soñado, no
realizado ciertamente, pero tampoco ajeno a la realidad, ya que de la experiencia de lo
real ha surgido el sueño y de sus elementos está entretejido. Igualmente, no se puede
decir que no sea realizable en modo alguno. Por el contrario, el hecho de que se aspire a
verlo transformado en realidad invita a pensar que hay en ello fundamentos suficientes
para esperar que algún día se lo pueda ver como real y existente.
La utopía versa por tanto no simplemente sobre algo que no es en modo alguno, sino
sobre el no-ser-aún, llamado a ser al fin, a su modo; sobre lo posible, que lejos de ser un
constructo abstracto e irreal, está ya ahí, a la mano como quien dice y, al mismo tiempo
no visible ni tangible. Siempre permanecerá este juego de cercanía y lejanía, alejándose
de nosotros siempre el horizonte, aun allí donde estábamos convencidos de estar ya en
medio de él. El Reino está cerca, pero siempre solamente cerca y nunca definitivamente
ya, de una vez por todas para nosotros. De ahí la inevitable tensión permanente de cara
al fin, siempre deseado y, a la vez, oscuramente presentido, nunca definido con precisión
y, en lo que pudieran ser sus perfiles concretos, siempre oculto.
De ahí que una atmósfera de misterio circunda, de forma inevitable, la morada del
hombre. Lo utópico no tiene su propio ámbito en el simple y estricto futuro, sino en el
presente. Ocurre sin embargo que hay que saber percibirlo allí donde manifiestamente
nos habla, como en la gran poesía, y cuando penetra en nuestras facultades más intimas
a través de la música. Si sabemos estar a la escucha de lo que la realidad misma nos
transmite, nos daremos cuenta de que en todas las cosas hay un fermento utópico, que
está ya posibilitando y exigiendo una nueva forma de ser real. Utopía y realidad no se
excluyen por tanto, ya que sin elementos utópicos no es posible captar la realidad que
desborda lo meramente fáctico. ¿Cómo serían posibles por ejemplo las creaciones
literarias o musicales sin esos elementos utópicos? La utopía que elabora Bloch es
concreta y se exterioriza en multitud de manifestaciones de carácter simbólico sobre
todo.
229
hombre no puede acomodarse en la expectativa de lo que dicte o prescriba su pasado,
tampoco estar a expensas de aquello a lo que se vea urgido por el presente. Contando
con los materiales que el pasado y el presente ponen a su disposición, tiene forzosamente
que elaborar por sí mismo un esquema de vida que, en cuanto que no es real, es utópico
- literalmente, ya que no encuentra lugar ni acomodo en la realidad.
De este tipo de ejemplos está llena la historia, la "macrohistoria" por supuesto, pero
también la "microhistoria" de grupos, asociaciones, etc. Sólo la realidad misma podrá
decirnos si la utopía tenía sentido o no. En parte, y sólo en ocasiones, se podrá anticipar
ese sentido. No siempre, por tanto, y nunca totalmente. Aunque tengamos la impresión
de que este o aquel proyecto utópico es coherente con la realidad, solo su realización
podrá confirmarlo definitivamente. Cuando Hegel afirma que es la razón la que gobierna
la historia, no afirma con ello su oposición a cualquier intento de transformación de la
misma, sino que ésta ha de ajustarse a los imperativos de la racionalidad, tal como éstos
se pueden extraer del curso real de las cosas.
En su República Platón esbozó una verdad del todo [social], que él mismo
caracterizó como utopía. Sin embargo este estado ideal estaba concebido como
230
concepto a realizar y así su creador hizo el intento inútil de convertir la utopía
en realidad en Sicilia. Con ello Platón fue el primer "intelectual", que presentó
un esbozo de estado pensado en serio. Pero -y esto es característico de su
concepción de la verdad - fundamentó primero este esbozo en principios
teóricos y, según su concepción, la praxis política era luego la aplicación de
estos principios a la realidad. La especial problemática de su empeño está pues
manifiestamente en su concepción de la diferencia entre verdad teórica y
verdad práctica y de su mutua relación. A su modelo de estado le faltó la
mediación con la realidad política existente, mediación que por lo general toda
verdad acerca del todo, que aspire a una renovación de la sociedad, necesita
tener (Zeltner, 1966: 110 y s.).
231
en el sentido existencial de percibir aquí y ahora la revelación del tiempo oportuno en
orden a asentar la propia vida personal sobre bases firmes (cf. Pannenberg, 2001: 312-
322). A ninguna de estas dos formas de escatología se refiere el modelo escatológico de
carácter utópico, pero tiene en común con ambos, sobre todo con la primera, el hecho de
que retiene la pretensión de ultimidad y de culminación del sentido. Son las diferentes
versiones que ha habido, especialmente en el campo de la política, de instaurar el "reino
de Dios" en la Tierra. Las utopías revolucionarias que eclosionaron en el siglo XX son de
ello la prueba más palpable. Como han llevado por sus pasos contados a la catástrofe, se
han juzgado a sí mismas y han mostrado su carencia total de legitimidad. Y sin embargo,
nada garantiza que no se vuelvan a producir esos terribles excesos. Uno de los atractivos
de esas utopías es que pretenden apoyarse, según expresión de Popper, en leyes del
desarrollo social y en la planificación correspondiente. Dada la complejidad de los hechos
sociales e históricos, nunca tales leyes pasan de tener un alcance general. De ahí que el
intento de aplicarlas con exactitud a los casos concretos lleve sin remedio al desastre. En
lugar de formular leyes del desarrollo social y de llevar su aplicación hasta las últimas
consecuencias, hay que buscar más bien "leyes de diversa índole que pongan límites a la
construcción de instituciones sociales" (Popper, 1971: 37). Por otra parte,
Hay sin embargo diversos factores que dificultan notablemente la llamada de Popper
a la racionalidad, como son la irrupción de lo inesperado en la historia, la facilidad con
que masas enteras se dejan fácilmente fascinar por sueños de realización imposible o
incierta, el peso que en el comportamiento humano tiene, según el acertado diagnóstico
de Nietzsche, el resentimiento, por no hablar de que la historia de la humanidad se puede
concebir, en expresión de Borges, como "historia universal de la infamia".
Aparte de los modelos anteriores cabe hablar de un tercero que a falta de nombre
más afortunado se puede llamar modelo procesual, porque tiene presente el proceso
histórico tal como está condicionado y, en buena medida, determinado hoy. Como
acertadamente diagnosticó Heidegger, nuestra vida está impregnada, tanto en sus
diferentes dimensiones - en cualquier caso en la dimensión histórica - por la técnica. Por
su importancia, también por su relativa nitidez, aducimos los textos siguientes:
232
hombre y el ser se rozan mutuamente entre sí. Se podría pensar que es
suficiente nombrar la expresión "era atómica" para evocar la experiencia de
cómo llega hoy a nuestra presencia el ser en el mundo técnico. ¿Pero acaso
podemos tomar sin más el mundo técnico y el ser como si fueran una sola
cosa? Evidentemente no, ni siquiera si representamos este mundo como el
todo en el que están encerrados juntos energía atómica, planificación
calculadora y automatización. ¿Por qué una indicación de esta índole acerca
del mundo técnico, aunque lo describiera exhaustivamente, no nos pone ya a la
vista en absoluto la constelación de ser y hombre? Porque todo análisis de la
situación se queda corto, en tanto que de antemano se interpreta el
mencionado todo del mundo técnico desde el hombre como su obra. Lo
técnico, representado en el sentido más amplio y en toda la diversidad de sus
manifestaciones, tiene vigencia como el plan que el hombre proyecta, plan que
en definitiva le lleva al hombre a decidir si quiere convertirse en esclavo de su
plan o mantenerse como señor del mismo.
233
(1950: 13).
De todo ello nos quedamos, reduciéndolo a síntesis, con que somos tan dependientes
de la técnica que ni siquiera nos cabe ya la posibilidad de vivir al margen de ella. Pero
por otra parte, también la técnica es a su modo dependiente del hombre, puesto que, el
ser y la técnica se rozan mutuamente entre sí; aquél está necesitado de ésta y al
contrario. Esto supone que, si bien nuestro comportamiento ante la técnica no puede ser
el que corresponde a la simple toma en consideración de la técnica como un "plan que el
hombre proyecta", esto no supone que el hombre pueda adoptar una actitud quietista
ante la técnica y dejarse llevar simplemente por ella. Ni debe ni le es posible, pues aun
cuando viva de modo inauténtico, está viviendo y actuando, aunque sea sin proponérselo
e inconscientemente, en medio de la esencia de la técnica.
Uno de los pensadores que más en serio se ha tomado el reto planteado por
Heidegger ha sido H.Jonas en su obra El principio de responsabilidad. Aquí vamos a
referirnos, más bien implícitamente, a alguno de los temas, que él toca, para exponer en
concreto de qué forma entendemos que aún tiene sentido hablar de utopía. El modelo
que proponemos es procesual, en cuanto que es el proceso de la historia misma, desde su
radical condicionamiento por la técnica, el que nos dicta determinadas reflexiones
básicas, que nos llevan a postular actitudes que, lejos de ser mera continuación de lo
dado o establecido, representan un contraste, una negación o antítesis de ello. Por de
pronto es innegable que el desarrollo ha llevado al hombre en su historia a un punto en
que su ser está radicalmente amenazado, no sólo porque puede destruir su propia especie
sirviéndose de los medios y de las armas que con la técnica ha creado; también, porque
234
dicho desarrollo se está llevando a cabo al precio del deterioro progresivo de la
naturaleza, de la que el hombre depende esencialmente para poder subsistir.
Desde la pregunta siempre abierta acerca de qué debe ser el hombre, cuya
respuesta está sujeta a cambio, nos encontramos, en medio del peligro total del
ahora de la historia universal, arrojados al precepto primero, que subyace
siempre de antemano a aquella pregunta, pero que hasta ahora no ha llegado a
cobrar actualidad, al precepto de que él debe existir - bien es verdad que como
hombre (Jonas, 1988: 250).
Ello supone que la responsabilidad del hombre es máxima y adquiere una radicalidad
que no ha tenido hasta ahora, pero puesto que la responsabilidad tiene que traducirse en
una acción, es ineludible el ejercicio de un poder que es inédito, puesto que adquiere una
modalidad que no ha tenido hasta ahora y que en expresión de Jonas se concreta en un
"poder sobre el poder". Es decir, el poder que es preciso ejercer ahora y que debe brotar
de la sociedad misma, está destinado no ya a controlar el poder que el hombre ejerce
sobre la naturaleza, sino a limitar ese otro poder que por mor del progreso se ha
expandido de forma ilimitada y amenaza con destruir a la naturaleza y al hombre mismo.
Esa "autoalimentada coacción del poder hacia su progresivo ejercicio" vendría a equivaler
al diagnóstico heideggeriano de que "estamos encadenados a la técnica", pero Jonas cree,
invocando el principio de la responsabilidad, que es posible quebrar esa tendencia y al
menos evitar un final apocalíptico, al que nos estamos encaminado.
235
ciega en la misma lleva al fanatismo (c£ 1. c., 340). Por otra parte siguen ateniéndose,
sobre todo el marxismo clásico, a la afirmación del progreso como principio, que ha
resultado ser fatal. Ambas concepciones adole cen de un error fundamental, el de separar
"el reino de la libertad del reino de la necesidad" (1. c., 357), por cuanto dejan campar a
sus anchas al segundo, impulsado y explicitado en el terreno de la concepción científico-
técnica, pensando que se lo puede utilizar como medio para construir el reino de la
libertad, siendo así que el reino de la necesidad ha pasado de ser medio a convertirse en
fin y nos ha llevado a una situación en que está a punto de ahogar toda libertad.
Dentro de lo que aquí considero una utopía razonable, las reflexiones de Jonas
merecen ser tenidas en cuenta. Pero su concepción adolece en mi opinión de varias
limitaciones. Pasa por alto en primer lugar - simplemente me conformo con mencionarlo
- el hecho de que sus referencias históricas al concepto de responsabilidad muestran
bastantes lagunas (cf. Bayertz, 1995: 3-68), así como que no aparecen bien señalados los
límites de dicho concepto (c£ Birnbacher, 1995: 143-180) ni su ineludible implicación
con su dimensión jurídica (cf. Krawietz, 1995: 184-213). Pero lo que aquí me importa
señalar son otras dos carencias. Por una parte, Jonas se atiene al modelo del Homo faber.
Esto quiere decir que el principio de responsabilidad se concreta en acción y, sobre todo,
que esa acción se entiende como una forma determinada de ejercicio de poder. Por otra
parte, hace derivar lo positivo, el sí al ser, de una negación, del no al no ser. Ambas cosas
me parecen insatisfactorias. El ejercicio del poder, además de normas y criterios, necesita
de ideas básicas a que atenerse, como pueden ser por ejemplo la bondad y la justicia. No
cabe decir que no son operativas. Lo son sin duda, lo han sido siempre que se ha sabido
delimitar y concretar su alcance. Por otra parte, lo positivo no puede surgir de la
negación de algo negativo. Dicho de otro modo, tiene sentido oponerse al no ser desde y
en virtud de una afirmación previa del ser.
La utopía que aquí propugnamos no pretende para sí ninguna originalidad. Más bien
se propone recordar que el pensamiento mismo tiene como tal una dimensión utópica en
la medida en que no puede prescindir de conceptos fundamentales como son el ser, el
bien y la verdad. El ser no es ninguno de los entes. No le podemos asignar en ese sentido
ningún lugar. Pero es inherente a los diversos entes en sus más variadas modalidades y
grados, pues todos y cada uno intentan perseverar en su ser y ser de la forma más
perfecta que les es posible. En cuanto que está en ellos, sin duda, en palabras de
Spinoza, pero cada ente se hundiría en la nada automáticamente desde el momento en
que dejara de existir el impulso general a ser. El bien no es ninguno de los bienes. No
tiene por tanto lugar alguno. Pero sin el concepto de bien no podríamos enunciar juicio
236
alguno sobre si las cosas son buenas o no. Sin el bien como medida no podríamos hacer
juicios comparativos sobre la bondad de las cosas. Asimismo, nada de lo que es
verdadero es la verdad misma. Tampoco se puede pues atribuir lugar alguno a la verdad.
Pero porque hay verdad podemos decir que hay cosas verdaderas, que unas son más o
menos verdaderas, etc. Hay en todos los conceptos fundamentales, inherentes al
pensamiento y a la acción, un excedente utópico. En la historia esto acontece a diario.
Pueblos, grupos e individuos tienden a la plenitud del ser, a lo que es mejor, a vivir en
correspondencia con la verdad. Es innegable que existen desviaciones, fracasos
estrepitosos, males incontables. Pero aun esto lo podemos decir porque disponemos de
ese excedente utópico de los conceptos fundamentales para poder evaluar así los
acontecimientos.
Desde el punto de vista que hemos adoptado aquí se llega a una conclusión distinta.
El hombre es lo que es en cuanto que está y vive en el presente. Sólo desde la forma
peculiar como vive ese presente se puede explicar su relación tanto con el pasado como
con el futuro, así como la posibilidad de contemplar en conjunto las tres dimensiones
históricas. Desde su situación de arrojado - si admitimos ese modo de hablar de
Heidegger - ve a aquellos a quienes debe la existencia y su imaginación se proyecta
237
retrospectivamente, sin que en ello haya lugar alguno para el error, hacia la serie de
generaciones que le han precedido, de las que conoce muy poco o apenas nada, pero de
las que con total certeza sabe algo fundamental: que están ahí, tan constitutivamente para
él que sin ellas no existiría en absoluto. Ésta no es una conclusión fría y abstracta,
excepto si, como es habitual en el tiempo en que vivimos, vivimos encerrados en una
estéril individualidad, que está terminando por ser individualismo fanático. Como
corrección de este individualismo, valga decir, como ayuda para incorporar a nuestra
perspectiva la propia irradiación en las generaciones pasadas, que es ilustradora la lectura
de Borges, quien por lo demás nos trae al recuerdo sabidurías del pasado, especialmente
la bíblica. Cuando el evangelista Mateo se propone anunciar con toda solemnidad una
nueva época, nada menos que el tiempo que inaugura la salvación para toda la
humanidad, comienza por establecer la genealogía de Jesús (Mt 1, 1-17). Presiente
además el hombre, sabiéndolo también con certeza, que en el horizonte de su propio final
están haciendo ya su aparición otras generaciones, igualmente de forma tan constitutiva
que ni siquiera se puede imaginar ese final sin la pervivencia de otros, sin la
supervivencia de generaciones futuras.
Por otra parte, la exposición del concepto de finitud, en la que tanto insiste
238
Heidegger y en la que aquí no vamos a entrar, exigiría una discusión a fondo de la
relación de dicho concepto con el de infinitud para, entre otras cosas, intentar aclarar si,
como piensan N. de Cusa, Descartes y Hegel, se trata de conceptos recíprocos, de forma
sin embargo que la finitud depende de la infinitud y no puede en modo alguno ser
pensada sin ella. Pero como no es el momento de debatir esta cuestión metafísica, nos
limitaremos a evocar, mediante algunos textos poéticos, nuestra tendencia a rebasar la
estricta "finitud de la temporalidad" tal como la postula Heidegger.
El poeta habla de espacios sin fin a los que le lleva la imaginación, pero también
podemos imaginar tiempos sin fin. Y en efecto no hay modo de imaginar que el tiempo
tenga fin, sea en el origen sea en su término. Y aunque el tiempo no es la temporalidad,
ésta se encuentra penetrada por el modo como percibimos o imaginamos aquél. Mucho
se ha escrito sobre la diferencia entre el tiempo cósmico, siempre uniforme, y el tiempo
vivido. Y de nuevo hoy vuelve a estar el tema en el primer plano (cf. Dux, 1989: 36 y
ss.; Gimmler y otros, 1997; Zimmerli y Sandbothe, 1993; Reusch, 2004; Sandbothe,
1998; Aschoff y otros, 1992). Pero en todo caso, aun supuesta esta diferencia, la forma
en que imaginamos el tiempo cósmico - que puede ser muy variada - influye
notablemente en el significado que para nosotros tiene el tiempo, en definitiva la
239
temporalidad, y el relieve que se da a sus diferentes dimensiones. Parece obvio que
desde esa eternidad e infinitud en que nos sitúa Leopardi la prioridad la tiene un presente
que se proyecta más allá de los límites de la finitud.
(2001: 143).
Ante esta rotundidad del poeta, que sintetiza su profunda meditación cabe preguntar
si no es verdad que todo tiempo es un presente eterno (1. c., 141), en cuyo caso se nos
abre la perspectiva de la superación de la finitud de la temporalidad. Pues en efecto, ¿de
qué otro modo se nos pueden desvelar las dimensiones del tiempo, sino haciéndolas
presentes, lo cual supone trascender cada una de ellas, incluido el presente en su
significado habitual? Rilke proclama igualmente la superación de la finitud de la
temporalidad, aunque como es obvio la concepción de Heidegger no le podía ser
conocida:
240
241
istoricidad es un concepto que debe permitirnos considerar la historia de una
forma determinada. ¿Como qué? ¿De qué modo pensamos de antemano el constitutivo
de la historia?
En este apartado nos vamos a referir a las categorías que confieren consistencia al
acontecer histórico. Básicamente son tres: continuidad, dependencia causal y conexión
mutua.
242
imprescindible para la misma como lo es cada momento temporal para el tiempo en su
conjunto, hasta el punto de que, si por un imposible, desapareciera un solo momento del
tiempo, el tiempo mismo en su totalidad se hundiría en la nada.
Tal tipo de continuidad dista mucho de ser obvio en la historia, por las razones
siguientes:
Los acontecimientos se suceden sin duda unos a otros. Esto nadie lo cuestiona. El
problema se plantea cuando además se da por supuesto que la sucesión implica
continuidad en el sentido elemental, pero esencial, de que cada acontecimiento
tiene que ver con los que le han precedido y él, a su vez, se perpetuará a su
modo en los que le sigan. Pues en historia tendemos a pensar, al menos en
muchos casos, que unos acontecimientos no tienen nada que ver con otros. A ello
lleva fácilmente tanto la simple idea de las revoluciones, como las grandes
transformaciones, que sin presentarse ni ser consideradas como revoluciones nos
impresionan o sobrecogen por su importancia, sea positiva o negativa, o
simplemente los cambios que con regularidad tienen lugar ante nuestra vista.
últimamente se ha llegado a considerar, sobre todo por los políticos, este o aquel
acontecimiento como histórico, dando a entender con ello que es algo inédito e
incomparable por su importancia.
Por otra parte, cada acontecimiento es, al margen de su mayor o menor importancia,
lo que es: algo estrictamente individual y, como tal, irreductible a ninguna otra
cosa, singularmente esos que son denominados históricos en un sentido especial
por ser extraordinariamente relevantes. Esta irreductibilidad parece además
confirmarse empíricamente. De una parte entre acontecimientos muy distantes en
el tiempo la comparación es poco menos que imposible en aspectos esenciales.
Hegel por ejemplo, que tanto admiraba la vida tal como habían llegado a
configurarse en Grecia consideraba que era imposible trasponerla a la época
moderna - en razón de que las diferencias de mentalidad, de formas de vida, etc.,
habían llegado a ser esenciales. De otra parte, acontecimientos, no muy distantes
en el tiempo difieren sin embargo entre sí en aspectos fundamentales. A los
españoles que vivimos hoy y vivimos también los años 50 o 60 del siglo pasado
no nos resultaría nada fácil establecer características comunes a aquella época y a
la actual. Basta reflexionar someramente sobre los cambios que han tenido lugar
en lo económico, lo social, lo político o lo religioso.
243
ocurre con la vida de cualquier otra especie, sino que se transforma
cualitativamente en virtud de la índole de la razón que, como dice Hegel, está en
permanente contradicción consigo misma, que lleva, mediante un proceso
indefinido, de una forma de ser a otra. Esto lo supo poner Hegel mismo de
manifiesto en la Fenomenología del Espíritu mediante la
exposición/representación de las "figuras de la conciencia" en una especie de gran
teatro del mundo.
-Por último, el concepto mismo de historia implica, de entrada, esa forma de ver las
cosas desde la discontinuidad. De lo contrario, lo que del hombre se pudiera
decir, se debería limitar a exponer lo que es su comportamiento estrictamente
animal. El hombre es histórico en cuanto que no se limita a reproducir siempre
tipos de comportamiento consabidos y modos de ser iguales.
Y sin embargo, a pesar de estas objeciones, todo habla a favor de que en la historia
hay continuidad bajo diferentes aspectos.
244
a) Reconocemos en el pasado histórico la presencia de lo humano en cuanto tal. Las
diferencias, sin duda muy profundas, entre unas culturas y otras, entre unas y otras
etapas históricas no bastan a ocultar rasgos esenciales que consideramos comunes, por lo
cual las mencionadas diferencias nunca se nos muestran como algo puro y simplemente
ajeno. Cabe aplicar aquí el dicho de Terencio: Homo sum: humani nil a me alienum puto.
El interés por el conocimiento de lo humano tiene un matiz que lo con tradistingue del
estudio de otras realidades que también tienen su historia como son por ejemplo los
estratos geológicos. En el conocimiento del pasado humano el hombre vuelca su
actividad porque, aparte del interés, de la pasión incluso, que suscita todo conocimiento,
en este caso tiene que ver con el conocimiento de sí mismo que, no obstante todas las
diferencias que en él se puedan dar, tiene que ostentar una identidad básica, una
semejanza entre los elementos que lo integran, suficiente para poder afirmar que se trata
de uno y el mismo objeto. Desde esta primera razón aducida a favor de la continuidad de
la historia se puede responder fácilmente a las objeciones previamente formuladas.
1.Es claro que los acontecimientos humanos son muy diferentes bajo múltiples
aspectos. Difieren incluso entre sí mucho más de lo que podemos pensar en
razón de su individualidad, que es insondable e irreductible. Tendemos a igualar,
a anular la mismidad de cada cosa en nombre de su igualdad con otras, a
concebir, más concretamente, cosas y acontecimientos bajo modelos generales,
que desdibujan y, en mayor o menor medida, anulan las diferencias. Pero por
otra parte tendemos también a absolutizar las diferencias existentes o que
simplemente establecemos y fijamos. Lo uno y lo otro es efecto de la limitación
de nuestro conocimiento. Ni las diferencias son tan intensas y esenciales que
puedan hacer desaparecer un fondo común ni las identidades existentes, que
engloban bajo sí una serie de acontecimientos, tienen por qué impedir la conexión
con otras identidades, dando así lugar a identidades más amplias, capaces de
acoger un mayor número de diferencias. Esta idea es una aplicación de un
aspecto esencial de la concepción del Cusano (c£ Álvarez Gómez, 2002b: 17-36).
2.Lo existente está, sin duda, individualizado, especialmente el hombre y todo cuanto
le pertenece esencialmente. Más aún, se puede admitir que todo individuo es
único. Pero eso no implica ni que pueda existir sin los demás individuos ni que su
ser no tenga ningún tipo de similitud ontológica y de comunicación efectiva con
ella. Entre los individuos de una misma especie esto es fácil mente comprensible,
pero es así respecto de los individuos en general. N. de Cusa, Leibniz, Kant y
Hegel, entre otros, pueden mencionarse aquí como elocuentes testigos de esta
245
profunda verdad. A veces nos podemos sorprender de que nuestra existencia
depende de cosas que en apariencia nos son lejanas, sólo porque no pensamos en
ellas, por ejemplo las piedras. Y por lo demás ¿cuántos minutos podemos
subsistir sin respirar? La tierra, el aire, el agua, el fuego... siguen siendo nuestros
elementos. ¿Y cómo no podríamos estar en una relación de franca continuidad
respecto de tantísimos acontecimientos en los que siempre nos reconocemos, en
mayor o menor medida, a nosotros mismos? Remitiéndose a las concepciones de
Hegel, Marx y Dilthey, anota certeramente K.Acham:
La historia nos muestra a los hombres, tal como han luchado, en otras
circunstancias y con otros medios, por valores e ideales que - aun cuando son
opuestos a los nuestros- los podemos comprender porque también para
aquellos hombres han tenido vigencia aquellas condiciones universales de la
existencia humana que representan la base de una reconstrucción racional de
las acciones. No obstante el cambio permanente de las situaciones históricas,
que tienen una gran influencia tanto respecto de la formulación como respecto
de la realización de ideales, la vigencia de condiciones elementales de la
existencia humana sigue siendo determinante para que podamos formular hasta
el día de hoy algunos supuestos y máximas antropológicos universales, que nos
permiten reconstruir proyectos humanos desarrollados en el curso de la historia
- sean aquellos que provienen de la historia de la cultura propia, sean los que
provienen del pasado o del presente de culturas ajenas (1974: 264 y s.).
4.La praxis necesita, para orientarse, señalar hitos diferenciados entre sí. Somos
diferentes y necesitamos además, mediante una especie de segunda potencia,
diferenciarnos tomando conciencia de las diferencias y acentuándolas incluso
dentro del laberinto que es la vida humana cada vez en mayor medida. Pero esas
diferencias se construyen dentro de una identidad básica. Las cosas, las personas
o los acontecimientos son diferentes entre sí respecto de algo con lo que tienen
246
que ver. De otro modo no son siquiera pensables como tales diferencias.
Estaríamos hablando, en el mejor de los casos, de cosas diversas que, sin
embargo, para que tengan sentido tienen que ser referibles a algo respecto de lo
cual hablamos de diversidad, aun en el caso de que ese algo sea sólo un ente de
razón. De no ser así estaríamos ante lo simplemente caótico, pero eso no es
pensable ni designable.
247
como discontinuidad, entonces la tarea es la creación de la continuidad [...].
Ahora bien este intento, para tener éxito, atribuye a los acontecimientos
enigmáticos de la historia un horizonte de sentido de totalidad, [...] un
trasfondo desde el que pueden ser conocidos, nombrados y hacerse
comprensibles en su contexto (1965: 57).
248
hombres cambian. Lo que no cambia en el curso de la historia es el hecho de
que el hombre es un ser consciente de su existencia, de que él vive en el
mundo, de que tiene que obrar para mantenerse en la existencia, de que ama y
odia, se propaga, enferma, sufre, intenta evitar el sufrimiento, de que sabe que
tiene que morir, de que teme la muerte y al fin la sufre. Yo veo en esta
condición existencial humana la única constante en la historia (Stern, 1967:
240).
Esto, que vale para todo ser, cabría decir que vale tanto más para los modos de ser
como el histórico, que es constitutivamente cambiante y por tanto podría pensarse que
está en trance de dejar de ser, al tiempo que es. Razón de más para tener que reafirmarse
a sí mismo y perseverar en su ser, continuándose en él.
249
Nuestro punto de partida es el del centro único que permanece y es para
nosotros posible: el hombre que pacientemente se esfuerza y obra, tal como es
y ha sido siempre y seguirá siendo [...1. Los filósofos de la historia contemplan
el pasado como oposición y etapa previa respecto de nosotros, los avanzados.
Nosotros contemplamos lo que se repite, lo constante, lo típico como algo que
resuena en nosotros y que nos es comprensible (Burckhardt, s. f.: 26).
250
de la historia lo detectamos también en Droysen. Consciente de la amenaza que supone
la carencia de sentido histórico emprende la reconstrucción de la historia como tarea
terapéutica para salvarla a base de hacer ver que el pasado y el presente no son
separables, sino que están relacionados entre sí.
La manera de lograr esto es integrar en la realidad del presente las dimensiones del
pasado y el futuro.
De una manera más explícita aún formula esta misma idea acerca del pasado, cuya
retención mediante el recuerdo para salvaguardar el sentido histórico le interesa
primordialmente:
Lo dado para la investigación histórica no son las cosas del pasado, pues
éstas han pasado, sino lo que de ellas hay de no pasado aún en el ahora o aquí,
sean recuerdos de lo que fue y aconteció o residuos de lo que ha sido y ha
acontecido (1. c., 327).
Éste fue el motivo fundamental que le indujo a Droysen a escribir su "Histórica", una
de las obras que mejor responden a la sensibilidad de la época y que logra no solo
desarrollar una teoría consistente de la historia, sino dejar bien sentada la necesidad de la
historia para el hombre, una especie de exposición de sus beneficios al modo de
Nietzsche, pero en un sentido más radical, por cuanto la lleva a cabo desde las raíces
ontológicas.
251
cuestión sólo para eruditos, sino que responde a una estructura originaria, consistente en
que el hombre hace historia para llegar a ser él mismo y la expone o escribe para
conocerse. El vacío que se produce cuando se debilita o pierde en parte la continuidad
implica que el hombre pierde consistencia en su ser y sentido de la orientación en su
vida.
Pero además a partir de aquí se impuso la pregunta por la continuidad del segundo al
tercer "Reich", por tanto, la continuidad de la política alemana desde 1871 hasta 1945
con sus consecuencias también en el terreno académico:
En el comienzo de esta galería de opiniones podemos situar a Hegel quien, sin negar
la dimensión de discontinuidad o de ruptura con la historia, como lo ponen de manifiesto
fenómenos como el de la Revolución francesa, mantiene sin embargo que la verdad o
soporte de la discontinuidad es la continuidad, en cuanto que ésta es la que permite
hablar con sentido de la pertenencia de aquella a una misma realidad básica, llámese esta
sociedad burguesa (cf. Ritter, 1965: 67 y s.), "el espíritu objetivo", o de forma más
concreta y más acorde con el lenguaje del propio Hegel, 11 el espíritu del mundo".
252
En esta tarea del espíritu del mundo, los estados, pueblos e individuos se
asientan en su determinado principio particular, que en la constitución de
aquellos y en toda la extensión de los mismos tiene su explicitación y realidad
efectiva. De éstas son ellos [es decir, los estados, pueblos e individuos]
conscientes y están profundamente dedicados a su interés. Al mismo tiempo
son instrumentos conscientes y miembros de aquella tarea interna, en la que
estas figuras [de nuevo, los estados, pueblos e individuos] desaparecen. Pero
el espíritu en y para sí, prepara y elabora el paso a un escalón superior más
próximo (Hegel, 1970: §344, TW 7, 505).
Cada momento histórico es así un complejo de nexos dinámicos que están integrados
por partes relacionadas entre sí. El curso temporal y los cambios que en él tienen lugar
han de entenderse, por referencia a nexos dinámicos, "como un todo continuo y, sin
embargo, separable en segmentos temporales" (1.c.,177).
253
La forma fundamental del nexo surge por tanto en el individuo que recoge,
en un único curso vital, presente, pasado y posibilidades del futuro. Este curso
vital reaparece luego en el curso histórico en el que están integradas las
unidades vitales (Dilthey, 1927: 155).
En primer lugar, ambos difieren acerca del alcance que se debe reconocer a los
dogmas del cristianismo, siempre en el ámbito de la confesión protestante que a su modo
comparten ambos. Dilthey que es proclive al panteísmo, en el que caben, como
momentos del mismo, ideas muy diferentes entre sí, como son las de Plotino, Orígenes,
Agustín, Scoto Eriúgena, Tomás de Aquino o Spinoza, entre otros, propone una
concepción según la cual "lo infinito es viviente y móvil en dirección a lo finito, e
igualmente desde lo finito avanza un nexo vital hacia lo infinito" (citado en Renthe-Fink,
254
1968: 104).
Yorck que sigue de cerca los escritos de Dilthey, con quien comparte la convicción
de que tanto la teología como la filosofía deben expresar algo esencial en consonancia
con el pulso de la vida misma, sostiene que los dogmas deben mantenerse en su
significado propio sin disolverse en esa concepción vital de signo panteísta. En una carta
de 15 de diciembre de 1893 que hace el número 103 de la correspondencia, se manifiesta
en estos términos:
Es, en segundo lugar, digno de mención que Heidegger dedique tanta atención al
conde de Yorck en un apartado de Ser y Tiempo en el que se ocupa explícitamente de las
investigaciones de Dilthey y de Yorck sobre el problema de la historicidad. La mención
de Dilthey es muy breve y en ella Heidegger fundamentalmente se limita a decir que el
análisis que él mismo ha realizado sobre dicho concepto es "el resultado de la aparición
del trabajo de Dilthey" (1963: 397). Con el conde de Yorck la situación es distinta. Le
dedica cinco páginas en las que simplemente trascribe textos de las cartas dirigidas a
Dilthey, pero con la intención de subrayar los aspectos que más le interesan en relación
con su propia concepción. Es un caso único en Ser y Tiempo, pues con ningún otro autor
Heidegger se detiene a extractar tantos textos. Esto se explica porque, por la fecha en que
se publicó la correspondencia (1923), no había tenido tiempo de apropiarse la concepción
de Yorck, aunque sí el suficiente para darse cuenta de su excepcional importancia. El
texto que más le llama la atención es aquel de la carta 122 en el que Yorck se distancia de
Dilthey porque entiende que las investigaciones de éste - se refiere a Ideas acerca de una
Psicología descriptiva y analítica, de 1894 - "acentúan demasiado poco la diferencia
genérica entre lo óntico y lo histórico" (Dilthey/Yorck, 1995: 399). Esto implica que el
modo de ser de lo histórico es diferente por completo de lo óntico, tanto que propiamente
no es.
255
El punto nuclear de la historicidad es que todo dato psicofísico no es [por
ser entiende Yorck aquí el ser de la naturaleza], sino que vive (Dilthey/Yorck,
1995: 71).
Y a su vez, porque la vida es completamente diferente del ser, por eso hay una
filosofía de la historia (cf. 1. c., 223). Como Dilthey no ha acentuado suficientemente la
diferencia entre lo óntico y lo histórico se ha cerrado el camino para comprender
adecuadamente la historia y, por tanto, podemos añadir nosotros, la continuidad de la
misma. Heidegger conecta con esta especie de hallazgo que le proporciona el conde de
Yorck para proponer una radicalización que consistiría en elaborar una concepción que
haga ver que lo óntico y lo histórico se retrotraen a "una unidad más originaria" (1963:
43). Heidegger no desarrolló esta idea en Ser y Tiempo y tampoco, por lo que yo sé, en
su filosofía posterior. Pero tiene razón sin duda al señalar la innovación que supone la
concepción del conde de Yorck. La aplicación que podemos hacer a la cuestión que
ahora nos ocupa es que, precisamente porque lo histórico es constitutivamente
cambiante, no podrá su continuidad comprenderse al margen de un algo continuo que le
sirva de soporte y sin lo cual el propio cambio no es pensable.
256
cualidad histórica aparece enseguida de modo eficiente y como algo que
corresponde a dicho material. Frente al carácter óntico del material la
captación del mismo acontece a priori. Pero ésta no es una aprioridad
abstracta. La apropiación es al mismo tiempo una exteriorización ampliadora,
un fenómeno más elevado de la historización del hombre (Dilthey/Yorck,
1995: 223).
Por último, esta idea está en consonancia con alguna de las ideas expuestas en su
obra póstuma. Más en concreto me interesa la que se refiere a que ya la religiosidad del
judaísmo presuponía la historicidad de Dios.
Quedémonos con que Yorck afirma una doble dimensión absoluta de diferente nivel:
la aprioridad, que fundamenta el conocimiento de la historia en su significado último; y
257
por otra parte, en correspondencia con esa aprioridad, "la vitalidad absoluta" del Dios
cristiano, que es pura historicidad en cuanto Dios encarnado. Es algo que en nuestros
días ha puesto de relieve, con precisión y a la altura de los tiempos, O.González de
Cardedal:
258
relaciona lo pasado a lo que se ha de realizar en el futuro, solamente se puede
dicha continuidad decidir en cada caso, en el acontecimiento del obrar con
respecto al término (Ende) en cuanto sentido (Sinn) y fin (Ziel) de lo que
sucede (Langrebe, 1968: 199 y ss.).
Tal mediación nos lleva a volver de nuevo la mirada a Droysen quien supo poner de
relieve el papel determinante que en la continuidad de la historia tiene el nexo real de
dependencia e interacción de unos acontecimientos con otros.
259
Esto nos permite pasar al apartado siguiente.
Como hemos visto, hay diferentes teorías para explicar la continuidad, pero en cada caso
se da por supuesto que la continuidad existe, porque de otro modo no se acierta a ver de
qué modo se puede pensar la historia. Si los acontecimientos históricos se van
sucediendo unos a otros, han de tener algo que ver entre sí, a menos que los veamos
como algo caótico. Pero aún esto no sería posible, si partimos de que se trata de
verdaderos acontecimientos, ya que al menos tendrán en común eso en virtud de lo cual
los calificamos de ese modo. Las diferencias entre unos y otros, por grandes que sean,
no podrán neutralizar una identidad básica. En el caso de Alemania, donde la cuestión de
la continuidad se ha planteado con gran intensidad, puede haber un motivo sobreañadido,
además del estrictamente académico, como sería intentar conectar con aquella tradición
que se pueda considerar como más auténtica a la vista de un pasado reciente, harto
sombrío. Pero aunque éste sea el caso, no es posible cambiar ni la perspectiva ni el lugar
desde los que esa conexión con el pasado se intenta establecer. Somos lo que somos. Es
inútil intentar imaginar para nosotros una realidad distinta de ésa, por más que nos
podamos sentir inclinados a ello. Y en esa realidad juega su papel todo lo que nos ha
precedido, incluidas las ruinas del pasado, próximo o lejano.
260
Según la noticia que perciben nuestros sentidos de las vicisitudes
constantes de las cosas no podemos menos de observar que varios
particulares, tanto cualidades como sustancias, comienzan a existir y que
reciben su existencia de la debida aplicación y operación de algún otro ser. A
partir de esta observación obtenemos nuestras ideas de causa y efecto (Locke,
1959: 1, 432). "Cada cosa que tiene un comienzo tiene que tener una causa";
esto es "un verdadero principio de la razón" (cit. en Albrecht, 2001: 391).
Por más obvio y racional que esta tesis parezca, sabemos que surgen dudas una vez
que se intenta aplicarla a un determinado campo. Esto ha sido repetidamente así en el
proceso del pensamiento y lo es también, de manera especial, en relación con la historia.
¿Qué se aclara con decir que todo acontecimiento es producido por alguna causa?
¿Contribuye ello a aclarar en alguna medida su índole? Y en el caso de que sea así, ¿cuál
es su alcance? ¿No existen para cada acontecimiento infinitas causas que hacen poco
menos que imposible lograr un conocimiento, siquiera sea aproximado, de su significado?
La simplificación a que buena parte del pensamiento moderno ha sometido el concepto
de causalidad hace que se haya poco menos que olvidado su virtualidad, en general y
especialmente en el campo de la historia. Se ha ido imponiendo, en efecto, la idea de que
la causa, entendida ahora como causa eficiente, es válida originariamente para las
ciencias de la naturaleza, porque es aquí donde los fenómenos, tal como nos son
accesibles mediante la experiencia, sólo son pensables mediante la conexión secuencial de
causa y efecto (c£ Gadamer, 1976: 192).
261
Aristóteles, en orden a precisar bien lo que pretende, se sirve de la expresión 'tt xatiá
titvoS que describe un campo de significación muy complejo (c£ Tugendhat, 1982: 67-
120). El que algo pertenezca a algo es lo que implica saber qué es, pero para ello es
preciso saber por qué, Sta 'tt. Aristóteles recurre con frecuencia a esta expresión para
indicar el significado de causa (cf. Física II, 7, 198 a 15, 1996: 54; Met. 1, 3, 983 a 29;
1990: 18), y de su importancia para él da idea el que mediante la causa, se define lo que
la cosa es, el qué es (Tt taTtv). Quien sabe por qué se eclipsa la luna sabe también qué
es un eclipse de luna (c£ Anal. Post. 1, 14, 79 a 23-25; II, 2, 90 a 6-18; II, 10, 93b, 39;
1988: 349, 394, 411).
La noción general de causa es por tanto el porqué, el Sta Tí, todo aquello que hace
que una cosa llegue a ser lo que es, a poseer el ser y a poseerlo de este o aquel modo
concreto. Es como la serie de filtros por los que algo tiene que pasar, antes de existir,
para llegar a existir y simultáneamente pertenecer a un modo de ser determinado. Si se
tiene esto simplemente en cuenta y luego se piensa en acontecimientos históricos
relevantes uno ya advierte, aunque sea aún de manera confusa, que dar cuenta de ellos
mediante la respuesta al por qué correspondiente tiene que ser algo más complejo que
simplemente indicar este o aquel factor. Ante un acontecimiento de tanto alcance como la
Revolución francesa, no será suficiente explicar que en sus líneas fundamentales
discurrió tal como lo concibió Robespierre, tampoco tal como en conjunto lo idearon
sucesivamente las personalidades que habitualmente son consideradas como
protagonistas, aunque no se tuviera en cuenta más que el hecho de que buena parte de
ellas fueron víctimas de la misma revolución, señal de que ésta no se hallaba en sus
manos; no al menos de una forma plena. Luego no fueron causa adecuada de la misma.
262
Para que ésta corte tiene que estar hecha de un material duro y resistente, por ejemplo de
hierro (c£ Met. VIII, 4, 1044 a 28); tendrá que tener además una forma determinada,
como es estar dentada. Ha de tener una forma o configuración, adecuada a la función
para la que se quiere destinar. Lo cual implica que la forma que recibe la materia está en
razón del fin que mediante la cosa en cuestión, en este caso la sierra, se quiere conseguir,
por ejemplo cortar leña para hacer fuego. Para que la sierra cumpla su objetivo es
imprescindible la acción que la ponga en funcionamiento, aspecto este que según
Aristóteles había olvidado Platón, quien por ello no habría sabido cómo y por qué las
ideas pueden ser causas (De gen. et corr. II, 9, 335 b, 7-16; 1987: 110 y ss.). Aparte de
lo dicho son oportunas otras dos consideraciones. De una parte, las diferentes causas, al
tener un mismo efecto, han de tener en buena lógica, y a la vez en mayor o menor grado,
una estrecha relación entre sí.
Es evidente, pues, que éstas son las causas y éste su número. Y puesto
que las causas son cuatro, es propio del filósofo de la Naturaleza el conocerlas
todas; y dará una explicación de orden físico si refiere el porqué a todas ellas:
la materia, la forma, lo que mueve y el para qué son una sola cosa, y aquello-
de-donde se origina primeramente el movimiento es, en cuanto a la especie, lo
mismo que éstas [...]. De modo que da respuesta al porqué aquel que lo refiere
también a la materia, así como al qué-cosa-es y a lo que mueve en primer
término (Aristóteles, Física II, 7, 198 a 21-34; 1997: 54 y s.).
263
sustancia es considerada como causa. La sustancia y naturaleza de las cosas, que son
objeto de nuestro conocimiento, es, tal como se condensa en la fórmula un hombre
engendra a un hombre, simultáneamente causa formal, causa del movimiento y causa
final (c£ Física II, 7, 198 a 24-27; 1996: 54; Met. VII, 7, 1032 a, 22-25; 1990: 346 y s.).
Que la sustancia es causa lo asumirán siglos más tarde Schelling y Hegel. Pero aquí
mencionaremos ya una aplicación de lo anteriormente expuesto a la historia y, en
términos generales, por lo que se refiere a la complejidad del concepto de causa. Su
reducción a la causación eficiente se ha asentado también en la historia con
consecuencias que saltan a la vista. Cuando se producen acontecimientos históricos que
cabe caracterizar como extraordinarios en razón de sus consecuencias, sean positivas o
negativas, según que redunden en beneficio o en perjuicio de la humanidad, es
comprensible que dichos acontecimientos se vinculen a personas que en ellos han tenido
un protagonismo especial. Pero pretender hacer de eso una explicación exclusiva es sin
duda equivocado. La causalidad eficiente, sean muchos o pocos los agentes que la llevan
a cabo, no basta. Existen, sobre todo, en algún tipo de acontecimientos también "ideas",
causas por así decirlo formales, que impulsan a la acción. Es lo que se quiere expresar
cuando genéricamente se habla de ideas en acción para indicar, por ejemplo, la defensa
de la nación, la protección de un pueblo, la expansión cultural o económica, etc.
264
deterioro. Así parece que en ocasiones los pueblos o los estados entran en una fase de
decadencia tal que no hay nada ni nadie que pueda ponerlos en pie de nuevo. Y, en
definitiva, lo que pasa es que lo que el pueblo es, su sustancia o naturaleza, aparece
como polarizada en una sola dirección sea positiva o negativa, como en el caso del
deterioro.
Una mirada retrospectiva a Aristóteles nos posibilita por tanto ver la relación entre
causa y efecto desde una perspectiva más amplia que aquella a la que una trayectoria
unilateral del pensamiento nos tiene habituados. Una rememoración de ciertos textos de
Kant es también saludable en este sentido. Su concepción representa un reforzamiento de
la causalidad. Ésta es por de pronto una categoría del entendimiento para expresar la
dependencia del efecto respecto de la causa. El hecho de que el concepto de causa esté
fundado completamente a priori en el entendimiento le otorga la dignidad fundamental de
trascender la dimensión meramente empírica en la que se le venía considerando hasta
entonces.
Este concepto exige de todo punto que algo, A, sea de tal índole que otra
cosa, B, se siga de él necesariamente y según una regla absolutamente
universal. Los fenómenos suministran datos a partir de los cuales es posible
una regla según la cual algo sucede habitualmente, pero nunca una regla según
la cual la secuencia sea necesaria. De ahí también que a la síntesis de la causa
y el efecto le sea inherente una dignidad que no se puede en modo alguno
expresar empíricamente y que consiste en que el efecto no sólo se añade a la
causa, sino que está puesto por ella y se sigue de ella (Kant, KrV A 91; 1956:
132).
Se refuerza además la causalidad en Kant en un sentido que tiene que ver con el
tema general que nos ocupa, por cuanto la aplicación de las categorías a los fenómenos
sólo es posible si estos son subsumidos bajo la determinación trascendental del tiempo
(cf. 1. c. A 144; 1956: 202). Esto se traduce en que todo suceso, o todo lo que acontece
obtiene el lugar temporal que le corresponde:
Tan pronto como percibo o presupongo que en esta sucesión hay una
relación al estado previo, del cual se sigue la representación según una regla, se
representa algo como suceso o como algo que acontece, es decir, conozco un
objeto al que tengo que situar en un punto determinado del tiempo, un punto
que, dado el estado precedente, no puede serle asignado de otro modo. Así
pues, cuando percibo que algo acontece, lo primero que está contenido en esta
265
representación es que algo precede, ya que justamente con respecto a ese algo
obtiene el fenómeno su relación temporal, o sea, existir después de un tiempo
precedente en el que no existía aun. Pero en esta relación sólo puede obtener
su punto temporal determinado en cuanto que en el estado anterior se
presupone algo a lo que sigue siempre, es decir, según una regla. De ello se
sigue en primer lugar que no puedo invertir la serie y poner lo que acontece
antes de aquello a lo cual sigue; se deduce en segundo lugar que si el estado
que precede está puesto se sigue indefectible y necesariamente este suceso
determinado. Con ello acontece que deviene un orden en nuestras
representaciones, en el cual lo presente (en tanto que ha llegado a ser) remite a
algún estado precedente como correlato, todavía indeterminado, de este
acontecimiento dado y con el cual se relaciona de un modo determinante en
cuanto consecuencia suya y al cual conecta necesariamente consigo en la serie
del tiempo (Kant, KrV A 198 y s.; 1956: 249 y s.).
Kant vincula todo lo que acontece, también por tanto los acontecimientos históricos,
que tienen que ver con el mundo humano, con el tiempo de una forma rigurosa y precisa.
A cada acontecimiento le corresponde un punto, un sitio en la serie temporal y ningún
otro. En la medida pues en que tener un sitio determinado en el tiempo y no otro, entraña
un determinado significado habrá que considerarlo en relación con dicho tiempo. Ahora
bien, la relación temporal es constitutiva. Pues no se trata simplemente de la nueva
sucesión de momentos temporales, sino de algo que acontece en los mismos. A la
sucesión de momentos temporales corresponde estrictamente la sucesión de
determinados aconteceres: "Cuando percibo algo que acontece, lo primero que está
contenido en la representación es que algo precede", es decir, que algo acontece antes. Y
solo con relación a ese algo que precede obtiene el fenómeno su relación temporal.
266
determinado como tal cosa. Y que B sigue a A según una regla significa que sigue
solamente a A.De lo cual se desprenden las dos consecuencias que indica Kant: que la
serie no se puede invertir de ninguna forma; si pues B sigue a A es de todo punto
imposible que A siga a B. Y a su vez, una vez que A está puesto, se sigue necesariamente
este acontecimiento determinado.
Esto no es tan obvio, se dirá. Pues podría pensarse que B sigue necesariamente a A,
pero no que A preceda necesariamente a B. Sin embargo el concepto de causa implica
que en ella se dé ya todo lo que se requiere para que el efecto se produzca, de tal forma
que éste no pueda aparecer como algo fortuito. Si B sigue necesariamente a A, es porque
A genera necesariamente a B.De lo contrario B no estaría determinado en la forma en
que está, no sería, con otras palabras, B sino algo distinto en correspondencia rigurosa
con las características de aquello de lo que proviniera. El lenguaje de Kant, es duro, sin
duda. Nosotros sólo podemos conocer los acontecimientos según el orden que se
establece en nuestras representaciones, en virtud del cual existe una correlación estricta
entre lo presente y el estado precedente del que depende necesariamente y al que sigue
indefectiblemente. Esta correlación implica tanto que B está determinado por A como
que A, en cuanto causa, determina también a B, "al que conecta necesariamente consigo
en la serie del tiempo".
Un texto como este exige contemplar la relación del presente con el pasado bajo el
punto de vista de la dependencia causal, lo cual implica tres cosas fundamentales: a)
situar los acontecimientos en el "sitio" de la serie temporal que les corresponde, puesto
que de otro modo no cabe ninguna explicación adecuada de los mismos, teniendo en
cuenta que en ningún otro sitio habrían podido tener lugar; b) establecer la relación
precisa de cada acontecimiento con su causa que, como tal, tiene que estar
perfectamente delimitada, aunque lo normal es que sea muy compleja y conste de
múltiples elementos o factores, cuyo conocimiento da la medida del conocimiento que se
puede llegar a tener del acontecimiento en cuestión; c) establecer la relación de estricta
necesidad que existe entre la causa y el efecto en un doble sentido o dirección: en cuanto
que el efecto está necesariamente determinado por la causa y en cuanto que, a su vez, la
causa determina de forma igualmente necesaria al efecto. Que el cumplimiento de estos
requisitos, especialmente de los dos últimos, es muy difícil, es obvio y tal vez no se
pueda lograr nunca una precisión total. Pero será muy útil tener esto presente como
esquema orientador para, al menos, no presentar como conocimiento cierto el que no
pasa de ser conjetura.
267
conocimiento de la historia, por su extraordinario rigor, por estar moldeada pensando
sobre todo en las ciencias empíricas de la naturaleza y no tener expresamente en cuenta
los fenómenos históricos que contempla fundamentalmente bajo otra perspectiva y
porque, se reconozca explícitamente o no, se ha ido imponiendo un cierto escepticismo,
especialmente el inspirado por Hume, que se ha abierto camino en la consideración de la
historia. Es lo que por ejemplo se detecta en la teoría narra tiva de A.C.Danto cuando
reivindica la concepción del clásico inglés. Al margen de que la causalidad según Hume
no va más allá de lo que da de sí la repetición de la experiencia que no incluye necesidad
alguna,
Por otra parte el intento de aplicar a la historia principios generales apenas nos lleva,
como resultado, más allá de la referencia a casos que se subsumen fácilmente bajo
"principios generales de los que nos servimos en la vida ordinaria y que, una vez son
enunciables, apenas son en definitiva más que lugares comunes" (1. c., 386).
Esta concepción es similar a la que ya había formulado Simmel para quien "la
cuestión acerca de si [se da] continuidad o discontinuidad no (es) una alternativa que
haya que decidir objetivamente" (Simmel, 1968: 36). Se puede optar por la continuidad si
lo que interesa es poner de manifiesto la afinidad que tienen unos fenómenos con otros, o
por la discontinuidad, si el interés se centra en la peculiaridad individual que posee cada
acontecimiento (c£ 1. c., 35; Baumgartner, 1972: 136 y s.).
268
inabarcable cantidad y por la inimaginable variedad de elementos y factores que la
integran. Una selección es ya por ello inevitable y una cierta construcción también a la
hora de lijar el significado de los acontecimientos y establecer las conexiones ente los
mismos. Pero el criterio de la objetividad no se puede abandonar si se pretende que la
narración sea fiable. Tan variados y múltiples como puedan ser los hechos, lo son
también las conexiones causales, que no son menos objetivas. Tarea de la investigación
es descubrirlas. De otro modo, no será posible explicar los acontecimientos: cómo y por
qué surgieron, cómo y por qué están dotados de tales características. En el abandono del
rigor conceptual, que siempre es exigente y esforzado, puede radicar la floración excesiva
de la novela histórica que por lo general apenas contribuye al esclarecimiento de los
hechos.
269
Schelling y Hegel, reconociendo alcance explicativo a la causa final y recuperando por
este camino la causalidad propia de la misma sustancia. Según Schelling:
una vez que pasamos al ámbito de la naturaleza orgánica cesa para nosotros
toda conexión mecánica de causa y efecto. Todo producto orgánico subsiste
por y para sí mismo (für sich selbst), su existencia no es dependiente de
ninguna otra existencia. El organismo se produce a sí mismo, surge de sí
mismo. Luego ningún organismo avanza, sino que retorna siempre a sí mismo
hasta el infinito. Así pues, un organismo como tal no es ni causa ni efecto de
una cosa exterior a él y por lo tanto no es nada que intervenga en la conexión
del mecanismo. Todo producto orgánico lleva el fundamento de su existencia
en sí mismo, pues es causa y efecto de sí mismo. Ni una sola parte singular del
mismo pudo surgir si no en este todo, y este todo mismo subsiste solo en la
acción recíproca de las partes (Schelling, 1967: 364).
Esta idea es ampliada por Hegel en cuanto que introduce, tal como es habitual en él,
una diferenciación y profundización de aspectos fundamentales. De una parte la causa
deja de ser algo así como una propiedad o capacidad que tiene la sustancia, para ser por
de pronto la sustancia misma.
270
El efecto es una realidad necesaria, precisamente porque brota de la sustancia
misma. No es accidental el efecto ni en sí mismo, puesto que es una como prolongación -
prolongación eminente activa - de la sustancia. Pero no es accidental tampoco respecto
de la sustancia misma, como si le fuera indiferente o secundario producir efectos. Al
contrario, la sustancia está ella misma constitutivamente necesitada de la causación, de
producir efectos. No es pues la sustancia una especie de realidad plena que luego se
difunde por sobreabundancia, como si fuera necesario ciertamente el proceso causal,
pero sobreañadido, sino que se proyecta en el efecto, porque está necesitada de él. De
ahí que sólo en el efecto la causa es real y efectiva y es causa (1. c., 298; [trad., 240]).
Pero esto es así en tanto que la causa es la sustancia misma.
Esta tautología encuentra una dificultad en apariencia insalvable cuando la causa está
alejada del efecto. En tal caso, sin embargo, existe oculta en medio de esta multiplicación
de las causas. La identidad no desaparece por ello, pues las diferentes y múltiples causas
no son sino momentos de una y la misma cosa, es decir, de la misma causa originaria (cf.
1. c., 199).
271
ámbito de la vida orgánica y de la espiritual. La forma habitual de entender la relación
causal como determinación extrínseca de una realidad sobre otra es ya inadecuada
respecto de la vida, "porque lo que actúa sobre el viviente está determinado, modificado
y transformado por éste de una manera autónoma, porque el viviente no deja que la
causa alcance a su efecto, es decir la supera como causa" (1. c., 191).
El tercer aspecto, en el que culminan los dos anteriores, es que la sustancia en tanto
causa o "cosa originaria" y su identidad a través de la serie de efectos en que se
manifiestan y en los que llega a ser causa real y efectivamente es el fin de todo el proceso
causal y como tal fin, una causa que es causa de sí misma, o cuyo efecto es, de forma
inmediata, la causa (Hegel, 1994: 190).
272
además, muy especialmente, como individuo. Pero hay una forma equivocada de
concebir esta individualidad: la consistente en tomarla como si fuera punto de partida,
ajeno incluso a cualquier otra dimensión que le condicione. Que no es así, se sabe desde
siempre. Tal vez por eso no se piensa. Tenemos una esencia que nos constituye y que
nunca podremos conocer de forma adecuada, y de la que no obstante conocemos que en
tanto que es real y actuante en nosotros, hace que desbordemos el ámbito meramente
individual. Y a partir de aquí entran en juego otros muchos elementos: intereses,
pasiones, etc., que en gran medida nos llevan en un sentido u otro.
273
social, el político o el militar, por ejemplo.
A esa limitación esencial impuesta - valga la redundancia - por la esencia de las cosas
- en nuestro caso, por la esencia de los acontecimientos históricos - se añade otra. Actúan
individuos, pero nunca aisladamente, sino individuos en cuanto miembros de un grupo, o
en cuanto ciudadanos; en cuanto miembros, a su vez, de un estado, una nación o un
pueblo. Lo cual nos lleva a otra conclusión. Los individuos, incluidos esos que Hegel
llama grandes individuos de la historia universal, actúan siempre en representación de
algo y su eficacia es tanto mayor cuanto más se ajusta a las exigencias de ese algo.
Las circunstancias tienen un alcance más amplio. Incluyen las condiciones, pero su
radio es mucho mayor. Abarca todo eso que hoy se llama globalización, pero que un
agente histórico nunca puede penetrar y tampoco predecir.
La acción, para ser eficaz, tendrá que ajustarse a las condiciones y a las
circunstancias. Lo grave es que el efecto se produce siempre, positivo o negativo. Las
consecuencias serán favorables en un caso y desfavorables, incuso fatales, en otro.
Inicialmente es claro que esta conexión se da. Si en razón de lo dicho anteriormente, una
causa sólo puede constituirse como causa en su efecto, es obvio que estamos ante una
conexión esencial en términos de interacción. La cosa, en términos generales, es más
obvia de lo que puede parecer. El hijo sólo lo es por la dependencia de sus padres y éstos
sólo son padres en virtud de que existe el hijo. Como texto orientador respecto de los
puntos que vamos a exponer a continuación, quisiera aducir el siguiente de Kant,
correspondiente a la tercera analogía de la experiencia, cuya formulación es la siguiente:
"Principio de la simultaneidad según la ley de la acción recíproca o comunidad". Y su
tesis general reza así según la primera edición de Crítica de la razón pura: "Todas las
274
sustancias se hallan, en tanto que son simultáneas, en completa comunidad (es decir, en
acción recíproca)". El texto que puede tomarse como orientador y que es de fácil
aplicación a la compresión de los acontecimientos históricos dice así:
En resumen, ante este texto y en relación también con lo visto previamente podemos
distinguir en los acontecimientos los siguientes modos de acción recíproca. En primer
lugar, el acontecimiento, que es causa de otro acontecimiento posterior, está él mismo
condicionado por eso mismo que produce, en ese sentido es causado por su propio
efecto, porque a su modo es idéntico con él. Lo posterior nos haría ver en ese sentido la
275
verdad de lo anterior, sería su verdad. Si es cierto que la Ilustración es la causa de la
Revolución francesa, ésta es la verdad en la que aquélla se vendría a manifestar. Pero no
menos cierto será que desde la reflexión sobre la Ilustración misma, una vez que ya se
sabe en qué ha derivado, se podrá detectar de algún modo cuál es la verdad de la
Revolución. Tal vez entonces, si pensamos que no todo en la Revolución es positivo,
pues "la furia de la desaparición" (Hegel, 1988: 389) trae consigo muchos males, esto
mismo nos lleve a considerar si éstos no estaban ya incoados en la raíz de la misma
Ilustración, a la que se tiende a considerar como un movimiento cultural muy positivo.
En segundo lugar, puesto que todo acontecimiento histórico, por ser algo viviente y
sobre todo de orden humano, donde la razón y las convicciones éticas o religiosas son
factores tan determinantes, los efectos no pueden ser tan unívocos ni por tanto tan
fácilmente identificables, como en el ámbito científico-natural. Que la Revolución sea
efecto de la Ilustración no excluye según esto que ésta haya podido tener otros efectos en
los que no se ha reparado y que sean incluso incompatibles entre sí o con la misma
Revolución. Y todo ello, sin anular la idea de que la Ilustración es la causa de todos ellos,
lo cual supondría que es un fenómeno contradictorio en sí mismo.
276
Nuestra época nos puede ayudar a comprender mejor lo que representa esa
comunidad dinámica de sustancias, por cuanto es uno de los fenómenos unidos a la
llamada globalización. Kant, atento siempre a todos los fenómenos que tenían lugar en su
tiempo, pudo hacerse ese tipo de reflexiones en la ciudad portuaria en la que vivía. Aun
así, entiendo que es preciso insistir en el aspecto de la irreductibilidad de las propias
sustancias, en el hecho de que por grande que sea la concatenación, penetración y acción
recíproca de acontecimientos de un mismo tiempo, cada fenómeno salvaguarda su
individualidad de una forma radical, también allí donde establece una red de relaciones
especialmente intensa con el resto de los fenómenos.
Aparte de los mencionados modos de acción recíproca podemos señalar los puntos
siguientes respecto de la implicación de los acontecimientos históricos en general en un
plano más directamente accesible y comprobable.
277
de la historia misma. Tendemos obviamente con sobrada frecuencia, a emplear la
primera persona: yo hago, yo pienso, etc. Heidegger nos ha hecho ver que existe
además algo diferente, cuya presencia no se puede soslayar, el se: se dice, se
piensa, etc.; así como también el "ello" en la expresión es gibt, equivalente en su
significado a nuestro "hay", aunque dotada de un sentido más complejo. También
esto último nos abre a conexiones que trascienden el ámbito de lo inmediato y a
otras implicaciones que, aunque no sean reales aún, están posibilitadas y aun
postuladas tanto por la apertura constitutiva hacia el futuro como por las
exigencias de la acción.
4.De esa fusión que viene impuesta por el proceso de la realidad, surge como
reacción el intento de salvaguardar las diferencias que se ven amenazadas. Las
reacciones serán tanto más fuertes cuanto más amplio e intenso sea el intento de
conservar la propia identidad y, por tanto, de afirmarse frente a lo otro. Tales
reacciones no tienen necesariamente carácter reaccionario, porque la salvaguardia
y defensa de las diferencias es compatible con que éstas se vayan modificando y
mejorando en sus contenidos. Por lo demás ya debería haber llegado el momento
de que se disipe la confusión reinante en torno a la cuestión de la identidad y de
la diferencia. Cuando se insiste en ésta, de ordinario lo que se intenta es
radicalizar la identidad, el sentimiento identitario por ejemplo, que tiene además
casi siempre un carácter excluyente. Y si junto con esto se invocan diferencias
étnicas, las consecuencias pueden ser fatales. Es obvio que la defensa de la
diferencia en este último sentido es simplemente reaccionaria. La identidad por su
parte implica en sí, cuando es concreta, la diferencia, porque todo individuo
posee su propia identidad, que por tanto es diferente de la que es propia de
cualquier otro individuo. Esto lo supo ver lúcidamente Hegel, pero también supo
ver, con no menor claridad, que la identidad trasciende el ámbito de lo
estrictamente individual. En el caso del hombre hay un fondo insoslayable de
identidad universal que se mantiene en y a través de todas las posibles
278
diferencias. Al fin, en una sorprendente coincidencia del pensamiento
especulativo con el sano sentido común, la verdad sólo se da en la "unidad de la
identidad con la diferencia" (Hegel, 1999: 30).
279
fuertes reacciones en contra, que difícilmente pueden llegar a tener un alcance
compensatorio. Lo que sí queda como resultado indudablemente positivo de la
globalización es una extraordinaria movilidad y apertura. El hombre hoy, cabe
decir, se universaliza progresivamente o tiene al menos esa posibilidad.
Estamos ante una especie de conciencia cosmopolita que se va convirtiendo en
realidad. Eso supone que entre los acontecimientos contemporáneos existe una
especie de ósmosis, que sin destruir la peculiaridad de cada uno de ellos, va
poniendo de relieve y haciendo operativo lo que en ellos hay de común. Todo
esto ha de compensarse sin embargo "con la radicación en un lugar. Podemos
comunicarnos y viajar globalmente, pero no podemos habitar en lo global. Sólo
es posible habitar aquí o allá, no en todas partes. Para indicar con énfasis
especial la radicación firme en un lugar, en alemán se usa la bella expresión
Heimat (la patria, lo doméstico)" (1. c., 24).
Muchas veces hemos dicho y repetido que un poeta es tanto más universal
cuando más de su tiempo y de su pueblo es, si tiene profundidad de
comprensión, estética de expresión [...]. La universalidad no es el
cosmopolitismo. La universalidad no se alcanza por vía de remoción o de
exclusión de diferencias, sino muchas veces ahondando en éstas. Pero tanto
que deja de serlo. Hacia dentro, hacia las raíces, se encuentra lo que nos es
común (Unamuno 1966: 111, 1001).
4.2. Modalidades básicas del acontecer desde la perspectiva del presente histórico
En este apartado nos vamos a referir a las categorías de la modalidad en relación con los
acontecimientos históricos. Según Kant, esas categorías son las de posibilidad-
imposibilidad, existenciano existencia, necesidad-contingencia (cf. KrV, A 80, 1956: 118),
Hegel modifica este esquema, en cuanto que se centra en los conceptos de contingencia,
posibilidad y necesidad, por ese orden (cf. 1999: 174-189). Aquí tenemos a la vista los
acontecimientos históricos y sólo en orden a su comprensión consideramos las categorías
de necesidad, posibilidad y contingencia. El centro de estas consideraciones va a ser, en
280
coherencia con lo expuesto acerca de las dimensiones temporales, el presente histórico.
En un sentido amplio estaríamos de acuerdo con la idea de W.Benjamin de que todo en
la historia está esencialmente referido al presente, pero no en cuanto que el momento de
la acción no sea en modo alguno deducible - de la consideración general del tiempo, se
entiende-, sino sólo decidible (cf. Konersmann, 1991: 42, 127). Nuestro punto de vista es
bajo ese aspecto diferente por entender que lo acontecido, en cuanto que es sabido y el
futuro, en cuanto presentido - según la ya citada expresión de Schelling (1968: 5) - se nos
desvelan, en alguna medida, razón por la cual nos parece problemático el aserto siguiente
de W.Benjamin:
281
reciente (ABC, 11 de mayo de 2004: 7) lo expresaba, en otro nivel, Jaime Campmany:
"La historia se rectifica en las conductas posteriores, pero no se borra. Dice el poeta:
`Que lo que sucedió no haya pasado, cosa que al mismo Dios es imposible—.
Bien es cierto que ésta es una teología poco teológica, porque para Dios no hay
pasado y sobre todo porque la existencia del pasado depende de Él y, no distinguiéndose
en Él la acción del ser, pretender anular el pasado sería tanto como pretender que Dios se
cancelara a sí mismo. Una vez que el pasado existe es imposible que no haya existido,
sea cual fuere el punto de vista que se adopte.
Otra cosa es que sea imposible que el pasado deje de ser lo que fue. La dificultad
está en que a primera vista esto depende de un enjuiciamiento o valoración, puesto que
determinar qué ha sido el pasado depende del juicio que en cada caso se haga y es bien
sabido que los juicios son variables. Sin embargo tampoco es posible que el pasado deje
de ser lo que fue, porque aunque no sea posible llegar a determinar en qué consiste ese
contenido, lo que sí se sabe es que el contenido existió. La existencia de algo es
inseparable de la esencia o contenido de ese algo, puesto que, sin ser lo que es, nada
puede existir. Spinoza lo precisa muy bien:
Digo que pertenece a la esencia de una cosa aquello que, si se da, se pone
necesariamente la cosa, y que, si se quita, se quita necesariamente la cosa; o
sea, aquello, sin lo cual la cosa y, a la inversa, aquello que sin la cosa no puede
ser ni ser concebido (Spinoza, 1967: 161 [trad., 771).
Pero, aunque es imposible que el pasado, una vez que existe, deje de existir y deje
de ser lo que fue y en este sentido sea preciso decir que es necesario, esto no implica que
el pasado sea en sí mismo necesario. Si fuera así, eso querría obviamente decir que el
pasado no pudo menos de acontecer, tuvo que acontecer y que es impensable que, antes
de que aconteciera, fuera posible que no fuera a acontecer. Son cosas por comple to
distintas. Una cosa es que lo que ha acontecido no haya acontecido - algo imposible - y
otra cosa es que lo que ha acontecido aconteciera necesariamente y no pudiera no
acontecer. Una cosa es que la historia no se pueda borrar, y otra que eso que en ella
existe y fue grabado tuvo necesariamente que existir o ser grabado. La batalla de
Stalingrado aconteció y ya no será posible que no haya existido, pero con ello no está
dicho que tuviera que producirse necesariamente.
282
porque han estado "determinados según condiciones generales de la experiencia" (Kant,
KrVA 218, 1956: 266), es decir, porque una o múltiples causas los han precedido, sin que
cupiera ninguna otra posibilidad que la de su producción y por tanto su existencia. Según
eso, la guerra de Stalingrado habría tenido lugar de modo inevitable. Y además, dada la
implicación de unos fenómenos con otros, se habría producido necesariamente tal como
se produjo, sin que fuera posible otro su resultado ni otro su proceso, sus terribles
avatares, etc.
Según las teorías del determinismo radical, que no han faltado desde la antigüedad
hasta el día de hoy (cf. Kuhlen y cols., 1972: 2, 150-157; Fried, 2004: 111-131; Geyer,
2004: 134-139; Vólker, 2004: 140-142), la batalla de Stalingrado se habría producido con
la misma necesidad con que caen las hojas de los árboles, amanece a diario o un cuerpo
que choca con otro produce este efecto determinado y concreto.
Sin embargo, tal determinismo no es sin más compartido, tampoco por quien esto
escribe, porque está en contradicción con varias convicciones fundamentales, que tienen
incluso quienes defienden el determinismo: a) el enjuiciamiento moral, que considera que
los acontecimientos son, en todo o en parte, buenos o malos. Tal juicio carece de sentido
en la medida en que los acontecimientos están determinados y no pueden ser de otro
modo de como son; b) los juicios valorativos, según los cuales los acontecimientos están
bien logrados o no, instando con ello a que se logren mejor; c) la amplitud del concepto
de posibilidad, que incluye no sólo lo que va a ocurrir necesariamente - sin que haya
ocurrido aún - sino lo que puede ocurrir, sin que sea necesario que ocurra; d) la
responsabilidad, propia o ajena, así como la libertad que aquella presupone. No cabe
pedir responsabilidad a nadie, si todo está determinado. E igualmente, no tiene sentido
alguno hablar de libertad en tal supuesto (cf. Berlin, 2003: 25 y ss.).
Pero ¿hay otro tipo de necesidad en la historia? En primer lugar cabe aplicar aquí lo
dicho por T. de Aquino: "No hay nada tan contingente que no tenga en sí algo necesario"
(Summa Theologiae 1, 86, 3). Esto se puede aplicar en cuanto que 1.0 todo ente,
también el contingente, está necesariamente sujeto al principio de no-contradicción en el
sentido de que si es contingente, es imposible que no sea contingente, lo cual supone que
está poseído por una férrea necesidad; 2.° tiene, para ser lo que es, que poseer una
estructura, ser esto y no ser otra cosa, estar pues determinado e individualizado; 3.0
como todo ser y modo de ser, cualquier ente, aunque no exista necesariamente, tiende sin
embargo necesariamente a perseverar en su ser, porque ello viene exigido por su
naturaleza.
283
Aquí preguntamos, sin embargo, por algo que es específico de los acontecimientos
históricos. Y también es preciso tener en cuenta que estos tienen algo de necesario bajo
aspectos diferentes: a) este o aquel acontecimiento pudo no haber tenido lugar, tal vez
todos, en cuanto que son contingentes y dependen de una voluntad libre, pero es
necesario que haya historia; el hombre tiene que hacer forzosamente historia, para poder
vivir, al igual que tiene forzosamente que ser libre para vivir con sentido. Por tanto es
necesario que se produzcan acontecimientos históricos, si no unos, otros; b) dada la
conexión de unos fenómenos con otros es difícil pensar que no exista de antemano al
menos una predisposición objetiva a que se produzcan unos acontecimientos y no otros;
c) cuando ya la conexión de factores ha llegado a un punto tal que está a punto de
producirse un efecto determinado, es muy difícil que éste se evite; "las cosas siguen su
curso" se dice sabiamente en el lenguaje corriente; d) cuando ya el efecto comienza a
producirse o está en marcha, es punto menos que imposible que se interrumpa. ¿Quién
hubiera podido impedir la Segunda Guerra Mundial, una vez iniciada?
Más concretamente interesa saber qué tipo de necesidad ejerce el pasado, en cuanto
constituido y cerrado, sobre el presente. No sólo contamos con la necesidad del pasado
en cuanto propia de algo que ha existido y por tanto ya no cabe pensar en ello como si no
hubiera existido. El pasado es además necesario en la medida en que se proyecta sobre el
presente y lo determina. Es obvio que el pasado está en nosotros de forma irreversible: el
lenguaje del pasado es ineludiblemente nuestro lenguaje, y análogamente cabe decir otro
tanto de formas de vida, mentalidad, estructura de pensamiento, educación, etc. Nos han
educado y por tanto se nos ha orientado en una o múltiples direcciones. ¿Y qué decir de
todo lo que es naturaleza en sentido estricto: estructura somática o conformación
psicológica? Lo que es pura naturaleza: lo biológico, somático o psicológico en su fase de
predisposición es un factor que condiciona siempre de modo necesario. Es así
comprensible que recientemente se haya querido aplicar el determinismo neurológico al
campo de la historia (c£ Fried, 2004: 111 y ss.). Los factores puramente naturales son
diferentes de los que son propios de la historia, porque entendemos que en el pasado
histórico ha intervenido, en mayor o menor medida, la libertad. Pero una vez que lo
histórico es ya un resultado ultimado y cerrado sobre sí, está y actúa en nosotros de
forma necesaria.
La frase de Ortega: "El hombre no tiene naturaleza, sino que tiene [...] historia" (OC,
VI, 1973: 41) se podría, a primera vista, entender como una simple contraposición entre
la naturaleza y la historia dada esa contraposición sintáctica. Pero no es así, a tenor de lo
que añade: "Lo que la naturaleza es a las cosas es la historia - como res gestae - al
284
hombre" (1. c.). Por historia entiende aquí Ortega el pasado histórico. De ahí que afirme
poco más adelante:
Pero hay dos cuestiones que Ortega no aclara: en primer lugar, cómo es que estamos
determinados por el pasado, puesto que el hombre "verá en su propio e instantáneo hoy,
actuando y viviente, el escorzo de todo el pasado humano [...]. El pasado es el momento
de identidad en el hombre, lo que tiene de cosa, lo inexorable y fatal' (1. c., 39). Y por
otra parte "haber sido algo es la fuerza que más automáticamente impide serlo" (1. c.,
37). Luego no estamos determinados por el pasado, o mejor: el pasado nos determina a
no ser pasado, nos determina, cabe decir, a la indeterminación. Las dos clases de
determinación serían en todo caso muy diferentes. La segunda cuestión que parece
quedar en el aire es cómo aprovecha el hombre el pasado para hacer con él un proyecto
de futuro. Con frecuencia habla Ortega de que el hombre dispone de un conjunto de
posibilidades y en ello tiene su papel el pasado. ¿Pero cómo?
El pasado está sin duda presente y actuante en nosotros, y en mayor o menor medida
nos determina. Somos lo que somos en razón de nuestro pasado. Esto no es una
afirmación vacía. A poco que reflexionemos nos percatamos de que sin el pasado no
seríamos nada. Asumir esto no tiene nada que ver con una posición ideológica. Es por el
contrario una cuestión ontológica la que está en juego. Si nos imaginamos que se ha
borrado por completo el pasado percibimos al momento que el presente no existiría
tampoco. Sin el pasado dejaría de existir tanto el presente temporal como el presente
histórico. Por consiguiente tampoco tendríamos posibilidad alguna de actuar.
285
afirmar sin solución de continuidad que el hombre está condenado a ser libre:
Ortega no es menos contundente al afirmar: "soy por fuerza libre, lo soy quiera o no"
(OC, VI, 1973: 34). Pero al margen del tono patético que puede haber, sobre todo en el
posicionamiento de Sartre, la vinculación de la libertad con la necesidad no es un tema
nuevo. Lo encontramos en Hegel, entre otros, en un lugar tan significativo como aquel en
que con cierta solemnidad declara la importancia central de la libertad en el proceso de la
historia:
Que el pasado está vivo y actuante en el presente significa que adquiere en éste una
configuración determinada. Es así y no de otro modo. Pero esto, el hecho de que tenga
una configuración determinada no significa que implique un determinismo, que lo que a
partir de ahora ocurra, tenga que suceder necesariamente, que esté determinado de
antemano. Ante la configuración o las configuraciones determinadas que ofrece el
286
pasado, el sujeto de la historia en sus diferentes modos concretos: individuos, estados,
naciones o pueblos encuentra un ser pro-puesto. Ese ser está pro-puesto, en cuanto que
el sujeto se distancia de él y es libre así frente al mismo, sabiendo que, por más
importante y condicionante que sea lo que el pasado le presenta, él, en tanto que sujeto,
es otra cosa, posee una mismidad inalienable y en su virtud es libre y autónomo frente a
ello.
Esta actitud constitutiva del sujeto ante el pasado hace que éste no simplemente sea
de un modo determinado, posea esa o aquella configuración, sino que, al aparecer ante él
en cuanto sujeto libre, se abra ante el mismo como un conjunto de posibilidades. Estas
posibilidades no están pues simplemente ahí, de antemano, sino que son o se constituyen
como tales en virtud de que el sujeto se sitúa ante el pasado y se propone obrar a partir
de él. Es entonces cuando el pasado no simplemente pone a disposición del sujeto una
serie de elementos o datos que están ya, como tales, definitivamente fijados. Ofrece
además posibilidades en cuanto que el sujeto le interroga de una determinada forma y por
tanto no se deja llevar ni por lo que el pasado ya es ni tampoco por lo que él mismo es.
Así pues, las posibilidades no están ahí de antemano; aparecen en tanto que el sujeto es
libre y se sabe y se afirma como un sí mismo.
1.0 Que tampoco me son regaladas, sino que tengo que inventármelas, sea
originalmente, sea por recepción de los demás hombres, incluso en el ámbito
287
de mi vida. Invento proyectos de hacer y de ser en vista de las circunstancias.
Esto es lo único que encuentro y que me es dado: la circunstancia. Se olvida
demasiado que el hombre es imposible sin imaginación, sin la capacidad de
inventarse una figura de vida, de "idear" el personaje que va a ser. El hombre
es novelista de sí mismo, original o plagiario.
2.° Entre esas posibilidades tengo que elegir. Por tanto, soy libre. Pero,
entiéndase bien, soy por fuerza libre, lo soy quiera o no. La libertad no es una
actividad que ejercita un ente, el cual aparte y antes de ejecutarla tiene un ser
fijo. Ser libre quiere decir carecer de identidad constitutiva, no estar adscrito a
un ser determinado, poder ser otro del que se era y no poder mostrarse de una
vez y para siempre en ningún ser determinado. Lo único que hay de ser fijo y
estable en el ser libre es la constitutiva inestabilidad (Ortega y Gasset, 1973:
VI, 34).
Las consideraciones que cabe hacer en relación con el tema que nos ocupa y más
concretamente respecto de las posibilidades con las que el hombre necesita construir su
futuro son las siguientes. En primer lugar, Ortega opera a la hora de considerar y evaluar
el proceso histórico, con el modelo de una radical discontinuidad. El pasado determina,
no para construir desde él y sobre él el futuro, sino para impedir que se vaya a repetir, ni
siquiera estructuralmente, lo que ya se hizo o simplemente aconteció. Es una especie de
teología negativa aplicada a este campo, en el sentido de que sabemos que el futuro no
será nada de lo que ha sido el pasado, porque inexorablemente el hombre evita ser lo que
fue (1. c., 40).
Esta tesis de Ortega supone otra que está implícita en ella, la de que futuro es
equivalente a novedad total. Pero en este caso resulta difícil de explicar una de las tesis
fundamentales de Ortega - ya mencionada-, la de que "la historia es un sistema - el
sistema de las experiencias humanas que forman una cadena inexorable y única" (1. c.,
43). Pues lo que respecto del presente es futuro, en algún momento llegará a ser pasado
y por tanto formará, con el resto del pasado, parte de esa "cadena inexorable"; es decir,
estará determinado por todo el proceso anterior y en estricta continuidad con él.
La única forma de eludir esta consecuencia sería distinguir entre la actitud subjetiva
que, frente al futuro que desconoce, se ve precisada a inventarlo y el proceso objetivo
que se desencadena a partir de la acción del sujeto, que no tiene por qué obedecer al
programa que el sujeto ha trazado. Pero esto es menos convincente aún por dos razones:
porque la programación carecería de sentido y porque la realización del futuro se vendría
288
a encontrar con lo que es la realidad del pasado. Es decir, no se podría eludir la
continuidad de pasado, presente y futuro por grandes que sean las discontinuidades a lo
largo del proceso. Es lo que en realidad acontece a tenor de lo que hemos expuesto con
anterioridad. Por poca y escasa que sea la analogía entre la identidad o continuidad
personal y la historia, se descubrirán también en este caso una serie de conexiones entre
los diferentes estadios históricos. Lo que sí hace explicable lo que dice Ortega sobre la
necesidad de inventar el futuro es que esto lo escribe en una época de cambios en la que
al parecer urgía divisar una nueva tierra en el horizonte. Al fin, la historia ejerce su
dictado sobre nosotros, justo porque es la misma siempre, aunque nunca sea igual. Pero
esa estructura de rigurosa continuidad es la que nos permite extraer, del pasado,
posibilidades con que construir el futuro.
Ante la historia tenemos una doble certeza: a) que muchas cosas, que son posibles en un
tiempo determinado, no lo son en otro. La imprenta, que abre al hombre posibilidades
inéditas de expresión, de comunicación, etc. probablemente no fue posible antes de que
Gutenberg la inventase. El descubrimiento y la liberación de la energía atómica le abren
al hombre de par en par las puertas a muchas cosas, antes impensadas e impensables. Tal
vez ese descubrimiento fue posible antes, pero con seguridad no lo fue en la larguísima
época de las dinastías egipcias. Lo que hoy es ya posible tendemos a pensar que fue
imposible antes. b) No sólo eso. Determinadas formas de vida, que fueron habituales
durante un tiempo, durante siglos incluso, dejan de ser habituales en un momento dado;
dejan de tener vigencia y, como consecuencia, no son ya posibles, por ejemplo, en
nuestra cultura occidental de hoy, utilizar un arado romano, ir al mercado a lomos de
caballería, etc. Todo eso, y tantas otras cosas más, se pueden recuperar, pero no de
forma auténtica, como elemento integrante de una forma de vida, sino a lo sumo como
reliquia del pasado. Como los cambios no son simultáneos en los diferentes países y
culturas, lo que en algunos ha desaparecido puede en otros seguir existiendo aún.
Toda esa sucesión de posibilidades e imposibilidades tiene sin duda un límite, porque
el hombre es limitado por naturaleza. Lo que sin embargo nos muestra la experiencia, la
historia misma, es que su limitación es indeterminada, en cuanto que no se sabe con
exactitud dónde está el techo de sus posibilidades. Tampoco se conocen de antemano las
consecuencias que tiene o puede tener la transgresión de determinados límites. En el
ámbito humano en general, la lectura de los "trágicos" da mucho que pensar. Las
calamidades que sobrevienen en la Antígona de Sófocles se deben a que se infringen,
289
sobre todo por parte de Creonte, las normas de las prudencia (c£ Álvarez Gómez, 2001:
5 y ss.). En el ámbi to más específico de la historia, la transgresión de determinados
límites produce con frecuencia efectos muy negativos: verdaderos fracasos y retrocesos
en lo que podemos considerar como momento esencial del sentido de la historia: la
libertad, que implica felicidad y bienestar. Más aún, determinados efectos negativos,
trágicos incluso, son irreversibles, durante un tiempo al menos, mientras no desaparezca
la causa que los produce, como por ejemplo los accidentes de tráfico o el deterioro del
medio ambiente.
Que los necios juegan un papel funesto en la historia se habrá, supongo, pensado,
dicho y estudiado en más de una oca sión. En todo caso es innegable. Cuando se habla
290
del mal en la historia se suele retrotraer el problema a la providencia, porque estamos
ante el mysterium iniquitatis, sobre el que sólo puede pronunciarse una inteligencia
infinita. Esto puede proporcionar alivio y consuelo. En cambio, cuando se trata del mal
que causan los necios, el asunto es mucho más grave, porque es un mal evitable. Basta
con no darles competencias para que hagan y deshagan, basta con negarles el poder. La
raíz del mal está en que el necio, al no tener capacidad de discernimiento, no distingue
entre lo posible y lo imposible; y más concretamente, tiende sobre todo a considerar
como posible y hacedero lo que es imposible. El desastre es proporcional a la importancia
de los asuntos que se le confían y no hay forma de evitarlo porque el necio no tiene
conciencia de su limitación - por eso fundamentalmente es necio - y tiende a ejercer
poder y hacerse notar en la acción, porque internamente está totalmente vacío. Goethe,
maestro insuperable a la hora de encontrar fórmulas que expresan la intuición y la
cordura, da en este punto con una sentencia que difícilmente podría ser más contundente
y acertada a la vez. Lo propio del necio es que "presenta su perfecta necedad como un
todo perfecto" (Goethe, 1969: 167). Con lo cual, cabe decir, no queda resquicio alguno
para poder soportarle.
Un enigma es por qué los pueblos, al igual que en tantísimos casos los individuos,
caminan obstinadamente y a sabiendas, hacia su ruina, como si no lo pudieran evitar,
cuando en realidad sí pueden. En otros casos, la decadencia se produce de modo
inevitable, cuando un pueblo o una cultura han dado ya de sí todo lo que podían, si no
absolutamente, sí en algún aspecto de la capacidad creadora o de la eficacia en general.
Hoy no resultan aceptables las explicaciones de Spengler por su carácter biologista y
fatal:
291
(Spengler, 1972: 1, 143 y s. [trad., I, 218 y s.]).
La obra de Spengler fue una de las más leídas desde su aparición, en 1918, hasta al
menos el final de la vida de su autor (1936) y en cambio hoy es raro verla citada, excepto
cuando es cosa obligada porque se hace un balance historiográfico de las diferentes
teorías y concepciones de la historia. En su momento tuvo un éxito extraordinario: "Este
libro erudito y difícil estuvo de la noche a la mañana en boca de todos, en poco tiempo
fue objeto de muchísimas recensiones y pronunciamientos y se vendieron decenas de
miles de ejemplares" (Nolte, 1992: 215).
Las razones de que el interés por esta obra se haya poco menos que esfumado son,
entre otras, por una parte, el hecho de que considera a la raza como sujeto prioritario de
la historia, lo cual después de la trágica experiencia del nacionalsocialismo y de la
Segunda Guerra Mundial consiguiente provoca un instintivo rechazo. Bien es cierto que
hay quien hoy sustituye raza por etnia, que viene a significar lo mismo. Sin embargo, las
palabras tienen a veces un peso inamovible. Por otra parte, la concepción de Spengler es
declaradamente irracional y relativista, hasta el punto de no concederles ningún valor a
conceptos tan fundamentales como verdad y justicia.
La idea no es del todo original. La frase con que empieza el texto la enuncia, como
es bien sabido, Hegel. Pero por más analogías que se quieran establecer, la concepción
de ambos es diferente, como se encarga de poner de manifiesto el mismo Spengler,
cuyos inspiradores son Goethe y Nietzsche, a quienes a su vez interpreta de forma muy
unilateral. Hegel dista de tener una concepción biologista y, aunque también opina que las
culturas - espíritus de los pueblos - se suceden unas a otras, ello no significa que
292
desaparezcan simplemente, ya que quedan integradas en el conjunto de la historia.
Quedan superadas, es decir, reasumidas en un contexto nuevo, en el que continúan
estando presentes y siendo eficaces. Esto es más acorde con la realidad. Las culturas,
formas de vida, etc. tienen sus ciclos pero también es cierto que los sujetos de las
mismas, pueblos o naciones, se renuevan y terminan por reaparecer o "reproducirse" en
otras.
De las diferentes clases de lo posible podemos mencionar, para situar el problema, las
siguientes: a) lo posible como ente en potencia, en cuanto que posee en sí la tendencia y
la fuerza necesaria para llegar a ser, si se cumplen las condiciones que se requieren para
ello o no hay nada que lo obstaculice, por ejemplo un grano de trigo o una bellota sólo
pueden transformarse en planta bajo determinadas condiciones, si bien tienen la
tendencia a ello. b) Lo que puede existir y necesariamente existirá en un momento dado.
Un volcán por ejemplo entra en erupción en un momento preciso de forma inevitable
debido a la concatenación de causas y efectos, sin que haya nada que lo pueda evitar. c)
Posible es también lo que entendemos que puede tanto ser como no ser. Uno puede tanto
levantarse como permanecer sentado; ir al teatro o quedarse en casa. En relación con la
historia la mayoría de los acontecimientos no estaban predeterminados antes de existir,
podían tanto existir como no existir. Son por ello posibles contingentes, es decir, posibles
que pueden tanto realizarse como no realizarse.
Una vez que se realizan, ¿cuál es su carácter? Por una parte, lo que se ha realizado,
no es posible que no se haya realizado, además de formar parte del conjunto de la
realidad de modo necesario, puesto que es contradictorio pensar la historia o hablar de
historia sin tener en cuenta los hechos históricos. Sin embargo en un cierto sentido sigue
teniendo carácter contingente en cuanto que, si antes de existir era un posible
contingente, porque no era necesario al conjunto de los fenómenos, tampoco será en sí
293
mismo necesario, una vez que ya existe, aunque su existencia necesariamente implique
consecuencias. Como algo real que ya existe es una pieza de la realidad histórica, que sin
ello no sería la misma. Sin embargo sin ello la historia sería igualmente historia y en ese
sentido el fenómeno en cuestión es prescindible. Es, pero podría no ser, puesto que pudo
no haber sido. Es el aspecto que se puede asumir de la afirmación de Kierkegaard: "Lo
real efectivo no es más necesario que lo posible" (1959: 89).
294
(Borges, 2005: 875).
Como en todo poema genial se dicen otras muchas cosas. Aquí sólo lo citamos para
aludir al carácter efímero de lo histórico, algo que es recurrente en la obra de Borges. La
cuestión es, sin embargo, si lo efímero es necesario. Aunque entendemos que los
fenómenos históricos son contingentes en cuanto que cada uno de ellos puede ser
pensado como innecesario para el curso mismo de la historia, ¿qué cabe decir si se
contemplan esos mismos fenómenos en referencia al conjunto de la historia?
Esto, sin embargo, no significa que la necesidad quede eliminada. Recordamos dos
afirmaciones autorizadas, cada una de ellas en su propio nivel. De Ortega recordamos de
nuevo la frase ya citada: "La historia es un sistema, el sistema de las experiencias
humanas, que forman una cadena inexorable y única" (1973: VI, 43). Cadena inexorable
y única es una metáfora que expresa de forma clara y contundente la necesidad. La
definición de Hegel no es menos expresiva: "La historia universal es el progreso en la
conciencia de la libertad - un progreso que tenemos que conocer en su necesidad (1955:
63); definición que es tanto más llamativa cuanto que une dos conceptos que podrían
parecer incompatibles, libertad y necesidad.
La forma en que aquí tenemos en cuenta la necesidad del proceso histórico, de cuyo
carácter contingente acabamos de hablar, se condensa en los puntos siguientes:
295
necesidad según Hegel, c£ Álvarez Gómez, 1997).
296
297
a referencia al sistema viene de la mano de las categorías que hemos venido
exponiendo, en cuanto que implican una unidad básica en que se apoyan y se explicitan.
Por otra parte la historicidad, que
parece suponer que los conceptos a priori, presuntamente válidos de una vez por todas,
son incompatibles con un desarrollo temporal y, sobre todo, histórico, en cuanto que tal
desarrollo va unido a una modificación del modo de pensar en general, por supuesto
también en relación con la historia. Éste es un problema de difícil solución en la
concepción de Hegel, como lo acreditan ciertos intentos recientes en la línea bien de
flexibilizar el carácter permanente del sistema mediante la crítica de todo presupuesto
ontológico o metafísico, fundada en la idea de que la sistematización se ha de corregir
conforme al discurso de lo social (cf. Pinkard, 2001: 95 y ss.) o las exigencias de la
cultura correspondiente (Stekeler-Weithofer, 2001; 14 y ss.). Aquí no planteamos la
cuestión en relación con Hegel mismo, aunque para un tratamiento a fondo de todo lo
que tiene que ver con lo siste mático, la referencia a su obra es ineludible. Nos limitamos
a hacer una breve reflexión al hilo de lo que significa la noción elemental de sistema.
Se ha extendido el prejuicio de que el pensamiento poco o nada tiene que ver con el
sistema, porque éste encierra, estrecha y termina por ahogar a aquel, que necesita ante
todo horizontes de amplitud ilimitada y libertad de movimiento. Sin duda, pero el
horizonte del pensamiento no está simplemente ahí, sino que se abre sólo ante la acción
298
propia del pensar y la libertad tampoco se puede ejercer sin normas. Por lo demás, el
concepto de sistema no tiene nada que ver con el mencionado prejuicio.
esta unidad sistemática sirve a la razón [...] subjetivamente como una máxima
que extienda su aplicación más allá de todo conocimiento empírico posible
(Kant, KrV A 680, 1956: 633).
En síntesis y en palabras del propio Kant: "La razón humana es arquitectónica por
naturaleza, es decir, considera todos los conocimientos como pertenecientes a un posible
299
sistema" (KrVA 474, 1956: 479).
Comentando alguno de los textos que venimos citando y reduciéndolo todo ello a
una muy apretada fórmula dice Heidegger:
Nada parece ser más ajeno a la mentalidad dominante hoy que esta concepción de
Kant, muy especialmente en lo que atañe a la reflexión, sea filosófica o no, sobre la
historia. La tarea de la razón parece haber terminado por convertirse en legitimación de
relatos a los que nada aporta y respecto de los cuales se revela como prescindible en el
fondo, pues para lo que se lleva a cabo basta con la imaginación y, en el mejor de los
casos, con los actos del entendimiento. Lo que cuenta no es la mayor diversidad posible
en la unidad más alta posible sino una simple diversidad dentro de una unidad mínima y
etérea, apenas reconocible. Así el conocimiento, que se presentaba como filosófico, ha
terminado por ser una rapsodia, lo opuesto a lo que Kant exigía (KrVA 832, 1956: 748).
Los rapsodas de hoy, que incluso pretenden convertir en parte de un relato moderno
abstruso e inconsistente nada menos que la Crítica de la razón pura, invocan, si llegan a
ello, las manifestaciones de Nietzsche en contra de lo sistemático y de la voluntad de
sistema. Pero Heidegger hace notar, probablemente con toda razón, que la renuncia al
sistema según Nietzsche era en su época necesaria, "no porque el sistema sea en sí
mismo algo imposible y nulo, sino al revés, porque él es lo más alto y esencial
(Heidegger, 1971: 29 [trad., 29]), algo que la filosofía nihilista que en aquel momento se
practicaba no era siquiera capaz de entrever.
Lo que Hegel piensa sobre el sistema está en la línea de la concepción de Kant, que
completa en algunos puntos importantes. Es por de pronto obligado mencionar el texto,
muy citado, del Prólogo a la Fenomenología del Espíritu: "La verdadera figura en la que
existe la verdad sólo puede ser el sistema científico de la misma" (1988: 6).
300
Que lo verdadero sólo es real y efectivo como sistema o que la sustancia
es esencialmente sujeto, está expresado en la representación que enuncia lo
absoluto como espíritu, el concepto más elevado de todos y que pertenece a la
época moderna y a su religión (Hegel, 1988: 18 y s.).
La función que tenía en Kant la unidad de la razón como raíz que se despliega en la
realización del sistema, la asume ahora en Hegel con plena propiedad el espíritu mismo.
En un fragmento de su última etapa leemos:
Esto no significa que Hegel deje de lado la propia dimensión racional, pues a la
postre la razón representa la concreción del mismo espíritu. De ahí que en nota
manuscrita dejara consignado, como una especie de programa al igual que como tesis ya
sobrentendida: "Sistema racional - concepto desarrollado" (Hegel, 1970 y ss.: 7, 79), que
es tanto como decir que el sistema de la razón es el desarrollo del concepto, y por tanto,
del concepto en su grado máximo, que es el concepto del espíritu.
301
el conocimiento, adquiere existencia real. Hay muchos sistemas y muchas formas de
sistema. Ha habido muchas clases de sistemas políticos y ha existido también incluso "la
sistematización del simbolismo", como expuso A.Dempf (1973: 269 y ss.), cosa que a
algún puritano le puede extrañar, porque piensa que el simbolismo elude las exigencias
racionales. Sistema hay en todo, como sistematización hay en todo lo que el hombre
piensa y hace, porque en todo ello hay razón. Lo interesante sin embargo en la
afirmación antes citada es que el sistema, lejos de ser algo cerrado que coarta el
desarrollo de la verdad, representa la forma en que ésta progresa, incluso. 2. De singular
importancia es que el carácter sistemático no se circunscribe a lo que el hombre piensa,
dice o hace y proyecta sobre la realidad, sino que la realidad misma es sistemática, lo
cual nada tiene de extraño, por cuanto la razón, raíz del sistema, "gobierna el mundo"
(1955: 28). En esto parece haberse visto Hegel plenamente confirmado en su etapa de
plena madurez. Ya al final, en el verano de 1831, reflexiona sobre la vida y el mundo en
general en los siguientes términos:
302
un campo libre y permanece, sin embargo, atada a la necesidad del ente. La
filosofía es en sí misma un conflicto de necesidad y libertad. Y en cuanto es
propio de la filosofía, como saber supremo, saberse a sí misma, ella sacará de
sí misma a la luz ese conflicto y con ello el sistema de la libertad (Heidegger,
1971: 69 y ss. [trad., 69 y S.D.
Con algún matiz podría valer esto mismo para el planteamiento de Hegel sobre la
conexión de libertad y necesidad. Sus textos, así como los de Kant, Schelling y el mismo
Heidegger podrían servir como sugerencias y apoyatura de una exposición amplia sobre
el tema de la relación entre sistema e historia, pero aquí hemos preferido limitarnos a una
breve exposición que consta sólo de los puntos siguientes:
2.La totalidad sería, sin embargo, vacía, si no se tiene en cuenta que los fenómenos
que la integran están conexionados entre sí. Respecto de los acontecimientos
históricos es algo que está a la vista. Los hechos se entrecruzan, remiten
incesantemente unos a otros, nos muestran que no existen los unos sin los otros y
303
que su propio ser está en correspondencia - unas veces armónica, otras antitética-
con el ser de los demás, lo cual nos hace pensar que se da realmente una estrecha
conexión de todos. Esto hace a su vez que el conocimiento se organice bajo ese
mismo supuesto y se contemplen los acontecimientos, como previamente hemos
tenido ocasión de exponer, bajo las ideas de continuidad, conexión causal o
interacción.
3.Los dos aspectos anteriores pueden sugerir que los acontecimientos concretos
quedan diluidos en la totalidad o en la conexión con otros acontecimientos. No
debe ser así, sin embargo, porque cada uno de ellos está dotado de su propia
singularidad. Cada uno de ellos postula en consecuencia ser investigado y
conocido en lo que es en sí mismo. Está por ello plenamente justificada la
microhistoria o la historia de los fragmentos, tanto más cuanto que desde una
concepción filosófica tenemos un soporte en la visión monadológica de Nicolás
de Cusa y de Leibniz, y desde una concepción científica se han puesto de
manifiesto la riqueza insondable de lo atómico, de lo que de tan pequeño es de
suyo indivisible. Pero esto tiene una contrapartida. Lo singular está acotado y
posee un perfil propio, pero no está ni puede estar aislado. La investigación
singularizada de los acontecimientos, lejos de contemplarlos como
compartimentos separados, debe hacer posible, muy al contrario, verlos como lo
que en realidad son: puntos de vista únicos, irrepetibles e insustituibles del
universo mismo.
304
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328
Índice
Prólogo 13
1 Introducción 17
1.2. La historicidad en relación con los hechos históricos 19
1.3. La historicidad como referida a la narración 21
1.4. Teoría de la historicidad y filosofía 23
1.5. Hechos históricos y categorías de pensamiento 26
1.6. Sobre la "deducción" de las categorías 28
1.7. Cuestiones sobre el sentido de la historia 39
2 El lugar propio de la historicidad. La pregunta por el sujeto de la
49
historia
2.1. Individuo e historia 55
2.2. El último reducto de la trascendentalidad y del lógos: Kant y
68
Hegel
2.3. Poder ser y poder hacer. Insuficiencia de los sujetos
83
individuales. ¿Quién hace la historia?
2.4. Lo contingente en la historia. La ineludible referencia a las
96
categorías
2.4.1. Carácter real de la historia 98
2.4.2. La negación como factor del proceso histórico 108
2.4.3. El límite en cuanto dimensión constitutiva 124
2.5. Facticidad e historicidad 131
3 La temporalidad como elemento básico 137
3.1. Conexión de los diferentes modos del saber histórico con la
144
temporalidad
3.2. Temporalidad e historicidad 156
3.3. Las dimensiones de lo histórico 161
3.3.1. El presente como olvido y como memoria del pasado; como
164
anticipación y como elusión del futur
329
3.3.2. El pasado como mero pretérito, como remanente y como 179
potencial futuro
3.3.3. El futuro como simple futuro, como porvenir y como apertura
195
de posibilidades
3.4. Dialéctica de las dimensiones históricas 203
3.4.2. Crítica del historicismo. Revisión de las tres clases de
205
historia propuestas por Nietzsche
3.4.3. Sentido y sinsentido de la utopía 228
3.5. Finitud y temporalidad 237
4 Configuración de la historicidad 240
4.1.2. Dependencia causal de los acontecimientos o la identidad
260
como resultado de la acción
4.1.3. Conexión o implicación de los acontecimientos 274
4.2. Modalidades básicas del acontecer desde la perspectiva del
280
presente histórico
4.2.1. El pasado como lo necesario de la historia 281
4.2.2. El pasado como conjunto de posibilidades en razón de la
285
libertad
4.2.3. Lo posi- 289
4.2.4 Carácter contingente de lo posible que llega a existir 293
4.2.5. Simultaneidad de lo necesario y de lo contingente 295
5 Reflexión final sobre la relación entre historia y sistema 296
Bibliografía 304
330