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No violencia y construcción de ciudadanía

Antanas Mockus

¿Cuántos pacifistas activos se necesitan para lograr un efecto de bola


de nieve? No lo sabemos. Podrían necesitarse muchos, por las
siguientes razones:

El actual conflicto colombiano es multipolar, cada grupo o fracción de


grupo exige su propia mesa y es muy difícil que lo requerido en las
negociaciones pueda afianzarse suficientemente sin integrar una única
mesa. Los requerimientos “mínimos” de todos los grupos y del
gobierno no pueden ser satisfechos simultáneamente. Entonces, más
que negociar, hay que ayudar a des-escalar. Y la presión social que
obligue de manera firme y equilibrada a des-escalar requiere mucha,
muchísima gente, colocada suficientemente cerca (en varios sentidos)
de los diversos actores.

El conflicto está profundamente articulado a la economía ilegal. Por no


tener acceso a la justicia formal, los practicantes de la economía ilegal
acuden para resolver a sus propios conflictos a una justicia privada
muy sangrienta; también muchos de ellos acuden a la violencia contra
fiscales y jueces de una manera que termina inhibiendo a la justicia
oficial en general. Por ello, en Colombia un pacifismo que quiera ser
efectivo pasa por el rechazo activo, beligerante, aunque no violento,
del narcotráfico y de otras formas de economía ilegal como la
corrupción o el secuestro. Si no hay conciencia de que es necesaria
una barrera conjunta hay un alto riesgo de “reconversión” o de
combinación variable de esas tres fuentes de ingresos. Dicho de otra
manera: aunque el camino pueda ser largo, tocó “zanahorizarnos”.

Hay también algunos argumentos para afirmar que bastarían pocos


pacifistas activos para lograr un efecto de bola de nieve:

La gran mayoría de colombianos no queremos la guerra. Si nos toca


hacerla, tendemos a hacerla arrastrando los pies. El pacifismo pasivo
(“la guerra ¡que hartera!”) y el cálculo personal o familiar (“que no le
toque a mis hijos”) son prácticamente generalizados. No tenemos
temple de héroes guerreros y posiblemente nos atraiga más un
heroísmo a la Gandhi donde uno no se iguala por lo bajo con el
enemigo utilizando sus propios métodos sino que se iguala con él por
lo alto proponiéndole el uso de métodos nobles.

La principal justificación para ejercer violencia en Colombia parece ser


la de haber sufrido violencia. Entonces el des-escalamiento producido
por gente que se rehúsa a reaccionar alimentando el ciclo se vería
fortalecido si se asume además como un objetivo colectivo. En vez del
“vamos a acabarlos a cualquier costa” que solo aparece
esporádicamente y dura poco, surge con creciente fuerza el “vamos a
reducir drásticamente los comportamientos violentos” y en especial los
homicidios. Exigirnos cada año una reducción de muertes ha sido ya
una experiencia exitosa en Bogotá. Debemos seguir pasando de la no
venganza pasiva a la no venganza activa, que construye autoridad
moral y cultural del ciudadano sobre el violento. Se trata doblegar la
violencia no solamente con el uso legal de la fuerza pública. Se trata
de acudir en mayor grado a los hilos potentes aunque invisibles de la
autorregulación moral y cultural. La culpa y la vergüenza, el orgullo y
el reconocimiento, pueden lograr lo que no logran el temor a la bala o
a la cárcel.

Una vez que algunos muestran el camino y éste se reconoce como


viable, muchos otros se suman. De otra manera no podríamos
explicarnos la mayoría de los éxitos de Bogotá en la última década.

Ahora bien: lo inicialmente sorprendente, lo admirable, es que el


pacifista activo no es ni más ni menos que el ciudadano que se ha
asumido como tal: tributa, actúa solidariamente, defiende los derechos
ajenos y propios, colabora con la justicia, participa. Necesitamos pues
formar ciudadanos, necesitamos formarnos como ciudadanos, y punto.

¿Por qué habría que “construir” ciudadanía?

Uno no nace ciudadano. La maduración socio-biológica es importante


pero no basta. Niñas y niños son futuros ciudadanos. Es cierto que
cuando crecen y cumplen los dieciocho años se tornan
automáticamente en ciudadanos y no hay un examen para otorgarles
la ciudadanía. Sin embargo ¿debemos prepararlos y prepararnos para
ser ciudadanos? La respuesta es sí. Porque ser ciudadano implica
conocimientos y habilidades prácticas que hay que adquirir, paso a
paso, a lo largo de la vida.

Cada persona puede y debe luchar por sus intereses y los de su


familia. Esa motivación a la supervivencia y al logro tienen incluso
consecuencias benéficas (Hesíodo decía que la competencia era la otra
guerra, la guerra buena). Pero ser ciudadano es ser capaz de
mantener la optimización personal y familiar dentro de unos límites. Es
ser capaz de apoyar el bien común o el bien de otros aún en casos en
que significa sacrificar el interés propio. Es acatar y mantener la
fidelidad a ciertos procedimientos (como la discusión racional o la
votación) aún en casos en que los resultados no nos favorezcan.

Ser ciudadano es ser sujeto de ley, lo cual no solo significa obedecer la


ley sino tratar de comprender su porqué, estar dispuestos a mirarla
con benevolencia, acentuar sus ventajas; también en ciertos casos
significa reconocer sus debilidades y buscar corregirlas mediante su
reforma. Ser ciudadano es reconocerse y reconocer a los demás como
personas con derechos. Ser ciudadano es asumir los deberes que se
derivan de los derechos propios y ajenos.

También ser ciudadano es pertenecer a una o varias culturas, ser


sensible a las definiciones, con frecuencia mucho más sutiles que las
legales, sobre lo que es aceptable o no como comportamiento o
expresión. Ser ciudadano es ser capaz de expresar reconocimiento
cuando los otros actúan bien. Ser ciudadano es ser capaz de censurar
a quien viola una norma social o legal.

Ser ciudadano es afrontar y resolver bien las tensiones que a veces


surgen entre lo legal y lo acostumbrado. Ello lleva a resolver complejos
dilemas morales: qué hago si lo acostumbrado es… pero la ley me
ordena lo contrario. Tal vez por ello la Constitución hace corresponder
la ciudadanía con la mayoría de edad, cuando el juicio moral, el
sentido de responsabilidad personal, el autogobierno se han
desarrollado suficientemente y se puede confiar en que la persona ya
puede guiarse a sí misma en un rango muy amplio de decisiones.

Por esto ser ciudadano es también, sin lugar a dudas, ser sujeto
moral. No sólo saber regularse para no causar daño a otros, sino
también sentirse atraído por la posibilidad de actuar en bien de los
otros. La culpa, la vergüenza, la indignación son sentimientos morales
que al lado de otros como la rabia, tenemos que aprender a reconocer,
controlar y expresar.

Ley, moral y cultura son productos muy sofisticados de la historia que


nos dan a los seres humanos la posibilidad de autogobernarnos: la
cultura, al sedimentar los ingentes aprendizajes de siglos y milenios de
experiencia y sentido; la moral, al permitir reconocer en el corazón de
cada cual el sentimiento de que si pretendo actuar moralmente mi
acción moral debería también poder ser reconocida como tal por
cualquier ser humano; y la ley, al permitir reconocer en ella la forma
más legítima de regular de manera explícita, públicamente acordada y
según procedimientos públicamente predefinidos, unos
comportamientos muy básicos, ello con el fin de facilitar la convivencia
y facilitar la coexistencia de diversas opciones morales y culturales.
Construir ciudadanía es aprender a asumir las tensiones entre esos
tres sistemas reguladores para aumentar su convergencia, por lo
menos en lo más básico. Y en Colombia lo más básico es el derecho a
la vida.

Lo más noble de la Constitución colombiana es su artículo 11: “El


derecho a la vida es inviolable. No habrá pena de muerte”. La claridad
del precepto legal no podría ser mayor: ¿cómo hacer de ese un
precepto moral y culturalmente generalizado?

La ciudadanía es la mejor fórmula que la humanidad ha encontrado


para proteger la vida y al mismo tiempo procurar, para todas y todos,
una vida digna.

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