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Una luz que es el final

Hay artistas que trabajan, no en el límite de las cosas, no en la


cornisa, sino en el abismo de la nada.
La literatura no puede más que vivir en el limbo, porque al estar
hecha de lenguaje no es más que un regreso. Un asomo de
cabeza, la puntita del pie en el abismo centrípeto y listo: la soga
del lenguaje tirando hacia la razón, la cordura. Es conocida la
charla de Joyce y Jung en la que, al ser consultado por el primero
acerca del estado de salud de su hija Lucía, el segundo le
responde: usted nada donde ella se ahoga.
Pero hay artistas, decía, que pasan el límite, se dejan caer. Se
asoman al abismo de la nada pero no tienen la soga del lenguaje
garantizando el rescate. Caen. Y de ahí, de ese manantial de pura
nada -en el que a veces hasta el sufrimiento se vuelve deseable-,
de la oscuridad más turbia que envuelve al estado más primitivo
de la especie -atravesado para siempre por la Historia-, estes
artistas sacan obra.
Viven yendo y viniendo del abismo, en una danza eterna que no
se baila con palabras y que a veces se confunde con el ciclo de la
fuga y la acechanza.
Es la danza cuántica -íntima- de la
que Francis Bacon extrajo su imaginación técnica, a la que Juan
L. Ortiz llama conciencia de la felicidad perdida y sobre la que
Nick Cave escribe I’ve got a feeling/I just can’t shake/I’ve got a
feeling/That just won’t go away.
Lo que sale de ahí a veces me conmueve, me aterra, y otras veces
me resulta cursi. A veces me parece intervenido por una
autoconmisceración que entiendo más adolescente que adulta,
más amateur que estética, y otras veces me interpela
irremediablemente.
Hoy puedo reconocer, antes de cualquier juicio, desde el vamos,
que estas personas viven el estado creativo y la necesidad de
expresión de un modo visiblemente más gutural que aquelles que
nos hemos refugiado, por una cosa u otra, en las redes siempre
seguras del lenguaje.
Parece ser que una vez que se vive el abismo, no se puede trabajar
con otra cosa. El motivo de la obra no puede ser, con sus infinitas
posibilidades de representación y metaforización, otra cosa que el
propio abismo. Parece que cuando el vacío y la nada anidan en un
cuerpo, lo parasitan. Le artista es arrastrade por su impulso
creativo: no lo direcciona. Obedece.
Con algo de suerte, en una de esas, después, acaso pueda
aproximarse a entender sus motivaciones a través, precisamente,
del lenguaje: entrever, tímidamente, la dinámica interna de esa
danza íntima que dirige su necesidad expresiva, acaso sus formas.
La soga del lenguaje es, aquí, posterior: una construcción desde
cero, una nueva necesidad que surge con la vida y la acumulación
de inmersiones: reforzar el nudo léxico no para evitar la caída
sino para compartirla con otres.
Para estar menos sole.

Mi novia es fotógrafa.
Mi novia saca obra de la nada.
Mi novia es la pasajera en tránsito perpetuo que atraviesa,
bailando una danza badalamentiana, la distancia que hay entre el
abismo y la cámara, entre la vida y la muerte.
Y yo recién me doy cuenta.

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