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S e m a n a r i o de los chicos,
las niñas, los bichos y las
m u ñ e c a s . El mejor perió»

el ratón y
dico infantil de E s p a ñ a .
Amenísimo, instructivo,
con cuentos, historietas,
chistes y figuras recorta»
bles. Aparece los sábados.
el gaío...
| 4 0 céntimos =
MlíllMIIIIIHIIIIIIIJIIIIHIIIIIIIIIIIIIIlilllillllllllllllllllilIlll'H
k& NOVELA PE jfífr-
A. fio I X DIRECTOR PEDRO SAINZ RODRÍGUEZ Núm. 445
••' ===== M a d r i d , 21 de N o v i e m b r e de 1930 "/¿ssa

COSAS DEL TA-


PETE VERDE
por M. ROSO DÉ L U N A

ilustraciones de POMAREDA

C, I. A. P . — Príncipe de Versara, 42 y 44.—Apartado 33

EDITORIAL ATLANTIDA
Librería FERNANDO FÉ. .— P u e r t a del S o ' , l S . — MadriJ
¿•••••BflflflflBflflBBBB H H I I l l l R I i

E N EL PRÓXIMO NUMERO

PUBLICAREMOS

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B La virgen muda
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B E. ORTEGA Y GASSET

ILUSTRACIONES DE

ESTEB N

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P R O L O G O

Páginas más o menos novelescas de la vida del autor


MARIO ROSO D E LUNA

No.
No le llamaré el mago rojo de Logrosán. Ni tam-
poco nigromante. Ni brujo. Nada, nada.
No le pediré que me lleve y guíe por los antros, co-
bijos, galerías, criptas, taludes y despoblados del
Misterio.
No es propicio el lugar: una iluminada sala de
Ateneo. Hasta estamos sentados en sendas butacas
brillantes, blanquísiinas.
Y Mario Roso de Luna se nos presenta, como un
buen burgués. Ademán abiertamente risueño, cordial?
grato... Dando chupadas a un puro.
Sabemos, sin embargo, que ante nosotros tenemos
un astrónomo, químico, matemático, investigador de
las fuerzas ocultas y misteriosas de la Naturaleza,
historiador de las civilizaciones, poeta, novelista, pu-
blicista, teósofo. Sabemos que Roso de Luna se pa-
sea con gran señorío por todos los campos del saber.
Y con todo esto, no ha llegado al gran público.

CÓMO DESCUBRIÓ UN COMETA

Un palo, un buen palo pegué a mi niñeta por obs-


tinarse en llamar "Arco de Santiago' '' al Arco Iris. Ya
1

ve que desde mi primera infancia tengo la afición de


los estundios del cielo. De niño hacía que me sacasen
al balcón "para ver a Sirio".
Siguió en sus aficiones y descubrió un cometa que
lleva su nombre.
Mis enemigos me proporcionaron este descubrimien-
to. Tenía yo que realizar una inspección ocular en
en unos terrenos en litigio, y los contrarios retrasaron
mi salida al campo.
Marché al campo, de noche, cabalgando en un bu-
rro, y en el camino comencé o examinar el cielo, que
conocía tan bien. Sin anteojos, ni telescopio, a simple
vista, me encontré con la sorpresa de una estrella nue-
va, una cara desconocida entre todas aquellas que día
a día contemplaba. Yo la descubrí el día 5, un astróno-
mo de América el día 8 y un francés el 9...
Discutió mucho con observatorios y consiguió que
— 5 —

por el Universo camine un cometa que lleve el


nombre de Roso de Luna..,.
Así he descubierto dos o tres estrellas más.

EN DEFENSA, DE MILLONES

Como Mahorna, ha sido comerciante. Roso de Luna


dos años dedicado a liquidar unos cuatro millones que
su suegro tenía entregados en todas las Extremaduras.
Prestados, servidos en mercancías, sin garantías, sin
interés, en firme.
Recorrió muchos lugares extremeños. De sus viajes
volvía con cantidades fantásticas de monedas.
Con catorce... con veinte mil duros, y docenas de
inscripciones romanas e ibéricas, sobre unas muías, ca-
minaban una noche Roso de Luna y un criado, el cria-
do de su confianza.
Noche oscura. Soledad. Atravesaban un monte, un
bosque.
El criado para su cabalgadura en seco y espera a
Roso de Luna.
—Don Mario, ¿ qué diría usted si me quisiera quedar
eon estos catorce mil duros?
Roso de Luna siguió caminando- e inconscientemen-
te, tranquilamente contestó:
—Digo que tenemos un revólver, y él dinero será del
que primero dé un tiro al otro...
Siguió, siguió caminando, sereno, por aquel camino
solitario del bosque. Oscuridad. Silencio.
M criado de confianza calló. No habló más durante
el camino. Detrás, siempre detrás de dquélla fantástica
— 6 —

cantidad de miles, miles de duros. Unos días después...


Al mismo criado le sorprendieron en el momento de ob-
tener un vaciado en cera de la cerradura del arcón que
contenía el dinero.

L E CONOCIÓ

No. No lo repetiremos. No queremos escribir con


estas notas la vida y milagros de un raro mortal teó-
sofo y ateneísta.
Ni queremos referirnos a extraños fenómenos de su
vida ante el umbral del misterio.
No tenemos espacio. Además, que el lector adquirió
LA NOVELA DE HOY para leer al brillante y magnífico
escritor Mario Roso de Luna.
Ahora, al comenzar la lectura de esta interesante
novela que después se encuentra, continuará sabiendo
algo, un detalle de la vida del autor. Porque Roso de
Luna .conoció, real y verdaderamente, al protagonista
de la narración.
Lo conoció...
Verán lo que de él dice.

ATAÚLFO G . ASBNJO
I

EL MAS EXTRAÑO D E LOS JUGADORES

¡El Juego de Azar! ¿Hay algo más grave, más


psicológicamente hondo que el Juego de Azar en este
bajo mundo?
Todos los vicios tienen un límite: La embriaguez
no puede pasar dé un cierto número de copas, tras
las que el ebrio cae de plano en la inconsciencia más
estúpida; la pasión sexual muere con la edad, con la
satisfacción o con el hastío; la majeza pendenciera
acaba más o menos tarde con el majo, al tenor del
dicho de que los valientes y el buen vino suelen du-
rar muy poco. Pero, ¡el juego!... El juego es la pa-
sión de las pasiones y el peligro mayor de los peli-
gros. Hay algo de satánico en él, en su frío delirio.
Por eso en los antiguos mitos, cual el de Flores y
Blanca Flor que oyéramos de niños, el príncipe-pro-
tagonista, después de jugárselo todo, se juega el alma
con el Diablo mismo.
— 8—
¡ Perdiéndola, naturalmente!'
Para el verdadero jugador no hay dignidad ni
amistad, ni familia, ni otro cariño alguno que no sea
arrebatado por la destructora vorágine de su pasión,
así que a jugar tocan. Ni decencia, ni reparos socia-
les, ni consideración alguna de este mundo ni del otro
que detenerle pueda en la fatal pendiente que lleva
al fin al abismo de la pobreza, la deshonra, la cár-
cel o el suicidio.
Estas consideraciones me hacía yo recorriendo con
la serenidad del que no juega las salas de Garnier,
de Schmidt y de la Rennaissance del Gran Casino
de Montecarlo, salas regias cuya opulencia entristece
y donde el yerto silencio del jugar constante de sus
seis mesas de bacarrat y sus ocho de ruleta excitan
los nervios del turista sensato más que si físicamente
oyese los gritos de impotente inanición de los que
allí perdieran y, por perder, enloquecieron y se sui-
cidaron. Por tercera vez cruzaba distraído aquellas
salas, todo mármoles y ostentación arquitectónica,
apartando yo asqueado la vista del espectáculo del
juego, y de los jugadores, cuando uno de éstos, al-
zándose del verde tapete después de recoger una bo-
nita colección de fichas de a cien francos, se fijó en
mí con insistente mirada, acabando por decirme en
mi propia lengua:
—Perdone, señor, pero usted es español, como yo,
y además don Fulano de Tal. He visto su retrato
en diversas publicaciones.
Sorprendido, miré de hito en hito a mi interlocu-
tor, vacilando antes de responderle, pero, como su
tipo pequeñuelo, vivaracho, y su acento levantino le
hacían para mí simpático, respondíle amable, enta-
— 10 —

blándose al punto entre ambos en un rincón de la


sala, un diálogo, monólogo casi, en el que el desco-
nocido me vino a decir:
—Soy un empleado español jubilado, que en mi
vida supe lo que era juego, ni sentí jamás esa nece-
sidad morbosa y moralmente justiciable de enrique-
cer de prisa, con parte de lo que otros, más de prisa
aún, pierden en el tapete verde, porque, más o me-
nos, creo en eso que llaman Karma o.Ley de Justi-
cia los hindúes, Lógica de las Esferas o Ley natural
que hace que, si se siembra cizaña, no pueda reco-
gerse trigo y si se siembran vientos, se recojan tem-
pestades. Quiero decir que he sentido siempre un
santo horror hacia los juegos de azar, tras de cuyas
pérdidas viene luego la ruiíía de los hogares, el des-
honor y todo lo demás... ¡Si llevase usted visto, lo
que yo aquí, en mis cuatro meses de vida de jugador
a la fuerza!
—Sí—añadió con más vehemencia el levantino,
sentado junto a mí ya fuera, ante la taza de café
con que se obstinó en obsequiarme en la terraza.
—Soy, como "el médico a palos", de Moliere, o
como el buen Tartarín de Tarascón constreñido por
el hado a cazar leones, él que nunca cazó sino en el
plato como buen gastrónomo...
Empezaba a sentirme curioso ante el exordio aquél
cuya finalidad no colegía. Mi hombre se atusó un
poco su melena de artista, enjugóse dos veces el lar-
(

go mostacho con su pañuelo de hierbas, miróme con


mirada inteligente de hombre de mundo y, satisfe-
cho, confiado, continuó, después de un gran sorbo
de su taza:
—El caso mío es éste, que espero de su caballero-
— II —

sidad no crea soñada novela, sino realidad viva, pal-


pitante, sobre la que una buena novela acaso podría
ser escrita. Me hallaba yo solo en mi casa valenciana
una triste tarde de invierno, cuando el comandan-
te X..., pundonoroso amigo mío, llegó y me dijo, con
lágrimas de mal disimulada desesperación: "Usted
es mi amigo de muchos años: ¡présteme la mayor
cantidad que pueda si no quiere verme perder la ca-
rrera e.ir a presidio! Acabo de jugarme'anoche mis-
mo, y de perderla, la paga; entera de la guarnición
a mi cargo, y si antes de cuarenta y ocho horas no
la repongo, excuso decirle lo que me espera... Y la
cosa es sencillamente increíble: ¡Han salido pares
veintiocho veces seguidas, contra toda ley de pro-
babilidad, y yo, obcecado, esperando el lógico' des-
quite, fui encimando a los nones! ¡Aquí, en mi viejo
cuaderno de apuntes de las jugadas, está anotada la
marcha loca que llevó el juego!" Y, diciendo esto,
me mostró exasperado, su libreta de jugadas, verda-
dera serie de jeroglíficos egipcios en la que nada al-
cancé a entender. Comprendí, sí, al punto, la tormen-
ta que se cernía sobre aquel cuitado, héroe de cien
campañas, pero ninguna tan terrible como aquélla.
Por él, cuanto por su numerosa prole, hice el sacri-
ficio de entregarle todos mis ahorros y con ellos y
con lo que agregó de otros incondicionales, pudo el
hombre salvar su espantoso compromiso.
Mas, ¡ayl—añadió el levantino—. Como aquel lu-
gareño ocioso de quien se cuenta que, "por mera cu-
riosidad" se aprendió de memoria las tres primeras
páginas de una Tabla de logaritmos, no teniendo
cosa mejor qde hacer; me encapriché con el jeroglífi-
quito de marras, o sea con el cabalístico contenido
— 12 —

de la libreta que el bueno del comandante, en su


precipitación había olvidado sobre mi mesa. Dando
vueltas y más vueltas a las cifras de las jugadas,
creí, al fin, descubrir una ley de juego; algo así como
"la órbita seguida por la bola de la ruleta por los
ámbitos del Mar", y perdóneme la cursilería del tro-
po. Sí, señor; no sonría incrédulo, y aguarde 'a .que
:

termine: ¡Una efectiva cuanto ignorada ley del jue-


go, ley con la que es infinitamente más fácil el ganar
que el perder! ¿No tiene usted noticias de que ha
sido desbancada dos o tres veces esta ruleta de Món-
tecarlo? Pues es, sin duda, que los que tal hicieron
habían descubierto, como yo, la ley.
Porque usted, que es filósofo, sabe que la Casua-
lidad, el Azar, no existe, sino' que todo es Causalidad,
es decir, juego de causas conocidas o por conocer.
Juegos de la casualidad se creyeron antaño los cris-
tales minerales, hasta que la ciencia descubrió la ley
geométrica que preside a su formación; juegos de
la casualidad se han creído las.cosas de los astros y,
sin embargo, la empírica "Ley de Ticius-Bode" fué
causa del descubrimiento de los planetoides extra-
marcianos; juegos de la casualidad, en fin, nos pa-
recen todas las cosas que nos rodean, hasta que llega
el sabio y descubre la ley. ¿Por qué, pues, el llama-.
do azar del juego ha de escapar a esta regla univer-
sal? Sí. H a y una ley una recóndita y admirabilísima
ley, seguida por las jugadas, ley que he descubierto..-.
¿Me reitera su palabra de caballero de no tenerme
por loco, hasta que termine lo poco que de mi relato
queda ?
Torné a darle mi palabra de oírle con respeto y
de no alterar ni en un ápice su relato, si alguna vez,
— Í3 —

como hoy, llegara a referirle a otros. Lanzóme el le-


vantino nna mirada de gratitud. Pedí, para obsequiar-
le a mi vez, una cópita de coñac y apurándola él de
un sorbo, continuó:
—Que sonriese usted con el escepticismo al uso,
no me extrañaría. Podré estar loco de remate: se lo
tolero que lo piense, pero oiga mi relato hasta el final.
¡Los hechos, los abrumadores hechos son más elo-
cuentes que todos nuestros prejuicios cretinos! Des-
cubierta, ya, a mi parecer, la ley del juego, era na-
tural tratase de. ponerla en práctica, no sin antes
documentarme con la lectura de cien libros que va-
namente hablan sobre el particular, y, de paso, re-
frescar mis conocimientos matemáticos respecto del
cálculo de probabilidades. Bien pertrechado así, y con
los cuatro cuartos que poseía, me fui a Madrid, con
tan pésima suerte que, llegar yo a la Corte y ser
prohibidos los juegos de azar, fué todo uno. No por
eso me arredré, sino que me vine derecho a Monte-
cario, hace ya más de tres meses. "¿El señor direc-
tor de los recreos del Casino?, pregunté, después de
hacerme socio. Recibióme al momento el director:
un señor serio, bien portado y educado, que apenas
pudo reprimir, sin embargo, una sonrisa compasiva
así que le insinué mi descubrimiento. Iba aquél ya a
despedirme con delicado ademán, como a uno de
tantos orates que desfilan a diario por el Casino,
cuando le detuve diciéndole: "Como buen telépata,
sé lo que pensáis, señor, en este momento; pero de-
jando a un lado mi hipotética locura, ¿para qué,-en-
tonces, desde hace tantos años venís publicando en
la revista de la Casa las cifras de todas las jugadas
que se hacen en ella, sino porque la Casa busca en
— 15 —

vano la ley del juego, como yo la busqué y hallé y


coino buscarla deben los hombres de ciencia? He aquí
los\ tomos de la revista desde que apareció. En ellos
hay cosas de gran estudio estadístico."
—Aprovechando un momento de vacilación y de
sorpresa de mi interlocutor—continuó el levantino—
díle el golpe definitivo añadiendo con aplomo: "Nada
de teorías ni de vanos ensueños. Al hecho y sólo al
hecho. Aquí tenéis los pocos francos que me restan
de mis ahorros, después del largo viaje desde España.
Hagamos entrambos, como caballeros, el siguiente
trato: desde esta tarde mismo comenzaré a jugar y
ganaré ¡seguro que ganaré! Podría, con el más per-
fecto derecho, embolsarme todas las ganancias; pero
como ello en mi conciencia sería estafarles, pues que
no me expongo a las pérdidas, no me alzaré jamás
del tapete sino con la mitad de las ganancias de cada
noche, devolviendo a la caja escrupulosamente la otra
mitad. La Caja del Casino me abrirá así una cuenta
corriente de ingresos hasta que con mi mitad reser-
vada haya reunido seis millones de francos, que es la
cantidad que juzgo necesaria, no para bien pasar mi
vejez, sino para el más alto fin benéfico de dar publi-
cidad a mi Ley y acabar con el juego de azar en el
planeta, lacra de la humanidad por la que tantos han
vendido su alma al Diablo. Si no aceptáis, como las
leyes del Principado de Monaco están terminantes, no
me podréis impedir el jugar yo sólo y por mi cuenta,
y el ganar indefinidamente hasta deshancaros, como
antaño hiciera otro compatriota mío, cuyo nombre no
debéis haber olvidado.
No era ningún tonto, por lo visto, el gerente supre-
mo del Gran casino, y el trato quedó consumado, tal
— i6 —

y como se lo propuse. Heme aquí, pues, desde enton-


ces, jugando tarde y noche,- ganando nueve veces
de cada diez, y reuniendo así unos buenos miles de
francos. Yo, tan feliz "como asombrado ante seme-
jante resurrección moderna de la "Lámpara de Ala-
dino", esperando únicamente a redondear las cifras-
para la finalidad que ya os indiqué. ¿Qué decís ahora
—terminó mi extraño interlocutor, mientras que allá
abajo, junto al boulevard Grimaldi, cruzaba atrona-
dor el rápido de París a Ventimiglia.
—No sé qué contestaros—dije—. Pienso como filó-
sofo que, en efecto, todo está sujeto a leyes, sin que
el juego de azar constituya una excepción. Pero sus
leyes no son las de la Matemática nuestra, pobre
todavía y relativa, que diría Einstein, sino de otra
"Matemática astral" en la que entren con títulos
iguales la razón y la pasión. Matemática multidimen-
sional del alma, no la otra positivista que dejase- vie-
jo y calvo al profesor Schlott, de la Universidad de
Heidelberg, y que, ensayado por el Kaiser Guiller-
mo. I I antes de la guerra con el fin poco mayestá-
tico, de deshancar Montecarlo, sólo le hizo perder
cinco mil luises en cinco minutos.
, Hay grandes descubrimientos por hacer, que si
prematuramente fuesen hechos, podrían matar, física
y moralmente a sus descubridores... ¡y hasta acabar
con el mundo!
II

DIÁFANA"

En Mentón y Gara van termina esa deliciosa y i i o


interrumpida serie de poblaciones de la Costa Azul
que empieza en Cannes y que tiene por centro a la
riente Niza, Capua moderna, cuyo condado sabóyano
pertenece a Francia desde 1860, salvo el Principado
Je Monaco, que aun conserva una sombra de sobe-
ranía.
Los Alpes marítimos allí descienden hasta el Medi-
terráneo con abruptos taludes que preservan a la es-
trecha zona costera contra los fríos de las cumbres,
permitiendo la paradoja de que crezcan el naranjo,
!a palmera, la pita y demás plantas subtropicales en
una latitud ya próxima a los 45 grados y en la ve-
cindad de nieves casi perpetuas, constituyendo el en-
canto más singular de aquella comarca, que históri-
camente ha pertenecido a los ligures iberos, a los fe-
nicios, a los griegos, a los romanos, a los godos, a fran-
— i8 -

eos y sarracenos, aragoneses, catalanes, castellanos,


argelinos, italianos y franceses, por ser el paso obli-
gado de los Alpes. Aníbal y sus cartagineses por allí
cruzaron desde África y España, para invadir las
llanuras de Italia.
Pero, de igual modo que siempre fuera la región
aquella paso obligado de los conquistadores guerreros,
también lo es hoy de otros conquistadores. Los con-
quistadores donjuanescos, siempre admirados, aun-
que locos siempre; los conquistadores del oro en el
tapete verde o en otros "tapetes" diplomáticos, y es-
pecialmente las conquistadoras, hampa policromada
venida de las cinco partes del mundo: ¡hasta de
Oceanía!
De la Oceanía decimos, y no rectificaremos, porque
de la propia Australia era la dama que va a jugar
el principal papel en esta verídica relación.
Como hombre nada exigente y no muy sobrado de
recursos, había yo ido hasta Garaván por los esca-
sos céntimos que cuesta el tren-tranvía de la Costa
Azul. Remontando luego a pie por entre el dédalo de
lujosas villas—una de ellas la célebre Fontana Rosa
del ínclito Blasco Ibáñez—que se aglomeran desde el
mar hasta la media ladera de las estribaciones del
Berceau, el Sericoa, el Montagel y el Mont Ours, me
había propuesto llegar hasta la frontera italiana en
el más agradable de los paseos. Un paseo a lo largo
del incomparable Camino de la Cormche o de la Cor-
nisa, que se prolonga desde la Costa de Moros
frente a Tolón y las islas Uyéres, hasta San Remo,
y desde el que se goza un panorama sin rival, pues
tiene cuanto puede hacerle sugestivo: lejanas mon-
tañas nevadas; colinas cubiertas ele vegetación; jar-
— 19 —

diñes de ensueño; casitas dispuestas como en un Na-


cimiento, ferrocarril^ pistas para automóviles, mar y
cielo: ¡el mar y cielo que adjudicaran a la comarca
el poético nombre que lleva, dado por el poeta Ste-
phen Liegard!
Pasado el puente internacional de San Luis, que
vuela sobre ínfima torrentera rocosa, y sin detenerme
ante los puestos de baratijas con que comienza por
aquella parte el "regno d'Italia", ni comprar ninguno
de los picantes couplets vendidos y cantados por un
granuja al son de su mandolina, llegué hasta el alto"
donde hace un gran recodo la carretera para descen-
der hasta Grimaldi. Atento sólo al panorama, apenas
'si reparé en que por aquella parte subía a toda velo-
ciclad un auto envuelto en densa polvareda.
Ver un auto allí por donde tantos desfilan no era
para llamarme la atención, pero de la indiferencia
pasé al más hondo sobresalto cuando advertí que el
coche, al tomar la vuelta, se inclinaba del lado dere-
cho y, con gran estrépito, iba a estrellarse contra el
talud. Coincidiendo con el formidable chasquido, dos
agudos gritos de dolor me llenaron de espanto. El
auto había tomado mal la vuelta, y, por no caer en
el abismo de la; izquierda, había ido a destrozarse con-
tra el desmonte de la derecha.
En tres segundos estuve al lado del vehículo, cuyo
árbol central estaba partido, y cuyos ocupantes ya-
cían exánimes por tierra, envueltos en polvo y sangre.
Con la angustia consiguiente, traté de auxiliar a las
víctimas, llevándolas hasta el vecino ventorrillo y
manchándome de sangre el traje y la camisa. Por for-
tuna el daño era más aparatoso que irreparable. El
conductor, un robusto muchachote sardo, había sido
— 20 —

•despedido por el choque, y a ello debía la vida. En


cuanto a las dos damas del interior, •'la más vieja, una
inglesa como de cincuenta años, sólo presentaba una
descalabradura morrocotuda, y la más joven, dulce
preciosidad de apenas veinte, simplemente se había
desmayado. La fuerte construcción del auto, que al-
canzó a resistir el- choque, les había, salvado de una
muerte segura. Un cordial administrado, en el vento-
rro a entrambas; un café con ron al mozo y un buen
golpe de tafetán sobre la rugosa frente de la vieja,
devolvióles a los tres la serenidad perdida y, en un
carrito de los que cargan heno, por no haber riada
mejor a mano, llevamos a las damas a la estación ve-
cina, pues dijeron morar en el hotel Negresco, de
Niza,
Ya en el departamento del tren, pues no me atreví
a abandonarlas, pude fijarme bien en las dos viajeras,
que me daban las mayores muestras de reconocimien-
to. Sus caras no eran nuevas para mí: las había, visto
ante la ruleta pocas horas antes: triste e indiferente a
todo, la niña y locamente apasionada con las peri-
pecias del juego la madre, que de madre e hija se
trataba, sin duda. Mostraba en toda su huesosa perso-
na la vieja esos rasgos secos, viriles, dominadores,
que caracterizan a las viajeras de su raza, gentes que,
como si quisieran prepararse bien para el gran viaje
de- la muerte, o cual si con viajar pretendieran huir
de sí mismas para no escuchar quizá la voz de una
alterada conciencia, son . verdaderas trota-mundos,
mezuqueándolo todo y metiéndose en todas partes,
principalmente en los lugares de emociones fuertes,
cual en > las mesas de Montecarlo. Se hacía llamar
Mistress Fanny.
— 21 —

En cuanto a la joven, en mi. vida he visto más in-


teresante criatura.;Pálida, blanquísima, con esa blan-
cura mate y dolorosa que da la anemia mal comba-
tida, dejaba transparentar suavemente todas las venas
de su cara lindísima. Labios y mejillas más encendi-
dos de lo que fuera de desear en una niña sana; ojos
azules, rasgados, insondables, de hada del monte con
cabellera de oro; manos alargadas, marfileñas y aris-
tocráticas. Mirándola absorto, recordé la frase del
químico William Crookes, cuando, describiendo la
aparición de la sílfide Katie King en sus célebres ex-
periencias con la célebre médium miss Florencia Cook,
dijo: "Era ella tan hermosa, que hasta el aire mismo
»e hacía más transparente ante sus ojos." Esta frase
me hizo forjar el nombre con que las bautizara en mi
admiración artística. Si la madre era Fanny, a ella no
le cuadraba nombre mejor que el de "Diáfana", por-
que, más que mujer real, parecía con su trajecito
blanco, maltrecho por el accidente, una creación de
ensueño y de éxtasis. Que se llamase Mary u otro
nombre no me importaba tanto. ¡Para mi adoración
estética, ya no sería nunca sino la Diáfana!
Aunque no me precio de psicólogo, con los pocos
datos que la casualidad me había-deparado, adivina-
ba, a través de la sombría energética de la madre y
la abnegada resignación de la hija, un drama extra-
ño. En la vida de aquellas dos mujeres, que sin duda
»e amaban- con delirio, mediaba, sin embargo, un
abismo: el abismo que toda pasión nefasta puede
•rear aún entre las personas que más se aman.
Hay, en efecto, una doble naturaleza en el que
juega: la suya propia, que puede ser caballeresca,
sensata, superior, abnegada, y la del otro: la del
— 22 —

"elemental del juego", que decimos los teósofos; "el


espíritu maleado", que piensan íos espiritistas; "el
t

diablo tentador", que creen los católicos; "la psico-


patía degenerativa", que opinan los neurólogos. Esta
entidad, real o soñada, es, en todo caso, el amo del
jugador. Cuando el amo nada manda, el criado se cree
libre.
Pero, así que el mandato del otro viene, ¡cuan poca
vacilación siente la víctima; qué sumisión ciega, qué
obediencia tan absoluta y rápida a la draconiana,
orden de jugar, de jugar siempre, siempre, y de per-
der bajo la equivocada ilusión de ganar!
La raíz del juego, tanto o más que la de las demás.,
pasiones, está en la propia naturaleza humana. To-
dos tenemos, larvada o en germen, semejante pasión,
pasión que en las mujeres no es sino aquella mística
"curiosidad de Eva" que le hiciese perder el paraíso,
o sea el ansia por lo desconocido. Nadie que se sienta
ante el tapete verde, piensa en perder. Si lo pensase,
no jugaría. Sueña en ganar, más aún, en experimen-
tar las emociones fuertes de la ganancia, como él ca-
zador las de la caza. Entristecido, eternamente des-
contento, el hombre, sea cual fuere su situación pre-
sente, anhela una situación mejor y, no pudiendo lo-
grarla todo lo pronta y acabadamente que deseara, la
busca por medio del juego, rápido alcanzador del
dinero y, con el dinero, de todas las ilusorias alegrías
de la vida.
Por eso, contra las emociones que el juego nos de-
para, no hay otro antídoto radical que la satisfacción
que subsigue al trabajo honrado, por ser este último
una superación del hombre que logra hallar deleite en
su propio sacrificio, como si en él hubiese efectiva-
mente dos naturalezas: la interior, que realiza el es-
fuerzo y con él sufre, y la superior, que sólo ve el re-
sultado ventajoso, del esfuerzo y con él se goza. Otro
antídoto es también, para los sensatos, la convicción
filosófica de que, cuanto dinero obtengamos por el
juego, se le robamos a otro, causándole quizá la mi-
seria,-la desgracia y la de los suyos. ¿Quién es el,que,
en frío, es lo bastante perverso para constituirse en
voluntario factor de la desgracia ajena?
Mas..., no filosofemos y atengámonos a narrar la
verídica aventura de Mistress Fanny y de su diáfana
hija, que es una página emocionante entre las nume-
rosas ¡ay! hojeadas por mí ya, a fuer de viejo, en ese
terrible tomo de Filosofía práctica que se llama la
Vida,
La hoja de este día de duras impresiones reza, en
efecto, que llegamos sin incidentes los tres viajeros a
Niza, y que, al despedirme, digna y agradecida Mrs.
Fanny, sin atreverse, por delicadeza y por honrarme
como a gentleman, a mencionar el traje que me había
averiado ni los francos necesarios para sustituirle con
otro, me invitó a comer con ellas, al otro día, en el
opulento hotel Negresco, donde se hospedaban y don-
de un solo día de estancia suele costar más que el
mejor temo de caballero.
Acepté, respetuoso, y allí fui al otro día.
III

DRAMA INTERIOR FEMENINO

Mrs. Fanny, como acusaba su porte, era una mu-


jer extraña e instruida. Viuda de un riquísimo estan-
ciero australiano, muerto en trágicas circunstancias,
había, viajado por todo el planeta y a no ser por la
pasión del juego, que la avasallaba, hubiera resultado
una mujer perfecta. Sin duda, semejante pasión ha-
bíala contraído cual acaece con las demás pasiones
—anormalidades que el espíritu contrae y que el
cuerpo padece luego—por algún gran dolor, la trage-
dia quizá de su marido. ¡Cuántas cirrosis hepáticas
debidas al abuso del alcohol no tienen por causa re-
mota ciertamente una gran contrariedad moral que
se ha querido ahogar en vino! ¡ Cuántas locuras se-
xuales no cometen hombres y mujeres por haber fa-
llado un amor que redentor y verdadero se creyese!
¡Cuántos no cayeron en la sima del tapete verde al
— 25 —

verse comprometidos en su honor o en su vida por


amenazas de ruina o de vergüenza, pretendidas evi-
tar por la ganancia, ilícita!
Recibióme Mrs. Fanny al día siguiente en un pe-
queño e íntimo comedor de Negresco con vistas a La
Jettée y al mar. El ágape, con ella y con su hija
celebrado, tuvo ese sello de intimidad propio de per-
sonas buenas y bien educadas que se comprenden al
punto casi sin palabras. Parecía como si de siempre
nos conociésemos.
Después de la comida y el café, servidos con todo
el refinamiento de esos hoteles mundiales en el que
a fuerza de dinero se nos simulan grandezas imitadas
de "Las mil y una noches", el jazz-band preludió uno
de esos valses modernos en los que la melodía de los
valses clásicos desaparece, ahogada por ún ritmo sal-
vaje, que lo mismo se lleva por el educado violín,
que por diablescos trompetones gangosos, bombo,
platillos, tablas y cascabeles, ni más ni menos que
entre las hordas negroides del África. Alguien, un
americano, realización perfecta del delirio cubista en
su cuerpo anguloso, en su traje archiplanchado y en
sus modales a escuadra, arrebató a la niña en la vo-
rágine de la negresca danza, y como la cosa aquella
iba para largo, seguramente para toda la tarde,
Mrs. Fanny quiso aprovechar su liberación de mamá
cuidadosa, diciéndome:
—Si nada mejor tenéis que hacer, os propongo una
excursión en el coche de la casa por la Costa Azul.
Tengo necesidad de hablar con alguien íntima, hon-
da, francamente, porque la vulgaridad dorada de este
falso ambiente moderno me ahoga, si es que no me
ahoga mi conciencia. Usted, gentleman perfecto como
— 26 —

me ha demostrado serlo, me va a- servir de confi-


dente.
—Señora—respondí, inclinándome agradecido—, no
soy digno de honor tamaño, pero al menos, podéis
contar con mi leal consejo, si le necesitáis, y desde
luego con toda mi discreción.
—Gracias—contestó, oprimiéndome las manos—.
En marcha,-pues.
Momentos más tarde un magnífico Cadillac nos sa-
caba de Niza, de la patria romana del emperador
Pertinax; de la italiana patria del astrónomo Cas-
sini, el naturalista Risso y el libertador Garibaldi, de
la patria francesa, en fin, del mariscal Massene, los
dos Blanqui, y tantos otros, saliendo por frente, al
palafito de la Jettée, los jardines del príncipe Alber-
to y los bulevares. Al dejar atrás el Casino principal,
émulo del de Montecarlo en los fastos nefastos del
juego, Mrs. Fanny me dijo emocionada:
•—-La Costa Azul, la zona más internacional de
Francia frente al mar latino, con la riente alegría de
sus ciudades, puertos, jardines, villas, campiñas y
montañas; con la bondad de su clima, que ve tras-
plantado al corazón de Europa la prodigiosa vitali-
dad que le aportan desde allá al Sur las costas afri-
canas, oculta como sabe, bajo bellísimas apariencias
infinitas tragedias de la Historia harto en armonía
con la tragedia de mi corazón. Por estos sitios para-
disíacos, cien veces asolados por los piratas sarrace-
nos, cae la commune de Biot, fundada, con ritos qui-
zá sangrientos, por los templarios del siglo x n ; la
Bollene Vesubie, destruida dos veces por los temblo-
res de tierra; la hermosa Cimier romana, de la qxie
no quedó piedra sobre piedra al empezar la época
— 28 —

•aedieval. Aquí, en este obligado paso, de las emi-


graciones; en esta región toda luz desde que en ella
es fama volcase el carro del Sol por la imprudencia
de Phaetonte el griego, han derramado su sangre cien
pueblos en diversas épocas de la Historia y quiera el
Destino no continúen derramándola en lo futuro.
Algo hay aquí, en fin, que me entristece y que golpea
mis sienes con aldabonazos''del más allá, tétrico e in-
sondable...
—Soy hija—continuó, entrando ya en'i.el terreno de
las confidencias—, de una de las mejores famihas de
Albión. Mi madre, último vastago de una verdadera
dinastía de héroes escoceses contra los que se ensañó
el Hado hasta llevarlos a la indigencia, casó, por puro
amor, con un sabio inglés, que, por buscar, a fuer
de filósofo, la Verdad por la verdad misma, nunca
contó con más dinero que el estrictamente necesario
para, darme, perdonad la inmodestia, la mejor edu-
cación y la mayor cultura que puede darse a una
mujer en nuestra época. ¡Todo en vano, porque mi
locura por pretender dar abundancia en la vejez a
mis pobres padres, o .más bien por la Fatalidad, que
preside siempre á las cosas del matrimonio, me llevó
a casarme como os dije, con un estanciero austra-
liano, cuya hacienda a cien millas de Melbourne, te-
nía todas las riquezas deseables en agricultura y ga-
nadería, pero cuya mentalidad escasa, vulgarota,
pagada sólo de lo qué es oro o en oro pueda ser con-
vertido, era el reverso de la medalla idealista mía y
de mis padres. Y quiso la suerte, ¡ojalá no lo hu-
biera querido nunca!, que de nuestro matrimonio na-
ciese una hija: la joven que conocéis y en cuya me-
lancolía incoercible se refleja a las claras que fué traída
— 20 —

al mundo, si es que hay otro anterior, contra su vo-


luntad más terminante. Por eso la naturaleza enfer-
miza de. la niña, al morir, mejor dicho al matarse,
su padre cuando él se hubo convencido de que la,
felicidad no es el dinero y que con toda su hacienda
no había podido comprar mi corazón incómprendido,
me ha obligado a viajes continuos con la niña, hu-
yendo con ella como el Judío Errante! ¡yo del terror
de mí misma y, por lo que atañe a mi hija, de ese
Moloch de la juventud que se llama la tuberculosis.
Lo demás... ¡podéis colegirlo! Incapaz ya por mi
edad y mis desengaños, para el amor, sin el cual
la vida misma no es tal vida; imposibilitada para
el estudio, al que únicamente se puede dedicar un
j

pecho tranquilo; repugnándome toda suerte de be-


bidas espirituosas, mi alma atormentada se ha hun-
dido en la sima, insondable del juego, y he jugado
en todas partes: en Ostende, en San Sebastián, en
Biarritz, Deauville y Montecarlo: ¡he jugado con
suerte varia, parte para aturdirme con las emocio-
nes del juego en un mundo estúpido, que ya no se
emociona por nada, parte,, ¡ay!, por resarcirme de
las alarmantes mermas que tanto viajar han infligido
a nuestra fortuna. ¿Es posible, me he dicho muchas
veces, que quien tan desgraciada fuera en amores,
haya de serlo también en el juego, contra lo que
el adagio vuestro reza? El Hado que secularmente
nos viene persiguiendo a mí y a mi familia, ¿no ha
de cansarse algún día, dándonos, por el juego, la
compensación merecida?
Pero, aún hay más—continuó Mrs. Fanny—algo
que no me atrevo a decirle, porque me siento débil
y porque no me tome por loca.,.
— 31 —

—Señora—repliqué para animarla—tal vez os sin-


táis débil por el cansancio. Estamos frente de An-
tibes y de su panorama soberbio. Permitidme, pues,
ofreceros en aquer mirador sobre las rocas una taza
de té.
Aceptó la excitada dama y bien pronto nos vimos
en Antibes cómodamente .arrellenados en sendas bu-
tacas, con la mesita del té espléndidamente servida.
IV

EL AZAR Y LA CIENCIA

Entre sorbo y sorbo de la tónica bebida nos que-


damos unos minutos en silencio, embebidos entram-
bos, Mrs. Fanny y yo, en la contemplación del ma-
ravilloso panorama que desde aquella terraza de An-
tibes se atalayaba, panorama que los rayos de un
-

sol de oro camino ya del ocaso, realzaban más aún


con sus policromías.
Antibes, la Anti-polis de Tácito, la antigua ciudad
rival de la Polis-Nicaca, o sea de la "victoriosa" Niza,
de la que sólo dista veinte kilómetros, veíase a nues-
tros pies, con su circo romano y su romano acueduc-
to, salvados ambos por milagro del bombardeo de
tres semanas de que hiciese víctima a la ciudad el
archiduque austríaco Eugenio cuando la guerra de su-
cesión al trono de España. Enfrente descuellan los
Alpes, a la sazón sin nieve, con sus faldas cubiertas
de bosques viviendas espléndidas rodeadas de jardi-
— 33 —

nes. A la derecha .toda la delicia de la costa, por Niza


y Montee-arlo, a la izquierda avanzaba en el azureo
mal latino, el Cabo de Juan, de Juan, así como sue-
na, en Castellano, porque aquello fué también Es-
paña' algún lejano día. Y entre dicho '¡cabo y el Mont
Chevalier .el tranquilo golfo fronterizo a. Carmes, y
Agáy frecuentemente visitado por u n a ' u otras escua-
dras de guerra y cuajado siempre de barquitas pes-
queras ;• de lanchas de recreo; de barcos mercantes
de todos' los tonelajes estelando en diversas direccio-
nes el tranquilo "lago" marítimo. "Lago" decimos por-
que el Mediterráneo oriental, desde Sicilia hasta Si-
ria, es" coíno la copa de un cráter cuyos bordes contor-
nean a!, Peloponeso y la Libia, mientras el Medite-
rráneo occidental aquél que contemplábamos es otro
cráter demarcado por las costas de Ñapóles, los Al-
pes y las costas de España, esas costas que serían
otras tantas Nizas si nuestra indolencia se cuidara más
de ellas, porque no otra cosa que una inmensa Cos-
ta Azul son las playas mediterráneas de las tres na-
ciones hermanas: España, Francia Italia...
Un rinconcito de aquellos lugares que desde allí ata-
layábamos es la Croisette, con su playa. Otro, Saint
Honorat, con su gallardo castillo encuadrado por pi-
nos. Otro, la fortaleza de la isla de Santa Margarita.
Otro, el viaducto de las Gargantas del Lobo, como ju-
guete un poco más grande de la montaña de Naci-
miento, sobre casitas un poco más pequeñas. Más tie-
rra adentro, Grasse, la Crasus del triunviro romano,
última eapital francesa por aquel lado antes de la
anexión de Niza.
—Pues lo queréis, continúo—exclamó Mrs. Fanny,
reanimada—. Os diré que lo que se hereda no se hur-
— 34 —

ta, yo he heredado de mi difunto padre su espíritu


investigador, cueste lo que cueste. Por eso más de una
vez me he preguntado si, pues todo en el universo está
sujeto a leyes inmutables, el juego ha de ser una ex-
cepción; algo monstruosamente arbitrario y sin ley
alguna... Descubrir esa ley; acabar con ella quizá el
vicio del juego mismq, ¿no equivaldría en el mundo
tal descubrimiento al de la gravitación universal, la
radioactividad, a la habitabilidad de los astros, a cual-
quiera otra humana maravilla? ¿Me tendréis quiza por
loca al expresarme así?
Calló un momento la extraña mujer y Viendo en
mí sólo seriedad y atención, mostróme un librito que
extrajo de su descomunal bolsillo de mano, librito lle-
no de cifras microscópicas y cabalísticos signos. —Aquí
tenéis mi último cuaderno de apuntes. Como éste ten-
go otros veinte, donde extracto y comento matemáti-
camente las jugadas de las mesas ante las que me
arriesgo. Cierto que llevo perdida una fortuna capaz
de hacer la felicidad de cualquiera, pero, ¿ qué importa
ello, si la ley, la misteriosísima ley pitagórico-ma-
temática que preside al Juego, empieza ya a ser por
mí entrevista? Ahí; entre estos apuntes, ved que no
está olvidada tampoco vuestra célebre Lotería.
Y sacando una notita roja, añadió:
—Ver el curso de sus premios "gordos" en lo que
va de siglo. El año 1901 tocó en Lérida, al 30.565;
el 1902 en Palma, al 28.038, un bellísimo número!;
el 1903... ¿a qué seguir si aquí lo tepéis escrito? Bás-
teos saber que el tal "gordo", ha caído en Madrid
veinticuatro veces; en Barcelona, quince; en Sevilla...
A cada uno de los millares que aquí veis anotados en
azul, les ha correspondido el "gordo" una vez duran-
te los últimos cincuenta años y dos a estotros milla-
res marcados en rojo, no habiendo sido agraciados, en
cambio, durante dicho período los millares restantes,
que son los que hay que jugar de preferencia en lo su-
cesivo, procurando que los números terminen en cero,
puesto que, desde mil ochocientos noventa, dicha ter-
minación no ha vuelto a repetirse.
—Señora—le opuse con seriedad amistosa—, resba-
láis sin advertirlo por una pendiente fatal que, per-
mitídmelo os lo diga como amigo, a nada bueno pue-
de conduciros. La desgracia efectiva suele presidir a
lo ganado en juego, que al fin es ganancia ilícita. El
demonio, o lo que sea, dar suele semejantes "premios"
que nada bueno "premian", como por escarnio. De
ello conozco innumerables casos. A mi amigo el doc-
tor Alamán, de Madrid, lie tocó un "gordo" y con
él la desgracia: de allí a pocos días, su mujer €¡Lquien
adoraba, enfermó de apendicitis; ' gastóse con la en-
fermedad todo lo ganado, y después quedó sin mujer y
sin dinero. Mi amigo y vecino Quintana murió de
repente el año pasado en víspera de Navidad y regis-
trando casualmente su viuda el traje para amorta-
jarle, halló en un bolsillo un par de décimos de la
gran Lotería de Pascuas, décimos que aquel mismo
día fueron favorecidos con el "gordo". Otro caso aná-
logo acaba de ciarse el mes pasado, no recuerdo don-
de. Hubo necesidad de exhumar un cadáver para sa-
car de sus ropas-sudario, el premiado décimo... Mi
amigo X... ¿a qué seguir? Sólo añadiré, pues, que co-
nocí, retirado en una aldeita del Pirineo español, al
célebre García, en la más espantosa miseria y quien,
no obstante conocer quizá vuestra famosa ley y con
ella haber deshancado tres veces la ruleta de Monte-
- 36 -

cario, no hubiera podido llegar a viejo sin la protec-


ción de su hermana, a quien en sus tiempos de for-
tuna, había hecho rica. Del tal García se cuentan por
eierto las anécdotas más peregrinas. Hallándose en
París y habiéndose anunciado que el Sha de Persia
asistiría cierta noche al teatro de la Opera con sus
galas orientales, el aragonés compró todas las locali-
dades restantes, y vistiendo el calzón corto, de su tie-
rra, alpargatas, faja de colores y pañuelo a la cabeza,
se fué al teatro, sentándose frente a su majestad persa,
la cual se asombró muchísimo al ver que en el salón
sólo estaba él con su séquito y un señor vestido con
un uniforme extraño que el Sha no había visto nun-
ca. Otra vez, en día de lluvia, alquiló todos los co-
ches de Zaragoza para obligar a la gente a que cha-
potease en el barro. En un famoso restaurante de
Londres, donde no le quisieron servir un día porque
estaban todas las mesas ocupadas, se presentó al día
siguiente después de haber comprometido y -pagado
todas las mesas del comedor, acompañado de ciento
cincuenta perros a los que hizo se les sirviese. En un
cabaret de París compró todo el champaña que había
en la casa y tiendas vecinas impidiendo con ello que
nadie pudiese beber aquel vino, sino él y sus acom-
pañantes...
—El caso que me decís de García y otros varios
más o menos conocidos—insistió Mrs. Fanny ponien-
do al decirloy toda su alma en sus palabras—, prueban
que la ley matemática del Juego existe. Y a su lado,
misteriosamente cabalístico, ¿qué es toda la realidad
de la relatividad de Enistein? Porque el Azar-es un
dios mentido, y la Casualidad, no existe...
Mientras así hablaba aquella pitonisa del juego, asal-
— 37 —

t o m e súbito el recuerdo del otro jugador de marras


que sostenía igual que ella, por lo que no pude me-
nos de sonreírme.
—¿Sonreís incrédulo? Yo no quiero sonrisas escép-
ticas, sino razonamientos matemáticos. ¿ Q u e m e opo-
néis?
—Señora—respondíla reverente?—. No me sonrío de
nada de lo que decís, sino de un recuerdo que ha asal-
tado , mi mente con ocasión de ello. Precisamente
ayer, momentos antes de vuestra aventura... pero no
debo continuar, porque...
—¿Es acaso el recuerdo de alguien que piensa lo
mismo que yo?—dijo, con intuición que. me dejó asom-
brado.
—Es, es...—y reaccionando ante un fuerte tirón de
mi conciencia—, es, ¡perdonadme que no os lo diga!
Una mano invisible parecía, en efecto taparme 1¡I
boca, mientras que una inaudible voz astral musitaba
en mi oído:
—Tu responsabilidad será tremenda. ¡La pierdes,
la acabas de perder, si se lo revelas!...
Pero la intuitiva mujer no soltaba la presa.
—¿El recuerdo al que aludís, interrogó, es remoto, o
próximo?; ¿de Montecarlo, o de otro "tapete"?... Por-
que ahora caigo en que por la Sala de la Rennaissance
andaba la otra noche un hombrecillo meridional, vi-
varacho, con muchos papeles en los bolsillos, papeles
en los que mi femenil perspicacia adivinó números
agotados de la vieja Revista de Montecarlo y cifras
muy bien seriadas... ¡cómo las mías! A mi lado mis-
mo fué ampliando las cifras. ¡Necia de mí, que no supe
comprenderle, y ello me costó una fortuna! Por no
seguirle, antes bien, por oponerme sistemáticamente
- 38 -

a sus jugadas, perdí, libra tras libra, hasta veinte


mil...! ¡Oh!, pero ya buscaré esta noche misma él
hombre ese y será otra cosa. ¡La ley será descubierta
al fin!
Y, sin aguardar más, sin preocuparse más que de
su idea fija, que ya la avasallaba, gritó al mecánico:
— ¡A Montecarlo, digo al Negresco de Niza, pero
en seguida!
El coche, con riesgo de atropellar a alguien y en
violación de todos los reglamentos, escapó hacia el
hotel, a cuya puerta jme separé de Mrs. Fanny a los
pocos minutos.
Al darle la mano la sentí febril.
¡La espantosa Fiebre del Juego, en cuya pira in-
ferna! ardía!
• * • * • • Ilifll Ilglllllll

EN LA VORÁGINE

La "Costa Azul", el "Jardín de Francia", la dia-


dema del Mediterráneo, se prolonga más allá de Niza
en una serie continua de pueblos que se enlazan hasta
cubrir literalmente toda la faja de entre las abrup-
tas colinas de los Alpes Marítimos y el mar. Primero
la estratégica rada de Villafranche, rara vez despro-
vista de barcos de guerra; luego Beaulieu, cuyo nom-
bre lo dice todo; después Ere con su castillo catalán
del Cap Ferrat, la deliciosa Tourbie o "Torre de Au-
gusto" y, en fin, el célebre principado de Monaco que,
por Roquebrune, Mentón y Garaván, enlaza con la re-
gión saboyana de Vintimiglia, Ospedaleti, Grimaldi y
San R,emo. ,
Cuando se remonta el Mont Bataille y se desciende
hasta la especie de silla de caballo sobre la que se
asienta la Tourbie, se ve, avanzando gallardamente
mar adentro, la oscura mole rocosa del Monaco pro-
píamente dicho; el 'Monos-oikos w 'oihón'gúego,
:
re-
construido por los masaliostas en recuerdo de sus vic-
torias sobre los bárbaros, igual que Niza o Niceae,
que también significa "victoria". Es la ciudad de M o -
naco la capitalidad de aquel minúsculo Estado inde-
pendiente integrado sólo por ella, por La Condamine
y por Montecarlo o Monte Carlos. Un Estado sobe-
rano en los confines actuales de Francia e Italia; un
principado minúsculo, cuya superficie totalmente cu-
bierta por vías, jardines y edificios hasta no dejar
como campo un solo palmo de tierra, no alcanza a
medir ciento cincuenta hectáreas, o sea un perímetro
irregular plegado entre el mar y la montaña, midiendo
por el lado más largo poco más de tres kilómetros y
por lo más ancho apenas uno y a veces ciento cin-
cuenta metros solamente. ¡Cualquier fin quilla de Ex-
tremadura o de Andalucía tiene otro tanto y más!
Y, sin embargo, cuánta gallarda historia pasada y
cuánta riqueza efectiva presente, no atesora el lindo
rinconcito aquel, resto, con sus treinta mil habitan-
tes, del poderío de los Goyon-Grimaldi, Casa fiel a
Carlos I de España; partícipe al lado de éste en la
batalla de Pavía y habilísima diplomática a lo Ma-
quiavelo hasta conseguir de Francia el verse respetada
en su soberanía cuando en 1860 se anexionó los terri-
torios que la rodeaban. Después de esta fecha y con-
vencido el príncipe de entonces de que las glorias gue-
rras de los Matignon-Grimaldi no eran ya glorias dig-
nas de él y de su siglo, lanzóse resueltamente a con-
quistar otras glorias más inmarcesibles, y nada menos
que en el fondo del mar, único campo que le restara
a su pobladísimo feudo, ya que al extenderse por la
superficie marítima como por la terrestre le estaba
— 41 —

vedado por los tratados diplomáticos. El resultado de


los alientos de este Colón moderno ha sido una ma-
ravillosa serie de exploraciones submarinas que han
aportado a la Historia Natural tesoros inapreciables,
de los que guarda no pocos el Palacio-Museo oceanó-
grafico, que, cual ciudadela de la ciencia se alza sobre
el saliente más alto de la minúscula península, no lejos
de otro museo de Paleontología y Prehistoria, edificios
que con el Palacio del príncipe y la Catedral, cubren
la meseta de aquélla entre un verdadero jardín que
baja hasta bañar sus macizos en las aguas mediterrá-
neas. Y así como el Peñón de Gibraltar ha visto cre-
cer en su istmo la ciudad de La Línea, el de Monaco
tiene en su istmo a La Condamine, enfrontando con
el puerto: ¡el puerto de Hércules!, así llamado para
no desmentir su abolengo púnico. Las edificaciones de
La Condamine, a su vez, se enlazan sin solución de
continuidad con las de Montecarlo a lo largo del bou-
levard Grimaldi... Gibraltar, Peñíscola.y Monaco son,
en el sentido histórico, «orno en el geográfico, herma-
nos gemelos.
Por pronto que quise cenar "la tarde de autos" y
tomar el tren para Montecarlo, porque presentía una
catástrofe después del arrebato de Mrs. Fanny, no
llegué al palacio del Juego antes de las once. Tenía
otras muchas cosas mejores que hacer en la ciudad
riente, pero una mano misteriosa, a mí, a quien tanto
ha repugnado el juego, parecía empujarme hacia las
doradas salas del vicio. "Mrs. Fanny, me dije, es una
loca, que, por sarcasmo del Destino, tiene a su cargo
una tan bellísima como desdichada hija. El don Qui-
jote español, como el caballero de todos los tiempos,
debe estar pronto al socorro de los menesterosos y
desvalidos. ¿Quién sabe lo que acaecerá esta noche si
los dos matemáticos jugadores se encuentran al fin?"
Penetró resueltamente en las salas, que estaban
brillantísimas de luz, de decorado, de ambiente, de
oro y de pasión. Hombres y mujeres de todas las eda-
des, lenguas y tipos, hacían doble y triple barrera en
torno a los trágicos "tapetes". Los crowpiers no cesa-
ban un punto en su maniobra silenciosa de vigilar las
posturas en las mesas e impulsar la marcha rauda,
alocada de las marfileñas bolitas saltando sobre los
casilleros metálicos de color de las ruletas, cual blan-
cas mariposas que no acaban de elegir la flor en que
libar. En los tableros traceados de los tapetes exten-
didos como dos hojas abiertas e interrogadoras del
Libro del Destino, se agolpan en aparente desorden
las ficha* multicolores: ésta, que vale 20 francos;
aquélla, de 100; esotras de 1.000, en posturas admi-
sibles hasta de 60.000 francos por jugada... ¡Y hay
torrecitas de fichas de estas últimas, puestas sobre un
solo número contra treinta y cinco, desafiando a la
ley matemática de las probabilidades en aras de una
ganancia mayor: de un pleno, que algunos han en-
cimado o repetido múltiples, veces, alzándose en pocos
minutos con verdaderas fortunas que un trabajo hon-
rado no habría podido quizá darles en varias existen-
cias sucesivas... Montecarlo, ¡qué reciierdos de dolor
y de humana miseria no evoca, siempre esta palabra!
¡Cuántas fortunas ha evaporado el vaho de tus dora-
das salas y cuántos suicidios subsiguientes no tiene
a su cargo tu famoso Casino!
Por eso el sensitivo, el artista, sienten allí algo in-
definible que les oprime el pecho y les ofusca la ra-
zón: ¡la visión astral de tantas ruinas y lágrimas, eso
— 44 —

'•:sí, muy caballerescamente ocultadas por la humana


hipocresía que a nadie engaña sino a ella misma!
Y no se diga que a ninguno se le obliga a jugar
allí; que no son las ruletas y el treinta y cuarenta la
única atracción del Gran Casino, sino un mero detalle
entre otros recreos lícitos en los demás salones; en sus
terrazas, jardines y teatro esmeradísimamente atendi-
dos; en sus hoteles regios; en su plaza de Larvoto o
sus delicias de Tenao. Montecarlo no es más que su
Casino, y el juego en su Casino desde las diez de la
mañana hasta la madrugada. Con sus ganancias pin-
gües se sostiene todo el régimen político y económico
del Principado. El ingreso del vicio ha sido de unos
ciento cincuenta millones de francos en el año últi-
mo... ¡Y aun se piensa en otro casino mayor en La
Vieille, porque los rusos del nuevo y del antiguo ré-
gimen; los príncipes hindúes, los multimillonarios ame-
ricanos y los ricos nuevos de todos los países, ya ha-
llan pequeño al casino antiguo!
Como prevíj mi buena.Mrs. Fanny había madru-
gado más que yo, y cuando entré ya estaba sentada,
absorta en sus cabalas, ante la mesa fatídica, con su
cuadernito de apuntes al lado y al lado también, ¡ des-
tino cruel!, del "matemático" de marras, con quien
de vez en cuando cambiaba breves palabras de inte-
ligencia mutua. Como dos héroes de las Vidas para-
lelas, de Plutarco, las jugadas de entrambos eran pa-
ralelas también, y las fichas multicolores, predomi-
nando las "gordas", íbanse agolpando en dos monton-
citos gemelos a sus diestras respectivas. Ellos me mi-
raron apenas, tras la triple barrera de los en pie,
absortos en sus abstracciones pasionales-matemáti-
cas más que nunca lo estuviera Arquímedes, pero no
— 45 —

me hicieran gran caso ni yo quise distraerles. Entre-


tanto el comptoir, siempre cambiando fichas por bi-
lletes de todos los países del planeta y a la inversa y
la niquelada ruleta rodando en un sentido, y la bolita
de la loca fortuna saltando y estrujando en abrazo fa-
tal al par las ilusiones y las bolsas de los perdidosos,
- que eran los más, en aras de la ansiedad nunca satis-
! :

fecha de los que ganaban, que eran los menos. Las


hábiles raquetas de los croupiers ponían rápido epí-
logo a las jugadas barriendo en montón las fichas co*.
que pagaban a los otros, y en seguida el sacramental
"¡hagan juego, señores!" y el nuevo rodar de la ru-
leta y el nuevo saltar contrario de la bolita y lo?
nuevos barridos raquetiles de las perdidas fichas,.una.
dos, cien veces, como el correr de las aguas de un to-
rrente o el espectro turnante y agotador de la calen-
tura. Todo en medio del más escalofriante silencio, im-
puesto por el "buen tono" que, máscara cruel, his-
triónica de la eterna hipocresía humana, para mal
cubrir, como cenizas sobre fuego, el hervidero sal-
vaje de la pasión por antonomasia: ¡la satánica Jo-
cura del jugador!
Por extraña veleidad del Hado, la llegada mía pa-
recía haberles aportado la jettatura a los dos nuevos
compadres "matemáticos", porque empezaron a me-
nudear sus visitas a la oficina de cambio, y a perder
de un modo tan alarmante que, por discreción, o más
bien por piedad ante el horror de tener que presen-
ciar la catástrofe que presentía, retiróme quedito más
allá a recostarme en un diván y fumar, ¡otro vicio!,
un largo habano.
Desde mi retiro, y sin que ella me viese, veía a lo
lejos, en pie, hierática, extrahumana, impasible, ant«
- 4 6 -
él dolor y la amenaza de lo que sin duda presentía
también como inevitable, la estatua, más que el cuer-
po angelical de Dicifana, la hija inocente, víctima
propiciatoria del mismo Hado que le arrebatase a
su padre y de la locura en que su madre estaba ya
sin remedio sumida... El talle 'de la joven estaba
rígido, erecto, escultórico, pero moralmente me pa-
recía curvado como una interrogación astral: la in-
terrogación pavorosa de lo que al volver a fran-
quear la puerta dantesca de la sala le aguardaba allí
fuera, en el mundo impío... ¡Pobre criatura!
A los otros dos ciegos jugadores no los veía, ni
había para qué, porque cuanto les aconteciese es-
taba previsto y harto acusado también a mis ojos
por los movimientos de mal disimulado asombro de
la triple y apretada fila de jugadores y de simples
curiosos agolpados en masa sobre el tapete siniestro,
que los miraban.
VI

LA CAÍDA

Apuraba lentamente la colilla de mi cigarro cuan-


do advertí que por el lado frontero y seguida por
los ojos de todo el compacto grupo de jugadores y
de mirones, se alejaba Mrs. Fanny. Creyendo se di-
rigía al comptoir a cambiar más billetes por fichas,
me incorporé dispuesto a seguirla y hablarla, pero
advertí al punto que tomaba una dirección reser-
vada, hacia un sitio donde, educadamente, no se
la debía seguir.
Iba sola, rápida, solemne Mrs. Fanny. Aunque la
contemplaba por la espalda, creí notar algo muy
anormal que irradiaba de su persona: des su andar
seco, duro,' firme, resuelto; de su arrogancia aristo-
crática que se me antojó heroica; de la rapidez mis-
ma con que ganó la puerta interior, tras la que des-
apareció en un momento.
Un presentimiento macabro dominóme, sin sab?r
— 49 —

por qué. Perdidosa probablemente Mrs. Fanny, ¿iría


a cometer la fatal locura definitiva? Mi primer im-
pulso fué el de dirigirme a su hija, que seguía hierá-
tica, traspasada de dolor impotente, en el sitio de
antes; o al "matemático", que también seguía im-
pasible en el suyo. Pero comprendí que acaso sería
indiscreto, o más bien que mi deber me reclamaba
con urgencia hacia otro sitio.
—Esa puerta frontera ¿va al jardín o a los reser-
vados de señora?—interrogué a un criado,
—A los reservados, pero también tienen salida és-
tos más adentro hacia el jardín.
No vacilé. Dando un rodeo por la puerta princi-
pal, me dirigí presuroso al parque, cuyos macizos
floridos besaban los rayos de la más espléndida de
las lunas llenas.
Qué contraste entre el ambiente de dulce ensueño
tropical y perfumado de aquellas avenidas de bos-
caje y el físico y moralmente envenenado .que respi-
rara en el salón. Mi pecho se dilató como si me hu-
biesen transportado a otro mundo más verdadero
que el mentido mundo del vicio. A la luz del astro
cíe las noches, al que de cerca seguía Júpiter entre
las empalidecidas estrellas del Sagitario; ante la ma-
gia de aquel panorama de verduras que iban a mo-
rir a un mar que.era un bruñido' espejo de acero y
plata sobre el que rielaba la luna-, mis recelos se
acallaron o desvanecían. Sentí hasta la tentación de
sentarme en uno de los marmóreos .bancos, al lado
de pagana estatua de amorcillos, para gozar a mis
anchas de aquella triple maravilla nocturna de tie-
rra, mar y cielo. La sedación adormecedora del am-
biente me hizo pensar:
— So —

—He llegado demasiado lejos en mis graves sos-


pechas. La pobre señora ha ido..., donde otro nadie
podría ir por ella y seguramente ya estará de vuelta
ante el tapete. Volvamos a él. La suerte...
La contestación a mi pensamiento fué el chasquido,
más que el estampido, como de un revólver de se-
ñora, disparado a diez pasos de mí, tras un macizo
plenamente iluminado por la luna.
De un salto me puse allí, encontrándome con la
más pavorosa de las escenas. ¡Lo previsto! Mi po-
bre loca yacía en tierra, con el arma todavía hu-
meante en su diestra, y la siniestra crispada rabio-
samente sobre el corazón, como si se le hubiese que-
rido arrancar del pecho. Un hilito de sangre bro-
taba de la sien derecha de la suicida, poco por cima
del tafetán del encontronazo del día anterior en la
carretera de la Corniche, especie de aviso éste, venido
de lo ignorado y que ella desatendió, como también
los sensatos consejos míos contra el juego. La víc-
tima de su propia locura giró hacia mí sus vidrio-
sos ojos que el velo de piedad de la Intrusa ya hacía
opacos, al verme reclinado sobre su cuerpo presa
ya del estertor de la agonía, Mrs. Fanny, pues no
era otra la suicida, balbució, respondiendo a mis
llamadas de angustia:
— ¡ E r a lógico! ¡Perdonadme! Mi hija...
Y con una mirada de suprema angustia, mirada
astral, helada, de los 'moribundos, quiso terminar
la frase, pero no pudo. Vanamente intentó alzar una
mano para apretar la mía, brazo y mano que caye-
ron inertes junto al arma maldita.
Todo ello fué cosa de un momento. Los vigilantes
nocturnos del palacio del juego llegaron entonces pre-
surosos, aunque tárele'también. Su llegada aumentó
mi escalofrío, pues por un instante me asaltó el te-
mor de verme envuelto en una información judi-
cial, merced a encontrarme en aquel trance que
igual podía ser interpretado a primera vista de sui-
cidio que de homicidio. Pero ellos adivinando mi so-
bresalto, acostumbradísimos como sin duda estaban
:

a la diaria escena, se limitaron a, decirme, amables:


—Tranquilícese, caballero. Todo está a la vista.
¡Son cosas del eterno Juego de la Vida! El suicidio
está patente: se veía venir. Nada tema, pues. ¿Es
usted de la familia de la pobre muerta?
—No—repuse—. Pero tiene una hija que hace un
momento quedaba en la sala Schmidt. Vengan us-
tedes, después de auxiliar a la muerta, si es caso,
y se la haré a ustedes conocer.
—Mejor al señor gerente de la Casa, qué llega
ahora mismo. Nosotros trasladaremos al cadáver y...
Con el gerente pasé a una pieza reservada del pa-
lacio. Ya en ella, le di de la víctima y de su hija
todos cuantos datos sabía. Roguéle también al ge-
rente abreviase trámites conmigo, pues quería acu-
dir cuanto antes en consuelo dé esta última, pero
ella, la antes impasible y maravillosa Diáfana, llegó
al punto en estado de desolación que no hay para
qué describir. Recibíla en mis brazos como a tina
hija mía y traté en vano de buscar mis mejores pa-
labras de consuelo, palabras que • se ahogaron en mi
garganta. Mientras, el gerente abrió un cajón de su
escritorio, del que extrajo algo' así como un talona-
rio de 'cheques, llenando y cortando la primera hojita
y, después de frases muy corteses, aunque un tanto
frías y protocolarias, la dijo, alargándola el papelito:
— 53 —

— ¡Señorita! La desgracia de la que le lia hecho


víctima el destino y que soy el primero en deplorar,
es una cosa, y la triste realidad, otra. Ante lo inevi-
table, la Casa a quien represento tiene por costum-
bre indemnizar de algún modo, indemnizar todo lo hu-
manamente posible en catástrofes como la suya, ya
que poner precio no puede a lo que en verdad no
lo tiene. Las cuentas pendientes aquí de la pobre
muerta, amén de su servicio funerario, serán todas
religiosamente pagadas por la Casa, quien además
os ruega, por mi intermedio, os dignéis aceptar, este
cheque, el Cual...
—¡Es precio de sangre, caballero, y en modo al-
guno puedo aceptarle!—interrumpió, con dignidad,
pero sin dureza, la joven, rechazándole—. Permi-
:

tidme, pues, que no lo acepte, pues basta con vivir


a solas con mi dolor y mi recuerdo.- Y luego, diri-
giéndose a mí como podía haberlo hecho a su pudre:
—En cuanto a usted, señor, que habéis hecho lo
humanamente posible para evitar la catástrofe, como
hicisteis también por socorrernos en el desoído avi-
so del choque del otro día en la Corniche, mi grati-
tud será eterna, Permitidme además por ello que me
adelante a deciros, previendo los ofrecimientos que
hacia mí os está dictando vuestro generoso corazón
ante mi tremenda desventura, que tampoco aceptaré
nada de vuestra solícita y honrosa amistad. Sin ré-
plica alguna por vuestra parte, ahora mismo, pues,
me despido de usted, pues la frágil barquilla de mi
destino, barquilla de la que en este instante preciso
empuño el timón por vez primera, va a partir con
rumbos inciertos en el sombrío piélago de la vida.
Dadme vuestras señas fijas para poderos escribir un
— 54 —

• dia si triunfo del cenagoso 'torrente a cuya sima, con


ánimo no de suicida como mi pobre madre, sino de
invencible luchadora, me lanzo de cabeza ahora mis-
mo. ¡Quedaos con Dios,, para siempre tal vez!...
Y dándome un filial abrazo, que conmovió las
fibras morales más delicadas de mi ser, se alejó con
paso ingrávido de hada nórdica, serenamente trági-
ca cual druidesa antigua, por la avenida exterior de
tilos, vía penetrada apenas en interrogación de mis-
terio por los cloróticos rayos de la luna.
—¡Que ese cielo todo estrellas de consuelo; el
•cielo que en vida vigila amoroso los pasos de los bue-
nos en este mundo mísero y luego amoroso ha de re-
• cibiros tras la muerte, te proteja, gentil cuanto des-
graciada criatura^ ya que yo no lo puedo hacer como
quería¡—balbucí, viéndola alejarse grácil y aérea
como una aparición nocturna.
Fiel-, a su mandato, no hice después el menor in-
tento de seguirla. Antes bien, tiré camino de La
• Condamine, enjugándome una lágrima y sin querer
volver la vista atrás, cual la mujer de Lot, hacia el
dorado antro del Palacio del Juego, en el que se al-
• berga un Moloch moderno, devorador insaciable de
fortunas, de ilusiones y de vidas...
VII

REDENCIÓN

En los momentos en que honrada y sinceramente


escribo este apunte histórico para enseñanza de pro-
pios y extraños, rasgo el sobre de una voluminosa
carta con sello francés y me veo sorprendido por la
siguiente epístola, escrita con letra menuda y viriles
rasgos femeninos:
"Niza, a 15 de agosto de 192...
"Noble señor amigo: Bueno y compasivo como'
caballero español fuisteis, en días para mí siniestros,
mi consuelo único. Permitidme, pues, hoy, al cabo
de tres años, que, enemiga jurada del género trá-
gico—que, pese a Esquilo y a Shakespeare,, creo un
género incompleto y maldito—, ponga un epílogo tan
dramático como alegre a la tragedia.. que mi pobre
madre Mrs. Fanny nos hizo vivir a usted y a mí:
¡El epílogo de mi vida redimida!
"Gratísimo me es, en efecto, señor y amigo, el
- 56 -

narrarle cuanto me ha sucedido después, hasta este


feliz día- en que os escribo. Perdonad, en aras de su
interés, la. longitud excesiva de esta epístola.
"Sabed, señor, que enloquecida la tristísima no-
che de la maternal locura, cuando os dejé en el des-
pacho del gerente de Montecarlo, marché a Niza,
después de tributar a la amada muerta el homenaje
de mis filiales lágrimas de amor y los pocos hono-
res fúnebres que, oficinescamente y en medio del
mayor sigilo estila Montecarlo con sus suicidas.
Cerréla piadosamente los ojos y aléjeme de su se-
pultura diciendo, jurándola más bien:
"—Tú, madre mía, fuiste la víctima propiciato-
ria de la noble pobreza de tu padre; de la vulgaridad
egoísta de tu marido, y, por ese encadenamiento fa-
tal o kármico de las desgracias en la vida, camina-
bas a pasos agigantados a hacer de mí, a tu vez,
otra víctima. Tu pasión por el juego fué lógica, dis-
culpable, como lo son todas las pasiones para el filó-
sofo que no olvida lo de "conocerlo todo es perdo-
narlo todo", de Montaigne. Para el que verdadera-
mente ama, además, su amor es incompatible con el
Rencor como con el Temor. Si de mi sabio abuelo no
heredé en verdad dinero, en el salto atrás de los fa-
miliares atavismos, heredé al menos el espíritu viril
con el que aquél desafió y venció a la miseria siem-
pre : el mismo. viril espíritu con el que tú acabas de
eliminarte de una vida que, en tu delirio, no te per-
mitió al fin descubrir una ley del Juego que, descu-
bierta si es que existe, purificaría quizá a la Humani-
dad de la- más humillante de sus lacras. En lo que
has hecho yo no veo, en suma, sino una equivocada
pero plausible manifestación de aquel tradicional es-
— 57 —

píritu de lucha y de rebeldía de nuestros mayores.


Pues bien, ahora es el turno mío de luchar. Ané-
mica por el triple y dorado ocio intelectual moral y
físico, disfrazado de opulencia y de turismo, que has-
ta aquí he llevado y por tanto en primer grado,
verdadero y curable, de la tuberculosis que ya late
en mis manos febriles y en mis arrebatadas meji-
llas, desde hoy yo seré fuerte con el trabajo, que
sana y que redime. No iré a los vicios que tratarán
de seducirme con su espejismo fatal para acabar lue-
go como tú acabaste, sino a la virtud, que es ca-
rácter, acción y lucha. Dejaré, pues, que pobre ya,
no podré llevarle dignamente, el anodino título de
"señorita", cambiándole enérgica por el de "mujer",
es decir, de humana luchadora, igual que el "hom-
bre", conquista bendita que debemos a la época mo-
derna.
"Y cual lo dije, lo he realizado. Dejando mis ya
insostenibles suntuosidades de Negresco, para cuyo
mantenimiento no disponía ya de medio alguno dado
que mi madre se lo había jugado todo, entré sin re-
paros al servicio de los que hasta entonces me sir-
vieran y adularan, cual esos príncipes y princesa?
rusos víctimas de la era bolchevique que anclan por
aquí. Bien conocedora del artículo, me hice florista,
de acuerdo con una honrada familia jardinera de
Grasse, con quien me retiraba por las noches, des-
pués de desempeñar a maravilla mi improvisado
oficio. El aire de la huerta; la vida sencilla y cam-
pestre; la alimentación abundante cuanto nutritiva,
sin esas salsas de hotel que no pueden dar apetito a
quienes antes no le desarrollasen por el trabajo, y,
sobre todo, mi energía, mis labores en la huerta a.
— 59 —

ratos perdidos y las solícitas atenciones" de aquel hon-


rado matrimonio de jardineros sin .hijos. y a quienes
considero ya como mi verdadera familia—no olvi-
déis que también soy hija de un estanciero—, me
devolvieron en unos meses la salud comprometida
antaño por el ocio dorado. Mi cuerpo se ha desarro-
llado y robustecido hasta el punto de que cuando •
me veáis no reconoceréis en mí a la niña enfermiza
de la Costa Azul que conocisteis hace tres años. Di-
cen he ganado en belleza, pero eso no hace al caso.
Cual una joven corsa del pueblo, aunque me dela-
tarán siempre mis rubios cabellos nórticos, he cu-
bierto éstos con el clásico sombrerito de paja plano,
bordado con algodones de colores, de las alegres hijas-
del país, y vestido como ellas el jubón de negro ter-
ciopelo; la manteleta con ondulantes flecos, la falda
blanca a rayas encarnadas, de percal, con ribete de
terciopelo oscuro, y con este traje, tan distinto de
los costosos con los que me conocisteis en Negresco,
he vendido flores en el hall. del hotel Ruhl, donde
era conocida bajo el nombre de la napolitana rubia.

"Así, ganando con holgura mi pan y recibiendo de


los elegantes con los que antaño flirteaba regias pro-
pinas, he podido hacer unos ahorros que sumar a
las ruinas nada' despreciables, según luego ha resul-'
tado de mi paterna y dilapidada fortuna. Además,
y esto es lo mejor, lo más increíble de mi "cuento de
hadas", la Cenicienta, la napolitana del Ruhl, cual
todas las princesas de leyenda, acaba de hallar su
príncipe - redentor en forma de un gallardo joven in-
geniero multimillonario norteamericano de los que-
vienen frecuentemente en gira por la Costa Azul y
— 6o —

que no juega, rara a vis entre sus congéneres que


nos visitan.
"Nuestro conocimiento fué por demás sencillo. Una
tarde en que "mi príncipe" iba a penetrar en el sa-
lón de baile, con otros dos jóvenes franceses y uño
italiano, párele, como a tantos, para ponerle coque-
tonamente una gardenia en el ojal de su smoking.
• Cambió él dos gentiles palabras conmigo, con la po-
bre florista, a las que hube de responder con otras
adecuadas dichas en el inglés más londinense, im-
propio sin duda en una florista napolitana. Segui-
damente acaeció otro tanto con los dos franceses y
con el italiano, empleando al efecto palabras de sus
lenguas respectivas. Al norteamericano, como fino
observador que era, hubo de chocarle tal detalle,
tanto casi como el contraste entre mi cabellera in-
glesa y mi napolitano traje. Informóse de mí en la
Casa, donde muehos recordaban aún el borrascoso
pasado de mi pobre madre, tan en contraste con mi
diáfana conducta de después. Forjóse entonces él su
novela de mí y del drama tremebundo por mí vivido
en mis pocos años, y el amor, el ciego pero vidente
dios, nos ha flechado a entrambos de tal modo que
—y éste es el objeto de la presente carta—la boda
a exigiros, si mi voluntad y mi recuerdo ha de, sig-
. va a realizarse en Niza de aquí a dos semanas, apre-
surándome ya con estas líneas a noticiaros el caso y
•significaros todavía algo, que me apadrinéis en ella,
vos que en vano pretendisteis ser el ángel tutelar de
mi perturbada madre... No tengo ya más familia
que la de mis afectos, y el mío hacia usted ya sabe
•es tan sincero como grande.
"Cerraré, pues, esta carta, que sello con lágrimas
- 6i -

de la más fuerte alegría, haciendo notar a vuestro


talento que este heroico socialismo que a mí me ha
salvado de la perdición es el socialismo redentor, que
no redime por él solo, como creen ciertos ilusos, sino
que da condiciones adecuadas para que uno mismo,
con su propio esfuerzo y no el de otro, se redima.
¡Yo sí que puedo ufanarme de haber descubierto la
Ley del Juego que a mi madre le costó la vida, ley
que formulo así:
"En el verde "tapete" del juego de azar se acaba
perdiendo siempre, con o sin logaritmos, Ppro en el
iríseo e inmensurable "tapete'" del Juego de la Vida
se gana o se pierde al fin, según que el hombre o la
mujer venzan al Destino enemigo con sus propias
fuerzas, o por él se dejen arrollar vencidos. ¡Ya lo
dijo el • sabio, tras una meditación de años, que no
de horas: El hombre o mujer dignos del título hu-
mano, son, si tienen Ciencia, Voluntad y Amor, supe-
riores siempre al Destino mismo que los persiga.
Y a esta lucha humana con el Destino es a la que
te la llama VIDA!..."
Doblé emocionado la impresionante epístola, y al
disponer en el acto lo necesario para el nuevo viaje
mío a la maravillosa Costa Azul, pensé una vez más
euán verdadero es el aforismo astrológico cabalista
que dice:
"Los astros inclinan, pero no obligan."

M. Roso DB LUNA
LA NOVELA OE HOY
Contana pan los tties K esta
Deseando corresponder al constante favor que nos dispen-
sa el público, acrecentando de día en día el número de lecto-
res de LA NOVELA DE HOY, única publicación de esU
género en la que se publican novelas originales e inéditas d«
todas las firmas de mayor reputación en la literatura espa-
ñola contemporánea, hemos establecido un concurso en e !

jue por votación de todos nuestros clientes se determinará


cuál es la mejor novela de cada mes de las que publiqut-
LA NOVELA DE HOY.
A este objeto, todos los ejemplares llevarán un cupón nu
merado, para que cada lector pueda remitirlo con su direo
ción, e indicando en el mismo cuál es, a su juicio, la nove!»
jue merece tan alta distinción.
Verificado e. escrutinio de todos los cupones que nos sean
remitidos, aquella obra que obtenga mayoría será, como e»
consiguiente, la predilecta del público de dicho mes, y todoa
los que hayan votado a favor de ella se reservarán los cupo-
nes que consignen el nombre del autor favorecido por la elec-
ción, y así en los meses sucesivos por trimestres naturales,
pues en fin de cada trimestre, o sea en los meses de abril,
julio, octubre y enero, se verificarán sorteos entre todos Ios-
lectores cuyos cupones designen las obras que hayan obteni-
do mayoría, adjudicándose a los agraciados por la suerte lot
premios siguientes:
i." Cien pesetas y una colección compuesta de cien vo-
lúmenes de obras clisicas de las Bibliotecas Populares Cer
vantes
2.° Cincuenta pesetas, ídem id.
3." Veinticinco pesetas, ídem id.
4." Veinticinco pesetas, ídem id.
Creemos inútil exponer a nuestros lectores la legalidad,
que ha de presidir en la adjudicación de dichos premios,
pues tan interesados como podamos estar en ello lectores j
Editorial, han de serlo los autores para merecer ese justo
galardón que les otorgarán sus aficionados en justa recom-
pensa a su loable propósito de en cada obra superarse a s i
mismos para conquistar mayores clientes, estimulo imprescin-
dible de quienes tan íntimamente se hallan ligados al pú-
olico.
Lea usted LA NOVELA D E . HOY y podrá obtener lo»
Dremios ofrecidos v la satisfacción de que su autor favo
rito se vea recompensado con su voto.
C o n s e r v e esta parte p a r a c o m p r o b a r s u d e r e c h o .
Continúa publicando las m á s fa-
mosas obras de la literatura con-
t e m p o r á n e a al precio de 1'50 v o -
lumen.

Volúmenes p u b l i c a d o s recien-
temente :

Miguel d e U n a m u n o ;
El espejo de la muerte,
Las cerezas del cemen-
terio, Gabriel M i r ó ; Los
pazos de Ulloa, Conde-
sa de P a r d o B a z á n ; La
mujer de sal, T o m á s
B o r r a s ; El chápiro ver-
de, J u a n Pérez Zúñi-
g a ; La mujer de na-
die, José F r a n c é s ; El
hombre de Oro, Rufino
Blanco-Fombona ; La
noche mil y dos, F r a n -
cisco Camba.

C . I. A . R.
Librería Fernando Fe,
P u e r t a del Sol, 15, Madrid
tía risa,
la carnef
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~W IT
Una de las obras
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gran escritor. Una
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ránea.

§ pías.

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