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DE LA EXISTENCIA Título orinal de la obra La Trinité et le mystère De l’existence
Desclée De Brouwer, Bruges 1968 Traducció del francés por José Bescós © EDICIONES
PAULINAS – MADRID 1969 INTRODUCCIÓN &lt;/ &lt;/A medida que el compromiso
temporal adquiere más cabida en la vida de los cristianos, es preciso que el
testimonio de la contemplación le presente su contrapeso. A través de los cambios
de la civilización de hoy se expresa una búsqueda oscura de un perfeccionamiento
total del hombre. Pero este perfeccionamiento no puede verificarse al nivel de una
civilización puramente material, ni siquiera de una sociedad humana fraternal. En
última instancia se trata de una búsqueda de Dios, cual se da en el corazón de la
crisis actual del mundo. Se trata pues de hacer presente en medio de la
civilización técnica la dimensión de la transcendencia fuera de la cual no hay
humanismo posible. Este fenómeno es cierto incluso al nivel de la construcción de
la ciudad. Puesto que si la adoración no se halla representada en el seno de ésta,
si se construye fuera de Dios, no será solamente una ciudad arreligiosa, sino
también una ciudad inhumana. Y &lt;/precisamente porque el hombre de hoy tiende a
bastar a sí mismo, por ello la adoración se convierte en el más urgente de los
combates. Una ciudad donde los hombres mueren de hambre o se hallan sin abrigo se
una ciudad inhumana; una ciudad donde no está presente la plegaria como una lumbre
escondida es asimismo una ciudad inhumana. Pero en este combate por la oración, los
hombres necesitan disponer de instrumentos. Precisamente a esta finalidad desea
responder el presente libro. Las meditaciones que lo integran son las de un retiro
que se dio en el Instituto San Juan Bautista. Buscan pues directamente expresar la
espiritualidad de vidas consagradas a Dios bajo una forma contemplativa en medio
del mundo. Pero se dirige también a todos los cristianos para quienes se plantea el
problema del espacio de la plegaria en un mundo donde todo se desvía de ella. Y la
plegaria no es lujo de algunos privilegiados, sino una necesidad vital para todos.
&lt; Jean Daniélou REALIDAD SOBERANA Y PRESENCIA DE LA TRINIDAD En La Trinidad se
nos revelan las últimas profundidades de lo real, el misterio de la existencia.
Ella constituye el principio y origen de la creación y de la redención; por otra
parte todas las cosas le son finalmente referidas en el misterio de la alabanza y
de la adoración. Más aún, en definitiva, ella es la que proporciona a todo su
consistencia. Todo lo demás procede de ella y a ella tiende. En consecuencia, la
conversión esencial es la conversión que nos hace pasar del mundo visible, que nos
solicita desde el exterior, a ese mundo invisible que es a la vez soberanamente
real, pues constituye el fondo último de toda realidad, pues es la fuente de toda
beatitud y de toda alegría. &lt;/Por consiguiente en toda conversión
particular, en cada paso de nuestra vida, se da esta conversión fundamental, que es
apertura a la realidad profunda de las Personas divinas, descubrimiento de que
precisamente en ellas reside la plenitud de todas las cosas, invitación a
sustentarnos de ellas y a encontrar en las mismas lo que en el tiempo y en la
eternidad constituirá el tesoro de nuestras vidas. Es aquí donde la contemplación
es ante todo cierta manera de penetrar más profundamente en la realidad. Por el
contrario, el pecado consiste en no abrirse a lo que es verdaderamente real y a
permanecer en un mundo exterior y superficial, que emana de nuestra vida egoísta.
Debemos penetrar en esta conversión contemplativa fundamental intentando abrirnos a
esa realidad soberana de la Santísima Trinidad, de manera que nuestros corazones se
llenen con su luz, dejando a un lado todo lo demás y volviendo nuestras almas
hacia ella. Pero, para ayudarnos en esta contemplación, para redescubrir lo que es
la realidad de la Trinidad en sí misma, debemos partir de la manifestación de la
Trinidad en la creación misma. 1. La Palabra y el Espíritu Una primara cosa
salta a la vista tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento: a saber, que
&lt;/las Personas divinas se nos muestran primeramente por medio de su acción en el
mundo, en la naturaleza, en el cosmos. Si observamos las primeras expresiones del
misterio de la Trinidad en la Escritura, vemos que se hallan en la relación con el
mundo de la creación,. La creación aparece como obra de las Personas divinas. Dios,
con su Palabra y con su Espíritu, suscita, vivifica, guía y gobierna el universo.
Se da en ello el primer acercamiento, importante en la medida en que pone el
misterio trinitario en relación con la realidad misma del mundo material. Veamos
algunos ejemplos a este respecto. Ante todo sobre la Palabra creadora. San Juan,
en el prólogo de su Evangelio, nos dice que todo ha sido hecho por el Verbo y que
este Verbo, por el que todo ha sido hecho, es igualmente el que se hizo carne. Aquí
hay un punto de enlace que c&lt;/rea una relación inmediata entre Jesús de Nazaret,
a quien Juan nos dice haber tocado con sus propios manos y visto con sus propios
ojos, y el mismo Verbo creador, esto es el poder divino por el que todas las cosas
han sido e incesantemente siguen siendo traídas a la existencia, pues la creación
entera está suspendida en cada instante a la palabra creadora. No subsiste aquélla,
sino en la medida en que ésta es proferida. Toda ella, en cada momento, es
sostenida en la existencia. Estas visiones radicales en absoluto son las que mejor
nos ayudan a hallar la relación auténtica entre Dios y la creación, a descubrir
hasta qué punto la creación depende de Dios. En el salmo 33, que nos descubre la
grandeza de la creación, leemos en el vesícula 6: «Por la palabra de &lt;/wYavé los
cielos fueron hechos, por el soplo de su boca toda su armada». La palabra aparece
como el instrumento por el que el universo entero es creado y traído a la
existencia. Esta significación era familiar a los judíos. San Juan alude a ella al
comienzo de su Evangelio cuando dice: «Por él todo ha sido creado y nada de lo que
ha sido hecho, ha sido hecho sin él». La palabra de Dios tiene aquí el sentido que
le da la Biblia, esto es, esencialmente el de una eficiencia creadora, y no
simplemente un contenido intelectual. Como dice el profeta Isaías, realiza todo lo
que enuncia, es decir, hay en ella una como identificación entre el decir y el
hacer: «Y como la lluvia y la nieve descienden del cielo, y no vuelven allá sin
empapar la tierra, sin fecundarla y hacerla germinar, para que dé sementera al
sembrador y pan para comer, así la palabra que sale de mi boca no vuelve a mí sin
resultado, sin haber hecho lo que yo quería y haber llevado a cabo su misión»
(55,10.12). Así ocurre también con el Espíritu. Desde el comienzo del Génesis
leemos en el versículo 2:&lt; «El Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas». La
imagen es en efecto, la de un pájaro que agita las alas para suscitar una corriente
de vid. La misma imagen reaparece en el Deuteronomio a propósito del águila que
agita las alas sobre el nido para hacer salir a sus crías y obligarlas de ese modo
a lanzarse por el espacio. Su significación es provocar la existencia, suscitar el
movimiento partiendo de inercia. De la misma manera el Espíritu se movía sobre las
aguas y suscitaba de la nada original todas las especies y todas las variedades de
la creación. La expresión volverá nuevamente para significar la fuerza creadora a
todo la largo del Antiguo Testamento. Así, por ejemplo, en el versículo tan
frecuentemente repetido por la liturgia: «Si envías tu soplo son creados, y
renuevas la faz de la tierra» (Sal 104,30). Esto, que la liturgia aplicará a
pentecostés, es decir, a la creación de la Iglesia se dice en primer lugar de la
creación del universo en el Antiguo Testamento. El Espíritu Santo aparece como una
fuerza creadora, suscitando en primer lugar la vida natural. Por ello exactamente
se establece desde el principio en la Biblia una relación fundamental entre la
Trinidad y el mundo de la naturaleza, entre la Trinidad y el cosmos, de manera que
la redención será ña reanudación y la reasunción por parte de las misma Trinidad
creadora de este universo que es suyo, porque ella lo ha creado, para llevarlo a la
plenitud de su cumplimiento. Hay aquí una relación ontológica, inicial, fundamental
entre la Trinidad y la creación. Nada resultaría tan falso como separar la esfera
religiosa de la esfera de las realidades materiales. El mundo material no tiene su
principio sino en la acción de las Personas divinas, y, de otro lado, está él
llamado a ser reasumido y transfigurado por las Personas divinas.&lt; Pues bien
éste es hoy uno de los puntos más importantes desde el punto de vista de la actual
visión del mundo. Una de las grandes tentaciones del hombre moderno es la
desacralización del cosmos. Si tiende a concebir el mundo de la naturaleza, que es
en el que se desenvuelve la ciencia, como extraño a una finalidad religiosa. Se
disocia, de algún modo, una finalidad religiosa, que sería puramente personal, de
una finalidad cósmica, que sería profana y material, como si la religión fuera un
asunto privado, como si el problema religioso fuera un problema individual y no el
problema de la significación misma de la totalidad del universo, y por ello también
el de su misma realidad material.&lt;/ Este enraizamiento originario de la
creación en la Trinidad es un punto de partida inicial que no hay que olvidar
jamás; un punto al que siempre es preciso volver primaria y originalmente. El hecho
de que se adviertan distinciones evidentes, esferas de acción diferentes; que el
hecho de abordar el universo desde un punto de vista científico o desde un
punto de vista contemplativo emanen de dos encuadres diferentes, no dice sino que
se trata de dos puntos de vista proyectados sobre un único universo. Sobre el mismo
universo en que se desenvuelve la ciencia y que constituye el espejo a través del
cual se nos manifiesta la Trinidad.&lt;/ 2. El origen y el fin En este
sentido, el universo material, el cosmos tiene como una &lt;/triple relación con la
Trinidad,. Existe una relación con la Trinidad en la misma medida en que el cosmos
no subsiste sino por ella y en que, a cada instante, es proferido por la Palabra y
vivificado por el Espíritu que se cierne sobre las aguas. En segundo lugar, el
cosmos está destinado a conducirnos a la Trinidad en la medida en que todo él por
entero es un inmenso signo a través del cual la Trinidad se nos revela y cuya
significación religiosa nosotros tenemos que descifrar. Es éste uno de los puntos
esenciales del movimiento litúrgico, del movimiento catequético, del movimiento
teológico actual. No hay problema más importante que el de la educación religiosa
en la civilización técnica, es decir, el problema de conseguir ensamblar la esfera
del trabajo científico y la esfera de experiencia religiosa. El peligro consistiría
en situar la relación para con Dios al margen de la realidad del mundo científico,
de la civilización técnica; en relegar la experiencia religiosa al puro dominio de
la interioridad,. A partir de este momento, el mundo queda prácticamente separado,
privado de sus raíces trinitarias y la experiencia religiosa queda sin más fuera de
alcance para la mayoría de los hombres. Bogan en determinado ambiente mental y es
inexorable que así sea. Sólo una ínfima minoría pueden vivir a contra-corriente del
ambiente mental en el que se hallan inmersos. Consiguientemente, el problema de una
vuelta a ese universo de su relación para con la Trinidad aparece como uno de los
problemas esenciales en la educación del hombre de nuestros días. Por último,
este universo está orientado hacia la Trinidad en la medida en que gime esperando
la manifestación de los hijos de Dios. San Pablo habla aquí del cosmos material y
en visión de extremada audacia afirma que el universo mismo espera algo que no le
será dado sino por la manifestación de los hijos de Dios, o mejor, que es la
manifestación misma de los hijos de Dios, en el sentido que actualmente hay hijos
de Dios, pero no se manifiestan, es decir, en el sentido de que lo que se espera es
una especie de irradiación sobre el cuerpo de lo que ya se ha realizado en el
alma. Puede decirse que el cristiano en el estado actual es un ser que pertenece
simultáneamente al pasado y al futuro. Por ello resulta tan incómodo el situarse en
el presente. Una cosa se le ha dado, y es el hecho de la realidad en él de la
presencia de la Trinidad. Al mismo tiempo vive en un mundo que no se halla todavía
todo entero bajo la ley de la muerte, del sufrimiento, del esfuerzo y que gime a la
espera de una transfiguración por a que nuevamente el mundo corporal se convertirá
en la expresión transparente del mundo espiritual, mediante la reconciliación de
ambos. Precisamente aquí, sobre este plano de la esperanza, de la tensión
escatológica, existe de modo irrefutable un germen auténtico en la esperanza del
hombre de hoy a quien el futuro aportará una liberación mayor. Pero al mismo tiempo
esta esperanza, encerrada en sí misma y no orientada hacia la Trinidad, es
completamente incapaz de consumarse. De donde la contradicción que observamos hoy
en el mundo, entre el esfuerzo inmenso por una liberación en curso, una fe en los
hombres, que tiene algo de válido, y al mismo tiempo extrañas desesperaciones, si
esa fe en los hombres no va unida con una fe trinitaria, es decir, si no se apoya
sobre lo único que puede garantizarle total realización. Por ello, la reasunción
del destino cósmico por el Verbo creador y por el Espíritu vivificador es un
elemento esencial de una visión total del mundo material de hoy. &lt;/Así, la tarea
de los cristianos consiste en insertar la Trinidad en el universo mismo de la
naturaleza y de la técnica tal como existe. Una renuncia a este aspecto entraña
prácticamente la acepción de un mundo que se constituiría fuera de su realidad. Por
parte de ese mundo se da en este orden de cosas una muestra evidente de lo que
podrían hacer los cristianos. Pero del lado de éstos se da en la mayoría de los
casos una incapacidad para responder y afrontar cabalmente este problema. Con
demasiada frecuencia aceptan una especie de divorcio entre el mundo en el que viven
y una fe puramente interior y personal. Pero esto es rotundamente erróneo. La fe es
ciertamente un acto interior y personal, pero que supone por anticipado algo
exterior y objetivo. Lo esencial no es saber lo que se piensa, sino saber lo que es
verdadero. Antes de saber yo pienso que el mundo está en relación con la Trinidad,
lo que importa es saber si el mundo está realmente en relación con la Trinidad.
Pero si efectivamente esta relación para con la Trinidad es para mí el fondo mismo
de la realidad, me encuentro entonces en una actitud ante el enfrentamiento de este
mundo que me permite, por mi parte y en la esfera en que me encuentro, esforzarme
por entretejer esos lazos por los cuales esta relación se atreve nuevamente a ser
restaurada. 3. Manifestación de la Trinidad en la creación En realidad, el
mundo en cuyo interior vivimos es un mundo repleto de la Trinidad. Es sólo porque
nuestra mirada permanece profana y carnal por lo que somos insensibles a esta
presencia. La naturaleza toda entera es como un templo donde Dios mora. Este es, se
podría afirmar, el primero de los aspectos del misterio del templo que es
precisamente el misterio mismo de la presencia. Dios &lt;mora en el mundo en el que
nos encontramos y luego que los ojos de nuestra alma se purifican, ese mundo se
convierte realmente en ese paraíso cuajado de energías divinas y a través del cual
la Trinidad se manifiesta y se nos hace presente. Esto se verifica en primer lugar
porque «todo don perfecto desciende del Padre de las luces» (&lt;/Sant 1,17), y
éste es el primer aspecto de esta relación fundamentalmente para con la Trinidad.
En realidad todas las cosas son dones que manan de Dios. Hay entre Dios y nosotros
como una perenne comunicación de dádivas y por tanto de acción de gracias. Este es,
cabalmente, el fondo del misterio de la pobreza, que hace que no tengamos nada que
nos pertenezca, sino que todas las cosas son dones maravillosos de Dios. Y si desde
ahora supiéramos observar, reconoceríamos siempre por adelantado en todo lo que se
nos da el signo de su presencia y de su amor. Por medio de todo esto no solamente
encontramos dones de Dios: todas esas son igualmente una cierta irradiación de
Dios. Es decir, viniendo y procediendo de él, son como cierto reflejo creado de él.
De este modo toda belleza creada es un reflejo del esplendor trinitario, como
irradiación de su gloria. Todavía más, la mirada purificada sabe reconocer en las
cosas como ese reflejo del esplendor divino. Toda bondad, toda ternura de corazón,
toda conversión interior son como una imagen, como emanación de la infinita
misericordia y bondad divinas a través de las cuales podemos remontarnos a la
fuente de toda bondad, de todo amor, y que nos tienen como inmersos en ese amor, y
en esa bondad. También aquí la mirada limpia se remonta inmediatamente al manantial
y discierne, a través de manifestaciones, el amor infinito de las Personas divinas
que expanden toda bondad y todo amor.&lt;/ En fin, no sólo las cosas todas son
dones de Dios y reflejos suyos, sino que a través de todas ellas se da Dios mismo.
El mismo se halla presente en cuanto que es él perpetuamente el que obra en el
mundo entero y en todas las cosas. Y esto implica lo que los teólogos llaman esa
presencia d inmensidad que hace que no haya nada adonde no se extienda la acción
de Dios y donde Dios mismo no se halle presente. Esto mismo expresaba san Pablo,
cuando escribía que «en él vivimos, nos movemos y somos» (&lt;/Act 17,28). Dios se
halla mucho más próximo de lo que nosotros imaginamos. En realidad Dios se halla
escondido por doquier, pero no se manifiesta sino al corazón que sabe descubrirlo y
que se convierte. Porque la presencia de Dios es &lt;/coextensiva con la totalidad
del ser. No hay nada que no penetre con su acción. Por tanto desde ahora debemos
redescubrirnos como sumergidos en esa luz y en esa vida de la Trinidad; debemos
percatarnos (y éste es ya un modo de contemplación) de que todas las cosas y en
cada momento emanan del Padre de las luces por el Hijo y por el Espíritu, y por la
tanto debemos vivir en esa presencia y en esa irradiación. Cerrarnos a ello: he ahí
el pecado. En realidad, vivimos en plena luz. La luz brilla siempre, esa luz de la
Trinidad. Pero somos nosotros los que no dejamos que penetre en el interior de
nuestra alma porque las salidas le están cerradas. Es preciso por la tanto abrir
esa puerta de nuestra alma, dejar que esa luz penetre por doquier, que todo lo
ilumine, lo unifique y lo transforme. 2. LA TRINIDAD Y EL ALMA Un segundo aspecto
por el que podemos alcanzar la vida trinitaria es la experiencia de nuestra propia
interioridad, en la medida en que la Trinidad es la realidad en la cual nosotros
mismos, en nuestra más profunda existencia personal, nos hallamos de algún modo
enraizados. Cierto es que la vida de la gracia tiene una estructura trinitaria, que
ella es don del Espíritu por el Hijo que la recibe del Padre, y vuelta al Padre por
el Espíritu que nos da al Hijo. Pero, ¿es también esto cierto al nivel natural? ¿En
qué medida es trinitaria la estructura misma del espíritu? Hay tres órdenes de
realidades creadas de las cuales se puede partir para forjarse una imagen de la
Trinidad. Los teólogos no han partido jamás sino de estos tres órdenes de
realidades, porque no hay otros. Se
puede partir del mundo visible, de la comunión entre los hombres, de la vida misma
del espíritu. Pero, hay una vía, la de san Agustín, que ve el primer vestigio de la
Trinidad en la vida misma del espíritu que es a la vez memoria, palabra y amor. Y
es cierto que en la medida en que nosotros definimos a la segunda Persona como
Palabra, es decir, como aquello con lo que se expresa el abismo del ser, y cuando
definimos a la tercera persona como Amor, es decir, como lazo entre el 3origen y la
manifestación en la Palabra, en ese momento comprendemos que puede darse cierta
analogía entre la estructura misma de la vida de nuestro espíritu y lo que
constituya el arquetipo de todo espíritu, es decir, la vida misma de la Trinidad.
1. Presencia creadora y divinizadora Como de hecho nuestra existencia personal
tiene su raíz en Dios, nuestra interioridad brota perennemente de la Trinidad, de
tal manera que nos anegamos en Dios cuando nos encontramos en el interior de
nosotros mismos. «Alguien hay en mí que es más yo que yo mismo», decía san Agustín,
es decir, que en el orden mismo de nuestra vida personal, en el orden de nuestra
esencia más personal, nos anegamos originariamente en esa vida trinitaria y,
mientras intentamos penetrar en nosotros mismos, no podemos detenernos en nosotros
mismos, sino que, como dice todavía san Agustín, debemos extendernos más allá de
nosotros mismos en esa luz increada que ilumina toda inteligencia. Por la
experiencia que tenemos de nuestra existencia personal, encontramos es presencia
de Dios, como la luz que nos muestra la verdad y el bien.&lt;/ San Agustín ha
explicado incomparablemente esa vuelta al interior en las &lt;/Confesiones y en el
De Trinitate, donde, a través de su itinerario personal, alcanza la Trinidad en su
raíz misma. «Entra en ti mismo; en el hombre interior habita la verdad»: in
interiore homine habitat veritas. No es sencillamente fuera de nosotros mismos
donde se halla presente la Trinidad, sino que de una manera todavía más profunda e
íntima está presente en el interior de nosotros mismos, en el santuario del
corazón. Este es el otro templo que no es ya el templo del mundo, sino el templo
del alma creada a imagen de Dios donde se halla presente la Trinidad. Se halla
presente porque en ella se enraíza la vida misma de nuestra persona. Es decir,
mientras entramos en nosotros mismos y trasponemos mediante la oración el plano de
la vida superficial y exterior, penetramos de un modo más íntimo en las
profundidades de nuestra alma. Pero no podemos detenernos en nosotros mismos; más
allá de nosotros mismos alcanzamos los que se halla más delante de nosotros, lo que
es estable, mientras nosotros inciertos; lo que es enteramente bueno, mientras
nosotros permanecemos mezclados y nuestra libertad se halla con frecuencia
falsificada. Descubrimos así, de alguna manera, que existir para nosotros es estar
esencialmente en relación con esa fuente original; sumergidos y renovarnos en ella.
Y nos apercibimos perfectamente de que no es otra cosa lo que hacemos cuando
volvemos al interior de nosotros mismos por medio de la oración. No para
encontrarnos a nosotros, sino para encontrar esa fuente trinitaria de donde brota
perennemente todo lo que somos como de una fuente que mana sin interrupción. Por
ello nosotros no somos nosotros mismos sino cuando nos encontramos en Dios. De
algún modo vivimos y somos en él. Nos encontramos a nosotros mismos cuando nos
encontramos en él. Sólo en él encontramos la verdad de lo que somos. Nos volvemos
extraños a nosotros mismos cuando nos hacemos extraños a Dios.&lt;/ Pero esa
presencia de Dios en nosotros no es solamente aquella presencia por la que él es la
fuente de nuestra propia existencia. Es, lo sabemos también, ese don misterioso y
prodigioso que nos hace la Trinidad de sí misma morando en nosotros por el misterio
de la gracia, haciendo de cada una de nuestras almas el santuario donde ella se
hace presente. Y es precisamente por este don singular por el que ella viene a
asirnos para transponernos más allá de nosotros mismos y para introducirnos en
nuestra propia vida. Aquí, por lo demás, las imágenes de interior y de exterior
son absolutamente complementarias. De la misma manera se puede decir que nosotros
vivimos en la Trinidad o que es la Trinidad la que mora en nosotros, porque ambas
cosas no son sólo dos aspectos de una misma realidad, sino que el uno y el otro son
la expresión de esa extraordinaria intimidad y proximidad a la que las Personas
divinas nos atraen y nos llaman. Por ello, también para nosotros existir plenamente
será vivir verdaderamente de esa vida trinitaria; abrirnos, dejar a las Personas
divinas que toquen nuestros corazones, los conviertan y los instituyan; dejar
consumar en nosotros ese misterio que Dios quiere realizar de la comunicación de su
vida que hace que cada uno de nosotros se convierta en una humanidad sobreañadida –
como decía Isabel de la Trinidad -, en la cual la vida trinitaria se comunica en
esa sed que tiene Dios de darse a nosotros, para llenarnos de él. Existe una
presencia y una comunicación d la Trinidad todavía más infinitamente íntima que la
que contemplamos en el mundo. Es el corazón y centro mismo de nuestras vidas,
porque finalmente todo se reduce para nosotros a dejarnos captar por esta vida,
mediante la cual pueda ella transformarnos enteramente disipando las opacidades,
haciendo estallar las angosturas, a fin de consagrarlo todo en nosotros.&lt;/ 2.
Trinidad y oración Esta recreación de nuestro ser que opera la habitación de las
Personas divinas en nosotros, establece entre ellas y nosotros un tipo de
relaciones nuevas por las cuales nosotros somos arrebatados en el movimiento mismo
de la vida trinitaria. El Espíritu, como dice san Ireneo, viene a tomar posesión de
nosotros y nos da al Hijo y el Hijo nos da al Padre. «Si alguno me ama, vendremos a
él y haremos en él nuestra morada»(&lt;/Jn 14,23). Toda alma bautizada posee en lo
más íntimo de sí misma un santuario donde mora la Trinidad y donde siempre le es
posible, en cualesquiera circunstancias, encontrar esa presencia de la Trinidad,
puesto que ella traspasa los espacios sucesivos de la psicología para hundirse,
como una piedra en el fondo del mar, en ese abismo que hay en nosotros y en el cual
mora Dios. La gran equivocación de nuestras vidas espirituales es que nos
detenemos en esas zonas intermedias en lugar de alcanzar directamente a Dios. Nos
dejamos invadir por las pesadumbres y los proyectos, los deseos y las
preocupaciones. E incluso, si vamos más a fondo, es para apenarnos de nuestra
propia miseria espiritual. En definitiva, nuestra vida interior no es,
frecuentemente, sino una manera de ocuparnos de nosotros, más sutil, más refinada,
menos grosera, más peligrosa. Se convierte a veces, simplemente en un modo de
analizarnos a nosotros mismos. Mucho mejor sería entonces que nos ocupáramos de los
demás antes que hacer ejercicios espirituales, pues al menos eso libraría de
nosotros mismos. &lt;/ La oración es hundirse en ese abismo donde mora la
Trinidad, unirse a la Trinidad que mora en nosotros. Y aún cuando fuéramos
culpables de las faltas más graves, es preciso comenzar por encontrar la Trinidad,
y pensar luego en nuestros pecados. Si procedemos al contrario, no llegaremos jamás
a ello. Pues es ahí donde es necesario encontrar lo que san Agustín llamaba la
&lt;/delectatio victrix, ese gusto vencedor. Sólo el placer triunfa sobre el
placer. Jamás se ha triunfado del placer por el deber. El placer será siempre más
poderoso que el deber. Esto es lo que quiere expresar san Agustín: «No se vence al
placer sino por el placer». Pero la delectatio victrix, la alegría divina, es un
placer que vale, en efecto, más que todos los placeres. Cuando se ha renunciado a
los placeres para alcanzar la alegría, se ha vencido sobre el plano mismo que es
precisamente es del placer: hilarem datorem diligit Deus, «Dios ama a los que dan
alegremente». Hay tantas personas que sirven a Dios mal de su grado. ¡Dios mismo
desea de vez en cuando ser amado por gusto y no solo por obligación! He aquí
precisamente la esencia de la oración: descubrir el esplendor de la Trinidad que es
el arquetipo de toda belleza, el arquetipo de todo amor, y percatarse de que esta
Trinidad mora en nosotros, reclamándonos para un intercambio de amor. Todo lo que
se da parece como nada – según reza el Cantar de los Cantares -, al lado de lo que
se adquiere en su lugar. Y esto no resulta difícil a condición, una vez más, de que
se vaya al fondo, a condición de que se cese en la lucha, a condición de que se
hunda en el abismo, a condición de que se acepte el ceder, a condición de que se
sobrepase el plano de todas las cosas a las cuales uno se aferra en ese abismo de
Dios, que es en donde de hecho nos hallamos sumergidos, pero que con tanta
dificultad alcanzamos. A este nivel la Trinidad es &lt;/inmensamente cercana, como
esa maravilla de Dios que mora en nosotros para proporcionarnos la alegría y que
siempre nos es posible alcanzar. * * * A través de esta doble manifestación:
la manifestación de la Trinidad en el mundo y la de la Trinidad en el corazón, es
la realidad de la Trinidad tal como ella es en sí misma, más allá de toda creación,
adonde nosotros somos atraídos, saliendo de algún modo de nosotros mismos, como
dice el esposo del Cantar a la esposa: «Levántate y ven», dejando todas las cosas,
el mundo y nosotros, a través de los cuales la Trinidad se nos manifiesta. Todas
ellas despiertan en nosotros la sed de contemplarla en sí misma más allá de los
signos y de los velos, para, por medio de la inteligencia, - y ésta es la
contemplación misma -, hacernos adherir sin más a su realidad fundamental,
encontrar en ella ese fondo último, esa donación último de la que todo lo demás no
es sino la expresión y en la que únicamente podemos reposar por completo,
puesto que es la substancia misma del ser. &lt;/ No solamente es la Trinidad esa
realidad que contempla nuestra inteligencia, sino que es también ese bien que es
fuente de todo bien, en el cual solo pueden nuestros corazones encontrar su reposo
plenamente. Nos obliga a salir de todas las cosas creadas para buscar a aquel que
ama nuestro corazón, dejando a un lado todas las cosas visibles e invisibles, como
el esposo del Cantar, hasta que le hayamos encontrado tal como es en sí mismo,
saliendo efectivamente de nosotros, despojándonos de nosotros mismos para
encontrarle verdaderamente, él que se nos manifiesta en la medida en que dejamos
captar y arrebatar por él. Debemos, pues, entra en primer lugar en esa simple
apertura de nuestra alma a esa presencia y a esa realidad de la Trinidad. A su
través podemos poco a poco penetrar mejor en su misterio, comprenderlo mejor a la
vez en &lt;/loo que la Trinidad es y en la comunicación que hace de sí misma. 3. LA
TRINIDAD EN SÍ MISMA Hemos hablado de la vida trinitaria diciendo ante todo cómo la
Santísima Trinidad se nos aparecía como constituyendo el fondo de toda realidad, ya
sea la del mundo, ya sea la de nuestra alma, ya la de toda realidad posible. En ese
sentido decíamos que la contemplación era un retorno a lo real, conversión mediante
la cual, apartándonos de loa que es aparente, nos volvemos hacia lo que es
soberanamente real: esto es lo que da a la actitud contemplativa su valor radical,
que por lo demás s sitúe esa actitud en una vida específicamente contemplativa o en
una vida completamente distinta. Se puede decir que el pecado representa siempre el
hecho de pararse en el mundo de las apariencias y que se da, desde este punto de
vista, una completa coincidencia entre el hecho de volverse hacia Dios y el de
hallarse por igual en la verdad, en la realidad. Es preciso que estemos
profundamente compenetrados en ello. La sola cosa que buscamos es justamente
penetrar en la verdad de lo que es el principio y el significado de toda
existencia. Ahora bien, la fuente, el origen, es la sacrosanto Trinidad. La
Trinidad se nos aparece como eminentemente misteriosa Cuando se habla de la
Santísima Trinidad, la primera cosa que se hace es recordar su carácter
soberanamente misterioso y transcendente. Siempre debemos situarnos en presencia
del misterio insondable de Dios con una postura profunda de reverencia, adoración y
humildad. En efecto, la Santísima Trinidad es lo que de Dios más escapa a la
captación del hombre natural. En su búsqueda, el hombre puede alcanzar algo de Dios
con su inteligencia, con su corazón. En este sentido se da cierta manifestación de
Dios. Pero lo que Dios es en el secreto de su vida interior es totalmente
inaccesible al hombre. En este sentido, cuando los autores espirituales y los
santos hablan sobre este asunto, comienzan siempre por afirma que la primera cosa
que sabemos es que no sabemos nada por nosotros mismos. Es decir, que en primer
lugar es preciso rebasar todo lo que por nosotros mismos podemos representarnos y
que no alcanza a Dios más que en su manifestación.&lt;/ Sólo Dios puede introducir
en el misterio de Dios. Sólo la Trinidad puede introducirnos en el secreto de su
vida misterios. Sólo dejando de lado toda pretensión de nuestras inteligencias de
penetrar de algún modo resquebrajando ese misterio de Dios nos abrimos
verdaderamente a él. En este sentido adquiere su significado la palabra del Señor:
«Te bendigo, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los prudentes
y las has revelado a los pequeños» (Mt 11.25). Ahí alcanza todo su significado la
bienaventuranza de Jesús: «El reino de los cielos es de los niños y de los que son
como ellos» (Mt 19,14), es decir, que no hay sino una vía posible para el
conocimiento del misterio de Dios: la humildad total, que nos hace tomar conciencia
de nuestra impotencia radical.&lt;/ Es la palabra de nuestro Señor en el discurso
de después de la cena: «Sin mí nada podéis hacer» (&lt;/Jn 15,5). Ahora bien, esto
es eminentemente verdadero de todo lo que surge de este conocimiento del misterio
de la Santísima Trinidad: «A Dios nadie lo vio jamás; un Dios Unigénito que está en
el seno del Padre nos lo ha dado a conocer»(Jn 1,18). Es decir, nadie ha visto a
Dios tal como es en sí mismo y sólo en la medida en que lo manifiesta el Hijo
único, que está en el seno del Padre y que se halla escondido en esa gloria,
podemos comenzar a entrever algo de ese esplendor y de esa gloria. Por lo demás,
ésta es la razón de que, cuando los autores espirituales nos hablan de la Santísima
Trinidad, comienzan siempre por subrayar su carácter misterioso mediante el empleo
de imágenes muy conocidas, como la de las tinieblas: «Está envuelto en tinieblas
como con una capa», dice el salmo en una fórmula admirable. Efectivamente, esa
intensa iluminación divina está como rodeada de oscuridad en la proporción en que
está oculta también a los ojos carnales. En la tiniebla se manifiesta Yavé a Moisés
sobre el Sinaí. Siempre debe el alma penetra en esta oscuridad, abandonando, como
el pueblo judío al pie del Sinaí, el ganado, esto es, todo lo que en nosotros mana
de la vida de los sentidos, de la vida de la imaginación, para introducirse en la
vida completamente pura, hacia la subida del monte donde Dios mora. Este es
también el significado de otras imágenes que emplean los místicos. Hablan de
vértigo, en presencia de un insondable abismo y en el que no disponemos de ningún
agarradero. Nos arrojan como al borde de un acantilado, más allá del cual no
podemos avanzar en absoluto con nuestras propias fuerzas. Es esa sensación de
encontrarse completamente indefensos, ese sentimiento de la insuficiencia de todos
los medios humanos, el que abre el alma a la acción del Espíritu Santo. En efecto
lo que le es a ella absolutamente inaccesible, puede el Espíritu operarlo en ella
viniendo a buscarla, a levantarla y a conducirla a esos espacios de la Trinidad por
el poder de las alas del Espíritu que pueden arrastrarla a donde ella no puede
penetrar. &lt;/ Esta incomprensibilidad de Dios no procede de que en él se dé
opacidad alguna, alguna oscuridad. Procede, por el contrario, de que Dios es
plenitud de luz, plenitud de existencia, plenitud de vida: apunta a la intensidad
misma de la existencia de Dios, a la misma sobreabundancia de su vida. Precisamente
por ello Dios se encuentra más allá de nuestro alcance, porque nuestras fuerzas son
demasiado limitadas. Los ojos de nuestra alma son demasiado débiles para poder
soportar esa luz. Consecuentemente, el misterio no significa que haya en Dios algo
que en sí sea ininteligible, sino que, por el contrario, a causa de esa plenitud
del ser divino, resulta para nosotros como imposible el alcanzarlo. Y, por lo
demás, muchas veces éste es el sentimiento que abrigamos, cuando intentamos
ponernos en presencia de Dios: experimentamos como una especie de derrota, nos
creemos como desorientados y experimentamos cómo todos los conceptos y todos los
sentimientos se quedan más acá de la realidad.&lt;/ Porque efectivamente nosotros
nos encontramos equilibrados con las cosas creadas pero con respecto a Dios hay una
desproporción radical. Pero no es en absoluto el caso de extrañarse de sentir esto
en determinados momentos, ni de albergar la impresión de que Dios es tan
inaccesible que es como irreal. No comprendemos nada, porque lo que está
desorientado es nuestro ser carnal: nuestra imaginación que desearía representarse
las cosas, nuestra sensibilidad que desearía experimentar sensaciones; y
precisamente Dios está más allá de todo eso. Así es como nos lo enseñan los autores
espirituales y en particular san Juan de la Cruz. Esto es lo que significa la
expresión de que sólo la fe puede apresar al Amado. Es decir, por esta fe nos
apoyamos en Dios y no en nosotros mismos, y por ella nos entregamos a él, de modo
que sea él el que pueda darnos una nueva inteligencia, un corazón nuevo, suscitar
en nosotros esa &lt;/connaturalidad, que nosotros podamos familiarizarnos con lo
que es esencialmente misterioso y hacernos también hijos de Dios, diciendo «Abba
Pater» en el Espíritu Santo. Y todo el misterio de la gracia consiste en que el que
es el Dios tres veces santo, que cantamos en el Sanctus, «santo, santo, santo es el
Señor Dios de los ejércitos», puede convertirse en el «Padre clementísimo» - «Te
igitur clementissime Pater»-, en el Padre en cuya familiaridad somos introducidos y
en cuya intimidad podemos entrar. Por tanto, cuando nos colocamos en presencia de
la Santísima Trinidad, debemos simplemente reconocer y adorar ese carácter
misterioso. He aquí un principio importante para toda oración: tomar conciencia de
nuestra impotencia de manera que nos entreguemos por entero al Espíritu Santo.
Algunos santos comenzaban siempre la oración por el «&lt;/Veni Creator». Esta es la
mejor expresión de esta toma de conciencia de una impotencia radical y es por lo
demás, una expresión llena de significado. A condición, sin embargo, de que sea
justamente la expresión misma de esta impotencia y de que el himno brote, de algún
modo, del fondo del corazón que se siente completamente desprovisto y que
experimenta que sólo el Espíritu creador puede venir en su ayuda y a comprender lo
que por naturaleza es incomprensible. La trinidad se nos aparece como eminentemente
personal A través de esta revelación del Espíritu, a través de esa fuerza divina
que viene también en ayuda de nuestra impotencia, de algún modo el velo que nos
oculta los abismos de la divinidad se levanta. La significación de la palabra
revelación es exactamente la de quitar el velo. Significa que este velo, que era el
de nuestra opacidad carnal y nos ocultaba asimismo la vida divina, está alzado de
modo que &lt;/podamos introducirnos en el santuario celeste, más allá de toda
criatura, más allá de los coros angélicos, en ese santuario que es donde
mora la Trinidad. Bien sea ese santuario el santuario celeste o bien sea el
santuario eclesial o bien el santuario interior donde mora la Trinidad, nosotros
nos vemos introducidos misteriosamente en la familiaridad de Dios. Entonces Dios se
manifiesta a nosotros en su interioridad. Es decir, que lo que desde fuera y desde
el exterior no nos parecía sino como el peso aplastante de la gloria, como una
gloria que deslumbrada nuestros ojos, se nos revela entonces en su realidad, que es
ante todo la realidad de las Personas. La revelación, ya se trata de la revelación
del Evangelio, ya se refiera a la iluminación interior de la gracia, nos hace
descubrir que ese abismo misterioso que es el de vida divina, tiene un semblante,
que no es una realidad impersonal, un absoluto filosófico, sino que es alguien.
Esto es, que nosotros podemos entrar en relación con él. Dios es a quien podemos
decir: &amp;&lt;tú», «tú eres mi Dios», alguien con quien podemos entrar en esa
relación de persona a persona que es el amor, un Dios a quien podemos dirigirnos y
un Dios que nos escucha, un Dios que, de una manera completamente transcendente con
respecto a lo que nosotros somos, pero sin embargo de un modo absolutamente real,
posee de manera eminente lo que constituye sobre el plano humano la vida personal,
lo que hace que un ser sea una persona con la cual se puede entrar en relación.
Entonces es cuando se nos descubre a nosotros un Dios en sus profundidades, lo que
nos permite entrar en comunicación con él y tener con él todo un conjunto de
relaciones que constituyen la esencia misma de la vida espiritual propiamente
cristiana. La vida espiritual cristiana consistirá en introducirse en esa esfera
de la vida trinitaria, en convertirse así en hijos de Dios, hermanos de Cristo,
templos del Espíritu, de modo que podamos entrar en relación personal con el Padre,
con el Hijo y con el Espíritu Santo. Esta vida personal en Dios se nos aparece
bajo su triple aspecto. Como una vida paternal, ante todo. Dios se nos aparecía
primeramente, decíamos, como una santidad aplastante. En la revelación que se nos
ha hecho en el Hijo y en el Espíritu, Dios nos aparece más allá como Padre. Como
Padre, esto es, en primer lugar como fuente originaria. Es esencialmente el
Principio. El Principio de la vida trinitaria y de él proceden el Hijo y el
Espíritu. Y aparece como principio en todas nuestras relaciones con él en la medida
en que él será siempre el origen de todo. &lt;/ Por tanto lo que se nos descubre
a nosotros, el misterio de esta aspecto personal de Dios, subsiste en el Padre.
Subsiste igualmente en el Hijo y en el Espíritu. Del mismo modo que la vida
trinitaria nos hace descubrir el semblante &lt;/del Padre y nos lo hace descubrir
en la relación particular que tenemos con él por la gracia, pues en Dios el
conocimiento es al mismo tiempo operación, de ese mismo modo bajo el aspecto de
Hijo en el que el padre se manifiesta plenamente, a quien el Padre se plenamente se
comunica, que es la imagen perfecta del Padre, se nos manifiesta otro aspecto de
ese semblante personal de Dios, es decir, la comunicación que hace él de sí mismo,
su eterna fecundidad, en el sentido de que la vida que está en él es una vida que a
mismo tiempo es totalmente dada y totalmente recibida en el Hijo. Y el Espíritu,
por su parte, aparece como expresando el semblante `personal del amor común del
Padre y del Hijo. Este hecho nos introduce en lo que constituye el
descubrimiento de la vida de Dios. Descubrimiento que la realidad de la vida
trinitaria es eminentemente personal, en cuanto que podemos entrar en relación con
las personas, comprendemos que la Trinidad es un misterio de amor, por el hecho de
que este semblante personal de Dios es el de tres Personas en su relación
recíproca. Podríamos imaginar que Dios pueda ser o no pueda ser sino una persona. Y
entonces ya podríamos entrar en relación con él. Pero no es esto Dios. En realidad
el aspecto personal de Dios se nos descubre a nosotros como el de tres Personas,
como el de una vida personal, que no es personal sino para ser comunicada y donde
el misterio de la comunicación, del don del amor es la expresión misma de la
realidad de la vida de las Personas. Así se comunica el Padre eternamente de una
manera total al Hijo en todo lo que él tiene, de suerte que el Hijo sea su imagen
perfecta y que este amor del Padre y del Hijo, esta perenne comunicación entre
ambos de todas las cosas sea ella misma esa realidad personal que se llama Espíritu
Santo que es como el nombre mismo de la vida del padre y del Hijo. En la medida en
que estemos unidos al Padre y al Hijo, lo estaremos en el Espíritu Santo que se ha
derramada en nuestros corazones y que es en primer lugar la comunicación que el
Padre y el Hijo hacen de sí mismos. Así desembocamos en el fondo mismo de lo que
constituye la ontología trinitaria cristiana. He aquí uno de los puntos donde el
misterio de la Trinidad es el más esclarecedor para las situaciones humanas. Nos
enseña que el fondo mismo de la existencia, el fondo de lo real, es decir, lo que
constituye la forma de todo lo demás, puesto que es su origen, es el amor en el
sentido de la comunidad de las personas. Algunos dicen que el fondo del ser es la
materia, que el fondo del ser es el espíritu, que el fondo del ser es la unidad.
Todos están equivocados. El fondo del ser es la comunión. He aquí una revelación
prodigiosa. Y es inverosímil que los cristianos que posee ese último secreto de las
cosas, penetrando solos con la mirada de Cristo en el abismo del misterio escondido
en &lt;/wel que todo flota, no sean más conscientes de la importancia fundamental
del mensaje que ellos tienen también que aportar. La propensión de las
inteligencias abandonadas a sí mismas es reducirnos todo a cierta unidad. El fondo
mismo de la revelación cristiana lo constituye el hecho de que ocupan el primer
lugar absoluto las Personas y la recíproca adhesión y comunicación entre ellas, y
que esta comunicación de las personas es el fondo mismo, el arquetipo de toda
realidad al que por consiguiente todo deba configurarse. Comprendemos por qué la
comunión humana depende de la comunión trinitaria. Toda realidad en fin de cuentas
se resume e una palabra: «Que sean uno, como nosotros somos uno». Esto significa
dos cosas. Somos uno, y esta simple frase es una fulguración extraordinaria. No
solamente afirma que existe el nosotros y el uno, sino que el uno es un nosotros.
Tal expresión nadie antes de Cristo la había proferido. El uno es un nosotros. El
Uno, es decir, el Absoluto, es un Nosotros. El Uno es una comunicación entre los
Tres. El Uno es un cambio eterno de amor. El Uno no es quien sabe qué cosa. El Uno
es Amor. El fondo del Ser es el amor entre las Personas.&lt; Y lo que constituye
la entraña misma de lo absoluto es aquello de lo cual precisamente la creación en
cuanto comunión es una epifanía. «Que sean uno» significa, en efecto, una unidad
que es la esencia de una comunión, puesto que ahí se da también nuevamente la
unidad de un nosotros, es decir, la comunión entre personas que son tanto más
personas cuanto son unas, y que son tanto más unas cuanto que son personas. La
plenitud de la existencia personal coincide con la plenitud de la donación de sí
mismo en la Trinidad. Nada resultaría más falso que oponer, en este sentido, la
donación de sí y la realización de sí. Después de todo uno no se realiza sino
dándose y por otro lado, para darse, es preciso existir, porque el que no existe no
puede darse. El que no tiene existencia personal nada tiene que dar, porque el don
de sí llama al otro a la existencia. El apostolado provoca a la contemplación. Por
ello existe el deber de realizar lo que existe de más auténtico en nuestra
existencia personal, a veces incluso contra las amenazas y facilidades de un falso
altruismo que muy bien puede ser en realidad un modo de evadirse del esfuerzo más
exigente de la consumación de sí mismo, cuando se trata de ceder a las
solicitaciones de fuera y no se es capaces de oponerles resistencia. Hay entre
el progreso auténtico en la realización de la propia vocación personal y la
realización auténtica de un darse a los demás una reciprocidad que define el estilo
ascendente de una existencia. Una existencia ascendente es una existencia que crece
simultáneamente en su fecundidad con respecto a los demás, pero también en su
fidelidad a la consumación de sí misma y en una aptitud para desligar
progresivamente las auténticas profundidades con &lt;/respecto a las fuerzas
exteriores en las que corren el riesgo de disolverse a la vez la auténtica vida
personal y una posibilidad inmediata para la oración, pues la oración es siempre
hallar los caminos por los cuales encontramos a Dios. En la experiencia de todo
amor personal auténtico, hay algo que se fundamenta en ese eterno movimiento del
amor que es el fondo mismo de la realidad, no en el sentido de las fuerzas
biológicas que nos harían emerger un momento para arrojarnos inmediatamente en la
nada, sino en el sentido del amor personal que se apoya en ese origen último de las
cosas que es precisamente la vida trinitaria. Así, cuando penetramos en las
profundidades de Dios por la contemplación, se descubre a nuestros ojos
encandilados ese misterio eterno de amor y nos hace descubrir que el fondo de todas
las cosas, ese fondo de todas las cosas que sabíamos ya que era Dios, es el amor
trinitario mismo. Dios es eternamente amor, y la irradiación creada, la epifanía de
la vida trinitaria será requerida para encarrilarse y asirse a la vida del amor en
la medida que se puede hablar de aquellas cosas en presencia de las cuales el
lenguaje y la inteligencia de los hombres resultan débiles. Sin embargo,
apoyándonos siempre en la palabra de Dios, esa roca sólida que viene de Dios mismo,
podemos contemplar algo de ese misterio incomprensible, con una humildad
profunda, en la medida que el Espíritu Santo, el único que nos puede introducir en
él, nos proporciona algún conocimiento del mismo. &lt;/ 4. PARTICIPACIÓN EN LA
VIDA TRINITARIA 1. Plenitud y suficiencia de la vida trinitaria La vida
trinitaria no tiene ninguna necesidad de ser participada. Esta es la primera cosa
que hay que decir. Se basta perfectamente a sí misma. Hay una cosa muy esencia en
el hecho que Dios sea plenitud total del ser y consiguientemente agote totalmente
en sí la totalidad de lo que es, de manera que no tenga necesidad de cosa alguna.
De orto modo no sería Dios. Se daría en él una imperfección. Y una de las cosas que
hemos de buscar plácidamente para comprender en Dios, es precisamente esa plenitud
y esa total perfección y suficiencia. Hay ahí algo en que nuestro espíritu y
nuestro corazón pueden reposar, cuando tanto sufrimos al hallar por doquiera
limitaciones, insuficiencias, imperfecciones.&lt;/ El hecho de que existe ya esa
soberana perfección, por consiguiente de que se da en Dios esa plenitud, el hecho
de que la verdad sea precisamente esa plenitud &lt;/y no la apariencia exterior de
las cosas, a cuyo nivel viven la mayoría de los hombres, ayuda a nuestra
contemplación a abismarse en el océano del ser, en el abismo de la vida divina. La
esencia de la contemplación consiste en que progresiva y silenciosamente se
convierte para nosotros en algo más real esa inmensidad de la realidad divina. Y
que inversamente todo ese polvo de apariencias se vaya despojando poco a poco de la
consistencia que nosotros le damos. Se puede afirmar que la contemplación es el
hecho de una atención silenciosa que nos hace ahondar en la realidad, mientras que
la agitación exterior de nuestra alma nos mantiene en la superficie de las cosas,
Porque la realidad es exactamente esa plenitud de dios, esa plenitud por la que
todo existe en él y se basta, esa plenitud que es la misma vida trinitaria. De ese
modo quiero decir que el Padre se comunica totalmente al Hijo, de suerte que
comunica al Hijo la totalidad de lo que tiene y que agota por lo tanto en el Hijo
la posibilidad de amar, que se complace en el Hijo con una complacencia infinita,
porque el Hijo es su imagen perfecta, la imagen perfecta de su perfección. He aquí
una cosa a la vez misteriosa y admirable el que esa total plenitud de dios, sin
dividirse, es poseída conjuntamente `por las tr4s Personas. Aquí radica todo el
misterio, a la vez, de la unidad y de la trinidad en Dios. En estas materias
debemos penetrar silenciosamente, porque encierran un alimento profundo para
nuestra fe, que se introduce poco a poco en la realidad de la vida divina y de sus
características.&lt;/ En el Hijo, el Padre da todo lo que tiene que dar, agota así
sus posibilidades de amar. Y esta sobreabundancia de su amor se expresa en la vida
del Espíritu que es la plenitud de la Trinidad, el &lt;/pléroma, de tal manera que
en esta comunicación que es la vida del Espíritu, que une el Padre y el Hijo,
culmina de algún modo y se resume completamente en sí misma la vida trinitaria. Se
puede decir que el movimiento de la Trinidad es ante todo un movimiento de
comunicación en el Hijo y a continuación de recogerse en el Espíritu, y que el
ritmo mismo de la vida trinitaria se realiza a la vez con este doble movimiento de
donación y de retorno. Este retorno explica cómo esa se basta completamente y se
consuma en sí misma sin necesidad de salir fuera. Es importante entrever estas
cosas porque en la medida en que nuestra vida sea una vida trinitaria y nos haga
partícipes de la vida trinitaria, en ella encontraremos esos grandes rasgos. Esa
vida trinitaria será a la vez una vida que nos arrojará fuera hacia los demás y que
sin embargo, al mismo tiempo, nos recogerá en nosotros mismos mediante esa
suficiencia de Dios. Será todo lo contrario de una inquietud y de una agitación,
pero su obra deberá ser la &lt;/sobreabundancia de una plenitud y no una
enajenación de nosotros mismos. Consistirá también en la participación de la vida
de Dios que une esa total suficiencia en sí mismo a la comunicación perfecta que
las Personas divinas se hacen de la una a la otra. Aquí viene en última instancia a
repercutir todo, así como de ahí todo procede. 2. Comunicación de la vida
trinitaria Esta vida de la Trinidad, que se basta totalmente a sí misma, ha
querido comunicarse. Es decir, esa felicidad, esa alegría perfecta que posee las
Personas divinas, han querido participarlas a libertades creadas. Y ahí radica el
sentido primero, original, de la creación tal como la revelación nos ha hecho
descubrir. Es cierto que hay en ello una revelación admirable, que justifica por
completo la existencia de la creación. Quiero decir con esto que si verdaderamente
Dios no hubiera creado las criaturas espirituales sino para arrojarlas de nuevo en
la nada, después de haberlas hecho vivir algún tiempo, si en realidad la creación
correspondiera simplemente a lo que esta vida terrestre en la que nos encontramos,
ciertamente que esto no parecería digno de un designio de amor y de sabiduría. Y en
tal caso el ateísmo resultaría como una postura en cierto modo lógica, pues la
creación sería una especie de juego gigantesco en el que las criaturas serían
simplemente como peones con los cuales jugaría Dios de algún modo, pero no
poseerían ningún destino digno de ellas.&lt; Por el contrario, en la medida en que
la revelación nos muestra que la Trinidad ha producido esas libertades creadas
esencialmente para asociarlas a su felicidad, para introducirlas en esa infinita
alegría que es la suya, las cuales libertades creadas la rodean con su centelleo,
entonces inversamente el mundo de los ángeles y el mundo de los hombres, el origen
mismo de la creación nos resulta algo admirable y también su finalidad, pues no
tiene otro origen ni otro fin que su amor, que es verdaderamente amor, un amor
enteramente desinteresado, puesto que Dios no tiene ninguna necesidad de nosotros,
sino que somos únicamente los que sentimos necesidad de él. Hay en la creación una
gratuidad absoluta. Únicamente en este amor encuentra ella su fuente primaria. No
existimos pues sino en la medida en que somos amados. Existir para nosotros, en lo
más íntimo de nuestro ser, es ser actualmente el término de un acto de amor de las
Personas divinas que no nos comunican el ser sino con el deseo de asociarnos a su
vida.&lt;/ Por otro lado, esa creación resulta admirable en ese fin, pues su fin
es la felicidad. Esa vida abundante que es la suya, las Personas divinas desean
&lt;/comunicárnosla a la medida de nuestra capacidad. Pero, por otra parte, a
medida que se nos comunica esta vida, ella dilata en nosotros, en la proporción en
que le permitimos que nos invade, los estrechos huecos de nuestros corazones. Y
poco a poco hace nuestros corazones más capaces, en el sentido etimológico de la
palabra, de una comunicación mayor y más amplia, como encontramos en los santos.
Dios anhela anegarnos con su plenitud y debemos abrirnos a ella para que poco a
poco pueda ocupar plenamente nuestros corazones y llenarnos. Las Personas
divinas han querido asimismo comunicarnos esa vida divina por sobreabundancia de
amor. Y esta comunicación es una comunicación de la vida trinitaria, de la
circulación del amor en Dios con la que Dios quiere arrastrar y atraer nuestra
libertad. El origen radica en el amor del Padre. Es el Padre quien en su infinita
fecundidad, como fuente perenne de la misma vida divina, pues subsiste en él como
en su principio, es el Padre quien con su amor creador desea comunicar esa vida a
la creación por la sobreabundancia de su amor. Esa infinita fecundidad de dios
produce perpetuamente la vida y esencialmente la vida espiritual, la vida misma que
es la suya. Pero esta vida el Padre quiere comunicárnosla por y en su Hijo. El
Padre engendra eternamente al Hijo. Con esa misteriosa participación en esa eterna
generación nos asocia en el tiempo engendrándonos a nosotros también mediante
nuestra participación en la vida de su Hijo. Ella tendrá su manantial en el Padre.
Pero perennemente Cristo se engendra en nuestros corazones. Este nacimiento de
Cristo en el corazón ha sido tan espléndidamente celebrado por san Bernardo, por
Taulero, por muy ilustres hombres espirituales, mostrándonos que el misterio de
Navidad se prolonga a través de todos los tiempos de la Iglesia en el secreto de
nuestras almas, en la medida en que alimentan una perpetua generación y crecimiento
de Cristo. Se pue</c></di>

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