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RAÚL O.

FRADKIN - JORGE GELMAN

JUAN MANUEL DE ROSAS

La construcción de un liderazgo político

i edhasa
F rad k in , R aú l O svaldo
Ju a n M a n u el de R osas: La c o n stru cc ió n de u n liderazgo
p o lític o / R aú l O svaldo Frad kin y Jorge D a n iel G elm an . - l a
ed. - C iud ad A u tó n o m a de Bu en o s A íres : E d h asa, 2 0 1 5 .
4 8 0 p .; 2 2 .5 x 1 5 .5 cm .

IS B N 9 7 8 -9 8 7 -6 2 8 -3 5 9 -5

í . H isto ria P o lític a A rgen tin a. I. G elm an , Jorge D an iel


CDD 3 2 0 .9 8 2

D iseñ o de tapa: Ed uardo R u iz

P rim era ed ició n : m ayo de 2 0 1 5

© R aúl O. F rad kin - Jorge G elm an , 2 0 1 5


© de la p resen te ed ició n Ed hasa, 2 0 1 5
Córdoba 744' 2 a C, B u en o s A ires
in fo @ ed h a sa .co m . ar
h ttp://w w w .edhasa.com .ar

Avda. D iagonal, 5 1 9 -5 2 1 . 0 8 0 2 9 B a rce lo n a


E -m a il: in fo @ ed h asa.es
http://www .edhasa.es

ISB N : 9 7 8 -9 8 7 -6 2 8 -3 5 9 -5

Q u eda h e c h o el d ep ósito que esta b lece la le y 1 1 .7 2 3

Im p reso por E n cu a d ern a ció n A raoz S.R .L .

Im preso en A rgentina
Jorge G elm an d edica este libro a M aría Teresa, por
tantas cosas.

Raúl Fradkin, a m i viejo


índice

Introducción. ¿Para qué otra vez R o sas?................... .................. ............ 11

Capítulo 1. Fam ilia y ambiente so cial...................................... .................. 29


C a p ítu lo 2. “ ¡O d io e te r n o a lo s t u m u l t o s !”
Rosas en la crisis de 1 8 2 0 ....... ........................................................................ 69
Capítulo 3. Rosas y la “feliz experiencia”
de Buenos Aires (1821-1825)........................................... ...................... .......117
C a p ítu lo 4. R o s a s , fe d e r a l (1826-1829).................................................. 161
Capítulo 5. El Restaurador de las Leyes,
El p r im e r g o b ie r n o d e R o s a s , 18 2 9 -1 8 3 2.................................................... 203
Capítulo 6. El interregno 1832-1835.
La expedición contra los indios, la Revolución
de los Restauradores y un regreso con gloria....................................... . 235
Capítulo 7. Entre la suma del poder y la gran crisis
de fines de los años treinta............................................................................... 261
Capítulo 8. De genio tutelar de Buenos Aires a jefe supremo
de la Confederación, 1840-1852 ................................................................... 295
Capítulo 9. Un hombre solo, el fa rm er.........................................................365
Capítulo 10. El sistema de Rosas y su dinámica histórica................. 383

Bibliografía........................................................................... .................................451
Agradecimientos................................................................................................... 477
Introducción
¿Para qué otra vez Rosas?

No sé si Rosas
f u e sólo un ávido p u ñ a l co m o ¡os abuelos d ecía n ;
creo q u e fu e com o tú y yo
un h e c h o entre los h ech o s
q u e vivió en la zozobra cotidiana
y q u e dirigió p ara exaltaciones y p en a s
la in certid u m b re d e otros.
“R osas”, J o r g e L u is B o r g e s ,
F erv o r d e B uenos A ires, 1923

¿ Q u é m á s p u e d e d e c irs e so b re R o s a s ? L a p re g u n ta p u e d e r e s u lta rle


in e v ita b le al le c to r m á s o m e n o s in fo r m a d o d e lo s a v a ta res d e la
h is to rio g ra fía a rg e n tin a q u e se to p e c o n e ste lib ro . T a n to se h a e s c r ito y
d is c u tid o a l r e s p e c to q u e n o re s u lta s e n c illo o fr e c e r le u n a n u e v a v e rs ió n .
A s í, si se r e p a s a n lo s lib r o s m á s im p o r ta n te s d e d ic a d o s a R o s a s y a la
é p o c a e n q u e se c o n v ir tió e n u n a fig u ra c e n tr a l d e la p o lític a rio p la te n s e ,
n o s ó lo se re g is tr a rá n la s a p a s io n a d a s c o n tro v e rs ia s q u e se s u s c ita r o n ;
ta m b ié n e se le c to r p o d rá a d v e rtir q u e e llo s n o s d ic e n h o y e n d ía m u c h o
m á s a c e r c a d e l c lim a d e id e a s y la s c o n tro v e rs ia s p o lític a s y c u ltu ra le s
im p e r a n te s c u a n d o fu e ro n e s c r ito s q u e d e la h is to r ia d el p ro p io R o s a s e,
in c lu s o , d e s u é p o c a . L a s im á g e n e s d e R o s a s q u e te n d rá d is p o n ib le s s e rá n
ta n v a r ia d a s y ta n d is ím ile s q u e m á s d e u n a le re s u lta r á ir r e c o n o c ib le .
C ie r to es q u e a c o m ie n z o s d e l s ig lo X X I a lg u n a s d e la s c u e s tio n e s
r e fe r id a s a R o s a s q u e ta n to d iv id ie r o n y d e s g a rr a ro n a la s o c ie d a d a rg e n ­
tin a d u ra n te m u c h o tie m p o n o c o n c ita n la s m is m a s p a s io n e s . N o se
tra ta d e q u e e s té n s a ld a d a s y se h a y a p r o d u c id o e l v e r e d ic to de la h is t o ­
r ia , ta n in v o c a d o c o m o im p o s ib le . T a m p o c o q u e e x is ta u n c o n s e n s o g e ­
n e r a liz a d o . S im p le m e n te q u e la v ir u le n c ia d e e s a s c u e s tio n e s se h a
a m o rtig u a d o s e n s ib le m e n te , a u n q u e n u n c a p o d rá d e s c a rta rs e q u e v u e lv a
a recrudecer. “Disfruta del presente, que el porvenir es nuestro / Y en­
tonces ni tus huesos la América tendrá”: la m aldición lanzada por José
Mármol, ferviente antirrosista, en 1843 ha perdido, por cierto, la vigen­
cia que tuvo por tanto tiempo.1 En todo caso, fue en 1989 cuando sus
restos fueron repatriados y desde entonces su nombre integra la nomen­
clatura de calles y avenidas de muchas ciudades del país, se han erigido
estatuas en su honor, su imagen aparece en billetes de curso legal, una
estación de subterráneo lleva su nombre y hasta se ha sumado un feria­
do nacional dedicado a recordar la batalla de la Vuelta de Obligado de
1845, evocada como un momento clave de la épica antiimperialista o
anticolonial en nuestro país y postulando a Rosas como su inclaudica-
ble defensor.
Piénsese lo que se quiera de Rosas y de las obras de aquellos que
tanto énfasis pusieron en reivindicarlo como en denostarlo postrera­
mente* pero no podrán eludirse dos reconocimientos: Rosas fue la única
figura del siglo XIX argentino en torno de la cual se forjó y se desplegó
una heterogénea, multiforme y cambiante manera de ver, pensar e ima­
ginar el pasado, el llamado revisionismo histórico. Algunos de sus tópi­
cos más emblemáticos y característicos atravesaron los ámbitos histo-
riográficos en que se formaron para diseminarse e impregnar en buena
medida ese conjunto difuso de creencias y saberes que bien podría cali­
ficarse como el sentido común que la sociedad argentina actual tiene
sobre su pasado. De esta manera Rosas, tópico y símbolo, se convirtió en
parte decisiva de una batalla política y cultural que signó a la Argentina
del siglo XX así como el mismo Rosas había marcado la del XIX. Pero,
visto retrospectivamente el desarrollo de esa batalla por el sentido co­
mún de la sociedad, no puede dejar de reconocerse que ya había sido
ganada por esa corriente de pensamiento y reflexión antes que su éxito
fuera consagrado por instancias oficiales del Estado.
Nos resulta im posible tratar aquí el desarrollo de esta larga contro­
versia que sólo parcialm ente fue y es historiográfica, pues su conside­
ración ameritaría un libro tanto o más voluminoso como el que aquí se
ofrece. Pero, aun así, nos parece necesario hacer algunas puntualiza-
ciones.
Por lo pronto, no debería deducirse de lo apuntado que exista algún
tipo de consenso entre los historiadores ni que la investigación sobre
“Rosas y su época” se haya detenido: paradójicamente, estos años de
cierta amortiguación de la controversia pública sobre Rosas han sido
quizá los más fructíferos en la producción de nuevos y más precisos
conocimientos sobre su época. Rosas y su época: la expresión que ha­
bría de convertirse en un lugar común fue empleada por Adolfo Saldías
para subtitular su Historia de la Confederación Argentina publicada en­
tre 1881 y 1888, un texto disonante en el clima de ideas imperante en
esa coyuntura y que aún resulta de indispensable consulta, aun cuando
los trazos que ofrecía de la biografía terminaban por diluirse en una
documentada narrativa de su acción política y de gobierno. Pocos años
después, en 1898, Ernesto Quesada ofrecía un texto con pretensiones
más sociológicas que específicamente históricas o biográficas y que lle­
vaba por título La época de Rosas. Su verdadero carácter histórico.
Estas obras se desplegaron en un contexto en el cual primaban visio­
nes coherentemente negativas sobre Rosas y el rosismo. Éstas habían
sido moldeadas esencialm ente por los intelectuales de la Generación
del 37, quienes al calor del combate contra su gobierno habían forjado
una visión de él en la que la barbarie rural, la violencia, la arbitrariedad
y el desconocimiento de toda legalidad constituían los rasgos básicos
que atribuían al régimen de caudillos y, sobre todo, al más sanguinario
y consistente de todos, el de Juan Manuel de Rosas. La llegada al poder
de esta generación tras la batalla de Caseros y la vindicta pública del
destituido gobernador convirtieron esas interpretaciones en un canon
que parecía por el momento indiscutible. La difusión de obras maestras
como el Facundo de Sarmiento y de novelas como Amalia de Mármol,
o un cuento como El matadero de Echeverría, constituye quizás el mejor
ejemplo de una vasta obra que incluía desde notas periodísticas hasta
ensayos, libros de texto para las escuelas, obras de teatro, que fueron
fijando un sentido sobre el gobierno de Rosas y sobre el llamado régi­
men de caudillos en general. En ese marco obras como las de Saldías o
Quesada parecen ofrecer un contrapunto que no haría más que crecer en
las décadas siguientes.
Ahora bien, si se quiere comprender más acabadamente el clim a de
ideas imperante debe considerarse que, mientras desde las elites cultu­
rales y políticas se estaba construyendo una narrativa de la historia de
Rosas, el recuerdo de las tensiones sociales que incubaron al rosismo
y de los temores que traían consigo estaba todavía muy presente. En
tal sentido conviene recordar, por ejem plo, que la difusión pública
de El matadero se produjo recién a comienzos de los años 1870 y que
en ese relato Rosas no era el protagonista sino que ese rol lo tenían los
grupos plebeyos y su violencia. Era, se ha dicho con precisión, una na­
rración de la violencia de la confrontación de un modo paranoico y
alucinante.2 De este modo, servía para rememorar los antagonismos so­
ciales que habían hecho posible al rosismo y la violencia que podían
desplegar las clases bajas convirtiéndose en “un banco de prueba de la
representación del pueblo y sus peligros”.3 Del mismo modo, siguiendo
las líneas trazadas por Mármol en Amalia, memoriosos como Vicente
Quesada recordaban que durante el gobierno de Rosas a los criados “no
se podía ni reconvenirles ni mirarlos con severidad; la tiranía estaba en
los de abajo”,4 y otros como José A. Wilde no dejaban de recordar que
las negras se habían hecho tan altaneras e insolentes que “las señoras”
llegaron a temerles tanto o más que a la Mazorca.5
Pero no era sólo una cuestión del pasado sino también del presente
y del futuro. Para 1860, por ejemplo, desde las páginas de los Anales de
la Educación Común se reproducía una circular de Rosas que registraba
“la opinión de los pobres por la santa causa de la Federación” para abo­
gar acerca de la necesidad perentoria “de hacer sentir las ventajas de la
educación de nuestros paisanos de la campaña”, reconociendo que esa
opinión de los pobres a favor de la Federación era “una amonestación a
los que tienen propiedad”.6 Según José María Ramos Mejía, en ese mis­
mo momento “los candom bes” guardaban un discreto silencio pero
conservaban, sin embargo, la oculta devoción íntima por el “grande
hombre”; para entonces, decía, un “rumor sordo” solía levantarse y la
“negrada federal” que ya no podía hacer sus desfiles por las calles lo
hacía en un antiguo sitio, “gesticulando su admiración por el amo viejo,
ausente de cuerpo pero viviente dentro del espíritu fanatizado, que no
lo olvidó jam ás”.7
No era para la comunidad de afroporteños un problema menor pues
el estigma de la colaboración que había prestado a Rosas la signó en
los años posteriores a Caseros y, en particular, a las mujeres: así, to­
davía para 1878 desde las páginas de uno de sus periódicos, La Ju ­
ventud, se afirmaba que “a cada ultraje recibido, sus hijos, sus hijos
saben exclamar eso ya pasó”.8 Ello explica que las nuevas generacio­
nes afroporteñas buscaran distanciarse al mismo tiempo de Rosas y de
su pasado negro y africano, abandonando el candombe y también las
asociaciones.9 De ese modo, cuando la elite porteña volvió legítima la
festividad del Carnaval a partir de 1854 para convertirla en multiét-
nica y m ulticlasista, aparecieron algunas comparsas que ya no eran
los antiguos candombes sino asociaciones m usicales y cuyas deno­
m inaciones demostraban claramente la pretensión de ser aceptadas e
integradas al nuevo orden: “Hijos del Orden”, “Progreso del Plata” o
“Negros Liberales”.10
Otros testimonios apuntan evidencias de que la memoria de Rosas
no había desaparecido a pesar de su ostracismo político. Por ejemplo,
hacia 1875 el ingeniero francés Alfredo Ebelot registraba una sugestiva
anécdota entre los indios fronterizos: “ ¡Ah, si don Juan Manuel pudiera
volver!; hemos oído la expresión en los toldos. Jamás hubo un deseo
más sincero”; para Ebelot la conclusión era taxativa: los indios seguían
refiriéndose a Rosas con “respetuosa sim patía” y había para ello moti­
vos valederos: era, concluía, “el tipo cumplido del justiciero”.11 Y en un
registro muy diferente, a comienzos de los años ochenta era Eduardo
Gutiérrez el que afirmaba que

esta adoración a pesar del tiempo y de los acontecimientos se


conserva hoy mismo en los gauchos de esa época que aún viven.
Cuando agarran una tranca de no te muevas, como ellos dicen, el
primer grito que se les ocurre para expresar su alegría, es el de
¡viva Rosas! No hay hombre del pueblo de aquellos tiempos, que
no emplee la mejor parte de su borrachera en hacer la apología de
aquel hombre. Es que Rosas había sobrepuesto a sus paisanos so­
bre los hombres decentes a quienes trataba con las frases más des­
preciativas y hum illantes.12

Estos indicios sugieren que la figura de Rosas no había desaparecido de


la escena pública aunque él ya no fuera un actor en ella. Todavía falta
una investigación que devele de qué maneras la memoria de Rosas y del
rosismo perduró en las clases populares en las décadas post Caseros,
pero lo dicho alcanza para apuntar que los debates historiográficos que
iban surgiendo lo hacían en un ambiente social y cultural que debe de
haber estado predispuesto a prestarles atención, debates que no dejaron
de ocupar recurrentemente el centro de la escena desde que Saldías
diera a conocer sus estudios.
No resulta casual, entonces, que para 1907 fuera el mismo Ramos
Mejía quien incursionara en un análisis sociológico y psicológico de
Rosas y del rosismo signado por la preocupación que ya había demos­
trado años antes por prestarle preferente atención al papel que jugaron
las “multitudes argentinas” en la historia nacional. Su modo de plan­
tear el tema era distinto de algunos pocos precedentes, como aquel que
en 1868 había esbozado Manuel Bilbao y que había titulado tan sólo
Historia de Rosas. Era también distinto de la mirada que sobre el tema
habían ofrecido otros autores que incursionaban a su propio modo en
tan controvertida cuestión, como las narraciones que ofreció Lucio V.
Mansilla, sobrino de Rosas, entre 1898 y 1904, combinando testimonios
de primera mano, recuerdos personales y familiares y sagaces observa­
ciones interpretativas que le permitieron presentar en 1898 su Rosas,
ensayo histórico-psicológico.
Si este repaso tiene alguna utilidad, ésta reside en mostrar que en
pocos años la historia o la biografía de Rosas devino tanto en intentos
de escudriñar zonas oscuras e insondables del personaje como en un
modo de pensarlo, por el cual resultaba tan inseparable de la sociedad
en la que había imperado que terminaba por confundirse con ella. De
esta manera, el siglo XX recibió un legado que habría de demostrarse
perdurable y que se expresaba en esa fórmula de enunciación que se
tornaría un lugar común: “Rosas y su tiempo” o “Rosas y su época”. Y
ello es importante pues desde entonces fueron mucho más persisten­
tes los intentos de conocer y entender a Rosas que aquellos que se
desplegaron para conocer y entender la sociedad de su época y sus
transformaciones.
Por supuesto, para que se produjera este resultado tenían franca in­
cidencia las condiciones imperantes para la producción de conocimien­
to histórico hasta comienzos del siglo XX. Una de esas condiciones pro­
venía de la fragmentación y dispersión del conjunto documental
necesario, aun para esbozar aunque más no fuera una trayectoria míni­
mamente fundamentada de su vida y acción política. De allí el peso
notable que tuvieron en estas primeras aproximaciones los archivos pri­
vados de los historiadores. Así, Bilbao había intentado infructuosamen­
te acceder al archivo personal de Rosas, lo que en cambio sí consiguió
Saldías a través de su hija Manuela, y también del conjunto de docu­
mentos que le suministrara la familia de Hilario Lagos o Ramos Mejía,
que pudo emplear los que le proporcionaron los descendientes de José
María Roxas y Patrón.13
Sin embargo, para entonces la biografía de Rosas les parecía comple­
tamente clara a la mayor parte de estos ensayistas. Y ello remite a la
segunda condición determinante del modo en que era pensado Rosas.
Estos textos a los que hemos hecho referencia no fueron los primeros en
aproximarse a su biografía sino que, por el contrario, recogían tradicio­
nes preexistentes que se habían conformado en la misma coyuntura his­
tórica en que se produjo su acceso al gobierno de la provincia de Buenos
Aires, entre 1829 y 1830, y que se habían desarrollado profusamente
durante el imperio de “su época”.
Así, no se había cumplido un año de su elección como gobernador y
ya desde las mismas filas oficialistas se daban a conocer relatos de índole
biográfica: uno se debía a la pluma del intelectual napolitano Pedro de
Angelis y tuvo por título Ensayo histórico sobre la vida del Exmo. Dr.
D. Juan M anuel de Rosas; el otro fue la “poesía biográfica” que Luis Pérez
dio a conocer en entregas sucesivas desde las páginas de El Gaucho.™
Eran muy diferentes, tanto en su factura como en los públicos a los que
estaban dirigidos, pero no lo eran tanto en su contenido, y en ellos ya
pueden registrarse algunos de los tópicos discursivos que serán caracte­
rísticos del rosismo gobernante en las dos décadas siguientes. A tal punto
fue así que el esbozo de De Angelis fue reeditado en 1842, año en el cual
fue la misma Sala de Representantes la que dio a conocer una compila­
ción documental precedida por un breve relato de la vida de Rosas.
Ahora bien, estos textos fueron la respuesta a las imágenes de Rosas
que había producido y estaba produciendo la prensa unitaria desde
1828, especialm ente desde las páginas de los periódicos El Tiempo y
El Pampero. Importa subrayarlo porque estas producciones ya conte­
nían varios de los tópicos más repetidos por la historiografía posterior,
como la imputación de que Rosas había forjado un poder y una autori­
dad ilegítimos en sus estancias apelando al sometimiento de sus peones
y abrigando a m alhechores, delincuentes e indios hasta convertirlos en
el séquito que lo llevaría al poder. Y lo mismo sucedió con aquellos que
siguieron al pie de la letra la réplica de la prensa rosista: Rosas era la
única autoridad legítima en la campaña tras el derrocamiento y fusila­
miento de Dorrego, y con el apoyo que ella concitaba iba a dedicarse a
restaurar el orden social y político.
E s te re g istro n o s ó lo a d v ie rte lo a ñ e jo d e a lg u n a s in te r p r e ta c io n e s to ­
d a v ía v ig e n te s s in o q u e ta m b ié n p e rm ite su b ra y a r q u e la s im á g e n e s y lo s
r e la to s so b re R o s a s y s u tra y e c to ria p o b la ro n u n a p lu ra lid a d d e te x to s q u e
c ir c u la b a n e n e s a s o c ie d a d y q u e a lc a n z a b a n a lo s p ú b lic o s m á s d iv e rso s .
C o n v ie n e e n fa tiz a rlo : o fic ia lis m o r o s is ta y o p o s ic ió n n o re c u r r ie r o n só lo
a te x to s c o n p r e te n s io n e s e ru d ita s s in o q u e ta m b ié n d ifu n d ie ro n im á g e ­
n e s c o n tra p u e s ta s d e R o s a s ta n to e n tre la s e lite s le tra d a s c o m o e n tre el
p ú b lic o p o p u la r. V is ta la c u e s tió n re tr o s p e c tiv a m e n te , a lg o n o p u e d e ser
o b v ia d o : fu e d u ra n te la d é c a d a d e 1 8 4 0 q u e se p ro d u je ro n u n a s e r ie a b i­
g a rrad a d e te x to s de m u y d is tin ta s c a r a c te r ís tic a s fo rm a le s p e ro q u e c o n ­
trib u y e ro n a c o n s tr u ir to d o u n re la to d e la fig u ra de R o s a s y d e su tr a y e c ­
to ria , y fu e r o n e llo s lo s q u e s u m in is tr a r o n la s b a s e s p a ra e l d e s a rro llo
h is to rio g rá fic o p o ste rio r, a l m e n o s h a s ta la d é c a d a de 1 9 8 0 .
A u n q u e e n e l c a m b io d e s ig lo e sta s a p r o x im a c io n e s b io g rá fic a s , h is tó ­
ric a s e in te rp re ta tiv a s v a r ia ro n y a d q u ir ie r o n m o m e n tá n e a m e n te u n sesg o
h a c ia e l a n á lis is s o c io ló g ic o y p s ic o ló g ic o , tu v ie ro n u n a c o n s e c u e n c ia
p rim o rd ia l: in s c r ib ir la c u e s tió n R o s a s d e n tro d e l c o n ju n to m á s a m p lio y
c o n tro v e rtid o d e l c a u d illis m o . P e ro e x p lic a r el c a u d illis m o a tra v é s d e la
fig u ra d e R o s a s e ra u n a ta re a p la g a d a d e d ific u lta d e s , y b ie n lo h a b ía a d ­
v e rtid o S a r m ie n to c u a n d o e lig ió , e n c a m b io , to m a r e l e je m p lo d e Q u iro g a
p a ra d e s e n tra ñ a r lo s s e c r e to s d e l in q u ie ta n te fe n ó m e n o s o c ia l, p o lític o y
c u ltu ra l q u e se d e s p le g a b a a n te su s o jo s. D a d o q u e la s c o n d ic io n e s h is tó ­
ric a s d e B u e n o s A ire s e ra n s u s ta n c ia lm e n te d ife re n te s d el c o n te x to e n
q u e h a b ía n e m e rg id o o tro s fa m o s o s c a u d illo s , la c u e s tió n q u e p a s ó a e sta r
e n p rim e r p la n o fu e a q u e lla q u e se le s a trib u ía c o m o ra sg o c o m ú n : d e s e n ­
tra ñ a r la s ra z o n e s d e s u s a m p lio s a p o y o s e n tre la s c la s e s p o p u la re s . D e
e sta fo rm a , a n te s d e a lu m b ra r su e n s a y o s o b re R o s a s , R a m o s M e jía p r o p u ­
so e n 1 8 9 9 u n n u e v o m o d o d e e n te n d e r “la T ir a n ía ” : e stu d ia r la s m u c h e ­
d u m b re s d e d o n d e e lla h a b ía s a lid o . S in e m b a rg o , e ste lla m a d o a re p o n e r
la “fu n c ió n d e la p le b e ” e n la h is to r ia a rg e n tin a d e s p la z a n d o el in te r é s
q u e se h a b ía p u e s to “e n la a c c ió n p e rs o n a l d e lo s g ra n d e s h o m b r e s ” c o n s ­
titu y ó u n m o m e n to s o c io ló g ic o d e l a n á lis is h is tó r ic o q u e q u e d ó tru n c o y
n o p ro s p e ró . M á s in flu y e n te , e n c a m b io , fu e o tro tip o d e a p r o x im a c ió n ,
c o m o la e n s a y a d a p o r Jo s é In g e n ie ro s, q u e h a c ie n d o su y a s id e a s y a fo r­
m u la d a s p o r S a r m ie n to y E c h e v e r r ía le s d a b a n u e v a fo rm a p a ra b u s c a r la
c la v e e x p lic a tiv a e n el p r e d o m in io la tifu n d is ta y d e la h e r e n c ia c o lo n ia l
y fe u d a l q u e s u p u e s ta m e n te p o rta b a .15
A p a r tir d e e n to n c e s , lo s e n s a y o s s o b re m u y d iv e r s o s a s p e c to s de la
tr a y e c to r ia y e l g o b ie r n o d e R o s a s se m u ltip lic a r o n , p e ro la s b io g r a fía s y
lo s e s tu d io s m á s c o m p le to s y d o c u m e n ta d o s a p a r e c ie r o n b a s ta n te d e s ­
p u é s . Y , s in d u d a , fu e d e l a m a n o d e e s e h e te r o g é n e o r e v is io n is m o h i s ­
t ó r ic o , q u e o p ta b a p o r to m a r lo c o m o p u n to c a r d in a l d e s u r e v is ió n de la
h is to r ia n a c io n a l, q u e s u m o m e n to fu e r o n la s d é c a d a s p o s te r io r e s a
1930.
Ju s ta m e n te tre s d e la s m á s in flu y e n te s b io g r a fía s d e R o s a s s e p ro d u ­
je r o n p o r e n to n c e s : e n 1930, C a rlo s Ib a r g u re n d a b a a c o n o c e r u n a u té n ­
t ic o c lá s ic o , J u a n M a n u e l d e R o s a s , s u v id a , s u d r a m a y s u t i e m p o . Y a
c o m ie n z o s d e lo s a ñ o s c u a r e n t a a p a r e c ía n V id a d e D o n J u a n M a n u e l d e
R o s a s , d e M a n u e l G á lv e z , y V id a p o l í t i c a d e J u a n M a n u e l d e R o s a s a
t r a v é s d e s u c o r r e s p o n d e n c i a , d e Ju lio Ira z u s ta , o D e f e n s a y p é r d i d a d e
n u e s t r a i n d e p e n d e n c i a e c o n ó m i c a , d e Jo s é M a r ía R o s a e n 1943, q u e
o fr e c ía u n a c la v e m u y d ife r e n te p a ra le e r e l r o s is m o d e s tin a d a a a d q u i­
r ir e n o r m e p r e d ic a m e n t o e n lo s a ñ o s v e n id e r o s .
D e s d e e l a g r u p a m ie n to c o n o c id o c o m o N u e v a E s c u e la H is tó r ic a , y
q u e r e u n ía s o b r e to d o a u n g ru p o d e h is to r ia d o r e s p r o v e n ie n te s e n su
m a y o r p a rte d e l d e r e c h o y q u e p a s a r ía n a c o n tr o la r la A c a d e m ia N a c io ­
n a l d e la H is to r ia y la s p r in c ip a le s c á te d r a s e in s titu to s d e la m a te r ia e n
la s u n iv e r s id a d e s , la s r e s p u e s ta s n o se h ic ie r o n e s p e r a r d e m a s ia d o . E n
1945 Jo s é L u is B u s a n ic h e p u b lic a b a su R o s a s v is t o p o r s u s c o n t e m p o r á ­
n e o s y E m ilio R a v ig n a n i, fu n d a d o r y d ir e c to r d el In s titu to d e In v e s tig a ­
c io n e s H is tó r ic a s d e la U n iv e r s id a d d e B u e n o s A ir e s , d a b a a c o n o c e r
I n f e r e n c i a s s o b r e J u a n M a n u e l d e R o s a s y o t r o s e n s a y o s . E n 1950 e ra
R ic a r d o L e v e n e , p o r e n to n c e s p r e s id e n te d e la A c a d e m ia N a c io n a l d e la
H is to ria , q u ie n p u b lic a b a E l p r o c e s o h i s t ó r i c o d e L a v a l l e a R o s a s . H i s t o ­
r i a d e u n a ñ o : d e d i c i e m b r e d e 1 8 2 8 a d i c i e m b r e d e 1 8 2 9 , y e n 1954
L a a n a r q u ía d e 1 8 2 0 y l a in ic ia c ió n d e la v id a p ú b l ic a d e R o s a s . E n
1951, m ie n tr a s E r n e s to C e le s ia p u b lic a b a R o s a s . A p o r t e s p a r a s u h i s t o ­
r ia , E n r iq u e B a r b a p r e s e n ta b a s u C ó m o l l e g a R o s a s a l p o d e r , q u e e n
1958 c o m p le ta r ía c o n u n a c o m p ila c ió n s ig n ific a tiv a : C o r r e s p o n d e n c i a
e n t r e R o s a s , Q u iro g a y L ó p e z .
Q u e e l d e b a te s o b re R o s a s a d q u ir ie r a n o ta b le c e n tr a lid a d e n e sa s d é ­
c a d a s se e x p l i c a p o r d e m a s ia d a s r a z o n e s q u e n o p o d e m o s tra ta r a q u í.
P e ro , c o m o h a s u g e r id o T u lio H a lp e r ín D o n g h i, e llo e stu v o r e la c io n a d o
c o n lo s in te n to s d e b u s c a r e n e l p a s a d o la s c la v e s p a ra e n te n d e r la c r is is
que sacudía a la sociedad argentina así como orientaciones para supe­
rarla en el futuro.16
A su vez, la voluminosa producción sobre Rosas y el rosismo —y cada
vez con más asiduidad también sobre otros caudillos—alcanzaría su ple­
nitud entre mediados de las décadas de los cincuenta y de los setenta,
incluyendo textos tan diferentes como Unitarismo, federalismo, rosis­
mo de Enrique Barba en 1972, Rosas, nuestro contemporáneo. Sus años
de gobierno de José María Rosa en 1970, o La llegada de Rosas al poder
de Andrés Carretero en 1972.17 La saga es imposible siquiera de reseñar
en esta apretada presentación. Sin embargo, una lectura de conjunto de
esa vastísima literatura no puede eludir una constatación: la enorme
distancia que se producía entre la vocación por el detalle para abordar
las más diferentes facetas y momentos de la acción política de Rosas
frente a lo rudimentario del conocimiento producido sobre la sociedad
que produjo al rosismo. Tamaña distancia no pudo ser llenada siquiera
por las variopintas contribuciones que se generaban desde la izquierda
del arco político y cultural a pesar de algunas sugestivas intuiciones
que podían hallarse en Rosas, el pequeño de Rodolfo Puiggrós de 1953,
en El otro Rosas de Luis Franco de 1956, en El paraíso terrateniente.
Federales y unitarios forjan la Civilización del Cuero de M ilcíades Peña
de 1957, en Las masas y las lanzas de Jorge A. Ramos también de ese
año o en Rosas. Bases del Nacionalismo Popular de Eduardo Astesano
en 1960.
¿Dónde estaba la mayor de las novedades? No habría que-buscarla
tanto en la misma producción historiográfica sino más bien en su
recepción y sus usos. Y, en especial, en un fenómeno político-cultural
de enorme incidencia: la fusión que se estaba produciendo entre
revisionismo y peronismo; esa fusión, nunca completa y siempre
inestable, fue un fenómeno posterior a la caída del gobierno de Perón en
1955 pero resulta decisiva a la hora de entender el éxito social del
revisionismo.18
Había, más allá de valoraciones y asignaciones de sentido notable­
mente contrapuestas, una serie de nociones y presupuestos que eran
compartidos y provenían de tradiciones mucho más antiguas. Aun así,
puede considerarse que los años setenta expresaron la culm inación de
todo un ciclo de producción historiográfica. Bien lo demuestra una bio­
grafía gestada en esos años y que puede ser considerada la última gran
biografía de Rosas, la que ofreció John Lynch al despuntar los años
ochenta.19 La obra de Lynch era tradicional y novedosa a la vez: tradicio­
nal, porque retomaba y hacía suyos buena parte de los postulados forja­
dos por la tradición interpretativa post Caseros y en este sentido puede
ser leída como la cima de esa tradición; novedosa, porque intentaba
introducir en su análisis algunos de los temas para entonces en boga en
la historiografía y las ciencias sociales latinoamericanistas. Así, de ma­
nera especial, Lynch venía a postular una asociación íntima e indisolu­
ble entre caudillismo y clientelismo. Aunque intentaba eludir los peli­
gros de lo que consideraba una interpretación demasiado estructural
del caudillismo que impidiera apreciar las diferentes fases del fenóme­
no, esa asociación se sustentaba en un presupuesto: la “anarquía” y el
presunto “vacío institucional” eran la clave que permitiría explicar su
emergencia y preeminencia. Y, desde ella, se derivaban otras asociacio­
nes de modo que el caudillismo de Rosas —como el de todos los demás
caudillos—no podía ser entendido sino como resultado de la oposición
entre fuerzas “nacionales” y locales y entre formaciones armadas regu­
lares e irregulares y, por tanto, se postulaba una relación simbiótica en­
tre caudillismo, clientelismo y bandolerismo a la hora de buscar una
posible explicación de sus apoyos populares. Había mucho de Sarmien­
to en esa interpretación, pero en un aspecto se apartaba de ese legado
interpretativo: si la clave para entender a Rosas y los caudillos había
que buscarla en el tipo de relaciones forjadas en la estancia —tal como
había hecho Sarmiento-, el caudillismo no era sino una reproducción
ampliada del mismo tipo de poder omnímodo, personal, que venía a
cubrir un vacío institucional; pero, aun así, ningún proyecto de cons­
trucción estatal podía prescindir de los caudillos pues ellos habrían
jugado una función de garantes del orden social en tanto sus gendarmes
necesarios.20
Otras contribuciones de esa época también indican que se podía
abrir un nuevo ciclo de investigaciones al respecto. Aunque sin afrontar
el desafío de escribir una biografía de Rosas, Tulio Halperín Donghi
contribuyó a situar de un nuevo modo su figura en el devenir histórico
de la sociedad rioplatense posrevolucionaria. Entre las múltiples nove­
dades que contenía su propuesta, tres no pueden ser soslayadas: por un
lado, Halperín volvía a dar relevancia a un fenómeno social que Rosas y
sus contemporáneos habían tenido muy en cuenta pero que el desarrollo
historiográfico posterior había terminado por menoscabar o simplificar
al extremo: el acceso de Rosas al poder había sido posible por lo que
H alperín denominaba en 1972 “el alzam iento cam pesino de 1829,
que cambia el destino de la provincia y el país; no el primero ni el últi­
mo, pero sí el más intenso entre los que en la Argentina protagonizaron
poblaciones rurales hartas de guerra”. Por otro lado, porque permitía
asignar un significado histórico al rosismo que venía a superar una dis­
cusión tan intensa como estéril: para Halperín el rosismo había sido una
solución política lentamente preparada por la crisis desatada por la re­
volución, la guerra y la ruptura del orden económico virreinal hasta
transformarse “en la hija legítima de la revolución de 1810”. Por último,
porque contenía una nueva manera de explicar la formación de la clase
terrateniente porteña a la que en los años siguientes introduciría nuevas
variaciones y que implicaba una nueva y más compleja mirada sobre
sus relaciones con Rosas.21
Sin embargo, el impacto de la contribución halperiniana tardó en
manifestarse en nuestra historiografía. Y si hubiera que identificar su
principal efecto, éste debe buscarse en las puertas que abrió para inda­
gar con una renovada profundidad y precisión la economía y la socie­
dad de la que emergió Rosas y a la que gobernó, y sólo más tarde en la
esfera específicamente política y cultural. Tantas han sido las noveda­
des al respecto desde los años ochenta que puede decirse que ellas ter­
minaron por revisar muchos de los postulados y de las explicaciones
del propio Halperín, en particular en lo que hace a la sociedad y la
economía rurales.
En realidad, se trata de una cuestión de más vastos alcances y que
hace referencia a las formas que adoptaron los desarrollos historiográfi-
cos no sólo en la Argentina sino en casi toda Latinoamérica. De manera
extremadamente simplificada y esquemática puede decirse que hasta
los años sesenta los temas centrales de la historia social no eran des­
conocidos para la historiografía, pero tendía a considerárselos relativa­
mente secundarios y, por tanto, no eran estudiados sistemáticamente.
Algo parecido sucedía con la historia económica a pesar de importantes
precedentes. El cambio de perspectivas comenzó a hacerse evidente en
los años setenta y adquirió notable intensidad en nuestro país desde
los ochenta, y en parte se debió a un efecto por cierto no deseado de la
dictadura militar: mientras ésta clausuraba casi por completo las posi­
bilidades de innovación historiográfica en la Argentina, la diáspora del
exilio contribuyó decididamente a internacionalizar la historiografía ar­
gentina y a hacerla mucho más permeable a las innovaciones de métodos
y temas que se producían en otros ámbitos. El resultado de estos cam­
bios se advirtió primero para la historia colonial, pero a poco empezó a
cambiar radicalmente el panorama de la producción de conocimientos
sobre el siglo XIX.
A fuerza de ser sintéticos cabe señalar cuatro líneas de investigación
que han enriquecido sustancialmente el conocimiento histórico sobre la
llamada “época de Rosas”, y que han contribuido a hacer novedosa la for­
ma en que hemos podido encarar esta nueva biografía. Desde nuestro
punto de vista serían las siguientes. Primero, la renovación de la histo­
ria política que trajo consigo el decidido cuestionamiento del supuesto
vacío institucional y los replanteos sobre los modos de explicar el cau­
dillismo. Si en este terreno los trabajos de José Carlos Chiaramonte han
jugado un papel decisivo, son numerosos los aportes que han contribui­
do a renovar sustancialmente los análisis sobre la transición del orden
colonial al republicano en la región y en Iberoamérica en general.22 Ser
gundo, la renovación de la historia económica y social y las nuevas
imágenes que permitió construir de la economía y la sociedad agraria
-y, por ende, de la estancia—, que vinieron a erosionar por completo
aquellas que habían servido de sustento a las explicaciones del rosismo.
Si la mayoría de ellas derivaban del poder del caudillo, y en especial de
Rosas, del peso excluyente de la gran estancia en esa sociedad, la pérdi­
da de centralidad del estanciero en el paisaje social y económico bonae­
rense obligaba a repensar un conjunto de supuestos sobre su gobier­
no.23 Tercero, una renovación sustantiva de los estudios sobre las
sociedades indígenas pampeanas que obligaron a revisar completamen­
te el modo de explicar sus relaciones con Rosas. Y, por último y más
recientemente, la renovación de las perspectivas sobre la historia de las
clases populares y su protagonismo político.24 Es en este contexto histo-
riográfico que se sitúa este libro y define su principal interrogante: si la
imagen de la sociedad en la que emergió y primó la figura de Rosas es
hoy radicalmente diferente —cuando no en muchos aspectos abierta­
mente opuesta—a la que se tenía en mente cuando se construyeron la
mayor parte de los relatos sobre Rosas, ¿cómo debe cambiar la explica­
ción de su emergencia, su trayectoria y su significado?
En este sentido, lo que nos proponemos no es estrictamente una
biografía y menos aún una biografía convencional. Por cierto, la bio­
grafía ocupa un lugar peculiar en el campo historiográfico pues, si
bien es claro que se trata de una de las formas más antiguas del cono­
cimiento histórico,25 también lo es que en los últimos años ha recupe­
rado una notable vitalidad en la historiografía internacional, siendo
uno de los “retornos” que la caracterizan.26 Como se ha señalado, esta
suerte de redescubrimiento de la biografía no es ajena a algunas uto­
pías y está plagada de incertidumbres.27 Sin embargo, se ha reconoci­
do que a pesar de sus dificultades el enfoque biográfico ofrece algunas
posibilidades sugestivas en la medida en que posibilita internarse en
las opciones y estrategias de los sujetos, sus modos de movilizar los
recursos disponibles o acrecentarlos y las maneras de moverse entre
los quiebres y contradicciones de los sistemas normativos vigentes.28
Las opciones que afrontaron los sujetos biografiados no eran inelucta­
bles pero tampoco infinitas y, por tanto, sólo puede haber dos o más
biografías idénticas en un plano de muy alta abstracción, aun cuando
se trate de sujetos que portaran una herencia análoga y se movieran en
un contexto compartido. Su mundo relacional habría sido diferente, y
sobre todo porque lo habría sido su inserción en ese mundo relacional.
Se trata, por tanto, de prestarles atención simultáneamente tanto a la
especificidad con que cada individualidad se relacionaba con su en­
torno social como a los modos en que ese mundo social plasmaba esa
individualidad con base en toda una gama de relaciones.29 Pero no es
el único desafío que se afronta, y la cuestión es tan intrincada que no
osaremos siquiera intentar resolverla, pues ya ilustres y brillantes
pensadores se han ocupado de ella. Al leerlos le queda claro al inves­
tigador los peligros que lo acechan de quedar aprisionado en lo que
Pierre Bourdieu llamó la “ilusión biográfica”. Advertía muy claramen­
te el sociólogo francés que tratar la vida como una narración coherente
de una secuencia significante y orientada de acontecimientos sería so­
meterse a una ilusión retórica forjada por toda una tradición literaria.
Por eso sostenía que “tratar de comprender una vida como una serie
única y suficiente en sí de acontecimientos sucesivos sin más vínculo
que la asociación a un ‘sujeto’ cuya constancia no es sin duda más que
la de un nombre propio es más o menos igual de absurdo que tratar de
dar razón de un trayecto en el metro sin tener en cuenta la estructura
de la red, es decir, la matriz de las relaciones objetivas entre las dife­
rentes estaciones”.30
¿Hay algo más que pueda decirse sobre Rosas a comienzos del siglo
XXI después de tanto que se ha escrito y discutido? Obviamente, los
autores de este libro pensamos que sí, en la medida en que seamos ca­
paces de inscribir al sujeto en su mundo relacional y en sus mutaciones,
y reconstruir lo mejor que sea posible esa matriz de relaciones objetivas
en la que estuvo inmerso. Rosas pudo tener aspiraciones, deseos, expec­
tativas sobre su futuro, pero su vida histórica en sociedad no puede ser
entendida como el producto de un plan prefijado o de un devenir inevi­
table que sólo se haría inteligible visto retrospectivamente.
Sin embargo, las advertencias no resuelven los problemas pues,
como en su momento señalara ese gran historiador que fuera Marc
Bloch, un hombre es menos hijo de su padre que de su época. Pero; ¿al­
canza con conocer más y mejor una época para conocer a un hombre?
Bloch no se engañaba, y subrayaba que “los exploradores del pasado no
son hombres del todo libres” y, por eso, una parte de la historia tiene
inevitablemente “el aspecto, algo exangüe, de un mundo sin indivi­
duos”.31
Rosas no fue siempre el mismo, como no lo fue la sociedad en la que
vivió ni lo fue ese fenómeno social y político que denominamos rosis­
mo. No fue sólo lo que quiso ser sino también lo que otros creyeron que
era y quisieron que fuera. En ese sentido, quizás acertaba mucho su
ilustre sobrino: para poder entender a Rosas y a su época “es siempre
interesante seguirle la pista á una creencia popular, ya sea que perjudi­
q u e o favorezca”.32 Quizá podamos entender mejor a Rosas si seguimos
las misteriosas pistas de esas creencias.

N o ta s

1José Mármol: Poesías, Buenos Aires, Imprenta Americana, 1854, pp. 107-108.
2 Ricardo Piglia: “Echeverría y el lugar de la ficción”, en La Argentina en pedazos,
Montevideo, Ediciones de la Urraca, 1993, pp. 8-19.
3 Cristina Iglesia: “Mártires o libres: un dilema estético. Las víctimas de la cul­
tura en ‘El Matadero’ de Echeverría y en sus reescrituras”, en Cristina Iglesia
(comp.J, Letras y divisas: ensayos sobre literatura y rosismo, Buenos Aires, Eude-
ba, 1998, pp. 25-35.
4 Citado en Gabriel Di Meglio: “La participación política popular en la provincia de
Buenos Aires, 1820-1890”, en Raúl O. Fradkin y Gabriel Di Meglio (comps.), Ha­
cer política. La participación política en el siglo XIX rioplatense, Buenos Aires,
Prometeo Libros, 2013, p. 286.
5 José Wilde: Buenos Aires desde setenta años atrás, Buenos Aires, Eudeba, 1 9 6 0 ,
Cap. XVIII.
6 Anales de la Educación Común, Vol. II, 1860, p. 465.
7José María Ramos Mejía: Rosas y su tiempo, Buenos Aires, Emecé, 2 0 0 1 , p. 2 5 .
8 Citado en Lea Geler: A n d a res negros, cam inos blancos. A froporteños, Estado
y Nación A rgentina a fin e s del siglo XIX, Rosario, Prohistoria/TEIAA , 2010,
p. 179.
9 George Reid Andrews: Los afroargentinos de Buenos Aires, Buenos Aires, Edicio­
nes de la Flor, 1989, p. 227.
10 Oscar Chamosa: “Lúbolos, Tenorios y Moreiras: reforma liberal y cultura popular
en el carnaval de Buenos Aires de la segunda mitad del siglo X IX ”, en Hilda Sa-
bato y Alberto Lettieri (comps.): La vida política en la Argentina. Armas, votos y
voces, Buenos Aires, FCE, 2003, pp. 115-135.
11 Alfredo Ebelot: Recuerdos y relatos de la guerra de fronteras, Buenos Aires, Plus
Ultra, 1968, p. 23.
12 Eduardo Gutiérrez: Historia de Juan M anuel de Rosas, Buenos Aires, J. C. Rovira
Editor, 1932, p. 182.
13 Análisis al respecto en Pablo Buchbinder: “Vínculos privados, instituciones pú­
blicas y reglas profesionales en los orígenes de la historiografía argentina”, en
Boletín Ravignani, N° 13, 1996, pp. 59-82; y Fabio Wasserman: Entre CIío y ¡a
Polis: conocimiento histórico y representaciones del pasado en el Río de La Plata
(1830-1860), Buenos Aires, Teseo, 2008.
14 Ricardo Rodríguez Molas: Luis Pérez y la biografía de Rosas escrita en verso en
1830, Buenos Aires, Clío, 1957.
15 José María Ramos Mejía: Las multitudes argentinas, Buenos Aires, Kraft, 1 9 5 2 ;
José Ingenieros: Sociología Argentina, Buenos Aires, Lajouane, 1 9 0 8 .
16 Tulio Halperín Donghi: “Un cuarto de siglo en la historiografía argentina (1960-
1985)”, en Desarrollo Económico, Vol. XXV, N° 100, 1986.
17 El lector interesado en estos temas hallará un útil compendio hasta los años se­
senta del siglo XX en Hebe Clementi: Rosas en la historia nacional, Buenos Aires,
La Pléyade, 1970.
“ Véanse Alejandro Cattaruzza: “El revisionismo: itinerario de cuatro décadas”, en
Alejandro Cattaruzza y Alejandro Eujanián: Políticas de la historia. Argentina
1860-1960, Madrid/Buenos Aires, Alianza Editorial, 2003, pp. 143-182; Diana
Quatrocci-Woison: Los males de la memoria. Historia y política en la Argentina,
Buenos Aires, Emecé, 1995; y Michael Goebel: La Argentina partida. Nacionalis­
mos y políticas de la historia, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2013.
19 John Lynch: Juan Manuel de Rosas, Buenos Aires, Emecé, 1984 (cuya primera
edición en inglés fue en 1981) y, Caudillos en Hispanoamérica, 1800-1850, Ma­
drid, Mapire, 1993.
20 John Lynch: “El gendarme necesario: el caudillo como agente del orden social 1810-
1850”, en Revista de la Universidad Nacional, Vol. II, Nos 8-9, 1986, pp. 18-30.
21 Tulio Halperín Donghi: De la revolución de independencia a la confederación
rosista, Buenos Aires, Paidós, 1972, pp. 262-263; Revolución y guerra. Formación
de una élite dirigente en la A rgentina criolla, Buenos Aires, Siglo XXI, 1972,
p. 419. Para este último aspecto véase nuestra compilación de textos de Halperín
y un análisis al respecto en Raúl Fradkin: La formación de la clase terrateniente
bonaerense en el siglo XIX, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2007.
22 Citamos aquí apenas uno de los libros importantes de José Carlos Chiaramonte:
Ciudades, provincias, Estados: Orígenes de la Nación Argentina (1800-1846),
Buenos Aires, Ariel, 1997.
23 La bibliografía sobre esta cuestión es abrumadora desde mediados de los años 1980.
Remitimos a alguno de los balances bibliográficos: Raúl O. Fradkin y Jorge Gelman:
“Recorridos y desafíos de una historiografía. Escalas de observación y fuentes en la
historia rural rioplatense”, en Beatriz Bragoni (ed.): Microanálisis. Ensayos de his­
toriografía argentina, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2004, pp. 31-54.
24 No hacemos aquí referencia a los textos que expresan estos cambios historiográfi-
cos, pues de ellos se dará cuenta en el desarrollo del libro.
25 Arnaldo Momigliano: Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, México, Fon­
do de Cultura Económica, 1986.
26 Jacques Le Goff: “Los retornos en la historiografía francesa actual”, en Prohistoria,
Año I, N° 1, 1997, pp. 35-44; Isabel Burdiel (ed.): “Dossier. Los retos de la biogra­
fía”, en Ayer, N° 93, 2014, pp. 13-135.
27 Adriana Barreto de Souza y Fábio Henrique Lopes: “Entrevista com Sabina Loriga:
a biografía como problema”, en Historia da Historiografía, N° 9, 2012, pp. 26-37.
28 Giovanni Levi: “Les Usages de la biographie”, en Annales. Economies, Sociétés,
Civilisations, Vol. 44, N° 6, 1989, pp. 1325-1336.
29 “Antropología y microhistoria: conversación con Giovanni Levi”, en Manuscrits,
N° 11, 1993, pp. 15-28.
30 Pierre Bourdieu: Razones prácticas. Sobre la teoría de la acción, Barcelona, Ana­
grama, 1997, pp. 74-83.
31 Marc Bloch: Apología para la historia o el oficio del historiador, México, Fondo
de Cultura Económica, 2001, pp. 82-83.
32 Lucio V. Mansilla: Rozas. Ensayo histórico-psicológico, Buenos Aires, La Cultura
Argentina, 1925, p. 124.
Capítulo 1
Familia y ambiente social

“ S o y h ijo , s o y e s p o s o , s o y p a d r e .” A s í s e d e fin ía Ju a n M a n u e l d e R o s a s
e n u n a c a r ta a su p a d r e e n o c tu b r e d e 1 8 2 0 n o s in a p r o v e c h a r la o p o r tu ­
nidad p a ra c a lific a r s e c o m o “e l m e jo r d e s u s h i jo s ” .’ A p o c o d e finalizar
e l s ig lo X I X , L u c io V. M a n s illa p u b lic a b a u n a sa g a d e su s r e c u e r d o s y la
p r o p ia b io g r a fía d e J u a n M a n u e l d e R o s a s . N o e ra , p o r c ie r t o , u n a m á s
e n tr e ta n ta s a p r o x im a c io n e s q u e s e e s ta b a n p r o d u c ie n d o a e s a e n ig m á ­
t i c a fig u r a d e la h is t o r ia d e c im o n ó n ic a . E ra , e n c a m b io , u n te s tim o n io
s in g u la r ta n to p o r s u c o n d i c ió n d e o b s e r v a d o r sa g a z y p o r la d e s tr e z a d e
s u e s c r itu r a c o m o p o r q u e p o d ía o f r e c e r r e la to s d e p r im e r a m a n o . H ijo
d e u n d e s ta c a d o o fic ia l d e l r o s is m o —e l c o r o n e l L u c io N . M a n s illa — y d e
Agustina, la h e r m a n a m e n o r d e R o s a s , L u c io h a b ía c o m p a r tid o la i n t i ­
m id a d d e la c a s a d e s u tío . Y a s í c o m e n z a b a su fa m o s o e n s a y o :

N u e s tro p o s tu la d o e s q u e n o s e p u e d e e s c r ib ir , n i e n s a y a n d o , la
h is to r ia d e u n a é p o c a r e p r e s e n ta d a p o r u n h o m b r e e n e l q u e se
c o n c e n tr a n to d o s lo s p o d e r e s , lo s m á s fo r m id a b le s , c o m o d is p o ­
n e r d e la v id a , d e l h o n o r, d e la fo r tu n a , d e su s s e m e ja n te s , s in
b u s c a r e n s u s a n te p a s a d o s , s in o to d o e l m is te r io d e s u a lm a , a lg o
a s í c o m o la c la v e d e a lg u n o s d e s u s ra s g o s p r o m in e n te s , g e n ia le s ;
ra s g o s q u e lle g a n a ser, e n c ie r t o s m o m e n to s , c o m o u n c o n ta g io ,
b a jo la in flu e n c ia d e s u e x tr a ñ a , c o m p lic a d a y p o d e r o s a e c u a c ió n
p e r s o n a l.2

M a n s illa n o se e q u iv o c a b a , y a lg u n a s d e la s “ c l a v e s ” q u e p o d r ía n to rn a r
c o m p r e n s ib le c ó m o h a b ía lle g a d o R o s a s a s e r q u ie n fu e d e b ía n b u s c a r s e
e n s u fa m ilia . S i n e m b a rg o , n o e ra n s u f ic ie n t e s p u e s é l h a b ía id o fo r ja n ­
d o u n a p e c u lia r “ e c u a c ió n p e r s o n a l” .
Ju a n M a n u e l Jo s é D o m in g o O rtiz d e R o z a s y L ó p e z de O s o rn io , a s í fu e
b a u tiz a d o , n a c ió e n B u e n o s A ire s e l 3 0 d e m a rz o d e 1 7 9 3 . E ra el p rim e ro
de los doce hijos que tuvo el matrimonio que en 1790 contrajeron León
Ortiz de Rozas de la Cuadra y Agustina López de Osornio.
Para entonces, la sociedad porteña era al decir de Tulio Halperín
Donghi “una sociedad menos renovada que su econom ía”, una sociedad
signada tanto por el notable dinamismo económico y mercantil como
por los vanos intentos de sus grupos sociales dominantes por seguir
apegados a criterios de diferenciación social gestados por la cultura ba­
rroca que ya se demostraban tan inadecuados como vigentes en esa pe­
riferia colonial.3 Podría decirse entonces, como dijo Carlos Mayo, que
era una sociedad permanentemente renovada con los canales de ascen­
so social relativamente abiertos y dotada de un cierto aire burgués, algo
engañador pues estaba lejos de haber olvidado los valores patriarcales,
estamentales y corporativos.4
En ese contexto conviene situar la conocida genealogía de Rosas,
pues sigue ofreciendo aspectos interesantes para su reconsideración,
sobre todo si se la inscribe con mayor precisión en los conocimientos
que la historia social ha producido en las últimas décadas acerca de una
sociedad sobre la cual se han construido imágenes estereotipadas que
no se compadecen con su carácter dinámico y cambiante.
Su familia integraba ese difuso conglomerado social que conformaba
la elite porteña de fines del siglo XVIII. Era, por cierto, más difuso y más
cambiante que lo que prescribían tanto la ideología social imperante
como los deseos de sus integrantes. Se trataba de un ramillete de fami­
lias que configuraba un grupo social minoritario pero cuyos límites eran
porosos e imprecisos. No se trataba, por cierto, de una elite titulada al
estilo de la nobleza novohispana, y aunque muchos de sus miembros
buscaban resaltar o inventar orígenes hidalgos muy pocos podían osten­
tar títulos de nobleza. No era tampoco un estamento social cerrado so­
bre sí mismo sino que, por el contrario, sus fronteras eran porosas pues
se trataba de un grupo social cuyas prácticas de ascenso, preservación y
reproducción social lo hacían necesariamente abierto a la incorpora­
ción de nuevos miembros. Cada familia, entonces, funcionaba como el
núcleo de un agrupamiento mucho más vasto, que incluía tanto ramas
colaterales como una clientela de muy diversos orígenes y posiciones
sociales, y esas tramas atravesaban las corporaciones que daban vida y
sustento a la sociabilidad elitista y estaban detrás de los encumbramien­
tos en las estructuras de poder.
A fines del siglo XVIII era notable en Buenos Aires la presencia de
recién llegados atraídos por el crecimiento económico, burocrático y
demográfico de una ciudad que había adquirido muy recientemente un
nuevo lugar en el imperio. Se trataba de un fenómeno que atravesaba
toda la jerarquía social pero tenía peculiar incidencia en el entramado
elitista.5 En tales condiciones se fue produciendo una notable amplia­
ción de esa elite social, tornándola demasiado amplia como para que
pudieran imponerse normas de pertenencia, acceso y aceptación rígidas
y estrictas. Esa ampliación era uno de los resultados de la renovación de
su composición y devenía de la incorporación de nuevos miembros pro­
cedentes en su mayoría de la península ibérica y que podían ofrecer a
cambio de ser aceptados lazos con la actividad mercantil, el crédito y la
administración colonial. La elección del cónyuge para los hijos e hijas
era, así, una decisión de importancia crucial para esos clanes familiares,
y los patriarcas intentaban mantener una férrea disciplina para que tales
decisiones no escaparan a su control, aunque no siempre lo lograban.6
Su deseo era casar a sus hijas con hombres llegados desde la península,
muchas veces parientes o, al menos, paisanos de sus lugares de origen;
en su defecto, colocarlas en alguno de los tantos conventos de la ciudad,
afianzando el predicamento social de la familia y facilitando los víncu­
los con la actividad crediticia que ellos desarrollaban en una economía
mercantil que funcionaba a partir del crédito pero que carecía de ban­
cos. De suyo, esa estrategia matrimonial tenía algunos efectos que no
pueden ser menospreciados. Por un lado, en una ciudad mercantil y
portuaria como Buenos Aires, donde tantos eran recién llegados, el
prestigio que emanaba de la antigüedad en esa sociedad era portado
como un capital social y simbólico por las mujeres y llevado al matri­
monio. Por otro, dejaba en posición menos favorecida a los hijos varo­
nes que o bien debían buscar cónyuge entre hijas menos preferidas de la
elite local o bien debían reproducir el mismo patrón hacia hijas de co­
merciantes y mercaderes de las ciudades interiores, buscar un camino
de inserción social como sacerdotes o iniciar una carrera plagada de
obstáculos para el ascenso en la administración colonial o en las filas
del ejército.7
La trama social que se fue entretejiendo adoptaba la forma de redes
parentales que atravesaban las fronteras jurisdiccionales y corporativas y
que ampliaban y reproducían un entramado que era mucho más amplio
que aquel formalizado por los lazos del parentesco. De este modo, se con­
formaban redes clientelares que se extendían por casi toda la jerarquía
social y en la cual la amistad, el compadrazgo, el padrinazgo, el paisanaje,
el crédito y los favores tenían un papel por demás relevante.8 Esa dinámi­
ca social arrojaba un resultado peculiar: en una ciudad abierta al mundo
atlántico y con tantos hombres nuevos y recién llegados, era difícil hallar
en la elite y su difusa periferia hombres sueltos, sin lazos y vínculos so­
ciales. Esa estructura daba sustento material y humano a una cultura y
una ideología en las cuales “la Casa”, más aún que la familia, se ofrecía
como una matriz de producción y reproducción de un orden social.
Esa misma estructura y esa misma dinámica les ofrecían a las casas
y a las fam ilias de antiguo arraigo y tradición en la ciudad los recur­
sos m ateriales y simbólicos para la preservación y reproducción del
estatus conseguido, al mismo tiempo que las ponía en aprietos al limitar
sus opciones. En tal sentido, el matrimonio que contrajeron León Ortiz
de Rozas de la Cuadra y Agustina López de Osornio se producía en el
momento histórico de más intensa transformación de la elite colonial
porteña e ilumina la trayectoria de dos linajes que, aun sin llegar a ocu­
par en la elite regional un lugar de primer orden, no por ello dejaba de
tener lazos y vínculos sociales que conformaban parte sustancial del
capital social de la casa que habían formado.
Por lo pronto, la pareja no replicaba dos patrones habituales y fre­
cuentes en la formación de nuevas parejas elitistas. Por un lado, ambos
habían nacido en Buenos Aires: León era un porteño de primera genera­
ción, dado que su padre era un m ilitar nacido en Sevilla y su madre una
porteña; en cambio, tanto la madre de Agustina como su padre -C le ­
mente José López de Osornio Gamiz—habían nacido en Buenos Aires.
De este modo, el linaje materno le daba a la nueva familia una filiación
y un arraigo en la sociedad porteña mientras que el paterno, sin ser el de
un hombre nuevo, lo hacía portador de otros vínculos y honores.
Por otro lado, no había entre los cónyuges casi diferencia en la edad
al momento del matrimonio, dado que León había nacido en 1760 y
Agustina un año antes: lo más frecuente, en cambio, era que los maridos
fueran mucho mayores que sus mujeres y que ellas se casaran mucho
más jóvenes. Y quizás ello ayude a entender algunas peculiaridades de
la pareja y de la vida matrimonial en la que habría de formarse el primo­
génito Juan Manuel.
“ NO PASA DÍA SIN QUE ME ACUERDE DE MADRE” 9

Hacia 1868 así se expresaba Rosas. La mayor parte de sus biógrafos han
insistido en subrayar el papel jugado por la madre en su formación y la
autoridad férrea que ella habría impuesto en el manejo de la casa: “...la
influencia más poderosa sobre Rosas no fue su padre sino su madre”,
dice John Lynch replicando un tópico historiográfico harto frecuente.10
Mucho contribuyeron a construir esa imagen dominante de la matrona
los recuerdos de su nieto Lucio V. Mansilla, en los cuales ambos abuelos
son presentados con caracteres antitéticos: ella, dominante y “tan feme­
nil como varonil”; él, bonachón.“ ¿Habrá sido así? Cuestión difícil de
resolver, y no intentaremos hacerlo aquí, dejándola en manos de algún
psicoanalista que se atreva a afrontarla.12
Tanto como el férreo carácter de su madre ninguno de los biógrafos
de Rosas ha dejado de remarcar los atributos del abuelo materno de un
modo tal que se ha tendido a construir una imagen suya cual si fuera
una suerte de prefiguración de los asignados al biografiado. Así, este
abuelo ha sido descripto como un prototipo del militar-estanciero e in­
cluso como un caudillo de gauchos.13 Pero las palabras desconectadas
de su contexto pierden toda precisión y pueden llevar a confusión: por
cierto, Clemente López de Osornio fue un destacado estanciero de me­
diados del siglo XVIII; pero para ese entonces el uso social del término
no tenía las connotaciones que habría de adquirir a finales del siglo XIX
y no era, por cierto, sinónimo de gran propietario terrateniente; se trata­
ba de un término que designaba tanto a los poseedores como a los admi­
nistradores de estancias, cualquiera fuera el tamaño de éstas y fueran o
no propietarios de las tierras.14 Más aún, a pesar de lo repetido por una
arraigada tradición hoy se sabe que casi la mitad de los propietarios de
estancias durante la segunda mitad del siglo XVIII no lo eran de las
tierras donde ellas estaban establecidas, que la mayor parte de ellos
eran productores pequeños y medianos y que ni los “estancieros” o
“hacendados” formaban parte del núcleo principal de la elite regional y
que, cuando lo integraban, era por su condición de comerciantes.15 Mi­
litar también es un término que debe ser reexaminado pues el rango que
Clemente ostentaba no provenía de su condición de oficial regular de
los ejércitos del rey sino de su desempeño como jefe de milicias de
campaña.
R o s a s d e n iñ o e n tr a je d e g a u c h o ,
p o r M a r tin ia n o L e g u iz a m ó n ( 1 8 1 4 - 1 8 8 1 )
F u e n te : Im a g e n c o r te s ía W ik im e d ia C o m m o n s

C le m e n te h a b ía n a c id o e n B u e n o s A ir e s e n 1720 y lle g ó a c o n v e r tir s e e n


im p o r ta n te h a c e n d a d o e n la c a m p a ñ a su r, c o n s tr u y e n d o e n e lla u n p o ­
d er s o c ia l g r a c ia s a s u a c tu a c ió n c o m o je f e m i li c i a n o h a s ta su tr á g ic a
m u e r te e n m a n o s d e lo s in d io s e n 1783 e n l a m is m a e s t a n c ia q u e h a b ía
s id o la b a s e m a te r ia l d e e s e p o d e r s o c ia l: e l fa m o s o “R in c ó n d e L ó p e z ” ¿
s itu a d o e n la c a ñ a d a d e A rre g u i y c o n fr e n te a l r ío d e la P la ta , p e ro c o n
u n c a m p o d e in v e r n a d a e n e l lla m a d o a rro y o d e l P o z o , s o b re e l río S a m -
b o r o m b ó n .16 C le m e n te lle g ó a s e r s a rg e n to m a y o r d e m i li c i a s d e l p ag o
d e la M a g d a le n a e n tr e 1765 y 1779, y a n te s y a c o n ta b a c o n u n im p o r ta n ­
te p a tr im o n io r u r a l, e l c u a l p a r e c e h a b e r a c r e c e n ta d o d e s d e e n to n c e s ,
lle g a n d o a p o s e e r u n a s 18.000 h e c tá r e a s ; a u n a s í, a l m o m e n to d e s u
m u e r te c o n ta b a c o n u n p a tr im o n io s u m a m e n te m o d e s to ta s a d o e n u n o s
9000 p e s o s .17 A n te s , s u p a s o p o r o tra s fu n c io n e s d e a u to rid a d e n e l m e ­
d io r u r a l fu e m u c h o m á s b r e v e , d e s e m p e ñ á n d o s e c o m o a lc a ld e d e h e r ­
m a n d a d “ d e e x tr a m u r o s ” e n 1747. E s d e c ir q u e su in f lu e n c ia s o c ia l n o
la a d q u ir ió e je r c ie n d o e ste ca rg o d e ju e z te r r ito r ia l p a ra e l q u e e ra n d e ­
s ig n a d o s p o r el C a b ild o v e c in o s d e s ta c a d o s d e la c a m p a ñ a s in o s o b re
to d o c o m o o f ic ia l d e m ilic ia s .
El territorio comprendido entre los ríos Samborombón y Salado esta­
ba siendo poblado a mediados del siglo X V III, y diversos individuos
recibieron mercedes de tierras para instalarse allí y ponerlas en produc­
ción. Hacia 1752, las autoridades dispusieron 1a construcción del fuerte
E l Z a n jó n y la i n s t a la c ió n a l l í d e u n a d e la s tre s c o m p a ñ ía s d e B la n d e n ­
g u e s - u n a fu e r z a m i li c i a n a d e s e r v ic io p e r m a n e n te y a s a la r ia d o - q u e
p o r e n to n c e s s e fo rm a ro n . E s e fu e r te s e r ía e l p u n to d e a v a n z a d a fr o n te ­
r iz a h a s ta la fo r m a c ió n d e l fu e r te d e C h a s c o m ú s e n 1779. L a d o ta c ió n de
la c o m p a ñ ía d e B la n d e n g u e s n o s ó lo e ra r e d u c id a s in o q u e a d e m á s r e ­
s u lta b a m u y c o m p lic a d o m a n t e n e r s u s e fe c tiv o s p o r la s c o n tin u a s d e ­
s e r c io n e s q u e s u fr ía , m o tiv a d a s , l a m a y o r p a rte d e la s v e c e s , p o r e l n o ­
to r io a tra s o e n e l p ag o d e s u r e m u n e r a c ió n y la e n tre g a de r a c io n e s . P o r
ta n to , la d e fe n s a fr o n te r iz a d e s c a n s a b a s o b re to d o e n e l s e r v ic io q u e
p re sta b a n la s tre s c o m p a ñ ía s m ilic ia n a s d e l p a rtid o d e M a g d a le n a q u e p a ra
1766 e s ta b a n a l m a n d o d e l s a rg e n to m a y o r L ó p e z d e O s o r n io : s u m a b a n
270 h o m b r e s y p r e s ta b a n s e r v ic io e n la s p e q u e ñ a s g u a rd ia s s itu a d a s e n
e l m is m o p a r tid o , la s d e E n s e n a d a , P u n ta L a ra , A ta la y a y S a m b o r o m -
b ó n . E s a s fu e r z a s c o m p le m e n ta b a n a lo s B la n d e n g u e s a s u e ld o q u e se
a p o s ta b a n e n E l Z a n jó n y q u e e s ta b a n a l m a n d o d e u n o f ic ia l d e l e jé r c i ­
to re g u la r. A u n q u e a m b a s fu e r z a s y a u to rid a d e s d e b ía n c o m p le m e n ta r s e
y a r tic u la r s e , la s r e la c io n e s e n tr e e lla s n o e r a n s e n c illa s s in o c o m p e t iti­
v as y, d e e s te m o d o , n o e ra in fr e c u e n te q u e lo s m ilic ia n o s a l m a n d o d e
L ó p e z d e O s o r n io se n e g a r a n a o b e d e c e r a l c a p itá n a ca rg o d e l fu e r te . L a
m a y o r p a rle d e la s e v id e n c ia s d is p o n ib le s s u g ie r e n , e n to n c e s , q u e la o b e ­
d ie n c ia y la le a lta d d e l o s m i li c i a n o s d e l p a g o d e la M a g d a le n a e ra n
m u c h o m a y o r e s h a c ia s u je f e m i lic ia n o q u e h a c ia lo s m ilita r e s d e s ig n a ­
d o s p o r la s a u to r id a d e s s u p e r io r e s , d a d o s lo s la z o s d e p a r e n te s c o , v e ­
c in d a d y d e p e n d e n c ia q u e a r tic u la b a n la fo r m a c ió n d e la s c o m p a ñ ía s y
c u y a o f ic ia lid a d e ra r e c lu ta d a e n tr e lo s h a c e n d a d o s y v e c in o s m á s im ­
p o rta n te s e in flu y e n te s d e l p a g o , c o m o e ra L ó p e z d e O s o rn io . I^o c ie r to
es q u e , a p e s a r d e la s q u e ja s r e ite r a d a s d e lo s o f ic ia le s r e g u la re s y d e la
im a g e n in d i s c ip li n a d a q u e c o n s tr u ía n en s u s in fo r m e s d e la s m ilic ia s
r u r a le s , e l tip o d e a u to r id a d q u e e je r c ía n su s je fe s p a r e c e h a b e r s id o
n o ta b le m e n te m á s e s t a b le q u e la d e a q u é llo s .
L ó p e z d e O s o r n io , a l m e n o s , s e d e s e m p e ñ ó c o m o s a r g e n to m a y o r
d e m i li c i a s d e lo s p a g o s d e M a ta n z a y M a g d a le n a e n tre 1765 y 1780,
c u a n d o la f o r m a c ió n d e la C o m a n d a n c ia d e F r o n te r a s p u s o a e s a s fo r­
m a c io n e s a l m a n d o d e o f ic ia le s r e g u la r e s . E l tip o d e a u to r id a d q u e
e je r c ía se s u s te n ta b a e n u n a c o m b i n a c ió n d e r e c u r s o s y n o d e p e n d ía
s ó lo d e la c o e r c i ó n , a u n q u e e ll a n u n c a e s ta b a a u s e n te . U n je f e m i l i c i a ­
n o d e b ía c o n s e g u ir r e c u r s o s q u e p u d ie r a n s e r d is tr ib u id o s e n tr e la tro p a
que, en buena medida, se reclutaba entre “pobres labradores”, como
López de Osornio los describía. También debía tener cuidado con el
momento de m ovilizar a los m ilicianos tratando de evitar que esa m o­
vilización coincidiera con los meses de la siembra y la cosecha en que
se acrecentaba notablemente la intensidad de los trabajos rurales. De
igual modo, su ascendiente dependía también de su capacidad de ob­
tener los recursos para entregar las raciones a los m ilicianos pues,
como les advertía a sus superiores, “me quieren sacar los ojos por car­
ne, sal, yerba y tabaco y ya no los podré sujetar mucho tiempo aquí”.
Esas circunstancias, por otra parte, hacían que las relaciones entre ofi­
cial y m ilicianos estuvieran atravesadas por m últiples condicionantes,
y a la hora de m ovilizarlos don Clemente era muy claro en que él debía
tener la facultad de elegir a aquellos “que sean hombres de mi satisfac­
ción ”. A su vez, esa obediencia y esa lealtad eran claramente tributa­
rias de su capacidad de mando y de la que tuviera para tratar o enfren­
tar a los grupos indígenas. Y experiencia al respecto no le faltaba: así,
López de Osornio había comandado expediciones a las Salinas Gran­
des y otras incursiones “tierra adentro” tanto punitivas como de negó-
ciación de pactos con “caciques am igos” e incluso entregarles los au­
xilios prometidos, como sucedió entre 1774 y 1779. Es probable que al
mismo tiempo don Clemente pudiera entablar acuerdos con algunos
jefes indígenas, pues se ha señalado que en su campo de invernada
estaba situado el heterogéneo grupo liderado por el cacique Flam enco
durante la década de 1760.18
Lo dicho alcanza para despejar alguna de las confusiones que han
sido frecuentes en muchos de los biógrafos de Rosas así como en mu­
chos historiadores que han intentado abordar el tema de la defensa fron­
teriza. La autoridad, el prestigio y el ascendiente social de personajes
como Clemente López de Osornio no devenían de su rango m ilitar sino
de su condición de oficial de m ilicias. Y la distinción no es banal ni
superflua, y muy en claro la tenían los milicianos.
La trayectoria de don Clemente, entonces, debe contextualizarse en
sus condiciones históricas precisas. Ella expresa bien las posibilidades
pero también los lím ites que ofrecía el dispositivo m iliciano para con­
solidar el poder social de los hacendados de la campaña. A pesar de
ello, su larga actuación como sargento mayor ilustra la construcción
de un poder circunscripto a una zona precisa de la campaña sur y que
se convertiría en un capital social y simbólico que habría de ser puesto
en valor por su descendencia.
Sin duda, ello no habría sido posible sin la condición de hacenda­
do, conocido y prestigioso que ostentaba. Pero, ¿qué era un hacendado
hacia las décadas de 1760 y 1770? Los usos sociales del término eran
menos prístinos de lo que puede parecer a primera vista. Si tomamos
la trayectoria social de Clemente como referencia puede advertirse
que ejem plifica un tipo particular de hacendado. Por lo pronto, para
1786 el valor de su estancia estaba tasado en 9268 pesos, de los cuales
el valor de la tierra representaba un 24 por ciento y el ganado vacuno
un 28 por ciento; para 1795 la estancia había acrecentado su valor a
11.900 pesos, pero la tierra ahora representaba un 19 por ciento y el
ganado vacuno un 49 por ciento. Claramente, los ingresos de la estan­
cia provenían de la venta de ganado pero los que le proveía su atahona
estaban en segundo lugar y no eran para nada despreciables.19 Puestos
estos datos en un contexto más amplio, se confirma que el valor de las
estancias de la época estaba mucho más determinado por el valor de
los ganados que el que podía tener para entonces la tierra y, más aún,
se ha podido estimar que a fines del período colonial alrededor de un
42 por ciento de los propietarios de estancias no eran propietarios de
las tierras que explotaban y también que claramente los que sí lo eran
contaban con un stock de ganado que más que duplicaba a los que no
las poseían. Tal era el caso de la estancia de López de Osornio, pero
aun así ese stock (que había pasado de más de 2000 vacunos hacia
1786 a unos 4500 hacia 1795) lo ubicaría en un segundo rango entre
los estancieros, según la cantidad de cabezas de ganado que poseían.
A ello conviene sumar un dato adicional: para entonces la campaña
sur no era aún el epicentro de la producción ganadera, que claramente
estaba situado para entonces en la Banda Oriental y Entre Ríos, y ni
siquiera lo era todavía en el futuro territorio bonaerense, al punto de
que el promedio de cabezas de ganado vacuno por estancia en el norte
casi duplicaba al del sur.20
De esta manera, si bien es claro que López de Osornio había acu­
mulado un significativo patrim onio rural y puede ser reconocido
como uno de los más im portantes hacendados del sur, no integraba
el estrato social más encumbrado de esa sociedad. Y no lo hacía por­
que casi todos aquellos denom inados “hacendados principales de la
jurisdicción” eran residentes en la ciudad, parte de su elite mercantil
y, a la vez, destacados productores agrícolas en las grandes chacras
cercanas a ella. López de Osornio, en cambio, era un hacendado que
residía en la misma campaña y su frontera, de modo que su predica­
mento social no era simplemente la expresión de su poderío econó­
mico sino de una trama de relaciones sociales más densa y compleja,
articulada con la población de una zona que todavía hallaba serios
obstáculos para su expansión. Ese predicamento no sólo se patenti­
zaba en su larga trayectoria como jefe miliciano o la ocasional inter­
vención como alcalde de la hermandad sino que también le había
permitido actuar como apoderado del débil e inestable Gremio de
Hacendados.21 Sus posibilidades de ascenso social y económico esta­
ban, así, limitadas por la misma base material y regional que susten­
taba su acción social. Un antiguo y prolongado arraigo en la zona,
una densa trama de relaciones sociales y un continuado ejercicio de
posiciones de poder y autoridad en un área circunscripta del mundo
rural conformaban el “capital” principal que llevaría su hija al matri­
monio y la formación de la nueva casa, más que una indisputable
posición económica o un lugar encumbrado en una elite regional con
la que su familia estaba relacionada pero desde posiciones periféri­
cas y subordinadas. Quizá, también, portaba un conjunto de saberes
y experiencias para moverse en ese ambiente social dinámico y cam­
biante sin posiciones cristalizadas y abierto a aventuras de ascenso
pero también a desventuras de descenso.
Pero ese arraigo y esa inserción en el mundo rural no hacían que
López de Osornio fuera por ello un sujeto desvinculado de la elite urba­
na. Por el contrario, estaba estrechamente relacionado con uno de los
más ricos comerciantes de la época, don Cecilio Sánchez de Velasco,
con quien incluso ensayó algunos negocios. A tal punto que éste ofició
tras la muerte de Clemente como su albacea testamentario y tutor de sus
hijos, y es probable que durante los primeros años de su matrimonio
Agustina residiera en una de las propiedades de Sánchez de Velasco y
que incluso Juan Manuel naciera y se criara inicialmente en una de
ellas. Sería desde entonces que trabaría una larga amistad con la famosa
hija del próspero comerciante: Mariquita Sánchez.22
“E l a b u e l o de l a P a t r ia ”

En 1840 un periódico ecuatoriano reseñaba ácidam ente la prensa y el


gobierno rosista dedicándose a com entar las m últiples notas de pésa­
me publicadas por la muerte de León Ortiz de Rozas. Para ello toma­
ba como ejem plo la carta que había enviado el juez de paz de San
José de Flores al gobernador y “Padre de la Patria” expresándole el
pésame por la m uerte de su padre. Y con sarcasmo concluía: “D.
León Ortiz de Rozas, siendo padre del Padre de la Patria, es claro que
era el abuelo de la h ija de su hijo; y siendo el Juez de Paz de San José
de Flores h ijo de la h ija del Restaurador de las Leyes, es Viznieto de
la Patria, así como la m ujer del mismo Restaurador, no habiendo pa­
rido a la Patria, y siendo esposa del padre, es necesariam ente m a­
drastra de la P atria”.23
Sin embargo, la figura de León Ortiz de Rozas ha quedado opacada
en las biografías disponibles de Rosas frente al papel asignado a su ma­
dre y su famoso progenitor. Por cierto, no para todos, pues sus primeros
panegiristas no escatimaron esfuerzos por dar sustento a un tópico ca­
racterístico que el mismo Rosas había forjado sobre su pasado. Así,
Adolfo Saldías no dudaría en afirmar que su familia “es de las más an­
tiguas é ilustres entre las que vinieron, con el tiempo, a arraigarse en el
río de la Plata”.24 Por eso comienza su biografía tratando de mostrar los
orígenes supuestamente nobles del linaje paterno. Y por eso conviene
detenerse en León Ortiz de Rozas, quien le dio a Juan Manuel nada más
y nada menos que su apellido.
Militar hijo de militares, es una fórmula que sintetiza bien esa tra­
yectoria y hace referencia a un rasgo característico de un ejército colo­
nial que, pese a haber acrecentado enormemente su implantación so­
cial en la región, les ofrecía a sus oficiales limitadas posibilidades de
inserción en una elite regional que prefería otros destinos más promi­
sorios para sus hijos. Se trata de un rasgo típico del ejército colonial
que será retomado y reproducido por los ejércitos posrevolucionarios
que habrán de contar en su oficialidad con diversas “familias milita­
res”.25 Un ejemplo bien característico al respecto fueron los Balcarce,
un linaje militar forjado por Francisco Balcarce (o Barcarcel) que, arri­
bado al Río de la Plata, estuvo al frente no sólo de la Comandancia de
Fronteras sino también de la transformación del Cuerpo de Blandengues
en veterano, en el cual se iniciaron en la carrera militar todos sus hijos
y a través del cual algunos de ellos alcanzarían posiciones políticas
preeminentes.26
Sin embargo, la trayectoria militar de León Ortiz de Rozas fue me­
nos descollante. Como ya dijimos, había nacido en Buenos Aires en
1760 y al igual que su padre el andaluz Domingo Ortiz de Rozas (y
probablemente por ese motivo) a los siete años se incorporó a la carre­
ra militar en el mismo regimiento en que aquél revistaba y que era la
más importante unidad militar de la época: el Regimiento Fijo de In­
fantería de Buenos Aires. Allí sirvió como subteniente desde 1779,
como teniente diez años después, y alcanzó en 1801 el grado de capi­
tán.27 No era una carrera militar demasiado brillante, por cierto, aun­
que debe de haber sido facilitada por otros parentescos que tuvieron
un desempeño mucho más destacado y que sin duda ayudaron a acre­
centar el prestigio del apellido: su padre era sobrino de Domingo Ortiz
de Rozas, quien había sido gobernador de Buenos Aires entre 1743 y
1745 y luego capitán general de Chile entre 1746 y 1755, donde ten­
dría un decisivo papel en la defensa fronteriza, el establecimiento de
acuerdos con las tribus araucanas y por lo cual recibió el título de
conde de Poblaciones.28
En 1784 participó León en la expedición militar al río Negro, de la
que debe de haber extraído más de un aprendizaje y, quizás, algunas
relaciones. Fue uno de los expedicionarios que resultaron cautivos del
cacique Lorenzo Calpisqui en Sierra de la Ventana, y sólo fue liberado
tras una negociación efectuada en el máximo nivel y que permitió el
intercambio de prisioneros, entre ellos un hermano del cacique.29 Poco
después fue ascendido y autorizado a casarse.
Sin posibilidades de alcanzar los máximos grados de la carrera mi­
litar que estaban reservados para la oficialidad de origen peninsular,
con treinta años de edad, el teniente Ortiz de Rozas no estaba en con­
diciones de aportar un capital demasiado importante para su matrimo­
nio, aunque sí un capital social: como recordaría su mujer en su testa­
mento, “cuando contraje matrimonio mi esposo sólo llevó a él su
sueldo militar y decencia personal, y yo llevé como diez mil pesos
plata metálica, poco más o menos, herencia de mis dichos padres que
recibió mi esposo”.30 Se advierte, entonces, que buena parte del patri­
monio de los López de Osornio fue invertido en el matrimonio de su
hija pero también que su marido no podía aportar demasiado a la so­
ciedad conyugal.
Se trataba, entonces, de una alianza que —es probable— no habría
estado exenta de tensiones y resquemores: según M ansilla, para doña
Agustina “su marido era un plebeyo” y al parecer solía decirle: “¿Y tú
quién eres?”; lo trataba de “aventurero ennoblecido”, sostenía que ella
era descendiente de los duques de Normandía, y hasta le habría dicho:
“Mira, Rozas, si me apuras mucho, he de probarte que soy pariente
de María Santísim a”. De esta situación M ansilla extrajo conclusiones
precisas que se han hecho canónicas: “En el hogar, en la fam ilia, en la
adm inistración de los cuantiosos bienes de la comunidad [don León],
no tenía voz n i m ando”. Otro dato de interés sum inistran sus recuer­
dos: los López de Osornio habían venido directamente de España al
Río de la Plata y contaban con una amplia parentela en la ciudad y
m últiples relaciones; los Rozas, en cambio, se habían dispersado por
otros dominios coloniales y tenían pocos parientes en la ciudad. La
sociabilidad familiar, por tanto, giraba en torno de la familia López de
Osornio y articulaba una vasta red de relaciones con otras fam ilias que
luego de la revolución ocuparán un lugar destacado tanto en la econo­
m ía (como los Sáenz Valiente, García Zúñiga, Anchorena, Arana, Pere-
yra, Arroyo, Trápani y Terrero) como en la elite política revolucionaria
(los Pueyrredón, Balcarce, Viamonte, Lavalle).
En 1797 León fue designado como administrador de la estancia del
Rey, cargo que ejerció hasta 1806. Estas estancias debían proveer de caba­
lladas a las tropas regulares, pero pocas veces estuvieron en condiciones
de garantizarlas. Y menos cuando la movilización era general: así, en
1805 León Ortiz de Rozas fue comisionado por el virrey Sobremonte para
comprar caballos. Con todo, las invasiones inglesas marcaron el final de
su carrera militar dadas las acusaciones que por su desempeño recibió
tanto de Sobremonte como de Liniers, que en esto sí parecen haber estado
de acuerdo. El primero lo acusaba de andar “moroso e indolente”, de
haberse quedado en su estancia pese a las órdenes que se le habían dado
de presentarse, de ausentarse del campamento sin licencia y de haberse
presentado prisionero al enemigo y juramentarse; el segundo lo suspen­
dió en su empleo al no acatar repetidamente la orden de integrarse a su
regimiento en Montevideo.31 Desde entonces, su actividad principal pare­
ce haber sido ocuparse de las estancias que había heredado su mujer.
Las invasiones inglesas también marcaron la trayectoria de Juan Ma­
nuel. A los ocho años se había incorporado a la escuela de primeras
letras de Francisco Argerich, que era una de las más reputadas en la
ciudad. Sin embargo, durante las invasiones se incorporó al Regimiento
de Caballería de Migueletes, y tras ellas abandonó la escuela y pasó a
residir casi completamente con su padre en la estancia del Rincón. Lo
cierto es que, más allá de cuál haya sido la intervención del joven Rosas
en la lucha contra los ingleses, la propaganda oficial durante su gobier­
no hizo muchas referencias a que habría tenido una actuación heroica.32
En todo caso, la larga estadía en la estancia junto a su padre, que la ad­
ministraba y que antes lo había hecho con la del Rey, debe de haber in­
fluido en la formación de Rosas quizá más de lo que se ha reconocido.
Y, en los años por venir, se habría de demostrar: si en algo Rosas era
particularmente obsesivo tanto en sus instrucciones a los mayordomos
de sus estancias como luego a los jueces de paz y a los comandantes de
regimiento, era el cuidado que debían tener con las caballadas.
¿Cómo fue, entonces, la formación de Rosas? La cuestión tiene su
complejidad pues, como se ha señalado, habría de convertirse en un
hombre “culturalmente anfibio”, dotado de capacidad para moverse
simultáneamente entre dos mundos tan disímiles como lo eran la ciu­
dad y el campo. Sin embargo, no resulta conveniente exagerar la dimen­
sión rural de su formación dado que había recibido la educación formal
acostumbrada para los sujetos de su condición social.33 Más aún, por
versiones posteriores se sabe que Rosas hablaba con bastante fluidez
tanto el inglés como el francés,34 aunque también la lengua de los indios
de las pampas. Sin embargo, es claro que llegó a tener un conocimiento
preciso del medio social rural y de la cultura de los paisanos, y adquirió
una notable destreza para comunicarse con su población. ¿Cómo y
cuándo realizó ese aprendizaje? Todo indica que fue en la estancia de
Rincón de López durante su juventud.
El panorama más detallado al respecto lo ofreció Eduardo Gutiérrez
en los folletines que integraron la serie de Los dramas del terror.3SEn el
primer volumen, Historia de Juan Manuel de Rosas, la mayor parte de
los elementos que conforman su relato no parecen provenir de la con­
sulta de documentación fidedigna sino más bien de atribuirle a Rosas el
conocimiento pormenorizado de los valores y aptitudes que el mismo
Gutiérrez asignaba a los paisanos compatibilizados por ios legados pa­
ternos, tanto del padre como de esa madre que era conocida —según
Gutiérrez, al m enos- como la “madre de los pobres”. Un episodio, inve-
rificable por cierto, adquiere absoluta centralidad en la narrativa de Gu­
tiérrez dado su carácter premonitorio: en la ceremonia de su bautismo
habrían participado hasta los esclavos de la familia, que “comieron
aquel día hasta tocarse con el dedo”; así, la celebración habría sido de
tal magnitud que “quedó grabada en la memoria de la gente de aquella
época”. Según esta narración Rosas iba adquiriendo conocimiento de
las prácticas sociales y culturales rurales desde muy joven e incluso
antes de hacerse cargo de la administración de la estancia familiar, de
modo que ya para 1809 “se había apoderado por completo del espíritu
de la peonada” compartiendo las noches alrededor del fogón, haciéndo­
se “el mejor cantor y guitarrero de la estancia”, vistiéndose como los
peones y adquiriendo tal fama como jinete que se habría convertido en
“el primer domador del pago”, en “el mejor boleador”, en un invencible
jugador de taba y en objeto del deseo de las paisanas.
Junto a estos atributos, signos de prestigio y honor entre el paisanaje,
la sensibilidad social de Gutiérrez lo hacía también subrayar otros del
joven Rosas: su influencia sobre los capataces para que tomaran a los
peones, la preferencia que les asignaba en las esquilas o los buenos sa­
larios que hacía pagarles. A través de esa experiencia y esos aprendiza­
jes el joven Rosas se habría ido transformando de una suerte de discípu­
lo de su padre en consejero, y así habría logrado que lo convirtiera en el
administrador de las estancias de la familia, dotado con plenos poderes.36
A partir de entonces, Rosas habría tenido según la desbordada narra­
ción de Gutiérrez una trayectoria fulgurante, convirtiéndose en “el pri­
mer hacendado agricultor que hubo en la República Argentina, y tal vez
en la Am érica”, en un patrón que a pesar ser “aristocrático y noble” se
“igualó” a los peones compartiendo el trabajo y el placer, el traje y las
costumbres, en “el primer pueblero que se mostraba más hombre y más
gaucho que ellos mismos y llegaron a tener por él algo como una adora­
ción apasionada”.
Resulta evidente que muy pocas de estas afirmaciones pueden veri­
ficarse documentalmente. La vérsión, a su vez, es demasiado estilizada
en la medida en que el joven Rosas así retratado pareciera ser casi una
encarnación de los atributos que la leyenda y el mismo Gutiérrez asigna­
ron a Santos Vega, combinado con aquellos que los primeros panegiristas
de Rosas y él mismo ofrecieron de su vida. Aun así, no es completamen­
te desechable, y no sólo porque probablemente lo que hacía era recoger
parte de las creencias populares sobre Rosas sino porque construye para
él un lugar verosímil si se lo despoja de tantos adjetivos laudatorios.
¿Cuál es ese lugar? El de un auténtico mediador cultural entre los uni­
versos sociales y mentales de las elites y los de las clases populares ru­
rales.
Mansilla, por su parte, fue muy claro en subrayar que don León y
doña Agustina imaginaron una suerte de división del trabajo entre sus
hijos varones, bastante verosímil para las prácticas de la época en la
cual la empresa era una empresa familiar: Prudencio debía ser militar,
Gervasio iniciarse como tendero para llegar a ser comerciante y Juan
Manuel, el primogénito, tendría que administrar el patrimonio rural.
Sin embargo, es probable que ambos esposos no estuvieran totalmente
de acuerdo, y al parecer la madre pensaba que era mejor que el joven
Rosas se iniciara haciendo un aprendizaje en una tienda, un espacio de
formación necesario para administrar más adelante los bienes de la fa­
milia. A Juan Manuel no parece haberle agradado ese plan y, como su
madre lo castigó por desobediente, decidió escaparse de la casa e ir a
vivir y conchabarse con sus primos Anchorena dejando un papel que
decía: “Dejo todo lo que no es mío, Juan Manuel de Rosas”, cambiando
la zeta por una ese.37 Si como sostuvo Bourdieu el nombre propio es “el
certificado visible de la identidad de su portador a través de los tiempos
y de los espacios sociales”,38 el joven Juan Manuel había tomado una
decisión que tendía a individualizarlo, a diferenciarlo dentro de su lina­
je aunque sin renegar de su pertenencia. No parece haber sido un pasa­
jero impulso juvenil pues, desde entonces, sería simplemente “Rosas”.

U n a n u ev a c a sa

En marzo de 1813, a la edad de veinte años y siendo por tanto menor


de edad, Juan Manuel se casó con María Encarnación Josefa Ezcurra
Arguibel, también porteña y tan sólo dos años menor. Era, por tanto,
un matrimonio infrecuente entre los matrimonios de las familias eli­
tistas, en los cuales los hombres solían ser mucho mayores que las
“n iñas”. Encarnación era hija de un próspero com erciante vasco que
llegó a ocupar posiciones destacadas en el Consulado de Buenos Aires
-Ju an Ignacio Ezcurra— y de una porteña llamada Teodora Arguibel
López C o sío , perteneciente a una fam ilia extensa y de larga tradición
en Buenos Aires. En rigor, se trataba de una alianza más vasta no sólo
por la estrecha amistad entre los padres de ambos cónyuges sino por­
que su hermana Gregoria se casó con Felipe Ignacio Ezcurra y Argui­
bel, el hermano de Encarnación. Pese a ello, todos los biógrafos insis­
ten en afirmar que la madre de Rosas se oponía a este casamiento
hasta que se vio forzada a aceptarlo.39
Desde 1808 Rosas había sido puesto por su padre al frente de la es­
tancia, y para 1811 había conseguido confirmar sus títulos de propie­
dad. Pero, poco después y debido al entredicho con su madre, devolvió
los campos que administraba. Así, al contraer matrimonio la pareja fijó
su residencia urbana en la casa de los Ezcurra y al año siguiente tuvo su
primer hijo (Juan) y tres años después una hija, Manuela. Entre ambos
hubo otra hija, María de la Encarnación, pero murió a poco de nacer en
1815.40 A su vez, en 1814 la pareja adoptó a un niño, Pedro Pablo, que
era hijo de Manuel Belgrano y María Josefa Ezcurra, hermana de Encar­
nación, aunque había sido anotado como huérfano.
Muchos años después, Rosas ofrecería una versión de su inicio autó­
nomo en las actividades económicas: “Ningún capital quise recibir de
mis padres, ni tener marca mía propia, n i ganados, ni tierras, ni capital
mío propio, durante estuvieron a mi cargo las estancias de mis padres.
[...] Salí a trabajar sin más capital que mi crédito y mi industria. Encar­
nación nada tenía tampoco, ni tenían sus padres”.41 Así, la imagen que
a Rosas le gustaba dar era la de un hombre que se había hecho a sí mis­
mo. Pero más allá de la veracidad de esta reconstrucción retrospectiva
algo resulta claro: su “capital” inicial residía en su “crédito” y en su
“industria”, es decir, en la fama y los saberes adquiridos y en las relacio­
nes y los lazos sociales que su familia había forjado, recursos de los que
Rosas supo hacer buen uso.
Después de tantear posibilidades en la Banda Oriental y dedicarse a
la venta de ganado en pequeña escala, en 1815 se asoció con Luis Dorre­
go -herm ano de Manuel—y con Juan Nepomuceno Terrero (su “primer
amigo y compañero”, como lo llamaría años después) para instalar el
saladero de Las Higueritas en el partido de Quilmes. Según un acérrimo
enemigo, hasta entonces Rosas intentó acomodarse como mayordomo
d e e s t a n c ia e n la B a n d a O r ie n ta l p e ro fr a c a s ó e n e l in te n to y a n d u v o s in
u n a o c u p a c ió n fija h a s ta c o n o c e r a L u is D o rre g o , q u ie n lo a s o c ió a su
s a la d e r o y le d io v iv ie n d a e n su e s t a n c ia .42
C o m o h a y a s id o , la s o c ie d a d s e fo rm ó c o n u n c a p ita l i n ic i a l d e 6058
p e s o s , la m ita d d e lo s c u a le s fu e a p o rta d o p o r L u is D o rre g o y la o tra , p o r
p a r te s ig u a le s , p o r R o s a s y T e rre ro . D o s a ñ o s d e s p u é s , la s o c ie d a d c o m ­
p ró u n a e s t a n c ia e n M o n te —L o s C e r r i l l o s - y h a c ia a l lí tr a s la d ó e l s a la ­
d e ro , y fu e d o n d e R o s a s fijó s u r e s id e n c ia p e r m a n e n te . A h o r a s í, era u n
v e c in o d e l a c a m p a ñ a , y u n a ñ o d e s p u é s s o lic it ó a l g o b ie r n o tie r r a s al
s u r d e l río S a la d o , la s q u e le fu e r o n o to rg a d a s c o n e n o rm e r a p id e z , c o n ­
fo r m a n d o a l l í u n n u e v o e s t a b le c im ie n to c o n o c id o c o m o C o n s tit u c ió n .
D e e s te m o d o , la s o c ie d a d c o n ta b a h a c i a 1819 c o n u n p a tr im o n io d e 33
le g u a s c u a d ra d a s , e s d e c ir, u n a s 24.300 h e c tá r e a s a l n o r te d e l S a la d o y
u n a s 64.800 a l su r.43
L a i n s t a la c ió n d e e s to s n u e v o s p r o p ie ta r io s e n la fr o n te r a s u r e s ta b a
m u y le jo s d e s e r u n a e s tr a te g ia s in g u la r o e x c e p c io n a l. D e s d e e l s ig lo
X V II lo s g o b e r n a d o re s h a b ía n o to rg a d o m e r c e d e s d e tie r r a s a a lg u n o s
p a r t ic u la r e s y e n lo s p a r tid o s d e M o n te , R a n c h o s y C h a s c o m ú s , a u n q u e
n o s e p r o d u jo u n a o c u p a c ió n e fe c tiv a d e e s a s p r o p ie d a d e s , d e m o d o q u e
a l c o m e n z a r e l s ig lo X I X s ó lo d o s h e r e d e r o s d e e s a s m e r c e d e s e ra n p r o ­
p ie ta r io s d e tie r r a s . D e s d e fin e s d e l s ig lo X V III se a d o p tó u n s e g u n d o
m e c a n is m o lla m a d o “m o d e r a d a c o m p o s i c ió n ” , q u e n o o to rg a b a la p r o ­
p ie d a d le g a l p e ro s í u n d e r e c h o d e p r e fe r e n c ia p a ra la c o m p r a , y p o r
e s te m e d io u n a s 258.000 h e c tá r e a s (u n 38 p o r c ie n t o d e la s tie r r a s de
e s to s tre s p a r tid o s ) fu e r o n tr a s p a s a d a s a p a r t ic u la r e s ; p o r e s te m e d io , en
e l p a r tid o d e M o n te se tr a n s fir ió e l 65 p o r c ie n t o d e la s u p e r f ic ie h a s ta
1822. A p a r tir d e 1818, e l D ir e c to r io p u s o e n m a r c h a u n n u e v o m e c a n i s ­
m o : la s d e n o m in a d a s “ d o n a c io n e s c o n d ic io n a d a s ” , y e n ta n s ó lo c u a tro
a ñ o s u n a s 101.000 h e c tá r e a s (u n 18 p o r c ie n t o d e la s u p e r fic ie d e e s to s
p a rtid o s ) fu e r o n tr a s p a s a d a s a m a n o s p r iv a d a s , g e n e r a lm e n te a a n tig u o s
p o b la d o r e s de la z o n a y p a r t ic u la r m e n t e a a lg u n o s q u e h a b ía n p re s ta d o
s e r v ic io s m i li c i a n o s .44
Estamos frente a una serie de circunstancias que merecen ser consi­
deradas. En primer término, los poseedores de títulos de propiedad o
posesión al finalizar la década de 1810 eran en la frontera sur sujetos
de instalación relativamente reciente, que estaban comprando tierras a
propietarios más antiguos y que venían a desplazar a pobladores afta-
c a d o s d e s d e a n te s . U n o d e e s o s n u e v o s p r o p ie ta r io s e ra la s o c ie d a d de
R o s a s , T e rre ro y D o rreg o , p e ro le jo s e s ta b a n d e se r lo s ú n ic o s . A s í, e n
C h a s c o m ú s , p o r e je m p lo , la m a y o r d o n a c ió n d e tie r ra s e fe c tu a d a p o r el
g o b ie rn o d ir e c to r ia l fu e r e c ib id a p o r M a n u e l R o d ríg u e z , h e rm a n o d e l fu ­
tu ro g o b e r n a d o r M a r tín R o d ríg u e z , y p o r su c u ñ a d o Jo s é L ib o rio R iv e ro ,
c o m o d e s c e n d ie n te s d e l q u e fu e ra u n o d e lo s p rim e ro s p o b la d o re s y c o ­
m a n d a n te d e la G u a rd ia d e C h a s c o m ú s , F e r m ín R o d ríg u e z . E n M o n te , a
su v e z , a q u e lla s o c ie d a d ta m p o c o e ra la ú n ic a q u e in te n ta b a s e n ta r su s
re a le s : a llí Jo s é Z e n ó n V id e la in te g ra b a u n a re d fa m ilia r c o n n o ta b le p o ­
d er e i n c id e n c ia e n la c a m p a ñ a su r, lo s V id e la D o rn a , c o n q u ie n e s R o sa s
y T e rre ro te n d r ía n e n lo s a ñ o s p o r v e n ir u n a c o n flic tiv a r e la c ió n . A n to n io
D o rn a era u n o d e lo s m a y o re s p ro p ie ta rio s e n e l p a rtid o d e M o n te y h a b ía
a c u m u la d o tie r r a s m e d ia n te c o m p ra s y d e n u n c ia s e n lo s a ñ o s p re v io s
p a ra fo rm a r h a c ia 1 8 2 4 u n a im p o r ta n te s o c ie d a d c o n V id e la y q u e e sta b a
en c o n d ic io n e s d e c o m p e tir c o n la s o c ie d a d d e R o sa s-T e rre ro y D orreg o .
E ra n d o s e je m p lo s d e u n p r o c e s o m á s a m p lio q u e p a ra 1 8 2 0 e sta b a fo r­
za n d o e l d e s a lo jo d e in n u m e r a b le s la b ra d o re s d e la z o n a e s ta b le c id o s a llí
d e sd e m u c h o s a n te s . L a c o m p e te n c ia h a b r ía d e d e riv a r e n u n c o n flic to de
larg a d u r a c ió n : a la c a íd a d e R o s a s , lo s h e re d e ro s d e D o rn a e n ta b la ro n y
g a n a ro n u n p le ito c o n tr a é l p id ie n d o la n u lid a d de la v e n ta y c e s ió n de
u n o s te rre n o s q u e le p e r te n e c ía n . E l c o n flic to , e n rig or, g ira b a so b re q u ié n
te n ía e l p r in c ip a l d e r e c h o p a ra a d q u ir ir u n o s c a m p o s q u e p e r te n e c ía n al
E s ta d o , d e n o m in a d o s C a rd a lito , R in c ó n d e la s P e r d ic e s y S e n o d e la s E n ­
ca d e n a d a s . E l a rg u m e n to p r in c ip a l d e lo s h e re d e ro s d e D o m a e ra q u e é ste
h a b ía a d q u ir id o lo s te r r e n o s a l E s ta d o e n o c tu b re d e 1 8 2 1 y q u e lo s h a b ía
d e n u n c ia d o e n 1 8 1 8 , m ie n tr a s q u e la s o c ie d a d R o s a s -T e rre ro se p re s e n tó
e n 1 8 2 5 c o n la p r e te n s ió n d e a c re d ita r su p o s e s ió n . L o c ie r to es q u e , s e ­
g ú n la s e n te n c ia d e C á m a ra , e l p ro p io T e rre ro te rm in ó r e c o n o c ie n d o n o
te n e r títu lo d e p r o p ie d a d so b re lo s te rre n o s a trib u y é n d o lo s a l E s ta d o . E n
e lla ta m b ié n la C á m a ra r e c o n o c ió q u e la p a rte d el e x p e d ie n te q u e c o n te ­
n ía la m e n s u r a d e lo s te r r e n o s h a b ía d e s a p a r e c id o y ta m b ié n lo s m o jo n e s
de d e s lin d e .45
A te n d e r a u n o y o tro e je m p lo p u e d e s e r ú t il p u e s c o n tr ib u y e n a e n ­
r iq u e c e r u n a im a g e n d e m a s ia d o s im p lific a d a d e l e s p a c io te r r ito r ia l e n
el c u a l R o s a s c o n s tr u y ó s u p o d e r s o c ia l. C o m o se a d v ie r te , a c o m ie n z o s
de lo s a ñ o s v e in te e s e p o d e r t e n ía im p o r ta n te s c o m p e tid o r e s . Y lo s R o ­
d ríg u e z o lo s V id e la D o rn a n o e r a n lo s ú n ic o s . P o r e l c o n tr a r io , h a c ia
1816 Rosas integró una comisión formada por el director supremo que
debía planear una posible retirada y emigración de la población de la
ciudad hacia la campaña frente a una posible invasión. En ella habría de
formarse una subcomisión de hacendados en la que debían integrarse
Rosas y Francisco Ramos M ejía.46 La elección no era casual y expresaba
la importancia que empezaba a asignarse a la frontera sur y a las tierras
situadas más allá del Salado. Para entonces Ramos Mejía era, probable­
mente, el más importante hacendado de esa zona y uno de los más em­
prendedores, y lo había logrado no sólo por sus relaciones con el gobier­
no sino también por los acuerdos que supo labrar con las tribus
indígenas. Como Rosas y otros hacendados, Ramos Mejía había comen­
zado sus actividades agrarias al norte del Salado y ahora se lanzaba a la
aventura hacia el sur. No era una práctica nueva sino que ya la habían
ensayado muchos en el siglo XVIII buscando campos para sus inverna­
das. Lo que estaba cambiando eran la envergadura de estos emprendi-
mientos y la importancia que iban a cobrar.
En segundo lugar, para 1815 no era evidente que la actividad salade­
ril fuera lo lucrativa que luego se habría de demostrar. Tampoco la gana­
dería de exportación ocupaba el lugar en la econom ía regional que
habría de tener, y para su consolidación todavía habría que esperar va­
rios años. Por lo tanto, vista retrospectivamente, la apuesta inversora
resultó particularmente apropiada y ejemplifica la capacidad de adapta­
ción a las nuevas e inciertas circunstancias que algunos sujetos supie­
ron aprovechar. Sin embargo, para 1815 ese éxito lejos estaba de ser se­
guro. En rigor, la actividad ya había mostrado sus posibilidades en la
Banda Oriental antes de la revolución y era bastante lógico que así fue­
ra, pues esta zona era para entonces el principal territorio para la activi­
dad ganadera de exportación. A su vez, el crecimiento de la actividad
saladeril en Buenos Aires había comenzado con la misma revolución y
por iniciativa de mercaderes ingleses.
La decisión de acumular tierras en la frontera sur resultó ser particu­
larmente oportuna, aunque no estaba exenta de dificultades. Para enton­
ces, las posibilidades de emplear las tierras de la Banda Oriental y de
Entre Ríos estaban muy acotadas dada la situación de guerra casi perma­
nente que allí se vivía y que, al adoptar la forma de una guerra de recur­
sos, tendía a consumir el stock ganadero y tornaba extremadamente difi­
cultosa la tarea de afirmar los derechos de propiedad sobre tierras y
ganados y la disciplina de la mano de obra. A su vez, la zona ganadera más
importante del futuro territorio bonaerense seguía situada al norte pero, al
transformarse en una frontera de guerra con Santa Fe, su economía ha­
bría de quedar prácticamente devastada a fines de la década de 1810.
Apostar a las posibilidades de las tierras situadas en la frontera sur
era, entonces, una alternativa. Sin embargo, la decisión no respondía a
una inteligencia particular y estaba en línea con las orientaciones que
impulsaba el gobierno directorial, que fomentaba la colonización del
otro lado del Salado y propiciaba la entrega a particulares de tierras en
la zona. Para ello el gobierno desplegó algunas iniciativas destinadas a
afirmar el control estatal del territorio fronterizo y extenderlo al sur del
Salado, como la fundación del pueblo de Dolores, el establecimiento de
una guarnición en Kaquel Huincul y la formación de un presidio donde
debían concentrarse los prisioneros de guerra en Las Bruscas y que ha­
bría de denominarse Santa Elena.47
En todo caso, la velocidad del trámite de denuncia y transferencia
de las tierras situadas más allá del Salado —menos de un año—a la so­
ciedad Rosas-Terrero-Dorrego sugiere que las relaciones con el gobier­
no directorial deben de haber sido particularmente fluidas. Al conse­
guirlo la sociedad no sólo lograba ampliar sustancialmente su
patrimonio territorial sino que obtenía un cierto control del acceso al
río, un recurso de primer nivel para una ganadería en gran escala que
se desarrollaba sin cercos y que tenía como prioridad absoluta sujetar
el ganado a rodeo; como claramente se lo advertiría años después a
uno de sus administradores, “éste es el principal objeto que constan­
temente debe tenerse en vista porque esto es el alma de todo, a cuyo
cumplido efecto no deben dispensarse esfuerzos”.48 Y, como ya se dijo,
esa sociedad también apeló a otros mecanismos para acumular tierras,
como la compra a particulares.
La formación de sociedades en las cuales uno de sus miembros apor­
taba el capital total o principal y otros un capital menor y, sobre todo, su
capacidad de trabajo y saber específico no era tampoco una excepción
sino un rasgo característico de muchos de los contratos que hicieron
posible la expansión ganadera bonaerense y que parece haber suminis­
trado a los segundos posibilidades de acumulación.49 Era, además, un
modo de articular sujetos de diferentes ámbitos de socialización como
en este caso podrían ser Luis Dorrego y Rosas: aquél era un miembro de
la elite urbana, vinculado al comercio y formado en el Colegio de San
Carlos, que tuvo otras opciones y se convirtió en importante propietario
de tierras en la frontera norte, en Rojas y Salto.
Pero las relaciones con Dorrego y Terrero no eran las únicas a las que
Rosas podía apelar, y la red familiar de su madre lo vinculaba a una fa­
milia en franco ascenso, los Anchorena. Juan Esteban de Anchorena fue
el fundador de este linaje rioplatense y se había establecido en Buenos
Aires en 1751. Su éxito económico fue tal que legó a sus hijos un capital
y una densa trama de vínculos y relaciones sociales.50 Más adelante
volveremos a ocuparnos de esta decisiva relación.
Como vemos, había muchos otros prósperos hacendados en la fron­
tera sin y ni Rosas ni sus socios tenían un poder indiscutido en la zona.
Pero no todos ellos adquirieron el lugar que en el espacio político ad­
quirió Rosas. Resulta obvio, por tanto, que ese predicamento no puede
simplemente postularse como un simple producto de sus actividades
como administrador y propietario de estancias. Ello, por cierto, no sig­
nifica que esas actividades no fueran importantes para sustentar las pri­
meras intervenciones públicas de Rosas, tanto referidas a la necesidad
de imponer el orden social en la frontera sur como a la disputa abierta
por la actividad de los saladeros y el precio de la carne.

R o sa s y l a s t e n sio n e s so c ia les en la ca m pa ñ a
a fin es de la d éca d a de 1810

Cuando Rosas comenzaba a transformarse en un activo protagonista de


la vida social rural, la campaña estaba viviendo una transformación que
para entonces tenía un incierto futuro. Conviene, entonces, intentar una
aproximación a la visión que en él se estaba conformando de los proble­
mas y las tensiones sociales agrarias.
La aguda disputa abierta hacia 1817 por la actividad de los salade­
ros es un capítulo importante de esta historia y conviene detenerse en
ella por varios motivos. Primero porque permite registrar que la inter­
vención de Rosas en los debates públicos de la época había com enza­
do antes de 1820, año que ha sido considerado como el inicio de su
vida pública. Luego, porque a través de esa intervención es posible
identificar las ideas que para entonces tenía sobre la vida social y eco­
nóm ica rural. Por últim o, porque el debate que entonces se abrió ayu­
da a trazar un cuadro más rico de la situación de la campaña que cues­
tiona la imagen uniforme y m onolítica que se ha forjado de ella y que
sustenta la idea de que su población se encontraba en un estado de
disponibilidad para que Rosas la comandara a su antojo. Por tanto, si
logró forjar un gran predicamento en ella, lo logró a través de una
construcción política que, como todas, debe de haber estado plagada
de dificultades e incertidumbres.
El 31 de mayo de 1817 el director supremo Juan Martín de Pueyrre-
dón decretó la suspensión de la actividad de los saladeros porteños, en
respuesta a una petición de los abastecedores frente a la carestía de los
precios del ganado y de la carne. Esa decisión fue cuestionada por un
grupo de hacendados y saladeristas que elevaron una representación
colectiva defendiendo la “exportación libre de todos los frutos del país”
e impugnaron la actividad de los reseros que controlaban el mercado de
abasto de carne de la ciudad y que se habían expresado a través de un
manifiesto.
M ucha tinta, por cierto, ha corrido sobre esta disputa. Como indicó
hace tiempo Tulio Halperín, la versión canónica la ofreció José Inge­
nieros y apuntaba a subrayar el impacto económ ico y social de la for­
mación de la sociedad Dorrego-Terrero-Rosas (el “trust”, como lo cali­
ficaba el célebre sociólogo), un argumento que no tenía en cuenta la
modestia de sus inversiones y que ese saladero no era ni el primero ni
el más importante. Halperín también trazó un perfil de los saladeristas
señalando que, mientras Pedro Trápani era un barraquero oriental
muy ligado a mercaderes británicos, Rosas había hecho algún dinero
con la compra y el acarreo de ganado y todavía carecía de un pedazo
de tierra de su propiedad, aunque detrás de él se “adivinaba” la pre­
sencia de sus primos poderosos, los Anchorena, y que sus socios eran
ganaderos de mediano porte de la zona norte. Es decir, se trataba de un
grupo sin fuerte arraigo tradicional en el campo y mejor vinculado con
la clase política y m ercantil urbana y sus nuevos protagonistas. Adver­
tía tam bién que sobre ese perfil hacían hincapié sus oponentes, los
abastecedores del mercado de abasto urbano, quienes les imputaban
que se trataba de “sujetos pudientes a qual más acaudalado”, algunos
de los cuales estaban muy vinculados con com erciantes extranjeros y
entre quienes no faltaban “algunos Magnates autorizados no pocos
Doctores, uno u otro Hacendado de buen nombre y los Dependientes
de todos ellos”. Esos oponentes, en cambio, gustaron presentarse como
un conjunto de labradores, hacendados, reseros, abastecedores y arte­
sanos de modo que se trataba de un conglomerado heterogéneo que
contaba con un pequeño núcleo económicamente poderoso y una
clientela de dependientes. Eran ellos los que hasta entonces controla­
ban el mercado urbano de la carne, entre quienes figuraban algunos
destacados hacendados tales como Juan Miguens, Francisco Ramos
Mejía, Antonio Millán, José Domínguez y Lorenzo López, que fue
quien escribió la petición.51 Entre los firmantes estaban también hom­
bres tales como Tomás de Grigera, con fuerte influencia en la zona de
quintas de los arrabales, como se había demostrado en 1811.52 Se co­
rrobora, así, que los hacendados de la época estaban lejos de confor­
mar un grupo social homogéneo y que aun entre los principales de la
frontera sur había competencia y planteos contradictorios. También
que si Rosas llegó a construir un gran predicamento en la campaña
éste no era un resultado “natural” de la herencia familiar o de la pose­
sión de tierras. Como toda construcción política fue una construcción
social...
Con todo, resulta evidente que entre los defensores de la posición
contraria a los saladeros se encontraban los abastecedores que controla­
ban el abasto y que no estaban interesados en que los criadores encon­
traran otros compradores. En esas condiciones, la ciudad se vio sacudi­
da por la circulación de hojas sueltas y panfletos a favor y en contra de
la medida y, entre ellos, no pocos escritos en versos. Saldías reprodujo
parte de uno de ellos, titulado “Un nuevo hacendado de la guardia del
Tordillo”, que decía:

Estimable Millán, con cuánto gusto


Cantar quisiera de tu noble empeño
Los efectos felices que el Porteño
Va a reportar en venidero día
Si con tesón defiendes nuestra cría.

La hoja, entonces, buscaba identificar el reclamo de los abastecedores


con la felicidad de los porteños, a quienes se opondrían tanto Trápani
como “J.N.T.”, seguramente Juan Nepomuceno Terrero. Su principal
oponente: Antonio M illán, un hacendado mediano de Cañuelas dedica­
do al abastecimiento de ganado a la ciudad.
La respuesta no se hizo esperar y según Saldías fue escrita por León
Ortiz de Rozas. Llevaba por título “Carta gratulatoria al gratulador del
paisano M illán, por la famosa gratulatoria con que ha congratulado la
maldita oposición que aquél ha hecho del deshonor del país y desven­
taja de sus mejores intereses, el lucroso ramo de industria que le ofrecía
el establecimiento de salazones de carnes, con sus propios disonantes,
por el negro Mateo". Y, al parecer, los saladeristas convirtieron a don
León en su apoderado.53 Algunas razones tornan comprensible esta de­
cisión pues don León, además de las relaciones que tenía con varios de
estos saladeristas, no estaba alejado de la política porteña dado que en
1814 había sido elegido regidor del Cabildo y al año siguiente elector de
diputados por el pago de Magdalena.
Como vemos, la tensión que provocaba el aumento de los precios de
la carne era extrema y ganaba la naciente opinión pública porteña. Otro
buen ejemplo al respecto lo suministra otra hoja suelta de autor anóni­
mo que, probablemente provenga de esos años. Comenzaba del siguiente
modo:

Con que peor está que estaba,


Clama el Pueblo al justo Cielo,
En el País de la abundancia,
Sin alivio ni consuelo
La carne se vende al peso,
Y el carnicero mohíno,
Hace al peso un desatino
Con las piltrafas y hueso.
Clama el Pueblo del suceso;
No encuentra lo que deseaba,
Pues de lo que se pensaba
Quítase la carestía,
Se aumenta más cada día,
Con que peor está que estaba.

Y concluía así:
Si al rico solo es perjuicio,
El pobre va pereciendo;
¿Será bien que no comprehendo
Dure tan gran sacrificio?
No puede hacerse otro juicio
Al ver esa Tolerancia,
Que permite tal ganancia
A Piratas inhumanos
Y que nos matan tiranos
En el País de la abundancia.54

La tensión se explica pues la aparición de los saladeros vino a compli­


car el funcionamiento del mercado de la carne y fue acompañada por un
fuerte aumento de los precios, lo que resultaba completamente inusual
y ponía en tensión las relaciones entre el gobierno y la población urbana
acostumbrada a que una de las funciones primordiales del Cabildo y
base de su legitimidad fuera la regulación de los precios de consumo.
Importa ahora considerar la intervención de Rosas en este debate. En
abril de 1818, desde “la hacienda de Los Cerrillos”, elevó una presenta­
ción al director supremo.55 En ella partía de un principio preciso: “Todo
cuanto puede influir en dificultar la concurrencia de carnes al abasto es
un mal q.e demanda corrección”. Su presentación hacía suyas, entonces,
ideas que comenzaban a estar en boga y que postulaban como necesario
evitar “el monopolio en el mercado”, abandonando las “falsas ideas naci­
das en tiempos de ignorancia y de servidumbre”. No es ésta la imagen que
suele darse del discurso de Rosas presentado tantas veces como un nos­
tálgico apologista del orden colonial. Se advierte aquí que Rosas esgrimía
los típicos argumentos de orientación liberal que para entonces estaban
ganando enorme predicamento en la elite. Su intención era sacar la dis­
cusión del modo en que estaba planteada y defender la actividad de los
saladeros apuntando a resolver un conjunto más amplio de problemas en
la campaña. Por lo tanto, su primera proposición era que “la campaña del
Sud rico depósito de ganado mayor precisa de una policía rural ejecuti­
va”, pues en ella subsistía “una turba de ociosos, vagos y delincuentes”.
Los problemas de la ganadería, decía Rosas, no provenían de los salade­
ros sino de esta “turba” a la cual “se tolera, no se pesquisa, ni se persi­
gue”; más aún, también denunciaba que recibían la protección de aque-
líos que practicaban “las escasas sementeras” entre los terrenos de
estancias, esos “chacareros” de los cuales el Estado ni recibía ni debía
esperar beneficio alguno, argumentaba. Para 1818, por tanto, Rosas com­
partía el característico diagnóstico que muchos otros estaban señalando y
que identificaba a buena parte de los pobladores de la campaña como
sujetos sociales peligrosos para la afirmación de los derechos de propie­
dad y para el afianzamiento de la disciplina social y laboral.
Rosas apuntaba además a romper la supuesta homogeneidad de inte­
reses entre los abastecedores de carne señalando que entre ellos había
dos grandes grupos: por un lado, los que tenían “fondos y estancias”,
los “pudientes” que tenían “esclavos, peonada, carretillas, sitios donde
estaquillar los cueros, custodian el sebo y proporción p.a hacerse due­
ños de las achuras”; por otro, aquellos que no disponían de fondos o de
estancias y que “giran con su industria” y que se veían forzados a entrar
en dependencia de los primeros. Sin embargo, a pesar de una firme de­
fensa de lo imperioso que era afirmar el ejercicio de los derechos de
propiedad, Rosas no dejaba de advertir en su presentación que los pri­
meros eran los que siempre habían impuesto su-ley en el abasto, se har..
bían establecido como sus “dueños exclusivos” y hacían sufrir al pue­
blo la escasez y su “espantoso monopolio”. De este modo, su discurso
agrario estaba plagado de nociones liberales e ilustradas así como de
apelaciones clásicas y de referencias patriarcales al buen gobierno típi­
cas de la tradición política colonial que le permitían definir al director
sLipremo como un “Padre Universal” preocupado por la “turbación de
las clases infelices”.
No era éste el único contenido político de la presentación. Por el
contrario, una preocupación evidente era hallar una solución para los
problemas de la ciudad que no se constituyera en una “ofensa de la
propiedad de sus hermanos de Campaña”. Rosas, por tanto, rechazaba
terminantemente que fuera la escasez la causa de la carestía y que ella
fuera causada por los saladores; la atribuía, en cambio, a la “estimación
del fruto” producida por el “concurso de compradores” y se presentaba
para repudiar el “pernicioso concepto de algunos contra los saladores;
ó al vulgo de los Doctos, q.etambién de estos hai vulgo”. Lo que se bus­
caba a través de esas críticas, sostuvo, era que los abastecedores volvie­
ran a la dependencia en que habían estado hasta 1816 y que no tuvieran
más que un solo y monopólico comprador.
¿Cuál era la solución? Rosas asentaba un principio bien claro: “La
administración de este renglón por personas particulares y no por algu­
na autoridad”. Para ello aconsejaba que hiciera “una convocatoria de
los q.e hoy se titulan abastecedores, de los acendados q.e no lo son y
de los saladores, con libertad para asistir á los demás q.e quisieren”. En
esa reunión se podría establecer el número de reses diarias necesarias
para el consumo, definir los que se comprometerían individualmente a
hacerlo, fijando el precio de la carne “los respectivos dueños”. De este
modo, sostenía, “por la concurrencia de compradores y libertad del ha­
cendado p.a vender no hai peligro de q.e haya monopolio”. Para Rosas,
por tanto, la disputa no estaba planteada entre abastecedores y salade­
ristas sino entre “hacendados abastecedores, y estos son los enemigos
de los q.e no son abastecedores. Estos quieren libertad p.a vender, aque­
llos no quieren q.e la tengan”.
Algunas cosas quedan en claro a través de esta confrontación. En
primer término, que el sector con el cual aparecía alineado Rosas no
tenía aún el poder que habría de adquirir posteriormente. Por lo pronto,
los saladeristas no tuvieron la capacidad como para impedir que el di­
rector supremo suspendiera la actividad de los saladeros. Y se entienden
algunas de las razones de que así fuera: el precio de los alimentos y de
la carne en particular era un factor decisivo para el mantenimiento del
orden social urbano; cuando, además, ese aumento coincidía con el que
se estaba produciendo en los precios del trigo y el pan, la situación so­
cial podía tornarse particularmente tensa. Y eso era lo que estaba suce­
diendo en los últimos años de la década de 1810 de frecuentes y agudas
sequías, de notoria escasez de mano de obra tanto por la cantidad de
hombres sumados a las filas del ejército y las milicias como por la re­
tracción de los jornaleros migrantes de las provincias interiores ante la
franca posibilidad de ser incluidos en las levas y por la autorización de
vender trigo a la ciudad de Montevideo ocupada por los portugueses.
Que el temor gubernamental no era infundado se demostró en febrero
de 1819 cuando se hicieron ostensibles la insubordinación de la plebe
urbana y su repudio al gobierno directorial.56
En este sentido, el gobierno quedaba embretado entre una tradición
colonial que le imponía una intervención a favor del “bien común” para
preservar el orden social y las ideas liberales que habían ganado consenso
en amplios sectores de la elite desde la revolución, pero cuyos efectos
eran resistidos entre las clases populares. Situado en ese contexto el dis­
curso de Rosas frente al conflicto abierto con los saladeros aparece sus­
tentado en una combinación de ideas tradicionales y novedosas. Por un
lado, apelaba a nociones antiguas y subrayaba lo que el público quería
escuchar: se esperaba del gobierno un comportamiento paternal y que no
perjudicara a los más pobres; por otro, hacía suyas las nociones favora­
bles a la libertad de comercio y a la capacidad del mercado para regular
adecuadamente los precios. Era, entonces, un discurso más liberal de lo
que han querido admitir muchos de sus panegiristas. Y, sin embargo, era
un discurso liberal que no se resignaba a confiar en las fuerzas del merca­
do sino que buscaba ampliar sus bases de consenso social: así, mientras
convocaba a una firme persecución de los “vagos” y sus supuestos protec­
tores, los “chacareros” (una noción de raigambre colonial de la cual los
liberales bonaerenses —y muchos de los más firmes enemigos de Rosas-
hicieron también uso y abuso), al mismo tiempo apuntaba a conseguir el
apoyo de una infinidad de pequeños y medianos criadores liberándolos
del control que sobre el mercado.tenían los abastecedores.
Se advierte también que sus oponentes no expresaban un grupo ho­
mogéneo y que su accionar también se dirigía a obtener el favor del go­
bierno para preservar la situación tradicional pero buscando ganarse el
apoyo de otros grupos sociales, desde los labradores hasta los artesanos
urbanos.
Las posiciones de uno y otro bando tenían un lím ite infranqueable:
mientras cada uno buscaba obtener apoyo en la heterogénea población
rural al mismo tiempo debía evitar que su respectiva posición fuera
vista como peligrosa por la población urbana. De este modo, el conflic­
to no traducía una disputa entre ciudad y campo sino que el núcleo
dirigente de ambos bandos enfrentados estaba indisolublemente liga­
do a segmentos de la elite urbana. Y se entiende, pues la transforma­
ción económ ica y social que estaba en curso no había conformado una
clase terrateniente relativam ente homogénea y un liderazgo común.
Lo que queda claro, entonces, es que para 1818-1819 ni Rosas ni sus
aliados eran todavía los líderes indiscutidos de la campaña y ni si­
quiera lo eran de la campaña sur. En efecto, cabe advertir que entre los
partidarios de los abastecedores estaban algunos de los más prom inen­
tes propietarios de esa zona, tales como Miguens o Ramos Mejía. Por
otra parte, tampoco Rosas era, para entonces, el líder de los “gauchos”,
y sus proposiciones apuntaban muy clara y directamente a la persecu­
ción de los que así podían ser calificados.
La preocupación de Rosas por que se constituyera una efectiva poli­
cía de la campaña que hacía explícita a mediados de 1818 no era nueva.
Por el contrario, en diciembre de 1817 había presentado un escrito ante
el gobierno solicitando medidas de seguridad para la campaña sur y,
para Monte en particular. Según afirmaba desde que tomó posesión de
Los Cerrillos,

toqué prácticamente el desengaño que me hizo ver mayores los


peligros de esta por la multitud de hombres vagos y mal ocupa­
dos que esconde la campaña de Monte que por la proximidad
a los Indios. Aun no hace un año que se compró la estancia y ya
veo inevitable o ceder al desorden o acabar mis días por el orden
sin el precioso fruto de su logro. La campaña Señor Excelentísimo
abunda por todas partes de ociosos, mal entretenidos; pero con el
extremo que la del Monte, ninguna; pues parece elegida por estos
como un asilo de impunidad para hacerse dueños de lo ajeno, no
respetar la propiedad, ni las personas.

La presentación estaba muy claramente destinada a testimoniar la extre­


ma debilidad de la autoridad de los jueces territoriales y de los propie­
tarios rurales:

El poder de los jueces de partido es anual, y por grande que sea el


celo se debilita, no se respeta, o no se teme a las distancias. El de
los propietarios es ninguno; porque los que lo tienen en sus cam­
pos son los guapos, que por su muchedumbre hacen callar al ha­
cendado, que más de una vez siente haber expuesto su vida, para
no tener más que unos días solamente lejos de su vista a unos
seres perjudiciales polillas de las haciendas, y de los bienes de
campaña. Es imposible el orden en uno y otro, sin que lo respeten
y lo tengan los que habitan la campaña; y es imposible se consiga
esto, mientras las funciones de los Jueces no sean aliviadas y des­
cansen con las bien desempeñadas de una policía rural, al paso
que bien sostenidas. Apenas es cumplido un mes que fui acome­
tido en mi estancia; porque traté de impedir en ella corridas de
avestruces que se hacían por decenas de hombres, que con tal
pretexto corrían mis ganados, usaban de ellos, no los dejaban pas­
tar, y me los alzaban. Mi vida se salvó de entre los puñales; y
desde entonces solo pende mi existencia de un golpe seguro con
que la asesten los ociosos y mal ocupados.57

No es seguro que como Rosas afirmara esa situación fuera particularmen­


te crítica en el partido de Monte. En otras zonas de la campaña sur las
quejas de los propietarios por la proliferación de cuatreros y bandidos
e ra n crecientes. Así, por ejemplo, en 1 8 1 6 Francisco Ramos Mejía infor­
m a b a que una partida de más de veinte hombres armados estaba asolando
el partido de San Vicente y sus aledaños y que “ningún hacendado se
a n im a a hacerles frente” y temen remitirlos detenidos a la capital porque
luego serán liberados como ya habría sucedido con varios de ellos.58
Sin embargo, razones no le faltaban para estar preocupado. El con­
trol de la móvil y dispersa población rural era muy dificultoso, y tam­
bién lo era en la frontera sur pues en los montes de Tordillo, situados
más allá del Salado, funcionaban varias carboneras que abastecían a la
ciudad de Buenos Aires y que habían permitido la instalación de cente­
nares de personas casi completamente fuera de todo control oficial. Los
montes eran también destino de tropas de carretas, refugio de persegui­
dos de la justicia y —según las autoridades- de mujeres de “mal vivir”.
La zona era de muy difícil control al punto de que los peones de algunas
“faenas de carbón” estaban armados y llegaron a resistir el accionar de
los alcaldes de hermandad del partido de Chascomús que intentaban
ejercer su jurisdicción sobre la zona. A la cabeza de la más importante
de esas carbonerías estaba un teniente coronel retirado llamado Francis­
co Ramírez, instalado allí con permiso de un alcalde de la hermandad
de Chascomús. Sin embargo, desde la carbonería parecen haberse pro­
ducido infinidad de delitos, desde robos de ganado hasta el traslado de
mujeres solteras desde Buenos Aires que “se reparten con unos y otros”,
y se había constituido en el refugio de bandidos, vagos y desertores, la
faena de ganados ajenos y la venta clandestina de cueros. Se trataba de
un verdadero punto de atracción en la inmensa vastedad de las pampas
del sur: en torno de estos montes de árboles se habían concentrado ocu­
pantes de hecho, perseguidos, desertores y, además, eran una inevita­
ble escala de los circuitos de intercambios que articulaban la sociedad
criolla y el mundo indígena en el cual ocupaba un lugar clave una ver­
dadera “feria” que tenía lugar más al sur, en torno del Chapaleufú.59
La situación allí parece haberse tornado particularmente crítica des­
de 1815, cuando se decidió nombrar a un teniente de alcalde al sur del
Salado pero que poco pudo hacer para controlar esa población, y así
habría de continuar en los años siguientes, y para 1822 estos montes
eran descriptos como “infestados de gentes bandidas [...] desde cuyo
asilo hacen sus incursiones a las vecindades”, lo que hacía imperioso
—tal como Rosas lo había reclamado años an tes- establecer una “rigoro­
sa policía” a fin de que “desparezcan de ella, hombres y aun familias tan
inmorales y vagas”.60
En febrero de 1819, Rosas volvió a insistir con el tema cuando elevó
al Directorio una memoria proponiendo soluciones a los problemas que
afrontaba la campaña. Entre ellos estaba la necesidad de asegurar la
frontera de la amenaza que suponía la unión de vagabundos y algunas
parcialidades indígenas situadas al sur y, entre ellas, la constitución de
una sociedad de labradores y hacendados que auxiliase a la policía y
para asegurar y extender la frontera sur; para costear los 500 soldados
necesarios propuso la formación de una Junta de Hacendados que admi­
nistrara los fondos que iban a recaudarse.61
La preocupación estaba lejos de ser infundada: por el contrario, el
incremento notorio de las deserciones entre las fuerzas militares y m ili­
cianas, especialmente las que componían el llamado Ejército de Obser­
vación sobre Santa Fe, y las continuas incursiones de partidas santafe-
sinas en territorio bonaerense habían derivado a comienzos de 1819 en
una notable proliferación del bandolerismo rural y en la conformación
de partidas mixtas, integradas por desertores e indios, que comenzaron
a atacar la frontera y especialmente desde Lobos hacia el sur. A tal pun­
to llegó la situación que durante unos meses se asistió a la formación de
las primeras montoneras de que se tenga registro en el territorio bonae­
rense.62
De este modo, ni la fundación del pueblo de Dolores ni el presidio de
Santa Elena habían resuelto la situación. Tampoco la reconstrucción del
cuerpo de Blandengues de la Frontera, una tarea que comenzó hacia
1817 a iniciativa de los hacendados del sur y sólo para cubrir esta fron­
tera, y que apenas alcanzó a reunir un centenar de efectivos a sueldo y
de servicio permanente cuyo asentamiento estaba en la nueva guardia
ubicada al sur del Salado, Kaquel Huincul. Tal es así que para 1819 su
funcionamiento estaba nuevamente en discusión. A pesar de que el go­
bierno había intentado incentivar a los hacendados para que contribu­
yeran activamente “con sus personas y donativos”, prometiéndoles ser
preferidos en las concesiones de tierras a cambio de costear esa reorga­
nización, la tarea estaba pendiente y se reconocía que “la suma reunida
por los hacendados no es suficiente para los gastos que ocasiona la tro­
pa, ni el pequeño número de que esta se compone podrá resguardar una
campaña tan vasta”; a tal fin, el gobierno convocó a reunión de hacen­
dados en la cual cada uno debía definir la cantidad de hombres que
podría mantener. La respuesta no debe de haber entusiasmado al gobier­
no, pues 23 hacendados se comprometieron a hacerse cargo de mante­
ner a tan sólo 32 efectivos. Entre ellos estaba Juan Manuel de Rosas, que
se comprometió a mantener solamente a dos.63
Aunque se ha querido ver en estas “soluciones” la formación de un
“ejército privado” de los hacendados del sur, el argumento debería ser
revisado. Por lo pronto, iba completamente en línea con otras decisio­
nes del gobierno directorial, que había decidido en 1817 transferir a los
comandantes de las guardias fronterizas su “gobierno económ ico” y que
el sostenimiento y aprovisionamiento de las guarniciones de frontera
quedaran exclusivamente en manos de los respectivos vecindarios. Era
una demostración palpable de la crisis fiscal existente y de la imposibi­
lidad del Directorio para afrontar a un mismo tiempo los costos de la
guerra de independencia, la guerra que lo empantanaba en el Litoral y
la defensa fronteriza. Por otra parte, también iba en línea con la tradi­
ción colonial que había constituido los Blandengues instaurando un
ramo de guerra con lo recaudado de las extracciones de cueros de la
jurisdicción. Los Blandengues que se intentaba reconstituir no eran, en­
tonces, un ejército privado sino una fuerza estatal comandada por ofi­
ciales regulares y sostenida con recursos —hombres y dinero—locales, al
mejor estilo colonial. Y también demostraba las limitadas posibilidades
de los hacendados de convertirse en eficaces reclutadores pues el pro­
medio de hombres que aportaban ni siquiera llegaba a dos por hacenda­
do. ¿De dónde salieron, entonces, los escasos reclutas? Básicamente de
los imputados como “vagos” que pudieran enrolarse forzadamente en la
campaña sur y de prisioneros de la ciudad destinados a esa fuerza
para cum plir sus penas. El resultado era previsible: esa fuerza fue
muy reducida y extremadamente resistente a la disciplina militar, tanto
por el origen de los reclutas como por su exigencia a ser tratados como
milicianos, aunque formalmente no lo eran. En ese sentido, sus oficiales
fueron muy claros: “No había oficial alguno que lograra detener los ex­
cesos acostumbrados de esta tropa”.64
Conviene tenerlo presente frente a los relatos que han supuesto que
Rosas o los hacendados estaban en condiciones de imponer su volun­
tad, su ley y su autoridad en la campaña del sur y movilizar a la pobla­
ción rural a su antojo. Si algo no había en la campaña sur a fines de la
década de 1810 era una peonada dócil y sometida.
En ese contexto deberían leerse las famosas instrucciones que Rosas
les impartió a los mayordomos de las estancias que administraba en
1819. Por lo pronto, porque no pueden ser leídas como expresión de
una situación típica: para entonces eran muy pocas las estancias que
contaban con este tipo de administradores, y las que los tenían eran
aquellas que, como en este caso, se componían de varios establecimien­
tos y formaban parte de una casa mercantil más grande y diversificada.
A su vez, tampoco conviene leerlas como una descripción de la realidad
sino más bien cómo ios deseos y los objetivos que se planteaba Rosas
para mejorar su administración. En ese sentido, las instrucciones ofrecen
algunas pistas de las restricciones que se afrontaban. Con seguridad una
preocupación primordial estaba orientada a lograr la afirmación de los
derechos de propiedad no sólo sobre la tierra sino sobre el conjunto de
los recursos. De este modo Rosas era muy taxativo en una indicación:
“No debe consentirse que se pueble nadie absolutamente, a no ser algu­
no que yo en persona lo lleve y lo pueble”. Rosas, entonces, debía resig­
narse a admitir “pobladores” en sus estancias y aspiraba a que s ó lo se
poblaran aquellos con los que tenía un trato directo, limitando la a u to ­
nomía de mayordomos y capataces. Del mismo modo, los instruía para
que impidieran el accionar de nutrieros y pulperos, y a los p o b la d o re s
situados allí donde no llegaban las haciendas debía encargárseles la vi­
gilancia de los confines de las estancias, condición requerida para dar­
les permiso para vivir en esos terrenos; sin embargo, esa situación sólo
la admitía para Los Cerrillos. Por otra parte, esas instrucciones busca­
ban mantener buenas relaciones con los vecinos y expresamente esta­
blecían que cuando vinieran a pedir rodeo los capataces debían dárselo
inmediatamente cualquier día que fuere.65
C o m o s e h a s e ñ a la d o , la c o s tu m b r e a n tig u a h a c í a q u e e s te tip o d e
a rre g lo s fu e r a d i f í c i l d e e r r a d ic a r , a v e c e s p o r la c o n v e n ie n c i a d e l t i ­
tu la r de la tie r r a q u e n o e n c o n tr a b a a lte r n a tiv a s e n e l m e r c a d o de
tr a b a jo o lo u t iliz a b a c o m o fo rm a d e r e a fir m a r s u s d e r e c h o s de p r o ­
p ie d a d fr e n te a s u s lin d e r o s y e l E s ta d o , p e ro ta m b ié n p o r q u e era
a c e p ta d o c o m o u n d e r e c h o p o r p a r te d e p o b la d o r e s e n s it u a c i ó n d e
e x tr e m a n e c e s id a d fr e n te a p r o p ie ta r io s q u e t e n ía n r e c u r s o s t e r r i t o ­
r ia le s q u e s e c o n s id e r a b a n s u b u tiliz a d o s . L o q u e r e s u lt a c la r o e s q u e
la s i n s t r u c c i o n e s —a to n o c o n l a v a lo r iz a c ió n q u e s e e s ta b a o p e r a n d o
d e lo s r e c u r s o s a g r a r io s — a p u n ta b a n a p r o h ib ir e l d e s a r r o llo d e a c t i ­
v id a d e s t r a d i c io n a le s q u e c u e s t io n a b a n e l d o m in io d e l te r r e n o p o r e l
p r o p ie ta r io ; y a n o s e a c e p ta r ía la p r e s e n c ia d e c a z a d o r e s d e a v e s tr u ­
c e s o n u tr ia s s in a u t o r iz a c ió n e x p r e s a d e l p r o p ie ta r io , n i ta m p o c o la
u t il iz a c i ó n d e la l e ñ a d e s u s m o n te s u o tro s r e c u r s o s . D e la m is m a
m a n e r a p r o h ib ía n la r e a li z a c i ó n d e a c tiv id a d e s p o r c u e n ta p r o p ia
p o r p a r te d e lo s e m p le a d o s , e r r a d ic a n d o s u s c u ltiv o s y la c r í a d e a n i ­
m a le s , a u n lo s d e g r a n ja , a s í c o m o im p e d ía la i n s t a la c i ó n y e l p a s a je
d e “p u lp e r o s v o la n t e s ” p o r . s u s p r o p ie d a d e s , c o n s id e r a d o s c o m o
a lia d o s d e c u á tr e r o s y lD fg e ó s T 8®’**
E l p a n o r a m a q u e h e m o s in te n ta d o r e c o n s tr u ir h a s ta a q u í a d v ie r te
q u e a fin e s d e la d é c a d a d e 1 8 1 0 lo s a tr ib u to s m á s c a r a c te r ís tic o s e m ­
p le a d o s p a ra e x p lic a r e l lid e ra z g o d e R o s a s e n la c a m p a ñ a e s ta b a n
m u y le jo s d e h a b e r s id o a d q u ir id o s . C o m o se h a v is to , to d a v ía n o era
n i u n o de lo s p r in c ip a le s p r o p ie ta r io s n i e l líd e r d e e se s e c to r s o c ia l.
T a m p o c o e ra u n a lto o fic ia l m ilic ia n o , y e n su a c tu a c ió n p ú b lic a ta m ­
p o co a p a r e c ía d e fe n d ie n d o o in v o c a n d o lo s d e r e c h o s d e lo s p a is a n o s
ni h a y e v id e n c ia s firm e s p a ra s o s te n e r q u e va tu v ie ra un g ran p re s tig io
nu tre e llo s . R o s a s y su p a d re y a e s ta b a n in te r v in ie n d o en la e sfe ra p ú ­
b lic a . p e ro ni a él n i a su fa m ilia p o d ría a s ig n á r s e le s el p r e d ic a m e n to
q u e m ás ta rd e h a b r ía de te n e r e n tre la p o b la c ió n ru ra l. N o era un c o n s ­
p ic u o m ie m b ro d e la e lite s o c ia l de la é p o c a p e ro ta m p o c o u n h o m b re
s itu a d o ai m a rg e n d e e lla . S u s b a se s e c o n ó m ic a s y s o c ia le s d e s u s te n ­
ta c ió n a fin e s d e la d é c a d a de 1 8 1 0 n o lo p r e d e s tin a b a n , p o r c ie r to , a
ju g a r e l p a p e l p o lít i c o q u e lu e g o te n d r ía .
N otas

I Juan Manuel Ortiz de Rozas a su padre, Campamento de Galíndez, 22 de octubre


de 1820, en Adolfo Saldías: Papeles de Rozas. Tomo I, 1820-1824, Buenos Aires,
Antártida, 1948, pp. 37-38.
- Lucio V. Mansilla: Rozas. Ensayo histórico-psicológico, Buenos Aires, La Cultura
Argentina, 1925.
3 Tulio Halperín Donghi: Revolución y guerra..., pp. 52-78.
4 Carlos Mayo: Porque la quiero tanto. Historia del amor en la sociedad rioplatense
(1750-1860), Buenos Aires, Biblos, 2004, p. 26.
5 Mariana Pérez: En busca de mejor fortuna. Los inmigrantes españoles en Buenos
Aires desde el Virreinato a la Revolución de Mayo, Buenos Aires, UNGS-Prome-
teo Libros, 2004.
6 En este sentido, el famoso y sonado matrimonio entre Mariquita Sánchez y Martín
Thompson en 1801 resulta emblemático: véase Graciela Batticuore: Mariquita
Sánchez. Bajo el signo de la revolución, Buenos Aires, Edhasa, 2011, especial­
mente pp. 38-57.
7 Susan Socolow: “Parejas bien constituidas: la elección matrimonial en la Argentina
colonial, 1778-1810”, en Anuario IEHS, N° 5 ,1990, pp. 133-160; Los mercaderes del
Buenos Aires virreinal: familia y comercio, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1991,
8 Zacarías Moutonkias: “Réseaux persoriheís et autorité coloniale: les négociants de
Buenos Aires au XVIIIe siécle”, en Annales, ESC, N°“ 4-5, 1992, pp. 889-915.
9 Citado en María Sáenz Quesada: Mujeres de Rosas, Buenos Aires, Planeta, 1991, p. 9.
10John Lynch: Juan M anuel..., op. cit., p. 19.
II Lucio V. Mansilla: Mis memorias. Infancia - Adolescencia, París, Casa Editorial
Garnier Hermanos, 1904. pp. 32-33.
12Intentos no faltaron, como el que realizó José María Ramos Mejía en L as neurosis
d e los h om b res céleb res en la historia argentina. Buenos Aires, La Cultura Argen­
tina, 1915, quien afirmaba que el "estado anóm alo" de Rosas era un producto
"heredado por línea materna” dado que su madre presentaba "manifestaciones
claras de un estado nervioso acentuado, de un histerismo evidente" v por ello no
dudaba en adjudicarle un “carácter excitable, violento v varonil": véase esp ecial­
mente el capítulo IV de la primera parte.
1:1 Carlos Ibarguren: Juan M anuel de R osas: su vida, su drama, su tiempo, Buenos
Aires. Theoria, 1962, pp. 8-12: Mario López de Osornio: Don C lem en te L óp ez de
Osornio. Vida de¡ a b u elo d e R osas. Buenos Aires. Editora y Distribuidora del
Plata, 1950.
14Raúl O. Fradkin: “¿Estancieros, hacendados o terratenientes? La formación de la
clase terrateniente porteña y el uso de las categorías históricas y analíticas”, en
Marta Bonaudo y Alfredo Pucciarelli: La problemática agraria. Nuevas aproxima­
ciones, I, Buenos Aires, CEAL, 1993, pp. 17-58.
15 Carlos Mayo: “Landled but not Powerful: The Colonial Estancieros of Buenos Aires
(1750-1810)”, en Hispanic American Historical Review, 71:4,1991, pp. 761-779.
16 Un análisis del funcionamiento de esta estancia tras la muerte de don Clemente
en Samuel Amaral: The Rise o f Capitalism on the Pampas. The Estancias of Bue­
nos Aires. 1785-1870, Cambridge, Cambridge University Press, 1998, pp. 21-54.
17 María Eugenia Alemano y Florencia Carlón: “Prácticas defensivas, conflictos y au­
toridades en la frontera bonaerense. Los pagos de Magdalena y Pergamino (1752-
1780)”, en Anuario de Instituto de Historia Argentina, N° 9, 2009, pp. 15-42.
18 La información reseñada proviene de María Eugenia Alemano y Florencia Carlón:
op. cit.; Florencia Carlón: “Sobre la articulación defensiva en la frontera sur bo­
naerense a mediados del siglo XVIII: un análisis a partir de la conflictividad ínte-
rétníca”, en Anuario del Centro de Estudios Históricos “Prof. Carlos S. A. Segre-
ti”, Año 8, N° 8, 2008, pp. 277-298; y “Red defensiva y construcción de poderes
locales en la frontera sur bonaerense a mediados del siglo XVIII: la trayectoria de
Clemente López Osornio”, ponencia presentada a las XII Jornadas Inter-Escuelas
y Departamentos de Historia, Bariloche, 28 al 31 de octubre de 2009; Carlos Mayo y
Amalia Latrubesse: Terratenientes, soldados y cautivos: la frontera (1736-1815),
Mar del Plata, UNMDP, 1993, p. 44.
10 Samuel Amaral: The R ise..., op. cit., pp. 26 y 29.
20 Juan C. Garavaglia: “Un siglo de estancias en la campaña de Buenos Aires: 1751 a
1853”, en Hisprinic American Historical lleview, 79:4, 1999, pp. 703-734.
21 Raúl O. Fradkin: “El Gremio de Hacendados en Buenos Aires durante la segunda
mitad del siglo XVIII”, en Cuadernos de Historia Regional, N° 8, 1987, pp. 72-96.
22 Graciela Batticuore, Mariquita Sánchez..., op. cit., pp. 160-161.
2:1 "Buenos Aires”, en La verdad desnuda. Periódico político y literario, Tomo II,
N" 12, Guayaquil, 21 de marzo d e -1840, pp. 184-185.
24 Adolfo Saldías: Historia de la Conferederación Argentina. Rozas y su época. Bue­
nos Aires, El Ateneo, Tomo 1. p. 11.
|uan C. Garavaglia: Construir el Estado. Inventar la-nación. El Río d e la P iala, s i­
glos XVUI-XIX. Buenos Aires. Prometeo Libros. 2007. p. 262.
211 Jacinto Yaben: Los Balcarce. Buenos Aires, Cuatreras. 1943.
Bilbao sostiene que León se incorporó al ejército como cadete a ¡a edad de nueve
años, un modo predominante deform ara los futuros oficiales: Manuel Bilbao: His­
toria d e liosas. Buenos Aires. Imprenta de ¡a calle Moreno. Ifi98. Tomo 1. p. 96.
2i: Diego Barros Arana: H istoria G eneral d e Chile. Santiago. Editorial Universitaria.
2000. Tomo VI. pp. 125-127.
"'Saldías, apoyándose en Funes, sostuvo que la negociación de su libertad fue
factible por el “agradecido recuerdo” que esos indios conservaban del gober­
nador Domingo Ortiz de Rozas, con quien habían pactado tratados de paz y
amistad; Adolfo Saldías: Historia..., op. cit., El Ateneo, Tomo I, pp. 15-16;
Gregorio Funes: Ensayo de la Historia Civil de Buenos Aires, Tucumán y Paraguay,
Buenos Aires, Imprenta Bonaerense, 1856, Tomo 2, pp. 2 8 1-282; Ernesto Ce­
lesia: Rosas. Aportes para su historia, Buenos Aires, Goncourt, 1957. Tomo I,
pp. 16-20.
30 Citado en María Sáenz Quesada: Mujeres d e..., op. cit., pp. 14-15.
:!1 Saldías lo atribuyó a la necesidad de pasar a administrar la estancia heredada de
su suegro, pero Celesia sostuvo que se debió a su actuación durante su desarro­
llo. Lo cierto es que a principios de 1807 estaba arrestado en casa del subinspec­
tor Pedro de Arze por haber desobedecido la orden de Sobremonte de presentar­
se en Montevideo; Archivo General de la Nación (AGN), Sala IX-28-8-3.
32 Pedro de Angelis: Ensayo histórico sobre la vida del Exmo. Señor D. Juan Manuel
de Rosas, Gobernador y Capitán General de la Provincia de Buenos Aires, Buenos
Aires, Imprenta del Estado, 1830, p. 7.
33 Jorge Myers: “Rosas (1793-1877)”, en Jorge Lafforgue: Historias de caudillos ar­
gentinos, Buenos Aires, Alfaguara, 1999, p. 287.
34 Ésa, al menos, era la impresión de un diplomático francés; véase José L. Busani­
che: Rosas visto p o r sus contemporáneos, Buenos Aires, Eudeba, 1973, p. 84.
35 Los cinco volúmenes estaban incluidos en la Biblioteca “La Tradición Argentina”
editada en Buenos Aires por J. C. Rovira Editor en 1932.
36 Manuel Bilbao sitúa ese momento crucial hacia 1811, cuando el joven Rosas ten­
dría tan sólo dieciocho años, demasiado pronto como para que la narración de
Gutiérrez pueda tomarse como fidedigna.
37 Lucio V. Mansilla: Rozas. Ensayo..., op. cit., cap. I. Algunas versiones atribuyen
el cambio de la zeta por una ese como un acto de rebeldía de Juan Manuel frente
a la decisión familiar de colocarlo como dependiente en una tienda de Idelfonso
Paso. Celesia descree de ella y sostuvo que lo más posible es que se debiera a su
poca instrucción: Rosas..., op. cit., Tomo I, p. 24.
3ttPierre Bourdieu: Razones prácticas..., op. cit., pp. 74-83.
:mSegún Bilbao, para obtener la autorización de los padres de Rosas, Encarnación le
escribió una carta a Rosas dando a entender que debía apresurarse a pedir su
mano, que él dejó al alcance de la madre. Al verla, doña Agustina fue a ver a la
madre de ella y acordaron el matrimonio. Manuel Bilbao: Historia.... op. cit.. p. 99.
La oposición de su madre a este casamiento es uno de los temas centrales del re­
lato novelado de Eduardo Gutiérrez. Historia.... op. cit.
411Andrea Reguera: “Por el testamento habla la red. Estancias, bienes y vínculos ele
la trama empresarial de Juan Manuel de Rosas (Argentina, siglo XIX)". en Boletín
Americanista, Año LIX, N" 59, 2009, pp. 14-28.
41 Carta de Rosas a Josefa Gómez, 2 de marzo de 1869, en Adolfo Saldías: Historia....
op. cit., El Ateneo, Tomo I, p. 20.
42 José Rivera Indarte: Rosas y sus opositores, Buenos Aires, Imprenta de Mayo,
1853, p. 162.
43 Jorge Gelman: “Las condiciones del crecimiento estanciero en el Buenos Aires de
la primera mitad del siglo XIX. Trabajo, salarios y conflictos en las estancias de Ro­
sas”, en Jorge Gelman, Juan C. Garavaglia y Blanca Zeberio (comps.): Expansión
capitalista y transformaciones regionales. Relaciones sociales y empresas agra­
rias en la Argentina del siglo XIX, Buenos Aires, La Colmena-UNICEN, 1999, pp.
78-79.
44 Guillermo Banzato: La expansión de la frontera bonaerense. Posesión y propie­
dad de la tierra en Chascomús, Ranchos y Monte, 1780-1880, Bernal, Universidad
Nacional de Quilines, 2005, pp. 45-56 y 64.
45 “Al Público. Por los herederos del finado D. Antonio Dorna del escandaloso pleito
seguido contra D. Juan N. Terrero”, Buenos Aires, Imprenta de La Tribuna, 1856.
46 Ernesto Celesia, Rosas..., op. cit., Tomo I, pp. 49-51.
47 María Elena Infesta: “Aportes para el estudio del poblamiento en la frontera del
Salado”, en Estudios sobre la Provincia de Buenos Aires, La Plata, AHPBA, 1986,
pp. 61-76; Raúl O. Fradkin y Silvia Ratto: “¿Un modelo borbónico para defender
la frontera? El presidio de Santa Elena en el sur de Buenos Aires (1817-1820)”, en
Páginas. Revista Digital de la Escuela de Historia, Facultad de Humanidades y
Artes de la UNR, Año 2, N° 3, Rosario, 2010 (en línea), http://www.revistapagi-
nas.com.ar.
48 De este modo, los cálculos como el que realizara John Lynch que postularon que
para entonces ese patrimonio superaba las 300.000 hectáreas parecen extremada­
mente exagerados. Jorge Gelman: Rosas, estanciero. Gobierno y expansión gana­
dera, Buenos Aires, Capital Intelectual, 2005, pp. 24 y 28.
4n Raúl O. Fradkin: “Los contratos rurales y la transformación de la campaña
Buenos Aires durante la expansión ganadera (1820-1840)”, en Raúl O. Fradkin y
Juan C. Garavaglia (eds.): En busca de un tiempo perdido. La economía de Buenos
Aires en el país de la abundancia, 1750-1865, Buenos Aires, Prometeo Libros,
2004, pp. 195-233.
r" Véanse, al respecto, Roy Hora: "Los Anchorena: patrones de inversión, fortuna y ne­
gocios (1760-1950)”, en A m érica Latina en la Historia E conóm ica. N" 37. 2012, pp.
39-66: Vilma Milletich: “La formación del capital de un comerciante porteño: Juan
Esteban de Anchorena, 1750-1775”, en A nuario IEHS. N" 21. 2006. pp. 31.1-329.
Tulio Halperín Donghi: La fo rm a ció n d e ¡a cla se terrateniente: l)onaernnse. Bue­
nos Aires. Prometeo Libros. 2005. pp. 51-52.
fuan C . Garavaglia: P astores y la b ra d o res d e B u en os Aires. Una historia agraria do
la ca m p a ñ a b on aeren se. 1700-1830. Buenos Aires, Ediciones de la Flor/IEHS/
Universidad Pablo de Olavide, 1999, p. 230.
Adolfo Saldías, H istoria..., op. cit.. El Ateneo. Tomo i. pp. 21-26.
34 AGN, Biblioteca Nacional, 4595. Véase a propósito de este panfleto: Raúl O. Frad­
kin y Juan C. Garavaglia: “Introducción”, En bu sca d e un tiem po p e r d id o ..., op.
cit.. pp. 7-19.
33 “Proyecto de Juan Manuel de Rosas sobre la escasez y la carestía de la carne”, 10
de abril de 1818, en Arturo Sampay: Las ideas políticas de fuan Manuel de Rosas,
Buenos Aires. Juárez Editor, 1972, pp. 89-96.
56 Gabriel Di Meglio: “Las palabras de Manul. La plebe porteña y la política en los
años revolucionarios”, en Raúl O. Fradkin (comp.): ¿ Y el pueblo dónde está?
Contribuciones para una historia popular de la revolución de independencia en
el Río de la Plata, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2008, pp. 67-106.
57 Citado en Alfredo Montoya: Historia de los sa la d e r o s argentinos, Buenos Aires,
El Coloquio, 1970, pp. 45-46.
58 Francisco Ramos Mejía a Francisco de Uzal, Los Tapiales, 25 de noviembre de
1816, en AGN, X-9-3-2.
50 Alejandra Mascioli: “Desafiando y resistiendo a la autoridad. La carbonería de
Francisco Ramírez en los montes del Tordillo a inicios del siglo XIX”, en Gabriela
Dalla Corte y otros (coords.): Homogeneidad, diferencia y exclusión en América.
Encuentro-debate América Latina ayer y hoy, Barcelona, Universitat de Barcelona,
2005, pp. 73-84; Marta Bechis: “Dé hermanos a enemigos: los comienzos del con­
flicto entre los criollos republicanos y los aborígenes del área arauco-pampeana,
1814-1818”, en Susana O. Bandieri (coord.): Cruzando la Cordillera... La frontera
argentino-chilena como espacio social. Siglos XIX y XX, Serie Publicaciones CE-
HIR, Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional del Comahue, Año 1,
N° 1, Neuquén, 2001, pp. 65-99. Debe tenerse en cuenta que esa situación perduró
por largo tiempo y que recién en 1878 la Ley N° 1183 puso en venta estas tierras.
60 Pedro Andrés García: Diario de la expedición de 1822 a los campos del sud de
Buenos Aires desde Morón hasta la Sierra de la Ventana, Buenos Aires, Imprenta
del Estado, 1836, p. 22.
61 Adolfo Saldías, Historia..., op. cit., El Ateneo, Tomo I, pp. 28-29.
6- Raúl O. Fradkin y Silvia Ratto: “Desertores, bandidos e indios en las fronteras de
Buenos Aires, 1815-1819”, en Secuencia. Revista de Historia y Ciencias Sociales,
N° 75, 2009, pp. 13-41.
,i:'Diana Duart: “Cien años de vaivenes. La frontera bonaerense (1776-1870)”. en
Carlos Mayo (ed.): Vivir en la fron tera. La casa , la dieta, la pu lp ería, la escu ela
(1770-1870). Buenos Aires. Biblos. 2000, p. 28.
''4 Raúl O. Fradkin: “Los usos de la violencia. La campaña de Buenos Aires durante
ia década de 1810 vista a través de los sumarios y partes militares", en liles i Im­
pelís. N" 15. 2013. pp. 11-27.
ur' Juan Manuel de Rosas: In stru cc io n e s a los m ayordom os de esta n cia s. Buenos Ai­
res. Ediciones Theoria. 1992.
'■' Jorge Gelman: "Derechos de propiedad, crecimiento económico y desigualdad
en la región pampeana. Siglos XVIII y XIX”, en Historia Agraria. N" 37. 2005.
pp. 467-488.
Capítulo 2
“¡Odio eterno a los tumultos!”
Rosas en la crisis de 1820

El año 1 8 2 0 ha sido motivo de auténtica fascinación para aquellos que


han intentado explorar la historia de la era revolucionaria. Y, por tanto,
a partir de lo que entonces sucedió se han formulado las más variopin­
tas interpretaciones Así, por ejemplo, a fin del siglo XIX Ernesto Quesa-
da consideraba que esa crisis habría dado origen a un período al que
podría denominarse “la edad media argentina”.1 Pero quizá pocas evi­
dencias pongan más de manifiesto su importancia que la referencia que
Rodolfo Walsh le hiciera a la conducción de Montoneros a comienzos
de 1 9 7 7 : “Un oficial montonero conoce, en general, cómo Lenin y Trots-
k y se adueñan de San Petersburgo en 1 9 1 7 , pero ignora cómo Martín
Rodríguez y Rosas se apoderan de Buenos Aires en 1 8 2 1 ”.2
P a ra n u e s t r o t e m a se trata d e u n a c u e s t i ó n c e n tr a l , p u e s la h i s t o r i a y
la b io g r a fía c o n v e r g ie r o n e h i c i e r o n de 1 8 2 0 u n m o m e n t o d e i n f l e x ió n .
Y, al r e s p e c t o , e x i s t e u n a m p l i o c o n s e n s o e n tr e los h i s to r i a d o r e s , c u a l ­
q u ie r a s ea s u v i s i ó n d e R o s a s : t o d o s c o i n c i d e n en q u e en e se m o m e n t o
s e p r o d u jo su i r r u p c i ó n e n la e s c e n a p ú b l i c a p o rte ñ a . A u n q u e , c o m o se
ha v is to en el c a p í t u l o a n te rio r, e se re la to p u e d e ser r e la t iv iz a d o , c o n ­
v i e n e re c o r d a r q u e fu e r o n el p r o p io R o s a s y ta m b i é n el r o s i s m o los que
p o s t u l a r o n ese a ñ o c o m o el m o m e n t o de i n fle x ió n en su tra y e c to ria .
A s í, en 1 8 3 0 la I m p r e n t a del E s ta d o p u b l i c a b a el E n s a y o h i s t ó r i c o d e
la v id a d e l E x m o . Sr. D o n Ju a n M a n u e l d e R o s a s d o n d e se afirm a b a :

En medio del espíritu de insubordinación que se había manifesta­


do en todas las clases, por la insuficiencia de las leyes, la debili­
dad o tolerancia de los magistrados, solo existíá en la provincia
una autoridad que fuese respetada, y que sin embargo no emana­
ba de ningtin poder, y era D. Juan Manuel de Rosas. Desde que se
había resuelto a vivir en sus tierras, había sentido la necesidad de
granjearse el afecto de los habitantes del campo, sobre los cuales
había tomado cierto ascendiente, participando de s l i s trabajos,
mezclándose en sus diversiones, auxiliándoles en sus desgracias;
mostrándose, en fin, justo, humano y compasivo con todos. Su
casa se convirtió en asilo para los desvalidos.3

Este registro es por demás significativo puesto que su explicación, al


margen de adjetivos y de valoraciones disímiles y contrapuestas que
han atravesado las interpretaciones históricas desde entonces, giraba
en torno de un argumento que ha sido infinitas veces retomado y rei­
terado: la súbita transformación de Rosas en una figura central de la
política porteña durante ese año sería el producto del predicamento y
el poder que ya tendría en la campaña. Por eso autores tan diferentes
apelaron a una lógica narrativa muy semejante: Saldías tituló el pri­
mer capítulo de su Historia de la Confederación Argentina justamente
“Rozas y las campañas”, Levene comenzó su La anarquía de 1820 y la
iniciación de la vida pública de Rosas con un capítulo titulado “La
campaña de Buenos Aires y su fisonomía después de la Revolución de
Mayo. La vida de Rosas consagrada al campo”, y Lynch inició su bio­
grafía de Rosas con un capítulo que llevaba por título “Señor de las
llanuras”.
Pero no alcanza con esa constatación, pues la cuestión tiene otras
implicancias. Lo que aquella biografía oficial de Rosas de 1830 venía a
poner en el centro de la atención no era sólo el papel que él había juga­
do sino la memoria que la sociedad porteña tenía d e la convulsión s o ­
cial que había vivido Buenos Aires diez años.antes. Tal c o m o lo habían
hecho muchos integrantes de la elite porteña, el fa m o s o a ñ o X X fue
entendido como el año de la “anarquía”. Así, en u n o de los te s tim o n i o s
más transitados pero también más jugosos d e estos sucesos. Juan Ma­
nuel Beruti anotaba en esa suerte de diario personal q u e venía l le v a n d o :
“Cómo se conoce la anarquía que ni el que gobierna se hace respetar,
por ser insolente que no guarda decoro ni el súbdito se lo guarda al g o ­
bernante, pues cada uno hace lo que quiere y queda impune”.4
Beruti no empleaba el término “anarquía” para hacer referencia a la
ausencia de todo gobierno sino a la desobediencia generalizada hacia
la autoridad. Y, en esa misma dirección, agregaba:
Desgraciado pueblo, que no hay gobierno que se ponga que los
malvados no traten de quitarlo porque no es de su facción, de
manera que no hay orden, subordinación ni respeto a las autori­
dades, cada uno hace lo que quiere, los delitos quedan impunes y
la patria se ve una verdadera anarquía, llena de partidos y ex­
puesta a ser víctima de la ínfima plebe, que se halla armada, inso­
lente y deseosa de abatir la gente decente, arruinarlos e igualarlos
a su calidad y miseria.5

Alcanza con recuperar estas dos anotaciones para advertir el sentido


que podía tener para un miembro de la elite letrada porteña el uso del
término anarquía. Y se registra con claridad que con él no sólo se aludía
al debilitamiento de la autoridad y la subordinación: en un contexto en
el cual “cada uno hace lo que quiere”, el peligro que se abría ante sus
ojos era que “la gente decente” y la misma “patria” —dos nociones no
sólo inseparables sino para él prácticamente idénticas- pudieran ser
víctimas de la “ínfima plebe”. Se abría la posibilidad de que una ame­
naza inédita, de una igualación social que quebrara las jerarquías socia­
les conocidas, se hiciera realidad. ¿Exageraba Beruti? Es posible, y así
ha sido subrayado. Aun así sus anotaciones nos acercan a cómo estaba
viviendo la elite porteña lo que estaba sucediendo, y cómo y en qué
dirección se decidió actuar en consecuencia.
“A n a r q u í a ” y “ a n a r q u i s t a s ” e r a n , p o r c i e r t o , t é r m i n o s c l á s i c o s
q u e f o r m a b a n p a r t e d e l v o c a b u l a r i o y d e la c u l t u r a p o l í t i c a d e la é p o ­
c a . y h a b í a n a d q u i r i d o d e s d e q u e s e d e s a t a r a la c r i s i s de la m o n a r ­
q u í a h i s p a n a s e n t i d o s y s i g n i f i c a d o s m u c h o m á s p r e c i s o s . T a n t o en la
p e n í n s u l a i b é r i c a d e s d e 1 8 0 8 y e n la A m é r i c a h i s p a n a y e n el R í o de
la P la t a ei t e m o r c r e c i e n t e q u e f u e g a n a n d o el á n i m o d e las e l i t e s era
q u e u n a d o b l e a m e n a z a p u d i e r a c o n j u g a r s e : q u e se f u n d i e r a n las a s ­
p i r a c i o n e s a u t o n o m i s t a s de los p u e b l o s v la r e b e l d í a d e las c l a s e s
p o p u l a r e s . P o r e l l o , “ a n a r q u i s t a s " fu e el t é r m i n o e m p l e a d o p o r la
e l i t e p o l í t i c a d e B u e n o s A i r e s p a r a a l u d i r a la d i s i d e n c i a f e d e r a l q u e
e m e r g i ó e n el L i t o r a l y a la s f u e r z a s q u e e n 1 8 2 0 i n c u r s i o n a r o n e n
t e r r i t o r i o b o n a e r e n s e y q u e h i c i e r o n c o l a p s a r al D i r e c t o r i o , al C o n ­
g r e s o y c o n e l l o s a t o d a a u t o r i d a d s u p r e m a d e la s l l a m a d a s P r o v i n ­
c ia s U n id a s. Lo q u e te m ía B e r u ti, e n to n c e s , eran los e fe c to s de u n a
d o b l e i g u a l a c i ó n , a q u e l l a a la q u e la s p r o v i n c i a s r e b e l d e s s o m e t í a n a
la antigua capital y por la cual había “venido a quedar reducida a un
gobierno de provincia” y la que podría sufrir su “gente decente” en
manos de su propia plebe.
La historiografía posterior hizo uso y abuso del término “anarquía”
para fundar todo un paradigma interpretativo. Así, más o menos explí­
citamente, se asoció la disolución de las formas de poder supremo ges­
tadas durante la experiencia revolucionaria con la ausencia de todo go­
bierno, postulando la existencia de un supuesto vacío institucional que
habría de ser llenado por los famosos caudillos. De este modo se prestó
mucha menos atención a las dimensiones sociales que esa crisis conte­
nía, y cuando lo hizo sólo atinó a presentar a esa plebe rebelde e insu­
bordinada como una masa de maniobra supeditada dócilmente a los
propósitos de caudillos o líderes facciosos.
En lo que sigue intentaremos una nueva aproximación a esta transi­
tada cuestión, tratando de inscribir las evidencias disponibles acerca de
la actuación de Rosas a lo largo de este crítico año con aquellas que
emergen de los estudios más recientes sobre la sociedad y la política
bonaerenses. Ello permitirá no sólo superar la idea de que Rosas habría
venido a llenar un supuesto vacío institucional sino que permitirá com­
prender mejor cómo y por qué pudo intervenir en el desarrollo de esa
crisis al frente de una parte de las formaciones milicianas.

E n e l o jo d e l a t o r m e n t a : R o s a s y l a c a m p a ñ a
EN TRE FE B R E R O Y A G O ST O DE 1 8 2 0

R e s u m a m o s m u y b r e v e m e n t e el d e s a r r o llo de esa c r i s is tan tra n sita d a


p o r la h is to rio g ra fía s ó lo c o n el o b je to de s itu a r las e v i d e n c i a s q u e n os
p e r m i t a n s e g u ir le las p is ta s a n u e s tr o b io g r a fia d o y p r e c i s a r el a l c a n c e y
el s ig n i fi c a d o d e s u s i n t e r v e n c io n e s .
La batalla de Cepeda, aun cuando fue un combate de menor enverga­
dura, trajo como consecuencia la disolución del Directorio y del Con­
greso de las Provincias Unidas, y habilitó un azaroso proceso de consti­
tución de entidades estatales provinciales que pujaban por adquirir
plenamente los atributos de Estados soberanos definiendo una situa­
ción que Chiaramonte ha calificado con claridad como de “provisíona-
lidad permanente”.fi
Soldado do las milicias de campaña de Rosas
(Rugimiento 5 de colorados). 1320
Fílenle: Imagen corlesía del Museo Histórico Nacional de Buenos Aires

B u e n o s A ir e s d e b ía re s ig n a r s e - d e m a la gana, p o r c i e r t o — a n o ser ya la
c a b e z a de un c u e r p o p o l í t i c o m á s a m p l i o . P e ro la a d a p t a c i ó n a la n u e v a
s it u a c i ó n , i n é d i t a para su e lite , i m p l i c a b a i n t r o d u c i r u n c o n j u n t o de
t r a n s f o r m a c i o n e s e n la a r q u i te c tu r a i n s t i t u c i o n a l p a ra d a r le f o r m a al
n u e v o E s ta d o q u e fu e r o n e m e r g ie n d o s o b r e la m a r c h a a n te s q u e s e te r­
m i n a r a p o r d e f in ir u n a o r i e n t a c i ó n . P a ra e llo se h a c í a n e c e s a r i o q u e la
e lite se c o h e s i o n a r a d etrás de u n p r o g r a m a c o m ú n c o n el fin de a fia n z a r
el orden social. Pero la crisis que se desencadenó contribuyó a que a m ­
bos parecieran por momentos inalcanzables.
En tales condiciones emergió en la ciudad un haz de disputas por el
poder que tendieron a adoptar primordialmente la f o r m a d e u n c o n f l i c ­
to entre antiguas y nuevas instituciones: por un la d o , el C a b i ld o de la
capital que, como había sucedido en otras coyunturas mucho menos
críticas, intentó convertirse en gobierno de la provincia o, al menos, en
definir quién debía ejercerlo aun cuando su representatividad se res­
tringía a la ciudad; por otro, una neonata Junta de Representantes, un
cuerpo que surgió improvisadamente en febrero constituido para e le g ir
al gobernador y que contó primero con una base representativa restrin­
gida a la ciudad pero que tuvo que ampliarse también a la campaña para
adquirir la condición de representación de la nueva provincia que esta­
ba emergiendo.7
A las intensas disputas por la legitimidad de origen se sumaron los
problemas que afrontaron los inestables gobiernos que se sucedían para
hacerse reconocer y obedecer en el conjunto del territorio provincial, la
ausencia de consenso en su entramado elitista y la creciente t e n s i ó n
social. Por tanto, todo aquel que podía encabezar un grupo más o m e n o s
significativo de hombres en armas estaba en condiciones de hacerse del
gobierno o influir en definir quién lo ejercería. A pesar de ello, todos los
actores siguieron apelando a una retórica a través de la cual se presen­
taban como expresión de la voluntad general, un principio político ya
tan arraigado al q u e nadie podía eludir si pretendía o b te n e r a lg u n a le g i ­
tim id a d . P e ro e ra la m i s m a e x t e n s i ó n q u e g o z a b a d e l u s o d e e se p rin c i
p ió la q u e de alguna m a n e r a p r o f u n d i z a b a y p r o lo n g a b a la c ris is .
Esa p r o fu n d i d a d n o se a d v ie r te s ó lo e n la s u c e s i ó n de g o b ie r n o s o
q u e , e n a lg u n o s m o m e n t o s , c o m o d u r a n te ei m e s d e ju n i o , i n te n ta ro n
f u n c i o n a r v ario s s i m u l t á n e a m e n t e . S e a d v ie r te m e jo r si se presta a t e n ­
c i ó n a otros f e n ó m e n o s , los c u a l e s r e s u l ta n c e n t r a l e s para entendí.-: bí
e m e r g e n c ia de la figura de R o s a s e n ia e s c e n a p o lí t i c a d e un m o d o m u ­
c h o m á s d e c i s iv o y c e n tr a l q u e el q u e h a b í a te n id o hasta e n t o n c e s .
En primer término, la presencia de fuerzas santafesinas y entrerria-
nas que, por momentos, controlaban parte del territorio bonaerense,
como sucedió entre febrero y marzo y también entre junio y julio y en
noviembre. En segundo lugar, la crisis devino en un relajamiento de la
autoridad de la ciudad sobre la campaña, poniendo en cuestión la clave
estructural de la organización política y territorial heredada de la Colo­
nia, y habilitó una transformación que se habría de demostrar decisiva:
aunque ya tenía algunos precedentes, la población rural se convirtió
durante y a partir de ese año en protagonista principal de las luchas
políticas, expresando en el plano político una transformación en curso
mucho más profunda y perdurable; para entonces y por primera vez, la
población rural se equiparaba en su magnitud a la urbana. En tercer lu­
gar, esas condiciones hicieron factible la emergencia en pueblos y parti­
dos rurales de aspiraciones autonomistas preexistentes pero que ahora
se manifestaban en plenitud y que desafiaron cuando no cuestionaron
directamente la autoridad de la ciudad. De este modo, si algo puso de
manifiesto la crisis fue que la inclusión de la población rural en el orden
político era ya no sólo impostergable sino también la condición necesa­
ria para construir el nuevo orden provincial. Sin embargo, esa pobla­
ción no era un actor político unificado ni fácil de dirigir sino que, por el
contrario, la crisis derivó en una intensa lucha política en cada uno de
los pueblos y los partidos de campaña por el control del gobierno local
y por su alineamiento en coaliciones más amplias. En cuarto lugar, esas
disputas estaban incentivadas por las amenazas que los grupos vecina­
les y propietarios advertían que se cernían sobre el orden social dadas
la proliferación de la deserción y la consiguiente multiplicación del
bandolerismo. En quinto lugar, porque la insubordinación social estalló
con plenitud en la propia ciudad a comienzos de octubre, desencadena­
do los enfrentamientos armados m á s s a n g r ie n t o s que e n e lla se h a b ía n
v iv id o d e s d e la s i n v a s i o n e s in g le s a s . P o r ú l t i m o , p e ro n o m e n o s i m p o r ­
tante, a lo largo de e se a ñ o s e fu e p r o d u c i e n d o u n i n c r e m e n t o de las
i n c u r s i o n e s de g ru p o s i n d í g e n a s fr o n te r iz o s v la t r a n s f o r m a c i ó n de a l ­
g u n o s en a lia d o s de las fu e r z a s en p u g n a en la s o c i e d a d c rio lla .
A p e n a s se ti e n e e n c u e n t a e ste c u a d r o de s it u a c i ó n , se a d v ie r te la
e x tr e m a s i m p l i f i c a c i ó n d e a lg u n o s de los re la to s h is to rio g rá f ic o s m ás
a c e p t a d o s en los c u a le s la c a m p a ñ a a p a r e c e tan s ó lo c o m o u n e s c e n a r i o
de c o n f r o n t a c i o n e s y lu e g o c o m o la b a s e de s u s t e n t a c i ó n d e la fuerza
que fue capaz de lograr la estabilización política. En parte, ello se debe
a que la atención ha estado muy concentrada en el desarrollo de la crisis a
nivel de la elite política. En parte, también, porque esos relatos se han
basado en una imagen muy rudimentaria del mundo social a partir de la
cual fue posible ensayar explicaciones que vinieron a postular que era
desde esa campaña que emergió la fuerza social ordenadora a la cabeza
de la cual se ubicaron Martín Rodríguez y Juan Manuel de Rosas. Pero,
¿cómo surgió esa fuerza si la situación en la campaña había sido tanto o
más crítica que en la ciudad? ¿Cómo lograron ambos dirigirla? Para res­
ponder a estos interrogantes necesitamos tanto de la historia de la socie­
dad como de las biografías individuales.
En su sesión del 13 de enero de 1820 el Cabildo elegía a Rosas como
alcalde de la hermandad del partido de San Vicente, y así lo informaba La
Gaceta el 18 de enero.8 Rosas, sin embargo, sólo respondió después de
producida la batalla de Cepeda y envió una carta de renuncia el 13 de
febrero. El argumento principal de esa renuncia era su residencia pues,
decía, ella impediría que los vecinos del partido tuvieran fácil acceso a su
juez territorial: para entonces residía en “la chacra y puesto La Indepen­
dencia en el exterior del Salado”, desde donde debía guardar los puestos
interiores de las incursiones de los indios. Para más datos, decía, la estan­
cia de Los Cerrillos -dentro de la cual estaba situada ese puesto—era “la
más avanzada a los indios” y estaba situada a 9 y 10 leguas de los pueblos
de Monte y Ranchos, y a 24 de San Vicente, río Salado de por medio. Por
otra parte, aducía, estaba por pasar a poblar los terrenos que la sociedad
que integraba acababa de comprar a Santiago Salas, por lo cual no tenía
previsto residir durante ese año al interior del Salado.9
La carta de renuncia, entonces, ponía en evidencia algunas situacio­
nes típicas de la época. Por un lado, el desajuste entre el ideal social en
que se fundaba la administración de justicia a través de los propios ve­
cinos de cada partido y las prácticas sociales que ellos efectivamente
llevaban adelante: Rosas, aunque hubiera nacido en la ciudad, era un
vecino de la campaña pero en ella ia vecindad debía estar asociada, eso
se esperaba, al domicilio en un determinado partido: sin embargo, las
propiedades y posesiones de Rosas se distribuían en varios partidos y a
ambos lados del río Salado. Aun así, Rosas no negó su condición de
"vecino de San Vicente” v se reconocía como tal, aunque para entonces
su zona principal de actuación era el partido de Monte y allí tuviera su
residencia. A simple vista, la renuncia puede ser leída como un típico
conflicto entre cumplir una función honorífica pero sin remuneración
-com o era la de desempeñarse como alcalde de hermandad de su parti­
do de residencia- y las actividades privadas de aquellos que eran desig­
nados para hacerlo. Pero cabe preguntarse: ¿podía haber otros motivos?
Ante todo, conviene partir de una constatación pocas veces subraya­
da: la crisis de autoridad en la campaña comenzó antes del colapso del
régimen directorial y, en buena medida, contribuyó a precipitar ese des­
enlace. El esfuerzo de guerra que ese régimen descargaba sobre la pobla­
ción rural generó todo un haz de resistencias y oposiciones que fueron
particularmente intensas en el norte de la campaña, convertida en una
nueva frontera de guerra, y que afectó su economía empujando el des­
plazamiento del epicentro de la producción ganadera hacia la campaña
sur. De este modo, ese colapso desencadenó en ella una fenomenal mul­
tiplicación de la crisis de autoridad y profundizó esa transformación de
la estructura regional.10
Una manifestación de la crisis de autoridad fue que se tornó cada vez
más frecuente que hubiera vecinos que intentaran eludir la carga que
suponía hacerse de la alcaldía y, sobre todo, lo era en esos años tan con­
vulsionados en los cuales la autoridad efectiva de los alcaldes estaba
muy restringida y en permanente cuestión. Los alcaldes de hermandad
eran los jueces a cargo de cada partido de la campaña. No eran jueces de
profesión ni recibían remuneración por desempeñarse en este cargo, y
eran designados por los Cabildos de Buenos Aires y Luján para admi­
nistrar justicia en los partidos que integraban su jurisdicción. Se trataba
de vecinos con domicilio permanente en un determinado partido, que
gozaban de cierto prestigio social y que accedían a esta función median­
te un mecanismo de cooptación dado que se había instalado la costum­
b re d e que el C a b i ld o r e s p e c t iv o lo s e l e c c i o n a r a a c o m i e n z o s d e c a d a
a ñ o de u n a te r n a q u e p r o p o n í a el a l c a ld e s a lie n te . No e x tr a ñ a , p o r tanto,
q u e e n e n e r o de 1 8 2 0 el C a b ild o p o r te ñ o p e n s a r a c o m o a l c a ld e s d e ese
p a rtid o a im p o r t a n t e s h a c e n d a d o s re s id e n te s .
P or tan to , los a l c a l d e s n o se r e c l u t a b a n e n tre los m á s g ra n d e s p r o p i e ­
ta rio s p u e s é s to s r e s i d í a n en la c i u d a d . T a m b ié n h a b ía u n p r o b l e m a a d i ­
c i o n a l , y la c arta d e R o s a s lo e je m p l i f i c a c o n c la r id a d : su área de i n ­
fl u e n c i a p e r s o n a l era m á s a m p lia q u e el p a rtid o de S a n V ic e n te y se
a d a p ta b a m e jo r a la e st r u c t u r a de los r e g im ie n t o s m i l i c i a n o s q u e a la
j u r i s d i c c i ó n m u c h o m á s c i r c u n s c r i p t a d e u n a a l c a ld í a . Y t a m b i é n m á s
lim ita d a .
En esa carta Rosas expresaba con claridad cómo concebía las funcio­
nes de un juez territorial. Si la primera era “escuchar a los que piden
ju sticia” sus obligaciones no se restringían a administrarla: por el
contrario, debían “celar su territorio y mantener el posible orden en él”.
Pero, para cumplir ambas tareas, las relaciones entre jueces territoriales,
oficiales milicianos y comandantes militares se habían tornado crecien­
temente complicadas.
Durante toda la década de 1810 las autoridades superiores no se
habían cansado de reclamar la cooperación entre jueces territoriales,
oficiales m ilicianos y comandantes militares. Sin embargo, fueron
descargando sobre estos últimos cada vez más atribuciones al tiempo
que multiplicaban su número en casi toda la campaña. A su vez, desde
1815 procedieron a una reorganización de las m ilicias de caballería de
campaña sumando al Regimiento de Voluntarios de la Frontera de
Buenos Aires, instituido en 1801, seis regimientos de nueva creación,
cada uno de los cuales debía contar con una dotación de 1200 efecti­
vos. Rosas prestó servicio en uno de ellos, el N° 5, que estaba integrado
por m ilicianos de Chascomús, Ranchos, Monte y Lobos. San Vicente,
en cambio, integraba la jurisdicción del Regimiento N° 1, que abarcaba
también otros partidos de la campaña sur como Quilmes, Magdalena y
Ensenada.11
Desde entonces, el estilo de gobierno de la campaña tendió a milita­
rizarse. Al frente de los puntos fronterizos se pusieron oficiales del ejér­
cito regular subordinados a un comandante general de Fronteras que
también era un oficial regular y tenía el mando de los nuevos regimien­
tos milicianos, el 5o y el 6o. Los otros cuatro regimientos, en cambio,
estaban bajo la autoridad de un comandante general de Campaña, tam­
bién oficial regular, Juan Ramón Balcarce.12 De este modo, las milicias
quedaban subordinadas a una oficialidad veterana e incluso, aunque se
decidió que en todas las guarniciones fronterizas prestaran un servicio
rotativo cada dos meses dotaciones exclusivamente milicianas, se im­
puso la obligación de que fueran sustentadas y provistas por las contri­
buciones de los respectivos vecindarios. A partir de 1 8 1 6 y respondiendo
a una iniciativa de los hacendados del sur, para esta frontera comenzó a
reorganizarse el Regimiento Veterano de Blandengues aunque esa reor­
ganización fue muy limitada y dificultosa. Lo que resulta claro es que el
servicio de milicias adquirió en la campaña una enorme amplitud pues
se estableció que estaban obligados a servir en estos regimientos “los
habitantes de la campaña desde la edad de quince á cuarenta y cinco
años”. El objetivo era claro: se buscaba conformar una numerosa caba­
llería m iliciana disciplinada y subordinada a la oficialidad veterana y, a
través de ella, al gobierno superior.
Esa situación abrió diversos ejes de conflicto: por un lado, entre la
tropa miliciana y la oficialidad veterana por la oposición de las milicias
a la disciplina militar y el servicio prolongado y alejado de sus partidos
de origen; por otro, entre los alcaldes de hermandad y los jefes de m ili­
cias por la tendencia de éstos a extender a la tropa el goce del fuero
militar, lo que la dejaba fuera de la jurisdicción de la justicia ordinaria.
Por último, entre los vecindarios rurales y las compañías milicianas con
los comandantes militares y que devino en la pretensión de esos vecin­
darios de influir en quienes ejercían el “gobierno político y m ilitar” de
cada partido.
El punto es importante pues, mientras que Rosas se negó a hacerse
cargo de la alcaldía, en cambio dedicó buena parte del año al servicio
como oficial de milicias. El eje del poder local se había desplazado de
los jueces a los oficiales de m ilicias, y Rosas lo advertía con claridad.
Sin embargo, no estaba aún al frente de su regimiento y no tenía la rela­
ción que luego habría de forjar con los milicianos a su mando. El Regi­
miento N° 5 no era su séquito personal, como muchas veces se ha dicho,
ni una fuerza formada por la peonada de sus estancias. Era una creación
institucional previa a su incorporación y en la cual Rosas debía ganarse
el lugar preeminente que tuvo más adelante.
En su famoso manifiesto del 10 de octubre de 1820, Rosas afirmó que
se había incorporado después de la batalla de Cañada de la Cruz, el 24
de junio de ese año.1:i Sin embargo, algunas referencias indican q u e ya
h a b ía participado anteriormente en las milicias del sur. Según Saldías.
alcanzó el grado de capitán en 1817, y se ha podido constatar q u e d es d e
fines de 1 8 1 9 i n t e r v i n o en e n f r e n t a m i e n t o s con g ru p o s de i n d i o s que
ciliados a d e s e r to r e s incursionaban e n to r n o del a rro y o L as F l o r e s b a jo el
mando del entonces comandante de la Guardia de Monte, P e d r o N olas-
c;o L ó p e z . 14 P ara entonces, aparecía al mando de algunas partidas mili­
cianas q u e enfrentaban las cada vez más reiteradas incursiones indíge­
nas en las estancias de la frontera sur y que le hacían decir al alcalde de
San Vicente: “Si no se las escarmienta con la actividad que exigen las
circunstancias acabarán de concluir con la Camp.3 del Sud, única que
tenemos y con la que debemos contar en el día”.15 Para entonces, tam­
bién, intervino en la movilización de caballadas en el partido de Monte,
en la persecución de desertores y dispersos del ejército y en la represión
de los “tumultuarios”, y esa situación parece haber afectado las activi­
dades de la sociedad que tenía con Terrero y Dorrego,16
Ahora bien, en el relato oficial del régimen rosista hacia 1830 se sos­
tenía que había recibido los despachos de capitán en junio de 1820.
Bilbao manifestó que cuando Manuel Dorrego fue gobernador lo desig­
nó capitán de milicias, y Saldías afirmó que el 8 de junio de 1820 fue el
gobernador delegado Marcos Balcarce el que lo designó comandante del
5o Regimiento a pedido de Martín Rodríguez y que el 16 de agosto Do­
rrego lo designó teniente coronel.17 Lo que está fuera de toda duda es
que su nombramiento oficial como coronel de Caballería y comandante
del Regimiento 5o de Milicias de Campaña se produjo el 7 de octubre y
continuó hasta su separación del servicio el 10 de febrero de 1821. Pa­
rece claro, entonces, que su ascenso en la jerarquía m iliciana fue verti­
ginoso y se produjo durante el crítico año de 1820.
Pero estos datos básicos de su currículum vitae pueden llevar a con­
fusión y ofrecer una imagen demasiado ordenada y estructurada de las
formaciones milicianas de la campaña que se compadece mal con otras
evidencias. Las compañías y los regimientos milicianos no eran una
fuerza disciplinada y completamente obediente a la voluntad de sus
mandos. Por el contrario, todo indica que la capacidad de ejercer la au­
toridad estaba sujeta a una constante negociación y debía ser revalidada
con frecuencia. Aunque fueron imaginados como estructuras destina­
das a garantizar el orden social y político, se transformaron en un espa­
cio de fricción y resistencia y, a la vez, de producción de solidaridades
e identidades que sustentarían diferentes alineamientos políticos. Y, si
en algún momento ello quedó claramente demostrado, fue durante la
c r i s is de 1 8 2 0 .
Si hasta entonces eran una fuerza imprescindible, debe tenerse en
cuenta que la derrota en Cepeda supuso la desintegración casi completa
de las fuerzas regulares y un notable resquebrajamiento de la cohesión de
la jerarquía miliciana. La situación, por cierto, fue mucho más grave en la
campaña del norte que en la del sur dado que en aquélla todo el dispo­
sitivo de autoridad se atomizó cuando las fuerzas federales ocuparon la
zona. La manifestación más importante fue el desplazamiento por los
vecindarios de los comandantes militares y la elección por ellos mis­
mos de otros surgidos de las compañías de milicias. Las circunstancias,
por cierto, fueron múltiples y diversas. Aquellos que lograban subsistir
fueron generalmente los comandantes de algunos puntos fronterizos
con los indios, pero al parecer sólo en los casos en que se convirtieron
en portavoces de los reclamos vecinales y de sus prioridades defensi­
vas, dejando de cumplir las órdenes superiores. Otros directamente fue­
ron desplazados por movimientos vecinales. Como resultado de esta
situación los regimientos milicianos del norte prácticamente se desinte­
graron, aunque siguieron operando por su cuenta cada una de sus com­
pañías.
Hasta donde sabemos el Regimiento 5o parece haber mantenido cier­
ta cohesión, pero no sin dificultades. Así, a principios de marzo de 1820
el comandante de la Guardia de Ranchos y sargento mayor de ese regi­
miento -Gregorio Igárzabal- debió dejar el mando al capitán del mismo
regimiento Policarpo Izquierdo por la intimación que le realizaran más
de sesenta vecinos armados expresando “el poco gusto con q.e vive este
vecindario con el mando de Vm y todos a voz gral aclaman p.r el Cap.n
Izquierdo”, advirtiéndole que lo hacían responsable “de la sangre q.e
corra, entre mis amigos y Paisanos”.18
El débil gobierno de Manuel de Sarratea intentó resolver la situación
encomendando a Miguel Estanislao Soler la reorganización del ejército
y las milicias, es decir, al mismo jefe del llamado Ejército Exterior que
por propia cuenta había pactado un armisticio con el Ejército Federal en
febrero precipitando su llegada a la gobernación. La tarea que se le en­
comendaba a Soler estaba plagada de dificultades y para afrontarla tuvo
que hacer no pocas concesiones, convalidar a los jefes y comandantes que
aparecían con apoyo de sus compañías v vecindarios y proponerle al
gobierno la disolución de las comandancias militares que no estuvieran
destinadas a las guardias fronterizas. La iniciativa no era suya sino que
respondía a un reclamo que con epicentro en Baradero se había propa­
gado en la campaña tras la batalla de Cepeda. Así se hizo, aunque la
caída de su gobierno esterilizó la decisión y esas comandancias siguie­
ron vigentes al menos hasta 1822.lu
Lo dicho alcanza para advertir que un análisis más ajustado a la
realidad debe atender a diversos planos simultáneamente. Por un
lado, a lo que sucedía en la ciudad y las disputas que no dejaban de
sucederse por el gobierno que aspiraba a ser el de toda la provincia.
Así, durante el mes de marzo Sarratea, el gobernador impuesto bajo el
influjo de los gobernadores federales, fue desplazado del mando por
unos días primero por Juan Ramón Balcarce y a fin de mes por Carlos
de Alvear. Restituido en el gobierno, apenas llegó al mes de mayo,
cuando fue sustituido por Idelfonso Ramos Mejía. Por otro lado, a lo
que sucedía en la campaña, donde se había desatado una intensa serie
de luchas por el gobierno local y el mando de las m ilicias y que, a su
vez, era mucho más intensa e incierta en el norte -grosso modo, entre
el arroyo del Medio y el río Luján—que en el sur —entre este río y el
Salado.
Las consecuencias de esta situación se verían con claridad en ju­
nio, cuando el gobernador intentara desplazar del mando del ejército
a Soler. Así, el 16 de junio los jefes y oficiales de la mayor parte de las
m ilicias de caballería de campaña se pronunciaron exigiendo su repo­
sición y s u designación como capitán general y gobernador. Y esta
exigencia o b tu v o el apoyo y la legitimación del Cabildo de la Villa de
Luján. El documento estaba firmado por “los Xefes y oficiales Ciuda­
danos de las M ilicias de caballería de Campaña” acantonadas en la
Villa de Luján, y se oponía al “despojo” del mando de Soler, invocaba
“la voluntad general de la Campaña” y disponía que no serían recono­
cidos los jefes de departamentos de la campaña que no hubieran sido
nombrados por él y que serían “depuestos en sus empleos todos aque­
llos q.e se consideren sospechosos o intimam.te relacionados con la
administrac." antigua y con los facciosos de las revoluciones posterio­
res”. Cabe anotar que se identificaban como “este Exto de M ilicias de
Campaña” y que estaba firmado en el “campamento del Exto. liberal al
frente del Luxán”. A juzgar por las firmas se trataba de buena parte de
la oficialidad de los partidos del oeste y del norte de la campaña y
particularmente de la Villa de Luján y sus partidos d e p e n d i e n t e s . 2" P o r
su parte, ese Cabildo lo hizo suyo haciéndose eco "dei clamor g e n e ­
ral”.21 En esas condiciones un diputado de Soler v otro del Cabildo
lujanense se presentaron ante la Junta porteña y exigieron no sólo ei
reconocimiento de Soler como gobernador sino también la incorpora­
ción de diputados de la campaña a la Junta.22
La situación creada era inédita y expresaba el protagonismo político
que había cobrado la población de la campaña así como el desarrollo de
un discurso político orientado a darle coherencia y legitimidad. Aun
así, para nuestro tema es conveniente subrayar que esa consagración de
Soler como gobernador desde la campaña no parece haber contado con
el apoyo activo de las m ilicias del sur.
Como hiera, se gestó una dualidad de poder que fue resuelta mediante
una ardua negociación a través de la cual el Cabildo de la capital terminó
aceptando esa designación al igual que la Junta de Representantes, la que
debió reconstituirse a las apuradas por exigencia de Soler; éste, además,
dejó bien sentado cuál era el origen de su autoridad: había sido nombra­
do gobernador y capitán general de la provincia “en conformidad a los
sentimientos de los Ciudadanos de la Campaña”.23 ¿Intervino Rosas en
esas negociaciones? Hasta donde hemos podido verificar no lo hizo, al
menos en forma directa; sin embargo, en esas febriles negociaciones el
que intervino por parte del Cabildo era su socio, Luis Dorrego, mientras
que en la comisión de la Junta de Representantes participó Juan José de
Anchorena. Por el momento, eran sus conspicuas relaciones en la elite
porteña las que jugaban un papel decisivo.
Con todo, el estrellato de Soler sería efímero y, tal como venía suce­
diendo desde la revolución de 1810, el destino de su gobierno dependía
de sus éxitos militares. Pero ellos no llegaron: por el contrario, las fuer­
zas de Santa Fe unidas a los contingentes que mandaban Alvear y Carre­
ras y a fuerzas milicianas bonaerenses aliadas derrotaban al precario
ejército de Soler el 23 de junio en Cañada de la Cruz. Y con ello se abrió
una nueva crisis.
El 30 de junio Soler renunció al mando y Manuel Pagóla “juntó gen­
te de caballería y de su propia autoridad, desobedeciendo al cabildo
entró en la plaza y se alzó con el mando haciéndose comandante gene­
ral de armas”, obligando al Cabildo a aceptar la situación “por los insul­
tos y amenazas que dicho Pagóla valido de la fuerza del populacho que
le seguía le hizo”.1MMientras fracasaban las negociaciones con Alvear, el
3 de julio el Cabildo nombró a Manuel Dorrego como gobernador provi­
sorio v ello fue “aprobado por la multitud del pueblo que estaba en la
plaza”.2"’
Esa solución tampoco halló pleno respaldo en la campaña pues va­
rios de los pueblos del norte y del oeste que estaban bajo la “protec­
ción ” del ejército federal constituyeron una Junta de los Pueblos Li­
bres que no sólo eligió a Alvear como gobernador sino que intentó
disputarle la primacía ancestral a la ciudad de Buenos Aires y amena­
zaba con conformar una provincia sin la antigua capital. El 3 de julio
esos diputados dieron a conocer un manifiesto proclamando que se
pronunciaban contra la anarquía y contra “las aspiraciones de cuatro
malvados atacando la moral y la decencia, para alucinar la plebe”; en
tales condiciones, decían, los pueblos “reclamaron una protección
que no tenían”, nombraron sus apoderados y reunidos en Luján el I o
de julio eligieron como gobernador y capitán general interino a Alvear,
condición -s e aclaraba- que se establecía “respecto de los demás pue­
blos y Buenos Aires por falta de libertad, no ha contribuido con su
sufragio”, por lo que se los convocaba a elegir a sus diputados y se
convocaba a no prestar auxilio a Soler y reunir a sus m ilicias para in­
corporarse “al Ejército Federal y a los hombres libres”. El 10 de julio,
en un segundo manifiesto, la Junta de Representantes de la Provincia
daba un paso todavía más decisivo: “El hambre comienza a entronizar­
se en el país de la abundancia”, decía, y postulaba que los pueblos no
sólo no se sublevaron contras las fuerzas expedicionarias sino que “re­
conocen en ellas a sus protectores” y, reconociendo que “el grito uni­
versal se hace oír entonces por toda la extensión del territorio Norte”,
los diputados de los “pueblos libres” eligieron a Alvear, nombramien­
to ratificado luego por los demás. De este modo esa Junta asumía ahora
la condición de ser “la representación provincial” y daba un paso de­
cisivo al postular que “el Pueblo de Buenos Aires carece de elementos
materiales y morales para reparar sus quiebras” p u e s carece de una
fuerza reglada de caballería y de “un hombre que arrebate la o p i n i ó n ” ,
d a d o que “ m u c h o s q u i e r e n m a n d a r , m u y . p o c o s o b e d e c e r ” . E n ta l e s
c o n d i c i o n e s , d i a g n o s t i c a r o n : “L a p a r t e s a n a , i lu s t r a d a y p r o p ie t a r i a
q u i e r e u n a c o s a ; la clase a b y e c t a , los m a q u i n a d o r e s f l ° s m a l v a d o s ,
p r e t e n d e n o t r a ”. L o s p u e b lo s d e la c a m p a ñ a , e n t o n c e s , " p o r v o to u n á ­
n i m e de ia c a m p a ñ a , y p o r t o d o s los h o m b r e s b u e n o s , p r o p i e t a r i o s e
i l u s t r a d o s " , r e c h a z a r o n el a r g u m e n t o d e las a u t o r i d a d e s de la c a p i t a l
q u e se b a sa b a en su n ú m e r o d e h a b i t a n t e s e i n t e r p e l a r o n al p u e b l o de
la c a p i t a l a e le g ir e n c o n s o r c i o c o n lo s d e m á s u n g o b ie r n o p r o p i e t a r i o
s in c o n t r a r i a r “el v o to de la m a y o r í a d e los d e m á s p u e b l o s ” , p a r a c o n ­
cluir: “Ofrecemos a V.E. una paz s ó l i d a o una guerra d e e x t e r m i n i o ” .20
Como sea, Dorrego encabezó la resistencia porteñista y confió a Mar­
tín Rodríguez la función de comandante general de Campaña y encarga­
do de reunir a las m ilicias.27 Y fue, entonces, que también designó a
Rosas al frente del Regimiento 5o de Milicias de Campaña. Si la versión
que ofreció Lamadrid es cierta, habría tomado estas decisiones conside­
rando que Rodríguez era su amigo y que “tiene él gran séquito y conoci­
miento de la campaña del Sur” y que ya había marchado para convocar
a “todas las m ilicias”. Rosas, que estaba presente en esta discusión, apa­
rece cumpliendo sobre todo una función de apoyo logístico y, especial­
mente, suministrando las caballadas.28
Sin embargo, la consagración de Rodríguez como comandante ge­
neral no tenía el apoyo unánime en la campaña del sur que Dorrego
puede haber supuesto, y tenerlo en cuenta nos ayudará a tener un pa­
norama más preciso de la situación del Regimiento 5o en el que Rosas
estaba haciendo su carrera. Así, desde Chascomús su comandante le
informaba al gobernador que había llegado la circular anunciando que
Martín Rodríguez debía ponerse a “la cabeza de la fuerza de m ilicias
que se hallan reunidas”; sin embargo, cuando se les avisó a los coman­
dantes de escuadrón todos prestaron obediencia, a excepción del co­
mandante de Ranchos, el ya mencionado Policarpo Izquierdo. Al pare­
cer “dixo q.eel no marchaba ya con nadies p.rq.e no quería reconocer
al S.r Brigadier nombrado y q.e el con su gente se iba al destino de los
Ranchos, q.e no quería marchar con nosotros p.r esta razón y q.e allí el
tenía que cumplir la orden del S.rGral Soler con respecto a la Comand.3
de su destino”. Se advierte, así, lo peculiar de la situación que se vi­
vía: las decisiones del gobierno para hacerse efectivas dentro de la
estructura m iliciana requerían la convalidación de la oficialidad sub­
alterna, la cual adoptaba sus decisiones en estado de completa delibe­
ración. Los sucesivos cambios de gobierno n o habían hecho más que
convertir a las m ilicias en una fuerza tan deliberante como im prescin­
dible, ampliando enormemente los márgenes de autonomía con que
actuaban los comandantes y jefes locales. A esa situación n o era ajeno
el Regimiento 5", que para julio de 1820 distaba mucho de ser una
fuerza cohesionada y unánime, y las diferencias políticas entre los
oficiales m ilicianos ponían en cuestión su capacidad de ejercer el
mando y los obligaba a actuar con suma cautela. E n consecuencia, el
comandante de Chascomús que en la coyuntura aparecía como un fir­
me apoyo de Rodríguez se veía obligado a comunicar que debieron
suspender la marcha a fin de evitar que el “mal ejem plo” que estaba
dando Izquierdo cundiera entre sus m ilicianos “y disolviese su proce­
dimiento nuestra reunión”.29
Este panorama sería incompleto si no se considerara otra dimensión.
Aun en la campaña sur, las autoridades locales y los grupos propietarios
estaban muy alarmados por el desorden social existente y la proliferación
del bandolerismo y del cuatrerismo que, aunque eran de menor intensi­
dad que en el norte, no habían dejado de crecer desde comienzos de año.
Las evidencias al respecto son muy abundantes y como ejemplo puede
traerse a colación los reclamos que llegaban desde Monte a fines de julio:
Vicente González, que ya era un allegado a Rosas, no sólo comunicaba la
detención de dos sujetos acusados de “violación de jóvenes que viven en
los campos, ladrones públicos y subversión del orden y los de deser­
ción”, sino que iba por más y, aduciendo que “esta clase de crímenes les
son tan familiares y en tal grado q.e los delincuentes son tenidos por el
azote de esta Frontera”, reclamaba “la vindicta pública allí donde pide a
gritos justicia la venganza del crimen. Poco importa la aprensión, repito,
si en estas circunstancias el orden no se impone haciendo desaparecer a
hombres viciosos, corrompidos, sin virtudes algunas”.30 ¿Qué estaba en
juego? Lo que González pretendía —y lo mismo querían otras autoridades
pueblerinas—era descentralizar el juzgamiento y la penalización del deli­
to transfiriéndolos a los jueces territoriales, facultándolos incluso a apli­
car la pena de muerte. Se trataba, por tanto, de una descentralización y
autonomización de las facultades de punición que fueran correlativas a
las que se habían producido en el mando miliciano y que de alguna ma­
nera derivan del creciente uso de la coerción y la violencia.31
Para julio de 1820, entonces, aunque los discursos políticos circu­
lantes se legitimaban en la unanimidad imperante en la campaña, esa
apelación era un recurso retórico o a lo sumo más una aspiración que
una realidad. Y no sólo por los diferentes alineamientos políticos del
norte y del sur sino también porque en el mismo sur v dentro del m i s ­
mo Regimiento 5" las disputas políticas eran intensas y estaban al bor­
de del enfrentamiento armado o de provocar la dispersión de las fuer­
zas. Para que esas m ilicias del sur se convirtieran en la base de
sustentación de la decisiva actuación de Rodríguez y Rosas en la reso­
lución de la crisis debe de haber sido necesaria una intensa acción
política en los meses de julio y agosto.
Si Rosas lo logró, lo hizo de la mano de Rodríguez. Como Rosas, Ro­
dríguez provenía de una familia con propiedades en la campaña sur. Su
padre había sido uno de los fundadores de la Guardia de Chascomús y
su desempeño en las m ilicias de campaña le permitió alcanzar el grado
de capitán. Martín, en cambio, inició su carrera en las milicias pero lo
hizo en el cuerpo de Húsares formado a iniciativa de Juan Martín de
Pueyrredón en 1806 y del cual llegó a convertirse en comandante y,
como tal, en protagonista central de los sucesos de mayo de 1810. A
partir de entonces se incorporó como oficial de los ejércitos de la revo­
lución, alcanzando en 1811 el grado de general en jefe de Caballería del
Ejército Auxiliar del Perú. Sin embargo, no se desligó completamente
de la campaña bonaerense, y en 1812 se desempeñó como comandante
general de la Frontera de Buenos Aires, mientras que su padre era el
comandante de Chascomús.
A principios de 1820, ostentando el cargo de brigadier, Rodríguez
volvería a tener un papel en la vida fronteriza cuando fue comisionado
por el gobierno para firmar el pacto de la estancia de Miraflores con
varios caciques, acuerdo que estaba destinado a “ratificar” la paz y la
armonía “entre ambos territorios” y que establecía como línea divisoria
el territorio que habían alcanzado algunos hacendados.32 El pacto pro­
bablemente haya ayudado a acrecentar el predicamento de Rodríguez
en la campaña y en la frontera en la medida en que parecía asegurar la
paz y la estabilidad fronteriza; pero, en buena medida, era el resultado
de la mediación que había forjado otro influyente hacendado de la fron­
te ra sur, Francisco Ramos Mejía. Éste había obtenido en 1815 la propie­
dad de 64 leguas cuadradas al sur del río Salado, y su permanencia en
u n territorio aún poblado por indígenas dependió en gran m e d id a de las
r e l a c i o n e s a m i s t o s a s que construyó con estas p a rc ia lid a d e s . P r o b a b l e ­
m e n t e t a m b i é n h a y a c o n t r i b u i d o al p r e d ic a m e n t o d e R o d r íg u e z e! re ­
c u e r d o e n tr e m i l i c i a n o s y p a i s a n o s ele las i n t e r v e n c i o n e s a su ia vor que
había re ñ id o su p a d r e c u a n d o e stu v o ai fre n te de ¡a G u a rd ia cié C h a s c o ­
m ú s. a p o y a n d o los r e d a r n o s de ios m i l i c i a n o s po r las i n c u m p l i d a s p ro ­
m e s a s de e n tr e g a r le s tie r ra s a s í c o m o de r e s is te n c ia a los d e s a lo jo s . Lo
cie r t o es q u e d e s d e ia década de 1 7 8 0 h a s ta b ie n a v a n z a d a ia de 1 8 i u ios
je fe s m i l i c i a n o s - v entre e llo s el p a d re de M a r tín R o d ríg u e z , que para
1 8 1 3 era el comandante m ilitar- fungieron re p e t id a m e n t e como porta­
voces de esos reclamos.33
Como fuera, Rodríguez se convertía en el comandante general de la
Campaña y, como tal, dirigió el 11 de julio de 1820 una encendida pro­
c l a m a : sus destinatarios eran los “Ciudadanos de la Campaña”, y se
dirigía a ellos invocando la condición de ser “su jefe militar”. La procla­
ma estaba destinada a enardecer los ánimos de una población que “nada
mas conserva que la triste memoria de su grandeza pasada”. Sumida en
la anarquía y el saqueo, Rodríguez no dejaba de atribuir ese desamparo
a “la indiferencia con que habéis mirado vuestros propios males”, y al
mismo tiempo les imputaba que “sin vuestro auxilio la capital vino a
ser el juguete de los que en otro tiempo temblaban á su nombre”. Sin
embargo, ahora la situación había cambiado y Rodríguez decía que se
decidía a ponerse al frente del levantamiento de la campaña y convoca­
ba a sus ciudadanos a una lucha a muerte contra unos enemigos que
“nos aborrecen hasta el extremo de creer que el cadáver de un porteño
siempre luce más”.34La retórica belicista, por tanto, no podía ocultar los
resquemores pasados, y la supuesta indiferencia que el mismo Rodrí­
guez imputaba a la ciudadanía rural a la hora de convocarla a la lucha
era la que explicaba el colapso de la capital. Su discurso ahora apuntaba
a construir una identidad porteñista que soldara las relaciones entre
ciudad y campaña, y para ello le asignaba a su población rural un pro­
tagonismo decisivo.
Algo está claro: si se comparan los manifiestos y proclamas que entre
junio y julio hicieron Soler, los “Pueblos Libres” o Rodríguez, se advier­
te con claridad la intensa lucha política y la retórica desplegada para
ganarse la adhesión de la población rural y el nuevo e inequívoco lugar
que la campaña se había ganado en esas luchas. También se advierte la
tensión que los recorría, y lo que estaba en juego era si ella habría de ser
el sustento de una opción política contra la ciudad o, en cambio, la base
de sustentación de una nueva unidad provincial. Recuperar estas evi­
dencias, entonces, permite entender mejor el contexto en que se inscri­
bió el discurso político de Rosas y cuánto debía a experiencias previas
y en desarrollo.
Al parecer fue también en ese contexto que Rosas y Rodríguez se
conocieron personalmente y a partir de entonces actuaron de común
acuerdo. De esta manera, el tránsito de Rodríguez de la carrera militar al
primer nivel de la política provincial tenía como correlato la consolida­
ción del ascenso de Rosas en la jerarquía miliciana. Ambos tuvieron un
papel central en el enfrentamiento contra esa heterogénea coalición que
giraba en tomo del liderazgo santafesino. Y su escenario primordial fue
la lucha por el control del pueblo de San Nicolás.
El 2 de agosto de 1820, las tropas mandadas por Dorrego (entre
2000 y 3000 hombres, según diferentes versiones) tomaron San Nico­
lás, ocupado por las fuerzas de Carrera y Alvear y las partidas m ilicia­
nas bonaerenses que contaban como aliados y donde se habían refu­
giado los diputados de los Pueblos Libres. Al parecer el combate duró
más de tres horas y derivó en una “horrible carnicería”: al ocupar el
pueblo los porteños, “despechados y deseosos de vengar los insultos,
robos y daños”, se vengaron con los vencidos.35 Un partícipe de la ac­
ción como Hilarión de la Quintana recordaría años después que mu­
chos particulares “que habían ido siguiendo al ejército, empezaron a
embriagarse y a cometer desórdenes” y que para los oficiales “no era
posible contenerlos”. En particular, ése parece haber sido el compor­
tamiento de la división reclutada en Quilmes, que “desertó entera para
conducir sin duda a sus casas los despojos de aquel desgraciado pue­
blo”. Al parecer el orden sólo pudo ser restablecido mediante una
cruenta represión de la propia tropa insubordinada.36 Por su parte,
Aráoz de Lamadrid también describió la entrada de Dorrego al pueblo
como el “más espantoso saqueo” que había convertido al campamento
ubicado fuera del pueblo en “una tienda revuelta de efectos y bebidas
de todas las clases” y adonde hasta la noche “estuvieron llegando gru­
pos de hombres cargados cada uno de inmensa cantidad de efectos;
llena la crin y colas de sus caballos de ricos encajes y cintas de todas
clases, y con cuarterolas y barriles de bebidas a la cincha de sus caba­
llos”. Esa situación, según Lamadrid, era propiciada y alentada por
Dorrego mientras que, en cambio, fue firmemente resistida tanto por él
como por Rosas.17 Nada de esto, por supuesto, aparece en el parte que
remitió Dorrego: por el contario, como suele pasar en este tipo de do­
cumentos cuando informan victorias, las heterogéneas fuerzas que
mandaba y en las que confluían unidades regulares y formaciones mi­
licianas de la ciudad y la campaña habían actuado del mismo modo y
en total acuerdo. Cabe anotar que en dicho parte Dorrego sí encomiaba
la actuación de Rosas pero sin reconocerle una participación especial,
como tampoco a las m ilicias del sur: para Dorrego, al menos, Rosas
había tenido un lugar secundario en la acción.38
Entusiasmado por el triunfo, Dorrego estaba decidido a continuar la
guerra y llevarla al territorio santafesino, pero no era ésa la opinión de
varios de sus oficiales que, como Rosas y Rodríguez, estaban inclinados
a lograr un arreglo de paz y fueron quienes obtuvieron un armisticio que
derivó en una entrevista personal entre Rosas y Estanislao López mien­
tras intentaban convencer a Dorrego. Sin embargo, las tratativas fueron
infructuosas y Dorrego derrotó a los santafesinos en el arroyo de Pavón
el 12 de agosto. Tras este combate tanto Rodríguez como Rosas se retira­
ron, y Dorrego siguió con su campaña hasta que fue derrotado en Gamo­
nal el 2 de septiembre.

U n a PRIMAVERA TAN INCIERTA COMO DECISIVA

Se abrió así un panorama completamente incierto. Dorrego era el gober­


nador provisorio y en campaña, pero sus fuerzas habían sido derrotadas
y en gran parte estaban dispersas. Más aún, se había visto obligado a
licenciar a los cívicos que lo acompañaban mientras ordenaba que las
milicias de campaña se reunieran en Areco. La ciudad estaba al mando
del gobernador sustituto Marcos Balcarce, quien dispuso que Rodríguez
y Rosas movilizaran sus milicias del sur y que el primero reuniera toda
la caballada que pudiera en prevención de lo que pudiera suceder.
De este modo, y por tercera vez en el año, las fuerzas santafesinas se
internaban en el territorio bonaerense y avanzaban hacia San Nicolás,
aunque parecían haber desistido de atacar el pueblo. Dorrego aparecía
decidido a continuar como gobernador en campaña contra los santafesi­
nos pero, en cambio, Rodríguez y Rosas eran p a r t id a r io s de u n a p a z in­
mediata y h a b í a n comenzado u n a negociación po r su c u e n ta . Mientras
tanto, Jo sé M ig u e l C a rrera h a b ía o c u p a d o el p u e b lo de P e r g a m in o y e s ­
tab a i n c i t a n d o a los i n d i o s para a ta c a r to d a la fro ntera sur. d e s d e N av a­
rro hasta C h a s c o m ú s .M
F u e en e sa s i n c ie r t a s c i r c u n s t a n c i a s q u e v o lv ió a s e s i o n a r ia Ju nta do
R e p r e s e n ta n t e s , a b r ie n d o u n a n e g o c i a c i ó n q u e le lle v aría ca s i to d o el
m e s de s e p tie m b r e . P r im e r o ra tificó a D orreg o c o m o g o b e r n a d o r i n t e r i ­
no y a B a l c a r c e c o m o s u stitu to .
Las fuerzas con que contaba la provincia para garantizar su defensa
y el orden carecían por completo de unidad y cohesión. Las milicias de
la ciudad, los cívicos que respondían al mando directo del Cabildo, es­
taban con sus fuerzas muy menguadas e indisciplinadas; una parte se
mantenía en la ciudad pero en un estado de movilización casi perma­
nente desde principios de año y con la inestabilidad política vivida
desde entonces sin disciplina ni una autoridad firme y efectiva sobre
ellos; el resto había sido repetidamente movilizado a la campaña y la
última vez para seguir a Dorrego en su fracasada incursión santafesina,
y estaba licenciada o directamente dispersa por la campaña cometiendo
todo tipo de actos de saqueo y pillaje.
La situación de las milicias de la campaña norte y oeste era extrema­
damente crítica. Las que habían apoyado a Soler o a Alvear habían sido
derrotadas y estaban dispersas, y las que optaron por mantenerse leales
a Dorrego, tras la derrota en Gamonal, en su mayor parte estaban desar­
ticuladas o corroídas por agudas disputas políticas. Como se vio antes,
la situación de las m ilicias del sur, aunque lejos de ser idílica, era radi­
calmente diferente, y ello explica el papel que habrían de jugar.
R osas co m o co m a n d a n te in te rin o del p rim er escu ad ró n del R e g i­
m i e n t o 5 o d e M i l i c i a s d e C a m p a ñ a p a r t i c i p ó e n lo s e n f r e n t a m i e n t o s e n
S a n N i c o l á s y P a v ó n , p e ro tra s e ll o s p r o c e d i ó a s u d e s m o v i l i z a c i ó n .
Como fuera, la derrota en Gamonal y la ocupación de Pergamino
volvían a presentar un panorama que se asemejaba al de febrero y la
posibilidad de una nueva intervención santafesina en territorio bonae­
rense. Para enfrentarla y para mantener el orden era preciso tanto hallar
una solución política como contar con las milicias de la campaña.
Las negociaciones políticas comenzaron de inmediato. Ante todo,
debían resolverse las candidaturas para integrar la Junta de Represen­
ta n te s , v en ellas tuvo particular intervención Juan José C r is tó b a l de
A n c h o r e n a , q u i e n buscó e l apoyo de R o s a s pa ra in te g ra rla " c o n h o m ­
b res p r o b a d o s que d ie s e n garantías de o r d e n ”. A u n q u e A n c h o r e n a e s t i ­
maba q u e la c a n d id a tu r a de D orreg o a la g o b e r n a c ió n era i n e v ita b le , su
p r e o c u p a c i ó n se c e n t r a b a e n q u e éste h a b ría d e o p o n e r s e a la paz c o n
S a n ta Fe. A l p a r e c e r fu e R o s a s q u i e n s o s tu v o q u e el m e jo r c a n d id a t o era
R od ríg u ez . A s í lo in d ica , la c a rta q u e el 8 de s e p t ie m b r e de 1 8 2 0 le e s c r i ­
bía a lu án Jo sé d e A n c h o r e n a : “Soy de o p i n i ó n q u e e n n in g u n o m e jo r
q u e e n R o d r íg u e z debe recaer el nombramiento, p u e s p o d e m o s p r o m e ­
te rn o s q u e en su gobierno se sujetará a l consejo, y que s i e m p r e respetará
el de Ud., como lo he conocido. Asesores y secretarios, que son la pie­
dra de toque, son los que Uds. deben darle de confianza absoluta”.40
Rodríguez ascendería al gobierno pero, claramente, no estaría solo y tam­
p o c o tendría que tener el rol principal. Fue, entonces, la a c tiv a y fluida
cooperación entre Rosas y Anchorena la que habría de sustentar la con­
sagración de Rodríguez a fin de mes.
Esa salida política incluía otra decisión y también le hizo saber a
Anchorena que López estaba dispuesto a negociar la paz. ¿Qué intereses
tenía Rosas en gestar un rápido acuerdo con López? Por lo pronto, era el
único modo de restablecer el orden y la paz en la campaña. Los de An­
chorena eran quizá más directos dada su participación en el comercio
con Santa Fe donde su comisionado, Francisco Alzogaray, estaba muy
vinculado a su gobierno.
La paz con Santa Fe y Rodríguez gobernador habrían sido, entonces,
la estrategia que Rosas y el clan Anchorena definieron y que contaba
como principal recurso la influencia que éstos tenían en la Junta de Re­
presentantes desde que comenzó a funcionar.41
La Junta volvió a sesionar el 8 de septiembre aunque se demoró
hasta el 26 para consensuar la elección de Rodríguez. La emergencia
de esta solución a la crisis política fue factible a partir del apoyo que
le brindó el clan Anchorena y los vastos aliados que podía movilizar
entre la dividida elite porteña. En la constelación de relaciones den­
tro de la cual se movía Rosas mucho parece haber cambiado entre
junio y septiembre. Por un lado, quiénes ocupaban el centro de gra­
vitación política: en junio lo había sido su socio capitalista, Luis Do­
rrego; en septiembre ese lugar lo ocupaban claramente sus primos,
los Anchorena.
No obstante, en esta coyuntura el Cabildo porteño también retoma­
ba la iniciativa y, apenas enterado de la derrota de Gamonal, había
decidido ordenar la reunión inmediata de todas las milicias, tanto las
del norte como las del sur. Sin embargo, como ya vimos, la situación
de las milicias del norte era particularmente crítica pues, como infor­
maba el coronel Blas Pico desde San Antonio de Areco, “los dispersos
del Exército no solo no se han reunido a su división [de Cívicos], sino
que han amilanado a la gente en tales términos que se le ha regresado
a ésta más de la mitad y según va cree que en pocos días quedará con
los oficiales”.42
Ahora bien, si se cruzan las evidencias de la larga negociación que
llevó a la consagración de Rodríguez como gobernador durante casi
todo el mes de septiembre con la correspondencia que se conoce de
Rosas, se advertirá inmediatamente que mientras aquélla se llevaba a
cabo al mismo tiempo se estaban reuniendo y movilizando las milicias
del sur. Y, como veremos, no era una tarea sencilla.
En ese contexto, Rosas fue electo para integrar la Junta por el partido
de San Vicente pero se excusó por sus responsabilidades milicianas.
Sus prioridades seguían siendo muy precisas. La situación de las mili­
cias de la campaña sur no estaba exenta de dificultades, y para movili­
zarlas Rosas tuvo que apelar a una variedad de recursos. La cuestión
merece un examen detenido pues permite cuestionar la imagen forjada
según la cual Rosas podía movilizar a sus milicianos como si fueran un
séquito personal, leal y obediente y que ellos fueran reclutados entre
sus peones.
La correspondencia de Rosas durante el mes de septiembre permite
advertir algunas de las dificultades que afrontaba. Apenas había regre­
sado al sur y licenciado a los milicianos cuando volvió a recibir la orden
de Marcos Balcarce -el gobernador sustituto- para movilizarlos nueva­
mente. “Yo creo un mal la reunión q.e V.E. me pide, y un imposible la
marcha q.eme ordena”, le respondió el 6 de septiembre. ¿Por qué? Rosas
sostenía que en la sección a su cargo, “si con alguna milicia de confian­
za podría contarse”, ésta tendría dos componentes. Por un lado, a la que
ya había hecho “despachar a sus casas”; al respecto Rosas aparece muy
consciente de las dificultades para mantener movilizados de modo per­
manente a los milicianos dado que “después de dos meses de campaña
activa y fatigosa, si se trata de q.e se reúna nuevam.18al proponérselo tan
solo, se exasperaría v se desabriría”; por lo tanto, era necesario darles
un tiempo de descanso y ello era imprescindible pues “el común de esta
clase de gentes no se posesiona tan pronto de la inminencia de los ries­
gos, ni de la necesidad de los sacrificios". Fuera acertado o no ese juicio,
de lo que no cabe duda es que Rosas estaba muy alerta acerca de uno de
los más típicos y característicos motivos de rebelión miliciana: su resis­
tencia a la prolongación del tiempo de servicio y más aún hacia el ser­
vicio permanente aunque fuera remunerado, así como a la exigencia,
repetidamente manifestada, de que se cumplieran los turnos rotativos
establecidos y que debían garantizar los reemplazos cada dos meses. La
norma, vigente desde el siglo anterior para organizar el servicio en las
dotaciones fronterizas, se adecuaba mal a una coyuntura como la que se
vivía en 1820, pero la resistencia miliciana era pertinaz al respecto y
Rosas parece haber tenido muy claro que el comandante que aspirara a
ser obedecido no debía violar el entramado normativo acostumbrado
y ser celoso ante la tropa para garantizar su cumplimiento. Por ello, era
un “mal” la reunión pues brindaría la oportunidad para la rebeldía co­
lectiva y la consecuente dispersión de la fuerza.
Por otro lado, decía que tampoco estaba disponible en ese momento
la peonada de su hacienda y saladero, de los que había dispuesto 108
hombres pues “se ha ido la mas p.a Bs.As., algunos a diligencias pro­
pias, otra a buscar trabajo, por no saber si la casa lo tendría”. Esta obser­
vación es importante, al menos, por dos motivos. Ante todo, porque
confirma que si bien Rosas había movilizado a la peonada de Los Cerri­
llos, ellos fueron sólo una parte de la tropa y no la más numerosa. Luego
porque sus mismos comentarios indican que no estaban a su libre dis­
posición ni menos aún que se tratara de peones sometidos y atados al
establecimiento. Por el contrario, eran asalariados que se movían entre
el mercado de trabajo urbano y rural y que también se habían agregado
al regimiento.
Ahora bien, si éstos eran los milicianos “de confianza” había tam­
bién un tercer sector movilizable: sin embargo se trataba de gente que,
sostenía, “no merece la menor confianza” y a quienes para movilizarlos
con la premura “no debe faltar el aliciente del interés, q.d0 el honor no
es un estímulo. Por lo tanto creo que sin dinero nada podrá hacerse”. A
los milicianos, entonces, había que atraerlos con una remuneración
para que prestaran servicio. Por último, aunque brevemente, Rosas su­
maba otra dificultad adicional: “¿Y qué diré a V.E. sin caballos?”'". Sin
caballos no había movilización miliciana que fuera posible en la campa­
ña, y cómo resolver la cuestión era decisivo.
El panorama que resulta es bastante claro: por diversos y d istin to s
motivos la capacidad movilizadora dependía de contar con recursos mo­
netarios y caballos, y Rosas pretendía que se los proveyera el gobierno.
Lejos estamos, entonces, de la imagen forjada de un ejército privado, y
aun cuando la empresa que Rosas administraba empleara sus recursos
para hacer factible la movilización, luego se le cobrarían al gobierno los
gastos efectuados. Si Saldías estaba en lo cierto, Rosas logró reunir L in o s
2000 voluntarios a los que agregó tan sólo 108 peones de sus estancias.
Más aún, según una cuenta presentada al gobierno la casa Rozas, Terre­
ro y C.° habría gastado 5573 pesos y 3 reales entre el 27 de mayo y el
31 de agosto para solventar “la primera expedición contra los anarquis­
tas”, aunque otros gastos (como los sueldos de los peones) no habían sido
contabilizados.44 Conviene considerar este dato adecuadamente: la crisis
política tenía indudables consecuencias fiscales y en tales condiciones el
financiamiento de las fuerzas legales debía depender tanto de las contri­
buciones y los auxilios que se imponían a la población como del finan­
ciamiento que podían aportar algunos particulares. En todo caso, eran las
posibilidades económicas de esta empresa y no sólo la lealtad a Rosas lo
que puede explicar su capacidad para movilizar las milicias.
A pesar de las dificultades, para el 12 de septiembre Rosas anunciaba
que había empezado la movilización, para lo cual había utilizado los
4000 pesos que en dos partidas le había enviado el gobierno. El 21 de
septiembre le anunciaba a Balcarce que había iniciado la marcha con
más de 500 hombres (es decir que le había tomado al menos quince días
la movilización del regimiento) y que esa fuerza estaba con “entusiasmo
y contento”. Más aún, dos días después volvía a informar que “el orden
y la subordinación son exemplares, no menos que el entusiasmo”, por
lo que al parecer los flujos de dinero del gobierno habían obrado mara­
villas. En esta carta, además, Rosas dejaba bien en claro el sentido pre­
ciso que le asignaba a esta movilización miliciana: “Marchar a escar­
mentar al enemigo, y conservar la subordinación y respeto a las
propiedades”; también que prefería apartarse del mando del regimien­
to, proponiendo a Lamadrid en su lugar.45
Al día siguiente, aunque había recibido una nueva remesa, no dejaba
de quejarse por la falta de armamentos, especialmente de sus fuerzas de
Lobos v San Vicente, y reclamaba sables y no las chuzas que el gobierno
le había enviado “p/q^ sólo a la fuerza recibiría esta arma el m iliciano”:
asimismo reclamaba caballos ya que el único piquete bien montado era
el d e Chascomús dado que los partidos de San Vicente, Lobos. Ranchos
y Monte habían quedado “arrasados por los comisionados". La
insistencia de Rosas para que el gobierno le suministrara esos auxilios
tenía fundamentos precisos derivados de la experiencia: “Amo al hom­
bre, y este amor es el q.I! tanto me hace conocer la oblig.™ de respetar sus
propiedades y protegerlas, por el estado de prostitución en q.e se halla
este santo respeto, es, que estoi empapado de lo mui comben.teq.e es q.e
el miliciano encuentre en el seno de su regimiento todos los recursos”.46
La movilización de las m ilicias, entonces, tenía para Rosas un re­
quisito preciso: sólo sería posible restaurar el orden, el respeto por las
leyes, las autoridades y la propiedad con una fuerza bien provista; sólo
de este modo era posible evitar que fueran ellas mismas las que lo sub­
virtieran.
Lo que la correspondencia de Rosas demostraba era la enorme dis­
tancia que había entre el ideal social del miliciano legado por la Colonia
y las prácticas sociales efectivas; aquél estipulaba que el servicio era
una obligación social que el miliciano debía prestar según criterios con-'
sagrados “a su costa” y “en caballos propios”; las prácticas estaban obli­
gando a que fuera un servicio remunerado, con aprovisionamiento y
caballos suministrados directamente por el Estado o a través de los re­
cursos que sus jefes proveyeran. Se trataba de una larga tradición de
resistencia y negociación miliciana que ahora se tornaba ineludible
frente a la recurrente movilización.
El 28 de septiembre Rosas daba a conocer una proclama a la deno­
minada “División del sur” en el Puente de Márquez. Estaba dirigida a
sus “compatriotas, compañeros y amigos”, y en ella se veía forzado a
justificar por qué había tenido que volver a convocarlos “apenas resti­
tuidos a vuestros hogares”. El motivo era preciso: se trataba del “único
recurso para la seguridad pública, y como medio exclusivo para dis­
frutar del trabajo con paz y tranquilidad”. En esa proclama Rosas hacía
expresa referencia a que “los días felices en que las disfrutábamos han
desaparecido”, una alusión a los tiempos previos a la “anarquía” y, de
modo análogo a la proclama que Rodríguez había hecho en julio a los
ciudadanos de la campaña, rememoraba el “esplendor y dignidad a
que estuvimos elevados, y en que nos observaba con respeto el mundo
político”. Poco y nada quedaba de ese tiempo glorioso v era esa situa­
ción la que justificaba la nueva convocatoria de los milicianos ante la
"humillación” a la que estaban sometidos los porteños que "hemos
descendido a la obscuridad y confusión más ínfima”. El discurso polí­
tico de Rosas tenía entonces para fines de septiembre de 1820 un sen­
tido preciso: se trataba de movilizarse para sostener la “representación
suprema" de la provincia -es decir, la /unta de Representantes que en
ese mismo momento estaba eligiendo a Rodríguez como gobernador-,
la cual, decía Rosas, estaba “afortunadamente depositada en hombres
sin aspiraciones, con luces, y llenos de los mejores deseos”. Por tanto,
y en esto era muy preciso, por segunda vez los milicianos habían mar­
chado “a engrosar un ejército que debe darnos la paz y restablecer el
orden” y para ello era preciso que lo hicieran “olvidando perjuicios
locales y políticos y otros motivos propios solamente de la degrada­
ción en que nos han sumido la discordia y el furor anárquico”. Había
también en ese discurso político a las tropas un reconocimiento de la
situación y Rosas podía asignarles a los paisanos un nuevo lugar en el
espacio político: “La campaña, que hasta aquí ha sido la más expuesta,
y la menos considerada, com ience desde hoy, mis amigos, a ser la co­
lumna de la provincia, el sostén de las autoridades y el respeto de sus
enemigos”. Por eso concluía:

Nada más os pido, que la firmeza; desconfiad de los que directa o


indirectamente os propusieren o sugirieren especies de subver­
sión del orden, y de insubordinación, reproducid conmigo los
juramentos que hemos hecho de sostener la representación de la
provincia y confiad en que los trabajos y sacrificios que costará
esta segunda campaña serán provechosos, y que traerán mil ben­
diciones sobre el 5oregimiento, sobre sus virtuosos jefes de escua­
drón, honrados oficiales y sobre todo los amigos y paisanos que
acompañan a su comandante en jefe.47

El regimiento, entonces, aparecía en el discurso de Rosas como un con­


junto cohesionado de compatriotas, compañeros, amigos y paisanos así
como la herramienta para que la campaña se transformara en la columna
que sostuviera la provincia y garantizara el orden, la paz y la seguridad.
Sin embargo, una tradición historiográfica vigente durante más de un
siglo amalgamó en una misma explicación de esta intervención de Ro­
sas dos ideas que eran, en el fondo, contradictorias entre sí. Por un lado,
que Rosas movilizó a los peones de sus estancias cual si fueran un au­
téntico séquito personal. Por otro, que lo hacía en tanto era comandante
de milicias. Para que ambas ideas no fueran incompatibles se partió de
un supuesto sin someterlo a verificación: que las milicias rurales eran
cuerpos armados que respondían a los designios de los hacendados. Ese
supuesto derivaba de una imagen equívoca del poder que para entonces
tenían esos hacendados y de la confusión entre peones de sus estancias
y milicianos del Regimiento 5o como si fueran idénticos. Como se acaba
de ver, no era ésa la visión que tenía Rosas ñi era ésa la situación de las
milicias.
L a revo lución de o ctu br e

El plan que compartían Rosas, Rodríguez y Anchorena parecía marchar sin


demasiadas dificultades pero halló un duro escollo: a comienzos de octu­
bre, liderados por Manuel Pagóla, se sublevaron parte de los tercios urba­
nos. Lo hacían expresamente contra la elección de Rodríguez y conseguían
la convalidación del Cabildo. La intervención de Rosas y Rodríguez no
debía significar el triunfo de la campaña sobre la ciudad sino que Rosas
aparecía como un mediador y articulador entre ambas, y en ese momento
la campaña podía cumplir el papel que le asignara Rodríguez en julio: ser
el auxilio de la capital pero ahora no para vencer a los acérrimos enemigos
de los porteños sino para restablecer el orden y la disciplina social en la
ciudad. Y ésta era, a comienzos de octubre, la tarea urgente e inmediata.
No viene al caso narrar aquí estos sucesos que han sido muy bien
estudiados.48 Lo que interesa subrayar es que en la revuelta tuvieron
activa intervención integrantes de los tercios cívicos y de algunos miem­
bros del Cabildo mientras que la mayor parte de la escasa fuerza regular
y del tercer tercio de cívicos, que era el de pardos y morenos, huyeron
de la ciudad para sumarse a las fuerzas que reconocían a Rodríguez. En
esas condiciones, “una porción de hombres” se presentó ante el Cabildo
repudiando su elección como gobernador y exigiendo que asumiese
provisoriamente el mando. De nuevo, entonces, el conflicto volvía a
adoptar la forma de un enfrentamiento entre esta institución y la Junta
de Representantes.49
En esa coyuntura Rosas tuvo que optar entre las órdenes que recibía
del Cabildo, que le indicaban que debía marchar hacia San Nicolás p ara
unirse y subordinarse a Dorrego, y las que recibía de Rodríguez, quien
le exigía hacerlo sobre la capital. En rigor, dilemas semejantes se le ha­
bían planteado en los días previos pues hacia el 20 de septiembre D o r r e ­
go había ordenado que Rodríguez suspendiera el alistamiento de tro p a s
en la campaña y lo mismo había hecho Balcarce. Sin embargo, frente a
las decisiones de ambos gobernadores, la Junta los contradijo y le orde­
nó que continuase haciendo el reclutamiento y que lo hiciera preferen­
temente en el Departamento del Sur. Se advierte así que ya antes de la
elección de Rodríguez las tensiones entre el gobernador y la Junta eran
extremas y que las expectativas de ésta estaban puestas en las tropas
que Rodríguez y Rosas estaban reuniendo.
Días después, Rosas ya no podría eludir un alineamiento público y
abierto. Pero, si sus preferencias eran evidentes, no debe de haber sido
el único factor que tuvo en cuenta: tenía que garantizar la cohesión de
sus propias fuerzas y del orden legal. Pero, ¿cuál?
Desde esta clave conviene leer su propio relato de los sucesos y en
el cual intentó dejar muy en claro que no se trataba de una insubordi­
nación sino de una opción política tomada colectivamente junto a los
jefes de escuadrón del Regimiento 5o: Pedro N. López, José Genaro
Chaves, Juan Evangelista del Área, José Hilario Castro e Hilario Yraso-
gui. Según esa versión, cuando Rosas los consultó los jefes exclama­
ron: “¿Hasta cuándo vagaremos de revolución en revolución?”. Sea
cierto o no, indica que el liderazgo no podía eludir una necesidad
imperiosa: sustentarse en un acuerdo político al interior de la fuerza
m iliciana y revalidarlo en las coyunturas críticas. Es aquí donde ad­
quieren mayor relieve las indicaciones anteriores sobre la actuación
de Rodríguez en la campaña: al obedecer sus órdenes y al rechazar las
del Cabildo, Rosas no sólo sostenía a su comandante (y candidato)
sino que además debe de haber tenido bien en cuenta que Rodríguez
tenía sus propias influencias, relaciones y predicamento entre sus mi­
licianos.
Detrás de esta situación se advierte algo más. Desde que el estatuto
de 1815 había instaurado la condición del Cabildo como “comandante
nato” de la Brigada Cívica de la ciudad, una discusión no había dejado
de repetirse: ¿tendría también el mando sobre las milicias de campaña
o, en cambio, ellas debían responder al comandante general y til gobier­
no superior? Esa discusión no sólo hacía referencia a quién ejercía di­
rectamente el mando de esas formaciones sino también al carácter que
ellas debían tener. Replicando la tradición borbónica, ese estatuto había
establecido dos tipos básicos de formaciones milicianas: por un lado las
cívicas, que en la época colonial se denominaban urbanas y que estaban
al mando de los cabildos, debían prestar servicio sólo en el “recinto” de
las ciudades y carecer del fuero militar; por otro las milicias “provincia­
les” -antes también llamadas “disciplinadas” o “regladas” y en 1817
“nacionales”- , que debían responder directamente al mando del gober­
nador intendente, tener una plana mayor de oficiales veteranos, prestar
servicio a escala de la provincia (que hasta 1820 era la Intendencia), y
gozaban del fuero militar.
Los cabildos, en particular el de Buenos Aires pero también el de
Lujan, habían porfiado repetidamente por modificar esta situación y
extender su mando sobre las milicias de campaña, pero no lo habían
logrado salvo en contados momentos. De este modo, lo que estaba
sucediendo en septiembre de 1820 era una réplica de esa discusión y
en ella las milicias del sur optaron por constituirse en la base armada
de sustentación de un poder de un gobernador cuya legitimidad ema<-
naba de una Junta de Representantes que, mal o bien, también invo­
caba la representación política de la campaña y no del Cabildo de la
capital.
La novedad del momento era que ese enfrentamiento adquirió parti­
cular virulencia y no sería una más de las convulsiones políticas de ese
año: se tradujo en la más sangrienta confrontación armada que vivió la
ciudad desde las invasiones inglesas y que dejó un saldo de centenares
de muertos. La sangrienta restauración del orden social y político urba­
no, en consecuencia, había sido lograda gracias al concurso de las m ili­
cias del sur comandadas por Rosas. Y el nuevo orden que iba a comen­
zar a construirse lo hacía a partir de un baño de sangre que tenía como
principales víctimas a sectores plebeyos movilizados.
El 10 de octubre Rosas dio a conocer un ferviente manifiesto que esta
vez estaba dirigido al pueblo de Buenos Aires: allí comenzaba descri­
biendo las zozobras que le causaba la “repetición de actos anárquicos”
y “la disolución de todos los vínculos, que ligan al ciudadano con la
autoridad”. Según su relato, se hallaba interinamente al mando del pri­
mer escuadrón del Regimiento y habló con “los sirvientes de ia estancia
en que resido” y “con ellos y con algunos milicianos del escuadrón
marcho en auxilio de esta muy digna capital”. Nuevamente registramos
la misma y reiterada distinción: sus fuerzas se integraban de peones de
sus estancias y de milicianos, no los confundía, y deberíamos evitar
hacerlo. Aquella actuación en agosto había derivado en su tránsito de
jefe de escuadrón -d el N" 1, por cierto- a comandante de) Regimiento.
Es en ese pasaje que rememora la deliberación con los jefes de escua­
drón ya mencionada y su taxativa conclusión: “Obediencia, fidelidad,
firmeza, son nuestros pareceres”.
El manifiesto terminaba, así, con una encendida proclama que preci­
saba su sentido inequívoco:
Sed precavidos, mis compatriotas; pero más que todo sedlo con los
innovadores, tumultuarios y enemigos de la autoridad. Sed juicio­
sos para reclamar; sed sumisos a la ley, no confundiendo al gobier­
no con las personas, y a la representación suprema con los repre­
sentantes [...] Me despido, compatriotas. El 5o regimiento del Sur,
de todos es amigo, de todos es hermano. Primero, segundo y terce­
ro, tercios cívicos; ciudadanos todos, y cada uno, recibid los votos
que os hago presente a nombre de la división que comando. ¡Odio
eterno a los tumultos! ¡Amor al orden! ¡Fidelidad a los juramentos!
¡Obediencia a las autoridades constituidas!.50

La conclusión a la que había llegado era precisa: el intenso ciclo de epi­


sodios tumultuarios, que habían jalonado la política porteña desde 1806
y que habían asignado a los sectores plebeyos un protagonismo induda­
ble en las luchas políticas, se había transformado en una amenaza al or­
den social y a la propiedad. La tarea pendiente, entonces, era la construc­
ción de un nuevo orden, una tarea que se iba a demostrar tan necesaria
como inviable.
Pero, ¿cuál fue el saldo inmediato de esta sangrienta confrontación?
Por lo pronto, las jornadas de octubre cambiaron sustancialmente la
imagen de esas milicias en la elite porteña y consagraron la de Rosas.
Bien lo ejemplificaba La Gaceta cuando informó, aunque no estaba dis­
puesta a darle todo el crédito: la sublevación había sido vencida por el
gobernador “auxiliado de las bravas y honradas milicias del Sud, de los
tercios cívicos y de todos los ciudadanos que corrieron a porfía a defen­
der las leyes”.51 Claro que también había que recompensarlas, y el Cabil­
do depurado de algunos de sus miembros se apuró a reunir un donativo
de los vecinos "para auxilio de las Tropas que se han distinguido en el
restablecimiento del orden y sostén de las Autoridades legitiman!.11
constituidas”/’2 Era un requisito indispensable para mantener el orden
al tiempo que una suerte de homenaje de la ciudad hacia las milicias.
También lo ejemplifica un soneto atribuido a fray Cayetano Rodrí­
guez y dedicado “A los Colorados”:

Milicianos del Sud, bravos campeones


Vestidos de carmín, púrpura y grana,
Honorable legión americana,
Ordenados, valientes escuadrones:
A la voz de la ley vuestros pendones
Triunfar hicisteis con heroica hazaña
Llenándoos de gloria en campaña
Y dando de virtud grandes lecciones:
Gravad por siempre en vuestros corazones
De Rozas la memoria y la grandeza
Pues restaurando el orden os avisa
Que la Provincia y sus instituciones
Salvas serán si leyes vuestra empresa,
La bella libertad vuestra divisa.53

De este soneto hizo reiterado uso el rosismo durante sus largos años de
gobierno, volviendo una y otra vez a las jornadas de octubre como mo­
mento emblemático del accionar de Rosas como salvador de Buenos
Aires.
Parecida glorificación hacía para entonces el padre Castañeda:

Mi corazón exaltado
repite con alegría:
¡Viva quien supo destruir
a tanta chusmería!.54

Más preciso y jugoso es el relato que José María Roxas y Patrón le escri­
biera a Manuel José García: “Por ahora ha cesado la anarquía: pero
¡cuánta sangre nos ha costado!”.55 Según Roxas y Patrón, las fuerzas de
Rodríguez no estaban compuestas sólo por la división de Rosas sino que
a ella se sumaron muchos más hombres de la campaña, el 1" y 3" tercios
de cívicos y “mucha gente decente”. En ese relato la descripción de las
milicias del sur no podía ser más elogiosa:

Ya es tiempo de hablar de la división del sud al mando de Rozas.


Estos 700 hombres compuestos de los hacendados y sus peona­
das, se determinaron voluntariamente a sostener el Gobierno. En
su tránsito desde las chozas más cercanas al polo hasta este pue­
blo, no cometieron el menor exceso. Se veían todavía algunos pai­
sanos de nuestro siglo de oro, de los que honraron a Ceballos en
la Colonia, y en todos un aire simple y humilde. Su uniforme era
una camiseta y gorro colorados. Rozas les mandó que no bebiesen
y ellos obedecieron bajo santa obediencia, porque aun aquellos
que estaban dispersos y sin testigos no aceptaban el vino y aguar­
diente que se les ofrecía por las ventanas, á pesar que se les cono­
cía en los ojos que eran Tántalos voluntarios.56

Resulta claro que, a los ojos del angustiado testigo, la restauración del
orden alejaba el peor de los fantasmas que poblaban su imaginación: el
temor al saqueo generalizado. Pero ese temor no estaba depositado en
estas fuerzas rústicas sino por el contrario en la misma plebe de la ciu­
dad. Así destacaba: “No puede V. figurarse el entusiasmo con que los
extranjeros hablan de los colorados, y todos aseguran no haber visto
cosa semejante, pues temían un saqueo venciese quien venciese. La de­
más tropa cívica y veterana ha querido ser su émula y no se ha cometido
ningún desorden ni el más leve insulto”.
El alivio de Roxas y Patrón era tan grande como sus exageraciones.
Si hubieran triunfado sus adversarios, decía, se habría producido un
saqueo generalizado de la ciudad “pues la chusma estaba agolpada en
las esquinas envuelta en su poncho esperando el éxito”, y si no hubie­
ran vencido los colorados “se les unen 4 ó 6 mil hombres de la canalla”.
La victoria de la Junta y el gobernador dejaba un claro derrotado: el
Cabildo. Ante todo, porque la Junta de Representantes desplazó a varios
capitulares nombrando a sus reemplazantes. Más importante aún fue
otra decisión: el gobernador Rodríguez dispuso quitarle el mando de 1a
Brigada Cívica y ponerla bajo el suyo. Otro derrotado era Dorrego, que
aun cuando no había participado de su rebelión era visto por los rebel­
des como la única alternativa a Rodríguez: reunidas sus tropas en Lujan,
les hizo reconocer a Rodríguez como gobernador.
El éxito político de la Junta lo era también de quienes tenían activa
participación en ella, en la elección de Rodríguez y en el desarrollo de
los acontecimientos: los hermanos Anchorena. Complementariamente,
Rosas y sus tropas milicianas aparecían como los garantes del orden
político y social, y eran exaltados por conspicuos miembros de la elite
urbana.
Por último, el triunfo de esta facción creaba condiciones propicias
para abrir una nueva relación con Santa Fe y que fuera el comienzo de
una firme y perdurable alianza. El 22 de noviembre La Gaceta publicaba
un decreto que declaraba nula la disposición del 24 de julio por la cual
quedaba abolido el pago del diezmo del año pasado. Sin embargo, y
ateniendo a la situación de la campaña, dispuso rebajar el 20 por ciento
el que debían contribuir los hacendados y labradores, y fijar en 20 reales
el precio de cada cabeza.57 Dos días después, las provincias de Buenos
Aires y Santa Fe firmaron el Pacto de Benegas, un “tratado solemne,
definitivo y perpetuo de paz”58 que, además de establecer compensacio­
nes económicas para Santa Fe y el compromiso de auxilio militar porte­
ño a esa provincia en caso de una invasión de Francisco Ramírez, in­
cluía el compromiso de la entrega de ganado cuyo garante era Rosas.
El acuerdo tendría decisivas consecuencias: por un lado la coopera­
ción entre Buenos Aires y Santa Fe para enfrentar a Ramírez y desarti­
cular su efímera República de Entre Ríos; por otro, la definitiva ruptura
de la alianza entre López y Carrera y su expulsión del territorio santafe­
sino. Su alternativa fue buscar una alianza con tribus ranqueles y con
ella la guerra volvía a las fronteras bonaerenses.

La prioridad in s o sl a y a b le : los indios y l a fr o n ter a

Una noticia habría de conmover a la provincia: el 2 de diciembre una


fuerza armada conducida por José Miguel Carrera y aliada a grupos in­
dígenas asaltaba y saqueaba el pueblo de Salto. La conmoción fue enor­
me y Rodríguez se dispuso a organizar una gran expedición punitiva
que sirviera de escarmiento.
El 9 de diciembre Martín Rodríguez ya estaba en el fortín de Lobos e
informaba que contaba con 500 hombres mientras esperaba que llegaran
220 “nacionales”, los milicianos de Magdalena, al menos 60 “colorados
del norte”, 50 efectivos del Regimiento N" 2, las milicias de Luján. 70
hombres del regimiento Nu3 y 15 del Regimiento de Vohmtarios, al tiem­
po que Rosas ya había reunido unos 500 en Saladillo. En total calculaba
que podría disponer de 2400 a 2500 hombres.59
Las compañías milicianas comandadas por Rosas debieron integrarse
junto a las que mandaba Lamadrid en la división encabezada por Rafael
Hortiguera, aunque al parecer esa división tuvo muy poca intervención
por las múltiples deserciones que sufrió en su marcha. En sus memorias
Lamadrid confirma que Rosas llevaba 500 hombres, pero atribuyó que las
dos columnas no llegaron a reunirse en la Sierra de la Ventana a que “Ro­
zas hizo que su regimiento mostrara síntomas de descontento”, simuló
renunciar al mando del Regimiento y forzó la retirada.60
¿Qué estaba pasando? Antes de iniciarse la fallida campaña, el 8
de diciem bre de 1820 Rosas le escribía a “mi amado don M artín” re­
crim inándole que, pese a la franqueza con que le había hablado, le
escondía “mucho de su corazón”. El desacuerdo tenía un punto pre­
ciso: Rosas había hecho seguir los rastros y concluyó que no habían
sido los pampas sino los ranqueles.61 Según Silvia Ratto, Rosas tenía
una visión muy diferente de la estrategia que convenía adoptar: se
oponía a una expedición que atacara y castigara a grupos indígenas
que no habían tenido nada que ver con las acciones de Salto y con
quienes consideraba que era fundamental mantener relaciones cor­
diales si se quería llevar adelante la política de avance territorial. Era
imperioso, por tanto, que las operaciones m ilitares “no alcancen a
ofender a los pampas a quienes debemos buscar por amigos y prote­
gerlos como tales”.62
El desacuerdo debe de haber llevado al máximo las tensiones y ero­
sionado la firme alianza que ambos habían mantenido desde junio, al
punto de que antes de finalizar el año Rosas volvía a escribirle a Rodrí­
guez aclarándole que “Rosas no ha de hacer a Ud. un estorbo”, que esta­
ba resuelto “a ser amigo de Ud.” y que “también lo estoy a no tomar
parte la más mínima, mientras dure en el país, en las empresas que to­
quen a Ud. en el tiempo de su administración. La última será esta vez”.(’:i
De mala gana, entonces, Rosas se sumaba a la expedición para no rom­
per completamente con Rodríguez.
El comienzo del nuevo año encontraba a la prensa oficial exultante:
“Acabó por fin el infausto año 20, que será marcado con piedra negra en
los anales de nuestra revolución”. Y, ese mismo día. La Gaceta informa­
ba que Martín Rodríguez estaba en Kaquel Huincul e iniciaba la “expe­
dición contra los bárbaros del sur”.64 Pero lo sucedido a partir de enton­
ces parece haberle dado la razón a Rosas: la expedición no sólo fue un
fracaso sino que desató en toda la frontera un ciclo de enorme conflicti-
vidad interétnica, probablemente el más grave que hasta entonces se
había vivido, y justamente cuando todas las expectativas de reconstruc­
ción de la economía estaban puestas en las tierras de la frontera sur.
¿Qué otras consecuencias trajo esa situación? Las preocupaciones de
Rosas no estaban sólo en las relaciones con los indios sino que se con­
centraban en las milicias. Y ambas cuestiones estaban indisolublemente
unidas: si la conflictividad interétnica crecía, aumentaban las exigencias
de servicio miliciano; al mismo tiempo se reducían las posibilidades de
emplear indios como fuerza de trabajo en las estancias -que Rosas ya
estaba ensayando en las suyas- y se restringían las oportunidades de
comercio con los indios para los pobladores de la campaña, como tam­
bién las de instalarse en territorio indígena, acrecentando las disputas
entre nuevos propietarios y pobladores. Una paz con los indios fronte­
rizos era, así, un punto de acuerdo posible entre pobladores y hacenda­
dos de la frontera. Pero la opción tomada por Rodríguez no había hecho
más que alejar su posibilidad.
Al comenzar el mes de febrero de 1821, Rosas le escribía al goberna­
dor sustituto Marcos Balcarce que había dejado la comandancia de su
regimiento para volver a la estancia de Los Cerrillos. Sin embargo, le
advertía que era crítica la situación de las m ilicias en la Guardia de Lo­
bos y que “debía estudiarse como reanimar la m ilicia; como disponerla
para unirla; como darle confianza y decidirla por la defensa de su terri­
torio”. La preocupación tenía fundamentos pues días antes se había su­
blevado el escuadrón miliciano de Lobos. Ante esa situación considera­
ba “peligrosísimo” que quedaran “confundidos el crimen y la virtud” y
que serían fatales los resultados “q.e trae la impunidad en las insurrec­
ciones q.e se hacen con las armas en la mano”. En tal situación, reclama­
ba, era imperioso que “algo se hiciera p.a cortar males q.=tracienden a
dificultar, o a inutilizar sucesivas forzosas reuniones de la m ilicia". Y
sin embargo le expresaba qu.e no se sentía en condiciones de volver a
reunir el 5" Regimiento porque “los hombres están desesperados y abu­
rridos, el espíritu público está perdido absolutamente: y juzgo que antes
de reunirse, abandonarán todo primeramente”. Y. para completar este
panorama, le relataba la comunicación del comandante de Lobos Gena­
ro Chaves según la cual no había podido mandar más que dos partidas,
que apenas contaba con treinta milicianos y “que todos andaban dispa­
rando y que no sabía que hacer”. Al día siguiente, era Chaves el que se
quejaba amargamente por no haber recibido auxilios mientras que “solo
se me encarga la reunión de las M ilicias, la que veo muy imposible de
conseguirlo a pesar de los mayores esfuerzos”. En tales condiciones.
recomendaba que se enviara una fuerza de línea pues “veinte Indios
serán suficientes para hacerse dueños del Partido”. El, por su parte, ha­
bía ordenado que se reunieran las familias y las armas en la estancia de
Cascallares, pero sólo pudo reunir una tercera parte de ellas y distri­
buirlas entre los milicianos pues el encargado de hacerlo, el capitán
Juan Abrego, “fue desobedecido e insultado” por un sargento. Abrego
exigió un pronto castigo pero Chaves se negó, dada la necesidad de un
juicio: ante ello Abrigo “se entonó conmigo y mandó retirar a los solda­
dos diciéndoles q.e se fuesen a su casa o donde gustasen, y q.e no conta­
ren con él p.rq.e ya no era Cap.n”. ¿Cuál fue el resultado de esta tensión?
El parte de Chaves era bien claro al respecto: “Se han hído todos, y he­
mos quedado a ser juguete de unos enemigos q.e nos deben respetar y
temer”. El único paliativo era que “el benemérito Dn. Fran.co Cascalla­
res” había reunido más de 200 personas en su estancia y les suministra­
ba diariamente a la tropa y a las familias carne y leña.65
El episodio, aunque menor, es sugestivo: la frontera sur aparecía casi
completamente indefensa, y la cohesión y disciplina que había ostentado
el Regimiento 5o de Milicias de Campaña en octubre se estaba erosionan­
do desde su misma base. La situación le preocupaba ostensiblemente a
Rosas y debe de haber influido en el deterioro de sus relaciones con el
gobierno pues recibía recriminaciones de Balcarce. En tales condiciones
decidió comunicarse directamente con Rodríguez y renunciar a la co­
mandancia del 5o Regimiento. Quería, decía, volver a ser quien había sido
antes de junio de 1820. Su argumento era claro y replicaba el mismo que
solían expresar los milicianos cuando solicitaban ser licenciados pero,
claro está, desde el decisivo lugar que Rosas había jugado en los meses
previos: por eso su renuncia estaba centrada en los quebrantos que le
había ocasionado mantener la unidad, así como por haber empleado la
recaudación de los diezmos de cuatropea de Magdalena y Matanza de
1818. mantener el pago a los peones de sus estancias'1'1mientras estaban
incorporados a la fuerza miliciana, equipar a los 900 hombres del Regi­
miento dado que las raciones enviadas por el gobierno eran completa­
mente insuficientes y, además, “auxiliar a todos los labradores que se­
guían mi destino con diez pesos por cada fanega de trigo sembrada p.a
lebantar sus cosechas”. Probablemente no era el único motivo, pero el
argumento le permitía presentar la renuncia como una ruptura política
con Rodríguez. Y es probable que así haya sido pues la misma carta daba
cuenta de que había tenido a disposición otros recursos, como los 3000
pesos que le envió Rodríguez o los 5000 con que fue auxiliado con una
suscripción. Sin embargo, dos días después Rodríguez le reclamó que
continuara en servicio recordándole “que en las críticas circunstancias
en que se halla el País, todos sus hijos están obligados a servirlo”. Rosas,
sin embargo, insistió aclarando que “mis esfuerzos en beneficio de la cau­
sa pública no están identificados con la investidura del mando del 5o re­
gimiento de Campaña: ellos pueden continuar en clase de hombre priva­
do”.67 Y dos días después le era concedida la licencia absoluta del servicio
con goce del fuero y uso del uniforme.
Pero la discusión había tomado estado público y el 14 de febrero
Rosas daba a conocer un documento destinado a responder las críticas
que recibía. En ese manifiesto relataba que en enero de 1821 se había
visto obligado a realizar una tercera campaña con su regimiento desde
junio del año anterior y que esta vez logró movilizar a 900 hombres con­
tra los indios. Y, como ya se lo había indicado privadamente a Rodrí­
guez, el momento elegido para realizarla no podía ser más inoportuno:

Era la época de la cosecha de trigo y eran muchos los labradores


infelices que me seguían y yo no tenía aún que poder dar, y ellos
nada tenían que dejar, para aprovechar sus sementeras. La benefi­
cencia de una suscripción algo me ayudaba; el gobierno hacía lo
que podía pero era lo más lo que faltaba. Y fue de aquí que esta
tercera campaña en armamento, ropas y auxilio de dinero a los
l a b ra d o r e s , s u e l d o s d e p e o n e s y d e p e n d i e n t e s de la e s t a n c i a y de
s u s la b o r e s , y en o t ro s r e c u r s o s , para el todo de e s o s d e s e m b o l s o s
a c a b ó d e a g o ta r ios f o n d o s d is p o n ib le s , q u e d a n d o s i e m p r e v i n c u ­
la d o el c r é d ito m í o a las c o n t r a ta s p e n d i e n t e s d e s d e ju n io , a los
e m p e ñ o s a n te r i o r e s y s u b s ig u ie n t e s y a los m e n o s c a b o s d e tan tos
in t e r e s e s d e s p a r r a m a d o s q u e d e jé s i n r e c a u d a r d e s d e q u e s a lí a la
p r i m e r a c a m p a ñ a . '*

N o deberían verse en estos argumentos tan sólo reclamos de compensa­


ciones. Lo que Rosas estaba haciendo era erguirse en portavoz de un tí­
pico reclamo miliciano: no ser movilizados ni siquiera a ejercicios de
entrenamiento, los llamados ejercicios doctrinales, en los meses de la
cosecha. Las contradicciones entre el calendario agrícola y militar po­
dían tener consecuencias funestas para la disciplina miliciana, como ya
se había demostrado en el verano de 1819-1820.
La cosecha era un momento de particular importancia para la vida
social agraria y, por tanto, para la dinámica del servicio de milicias.
Aunque toda la documentación permite advertirlo, la cuestión había
pasado casi desapercibida para los historiadores mientras imperó una
imagen de ese mundo social como si fuera una economía monoproduc-
tora de ganado vacuno. Por cierto, no era la imagen que tenían los con­
temporáneos, y las discusiones entre oficiales milicianos y gobierno
superior habían sido frecuentes y repetidas al respecto: un jefe de m ili­
cias que quisiera mantener su ascendiente sobre la tropa sabía que debía
evitar que las convocatorias al servicio coincidieran con los meses de
máxima intensidad del trabajo rural y de mayor demanda laboral. Y
esos meses eran, sobre todo, los meses de la cosecha.
Por otra parte, la producción agrícola formaba parte central de la
economía agraria y había zonas especializadas en esta producción. Ha­
cia 1820 el epicentro de esa agricultura se estaba trasladando desde el
norte de la ciudad hacia el oeste y en particular hacia Lobos. A su vez,
prácticamente todas las estancias tenían parte de sus tierras dedicadas
a la agricultura, y la mayor parte de la población campesina se dedicaba
en simultáneo a la cría de ganado y a practicar sus sementeras combi­
nando esta producción autónoma con el trabajo asalariado que, justa­
mente, encontraba su mayor demanda y mayores salarios en esos meses.
En tales condiciones no extraña que en los padrones de población que
se habían levantado entre 1813 y 1815 (los más completos y detallados
hasta el censo de población de 1869) entre la población con ocupación
registrada el mavor número fueran empadronados como labradores.
Ellos eran la inmensa mayoría de los milicianos alistados.'”’
Las observaciones de Rosas, por tanto, devenían de su conocimiento
de la realidad social y productiva así como de la misma tradición m ili­
ciana que tan bien conocía y tomaba en cuenta. Y, quizá por el abruma­
dor imperio de aquella tradición interpretativa, hasta hace poco sólo se
habían editado sus famosas “Instrucciones a los mayordomos de estan­
cias” cuando al mismo tiempo Rosas había escrito unas “Instrucciones
a los encargados de las chacras”.70
Ahora bien, estaba claro asimismo que en esa situación también po­
nía en juego su crédito personal tanto con la tropa como con los clientes
y los socios de su empresa. Por cierto, ella parece haber afectado las
relaciones con uno de sus socios: a juzgar por la carta que Rosas le envió
a Luis Dorrego en mayo de 1821, las relaciones entre ambos se habían
enfriado en los meses previos, al parecer, por el “gran golpe que ha su­
frido la sociedad” y que había hecho “inevitable el quebranto”.71 En
cambio, el vínculo con Juan Nepomuceno Terrero parecía inquebranta­
ble: en una carta a su padre, Rosas lo calificaba como “mi primer amigo”
y decía que “en mi ausencia mis queridos padres verán en él a su hijo
Juan Manuel y mi dulce Encarnación a su eterno compañero amante.
Nuestros hijos lo son de Terrero. Es mi único amigo después de Encar­
nación”.72
En cualquier caso, los costos eran demasiado altos, y continuar en el
mando del Regimiento sin tener decisiva influencia en las estrategias
que se adoptaban sólo podía malgastar el prestigio ganado. Por otra par­
te, sus prioridades eran otras: debía cumplir con el compromiso asumi­
do con Estanislao López.
Así, el 21 de febrero de 1821 se formalizaba el retiro de Rosas del
servicio con el grado de coronel. El agitado año 1820 no sólo lo había
puesto en el centro de la escena sino que debe de haber sido para él una
experiencia pletórica de aprendizajes. Reconstruir el orden social y po­
lítico se le presentaba como imperioso, y el peligro que suponían los
tumultos populares no podía ser eludido.

N otas

1Y, para ser más claros, agregaba: “Así también entre nosotros, cada caudillo afor­
tunado consideró la región o provincia que dominaba, como un feudo, viniendo
de ese modo a convertirse el territorio en grandes condados, poblados por vasa­
llos y sometidos a verdaderos señores medievales, con justicia de horca y cuchi­
llo, que ejercían hasta los más fantásticos derechos de los potentados feudales":
Ernesto Quesada: La época de R o sa s. S u verd adero ca rá cter h istó rico . Buenos
Aires, Amoldo Moen Editor, 1898, pp. 61-63.
2 Rodolfo Walsh: “Asunto: Cuadro de situación del enemigo militar a comienzos de
1977”, 5 de enero de 1977, en Lucha Armada en la Argentina, Año 2, N° 5, 2006,
p. 144.
3 Pedro de Angelis: Ensayo histórico..., op. cit., p. 5.
4 Juan Manuel Beruti, Memorias curiosas, Buenos Aires, Emecé, 2001, p. 309.
5 ídem, p. 321.
6 José C. Chiaramonte: “El federalismo argentino”, en Marcelo Carmagnani (comp.):
Federalismos latinoamericanos: México, Brasil, Argentina, México, FCE, 1993,
pp. 81-134.
7 Un panorama actualizado de la formación histórica de la provincia de Buenos
Aires en Raúl O. Fradkin (dir.): Buenos Aires. De la conquista a la crisis de 1820,
Tomo 2 de la Historia de la provincia de Buenos Aires, Buenos Aires, UNIPE-Ed-
hasa, 2012.
8 Cabildo del 13 de enero de 1820, Archivo General de la Nación, Acuerdos del
Extinguido Cabildo de Buenos Aires, Serie IV, Tomo IX, Años 1820 y 1821, Bue­
nos Aires, Kraft Ltda., 1931, p. 20; Junta de Historia y Numismática Argentina y
Americana, Gaceta de Buenos Aires, edición facsimilar, Buenos Aires, Compañía
Sud-Americana de Billetes de Banco, 1915, Tomo VI, 1820 a 1821, p. 688.
9 La carta de Rosas al Cabildo puede consultarse en Julio Irazusta: Vida política de
Juan Manuel de Rosas a través de su correpondencia, edición corregida y aumen­
tada, Buenos Aires, Jorge Llopis, 1974, pp. 39-40; y Marcela Ternavasio: Corres­
pondencia de Juan Manuel de Rosas, Buenos Aires, Eudeba, 2005, pp. 51-53. La
aceptación de la renuncia y la designación de su reemplazante en Cabildo del 10
de abril de 1820, A cuerdos d el..., op. cit., p. 105.
10 Raúl O. Fradkin y Silvia Ratto: “Presiones estatales y respuestas sociales: la experien­
cia del Ejército de Observación sobre Santa Fe, 1815-20”, en Daniel Santilli, Raúl O.
Fradkin y Jorge Gelman: Rebeldes con causa. Conflicto y movilización popular en la
Argentina del siglo XIX, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2014, pp. 81-120.
11 Juan Ramón Balcarce, Frontera de Luján, 28 de julio de 1815, en Museo Mitre,
Documentos del Archivo de Pueyrredón, Tomo III, Buenos Aires, Imprenta de
Coni Hermanos, 1912, pp. 215-225, y “Relación de propuestas de los oficiales de to­
das las clases nombrados provisoriamente en los Regimientos de Milicias de
Campaña”, Buenos Aires, 5 de enero de 1816. Ramón Balcarce al Director Supre­
mo. AGN, X-8-8-4 Guerra. Frontera. Comandantes de campaña.
- Juan Ramón Balcarce (17/3-1836) ingresó al Regimiento de Blandengues de la
Frontera en octubre de 1789, ascendiendo a alférez en 1793 y a teniente en 1799.
Después de las invasiones inglesas fue designado capitán de Caballería y sargento
mayor del Escuadrón de Húsares, y tras intervenir en el ejército auxiliar del Perú
concentró su actividad en la campaña bonaerense, llegando a ser general en jefe
del Ejército de Observación sobre Santa Fe. La influencia de Balcarce en las fuer­
zas de campaña se apoyaba en sus vínculos familiares: su padre había sido el
fundador de un linaje militar que tuvo decisiva influencia en el cuerpo de Blan­
dengues, y por vía materna estaba unido a la familia Martínez Fontes, de destaca­
da influencia en las milicias de campaña.
13 Juan Manuel de Rosas: “Manifiesto del coronel de caballería, comandante del
5o Regimiento de campaña, al muy benemérito pueblo de Buenos Aires”. Bue­
nos Aires, 10 de octubre de 1820, en José Luis Romero y Luis Alberto Romero:
El pensam iento conservador (1815-1898), Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1986,
p. 233.
14 Silvia Ratto: Estado, vecinos e indígenas en la conformación del espacio fronterizo:
Buenos Aires, 1810-1852, Tesis Doctoral, Universidad de Buenos Aires, 2004, p. 57.
15José Zenón Videla a Eustaquio Díaz Vélez, Buenos Aires, 7 de enero de 1820, en
AGN, X -ll-8 -9 .
16 Al menos así lo sugiere la carta que el 21 de febrero de 1820 le escribía Juan N.
Terrero a Juan Agustín de Lisaur, citada en Adolfo Saldías, Historia..., op. cit., El
Ateneo, Tomo I, p. 48.
17 Manuel Bilbao: Historia..., op. cit., p. 106; Adolfo Saldías: Historia..., op. cit., El
Ateneo, Tomo I, pp. 50 y 53.
18 Hilarión de la Quintana al comandante de las fuerzas de mar y tierra de la provin­
cia, 4 de marzo de 1820: AGN, X -ll-8 -5 .
19 Un análisis detallado de estas disputas en Raúl O. Fradkin: “La revolución, los
comandantes y el gobierno de los pueblos rurales. Buenos Aires, 1810-1822”, en
Historia Crítica, N° 53, 2014, pp. 35-59.
20 Ricardo Levene: La anarquía de 1820 y la iniciación de la vida pública de Rosas,
Buenos Aires, Unión Editores Latinos, 1954, pp. 236-237.
21 Gregorio Aráoz de Lamadrid: Memorias del General Gregorio Aráoz de La Ma­
drid, Madrid, Editorial, 1895, p. 225.
22 Fabián Herrero: “Indicios y estrategias. Lucha por el poder en Buenos Aires du­
rante el crítico año de 1820”, en Prohistoria, N° 3, 1999, pp. 124-125.
23 Miguel Soler: “Oficio del Señor General Soler al Excmo. Cabildo”, San José de
Flores, 22 de junio de 1820, Buenos Aires, Imprenta de los Expósitos, 1820.
24 Juan Manuel Beruti, M emorias..., op. cit., p. 315.
25 ídem, p. 316: Gregorio Aráoz de Lamadrid: M emorias..., op. cit., pp. 231-232.
2,1 “Memorial presentado al Cabildo de Buenos Aires por la Junta de Representantes
de la Provincia instalada en la Villa de Lujan", 10 de julio de 1820; y “La Junta de
los Pueblos Libres de la campaña”, Santos Lugares, 3 de julio de 1820, en José C.
Chiaramonte: Ciudades..., op. cit.. pp. 425-434.
-7Cabildo del 10 de julio de 1820, Acuerdos del.... op. cit., Serie ÍV. Tomo (X, Años
1820 y 1821. p. 215.
-“Gregorio Aráoz de Lamadrid, Memorias..., op. cit., pp. 233-234.
-"Felipe Julianes al comandante general de Armas Manuel Dorrego, Chascomús, 7
de julio de 1820, en AGN, X -ll-8 -6 .
:¡l>Vicente González al gobernador sustituto, Guardia de Monte, 25 de julio de 1820,
en AGN, X -ll-8 -6 .
31 Un análisis detallado de esta cuestión en Raúl O. Fradkin: “Los u sos...”, op. cit.
32 “Tratado de la provincia de Buenos Aires con los pampas en la estancia de Mira-
flores de Francisco Ramos Mejía el 7 de marzo de 1820”, en Abelardo Levaggi: Paz
en la frontera. Historia de las relaciones diplomáticas con las comunidades indí­
genas en la Argentina (Siglos XVI-XIX), Buenos Aires, Universidad del Museo
Social Argentino, 2000, p. 178.
33 Guillermo Banzato: La expansión..., op. cit., pp. 168-175.
34 Martín Rodríguez: “Ciudadanos de la Campaña”, Buenos Aires, 11 de julio de
1820, Buenos Aires, Imprenta de la Independencia, 1820.
35 Juan Manuel Beruti: M emorias..., op. cit., pp. 319-320.
36 Hilarión de la Quintana: “Relación de sus campañas y funciones de guerra”, en
Senado de la Nación, Biblioteca de Mayo. Colección de Obras y Documentos para
la Historia Argentina, Tomo II: Autobiografías, Buenos Aires, 1960, pp. 1335-
1390, especialmente pp. 1381-1385.
37 Gregorio Aráoz de Lamadrid: Observaciones sobre las memorias postumas del
brigadier General D. José María Paz, Buenos Aires, Imprenta La Revista, 1855,
pp. 221-225; y M em orias..., op. cit., p. 253.
38 “Dos partes del Coronel Dorrego al gobernador sustituto”, San Nicolás, 2 de
agosto de 1820, en Julio Benencia: Partes de batalla de las guerras civiles,
1814-1821, Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 1973, pp. 322-
326. Una situación semejante se repitió días después con motivo del enfrenta­
miento en Pavón: “Parte del Coronel Dorrego al gobernador sustituto”, Cuartel
General en las chacras de Leandro Ramos, 12 de agosto de 1820, en ídem, pp.
345-346.
39 “Parte de Dorrego al gobernador sustituto”, Punta de Magallanes, 3 de septiembre
de 1820, en Julio Benencia: Partes..., op. cit., pp. 362-363, y “Parte de Dorrego al
gobernador sustituto”, Cuartel General, 9 de septiembre de 1820, en ídem, p. 367.
4(1 Citado en Andrés Carretero: La llegada de Rosas al poder, Buenos Aires, Panedi-
lle, 1971, pp. 123-124.
41 Así, la presidió Tomás Manuel en febrero y en las elecciones de abril fue el candi­
dato más votado en la ciudad con 212 votos, situándose su hermano ]uan José en
cuarto lugar con 133: Ricardo Levene: La anarquía.... op. cit., p. 71.
4i Cabildo del 9 de septiembre de 1820, Acuerdos del.... op. cit.. Serie tV, Tomo IX.
Años 1820 y 1821, p. 260.
41 Carta de J. M. de Rosas a Balcarce, Monte. 6 de septiembre de 1820. en Ricardo
Levene, La anarquía..., op. cit.. pp. 243-244.
44 Adolfo Saldías: Historia..., op. cit.. El Ateneo. Tomo i, pp. 49-50.
4f’ Cartas de Juan Manuel de Rosas a Balcarce, Hacienda de Los Cerrillos, 12 de sep­
tiembre de 1820, y Cañuelas, 23 de septiembre de 1820, en Ricardo Levene: La
anarquía..., op. cit., pp. 246-249.
46 Carta de Juan Manuel de Rosas a Juan Ramón Balcarce, Cañada de Gaete, 24 de
septiembre de 1820, en Ricardo Levene: La anarquía..., op. cit., pp. 249-250.
47 Juan Manuel de Rosas, “Proclama a la División del Sur”, 28 de septiembre de 1820,
en José Luis Romero y Luis Alberto Romero: El pensamiento..., op. cit., pp. 231-232.
48Entre otros véanse Tulio Halperín Donghi: Revolución y g u e rr a ..., op. cit., pp.
351-364; Fabián Herrero: “Un golpe de Estado en Buenos Aires durante octubre
de 1820”, en Anuario IEHS, N° 18, 2003, pp. 67-86; y “Escuchando la voz de los
vencidos. Sobre la revolución de octubre de 1820”, en A n d e s , N° 18, 2007 (en lí­
nea), y Gabriel Di Meglio: Las prácticas políticas de la p le b e urbana de B u en o s
Aires entre la Revolución y el Rosismo, Tesis Doctoral, Universidad de Buenos
Aires, 2004, pp. 219-258.
49 Cabildo del 2 de octubre de 1820, en A cuerdos..., op. cit., pp. 278-280.
50 Juan Manuel de Rosas, “Manifiesto del coronel de caballería, comandante del 5o Re­
gimiento de campaña, al muy benemérito pueblo de Buenos Aires”, Buenos Aires,
10 de octubre de 1820, en Julio Irazusta: Vida política..., op. cit., Tomo I, pp. 94-96.
51 La Gaceta..., op. cit., 11 de octubre de 1820, p. 271.
52 Cabildo del 10 de octubre de 1820, en A cuerdos..., op. cit., pp. 284-285.
53 Fray Cayetano Rodríguez, “A los Colorados”, en Adolfo Saldías: Un siglo de ins­
tituciones. Buenos Aires en el Centenario de la Revolución de Mayo. Escrito por
encargo del Poder Ejecutivo de la Provincia de Buenos Aires, La Plata, Talleres de
Impresiones Oficiales, 1910, Vol. I, pp. 94-95.
54 ídem, Vol. I, p. 96.
55 José María Roxas y Patrón a Manuel José García, Buenos Aires, 15 de octubre de
1820, en Adolfo Saldías: Un siglo..., op. cit., Vol. I, pp. 331-337.
56 ídem.
57 La Gaceta..., op. cit., 22 de noviembre de 1820, p. 301.
58La Gaceta..., op. cit., 29 de noviembre de 1820, p. 310.
59La Gaceta..., op. cit., 7 de diciembre de 1820, p. 320.
00 Gregorio Aráoz de Lamadrid: M emorias..., op. cit., pp. 260-261.
61 Julio Irazusta: Vida política..., op. cit., Tomo I, p. 75.
62 Silvia Ratto: E s t a d o ..., op. c it., p. 68.
63 Juan Manuel de Rosas a Martín Rodríguez, 22 de diciembre de 1820, en ]ulio Ira­
zusta: Vida p o lít ic a ..., op. cit., Tomo I, p. 76.
04 La G a c e ta ..., op. cit., 3 de enero de 1821, p. 347.
Iir’ (. M. Rosas a M. Balcarce, Los Cerrillos. I o de febrero de 1821, enRicardo Levene:
La a n a rq u ía ..., op. cit.. pp. 265-267: Juan Genaro Chaves aMarcos Balcarce. Lo­
bos, 2 de febrero de 1821, en ídem. pp. 268-269.
"fiEn esta carta Rosas hace mención a que se trataba de 56 peones y dependientes a
quienes se les pagaron los sueldos mensuales “cual si estuviesen sirviendo en ella".
117Juan Manuel de Rosas a Martín Rodríguez, 5 de febrero de 1821; Martín Rodríguez
a Juan Manuel de Rosas, 7 de febrero de 1821, y Juan Manuel de Rosas a Martín
Rodríguez, Buenos Aires, 8 de febrero de 1821, en Ricardo Levene: La anarquía...,
op. cit., pp. 271-275.
68 Juan Manuel de Rozas, “Satisfacción al público por el ciudadano Juan M. de Rozas”,
14 de febrero de 1821, en Julio Irazusta: Vida política..., op. cit., Tomo I, pp. 119-121.
69 Para un panorama completo de la estructura social agraria véase Juan C. Garava­
g lia : Pastores y labradores..., op. cit. Un análisis detallado del proceso de confor­
mación del polo de colonización agrícola en Lobos y de las condiciones que ha­
cían posible que fuera Francisco Cascallares el que tomara a su cargo el
mantenimiento de las milicias, en José Mateo: Población, parentesco y red social
en la frontera. Lobos (provincia de Buenos Aires) en el siglo XIX, Mar del Plata,
UNMDP/GIHRR, 2001; los datos acerca de la estructura ocupacional de la campa­
ña se pueden consultar en GIHRR: “La sociedad rural bonaerense a principios del
siglo XIX. Un análisis a partir de las categorías ocupacionales”, en Raúl O. Frad­
kin y Juan C. Garavaglia (eds.J: En busca d e..., op. cit., pp. 21-63.
70 Juan Manuel de Rosas: Instrucciones para los encargados de las chacras, Buenos
Aires, Ediciones La Era, 2002.
71 Juan Manuel de Rosas a Luis Dorrego, Hacienda de San Martín, 4 de mayo de
1821, en Marcela Ternavasio: Correspondencia..., op. cit., pp. 60-61.
72 Juan Manuel Ortiz de Rozas a su padre, Campamento de Galíndez, 22 de octubre
de 1820, en Adolfo Saldías: Papeles..., op. cit., Tomo I, pp. 37-38.
C apítulo 3

Rosas y la “feliz experiencia’5


de Buenos Aires (1821-1825)

A fines de 1824 el entonces gobernador de Buenos Aires Gregorio de las


Heras inauguraba las sesiones del Congreso Nacional de las Provincias
Unidas del Río de la Plata con un mensaje por demás optimista. A juz­
gar por sus palabras, estaba confiado en que se podría afrontar “el arduo
compromiso de reorganizar la Nación”, pero advertía que ello sería po­
sible siempre y cuando “la verdad aparezca y que los que despotizan a
nombre del cielo ó a nombre del pueblo serán conocidos”. La provincia
de Buenos Aires, sostenía, “ha hecho una feliz experiencia de esta ver­
dad, en el largo periodo de dispersión que ha precedido”.1 Las Heras,
entonces, aparecía tan confiado como satisfecho, aunque no se le pasa­
ban de largo los obstáculos que habrían de afrontarse.
Para la elite porteña ese “largo periodo de dispersión” había sido
por demás productivo. E l colapso del régimen directorial en 1820 era
ya un tenebroso aunque inolvidable recuerdo, la paz parecía reinar
e n tre ias p r o v i n c i a s y h a s ta a l g u n a s imitaban la s r e f o r m a s r e a li z a d a s
en B u e n o s A i r e s d u r a n te e sa “ f e liz e x p e r i e n c i a ” . L a p r o v i n c i a v iv ía
u n a e s t a b i li d a d p o l í t i c a c a s i i n é d i t a y. c o m o b ie n d e s c r i b i ó H a l p e r í n .
“la v i r tu o s a E s p a r ta de lo s a ñ o s r e v o l u c i o n a r i o s q u i e r e v e r s e a h o r a a sí
m i s m a c o m o la A t e n a s del P l a t a " . J La c i u d a d e s ta b a v i v i e n d o u n a i n ­
to nsa t r a n s f o r m a c i ó n en su a r q u i t e c t u r a y la s o c i a b i l i d a d e li t i s t a se
e s ta b a t r a n s f o r m a n d o ai r i tm o de u n a i n s t i t u c i o n a l i d a d r e n o v a d a , una
vida s o c i a l m á s c o s m o p o l i t a y u n a o p i n i ó n p ú b l i c a m á s d iv e r s a y a c t i ­
v a . ’ S u e lite c r e í a h a b e r h a lia d o p o r fin la s e n d a de la p r o s p e r i d a d y el
r á p i d o e n r i q u e c i m i e n t o , y e n e l l a se desató una febril actividad espe­
culativa. A tal punto fue así que el cónsul norteamericano sostenía a
fines d e marzo de 1825 que “todos los sentimientos e inclinaciones
políticas están hoy a v a s a l l a d o s p o r un espíritu de especulación pecu­
n i a r i a ” .4
Ese nuevo orden había surgido apoyándose en una vasta coalición
que incluyó a casi todos los sectores de las clases propietarias. Pero, si
en un primer momento aquellos que ocupaban la cima de la pirámide
social participaron activamente en el plano político, a medida que se
afianzó el gobierno de Rodríguez en su mayor parte volvieron a concen­
trarse en las nuevas oportunidades, ensayando toda una gama de em-
prendimientos entre los cuales la inversión en propiedades urbanas y
rurales, la intervención en nuevos circuitos mercantiles, la especula­
ción financiera y hasta en algunas empresas mineras ocuparon un papel
relevante. La situación de los ricos y poderosos estaba cambiando, y los
efectos de la crisis del orden mercantil colonial parecían comenzar a
superarse aunque la cúspide del sector mercantil era ahora ocupada por
una serie de comerciantes extranjeros. Mientras tanto, la estabilidad po­
lítica ayudaba a conformar un grupo de hombres dedicados específica­
mente a la gestión de gobierno y ellos eran reclutados entre miembros
de las elites letradas de la ciudad y de las provincias que iban a intentar
remodelar la sociedad a su voluntad. Tarea difícil, por cierto, pues a
pesar de la voluminosa serie de disposiciones adoptadas para perseguir
la “vagancia”, erradicar la “ociosidad” y afirmar el respeto de los dere­
chos de propiedad se acumulaban muchas tensiones. La experiencia,
por tanto, no era feliz para todos aunque, por ahora, los peligros apare­
cían contenidos.
La trayectoria de Rosas durante esos años puede analizarse mejor si
se la inscribe en ese cuadro de situación y quizá por ello sus interven­
ciones públicas aparezcan en el registro documental como intermiten­
tes. Ocupaba todavía una posición menor en la constelación del poder
económico aunque, sin duda, estaba en decidido ascenso. Su lugar so­
cial ya no era el mismo desde que se había demostrado como un actor
clave en la restauración del orden, pero ahora se había retirado del man­
do del Regimiento 5" de Milicias si bien seguía siendo una referencia
ineludible a la hora de movilizar a las milicias. Hasta 1823 estuvo casi
completamente concentrado en cumplir su compromiso con Santa Fe v
en expandir sus actividades económicas. Sin embargo, en ningún mo­
mento dejó de ocuparse de aquella cuestión que desde su perspectiva
era la clave: la situación de la campaña y de sus fronteras. Pero le sería
muy difícil lograrlo sin mezclarse en los vaivenes de la política.
L a paz y la a lia n za con S a n ta Fe

El papel decisivo que le cupo a Rosas en la gestación y ejecución del


acuerdo de paz entre Buenos Aires y Santa Fe ha ocupado a muchos
historiadores pero, como sucede con otros episodios de su controverti­
da trayectoria, la discusión ha estado centrada en su intenso carácter
simbólico y en aspectos parciales y secundarios sin que terminaran por
aclararse preguntas centrales.5 Ante todo: ¿por qué un acuerdo diplomá­
tico entre esos gobiernos que se gestó apelando a la mediación de la
provincia de Córdoba incluyó un compromiso personal de un particular
para hacer efectiva la cláusula ad hoc que estipulaba la entrega de
25.000 cabezas de ganado a Santa Fe? Y a ella podrían agregarse otras:
¿por qué ese particular fue Rosas? ¿Qué nos puede decir el modo en que
se llevó a cabo esa tarea acerca de su posición en la sociedad bonaerense
en los primeros años de la década de 1820? Como en otros aspectos, el
desafío es buscar una explicación situada en esa precisa coyuntura evi­
tando apelar a evidencias que provengan de situaciones posteriores.
Por lo pronto, para entender los motivos por los cuales López impu­
so esa exigencia debe recordarse que las guerras desatadas en el Litoral
habían adoptado la forma de una guerra de recursos que tendía a devas­
tar y a consumir aceleradamente el stock de ganado vacuno y caballar
existente y a limitar sus posibilidades de reproducción. Esa forma de
hacer la guerra no había sido patrimonio exclusivo de uno de los ban­
dos en pugna sino que era practicada por todos los que intervinieron."
C o m o consecuencia de esa situación colapso la producción ganadera en
las z o n a s q u e hasta comienzos del siglo XIX eran su epicentro: la Banda
O rie n t a l y Entre Ríos. A su vez, la guerra parece haber hecho colapsar
t a m b i é n a la m ás modesta ganadería santafesina y afectó duramente a la
q u e era hasta e n t o n c e s la principal zona productiva bonaerense, el nor­
te de su campaña. C o m o resultado, el epicentro de la producción gana­
dera provincial se fue desplazando hacia el sur, una situación que, si
bien va estaba en curso en la década de 1810, se tornó decisiva en los
años siguientes. De suyo, ese contexto acentuó las disputas con las tri­
bus indígenas que controlaban los territorios situados al sur del río Sa­
lado y a quienes el mismo gobierno de Buenos Aires había reconocido
su jurisdicción. Por otra parte, las negociaciones de paz empezaron a
incluir el pago de compensaciones, y en los años siguientes fue muy
reiterado que ellas se efectuaran tanto en dinero como en un determina­
do número de reses, por 4o que no sorprende que la práctica de apro­
piarse del ganado en territorio enemigo siguiera siendo predominante.
Ese contexto toma comprensible que se haya llegado a ese acuerdo
pero resulta insuficiente para responder los interrogantes señalados. Y
dado que la mayor parte de la negociación parece haberse llevado a
cabo en forma personal, tampoco resulta claro cómo se llegó a fijar esa
suma. Aun así, no parece haber dudas de que se trataba de un esfuerzo
por demás significativo.7
Según Lamadrid, las negociaciones de paz las había comenzado el
mismo Rosas, quien habría hecho el ofrecimiento “de su cuenta y como
dádiva suya, para adquirir con él el ascendiente que deseaba”. Así, in­
mediatamente después del acuerdo labrado en Benegas, le pidió auto­
rización a Rodríguez “para que los hacendados todos lo ayudaran con
peones y caballos, para la remisión del ganado”, y con esa autorización
hizo que cada hacendado contribuyera con un número de reses para
que López las distribuyera entre sus soldados.8 Años después daría una
versión algo diferente: Rosas habría tenido una parte principal en la paz
con los santafesinos “a costa de imponer a la provincia o a su Gobierno
una carga” para que López gratificara “a las familias de sus soldados a
trueque de que cesaran sus continuas incursiones a la provincia y además
un crecido número de cabezas de ganado para que las distribuyera a las
gentes pobres de aquella provincia o a sus soldados”.9 Tomás de Iriarte,
en cambio, sostuvo que el único porteño en quien confiaba López era
Rodríguez, y afirmó que el tratado se convirtió en un “tributo pecunia­
rio” que debió pagar Buenos Aires “para calmar su arraigada antipatía
hacia los porteños”."'
En todo caso, una evidencia parece clara: Rosas advertía que sólo la
paz con Santa Fe permitiría enfrentar “los ruines designios de don José
Miguel Carrera”, el líder chileno que por entonces y en alianza con gru­
pos indígenas asolaba las fronteras de esta región, v que aquella provin­
cia “nada tenía en su campaña sino escombros, miseria y habitantes
aguerridos, rivalizados con Buenos Aires”, por lo que estaban predis­
puestos a prestar apoyo “a los descontentos, sediciosos, perturbadores y
aspirantes, es en suma la columna para la anarquía en Bu.enos Aires”.
Se trataba, entonces, de hallar un remedio a esa situación, y la que Ro­
sas imaginó como factible era “hacer propietarios en la campaña de
Santa Fe y dar ocupación a sus habitantes”.11 Si esa iniciativa era, por
ahora, sólo coyuntural aun cuando expresaba de manera muy clara cuá­
les eran para Rosas los modos en que debían construirse las bases firmes
del orden y la paz, con el tiempo habría de demostrar su importancia
estratégica en la medida en que el sustento fiscal de Santa Fe terminó
por depender de las remesas y subvenciones que en los años siguientes
le llegarían desde Buenos Aires.12
Lo cierto es que la entrega de 25.000 reses no era una tarea sencilla
de implementar a principios de 1821. Por lo pronto, porque la produc­
ción ganadera estaba bastante desorganizada y con la campaña agotada
por el esfuerzo bélico mientras estaba sufriendo una espantosa sequía y
unas incursiones indígenas inusitadamente violentas. Por otra parte, no
era sencillo obtener el consenso político necesario, y la misma opacidad
de la negociación se torna comprensible en ese contexto: así, una vez
pasada la amenaza de una nueva invasión santafesina, la opinión públi­
ca porteña parece haber sido refractaria a repetir concesiones que pu­
dieran ser equiparadas a las que había hecho Sarratea un año antes. En
ese sentido, resultaba sintomática la comunicación que el gobernador
Rodríguez daba a conocer a principios de diciembre de 1820: “No hay
más tratados que los que habéis visto: mis obras no son de tinieblas”.13
Entonces, ¿no existía el compromiso?
Rosas no se equivocaba al poner la paz con Santa Fe como condición
necesaria para la reconstrucción del orden en la campaña bonaerense y
para organizar una eficaz defensa de sus fronteras. Pero importa subra­
yar q u e , al hacerse cargo de esta compleja tarea y mientras bregaba por
obtener apoyo gubernamental para llevarla a cabo, resignaba una nueva
elección como miembro de la junta de Representantes y rechazaba el
encargo d e Rodríguez para reorganizar el 5" Regimiento. Su compromi­
so era p e rs o n a l a u n q u e enunciado en nombre de los hacendados de
Buenos Aires, pero no devenía d e una representación formal de éstos y
aparecía públicamente como exclusivamente suyo. Cumplirlo iba a po­
ner a prueba sus relaciones con los gobernadores Rodríguez y López.
La situación parece haber cambiado de modo significativo entre di­
ciembre de 1820 y marzo del año siguiente: fue entonces cuando la Jun­
ta de Representantes tuvo que tratar un reclamo de colaboración de Ro­
sas, reclamo que fue apoyado por Rodríguez. Así, la nota a través de la
cual el gobernador ponía a consideración de la Junta los reclamos de
Rosas enfatizaba: “Nada más digno ni más propio de las primeras auto­
ridades de esta provincia que proteger y auxiliar eficazmente a este be­
nemérito ciudadano en ese compromiso” aunque, al mismo tiempo,
reiteraba que “el gobierno no tomó una parte oficial en él”.14 En otros
términos, el compromiso privado pasaba a ser gubernamental y ello
muestra que las desavenencias entre Rosas y Rodríguez no habían roto
por completo sus relaciones.
Como fuera, el apoyo oficial se materializó, y se decidió transferir a
Santa Fe la recaudación del diezmo de cuatropea de Arrecifes de 1821
y parte del año anterior. A su vez, el gobierno asignó a Rosas 37.500
pesos en efectivo y le otorgó la estancia del Rey como compensación.15
Todo indica que la actitud de Rodríguez y de la Junta había cambiado.
Y se entienden los motivos: para marzo de 1821 era completamente
perentorio solidificar la alianza con el gobierno santafesino dado que
había surgido un nuevo frente de guerra y se temía que Entre Ríos avan­
zara contra Buenos Aires y produjera “un asalto general de las propie­
dades de este pueblo”,16 mientras que la amenaza que suponía Carrera
todavía estaba pendiente de resolución. Al parecer, todo podía volver a
empezar.
La colaboración de Rodríguez era acicateada por López, quien le pe­
día que el “amigo y compañero Rosas” le enviara inmediatamente una
remesa de ganado17 mientras le aseguraba que Ramírez no podría apro­
piarse del ganado pues “cada Santafesino será un tigre por defender una
vaca”.18 La confianza que López depositaba en Rosas continuó en los
meses siguientes, y a principios de junio López volvía a pedirle a R o d r í ­
guez que ordenase “al amigo Rosas” que mandase más ganado pues R a ­
mírez había inutilizado gran parte del enviado.111Para entonces, la posi­
ción de Rodríguez se había afianzado ya que el 31 de marzo la Ju n ta de
Representantes lo elegía “gobernador propietario” por tres años.-1’
Si a nivel político la cuestión era delicada, la puesta en práctica de
la recolección y entrega de las reses ofrecía una variedad de d i f i c u l t a ­
des. Ante todo, porque las incursiones santafesinas habían dejado
odios y resquemores entre la población rural pero también contra las
tropas y los recaudadores del gobierno bonaerense. En tales condicio­
nes, cobrar el diezmo y destinarlo a satisfacer los compromisos con
Santa Fe muy difícilm ente pudiera ser aceptado con facilidad por los
pobladores.
Al respecto debe tenerse en cuenta que el diezmo era una imposición
muy antigua que, aun cuando recaudado a través de rematadores, estaba
legitimado por su destino, no completo por cierto, a satisfacer las necesi­
dades de la Iglesia y del culto. Pese a ello, y aunque en Buenos Aires no
hay exúdencias de sublevaciones contra el pago del diezmo, sí hay otras
que demuestran que desde antiguo los criadores de poca monta se habían
resistido a pagarlo, y no era infrecuente que aquellos que tenían un pro­
creo que no llegaba a diez cabezas anuales se negaran a hacerlo. Esa situa­
ción parece haberse agravado en los años precedentes, en los cuales la
recaudación del diezmo se había reducido al extremo y particularmente
en la zona norte, tanto que sólo para entonces y por primera vez los parti­
dos del sur equiparaban en el volumen de su recaudación a los del norte.21
Rosas debía de conocer bien esa situación puesto que a comienzos de
febrero de 1821 afirmaba que había tenido que abandonar la recaudación
del diezmo de cuatropea de los partidos de Magdalena y Matanza que
había comprado en. 1818 y pagado al año siguiente.22 Es muy probable
que las dificultades se acrecentaran porque durante 1820 se habían esta­
blecido exenciones “a los habitantes de la Campaña en indemnización de
los muchos males y Sacrificios que les ha inferido la Guerra y desordenes
pasados”.23 Sin embargo, esa recaudación era para el gobierno una nece­
sidad perentoria, y ya en noviembre de 1820 el gobernador sustituto Mar­
cos Balcarce había declarado “nula y de ningún valor” la disposición del
24 de junio que abolía el pago de los diezmos de 1819. Su decreto reco­
nocía que las circunstancias hacían gravosa la contribución pero advertía
que suspenderla no estaba al alcance de la autoridad; de este modo, y por
diez años, se decretaba que se rebajaba a los hacendados el 20 por ciento
de la contribución, que el precio por cada cabeza se fijaba en 20 reales (es
decir. 2 Vz pesos), autorizando a que ese pago se hiciera en dinero y que el
mismo porcentaje de reducción tendrían los labradores. La Junta de Re­
presentantes ratificó el decreto dejando al arbitrio del gobierno cuánto se
cobraría por el ganado lanar y caballar, lo que fue precisado por un decre­
to complementario fijando un monto de 2 reales por cabeza.24 Dicho en
otros términos, apenas comenzaba a reconstituirse el orden político y el
gobierno emprendía la tarea de reconstruir la fiscalidad anulando exen­
ciones que la crisis había tornado insoslayables. Se proponía, entonces,
cobrar unos diezmos cuya abolición había sido decretada y, además, ha­
cerlo para compensar a los santafesinos.
Se advierte, entonces, que la tarea de reunir y acarrear el ganado
hasta Santa Fe estaba plagada de dificultades. Para llevarla adelante Ro­
sas no podía confiar sólo en la cooperación de las autoridades locales, y
apeló a una serie de vínculos personales asignándoles funciones oficia­
les. Así, por ejemplo, a Juan de Dios Padrón le remitió los papeles que
le permitirían requerir la cooperación de jefes y jueces pero también
algunas instrucciones precisas: que los auxilios de carne para la gente
empleada en esta tarea debía pedirlos pero nunca tomarlos del ganado
que iba a entregar y que la gente contratada no cometiera el menor acto
de insubordinación o atacara las propiedades de los vecinos.25 En otros
términos, la influencia personal o el poder privado de Rosas y sus cola­
boradores eran completamente insuficientes y necesitaban de la activa
colaboración de las autoridades locales. Para ello era imperioso que las
partidas recolectoras no se comportaran como lo habían hecho las fuer­
zas desplegadas en la campaña hasta entonces. Pero no alcanzaba, y
obtener esa cooperación parece haber sido extremadamente dificultoso
en una zona de la campaña donde la influencia de Rosas era nula o muy
limitada. Así, para julio de 1821, por ejemplo, los comandantes milita­
res de Areco, San Pedro y Arrecifes le habían negado todo auxilio a su
comisionado, y lo mismo sucedía con importantes hacendados.
Pese a ello, Rosas insistía en sus exigencias a los alcaides de herman­
dad de Baradero, San Pedro, Arrecifes y Areco indicándoles que el diez­
mo correspondiente a 1820 debía pagarse sin descuento alguno, lo qLie
no parece compadecerse con lo resuelto por la junta. Como sea, sin
apoyo gubernamental y cierto grado de coacción, la tarea era inviable. y
en este sentido Rosas era muy claro en sus comunicaciones al goberna­
dor: a mediados de 1821 le informaba que había tenido qun suspender
la recaudación del diezmo en Arrecifes de 1820 y 1821 y tm tono deci­
dido le exigía “a V.E. es a quien toca q." sea pagado, como se debe”: más
aún, le advertía que “es imposible trabajar de este modo si V.E,’. no escar­
mienta a los que no quieren cumplir y no saben obedecer".-1, S u b ra y é ­
moslo aunque sea redundante: su autoridad ante ios productores rura­
les no emanaba de su poder privado sino del que fuera capaz de
movilizar del Estado. Su condición social tampoco puede describirse
bien apelando exclusivamente a su carácter de hacendado: era, además,
socio capitalista de un importante saladero y recaudador del diezmo
obtenido por remate del gobierno, una típica actividad especulativa del
capital mercantil que permitía incidir en forma notable en el funciona­
miento y los precios del mercado de productos agrarios.
A pesar de las dificultades, a principios de noviembre Rosas ratifica­
ba que cumpliría con lo pactado aunque “dejando agotados mis recur­
sos” y asumiendo “mil obligaciones con los compañeros hacendados”.
¿Cómo lo había logrado? Por supuesto, apelando a los diezmos de cua­
tropea de 1820 de los partidos de Areco y Arrecifes así como a los co­
rrespondientes al año 1821 en esos partidos y en los de Luján, Matanza
y Magdalena. Toda la campaña y no sólo la del norte debió, entonces,
hacerse cargo de cumplir con este compromiso.27 En consecuencia, en
mayo de 1822 el gobernador Estanislao López le agradecía por “hallarse
cumplido con exceso el compromiso al que voluntariamente se ligó”.
Ahora, decía López, “reina una paz octaviana entre las cuatro provin­
cias”,28 en clara referencia al Tratado del Cuadrilátero que en enero de
ese año habían firmado las provincias de Santa Fe, Entre Ríos, Corrien­
tes y Buenos Aires y que parecía destinado a afirmar la paz y sentar las
bases para la realización de un congreso general.
El compromiso firmado por Rosas el 24 de noviembre, “por mi y
prestando voz por todos los ciudadanos y hacendados amantes de la
paz de cuya honradez no dudo contribuirán por su parte á llenar tan
digna promesa”, había establecido que Rosas se comprometía a entregar
25.000 cabezas de ganado. Sin embargo, al parecer las entregas supera­
ron las 30.000 cabezas, y el compromiso se dio por cumplido en abril de
1823.29
¿Cómo interpretar esta larga y dificultosa gestión? Por un lado, estamos
ante una firme evidencia de diplomacia intergubernamental vehiculizada
y sostenida a través de lazos personales. Las palabras de Rosas indican,
además, que estaba decidido a presentarse como un representante de los
hacendados bonaerenses, aun sin contar con una designación expresa
como su apoderado. Era, en los hechos, la demostración de una convicción
que venía esbozando desde años previos aunque no la descripción de una
realidad: la necesidad de acción colectiva y corporativa de los hacendados
para hacerse cargo de resolver las necesidades y los problemas de la cam­
paña. No era una concepción peculiar de Rosas sino que expresaba la
vigencia de una tradición y una necesidad que el gobierno provincial
compartía. Por otro lado, aun así, era también una demostración de poder
social y personal, sostenido por la capacidad económica de su sociedad
con Dorrego y Terrero y sus vínculos con las empresas de los Anchorena,
que se desplegó apoyándose en los recursos institucionales que podía
movilizar y apelando a mecanismos y a la legitimidad política vigente.
Por tanto, se trataba de un emprendimiento que lejos estaba de realizarse
en un vacío institucional sino que sólo era posible en la medida en que
apelara a la arquitectura institucional existente.
Por cierto, además de prestigio —y resquemores—, la tarea debe de
haber dejado algunos beneficios: ya aludimos a las compensaciones que
obtuvo del gobierno bonaerense pero cabe agregar que la Junta de Re­
presentantes de Santa Fe lo nombró coronel mayor y ciudadano de esa
provincia además de concederle 4 leguas de frente y 8 de fondo al norte
de la ciudad. Sin embargo, Rosas rechazó la designación aclarando que
“dependo del Gob.no de B.sAyr.s, y no puedo aceptar un grado, un asien­
to y una gracia”.30Sin embargo, en 1824 le escribía Estanislao López una
muy afectuosa carta expresándole su “recuerdo de aquellos días afortu­
nados en que nuestra amistad gozó las delicias de nuestra unión” y en
la cual le proponía que fuese a elegir un terreno en el sur a cambio del
que se le asignó a Terrero al norte asegurándole “que por mi parte sabré
obtener la aprobación de la Junta”. De este modo, le decía, “consigue
Ud. lo que solicita”. Se advierte, así, que la trama interpersonal aceitaba
las disposiciones institucionales y que las tierras asignadas a Rosas en
principio lo fueron a Terrero y que, en algún momento, fueron cambia­
das por otras situadas más al sur. La carta incluía también una posdata
sugestiva: López le avisa que acaba de recibir de Francisco Javier Ace-
vedo 80 vacas y 1000 ovejas “del compromiso de Don Javier” y le reite­
ra sus agradecimientos.31 No sabemos los motivos, pero las entregas se­
guían funcionando aun cuando ya se habían dado por cumplidas el año
anterior.
Como fuera, y de resultas de esta decisiva gestión, la influencia de
Rosas empezaba a exceder el sur de la campaña bonaerense e incluso la
escala provincial. Desde entonces su amistad con López fue decisiva y.
pese a los momentos de tensión, inquebrantable. Sin embargo, no he­
mos hallado evidencias que atestigüen vínculos de Rosas con López o
Santa Fe antes de las tramitaciones de la paz en 1820. Esas relaciones
parecerían ser el fruto de esa coyuntura, pero quizá no fueran la causa
que pueda explicar esa capacidad de intervención. Lo cierto es que per­
sonas muy cercanas a Rosas sí tenían firmes lazos en la sociedad santa-
fesina, en particular sus ricos parientes, los Anchorena. Quizá, sólo
puede conjeturarse con la evidencia disponible, ello haya contribuido
al éxito de la gestión y a construir la relación con López.

O tr a e s c a l a de n eg o cio s . R o s a s ,
lo s A n chorena y la expan sió n ganadera

“Por ellos entré y seguí en la vida pública”, le diría Rosas en 1863 a su


yerno Máximo Terrero, no sin cierto rencor.32 Cierto o no, lo que resulta
claro es que desde 1821 las relaciones entre Rosas y los Anchorena se
hicieron mucho más estrechas. Mientras tanto, el 29 de marzo de 1821
la sociedad Rosas-Dorrego-Terrero incorporaba una nueva propiedad: la
estancia del Rey en Magdalena, aquella que hasta 1807 había adminis­
trado su padre y que ahora el gobierno le entregaba en compensación. A
ella habría de agregarse también la estancia San Martín, cerca de la ciu­
dad,33 y en 1822 la estancia del Pino, en Matanza, la misma que había
sido en su momento del abuelo de su esposa hasta 1805 y que se convir­
tió en el lugar de veraneo favorito de su madre.34 Pero no todas eran
buenas noticias para la sociedad, y en esos años tuvo que afrontar no
sólo los gastos que ocasionaba la comisión de Rosas sino también las
consecuencias de la intensa conflictividad fronteriza: hacia 1823, por
ejemplo, perdió unas 23.000 cabezas en manos de los indios pero se
recuperó rápidamente y estuvo en condiciones de cosechar unas 15.000
fanegas de trigo y maíz.3s A pesar de las dificultades la sociedad siguió
funcionando hasta 1837.
Por su parte, los Anchorena iniciaban una nueva etapa en sus activi­
dades económicas. Hasta fines del siglo XVIII habían estado concentra­
dos en el comercio con el Alto Perú y a comienzos del siglo XIX empe­
zaron a ensayar la exportación de cueros del Litoral. Así, durante la
década de 1810 montaron una red de acopio de cueros por el Litoral que
parece haber tenido como base principal de operaciones a Santa Fe,
estableciendo relaciones con mercaderes que por su parte estuvieron
bastante cercanos al gobierno provincial, como Francisco Alzogaray y
Juan Garrigós, a través de quien también organizaban la comercializa­
ción de yerba y maderas del Paraguay en el mercado porteño. A su vez,
Juan José de Anchorena y Francisco de la Torre formaron una sociedad
dedicada al acopio de cueros en Entre Ríos, mientras que en Río de Ja­
neiro operaban en asociación con Sebastián Lezica.36
El futuro de ese entramado mercantil aparecía incierto hacia 1820 y
alguno de los Anchorena dudaba de cuál era el mejor camino a seguir.
Por ejemplo, en enero de 1821 Mariano Nicolás Anchorena creía conve­
niente que su hermano abandonara Buenos Aires y le decía: “Soy de
opinión que no se debe correr riesgo inútilmente”.37 Sin embargo, supe­
rada la crisis, los ricos hermanos abandonaron sus planes de radicarse
en el extranjero y comenzaron a invertir su capital no sólo en el comer­
cio sino también en propiedades urbanas y rurales, en la producción y
comercialización de trigo y en el préstamo de dinero a corto y mediano
plazo. Así, desde principios de 1821 el interés por las inversiones rura­
les comenzó a crecer, y Juan José y Nicolás de Anchorena compraron en
la campaña sur la estancia Dos Islas (unas 56.000 hectáreas) y al año
siguiente 122.000 hectáreas en la zona de frontera y otra estancia en
Matanza. De este modo, acumularon entre 1822 y 1827 casi medio mi­
llón de hectáreas. Tremendo patrimonio territorial debía ser poblado de
ganados y puesto en producción, tareas mucho más complejas que la
acumulación de títulos de propiedad. Para ello, le confiaron a Rosas su
administración a cambio de una participación en las utilidades, una
decisión que parece haber sido tomada hacia marzo de 1821 cuando
Rosas había dejado el mando del 5o Regimiento. Así lo sugiere una carta
de Mariano Nicolás a Juan José de Anchorena en la cual no sólo lamen­
taba “las desgracias de Rosas” sino que le aconsejaba que era preciso
“fomentarlo”, se ofrecía a colaborar no sin recordar que él le había acon­
sejado retirarse a su estancia.:iHRosas era, así, un habilitado de los An­
chorena: de gran porte pero aun un habilitado.
La habilitación era una forma de asociación por medio de la cual un
socio capitalista se asociaba a otro que aportaba su saber, su capacidad
de trabajo y, a veces, parte del capital. La delegación de atribuciones,
con todo, no significaba la renuncia del socio principal a establecer la
orientación de la nueva empresa e intervenir en sus decisiones. En este
caso, los ricos socios aparecen muy atentos para aprovechar algunas
oportunidades y, puesto Rosas a poblar esas estancias, la prioridad era
conseguir el ganado y, en lo posible, a bajo precio. En este sentido, Juan
José de Anchorena era claro en las recomendaciones que le hacía a su
primo y socio; si en la campaña crecía el miedo a los ataques indígenas
era el momento de comprar tres o cuatro mil cabezas: “Quien no arries­
ga no gana y ya ve si podemos hacernos de ganados baratos, ¿por qué no
hemos de arriesgar?”.39 El tono especulativo del emprendimiento era
tan evidente como la incertidumbre acerca de sus posibles resultados.
Por supuesto, no todas esas tierras fueron puestas inmediatamente
en producción, y de este modo la estancia Dos Islas -rebautizada el
Tala- era, pese al tamaño, una empresa ganadera relativamente modes­
ta; en cambio, las inversiones fueron mayores en la fronteriza estancia
de Camarones. Las evidencias disponibles señalan que un cambio im­
portante se produjo hacia 1826 cuando la provincia vivía un inédito
y crítico contexto inflacionario: fue, entonces, cuando los Anchorena
realizaron fuertes inversiones de capital en la producción ganadera así
como en el acrecentamiento territorial adquiriendo por compra o enfi-
teusis siete leguas cuadradas en Navarro (unas 19.000 hectáreas) y otras
dos nuevas estancias llamadas Achiras y Averías. De este modo, sólo ha­
cia fines de la década los hermanos asumieron la conducción de los es­
tablecimientos y, al mismo tiempo, daban por terminado el breve ciclo
de grandes inversiones. Para entonces, aunque la asociación fructífera
que Rosas tuvo con sus primos había terminado, los siguió asesorando.40
A su vez, con la cooperación de Rosas desplegaron sus inversiones ru­
rales en Santa Fe pues a pedido de éste el gobernador había ayudado al
comisionista Alzogaray, y fue él mismo el que se encargó de las compras
de ganado para poblar la estancia de San Lorenzo que en 1826 compró
Juan José. También fue encargado de comprar la mayor parte de los es­
clavos para los Anchorena en esa provincia entre 1816 y 1823.41
¿Para qué le sirvió a Rosas esa asociación? Por lo pronto, cuando
comenzó a poblar con ganados sus propias estancias lo hizo apelando a
aquellos que la casa Anchorena compró para él en Santa Fe.4- A su vez.
cuando aquéllos compraron la estancia Dos Islas, a Rosas le correspon­
dió la tercera parte, v cuando adquirieron Camarones, la sexta.4:1 Un es­
tanciero como Rosas obtenía mediante esta asociación el acceso fluido a
un bien escaso por entonces y al que no muchos estancieros podían
acceder: dinero líquido y capacidad de financiamiento a bajo costo.
El ejemplo de los Anchorena y su sociedad con Rosas, prácticamente
único por su envergadura, se inscribe sin embargo en un contexto más
general. Por lo pronto, debe considerarse que la llamada expansión ga­
nadera estaba en sus comienzos y todavía para la década de 1820 no
estaba consolidada; de este modo sus frutos y espectaculares resiiltados
a nivel de las exportaciones bonaerenses recién se advertirán con clari­
dad a mediados de la década siguiente. En tales condiciones, las ganan­
cias que podía ofrecer una estancia ganadera no eran tan altas como se
pensó durante mucho tiempo y, sobre todo, resultaban muy erráticas e
inestables. Sin embargo, ello era compensado en parte por el bajo costo
del acceso a la tierra favorecido por la expansión de la frontera provin­
cial sobre el territorio indígena y la aplicación de la ley de enfíteusis: a
través de este mecanismo, se ha estimado que entre 1 8 2 3 y l8 2 8 el Esta­
do traspasó al usufructo de particulares 1156 leguas cuadradas (el 46
por ciento de las que se traspasaron por medio de este régimen hasta
1840), siendo los años decisivos 1826 y 1828, es decir, los años de muy
alta inflación.44
Un resultado de esta situación fue la formación de una camada de
nuevos y grandes propietarios de tierras que residían en la ciudad y no
en la campaña. La explicación de esta estrategia debe buscarse en varias
razones. Por un lado, la cúspide del comercio de exportación e importa­
ción estaba ocupada ahora por mercaderes extranjeros. Por otro, aunque
todavía el incremento de los precios de la tierra era limitado, se estaba
operando una acentuada valorización de los recursos de origen agrope­
cuario. tanto aquellos que se destinaban al mercado externo (lo s cueros
y la carne salada) como al mercado urbano. En ese sentido, los a ñ o s de
la “feliz experiencia” fueron de un notable incremento de lo s precios
d el ganado y de la tierra. Por último, ese contexto inflacionario o r ie n ta ­
ba la búsqueda de rentas que podían ser bajas p ero d e algún m o d o eran
m ás seguras y permitían d iv e r s ific a r lo s riesgos y p re s e rv a r el v a lo r fu ­
turo de los bienes.43
Sin embargo, el crecim iento d e la p r o d u c c ió n a g r o p e c u a r ia v el
desarrollo de un sistema productivo que se h a c ía a lg o m á s i n t e n s i ­
vo implicaban un incremento de una demanda la b o r a l e s t r u c t u r a l ­
mente insatisfecha. Por cierto, la población ru ra l estaba c r e c ie n d o
y lo hacía en forma acelerada aunque sus e fe c to s se a d v e r tir ía n c o n
más claridad en la década siguiente. Así, si para 1822 la población
de la ciudad y la de la campaña tenían magnitudes equivalentes y
rondaban los 55.000 habitantes en cada una, para 1838 la situación
se había modificado, y si la ciudad tenía unos 65.000 habitantes en
la campaña había ahora más de 95.000; de este modo, el porcentaje
de crecim iento anual de la población de la primera rondaba el 1 por
ciento, mientras que en la segunda lo triplicaba.46
Sin embargo, ello no derivaba en una sobreabundancia de mano de
obra disponible para las empresas rurales y, menos aún, al precio que
ellas deseaban. Por el contrario, un rasgo sustancial de este momento de
la expansión ganadera fue que era posible la formación de grandes —y
muy grandes- propiedades y, al mismo tiempo, la reproducción de pe­
queñas unidades de producción basadas fundamentalmente en el traba­
jo de los integrantes de la familia y orientadas a producir tanto para el
autoconsumo como para el abasto urbano. Ello sólo era posible por la
enorme ampliación territorial de la provincia y por las oportunidades
que abría el mercado de estos productos.
No por ello las relaciones estaban exentas de tensiones y conflictos
y, por cierto, en algunas zonas de la campaña eran muy fuertes entre la
nueva camada de grandes propietarios y los campesinos instalados en
las tierras que aquéllos denunciaban como baldías. Esa situación ya ha­
bía sido advertida a comienzos de la década por diversos observadores
y preocupaba principalmente a los jefes militares que debían velar por
consolidar la defensa de la frontera. En este sentido, las denuncias al
respecto de Pedro A. García haciéndose eco de “los clamores de los in­
felices labradores y ganaderos” contra la “liga de propietarios” que los
estaban desalojando de las tierras que poblaban son tan conocidas como
emblemáticas.47 La aplicación de la ley de enfiteusis agravó la situación,
y desde 1822 se puede registrar un incremento notable en el número de
juicios de desalojo.48 Era en ese contexto que Juan José de Anchorena le
hacía llegar precisos consejos a Rosas: dado que el gobierno estaba pen­
sando en comisionarlo para reconocer los terrenos de la campaña a fin
de implementar la ley y aun reconociendo que “si consultara mi bolsillo
le diría que la aceptara”, lo. mejor era que no aceptara pues se haría de
“muchos enemigos” entre un “sinnúmero de infelices desalojados”
mientras que otros “solo serán amigos mientras se hagan de tierras”.451
Con todo, ese proceso no derivó ni en la proletarización generalizada
ni en la subordinación de la población campesina. Por el contrario, el
rasgo central de la estructura social agraria seguía siendo la prolifera­
ción de unidades familiares autónomas dedicadas a la cría de ganado y
a la labranza, una parte de ellas propietarias de pequeñas parcelas pero
en su mayoría ocupantes de hecho o arrendatarios de propietarios o
enfiteutas. Una estimación permite advertir su magnitud: para 1825 ha­
bía en la campaña unas 10.300 unidades censales, es decir, un conjunto
numeroso de “casas” y “hogares” que los empadronadores habían regis­
trado. La población rural rondaba los 60.000 habitantes cuando sólo
diez años antes era de 42.000 y las unidades censales registradas llega­
ban a 6.700.50 A pesar de todas las vicisitudes, era evidente que la pobla­
ción rural estaba en franco crecimiento, y ellas no habían impedido la
constitución de nuevos hogares campesinos que se diseminaban por
toda la campaña. Las estancias, y particularmente las grandes estancias,
eran una porción limitada de esas unidades de modo que la mayor par­
te de ellas eran autónomas y estaban pobladas fuera de las tierras que
pertenecían a los grandes propietarios.
La consecuencia de esta situación era que la autonomía y la movi­
lidad de la población campesina obstaculizaban su disciplinamiento
social y generaban un mercado de trabajo en el cual los trabajadores
contaban con oportunidades laborales y de subsistencia que restringían
su subordinación. Vecinos, propietarios y autoridades compartían la
preocupación por esta situación y de allí el conjunto de disposiciones
represivas que se implementaron. No todas eran nuevas, como la exi­
gencia de la papeleta de conchabo para no ser calificado como “vago”
que provenía de la época colonial y había recobrado renovado vigor
desde 1815; pero ahora se hacía más rigurosa y también comenzaban a
exigirse nuevos papeles para circular libremente por la campaña, como
el pasaporte o la certificación de estar filiado en un regimiento de m ili­
cias. Lo novedoso, en todo caso, eran la intensidad de s l i aplicación y
el espectro social contra el cual iban dirigidas: así, mientras la “vagan­
cia” era imputada en los años coloniales a “hombres sueltos", solteros
y sin domicilio fijo, en los años veinte el dispositivo represivo tendió
a concentrarse cada vez más en las familias, a las que se acusaba de
anidar y proteger a los “vagos”, de ser “falsos labradores” y dedicarse
al cuatrerismo.
En este sentido, el decreto que el gobierno provincial daba a conocer
el 17 de julio de 1823 expresaba con suma claridad cómo veía la situa­
ción: en “un país como el nuestro, en que los jornales son tan altos que,
bastando a satisfacer más que las primeras necesidades de los que viven
de ellos, les puede dejar un sobrante con que preparar una fortuna pro­
pia, que los constituya alguna vez independientes”, sólo la “inmorali­
dad de las mismas clases que deben esperar de su industria aquellos
beneficios” hacía quedos peones de la campaña no aspirasen a “mejorar
su fortuna” y a negar a sus patrones “los trabajos del que les son deudo­
res”; por ello se estipulaba la obligación de conchabarse con una “con­
trata formal por escrito” so pena de ser tenido por “vago” y forzado a
contratarse por dos años en el servicio de las armas. A su vez, además
de buscar una formalización completa de las relaciones laborales, las
autoridades también aspiraron a circunscribir todas las formas de te­
nencia de la tierra a dos debidamente formalizadas: acreditar la condi­
ción de propietario con títulos legales o, en su defecto, la condición de
arrendatario con contrata formal y escrita. La aplicación de este dispo­
sitivo normativo tuvo como consecuencia la transformación en prácti­
cas delictivas de los usos y costumbres hasta entonces aceptados que
regulaban el acceso a la tierra, los recursos y el conchabo laboral.51
Por otra parte, otra transformación afectaba seriamente la disponibi­
lidad de fuerza de trabajo por parte de las empresas agrarias: las necesi­
dades políticas y militares de la revolución habían erosionado por com­
pleto el régimen de esclavitud, disminuyendo el número de esclavos y
tendiendo a conformar un sector de esclavizados que en su mayoría
eran mujeres.52 De este modo, la posibilidad de que los más grandes
propietarios rurales se aseguraran un número de esclavos suficientes
como para cubrir la dotación de trabajadores permanentes que necesita­
ban estaba cada vez más limitada, aunque en los años siguientes la gue­
rra con el Brasil habilitó una ampliación momentánea de la fuerza de
trabajo esclava disponible.5'
Como el principal costo de la explotación ganadera de la época era el
laboral, los grandes propietarios -com o Rosas o los Anchorena- debieron
ensayar múltiples estrategias para afrontarlo. Aquellos que disponían de
muchas más tierras que las que ponían en producción habilitaron la ins­
talación en ellas de agregados y pobladores, familias de trabajadores que
a cambio de permiso para poner en producción su propia parcela podían
realizar algunas prestaciones laborales en las estancias. Otra fue la com­
binación de diversas formas de trabajo asalariado, integrando una peque­
ña dotación de trabajadores permanentes y mensualizados con trabajado­
res temporarios contratados en los momentos de máxima demanda de
trabajo como eran los meses de la yerra o la siega. Sin embargo, y muy
diversas evidencias lo demuestran con claridad, la ineficacia de los
medios coercitivos los obligaba a introducir incentivos salariales y pagar
salarios más altos. Había también otra posibilidad: la de lle g a r a a cu erd o s
con algunas tribus indígenas para que a cambio d e vivir en la s tie rra s de
la estancia prestaran servicios laborales en ella.
La información disponible sobre el modo en q u e R o sa s a fro n tó el dile­
ma en estos años lo muestra con claridad. Para e n to n c e s e n tre e l p e rso n a l
de sus estancias se encontraban unos 33 esclavos, una c ifra im p o rta n te
sin duda y que muy pocos propietarios de la época p o d ía n o ste n ta r; sin
embargo, como él mismo reconocería, la revolución había hecho q u e “los
esclavos fuesen menos dóciles a 1a. voz de sus amos”.54 Esa c a n tid a d , p o r
otra parte, era completamente insuficiente para a te n d e r las n e c e s id a d e s
de fuerza de trabajo en sus tierras. A su vez, por lo menos desde 1820, si
no antes, Rosas venía experimentando la contratación de peones in d io s
en las estancias de Los Cerrillos y San Martín, y esa posibilidad fu e u n o
de sus principales argumentos cada vez que tuvo q u e intervenir e n la
discusión de la política indígena del gobierno. Por otra parte, hasta 1820
al menos sólo en Los Cerrillos era donde había autorizado q u e e x is tie ra n
pobladores. En esas estancias los peones debían re c ib ir sus ra c io n e s los
lunes y recibir yerba, pero los esclavos deberían recibir tabaco, p a p e l, ja ­
bón y plata.55 Sus instrucciones a los encargados de la s chacras m u e stra n
que debía apelar a diferentes tipos de trabajadores: había p e o n e s seg a d o ­
res “arreglados por tarea” y a quienes no habría q u e d a rles agua c a lie n te
ni el almuerzo aunque sí comida -carne—y y e rb a a ra c ió n : alg u n o s de
ellos, sin embargo, p o d ía n ser jo rn a le ro s (“segadores por día”), y a ellos sí
se le s d eb ía d ar agua a n te s d el a lm u e rz o y “d os agua;- -u las co m id as”,
te n d ría n d e re ch o a “s e s te a r” e n tre las 11 y las 14 horas v lav - ..ur in
tard e, d arles “tres a g u a s” , p e ro el m atero les "dató Atate sin ru num -’"
d u ran te la trilla , la g e n te “a lm u e rz a b ie n y no c;um¡'” v toma ¡nan
c u a n d o e n c u a n d o ” p ero “c u a n d o se a n d a c o n la horquilla no h a v in a h :

de o b lig a c ió n , q u e so lo p u ed e to m a rse a n d a n d o las veguas”.'"'


Se a d v ie rte , a s í. la e x is te n c ia de u n ré g im en lab-oral di v er so v Iw-h-i •.
géneo que Rosas in te n tó regimentar, pero p ara h a c e r l o d eb ía c o n t e m p l a r
toda una gama de derechos pautados por la costumbre y re sp e ta d o s si
quería asegurar la disciplina laboral. La cuestión es importante p u e s, aun
en Los Cerrillos, la mayor parte de la fuerza la b o ra l no era de s e r vi c i o
permanente y, como ya se señaló en el capítulo a n te rio r, el mismo Ros a s
había reconocido en 1820 que parte de la p e o n a d a no p o d ía ser m o v iliz a ­
da p u es h a b ía te rm in a d o su tie m p o de co n c h a b o y h a b ía m a rc h a d o a la
c iu d a d e n b u s c a de e m p le o , a u n q u e h a b ía s í otro g ru p o al q u e se d eb ió
seg u ir p ag an d o lo s s a la rio s a. p e s a r de e sta r c a s i p a ra liz a d a s la s ta re a s: era
la c ru c ia l e in e lu d ib le d ife re n c ia q u e h a b ía en tre lo s p e o n e s p e rm a n e n te s
y m e n s u a liz a d o s y lo s jo rn a le r o s , p e o n e s te m p o ra rio s o a d estajo .
En esas condiciones, resultaba imposible eludir los incentivos salaria­
les, lo que sin duda aumentaba los costos. De este modo, aun aquellos que
como Lamadrid enfatizaban que el poder de Rosas emanaba de la autori­
dad que había forjado en sus estancias no dejaron de reconocer que era
“el que más peones tenía porque les pagaba bien”.57 En consecuencia, en
estas estancias repetidamente descriptas como un “campamento”, una
“colonia militar”, cuando no un “feudo”, el trabajo asalariado estaba ge­
neralizado y sometido a una constante fricción y renegociación de las
condiciones laborales, y la atracción de peones requería de incentivos
salariales.
Si para el gusto de los hacendados la mano de obra era “escasa” y
“cara”, la situación se tornaba particularmente crítica cuando entraba a
tallar el otro gran demandante de fuerza de trabajo: el Estado que reque­
ría una gran porción importante para enrolarla en el ejército. Esa doble
demanda además de competitiva se habría de demostrar en momentos
críticos como abiertamente contradictoria.
E l g o b ie rn o se h a b ía p ro p u e s to p ro d u c ir u n a re o rg a n iz a c ió n c o m p le ­
ta d el e jé r c ito y la s m ilic ia s y c o n fo rm a r u n e jé r c ito d e s tin a d o p r in c ip a l­
m e n t e a g u ard ar el te rrito r io de las in c u r s io n e s in d íg e n a s . A sí, la ley
mi l i tar de 1 8 2 2 d is p u s o fo rm a r u n e jé r c ito p e rm a n e n te m u c h o má s r e ­
d u c i d o que habr í a de c o n t a r c o n 2 5 4 4 pl azas , d e las c u a le s 1 2 2 2 s e r í a n
o to ca bul l e rí a v d e s t i n a d a s a f o r ma r tres r e g i m i e n t o s regul aros para de-
■< í ¡ric»v ia Irontora. Para c o m p l e t a r l a s el M i n i st e r i o de Guer r a p r o p u s o
uno i n n o v a c i ó n : q u e dej ara de a pe la r s e : s ól o " a h o m b r e s forzados, vagos,
v i n o s o s v a u n c r i m i n a l e s ” y q ue se i n s t r u m e n t a r a u n sor t eo e nt r e t o do s
ios ho m b r o s a pt o s para el s er v i c i o si re s ul ta ba i n s u f i c i e n t e el a l i s t a ­
m i e n t o do v o l u n t a r i os . E n el de b a t e q ue se p ro d u jo e n la S a l a de R e p r e ­
s e n t a n t e s , fu e A n c h o r e n a q u ie n re c o rd ó los fu n e sto s e fe c to s q u e h a b ía
te n id o e n E s p a ñ a e l r é g im e n d e q u in ta s y p ro p u so e n c a m b io a p e la r al
c o n tin g e n te . E l m in is tr o R iv a d a v ia d e fe n d ió e l m o d e lo de r e c lu ta m ie n ­
to p o r c o n s c r ip c ió n p o n ie n d o re p a ro s al a c c io n a r de lo s ju ra d o s q u e
t e ní a n q ue e s ta b le c e r q u ié n e s d e b ía n in te g ra r la c u o ta d el c o n tin g e n te
en cada partido, sosteniendo que el juicio arbitrario “de los que saben y
poseen” iba a tener por resultado que “siempre será lo menos favorable
respecto de los que ni saben ni poseen”. En el debate también se descar­
tó la propuesta de establecer una contribución a todos los habitantes de
cada jurisdicción para llenar un fondo de 100 pesos para cada uno de los
individuos destinados “al entero del contingente” y se acordó que lo
debía llenar el tesoro público. En ese contexto, Anchorena expresó con
claridad la mayor preocupación que tenía: debían ser exceptuados del
contingente por cinco años los individuos de otras provincias que vi­
nieran a realizar tareas de campo “por haberse ausentado varios foraste­
ros sobre quienes había recaído principalmente el reclutamiento por
leva”, pero la propuesta fue rechazada tanto por el gobierno como por la
mayoría de la Sala.58
Era entendible su preocupación al respecto: la mayor parte de los peo­
nes y jornaleros eran migrantes de las provincias interiores y los jueces
territoriales los preferían para completar las cuotas del contingente, así
como eran el blanco preferido a la hora de aplicar la figura de “vago y
mal entretenido” cuya pena solía ser el servicio de las armas. La conse­
cuencia de esta situación era inevitable: los peones huían de la campa­
ña para eludir la leva y ello profundizaba la “escasez” de mano de obra.
La preferencia por el contingente completado a partir de las decisiones
de las autoridades locales tenía otra ventaja frente al sorteo, y a ello
apuntaba seguramente Anchorena: permitía negociar quiénes habrían
de integrarlo y eludir que el reclutamiento incluyera a peones perma­
nentes de las estancias. El debate también ponía en evidencia un pro­
blema: la necesidad de optar entre el contingente o el sorteo devenía de
la franca resistencia de la población a integrar voluntariamente el ejér­
cito regular y su preferencia por prestar un servicio intermitente y me­
nos gravoso como era el de milicias. Ambas opciones, por tanto, expre­
saban la necesidad de implementar mecanismos compulsivos de
reclutamiento.

Los INDIOS Y LA FRONTERA

La expansión y la defensa de la frontera se habían convertido en el pro­


blema central del gobierno de Buenos Aires, tanto que Martín Rodrí­
guez emprendió tres campañas contra los grupos indígenas de las pam­
pas. Púr cierto, Rosas compartía absolutamente que esta cuestión era
fundamental aunque había tenido —y volvería a ten er- diferencias con
Rodríguez acerca de cuál debía ser la mejor política de fronteras. Aun
así, desde fines de 1823 ella volvió a traerlo al servicio.
Entre fines de 1820 y principios del año siguiente Rosas presentó
una famosa memoria sobre 1a situación de la frontera y la campaña que
acompañaba de las reflexiones que ya había presentado en 1819.59 No
viene al caso describir un contenido ya muy conocido y analizado aun­
que sí atender a algunas de sus reflexiones que muestran la maduración
de un diagnóstico y de una política que consideraba tan necesaria como
factible.
El Rosas que presenta esta memoria no aparece como un subalterno
ni un socio menor sino que se presenta ante el gobierno como el mayor
experto sobre los temas de la campaña. La memoria estaba dirigida al
secretario de Gobierno en su condición de presidente de la “comisión
de hacendados y labradores” y, por lo que sabemos, el 15 de agosto de
1821 se publicó un decreto por el cual se ordenaba formar una junta de seis
comerciantes y seis hacendados destinada a asesorar al gobierno y que
definía como su propósito básico que “el establecimiento de una poli­
cía, bien entendida, de la campaña, es el solo medio de fijar la seguridad
que debe garantir y promover todo adelantamiento”. Esa junta estaba
integrada por los comerciantes Juan José Anchorena, José María Rojas,
Julián Panelo, Manuel Aguirre, Juan Alzina y Patricio Linch; y por los
hacendados Juan Miguens, Joaquín Suárez, Lorenzo López, A g u stín
Lastra, Jo sé Domínguez y Mauricio Pizarro. Sin embargo el 2 9 d e agosto,
h a b ié n d o s e e x c u s a d o Ju a n M ig u e n s y A g u stín Lastra, se n o m b ró e n su
reemplazo a Pedro C a p d e v ila y a R o sa s, y por el fa lle c im ie n to de lo sé
Domínguez a Antonio Dorna.1*
El punto de partida de su razonamiento es claro v recuerda al que
mucho después adoptó su mortal enemigo, Domingo F. Sarmiento, en
Facundo: “Los bienes de la asociación han ido insensiblemente desapa­
reciendo, desde que nos hemos declarado independientes: todo, menos
derecho y civilización, se encuentra en la campaña”. Tanto han insisti­
do muchos biógrafos e historiadores en subrayar a partir de párrafos
como éstos su supuesta nostalgia por el orden colonial que han tendido
a opacar lo central de este diagnóstico: para Rosas los problemas residían
en los efectos que el proceso revolucionario había d e s a ta d o e n ia v id a
social rural, y no parece exagerado afirmar que las r a z o n e s de su é x ito
político deben buscarse en la claridad que te n ía so b re e ste te m a .
Rosas reconocía que era “la empresa más riesgosa, peligrosa y f a t a l ” ,
por lo cual era necesario obrar con un plan cauteloso y definir u n a e s ­
trategia precisa: “La paz es la que conviene a la Provincia”, era s u apo­
tegma, pues sólo ella permitiría preservar las propiedades y resolver la
perenne escasez de fuerza de trabajo apelando a peones indígenas. Pero,
¿a quiénes debían confiarse el manejo de las nuevas guardias fronteri­
zas? En este punto Rosas retomaba su propuesta de 1818 y algunas
orientaciones ensayadas por el Directorio: la tarea no podía emprender­
la sólo el gobierno sino que debía delegarse en los hacendados y labra­
dores formando una comisión de tres hacendados para cada uno de los
departamentos en que se dividiera la campaña, nombrando jefes de
las guardias a propuesta de la comisión, y al frente de cada sección de­
bía haber un “jefe militar y político” dotado con amplias facultades,
incluso de imponer “la última pena”, mientras que a la comisión le co­
rrespondía ser “el centinela que observará al jefe”. De este modo se tra­
taba de forjar “una autoridad militar y política, con jurisdicción al me­
nos criminal”, vigilada por una comisión cuyo propósito principal era
la defensa de la propiedad. Su propuesta, por tanto, registraba punto
por punto las causas de conflicto que se habían vivido en la campaña v
apuntaba a constituir en ella un gobierno militarizado pero sostenido
y vigilado por representantes de los propietarios rurales.
C ab e ta m b ié n re s a lta r c ó m o R o sa s im a g in a b a q u e d e b í a n configuren •
se las fu erz a s d e d e fe n sa . S e tra ta b a d e c o n fo rm a r una fuerza m i x t a , a ¡.¡
v e z v e te ra n a y m ilic ia n a . La p rim e ra —q ue d e b ía pr e s t a r un s e r v i c i o
m a n e n te y r e m u n e r a d o - d e b ía a d o p t a r el m o d e lo cu- los B l a n d u i m u c
P ara c o n s o lid a r s u s e r v ic io R osas re c o m e n d a b a t r a ns f o r ma r a los que
tu v ie ra n ca sa d o s o los que se ca sa ra n en propi e t a ri os de las tierras «<-p
p o b la ra n y a s u v ez a s ig n a r te rre n o s a los q u e va f uer a n j:-ropif*í;.rh
no tu v ie ra n u n a s u e rte de m e d ia leg u a de Irente y u n a y me d i a
p ero q u e
de fondo. En c a m b io , proponía destinar a io s q u e 110 l os t u v i e s e n y no
se conchaban a la tropa veterana. Rosas, e n to n c e s , re to m a b a a nt e r i or e s
recomendaciones que habían hecho Pedro A . G a rc ía e n la d é c a d a a n te ­
rior y Félix de Azara al despuntar el siglo e insistía en u n a d is c r im in a ­
ción social que ya formaba parte del sentido c o m ú n : el r e c lu ta m ie n to
compulsivo debía restringirse hacia quienes no tenían bienes ni con­
chabo permanente; los que los tuvieran, y contaran con familias, debían
ser beneficiados con la entrega de tierras en propiedad a cambio del
servicio: se trataba, entonces, de aprovechar esa miríada de labradores
q u e estaban instalados en los campos fronterizos y convertirlos en re­
clutas de la tropa regular.
En cuanto a las m ilicias, la tarea de la comisión sería proceder a la
clasificación de aquellos que deberían servir en ella asegurando el
cumplimiento universal del servicio sin excepciones pero al mismo
tiempo garantizando el respeto por los turnos rotativos bimestrales y
que “los diez restantes quede el m iliciano absolutamente franco”. Y,
continuando con una práctica ya firmemente asentada, proponía que
existieran dos tipos de m ilicias, “unas con media filiación, otras sin
ella”, las primeras con fuero y reservadas para las expediciones; las
segundas, sin fuero y destinadas al servicio ordinario y rotativo. El
goce del fuero m ilitar era una aspiración recurrente de los m ilicianos
que las autoridades habían tratado de restringir al máximo posible
pues dejaba a los m ilicianos fuera de la jurisdicción de la justicia or­
dinaria y tendía a consolidar relaciones de protección entre oficiales
m ilicianos y tropa.
E l saber experto del que hacía gala Rosas no era una creación com­
pletamente original sino una suerte de tradición selectiva que conden­
saba las prácticas previas y apuntaba a corregir aquellos errores que
p e rm itie ra n e lu d ir la s causas de resistencia, respetando lo s d e r e c h o s de
los p ro p ie ta rio s y de lo s m ilic ia n o s y fo rta le c ie n d o la a u to rid a d de sus
o fic ia le s . P o r e llo , recogía u n a a s p ir a c ió n generalizada e n tre lo s h a c e n ­
d ad o s: si ei s o s te n im ie n to de e sta s fu erz a s d eb ía p ro v e n ir de la m ism a
c a m p a ñ a , d e b ía se r administrada p o r esa s u e rte de c o r p o r a c ió n de p ro ­
pi et ar i o s q u e e x p r e s a b a la c o m is ió n . P a ra e llo , su s p ro p u e s ta s e ra n b ie n
pr e ci sa s : por d ie z a ñ o s la r e c a u d a c ió n de los d ie z m o s d e b ía d e s tin a rs e
s ól o "a b e n e fic io de la m is m a c a m p a ñ a in s e g u ra ” y a e llo d e b ía n s u m a r­
se ei d e r e c h o de c o r r a le s , el a n tig u o ram o de g u erra y u n im p u e s to in d i­
r e c t o so b re a lg u n o s frutos.
E s te p ro g ra m a d e l c u a l R o s a s se h a c ía p o rta v o z a d a p ta b a a la s c o n d i­
c io n e s y la s u r g e n c ia s d e c o m ie n z o s d e la d é c a d a de 1 8 2 0 u n a s e r ie de
id e a s , a s p ir a c io n e s y p r á c tic a s q u e p a r c ia lm e n te h a b ía n im p e ra d o e n el
sig lo a n te rio r, h a c ía su y a s n o c io n e s c la v e d el g o b ie rn o de la c a m p a ñ a
que habían formulado los jefes militares borbónicos pero también esta­
ba muy atento a la resistencia miliciana. Contenía, así, una voluntad y
una convicción: la necesidad de transformar a los hacendados y labra­
dores propietarios en un actor colectivo que asumiera el gobierno de la
campaña en acuerdo con las autoridades provinciales. Pero el problema
residía justamente allí: ese actor colectivo no existía como tal, y los que
podrían constituirlo eran no sólo demasiado heterogéneos sino que es­
taban viviendo una veloz transformación. No expresaba una concep­
ción tradicionalista alejada de las ideas circulantes en la opinión públi­
ca de la época o en el mismo elenco político gubernamental reformista.
Como ya se indicó, la comisión se constituyó y la presidía un secre­
tario de Estado. Más aún, en abril de 1821 se aprobó la constitución de
una compañía veterana de cien efectivos para la defensa de la frontera
sur. Se trataba de una propuesta elevada por Elias Galván -para enton­
ces comandante político y militar de la Villa de Luján—, pero que fue
presentada a pedido “del cuerpo de hacendados del sud”. Estos hacen­
dados habían resuelto, para cobrar y distribuir la pensión que habría de
imponerse para sostenerla, la elección de una comisión integrada por
Lorenzo López, Joaquín Suárez y Pedro Blas Escribano. En una reunión
convocada por el gobernador y presidida por Galván, se propuso formar
esa compañía cuya denominación dejaba pocas dudas acerca de su na­
turaleza: “Blandengues veteranos del cuerpo de hacendados”; ella con­
ta ría con cien efectivos y podría ser auxiliada “con algún destacamento
d e m i li c i a s ” ; su p ag o se a fro n ta ría c o n fo n d o s d el c u e rp o d e h a c e n d a d o s
y p ara e llo c a d a u n o d e b ía c o n tr ib u ir c o n 2 re a le s p o r c a d a c a b e z a de
g an ad o q u e v e n d ie s e p a ra el a b a sto o lo s s a la d e ro s , es d e cir, el m is m o
m o n to q u e fija b a en la d é c a d a de 1 7 6 0 el lla m a d o ra m o d e g u erra , y esa
fu erz a d e b e ría u b ic a rs e en u n a p o s ic ió n q u e le p e rm itie ra re sg u a rd a r los
p a rtid o s d e M a g d a le n a v C h a sc o m ú s y su c o n tin u a c ió n d el otro la d o d el
S a la d o . A su v ez, se p ro p u so q u e c e sa r a el pago de la p e n s ió n si la fu er­
za fu era d e s tin a d a a otra fro n te ra , y q u e su c a p itá n v o fic ia le s d e b e ría n
s er “p e rs o n a s b ie n q u ista s [s i c ) v q u e g u a rd e n c o n s id e r a c ió n p o r los
hacendados”, debiendo lo s m ie m b ro s d e la comisión encargarse de v i­
gilar “que no se hagan extorsiones en sus propiedades á los hacenda­
dos”.61 Punto a punto, la propuesta que emanó de esta reunión de ha­
cendados replicaba buena parte de las iniciativas contenidas en la
memoria d e Rosas. Era el mismo tipo de razonamiento que en mayo de
ese año habría de sostener la refacción de los cuarteles de Chascomús y
Guardia de Luján, cuyos gastos serían solventados por un donativo de
los vecinos.
Que era imperioso reorganizar la defensa fronteriza lo demostraba la
nota que Rosas elevó en junio de 1821 a la Junta de Representantes: los
vecinos, hacendados y labradores de la frontera consideraban a su sala­
dero de Los Cerrillos como un fuerte y, sólo por ello -d e c ía -, no lo había
trasladado a la estancia San Martín, mucho más próxima a la ciudad.62
Es muy probable que haya sido así puesto que sólo un establecimiento
de ese tipo podía reunir tal número de trabajadores en la zona fronteriza
y, sin duda, podían armarse en caso de invasión.
El gobierno apoyó estas iniciativas pero fue más allá y apuntó a ins­
taurar una fuerza militar veterana completamente centralizada en la
campaña mientras procedía a una reorganización de las milicias que
apuntaba a subordinarlas completamente a los mandos veteranos y a la
autoridad provincial. De este modo, se orientó a formar tres regimientos
de caballería de línea que para 1825 rondaban los 1800 hombres: el de
Húsares, con asiento en Salto; el de Blandengues, en Lobos; y el de Co­
raceros, en Kaquel Huincul.63 Nunca antes la frontera bonaerense había
dispuesto de una dotación tan amplia de efectivos veteranos de servicio
permanente para la defensa de sus fronteras con los indios, y ellos sólo
podrían mantenerse en ese destino mientras imperara la paz.
P a ra 1 8 2 3 , R o s a s in te r v e n ía a b ie rta m e n te e n la d is c u s ió n p ú b lic a de
e sta s c u e s tio n e s c o n u n p ro y e c to q u e fu e p u b lic a d o e n L a A b e j a A r g e n ­
tin a y e n e l q u e se p o s tu la b a q u e "a r r o ja d o s al O c c id e n te lo s in d íg e n a s
in d ó m ito s , B u e n o s A ire s se v erá tra n sfo rm a r en u n a r e p ú b lic a q u e será
u n e m p o rio de riq u e z a s en lo fís ic o y m o r a l’'.1’4 A l p a re c e r, los d e s a c u e r­
d os e x is te n te s p o r a h o ra p o d ía n ser p o ste rg a d o s en p o s de un o b je tiv o
de m a y o r a lc a n c e . E llo su g ie re q u e R o sa s c o m p a rtía u n c o n s e n s o q ue
era g e n e r a liz a d o : h a b ía lle g a d o el m o m e n to de p a sa r a la o fe n s iv a y s a ­
tis fa c e r e l h a m b re de tie rra s d e s a ta d o en la e lite b o n a e re n se .
Sin embargo, los resultados de las campañas que emprendió Martín
Rodríguez eran menos prometedores. Su primera campaña en el verano
de 1820-1821 fue un estruendoso fracaso, abrió un ciclo de intensa con-
flictividad interétnica y puso en extrema tensión sus relaciones con
Rosas, además de provocar la destrucción del pueblo de Dolores y afectar
seriamente a Los Cerrillos. La segunda, en el otoño de 1823, derivó en la
instalación del fuerte Independencia (Tandil), pero también produjo fir­
mes respuestas indígenas que afectaron toda la frontera hasta Santa Fe.
La tercera, en el otoño de 1824, penetró en profundidad en territorio
indígena pero no pudo consolidar las posiciones alcanzadas, y a poco
de terminar dio lugar a la destrucción del pueblo de Lobos. Para enton­
ces, sin embargo, la defensa fronteriza daba un importante paso pues el
gobierno de Buenos Aires había acordado con el de Santa Fe un conve­
nio para defender en forma conjunta y coordinada la frontera norte, lo
que le permitía concentrar sus mayores esfuerzos en el sur.65 Era un
claro testimonio de los resultados que arrojaba la alianza con Santa Fe.
Esa política de resultados inciertos y frustrantes abría toda una gama
de interrogantes. Para fines de octubre de 1823 Rosas volvía a estar en
campaña, esta vez bajo el mando del coronel Domingo Arévalo. Se ha­
bía sumado con más de veinte hombres de sus estancias aunque luego
operaba como su vanguardia al frente de un centenar de Blandengues y
milicianos; el parte aclaraba que el Iode noviembre se habían tomado a
los indios más de 150.000 cabezas de ganado y entre ellas las había de
León Rozas, padre de nuestro biografiado. Y el parte incluía un recono­
cimiento particular a Rosas por su conocimiento de los lugares donde
debió transitar.66
La visión de Juan José de Anchorena era muy cautelosa y le aconsejaba
retirarse a Los Cerrillos y traer sus ganados al norte del Salado “porque la
campaña es perdida”, pues el gobierno carecía completamente de un plan
coherente para afrontar el problema.67 En esas condiciones, Rosas parece
haber imaginado que una posible solución sería armar a los peones de sus
estancias, y le pidió a Juan José de Anchorena que le enviara armas y
municiones, pero éste no compartía la idea: “Sabe Ud. cuanto le temen y
si se supiese que iban tantos cartuchos, soñarían, hablarían y cuanto me­
nos dirían que eran preparativos para la revolución, sin querer creer que
eran para defenderse de los indios”. El cuadro de situación política que
le presentaba era de extrema agitación callejera y por eso le recomendaba
quedarse en Los Cerrillos durante la siega “porque me parece, primo, que
vamos a tener un par de años muy malos, años como el 20, en que va a
salir el fruto de las locuras de los descuidos y de la presunción del porve­
nir maravilloso”.68 Más allá de ello, el intercambio es sugestivo pues
muestra que para 1823 todavía no tenía militarizado a su personal subal­
terno, al menos no de forma consistente.
Para entonces el gobierno de la provincia había pasado a manos de
Gregorio de las Heras, que había sido elegido el 3 de abril de 1824 por
la Sala de Representantes en votación dividida. A tal punto que días
antes no se había llegado a un acuerdo al respecto en la Legislatura aun­
que la coyuntura tenía algo de inédita: el de Rodríguez “es primero [de
los gobiernos] que en catorce años de revolución ha concluido legal­
mente en Buenos Ayres”.69 A pesar de ello, la carta de Anchorena mues­
tra que no todos compartían el optimismo que tenía el gobernador, como
vimos al comienzo de este capítulo. Sin embargo, todo indica que con
él Rosas mantuvo relaciones mejores que con su antecesor, en parte por­
que parece haberse inclinado por adoptar la política de fronteras que
Rosas recomendaba. De este modo, Las Heras obtuvo 25 votos en la Le­
gislatura, mientras que la reelección de Rodríguez obtuvo tres, Marcos
Balcarce dos (entre ellos Juan José de Anchorena], Juan José Viamonte
también dos y José Rondeau un voto.70
Por lo pronto, Rosas fue designado integrante de la comisión que se
encargaría de contratar la llegada de inmigrantes desde Europa que, en
parte, deberían destinarse a las nuevas poblaciones de frontera. A su
vez, el gobernador lo comisionó para pactar una paz con los indios y el
contenido de las instrucciones que recibió sugieren que fueron acorda­
das entre ambos pues expresaban con claridad algunas ideas que Rosas
ya había enunciado al respecto: el objetivo era firmar un tratado de paz
para asegurar la línea de frontera a la altura de Tandil; se lo autorizaba
a entregar por cada cautivo “un presente que sirva de paga”, decisión
que quedaba a discreción de Rosas; también estaba autorizado a acordar
con los caciques la entrega cada año o cada seis meses de un presente,
mientras que se autorizaba a los “caciques amigos" y a sus indios a co­
merciar en Tandil y otros puntos de la frontera y se facultaba a Rosas a
compensar a los indios que fueran verdaderamente dueños de las tierras
de Volcán, Tandil. Azul y Tapalqué. y se autorizaba a los indios que
quisieran a venir a trabajar “de este lado de la línea en tierra de Cristia­
nos”.71 De este modo, esas instrucciones parecen la traducción práctica
de la política indígena que Rosas había propiciado y que le permitirían
convertirse en un interlocutor privilegiado tanto de los caciques como
del gobierno.
Como él mismo relataría poco después, envió algunos emisarios
indígenas a los caciques pampas y tehuelches, gestiones en las cuales
apeló según dijo a las “íntimas relaciones que tenía entre ello s” así
como para los sucesivos parlamentos “me sirvieron m uchísim o mis
antiguas relaciones y el crédito que tenía entre ello s”. Fue, a partir
de esa negociación, que el 31 de octubre de 1825 el gobierno pudo
enviar una nueva com isión integrada por el entonces comandante
del Regimiento de Coraceros Juan Lavalle, el ingeniero Felipe Seni-
llosa y el mismo Rosas para fijar una nueva línea de frontera. De este
modo, estuvo nuevamente en campaña entre noviembre de ese año y
enero del siguiente.72 Pero en el tipo de campaña negociada que ha­
bía propiciado.73
¿A quiénes convenía esa política de pacificación y negociación con
algunas tribus? Por lo pronto, respondía bien a la situación extrema­
damente crítica que se vivía en las pampas por la irrupción de grupos
indígenas transcordilleranos y les ofrecía una alianza conveniente a las
tribus que optaran por ser “amigas”. Ello permitía sumar fuerzas auxi­
liares a la defensa fronteriza así como ampliar la fuerza de trabajo dispo­
nible. Los hacendados de la frontera podían encontrar en esta política
una estrategia apta para preservar sus propiedades, y la población cam­
pesina ampliaba sus posibilidades de instalarse en tierras baldías y, so­
bre todo, si la paz se consolidaba, vería disminuidas las exigencias del
servicio de milicias. Rosas, entonces, podía aparecer como un garante
de la paz fronteriza, el orden social y el respeto de la propiedad. Pero la
posibilidad de que tuviera éxito despertaba resquemores y dependía del
apoyo político que tuviera. Consolidadas la paz y la alianza con Santa
Fe y definida una política pacificadora con los indios fronterizos, dos
de los requisitos que Rosas consideraba imprescindibles para la cam­
paña se estaban logrando. Pero las cosas no iban a ser tan sencillas de
resolver.

R o sa s y la política po rteña

Como se señaló antes, a mediados de 1821 el gobierno de Rodríguez


estaba ratificado y había constituido un dinámico equipo ministerial
integrado por Bernardino Rivadavia en la cartera de Gobierno y Relacio­
nes Exteriores, Manuel J. García en la de Hacienda y Francisco de la
Cruz en la de Guerra. A ellos se sumaba un grupo de la Sala de Repre­
sentantes y juntos impulsaron un rediseño casi completo de la arquitec­
tura institucional de la provincia.74
Los primeros y decisivos pasos se tomaron a fines de 1821 cuando la
Junta de Representantes saldó su larga disputa con los cabildos de Bue­
nos Aires y Luján y aprobó su supresión.75Una decisión de tamaña mag­
nitud era la piedra angular de un conjunto más amplio de medidas. En
esa nueva arquitectura la Junta de Representantes que había surgido
improvisadamente a principios de 1820 al solo efecto de elegir el gober­
nador se convertía en un cuerpo permanente que no sólo mantenía esa
atribución sino que era depositario del ejercicio de la soberanía y asu­
mía un carácter representativo y constituyente. Para legitimarla se apeló
a un régimen electoral inusitadamente amplio que asignaba el derecho
al sufragio a todos los hombres libres mayores de edad nacidos o domi­
ciliados en la provincia, los cuales por medio de una elección directa
consagraban a los representantes de la ciudad y la campaña que integra­
rían la Junta.76
Como consecuencia de la supresión de los cabildos desaparecía la
dualidad de mando sobre las milicias y ahora todas quedaban bajo el
comando del gobernador. Otra consecuencia, tanto o más importante,
fue que implicaba una transformación radical en el modo de adminis­
trar justicia, ejercer el poder de policía y el gobierno de los partidos
rurales. Por lo pronto, la justicia ordinaria pasó a ser ejercida por un
cuerpo centralizado de jueces letrados que eran funcionarios de carrera
y remunerados: era la llamada de Primera Instancia que en un principio
se pensó que sería posible instaurarla también en la campaña pero que
desde 1824 quedó concentrada en la ciudad. A su vez, la supresión tra­
jo consigo también la de los alcaldes de hermandad, que fueron sustitui­
dos por jueces de paz que como aquéllos eran reclutados por el gobierno
provincial entre los vecinos destacados de cada partido y cuya designa­
ción era tarea del gobernador y de la Junta. Por último, el ejercicio del
poder de policía fue asignado a una jefatura dependiente del goberna­
dor, aunque los intentos por formar una policía rural centralizada y des­
vinculada de las tramas vecinales también quedaron a medio camino,
como había sucedido con la justicia letrada en la campaña.77
Una consecuencia de esta situación se advierte con claridad: el régi­
men político adoptado era representativo y consolidó un ejercicio siste­
mático de actos electorales tanto en la ciudad como en la campaña. Sin
embargo, la única instancia de gobierno que emanaba de las elecciones
eran los representantes que integraban la Sala, siendo el gobernador
electo por ella y el gobierno local ejercido por jueces de paz designados
también por ella a propuesta del gobernador. De esta forma, era un sis­
tema representativo restringido así como el ejercicio de la autonomía se
circunscribía a la provincia pero no era reconocido a los pueblos que la
integraban.
A pesar de ello, la vida política se dinamizó en la campaña y se operó
una auténtica ampliación de la “frontera política” abarcando a todos los
partidos rurales.78 A la larga, esa participación rural cada vez más nume­
rosa devino en la consagración unánime de las listas propiciadas por el
gobierno provincial. Pero esa situación, que habría de ser típica de los
años del rosismo, no lo fue ni durante los ensayos electorales que se pro­
dujeron en la década de 1810 ni en los años veinte. Y, en este sentido,
cabe subrayar que Rosas sufrió las consecuencias de esta situación. Por
ejemplo, en 1823 en la elección realizada en los partidos de San Vicente
y Ranchos sólo obtuvo 64 votos mientras el ganador logró 223. Ese mismo
año en los comicios en Morón sólo logró uno de los 105 votos totales. Al
año siguiente en la Mesa Central de San Vicente sólo lo votaron 44 perso­
nas mientras que el candidato más votado obtuvo 197. Y en 1825, en
Monte —su “feudo”, según tantos relatos—, apenas logró seis sufragios de
235 mientras que en Luján conseguía cinco sobre 119. Más aún, en di­
ciembre de ese año en la elección de diputados para el Congreso General
la lista que Rosas integraba fue derrotada en Monte pues obtuvo sólo 32
votos frente a los 151 que obtuvo la ganadora. Puede agregarse algo más:
en 1827 en la Mesa Central de Chascomús sólo consiguió ocho sufragios
de 1677.7ÍI Pero no habría que exagerar y sacar conclusiones extremada­
mente rápidas. Por un lado, porque cuando era electo Rosas sistemática­
mente renunció a ejercer el cargo: así sucedió en septiembre de 1820. en
febrero de 1821 y en agosto de 1822; por otro, porque sus escasos vo tos no
significaban necesariamente que perdiera la elección: a sí, la m agra coso-
cha en 1827 estaba compensada porque Nicolás de Anchorena obtuvo en
la misma mesa central de Chascomús el primer lugar concitando la adhe­
sión de 818 electores. Pero que con el apellido no alcanzaba lo muestran
los resultados de las elecciones de 1825 en Monte: allí el primer lugar lo
obtuvo Santiago Tobal, quien reunió 228 sufragios, mientras que Rosas
sólo consiguió seis y Tomás de Anchorena, uno.80
Esta situación resulta central para nuestro tema. Por lo pronto, con­
firma que la disputa político-electoral era intensa en la campaña y que
no resultaba sencillo traducir en número de votos otras formas de pre­
dicamento social. También que el control que ejercían el gobierno y los
jueces de paz sobre los resultados de estas compulsas en cada partido
era todavía incierto y aún no se había afirmado el característico voto por
“unanimidad” que habría de imperar desde la década de 1830. Nos
muestra también que la capacidad de Rosas de traducir en votos su in­
fluencia era limitada y sobre todo que lo era aun en esas zonas donde se
ha supuesto que imperaba su voluntad. La evidencia también sugiere
que todavía el control que cada juez de paz podía tener de los resultados
de los comicios en su partido no era completo pese a que una de sus
atribuciones era presidir la mesa electoral. En este sentido no conven­
dría pasar por alto que, mientras Rosas concitaba tan pocos votos en el
partido de Monte, su fiel amigo y principal colaborador Vicente Gonzá­
lez se desempeñó como juez de paz del partido. Se ratifica así que el
gobierno efectivo de cada partido no dependía de las elecciones.
Rosas era, entonces, un actor político relevante en la campaña pero
aún estaba lejos de ser un líder indiscutido de ella. Ni siquiera lo era
todavía en el sur. Y lo que está claro es que la construcción de su predi­
camento no fue jalonado por la vía electoral sino por el que iba constru­
yendo en la estructura miliciana. Quizá por ello algunos observadores
lo tenían muy en cuenta a la hora de analizar a los principales actores.
A fines de 1823, por ejemplo, el cónsul norteamericano advertía que el
gobierno de Rodríguez, y en particular “el M inisterio” (en alusión a Ri-
vadavia). había “debilitado mucho su popularidad”. Lo atribuía tanto a
las negociaciones con España como, y sobre todo, a las incursiones de
los indios en la frontera y su política muy cautelosa frente a la cuestión
oriental. En cambio, sostenía que sí había “conquistado muchos parti­
darios entre las clases acomodadas y honorables de la ciudad” por las
reformas financieras, las mejoras edilicias, su “amor ai orden y su deseo
sincero de sustituir al despotismo militar, el suave imperio de la razón,
de la justicia y de la ley”. En ese contexto el cónsul identificaba quiénes
eran los “dos caudillos más inquietos y ambiciosos”: uno era Manuel
Dorrego, a qrúen calificaba como el “miembro popular de la Junta”; y el
otro era Rosas, a quien describía como el “ídolo de la gente de campo”
y como un “hombre bravo y atrevido, gran terrateniente y con vasta
influencia”. ¿A qué se debía? A que sus partidarios le atribuían los
éxitos sobre los indios. Pero asimismo apuntaba algo más:

Se decía hace tres días que estaban recogiendo firmas para levan­
tar la candidatura de Rosas a la Gobernación, a condición de que
mantenga al presente ministerio. Es muy probable que él acceda
a hacer esta promesa al comienzo pero se cree que pronto la olvi­
daría y pondría al Dr. Agüero a la cabeza del nuevo ministerio. La
reacción que ocasionaría semejante cambio, es demasiado horri­
ble para imaginar.81

Sea certera o exagerada la afirmación, lo cierto es que ratifica la raíz de


su influencia política: su política indígena. Se advierte también que la
cercana culminación del mandato de Rodríguez pareciera haber desata­
do diversos planes para disputar la sucesión, y algunos -lam entable­
mente no nos dice quiénes- pensaron en Rosas. Tenía lógica que así
fuera pues había sido el otro gran triunfador de las jornadas de octubre
de 1820. Lo interesante de la versión, a su vez, es que permite registrar
cómo y con quiénes era ubicado Rosas para ese momento por algunos
observadores: por cierto, en un lugar muy diferente de la simplificación
historiográfica habitual, un competidor de Dorrego y hasta un posible
aliado de Rivadavia o de Agüero.
Los alineamientos políticos no eran aún los que habrían de primar
en los años siguientes, y más allá de estas u otras especulaciones se ad­
vierten la fluidez de las relaciones y lo inestable de las alianzas. Un
dato, si se quiere anecdótico, lo confirma: para entonces Lamadrid, que
poco después sería una de las principales espadas del unitarismo, se
había afincado en el partido de Monte y elegía como padrino de sus hi­
jos recién nacidos tanto a Rosas como a Dorrego.í!-
Esa referencia es oportuna para empezar a entender la acelerada pér­
dida de apoyos de Rodríguez y del “partido ministerial", que era como se
conocía por entonces al grupo político que lideraba Rivadavia y al que
todavía no se reconocía como unitario. Una parte de los descontentos
provenía de la llamada reforma militar, una operación que había estado
destinada a reducir drásticamente el número de oficiales de mediana y
alta graduación que había heredado la provincia de los ejércitos de la re­
volución y que incluyó el pase a retiro de unos 250, dejando una pléyade
de descontentos y marginados. Otra parte, mucho más amplia, provenía
de la llamada reforma del clero, que había incluido la disolución de algu­
nas órdenes religiosas, la abolición del fuero y de los diezmos.
A fines de 1821 la Junta de Representantes abolió el diezmo y lo sus­
tituyó por un nuevo impuesto, la contribución directa. El primero gra­
vaba la producción y el segundo la tenencia de riqueza. Por otra parte,
los productos de la agricultura en teoría estaban exentos de este nuevo
impuesto, por lo que cabe suponer que los labradores que no fueran
propietarios de la tierra —la inmensa m ayoría- estarían exceptuados de
contribuir.83 Sin embargo, cabe subrayar otra diferencia: la contribución
directa era una contribución al Estado y no a la Iglesia. Se trataba de un
cambio de más vastos alcances: junto a la abolición del diezmo fueron
suprimidas algunas casas de regulares, se confiscaron sus bienes, y se
creaba una partida especial dentro del presupuesto estatal destinada al
culto. Esa reforma significaba para los párrocos rurales un “salvavidas
de plomo” pues, aun cuando se habían beneficiado muy limitadamente
del diezmo, tampoco lo harían del presupuesto de culto, y su disponi­
bilidad de recursos empeoró al tiempo que la prometida expansión del
número de parroquias rurales quedaba incumplida. A su vez, la instala­
ción de los Juzgados de Paz los subordinó a estas autoridades, las cuales
venían a disputarles los espacios de mediación en los que los párrocos
habían ocupado un papel central.84
Ambas reformas fueron muy discutidas, tanto en la Sala como en la
prensa. Pero el 19 de marzo de 1823 estalló una fallida rebelión contra
el gobierno a la cabeza de la cual estaba un antiguo y destacado miem­
bro del elenco directorial, Gregorio Tagle. El grupo que se reunía a su
alrededor era por demás heterogéneo y en él se contaban tanto descon­
tentos por la reforma eclesiástica como a fe c ta d o s por la militar. Como
h a señalado Di Meglio, ya e n a g o sto d e 1 8 2 2 el g o b ie rn o d e s b a ra tó una
conspiración dirigida por T a g le. la c u a l, al parecer, a p u n ta b a contra otra
de las re fo rm a s y se p ro p o n ía ‘‘ re s ta b le c e r el C a b ild o ” . La a g ita c ió n c r e ­
ció e n los meses s ig iu e n te s , y en marzo de 1 8 2 3 se produjo un le v a n ta ­
miento que concitó la adhesión de unas 200 personas que gritaban vivas
a la patria y a la religión al tiempo que lanzaban mueras contra “los
herejes” y contra el “mal gobierno”. Al parecer, su composición era muy
heterogénea y había desde “gente de campo” hasta “una parte corta de
la plebe de la ciudad”. A pesar de ello, el episodio mostraba que el re­
flujo que se había producido en el activismo político de los sectores
plebeyos desde octubre de 1820 estaba llegando a su fin, y en el contex­
to que se abría iba a sustentar el creciente predicamento político que
empezarían a cobrar el llamado “partido popular’' y su principal líder,
Manuel Dorrego.85
Del mismo modo venía a corroborar tanto la centralidad que seguían
teniendo las apelaciones religiosas para activar la movilización política
como las divisiones en el clero en la medida en que entre los impulsores
de la política reformista había también destacados sacerdotes. Aun así,
las autoridades temían que en la rebelión estuvieran comprometidos los
párrocos rurales y que, por tanto, dicha rebelión se pudiera extender a
la campaña, y por ello varios fueron desplazados aunque otros se mani­
festaron abiertamente a favor del gobierno.86 Sin embargo, las posibili­
dades de que el clero parroquial pudiera encabezar una rebelión antigu­
bernamental eran mínimas si no directamente nulas, tanto por su
extrema subordinación al gobierno como por las divisiones que presen­
taba y que expresaban a las que corroían a los vecindarios rurales. Más
que líderes de sus comunidades, esos párrocos estaban sumidos en el
torbellino de politización que recorría la campaña desde la década an­
terior, y a lo sumo podían convertirse en cabeza de algunas de las fac­
ciones que se disputaban la primacía política en los pueblos rurales.87
¿Cuál fue la postura que adoptó Rosas frente a estos conflictos?
Veamos las evidencias disponibles. Uno de los apresados en el m o v i ­
miento do m a rz o d e c l a r ó a n t e s de ser fusilado q u e ha b í a e s c u c h a d o d ó ­
cil a Tagl e q ue “ D. faaull M a n u e l de; Royas h a b í a i de c o í i ei e m p e ñ o di;
s e d u c i r id g ob e r n a d o r L ópe z a q u e se l ú d e s e c o n ei c o r u m 1! D o r r n g - . y
o b r a s e n cía conci ertsi a l evar de í.a r e v o l u c i ó n " . ,,:i L > Uutu es q u e e> '40
b i e n i o no a v a n z ó or¡ j i « astigai a s t a denuucia sino i adamas, eon!r
a Uoi-regí» ¡a pa¡ um ¡ 1fdói 5 e ¡ • los s ub l e va d o s . S i n an t ■. la vcrsini- r ~
¡ n íe r a s a n i e hh la m ; a ¡ a l a «ti f|ue p e r m i i e üd v*-rl ir ba*ua qi> a<n<"; ;
o í a n ¡ rn e í d n a r i o ¡ u n e a Ros as e n c a b e z a r 1J o ¡a o p < .a p o l i t i c e
La c nrenoia a i a p a s i b l e s e d u c c i ó n de ! ó p e z es u u n b i é n i nl u o - s a n é a
y no sólo p o r q u e h a b í a r u m o r e s de que algunos c o n n o t a d o s s ant a f e s c oo s
estaban implicados en el complot sino porque justamente en ese mo­
mento Rosas se h a l l a b a en Santa F e finiquitando su compromiso. Y al l í
recibía la correspondencia que le remitían algunos de s us allegados, ios
c u a l e s e s t a b a n f r a n c a m e n t e descontentos con la r e f or ma . As í , J ua n José
de Anchorena le decía: ‘‘Las cosas no mejoran después de tantos discur­
sos de la junta. Ha mandado que los dominicos v franciscanos dentro de
ocho días salgan o se secularicen. Para qué leyes? Para qué discusiones?
Para qué Junta?". No era el único motivo de queja que Anchorena tenía
contra el gobierno: también se quejaba porque como comisionado del
banco había pedido que no se emitiera papel moneda “porque éste va a
hacer huir de la provincia a la moneda que circula y nos vamos a ver
con sólo papel perdiendo aquella riqueza real”. Cauto en extremo, tam­
bién le recomendaba que ante López no hablara ni a favor ni en contra
del gobierno “porque no sabremos el rumbo que seguirán estas trope­
lías”.89 En este sentido, cabe traer a colación que muchos años después
Tomás Manuel de Anchorena daría una visión de la centralidad que
tuvo este conflicto: en una carta a Rosas le recordaba que "el grito de
federación empezó a resonar en las provincias interiores a consecuencia
de la reforma luterana que emprendió don Bernardino Rivadavia en la
administración de Rodríguez en 1822 y el establecimiento del Banco
Nacional en 1826, hizo que fuese más reforzado; porque al ver lo que
pasaba en Buenos Aires no querían reforma ni banco, y porque ya en­
tonces cada pueblo tenía su corifeo que aspiraba a ser un Reyezuelo de
por vida en el país que gobernaba”.90
No registramos evidencias ciertas de que Rosas estuviera comprometi­
do activamente en el movimiento, pero lo cierto es que e n tre ios implica­
dos h ab ía alg u n as de sus relaciones: su maestro en la in fa n c ia F ra n c is c o
Ar gc ri ch. su ami go M a n o el V. Maza o el o o m a m U i u o '1 Cb; ¡ ■5
kn.-ámier-U/ l os e HiiarióO Í ’.j s O o . i.- ¡ ¿ o o í »¡ ■
í c.i ■
■ li d S | ;>U O ■: i O n i O : i' < ¡ U ‘ 1 0 -■>. i,--. I ¡.' i - - ¡ -

■ ¡ ; ■w ! ; ¡ i ; ; h ■ O ■.

Lo m a y o de l o 2 4 , c o m o d i j i m o s . j¡¡;.m Ore^ori o -iu ■ ru.-n!.-;


Rodríguez y nombró como ministro de Hacienda. SJmbienio v R e l a c i o ­
nes Exteriores a Manuel José García, para entonces e n f r e n t a d o a la fac­
ción que desde la Sala lideraba Julián Segundo de Agüe r o. Es t e g o b i e r ­
no provincial iba a funcionar al m i s m o l l e m p o q ue ■. uvtenzol sesionar
el Congreso General que debía tener a su cargo la tarea de organizar un
nuevo Estado y dictar una Constitución. No lo lograría pero sí sería el
espacio institucional en el cual tomaron forma los dos “partidos”, uni­
tarios y federales.
La marcha del Congreso se vio alterada por una cuestión tan delicada
como decisiva. En agosto de 1825, los rebeldes orientales reunidos en el
Congreso de La Florida proclamaban la independencia de la Provincia
Oriental del Imperio del Brasil y su voluntad de unirse a las Provincias
Unidas del Río de la Plata. La cuestión estaba pendiente desde que el
territorio oriental se había convertido en la Provincia Cisplatina del
nuevo Imperio del Brasil, y el círculo más cercano a Rosas seguía con
mucha atención lo que allí sucedía. Se sabe, por ejemplo, que hacia
1824 Rosas volvió a Santa Fe al parecer para inspeccionar campos allí y
en Entre Ríos y la Banda Oriental, lo que parece sugerir que aún había
expectativas de expandir la ganadería exportadora en la región que ha­
bía sido su epicentro a fines de la Colonia. Sin embargo, algunas versio­
nes le adjudicaban otro propósito a ese viaje y señalaban que se propo­
nía tomar contacto con algunos líderes orientales. La versión no debe de
haber sido completamente infundada porque para entonces tanto Rosas
como los Anchorena estaban cooperando con la organización y el finan-
ciamiento de la expedición que encabezaba Juan A. Lavalleja a través de
una suscripción secreta.91 -
La misma actitud habían adoptado otros poderosos comerciantes,
hacendados y saladeristas de Buenos Aires que también formaron socie­
dades para explotar campos en Entre Ríos y que por su cuenta o asocia­
dos con los Anchorena introducían tabaco y yerba desde el Brasil. Los
contactos, por otra parte, estaban facilitados por el parentesco de Lava­
lleja con Pedro Trápani, al punto de que Pascual Costa lo había puesto
al frente de la administración de su saladero. Imperaba, diría Tomás de
Marte, en Buenos Aires “el espíritu de patriotismo combinado con el
de especulación”, y fue ello lo que proporcionó a Lavalleja y sus hom­
bres armas, municiones, vestuario y dinero.9-
Según algunos relatos Rosas fue comisionado para recorrer la zona y
preparar las condiciones que hicieran exitosa la expedición esgrimien­
do como pretexto que iba a reconocer campos en el Litoral para poblar­
los en sociedad con los Anchorena. Así, pasó por Santa Fe, Entre Ríos y
la Banda Oriental, y al parecer fue entonces que conoció a otro líder
oriental, Fructuoso Rivera, quien tenía una antigua relación con la fami­
lia Ezcurra.93 Otras versiones, en cambio, indican que Rosas habría co­
nocido a Rivera durante su estadía en Buenos Aires cuando, ya en con­
flicto con Lavalleja, se le habría facilitado la fuga de la ciudad cuando el
gobierno se disponía a apresarlo prestándole 3000 pesos, caballos, y
dándole una carta de recomendación para López.94
Como fuera, resulta claro que la simpatía del círculo de Rosas y An­
chorena con el movimiento oriental fue manifiesta, al menos inicial­
mente, como lo era también en amplios sectores de la sociedad porteña
y entre la mayor parte de los diputados del Congreso. Así, en octubre de
1825 éste aceptaba formalmente la incorporación de la Provincia Orien­
tal. Y a principios de diciembre llegaba la respuesta imperial declaran­
do la guerra.
La movilización militar había comenzado meses antes y una de sus
primeras manifestaciones fue el endurecimiento de las penas impuestas
a los que eran clasificados como “vagos”: así, en septiembre de 1824 se
elevaron de dos a cuatro los años que se imponían como pena en el servi­
cio de armas de los cuerpos de línea a los “vagos” y de cuatro a seis años
para los que usaran “armas prohibidas”. Luego, cuando eso se demostró
completamente insuficiente, se implemento el reclutamiento forzado
para integrar el contingente para el Ejército de Observación que el gobier­
no de la provincia puso al mando de Martín Rodríguez en la costa del río
Uruguay. Ya entonces, también, empezaban a ponerse de manifiesto algu­
nas de las dificultades que ello implicaba: para septiembre de 1825 un
informe del gobernador indicaba que sólo se habían reunido 706 reclutas
de los mil que debían integrar el contingente, y de ellos habían desertado
185.!l5 Se advierte, así. que el entusiasmo con la guerra no llegaba a todos
los sectores, y antes que ella comenzara la deserción ya se estaba genera­
lizando en un ejército que apenas comenzaba a formarse.'11'
En la campaña bonaerense los efectos de esta situación se hicieron
sentir de inmediato y las gavillas de salteadores que en buena medida
estaban integradas por desertores comenzaron a proliferar nuevamente.
La prensa se hizo eco de inmediato relatando que “el número de ladro­
nes en la campaña se aumenta cada vez más; porque el número de po­
bres sin recursos también se aumenta, como el de los haraganes y juga­
dores”.07 La guerra aún no había comenzado y la tensión social volvía a
intensificarse en la campaña.
Muy distinto era el clima del Congreso, donde claramente se impo­
nían los partidarios de la guerra. Fue esa situación la que abrió un nue­
vo escenario: la constitución de un gobierno c e n t r a l v de un “e j é r c i t o
nacional”. Pero no era lo único que estaba s u c e d i e n d o : para r e c i u í a r l os
contingentes de Tucumán y Catamarca el gobierno ha b í a enviado a fines
de 1825 a Gregorio Aráoz de Lamadrid. Sin embargo, éste hizo aigo más,
y depuso al gobernador tucumano y ocupó su lugar, a pesar de la abier­
ta oposición y condena de Las Heras. A su vez, en enero de 1826 el go­
bierno decretó la inconvertibilidad de los billetes emitidos por el Banco
de Descuentos de Buenos Aires y el Congreso aprobaba su transforma­
ción en Banco Nacional,
Las luchas políticas entraban en una fase decisiva y Rosas no podría
mantenerse en el cauteloso segundo plano en el cual había intentado
situarse. Era claro que había sido una figura central en la resolución de
la crisis de 1820 y en la conformación de las fuerzas sociales que sostu­
vieron y se beneficiaron con la “feliz experiencia5’. Pero también lo era
que tenía desacuerdos y reticencias con las orientaciones predominan­
tes, y la nueva instancia política que se abría iba a exigirle definiciones
y protagonismo.

M otas

' 1Instfitecuiil (leí Congreso Nacioníii 'de las Provittiáa s ' ¡ u n t e dt*l RÍO de Ui Piuto.
Noia u ien saje de i ( a sh'-JíESSfor y í 'a pita;! : veffla ai d.¡-> ia ¡ a ¡ a ¡ n. da de Hneite.-, , -a re--
‘!. j ta.H í-a'aji'.M a) L.iS I la: ¡as ai 1 i, ( (Higo :s¡ > í ai i i «as ¡ ■na ji a. . . aa i \<.aaor a iai a' . a a -aa
í --a-:;f a. //ea a a ' ^-a i a i a ■■■a a á , .-a /:■■ a 1 ' e a a e 'a n ; n ' ‘a
■I ar;..;i ...I/,:/ va.'- °;a; a a ' a ■-. ;; i ;,.. ; a : ; a , . :. 1■

i a d : : i a , ¡ ; ;: . ¡p ;, nm'i ■< a ananze-, -n /••.■> .a a . ■- a //.-a-a'-- r r- ■


i: /a aa. i;ia^a. ip"a la ¡it-a-i i !■;, . '■>¡ea. ¡>;■. ¡ a
in -n a m ía , a-Jinia: na a ja d a n r t -o u h n : ,a n ; i ; 1/ a i t i ; ; a . ¡ n a ■' l a s h i n : /■■/, . >■.

/ a - a a a , a ^ í. p:;s; ev¡;i :;k ium ino. ¡ a á / a a a a . U n a n o s í i >i \ f •r s i - ¡ 11■! ñ a u

da Q.iuinfes/i-'iuHteieu 3 0 1 0 . 2ísüü:: Kiaus Galiu: ” b n an s q u e d a da la 'k e p e n i i a a


ilu stra d a . La i n t r o d u c c i ó n del utilitarism o y in id é o h g w en ei R ío de la P ia la a
fines de la prim era década rev o lu cio n a ria '', en F a b i á n Herrero (co m p.): R ev ela ­
ción. P olítica e idea:; a l ei Río efe iu P lata durante la d éc a d a d e i8 íQ :, B u e n o s
Airea, E d ic io n e s Co operativas. 2 0 0 4 , un. 85-1 00: N i a a a i ( a ¡ l a ¡ n a n : “Libertad de
imprenta, opinión y debate constitucional en el Río de la Plata Í181 0-1 827 )Y en
Prismas, Revista de Historia Intelectual. Vol. 4. 200 fi. pp. <V2G.
John Murray Forbos: O uce a ñ o s en B u en o s A ires, Buenos Air«s. Emecé. 195o. o:. 338.
Así, por ejem plo. M artínez Estrada describiría as te “pacto de las Yacas"' com o una
■‘capitulación" de .Buenos Aires, un acto sim bólico producido "oc ■! meridiano
de la época del c u e ro ” que ni siquiera sus protagonistas alcanzaban a aquiiaiar
aunque gracias a él Rosas quedó “com o venced or por treinta años”, im poniéndole
a López una “derrota m o ral”. Ezequiel M artínez Estrada: R adiografío- d e la p a m ­
pa, Madrid/París, A rchivos ALLCA, 1997, p. 98.
Raúl O. Fradkin: “Las form as de hacer la guerra en el litoral riop tatense”. en Su­
sana Bandieri (com p.): La h isto ria económ ica y ¡os procesos de independencia en
la A m érica h isp a n a , B uenos A ires, AAHE/Prometeo Libros. 2010, pp. 167-214.
La m agnitud fijad a no era por cie rto m en or ni d esp reciab le. G aravaglia ha e s ti­
m ado que el prom edio de v acas y n o v illo s en las estan cias b o n aeren ses entre
1751 y 1815 rond aba las 770 cabezas; por tanto, la cifra pactad a sería equiv a­
len te al sto ck de m ás de tre in ta estan cias m ed ianas; Ju an C. Garavaglia; “Un
siglo de e s ta n c ia s ...” , op. c it ., p. 712. O tras e stim acio n es son p o sib les: hacia
1817 se estim aba que la re ca u d a ció n qu in qu en al del diezm o de cu atrop ea ron­
daba las 18.600 cabezas, lo que p erm ite ad vertir la m agnitud del esfu erzo que
era n ecesario para cu m p lir con el com p rom iso; y que entre 18 2 2 y 182 4 el
m ercado de B u en os A ires co n su m ió 73.874 reses para su abasto, ele modo que
las entregas a Santa F e —que term in aro n por superar las 3 0 . 0 0 0 - supu sieron un
40 por cie n to de ese total (Juan C. Garavaglia: P a s t o r e s ..., op. cit., pp. 115 v
218).
Gregorio Aráoz de Lamadrid: O b s e r v a c io n o s .... o p . e n ., pp. 229-230.
Gregorio Aráoz do I.amadrid: M e m o r ia s ..., o p . c i t , p. 260.
Tomás de Iriarte: B i o g r a f í a d e l h r i n a d i e r n e n e r a ! rlo¡g ¡u sé Aí ii m e i , .Y;, •>. s ,
r e s 'prim er m a g i s t r a d o d e la l i e p i t h h c a d e (H ále. Hu.uio-, \ ¡ J a . i.i ¡., a :> ! ;
1 8 0 3 . [a 52.
. I i i i, iOM! ¡i ¡ ! : /1;, ¡
C’iiad-! !.:!! í '.. I■i ■ ;;; ■■■■ !; ■ ■

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! u s é U . Í' ¡ I t l . i r i i ü n ; ü h : . ( , wi i !i M'il r'¡ G ¡ i S S S a U O '. i i ! : . ’ l i ;i i - i : i I , . ■: !.

..,1S \ |-'.:lllÍ!.:¡ !l i ¡i :¡ p! ' Ó 1 i n i ¡ a l : hacia ti ' sli ¡ a , a . : i U¡ a a . ; 1 i i : ! .' 1 ’ ■ ■I ! !

¡uai'iiüs di: lvsc¡u islao i.npoY'. raí U oletm ¡Se a u s e ': [a 0, ¡Oirá oa. v ~ : ía
Le ( ,a c e ia .. . <•>/’ - 1 H-. d i : ( i ¡í i ¡ a n b n : í ¡ * ■ i í U i t i .

Mario; !<!;■. i :'!«i a a- a la ¡Ollta de Boj a'e-.t a UOa ■ . h a ..ta .. Yi.as. a! O; -a


1821. en Julio házosla: Vida p o lí t i c a __ é>n. cit.. Touu, i. i .)>. 0 1 oa.
Se trataba de un establecimiento de dos teguas de trente v trs;s ¡le lando coi! 1918
cabezas de ganado y cuya tasación alcanzaba los 5754 pesos, aunque esa suma
pareciera corresponder exclu siv am ente al ganado valuado a 3 pesos por cabeza;
Ricardo Levene: La anarquía..., op. cit., pp. 169 -17 ],
La G a c e ta ..., op . cit.. 7 de marzo de 1821. p. 413-415.
17 Citado en Julio Irazusta: Vida política..., op. cit., Tomo I, p. 94.
18 Estanislao López a Martín Rodríguez, Santa Fe, 14 de marzo de 1821, en Juan
Benencia: Partes..., op. cit., pp. 414-415.
19 Estanislao López a Martín Rodríguez, Santa Fe, I o de junio de 1821, en ídem, p. 461.
20 La Gaceta..., op. cit., 4 de abril de 1821, p. 443.
21 Juan C. Garavaglia: Pastores..., op. cit., pp. 103-117.
22 Juan Manuel de Rosas a Martín Rodríguez, Buenos Aires, 5 de febrero de 1821, en
Ricardo Levene: La anarquía..., op. cit., p. 272.
23 Citado en Roberto Di Stefano: “Dinero, poder y religión: el problema de la distri­
bución de los diezmos en la diócesis de Buenos Aires (1776-1820)”, en Quinto
Sol, N° 4, 2000, pp. 87-115.
24 Marcos Balcarce: “Decreto sobre Diezmos”, Buenos Aires, 9 de noviembre de
1820, Imprenta de los Expósitos. Disponible en Biblioteca Digital Hispánica:
www.bdh.bne.es.
25 Juan Manuel de Rosas a Juan de Dios Padrón, 10 de marzo de 1821, en Julio Ira­
zusta: Vida política..., op. cit., Tomo I, pp. 94-95.
26 Juan Manuel de Rosas a Martín Rodríguez, Hacienda de San Martín en Matanza,
2 de julio de 1821, en Ricardo Levene: La anarquía..., op. cit., pp. 292-293.
27 Juan Manuel de Rosas a Martín Rodríguez, Buenos Aires, 6 de noviembre de 1821,
en Ricardo Levene: La anarquía..., op. cit., pp. 299-301.
28 Estanislao López a Juan Manuel de Rosas, Santa Fe, 13 de mayo de 1822, en Pa­
peles de López, Archivo General de la Provincia, Santa Fe, 1977, Vol. II (1822-
1824), p p . 135-136.
29Cervera sostuvo que se trataba de 33.301 y Levene, 30.146; Manuel Cervera: His­
toria de la Ciudad y Provincia de Santa Fe, 1573-1853, Santa Fe, Librería e Im­
prenta la Unión, 1908, Tomo II, pp. 540-541, y Apéndice, p. 28; Juan Manuel de
Rosas a Martín Rodríguez. Buenos Aires. 29 de abril de 1823, en Ricardo Levene:
La anarquía..., pp. 176 y 304-305.
'"Juan Manuel de Rosas a Estanislao López. Santa Fe. 12 de abril de 1823. en ídem,
pp. 177 v 310-311.
:| Estanislao López a Juan Manuel de Rosas. Rosario, 12 de mayo de 1824, en Adol­
fo Saldías: P a p eles..., op. cit.. Tomo I. pp. 39-40.
Citado en Ernesto Celesia: R o sa s..., op. cit.. Tomo I. p. 56.
Jorge Gelman: “ Las condiciones del crecimiento estanciero...", op. cit.. pp, 78-/9.
H María Sáenz Quesada: M ujeres.... op. cit.. p. 61.
Manuel Bilbao: H istoria..., op . cit., pp. 114-115.
"'Andrés Carretero: Los Anchorena. Política y negocios en el siglo XIX, Buenos Ai­
res, Astrea, 1970, pp. 53-65.
37 ídem, p. 131.
:,a ídem, p. 133.
:,íl Citado en Carlos Ibarguren: luán Manuel de Rosas..., op. cit., p. 82.
40 Véanse al respecto Roy Hora: “Del comercio a la tierra y más allá: los negocios de
Juan José y Nicolás de Anchorena (1810-1856)”, en Desarrollo Económico, Vol. 44,
N° 176, 2005, pp. 567-600; y “Los Anchorena: patrones...”, op. cit., 2012, pp. 39-66.
41 Andrés Carretero: Los A nchorena..., op. cit., pp. 168-169 y 175.
42Tulio Halperín Donghi: La form ación..., op. cit., p. 52.
43 Andrés Carretero: Los A nchorena..., op. cit., p. 136.
44 María E. Infesta: La pampa criolla. Usufructo y apropiación privada de las tierras
públicas en Buenos Aires, 1820-1850, Mar del Plata, EUDEM, 2006, pp. 48-49.
45 María Alejandra Irigoin: “La expansión ganadera en la campaña de Buenos Aires,
1820-1870: ¿una consecuencia de la financiación inflacionaria del déficit fiscal?”,
en Raúl O. Fradkin y Juan C. Garavaglia (eds.): En busca..., op. cit., pp. 287-330.
46 José Mateo: “La sociedad: población, estructura social y migraciones”, en Marcela
Ternavasio (dir.): De la organización provincial a la federalización de Buenos
Aires (1821-1889), Tomo 3 de la Historia de la Provincia de Buenos Aires, Buenos
Aires, UNIPE-Edhasa, 2013, p. 82.
47 Jorge Gelman: Un funcionario en busca del Estado. Pedro Andrés García y la
cuestión agraria bonaerense, 1810-1822, Buenos Aires, Universidad Nacional de
Quilmes, 1997, p. 185.
48 María E. Barral, et al.: “La construcción del poder estatal en una sociedad rural en
expansión: el acceso a la justicia civil en la campaña bonaerense (1800-1834)”, en
Raúl O. Fradkin (comp.): El poder y la vara. Estudios sobre la justicia y la cons­
trucción del Estado en el Buenos Aires rural (1780-1830), Buenos Aires, Prometeo
Libros, 2007, pp. 59-76.
49 Juan José de Anchorena a Juan Manuel de Rosas, sin fecha, en Julio Irazusta: Vida
política..., p. 113.
50 Los datos de 1825 en Jorge Gelman y Daniel Santilli: De Rivadavia a Rosas. Des­
igualdad y crecimiento económico, Buenos Aires. Siglo XXI, 2006. p. 131; los
datos de 1815 en GIHRR, “La sociedad...”, op. cit.. p. 27.
Raúl O. Fradkin: “La experiencia de la justicia: Estado, propietarios y arrendata­
rios en la campaña bonaerense (1800-1830)”, en Raúl O. Fradkin (comp.): La ley­
es tela d e araña. Ley. ju sticia y s o c ie d a d rural en B u en os Aires. 1780-1830, B ue­
nos A ires. Prometeo Libros. 2009. pp. 83-120.
Carmen Bernand: "La población negra de Buenos Aires (1777-1862)", en Mónica
Quijada. Carmen Bernand y Arnd Schneider: H om o g en eid ad y nación con un
estu dio d e ca so : A rgentina, siglos X IX y XX. Madrid. CSIC. 2000. pp. 93-140.
SJ Liliana Crespi: “Negros apresados en operaciones de corso durante la guerra con
el Brasil (1825-1828)", en Temas de África y Asia, N" 2, 1994, pp. 109-124.
54 Jorge Gelman: Rosas, estanciero..., op. cit., p. 48.
55 Juan Manuel de Rosas: Instrucciones a los mayordomos de estancias, Buenos Ai­
res, Ediciones Theoria, 1992, pp. 41 y 80.
56 Juan Manuel de Rosas: Instrucciones para los encargados..., op. cit., pp. 61-64.
57 Gregorio Aráoz de Lamadrid: Memorias..., op. cit., p. 274.
58Diario de sesiones de la Honorable Junta de Representantes de la Provincia de
Buenos Aires, Buenos Aires, Imprenta de la Independencia, 1822, pp. 19-46.
59Adolfo Saldías: Historia..., op. cit., El Ateneo, Tomo I, pp. 455-466: lamentable­
mente la reprodujo sin fecha, pero en nota al pie sostuvo que era del año 1821,
aunque en otro lugar sugirió que era de 1820. Reediciones posteriores no aclararon
la cuestión de la fecha pero la idea que ha quedado consagrada es que se habría
presentado antes de fin de ese año (Ricardo Levene: La anarquía..., op. cit., p. 21),
aunque otros autores indican que debe de haber sido al año siguiente (Ernesto Ce­
lesia: Rosas..., op. cit., p. 55). Como sea, resulta claro que el texto fue escrito des­
pués de las jornadas de octubre de 1820 por las referencias que a ellas incluye.
60La Gaceta..., op. cit, Tomo VI, pp. 579 y 592.
61 Suplemento a la Extraordinaria del jueves 26 de abril de 1821, La Gaceta..., op. cit.,
pp. 475-477.
62 Citado en Alfredo Montoya: Historia..., op. cit., p. 66.
63 Juan José María Blondel: Alm anaque político y de com ercio de la ciudad de
Buenos Ayres para el año de 1826, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1968,
pp. 40-42.
64 Juan Manuel de Rosas: “Proyecto de defensa para la Frontera permanente en la
Provincia sacado de la obra titulada Memoria política del viaje de la Comisión al
Sud”, en Ricardo Levene: La anarquía..., op. cit., pp. 312-320.
65 Al efecto, a principios de 1824 el propio López comandó personalmente la con­
centración de tres compañías de Dragones de la Independencia -la nueva deno­
minación de los Blandengues santafesinos—y una compañía de Lanceros de San
Javier en las nacientes del Arroyo del Medio: El Argos de Buenos Aires, 3 de
marzo de 1824.
86“Noticias de los indios”, La Gaceta Mercantil, N" 31, 6 de noviembre de 1823.
Juan José de Anchorena a Juan Manuel de Rosas, 13 de noviembre de 1823. en
Julio Irazusta: Vida política..., op. cit.. Tomo I, pp. 117-118.
Citado en Carlos Ibarguren: Juan Manuel de Rosas..., op. cit.. p. 87.
’MEl Argos de Buenos Aires, 31 de marzo de 1824.
El Argos de Buenos Aires, 2 de abril de 1824.
1"Instrucciones que deberán regir al S .l,r Coronel D. Juan Manuel Rosas en ia com i­
sión que se le ha confiado por el G . Buenos Aires, 18 de noviembre de '1825. ei =
Ricardo Levene: La anarquía..., op. cit.. pp. 320-322.
'-Ju lio Irazusta: Vida política..., op. cit.. Tomo I, pp. 120-123: Ernesto Ceiesia: lio ­
sas..., op. cit., Tomo I, pp. 67-71.
73 Un examen completo de esta política y sus avatares en Silvia Ratto: Estado..., op. cit..
'4 La centralidad que cobró la figura de Rivadavia no debería opacar la decisiva in­
tervención que tuvo García en la fundación del Banco de Descuentos en 1822 y en
la contratación del empréstito Baring en 1824. García fue luego ministro de Reía-
ciones Exteriores del gobierno de Las Heras y más tarde ministro de Hacienda de
Viamonte y Rosas.
75 Marcela Ternavasio: “La supresión del Cabildo de Buenos Aires: ¿crónica de una
muerte anunciada?”, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana
Dr. Emilio Ravignani, N“ 21, 2000, pp. 33-74.
76 Marcela Ternavasio: La revolución del voto. Política y Elecciones en Buenos Aires,
1810-1852, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002.
77 Raúl O. Fradkin: “¿Misión imposible? La fugaz experiencia de los jueces letrados
de primera instancia en la campaña de Buenos Aires (1822-1824)”, en Darío
Barriera (comp.): Justicias y fronteras. Estudios sobre la justicia en el Río de la
Plata (Siglos XVII-XIX), Murcia, Editum, 2009, pp. 143-164; y “Justicia, policía y
sociedad rural en Buenos Aires, 1780-1830”, en M. Bonaudo, A. Reguera y B.
Zeberio (coords.): Las escalas de la historia comparada. Dinámicas sociales, po­
deres políticos y sistemas jurídicos, Buenos Aires, Miño y Dávila, 2008, Tomo I,
pp. 247-284.
78 Carlos Cansanello: “Itinerarios de la ciudadanía en Buenos Aires. La ley de eleccio­
nes de 1821”, en Prohistoria, N° 5, 2001, pp. 143-170; Juan C. Garavaglia: “Eleccio­
nes y luchas políticas en los pueblos de la campaña de Buenos Aires: San Antonio
de Areco (1813-1844)”, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana
Dr. Emilio Ravignani, N° 27, 2005, pp. 49-74; Marcela Ternavasio: “Nuevo régi­
men representativo y expansión de la frontera política. Las elecciones en el esta­
do de Buenos Aires: 1820-1840”, en Antonio Ajgñno (comp.): Historia de las
elecciones en Iberoamérica, siglo XIX, Buenos Aires, FCE, 1995, pp. 65-106.
79 Vicente A. Galimberti: “La unanimidad en debate. Los procesos electorales en la
campaña de Buenos Aires entre 1815 y 1828”, en Boletín Ravignani, N° 37, 2012,
pp. 81-108.
IiüAgradecemos a Vicente A. Galimberti por esta información desagregada.
H1 John Murray Forbes: Once años.... op. cit., pp. 264-265. Agradecemos a Gabriel Di
Meglio por habernos llamado la atención por esta referencia.
s- Gregorio Aráoz de Lamadrid: Memorias.... op. cit.. p. 293.
:1:: Daniel Santilli: “El papel de la tributación en la formación del Estado. La contri­
bución directa en el siglo XIX en Buenos Aires", en América Latina en la Historia
Económica. N" 33. 2010. pp. 33-63.
!UMaría E. Barral: “Un salvavidas de plomo. Los c:uras rurales y ¡a reforma eclesiás­
tica de 1822", en Prohistoria, N" 14. 2010, pp. 11-27.
Un lúcido análisis en Gabriel Di Meglio: ¡Viva el bajo pueblo! La plebe urbana de
Buenos Aires y la política entre la Revolución de Mayo y el rosismo. Buenos Ai­
res, Prometeo Libros, 2006, pp. 221-254.
“ Roberto Di Stefano: El púlpito y la plaza. Clero, sociedad y política de la monar­
quía católica a la república rosista, Buenos Aires, Siglo XXI, 2004, pp. 207-209.
87 María E. Barral: “De mediadores componedores a intermediarios banderizos: el
clero rural de Buenos Aires y la ‘paz común’ en las primeras décadas del siglo
X IX ”, en Anuario del IEHS, N° 23, 2008, pp. 151-174.
88 El Argos, N° 25, 26 de marzo de 1823, p. 101. Agradecemos a Gabriel Di Meglio
por esta referencia.
89 Citado en Carlos Ibarguren: Juan Manuel de Rosas..., op. cit., pp. 83-84.
90 Citado en Enrique Barba: Unitarismo, federelismo, rosismo, Buenos Aires, Pane-
dille, 1972, p. 20.
91 Julio Irazusta: Vida política..., op. cit., p. 119.
92 Citado en Hugo Galmarini: Negocios y política en la época de Rivadavia, Buenos
Aires, Platero, 1974, pp. 28-31.
93 Adolfo Saldías: Historia..., op. cit., El Ateneo, Tomo I, p. 177.
94Manuel Bilbao: Historia..., op. cit., pp. 160-161; Antonio de Pascual: Apuntes
para la historia de la República Oriental del Uruguay, Tomo 1, París, Ducessois
Editor, 1864, p. 276.
95 Juan C. Garavaglia: Construir..., op. cit., p. 284.
96 Tomás de Iriarte: La campaña de Brasil, Buenos Aires, Hyspamérica, 1988, p. 79.
97 El Americano Imparcial, 3 de marzo de 1825.
C apítulo 4

Rosas, federal (1826-1829)

Desde comienzos de 1826 la política rioplatense adquirió un ritmo ver­


tiginoso y de destino completamente abierto e incierto. Fueron meses
convulsionados en los cuales volveremos a encontrar a un Rosas ocu­
pando un lugar cada vez más decisivo y central en la escena política.
Sus relaciones con el gobierno nacional que se instauró fueron primero
distantes y luego abiertamente conflictivas, y en ese decurso tuvo que
construir nuevas alianzas y establecer nuevas relaciones a partir de las
cuales iría forjando un nuevo alineamiento y una nueva identidad polí­
tica que habría de signar su trayectoria posterior. Ese resultado no esta­
ba prefijado ni era ineluctable sino que sería el producto de la intensi­
dad de las confrontaciones abiertas y de las opciones entre las cuales
tuvo que optar.

R o sa s y l a presidencia de R ivadavia

El 6 de febrero de 1826 el Congreso aprobó por amplísima mayoría la ley


que instauraba la presidencia de las Provincias Unidas del Río de la
Plata y dos días después Bernardino Rivadavia asumía ese cargo ha­
biendo obtenido 35 votos de los 38 diputados presentes en la sesión.'
Inmediatamente dispuso poner bajo su mando directo las fuerzas m ili­
cianas provinciales y reforzó las fuerzas que Lamadrid tenía en Tucu­
mán. A su vez, envió al Congreso el proyecto de ley que declaraba capi­
tal no sólo a la ciudad de Buenos Aires sino también a todo el territorio
comprendido entre el puerto de Las Conchas y Ensenada, y entre el río
de la Plata y de las Conchas hasta el puente de Márquez, aclarando que
una ley posterior definiría una nueva provincia con el resto del territo­
rio provincial descabezado. La ley fue aprobada en el Congreso en una
votación dividida pues algunos diputados tales como Balcarce lo calificaban
de “tirano e injusto” y exigían que fuera negociado con las autoridades
de la provincia de Buenos Aires y que ella expresara su consentimiento,
amenazando con retirarse de “vuestra asociación”.2 Pero e l conato de
resistencia que hubo en la Sala de Representantes se d ilu y ó in m e d ia ta ­
mente y el gobernador Las Heras recibió una e s c u e ta c o m u n ic a c ió n que
íe informaba que había cesado en su cargo.
Un segundo y decisivo paso fue la formación de un “ejército nacional”
para afrontar la guerra contra el Imperio. Aunque se constituyó sobre la
base del ejército de Buenos Aires, la pretensión gubernamental era que
incluyera fuerzas de todas las provincias y que las milicias provinciales
quedaran subordinadas a las autoridades nacionales. Las acciones de La-
madrid demostraban cuáles podían ser las consecuencias, y la reacción
provincial no se hizo esperar: a mediados de año Juan B. Bustos, goberna­
dor de Córdoba, anunciaba que desconocía las leyes de presidencia y de
capitalización y que su provincia se retiraba del Congreso. Poco después
Facundo Quiroga, gobernador de La Rioja, tomaba el mismo camino. A la
guerra contra el Imperio se sumaba la guerra civil.
Sin embargo, la presidencia avanzó con dos nuevos proyectos q u e
iban a concitar una oposición tan amplia como heterogénea. Por u n
lado, un proyecto de Constitución que consagraba que la “Nación A r­
gentina” adoptaba para su gobierno “la forma representativa r e p u b lic a ­
na”, consolidada en unidad de régimen. “La oposición e n la s p r o v in c ia s
fue generalizada, de modo que el sostenimiento de la guerra y el r e c lu ­
ta m ie n to de tro p a s quedaron casi c o m p le ta m e n te c ir c u n s c r ip to s a ia
p ro v in c ia de B u e n o s A ire s . S in e m b a rg o , e n e lla ta m b ié n los apoyo? r-c
la p r e s id e n c ia e ra n ca d a v e z m e n o re s . E l n ú m e ro ele re p re s e n ta m o s ns
C o n g re so h a b ía s id o a m p lia d o y en la s n u e v a s eleceioím s la opn-o
"popu lar” p o rte ñ a o b tu v o b u e n o s re s u lta d o s . Manuel Dorrego fue >*U •
to d ip u ta d o y se c o n v ir tió en la p rin c ip a l v o z opositora forjandr u :
a lia n z a con io s d ip u ta d o s y g o b ie rn o s p r o v in c ia le s opuestos a la r
cien cia, una c o a lic ió n q u e, a h o ra s í, se p re s e n ta b a c o m o federal. L: es ri­
la b a n ca y ta m b ié n d esd e la p re n s a , D o rreg o desarrolló un furibunrln
c u e s tio n a m ie n to d el p ro y e c to c o n s titu c io n a l apuntando tanto a subra­
y ar su c a r á c te r unitario y centralista como su p r e te n s ió n de r e s tr in g ir el
derecho d el sufragio y excluir a d e p e n d ie n te s y a s a la r ia d o s .
Por otra parte, la transformación de la c iu d a d y su s a lre d e d o re s en
c a p ita l de la n u e v a n a c ió n im p lic a b a la n a c io n a liz a c ió n de su s princi­
p a le s in s titu c io n e s y re c u r s o s (y e s p e c ia lm e n te d e su a d u a n a ), a s í c o m o
q u e la p r o v in c ia q u e d a ra “ d e s c a b e z a d a ” y su s in s titu c io n e s r e p r e s e n ta ­
tiv a s d is u e lta s . S e e n tie n d e e n to n c e s p o r q u é esa o p o s ic ió n p o rte ñ a p o ­
d ía c o in c id ir c o n o tra s q u e e m e rg ía n de la s p r o v in c ia s in te r io r e s in v o ­
c a n d o u n a d e fe n s a d e la a u to n o m ía p r o v in c ia l y d e i fe d e r a lism o .
Pero quedaba pendiente la resolución de una espinosa cuestión:
¿qué pasaría con el resto del territorio provincial que no había quedado
en la jurisdicción de la capital? La ley abobada en marzo estipulaba
que con ese territorio se formaría una provincia, pero en septiembre de
1826 el gobierno presentaba un proyecto que establecía la formación
de dos nuevas provincias, una denominada del Paraná y que habría de
tener capital en San Nicolás, y otra que habría de llamarse del Salado y
que tendría como cabecera a Chascomús. En la sesión del Congreso el
diputado Juan José Paso repudió la “ingratitud del Congreso con Bue­
nos Aires” que, no contento con haberla dejado “sin ser político”, había
ido mucho más allá y “quieren meterle el puñal y descuartizarla”.3
Fue en esas condiciones que entre octubre y diciembre tanto Rosas
como sus primos Anchorena pasaron abiertamente a la oposición y de­
sarrollaron una intensa actividad contra esa iniciativa. Ella tomó la for­
ma de una recolección de firmas por toda la campaña. La cuestión es
interesante porque nos muestra a Rosas realizando una abierta acción
política para obtener la adhesión del vecindario de la campaña y porque
lo sucedido en Chascomús ratifica que esa adhesión estaba en disputa.
R o sas e n v ió a e s e p u e b lo a Jo sé G o n z á le z , e l h ijo de V ic e n te . E l juez de
paz c o n v o c ó al v e c in d a r io p e ro só lo firm a ro n el m e m o ria l 49 v e c in o s y
González fu e d e te n id o ; e n ca m b io , e n c a b e z a d o s p o r el juez, el cura y e!
comisario d el p u e b lo , o tro s v e c in o s p re se n ta ro n u n m e m o ria l a! Congreso
a ©ovando la in ic ia tiv a g u b e rn a m e n ta l. La re c o le c c ió n de firmas había co­
menzado en el m e s de o c tu b re y cu a n d o e l e m is a rio llegó a Chascomús.
o! juez de paz y e l c o m is a rio a c o rd a ro n co n a lg u n o s d esta ca d o s vecinos
organizar una re u n ió n . P ero e lla te rm in ó en un “e sc a n d a lo s o tum ulto'’ y
derivó e n su d e te n c ió n . D e e sta m a n e ra , e l 28 de n o v ie m b re el jefe de
P o iic ía e le v a b a a l m in istro de G o b ie rn o la c o m u n ic a c ió n d el c o m is a rio de
C h a sco m ú s q u e a c o m p a ñ a b a la r e m is ió n d el d e te n id o Jo sé G o n z á le z . E n
e se in fo rm e el c o m is a rio re la ta b a q u e e n la re u n ió n “to d o s e n g e n e ra l h a n
p re stad o su firm a p o r la n e g a tiv a ”, lo s v e c in o s d el p u e b lo “n o la c o n s id e ­
raro n p ro p ia de su s in te r e s e s ” y e sta b a n p e rsu a d id o s de q u e re s p o n d ía a
“lo s in te re s e s d e alg u n o s p o c o s p ro p ie ta rio s q u e re s id e n e n la C a p ita l”.
P o r lo ta n to , se re se rv a ro n e l d e re c h o d e p e tic io n a r p o r se p a ra d o y a s í lo
h ic ie r o n e n o tra re p re s e n ta c ió n q u e c o n tó c o n la firm a de 55 v e c in o s .
La actitud del gobierno debe de haberlos sorprendido dado que el
presidente declaró que la detención era ilegal y arbitraria y ordenó un
sumario para indagar la actuación del comisario. En su defensa éste
minimizó la detención y destacó que “ha sido en razón de haber vacila­
do en el modo que debía regirme en aquel caso creyendo obrar con al­
gún acierto”. Pero ese sumario permite saber algo más: González se ha­
bía presentado expresamente como enviado de Juan José Anchorena y
Juan Manuel de Rosas, y cuando la representación fue rechazada hubo
“algunos vecinos que festejaron con cohetes”. Varios testigos insistieron
en que la representación fue rechazada “por unanimidad” y hubo quien
aclaró que fueron los mismos vecinos los que pidieron la detención de
González. Incluso, Felipe Santiago Lagorta había pedido que se le die­
ran doscientos azotes “por ser la representación un papel anárquico y
alarmante”. Ningún testimonio fue más claro que el que prestó el te­
niente cura del pueblo, don Francisco Robles: en la reunión “todos a
una” se opusieron a firmarla.4
La dirección del movimiento de recolección de firmas por la campa­
ña parece haber estado en manos de Anchorena, quien el I o de diciem­
bre le escribía a Rosas incitándolo a que lo continuase recogiendo “por
donde quiera que sea”.5 La “representación” invocaba el ejercicio del
derecho de petición “que en el sistema político adoptado por la Nación
nos corresponde” y tenía un preciso eje argumental: la unidad indisolu­
ble de la ciudad y la campaña y la imposibilidad de organizar una -y
menos dos- provincias sólo con la campaña. La imagen que de ella ofre­
cía el texto no era demasiado distinta de la que primaba en la elite urba­
na. aunque entre sus firmantes se hallaban los mayores propietarios te­
rritoriales que tenían un lugar más que destacado dentro de esa elite.
Así, al tiempo que enfatizaba que la economía rural era movilizada por
“los capitales pertenecientes a los vecinos de Buenos Aires” buscaba
destacar que sin ellos “la imaginación no encontrará en el vasto territo­
rio sino una superficie casi desierta, o con una población escasa, pobre,
e insignificante”. Por lo tanto, afirmaba que “la población de la Campa­
ña no puede considerarse sino como un mismo cuerpo de Sociedad con
la población de Bs. As.” y se oponía fervientemente a que fuera separa-
da la campaña de su ciudad pues “se verá desaparecer esta hermosa
unidad”. La campaña, “dependencia inmediata” de la ciudad, no podía
ser equiparada “á los Cuerpos Nacionales, que en todas partes se cono­
cen con el nombre de Provincias”: no disponía de “capitales propios” ni
de población suficiente.6 Pero estos argumentos y las prestigiosas firmas
que los avalaban no fueron suficientes para lograr un completo consen­
so entre los vecinos de la campaña y, como vimos, obtuvo firme rechazo
en Chascomús.7

R etrato de Ju an M a n u e l de R o sa s, p o r A rth u r O n slo w , c . 183Ü


F u e n te : Im agen c o rte s ía M u se o R o ca

La influencia de Rosas, entonces, no estaba consolidada en el sur y era


abiertamente resistida, al menos en Chascomús, región que, como vere­
mos luego, mantuvo una larga tradición de hostilidad o desconfianza
hacia Rosas en los años siguientes. En su momento, Vicente F. López
ofreció una versión para entender esta situación. Luego de relatar el
distanciamiento de Rosas del gobierno de Rodríguez señaló que había
comenzado también a separarse del “partido predominante en la ciu­
dad". Y lo atribuyó a tres motivos principales: su política hacia el resto
de las provincias, la creación de autoridades “parciales y subalternas en
cada distrito” y a que el “desenvolvimiento repentino de la riqueza pe­
cuaria” producía en Rosas una “rivalidad incómoda” por el ascenso de
nuevos personajes que -com o los Ramos Mejía, los Miguens, los Suárez,
los Dorna, los Castex, los Barragán y otros- provenían de la ciudad y le
disputaban la primacía en sus dominios, creando una creciente tensión
entre este “preponte plebeyo” y los “hacendados de intereses cultos y
regulares”.“ Aunque la versión estaba plagada de equívocos tenía una
virtud: ponía en foco la disputa abierta en la campaña y la falta de cohe­
sión política de la clase terrateniente en formación.
Esta cuestión no era la única que alejaba decididamente a Rosas del
gobierno nacional; tanto o más le preocupaba la política de fronteras
que estaba impulsando y que habría de convertir a Federico Rauch no
sólo en un importante jefe militar en las fronteras sino en la esperanza
de los unitarios para competir con Rosas. Rauch era un oficial de origen
prusiano incorporado a las filas durante el gobierno de Rodríguez, y
entre octubre de 1826 y enero de 1827 encabezó tres campañas puniti­
vas contra los indios que hacían muy dificultoso el éxito de la propues­
ta de Rosas de consolidar las relaciones con los caciques “amigos”. E n
su memoria de 1 8 2 8 Rosas dejó muy en claro que e l gobierno n o a le n d ía
su s recomendaciones, y cuando recibió la noticia de que era n o m b ra d o
para in te g ra r u n a Junta de Hacendados la re c h a z ó d e c id id a m e n te . Aun
así. ia "{unta General de Hacendados y P ro p ie ta rio s d e la C a m p a ñ a " ¡>c
re a liz ó a fin e s de noviembre y en algunas de las c o m is io n e s que se o rg a ­
n iz a ro n para proveer a los fuertes fronterizos d e s u m in is tr o s y h o m b re s
ta m b ié n p a rtic ip a ro n a lg u n o s c o n s p ic u o s in te g ra n te s d el c ír c u lo m ás
c e rc a n o a Rosas, como Luis Dorrego o José H. C a stro , p e ro ta m b ié n a lg u ­
nos de aquellos propietarios que se le oponían con decisión, como Ze-
nón Videla o Antonio Dorna. Para ese momento, entonces, el gobierno
de Rivadavia no carecía de apoyos entre los hacendados de la campaña
y podía convocar a los más importantes para organizar una acción con­
junta.9
Sin embargo, la situación en la campaña a fines de 1826 era extrema­
damente tensa y políticamente inestable. Por un lado, la proliferación
de las gavillas de salteadores reclutadas entre desertores del ejército y
evasores del servicio de m ilicia adqLiiría una envergadura inédita v co­
menzaba a dirigirse muy precisamente contra las autoridades locales
encargadas de llevar adelante la clasificación de la población y la leva:
los jueces de paz y los comisarios. De esta forma, e independientemente
de cuáles fueran las motivaciones de sus integrantes, el accionar de es­
tas gavillas tenía un claro efecto político al quebrar y erosionar las rela­
ciones de autoridad. Por otra parte, la movilización de tropas original­
mente destinadas a la defensa fronteriza para la guerra contra el Imperio
volvía a desguarnecer a la campaña. Y ello era particularmente grave
dada la situación que se vivía en el territorio indígena donde la llegada de
grupos transcordilleranos disputaba el control de los territorios; en algu­
nos casos, además, aparecían aliados con oficiales de los ejércitos del rey
de España -lo s famosos hermanos Pincheira—, que estaban continuando
en las pampas su lucha y que después de establecer un numeroso campa­
mento en el Neuquén incursionaban en la frontera bonaerense. De esta
forma, desde mediados de año nuevas y violentas incursiones indígenas
afectaban toda la frontera, desde Arrecifes hasta Dolores y Chascomús.10
En ese contexto, el gobierno decidió la construcción de tres nuevos
fuertes fronterizos y a fines de noviembre convocó a una “junta General
de Hacendados y Propietarios de la Campaña” para que proveyeran los
r e c u rso s . P ara ello se n o m b ró u n a c o m is ió n de doce h a c e n d a d o s d iv id i­
da en tros esp ecíalo s-, u n a p a ra ca d a fu erte. De e s te m o d o , toda la c a m ­
p a ñ a so d iv id ió e n tres s e c c io n e s v e n c a d a u n a h a b ría una c o m is ió n
"c o m p u e s ta do los p r in c ip a le s h a c u iu la U o s" y q u e d eb ía d«.Miif.ar.se a
‘■‘a s í!m u la r al v e c in d a r io " p ara .realizar las co n trib u ció n '< s. a n a . tai
esa ju u la se a c o r d ó q u e c o m o ''p r in c ip a i a u x ilio " eran ios h a e iü iín a n ’S
q u ie n e s se c o m p ro m e tía n a “ ra c iu ta r ios n o m b re s n e c e s a r io s pam e¡
a o m p ie to de lo s c u a tro R e g im ie n to s , q u e d eb e n g u a r n e c e r la trouíeru .
A d e m á s , cad a c o m is ió n e s ta ría "e n c a rg a d a m u y p e ru c u ie rm e tiu : c.e lo ­
m a r ios conocimientos necesarios acerca d e todos io s n o m b re s vagos,
mal entretenidos, viciosos y perjudiciales, que existan en todo e se par­
tido: de todos ellos formará una lis ta con expresión de su n o m b re , a p e lli­
do. y punto en que residan, la que pasará al Juez de Paz”, pero al mismo
tie m p o el gobierno recomendaba que actuara como “su m a r e s e r v a " .11 De
este modo, a fines de noviembre de 1826 el gobierno nacional intentaba
resolver la difícil situación de la frontera retomando algunas de las pro­
puestas centrales que años antes había hecho Rosas, buscando susten­
tarse en la campaña en el apoyo que podían brindarle hacendados y
propietarios y delegando en ellos la clasificación de la población y la
provisión de hombres para integrar el contingente.
De este modo, sobre la población rural se desplegaba una doble pre­
sión reclutadora: por un lado, aquella que se dirigía tanto a completar los
contingentes para la guerra contra el Brasil como la destinada a integrar
los regimientos de caballería de línea que guarnecían la frontera y que
habían pasado de tres a cuatro; por otro, un renovado impulso del servi­
cio de milicia que en un año duplicó sus efectivos. No extraña, por tanto,
que desde mediados de 1826 las quejas y los reclamos se multiplicaran en
la campaña contra las partidas reclutadoras que no respetaban las clasifi­
caciones y que violaban sistemáticamente todas las normas y excepcio­
nes establecidas. Esa política, por tanto, tendía a borrar la crucial diferen­
cia entre reclutas forzados paxa el ejército y vecinos milicianos.12 Y es
justamente de esta época de la cual provienen la mayor parte de las refe­
rencias documentales acerca de la protección que habría ofrecido Rosas
en sus estancias a desertores y perseguidos por la justicia y que llevó a
muchos de sus críticos y también a muchos historiadores a verla como
una práctica permanente. Por ejemplo, le avisaba al administrador de sus
estancias que el gobierno planeaba formar un nuevo regimiento de m ili­
cia con la gente situada al exterior del Salado, como efectivamente suce­
dió; V lo instruía para que dijera que todos eran peones de Los Cerrillos,
los hiciera pasar por esclavos (ya que éstos no necesitaban papeleta de
conchabo) mientras que al comandante de la partida enroladora debía
decirle que los peones no eran vecinos sino provincianos y que, como
tales, estaban exceptuados del servicio de milicia.1" Las consecuencias
que estaba teniendo la leva forzada e indiscriminada de reclutas en la
campaña eran firmemente denunciadas por Dorrego desde las páginas de
El Tribuno advirtiendo al gobierno “no faltará quien prefiera irse a los
montes del Tordillo o a las islas de Paraná”, es decir, dos de los típicos
espacios de refugio de desertores y evasores del servicio.14
A fines de 1826 Rosas tenía motivos suficientes para pasar abierta­
mente a la oposición. Pero también había motivos para que algunos pai­
sanos creyeran que era el momento indicado para intentar la rebelión
abierta y poner a Rosas a la cabeza de ella. Eso, al menos, era lo que
pensaba Cipriano Benítez y de ello convenció a sus seguidores.
En la madrugada del 13 de diciembre de 1826 un numeroso grupo
armado invadió el pueblo de Navarro. Lo comandaba Benítez, un labra­
dor nacido en la Villa de Luján y afincado por entonces en esa frontera.
Los atacantes, que se proclamaron “montoneros” y “federales”, tomaron
el control del pueblo, apresaron y sustituyeron al comisario, intentaron
hacer lo mismo con el juez de paz y aunque no lo lograron nombraron a
otro en su lugar. También detuvieron al recaudador de la contribución
directa y se apoderaron de la recaudación, obligaron a los vecinos prin­
cipales a firmar un papel en el que se comprometían a “auxiliar a los
federales” y les impusieron contribuciones. Luego se dedicaron a reclu­
tar más hombres entre pobladores de la zona y buscaron conseguir ad­
hesiones apelando a toda una gama de recursos prácticos y retóricos
entre los cuales no faltó la mención a que el propósito del movimiento
era deponer al gobierno de Rivadavia, convertir a Rosas en “Gobernador
de la campaña” y lograr que se dictara un indulto general a los deserto­
res y evasores del servicio y que no hubiera que pagar por las tierras que
ocupaban. Al día siguiente, los montoneros intentaron repetir la opera­
ción en la cercana Villa de Luján pero resultó infructuoso y fueron de­
rrotados: pese a que los violentos enfrentamientos llegaron hasta la pla­
za de la Villa, la resistencia que ofrecieron vecinos y, sobre todo, las
milicias comandadas por el coronel Juan Izquierdo lograron derrotar a
los atacantes. Los que no fueron muertos, heridos o apresados en el en­
frentamiento se dispersaron, y resultaron vanos los esfuerzos de Benítez
por volver a reunirlos. Fracasado este intento, trató de escapar hacia la
frontera del Salado pero muy poco después era apresado y trasladado a
la ciudad de Buenos Aires, donde fue juzgado sumariamente y conde­
nado a muerte. El 13 de enero de 1827, la sentencia se llevó a cabo en la
plaza principal de la Villa de Luján.
De la investigación judicial y policial no quedó en claro cuáles eran
las posibles relaciones entre Benítez y Rosas, aunque sí resulta evidente
que el gobierno no puso demasiado interés en develarla. No hay en toda
la documentación disponible evidencia alguna que permita sostener que
Benítez fuera un agente de Rosas o que incluso haya tenido contacto con
él aunque dijo haberlo intentado. Resulta claro también que ni Rosas ni
Dorrego ni otro importante diputado federal como Ugarteche -a quien sí
entrevistó la mujer de Benítez—hicieron nada para e v ita r su suplicio. Más
claro resulta, en cambio, entender algunos de los m o tiv o s por los c u a le s
estos montoneros podían ver a Rosas a fines de 1 8 2 6 como u n líder p o s i­
ble que canalizara sus aspiraciones. Uno, central y d e c is iv o , era su p o líti­
ca de pacificación de la frontera dado que ella no sólo redundaría en u n a
menor presión sobre la población rural sino también en tener m a y o res
posibilidades de ocupar tierras en ella. También deben de haber contri­
buido a ello las versiones que circularon acerca de su oposición al reclu­
tamiento generalizado e indiscriminado y las instrucciones que les daba
a los administradores y capataces de sus estancias y los reclamos que
hacía a jueces de paz y comandantes militares: si sus peones eran reclu­
tados habría quedado en entredicho su palabra.15 Pero algo es todavía más
claro: esa visión de Rosas entre los paisanos de la frontera del oeste no
provenía de ningún vínculo clientelar como los que se han postulado que
había entre patrones y peones: entre estos montoneros, la inmensa mayo­
ría labradores de la zona y desertores, no había ninguno que fuera peón
ni de Rosas ni de otro líder federal.16

Montonero federal de la provincia de Buenos A ire s. 1 8 2 9


Fuente: Imagen cortesía del Museo Histórico Nacional de Buenos A ire s
La guerra, entonces, estaba precipitando el desarrollo de los antagonis­
mos. “Sáquenos Usted a todo trance de este pantano”, le habría dicho
Julián Segundo de Agüero a Manuel José García cuando estaba punto de
embarcarse a Río de Janeiro para negociar la paz con el Imperio. “¿A
todo trance, señor don Julián?”, inquirió García. “De otro modo, caere­
mos en la demagogia y en la barbarie”, le respondió Agüero. Ésta es, al
menos, la versión que López recogió de su padre y, según dijo, del pro­
pio García.17
Esa guerra que había concitado tanto entusiasmo y adhesión en sus
inicios generaba extendido desencanto y preocupación a comienzos
de 1827. Advertida de esa situación y enfrentando una crítica situa­
ción política y económica, la presidencia de Rivadavia estaba ahora
convencida de la necesidad imperiosa de terminar con ella. No lo lo­
graría, pero sí acabaría con su gobierno y con el régimen nacional que
encabezaba. García había recibido amplias facultades para una nego­
ciación de paz fogoneada por el mediador inglés, Lord Ponsomby,
quien para entonces había perdido toda confianza en las posibilidades
del gobierno de Rivadavia.18 En junio de 1827 se conoció en Buenos
Aires lo que se había acordado: el reconocimiento de la Banda Orien­
tal como Provincia Cisplatina del Imperio del Brasil. La conmoción
fue tan grande que Rivadavia decidió desconocer el tratado acusando
a García de haberse excedido de sus instrucciones. Pero no fue sufi­
ciente y debió presentar su renuncia, que fue aceptada por 48 de los
diputados
X
del Congreso,O

P a ra e n to n c e s , ya h a c ía tie m p o q u e se v e n ía c o n fo rm a n d o una a m ­
p lia a lia n z a p o lític a c o n tr a R iv a d a v ia d e s tin a d a a c o n s titu ir una a s o ­
c ia c ió n o lig a " d e lo s p u e b lo s q u e e s tá n p o r la f e d e r a c ió n ”. En la s tra-
ta tiv a s p a r t ic ip a b a n lo s g o b e r n a d o r e s de C ó rd o b a (Ju a n 13. B u s to s ].
S a n tia g o d e i E s te r o (F e lip e Ib a rra ). La R io ja (F a c u n d o Quiroga). Sania
Fe (Estanislao López) y C o r r ie n te s (Pedro F e r r é ), q u e eran q u ie n e s ha­
b ía n re c h a z a d o la C o n s tit u c ió n s a n c io n a d a e n d ic ie m b r e . E n B u e n o s
A ire s e s ta b a n e n c o m u n ic a c ió n c o n R o sa s v "o tr o s s u je to s de p ro b i­
dad”, quienes recomendaban operar c o n sumo cuidado para " n o o f e n ­
der el espíritu de provincialismo que hay en Buenos A i r e s ”.19
E l c o m a n d a n te de l a ca m p a ñ a y e l g o b e r n a d o r de l a p ro v in c ia

Luego de la caída de Rivadavia, Vicente López fue electo presidente


interino por amplia mayoría del Congreso obteniendo 45 votos de los 59
diputados. Ese gobierno no sólo era débil y nacía con los días contados
sino que además debía afrontar una tensión social extrema pues las de­
serciones no dejaban de acrecentarse y al incremento del bandidismo
rural se sumaba la proliferación de pandillas en la ciudad, algunas de
las cuales incluso asaltaron la casa de Rivadavia cuando ya no era pre­
sidente.20
De la mano de ese gobierno Rosas volvía a ocupar una posición pú­
blica expectante, y el 14 de julio de 1827 López lo designó comandante
general de Milicias de la Campaña. Años después su hijo dio una con­
vincente explicación de esta decisión presidencial: “Era el único hom­
bre de esa campaña bastante popular en ella para reunir y entregar re­
clutas”; su nombramiento había sido promovido por el ministro Tomás
Manuel de Anchorena, seguramente uno de esos “hombres de probi­
dad” que estaban en contacto y cooperación con los gobernadores de las
provincias. El relato de López hijo apuntó también a subrayar la convic­
ción que había ganado a la elite porteña: “Se había alimentado la ilusión
de que la paz sería un sanalotodo prodigioso para hacer revivir la opu­
lencia y la vida comercial como por encantamiento”.21
¿Cuál era la posición de Rosas frente a la guerra con el Brasil? Quizás
el interrogante debería ser formulado con mayor precisión: ¿cómo fue
cambiando la posición de Rosas frente a esa guerra? Ya vimos que él y
su círculo habían fomentado el inicio de la guerra y entablado buenas
relaciones con los dos líderes orientales rivales, Lavalleja y Rivera. Su
entusiasmo parece haber ido en franco declive apenas se fueron advir­
tiendo sus consecuencias. Además de la creciente agitación política, y
espoleándola, este conflicto había ocasionado el bloqueo total del puer­
to de Buenos Aires por la flota brasileña, lo que produjo la caída abrup­
ta del comercio exterior, el derrumbe de los ingresos fiscales y la consi­
guiente emisión de moneda fiduciaria sin respaldo metálico para el
pago de todos los gastos del Estado, lo que generó un proceso inflacio­
nario inédito en la región. Aun así, para abril de 1827 Rosas, que estaba
concentrado nuevamente en sus actividades rurales, le escribía a Lava­
lleja, a quien trataba de “compatriota, amigo y paysano”, para felicitarlo
por el éxito en Ituzaingó. Una vez producida la renuncia de Rivadavia
volvió a escribirle para comunicarle la voluntad de Entre Ríos y Santa
Fe de cooperar en la guerra, que se estaba intentando sumar a Corrientes
y que cuando se eligiera el nuevo gobernador de Buenos Aires estaba
acordado que se reunieran todos los gobernadores en Santa Fe para con­
venir los pasos a seguir. Sin embargo, al mes siguiente Rosas ya estaba
preparando la extensión de la línea de fronteras que tenía encargada, y
le volvió a escribir a Lavalleja para avisarle que no podría participar de
la reunión prevista.22
López ejerció la presidencia por un breve tiempo, entre el 7 de julio y el
18 de agosto. Tuvo que tomar medidas de emergencia, como prohibir la
exportación de oro, lo que generó la crítica furibunda del periódico de
la comunidad de negocios británica de Buenos Aíres, The British Packet.
Pero, sobre todo, debió concentrarse en reconstruir apresuradamente las
instituciones de la provincia de Buenos Aires y habilitar la elección de un
gobernador. El elegido fue Manuel Dorrego, que inmediatamente ratificó a
Rosas en el cargo encargándole conservar la paz con los indios, preparar la
extensión de la frontera y el fomento del puerto de Bahía Blanca, así como
la construcción de un nuevo fuerte, el 25 de Mayo. Simultáneamente adop­
taba otra decisión importante y confiaba el mando del ejército que hacía la
guerra contra el Brasil al oriental Juan Lavalleja en reemplazo de Alvear.
Aparentemente la situación parecía ser la misma que antes de la
elección de Rivadavia como presidente, y a propuesta de Dorrego el
Congreso convocó a las provincias a reunirse en una convención aun­
que ya para entonces Bustos había hecho una convocatoria análoga. En
septiembre Buenos Aires y Córdoba firmaban un acuerdo por el cual la
primera provincia aceptaba enviar a sus diputados a la convención que
habría de hacerse en Santa Fe y que debía acordar los pasos para convo­
car a un Congreso Constituyente y fijar la forma federal de gobierno. Y
en los meses siguientes los tratados firmados con Santa Fe, Entre Ríos y
Corrientes volvían a encargarle al gobernador de Buenos Aires las rela­
ciones exteriores y la dirección de la guerra.
Claramente había una disputa abierta entre Córdoba y Buenos Aires
por la conducción de la nueva etapa del proceso político, y ello era pre­
cisamente señalado por uno de los miembros de la Sala de Representan­
tes porteña muy cercano a Rosas, Felipe Arana, quien dijo que “había
un interés especial por deprimir a Buenos Aires” y acusaba a las provincias
por no comprometerse efectivamente con la guerra.23 Pero lo cierto es
que, salvo Tucumán y Salta, todas las provincias habían acordado que
Dorrego ejerciera la representación exterior. Como fuera, la Convención
comenzó a sesionar a mediados de 1828 pero para entonces Córdoba
retiraba sus diputados.
No eran éstas las únicas ni más urgentes preocupaciones de Dorrego,
que debía afrontar cuestiones ineludibles como la guerra con el Im perio.
y la situación en la frontera bonaerense. En este sentido, no puede sos­
layarse que una de las primeras medidas que adoptó a] hacerse cargo de
la gobernación fue decretar un indulto general para los desertores fun­
dado en “la repetición y los excesos de la leva, sobre atacar la seguridad
personal, y producir una espantosa emigración, había causado tal des­
orden en los cuerpos de la m ilicia activa como los causó en la ciudad”,
al mismo tiempo que dejaba en claro que “en vano áe apeló a un rigor
extremado”.24 Dorrego apelaba casi textualmente a algunos de los mis­
mos argumentos que habían proliferado un año antes en los reclamos
que llegaban de la campaña, y satisfacía uno de los objetixros que habían
llevado a Benítez al cadalso.
A Rosas también le preocupaba la situación de las fuerzas de defensa y
para entonces expresaba con suma claridad su concepción sobre el servicio
miliciano: “El espíritu de cuerpo suele ser el alma de los regimientos de
línea, el espíritu nacional debe ser la de los regimientos de milicia”. Atento
a esta sustancial diferencia, Rosas consideraba que era imprescindible que
los milicianos no quedaran “expuestos a los caprichos, a las arbitrarieda­
des y a los errores de cualquier autoridad civil”. No se trataba, so ste n ía , do
que no dependieran de los jueces territoriales sino de que

el miliciano conozca que su jefe militar lo a m p a ra c o n tra un acto


de injusticia, que sepa el miliciano laborioso q u e n o p u e d e sor
confundido con los holgazanes q u e infestan la c a m p a ñ a . Esta
confianza no puede nacer en ellos sino contando c o n La seguridad
de que antes de ser comprendidos en una leva o transportados de
un punto a otro por orden de jueces y comisarios, debe ser infor­
mado el jefe militar a quien compete velar por su conducta.25

Aunque no estaba proponiendo un uso generalizado e indiscriminado


del fuero militar por parte de las milicias, Rosas sí estaba apuntando a
la clave a partir de la cual era posible construir y sostener la autoridad
de los jefes de milicias sobre sus tropas y, por ende, la de su comandan­
te general.
Las relaciones entre el gobernador y su comandante general de
Campaña no parecen haber sido fáciles, y las evidencias sugieren que
ya estaban muy deterioradas a comienzos de 1828. Para entonces, las
elecciones les han dado un control casi completo de la Legislatura a
los recién llegados al federalismo porteño y que formaban parte del
círculo más cercano a Rosas. No extraña, entonces, que en una carta
Juan José de Anchorena señalara que Dorrego se estaba acercando a
“algunos unitarios de segunda clase y con los banqueros”, que estaba
faltándole el respeto a la Sala de Representantes y andaba “levantando
mentiras que nosotros queríamos quitarlo y poner a Rosas”. Como fue­
ra, agregaba, “ya Nicolás [Anchorena], Arana y Rosas se le han retirado
y no hay diablo que los haga ir: hay tantos cuentos y chismes que da
grim a...”.26
Entre ellos uno era bien preocupante: según informaciones que Ma­
nuel Moreno -m inistro de Dorrego- le transmitía a la diplomacia britá­
nica, el gobernador de Córdoba Juan B. Bustos estaba decidido a retirar­
le a Dorrego la delegación de las relaciones exteriores, como poco
después sucedió; el objetivo sería precipitar su deposición y consagrar
a B u s to s como presidente y a Rosas como gobernador de Buenos Aires.27
C o m o fu e ra , ya los diplomáticos británicos como Lord Ponsombv eran
'ib ie rta a ie n te h o s tile s a D o rreg o y a d v e rtía n que R o sa s se esta b a cxm vir-
’u u id o e n u n a fig u ra p o lític a c e n tr a l, m ie n tra s q u e a lg u n o s unitarios
uuuie jaban ia v e rs ió n d e q u e e ra n lo s h e rm a n o s A n c h o r e n a los q u e pla­
rdaban s u s titu ir lo p o r R o s a s , a q u ie n lla m a b a n " c a c iq u e feroz". ¿Q ue
••>u sa b a D orreg o d e e sto s ru m o re s in q u ie ta n te s Y ‘No voy a dejai que ese
vuucbo picaro c la v e su a s a d o r en el fu e r te " , lia b iía dicho Dorrego ¿i sus
••.llegados.-'''
P ara a b ril de 1 8 2 8 , la s q u e ja s q u e R o s a s io hacía íie g e r ai g o b ie rn o
eran r e c u r r e n te s y la p id a r ia s . Según d e c ía , h a b ía p u e s to io d o su e s ­
fu e rz o en “promover la organización, r e s p e ta b ilid a d y p e r fe c c ió n de
la s milicias de campaña; pero el suceso n o h a correspondido ni remo­
tamente a las esperanzas”. El armamento era insuficiente y la Coman­
d a n c ia General completamente inútil, al punto de que “h a venido a ser
g r a d u a lm e n te innecesaria y nula”. De este modo, s o s te n ía , “n o es h o y
en realidad sino un mero título” y por ello renunció al cargo.29 La ten­
sión parece haber sido intensa, tanto que Rosas le recomendó a Vicen­
te González que los m ilicianos “se mantengan en las casas sin reunir­
se” pues el gobierno no le permitía llevar voluntarios a la frontera: “Yo
temo que si llega a entender que estos hombres existen reunidos se
pueda dar una mala interpretación a ese paso porque las circunstan­
cias tienen mucho de vidrioso”.30 Como fuera, las cosas no pasaron á
mayores y Rosas retiró su renuncia quedando a cargo de la comisión
pacificadora de los indios.
Quizá conviene leer la famosa memoria que Rosas elevó al gobierno
resumiendo sus actividades en la frontera. A mediados de julio de 1828,
Rosas le escribió una elogiosa carta a Las Heras diciéndole que la pro­
vincia “recordará eternamente” su gobierno y en prueba de su gratitud
le remitía copia de su memoria.31 En ella Rosas no dejaba de recordar
que durante 1826 fueron asolados por los indios al menos tres de sus
establecimientos pero que la situación había mejorado cuando la pro­
vincia recobró “su antiguo ser político”. La memoria es también expre­
siva de las dificultades para imponer la autoridad en ese contexto, y en
ella Rosas se detenía a recordar que había debido gastar 4881 pesos para
lograr que se retirara la partida de Molina de Chascomús. Molina era un
antiguo capataz de la estancia de Miraflores de Ramos Mejía que se ha­
bía pasado a los indios tras el descalabro de las relaciones fronterizas
producido por la expedición de Rodríguez a fines de 1820; desde enton­
ces se convirtió en activo colaborador de algunas parcialidades, diri­
giendo ataques contra las estancias fronterizas hasta empezar a trabar
una relación de colaboración con Rosas comandando grupos de “indios
amigos”/12 También presentaba las cuentas del llamado “Negocio Pacífi­
co” con los indios y aclaraba que “el estado de mi fortuna no me permi­
te carecer por más tiempo de su monto”.;i;l Las cuentas presentadas por
Rosas indican que se habían gastado 42.290 pesos entre el 2 de agosto
de 1827 y el 22 de julio de 1828, de los cuales había que descontar 6000
que se le habían entregado “del donativo para obsequiar a los indios
amigos y socorrer a los cautivos”. En dichas cuentas se advierte que al
menos 6383 pesos se emplearon para entregarles al capitán Molina y su
gente; a su vez, permite identificar una red de caciques beneficiados,
parte de los cuales recibieron las raciones en los establecimientos de
Los Cerrillos, Camarones y San Martín.34
La respuesta estuvo a cargo del ministro José Rondeau, quien le in­
formaba a fines de julio de 1828 que se había ordenado que fueran satis­
fechos 36.290 pesos esperando que con ello “continuará prestando el
servicio” y dejando en sus manos toda decisión de la comisión pacifica­
dora.35 Con ello no terminaba su tarea, y en los meses siguientes Rosas
aparece coordinando la compra de caballos para la comisión pacificadora
y los nuevos fuertes que se estaban formando: Federación, Cruz de Gue­
rra, Blanca Grande y la Fortaleza Protectora Argentina, en la actual Ba­
hía Blanca.
Las cartas que enviaba al respecto permiten observar que a los veci­
nos se les imponía un “doble servicio”: vender al Estado un determina­
do número de caballos y conservarlos sin tocarlos hasta que fueran reti­
rados. A su vez, en otra carta dirigida a un “paisano” lo convocaba a
ayudar al juez de paz de Magdalena en esta tarea pues “ya sabe lo que
son algunos paisanos de tristes y mezquinos, pese a conocer su bien y a
las veces la necesidad”; por eso, le decía, no alcanzaba con valerse de
los alcaldes y tenientes “pues no todos tienen séquito y persuasión”
sino que era preciso valerse también “de todos aquellos individuos que
posean estas cualidades”. Ahora bien, a su vez Rosas le daba indicacio­
nes precisas: “La compra no debe ser forzosa; pero aquí es donde debe
jugarse más el saber y la habilidad, tirando o aflojando según el sujeto
con quien se hable; pues Ud. sabe debe haber muchos que para prestar­
se han de necesitar que las voces de la invitación se sepan jugar de un
modo que por ellas se consideren precisamente obligados a suscribirse
por algo”. Y no era renuente a darle más consejos: no convenía que fue­
ra solo sino acompañado por otros y que reuniese en un punto a los
vecinos “y allí los invitase y persuadiese. Esto acaso produciría mejores
efectos que las invitaciones por los Alcaldes, tenientes y Vecinos”. Ade­
más le indicaba que los caballos sanos debían pagarse a 12 pesos y a 10
los estropeados si estaban gordos y de buen servicio, y los macarrones a
6 pesos. Pero si alguno vendía una tropilla entablada y amadrinada se
pagarían 14 pesos los caballos sanos, aunque en la posdata le aclaraba
que esos precios “son los últimos” y mejor si los podía conseguir a me­
nor costo. Había todavía más precisiones: “Si alguno por no poder más
solo se compromete a vender uno o dos no por eso dejarán de admitirse”.
Y para no dejar dudas le aclaraba: “Puede Ud. asegurarles que yo soy el
que les debe pagar todo y que por el dinero no deben tener cuidado”. Con
cuidado y habilidad el comisionado debía hacer algo más: recoger los
caballos del gobierno qüe estaban dispersos en las estancias.36
De esta correspondencia surgen evidencias bastantes precisas: Rosas
había aprendido de la experiencia obtenida durante el cum plim iento
del compromiso con Santa Fe que era insuficiente contar con la colabo­
ración de autoridades locales para tener éxito en estas tareas dada la
tendencia a la desobediencia de la población rural; y que para lograrlo
eran muy necesarias la persuasión y la cooperación de los vecinos de
“influjo” para convencer a vecinos y paisanos. Este tipo de acciones,
por tanto, requerían de la movilización de las relaciones sociales
preexistentes, de un ejercicio controlado de la coerción y apelar a meca­
nismos institucionales. Para él la clave era el crédito de su palabra entre
el paisanaje, pero asegurar ese crédito imponía la necesidad de obtener
recursos, y si el gobierno no se los proveía ello amenazaba no sólo el
éxito de la misión encomendada sino también la reproducción de su
propio capital, tanto económico como social. Rosas, por tanto, parece
haber llegado a conclusiones bastante precisas a mediados de 1828: su
predicamento era puesto a prueba en cada tarea que emprendía, y para
superarlas con éxito requería tanto de firmes relaciones con el gobierno
y el sistema de poder vigente como de vínculos sociales informales y
ramificados a lo largo de la campaña. Se advierte, otra vez, que la clave
de su influencia política en el medio rural y de su misma autoridad no
provenía tanto ni principalmente de la que podía tener en las propieda­
des que adm inistraba sino m ucho más de la que construía al frente de
las m ilicias e irradiaba desde allí.
Para entonces el gobierno temía un posible; úann>- in d íg e n a v p o " '■<;>
necesitaba asegurarse la cooperación a c th a de R ;:s a s . E sp e ra b a d-* é¡
que empleara todo su celo y que reuniera la mavor c a n tid a d de g e n te ■
caco de ser necesario m ientras que al mismo tiempo le d eja b a en clu m
que todo ei armamento y m uniciones que pidiera lu sería n e n v ia d o s kU
inmediato. Y tras ello aprobó ei plan de defensa q u e R o s a s p re s e n to :
L a te n s ió n e n tre Rosas y el g o b ie rn o d e D orrego no pasó inadvertida
p o r la p re n sa u n ita ria , q u e in te n ta b a in c id ir m e lla n d o el p re stig io que
R o sa s ganab a en la c a m p a ñ a c o n su p o lític a de fro n te ra s. D esd e su s pági­
n a s se cu e s tio n a b a la seg u rid a d q u e o fre c ía la r e c ie n te lín e a d e fro n te ra y
se ad v e rtía q u e n o p o d ía c o n ta rs e d em a sia d o co n los “in d io s a m ig o s”
p ro p o n ie n d o , e n c a m b io , q u e lo s re c u rso s d e b ía n darse “ a los hombres
que ya han probado lo que valen en esta guerra, y no creamos que la po­
lítica pueda servir más que la fuerza contra los salvajes”. ¿A quiénes? La
cuestión era considerada perentoria pues se alegaba que Rauch no tenía
suficientes fuerzas como para reprimir a los indios y que junto con los
bárbaros venían “muchos desertores bien armados”.38 Para entonces, ade­
más, las denuncias de que Rosas ofrecía abrigo y protección a criminales
se hacían cada vez más reiteradas y públicas: así, por ejemplo, en octubre
de 1828 otra vez el comisario de Chascomús informaba al gobierno que
los criminales Leandro Ruis (a) Arbolito y los mellizos Jacinto y Doroteo
Peralta se habían refugiado entre las fuerzas de Rosas.39
Pero, sin duda, el mayor problema que afrontaba Dorrego era la gue­
rra con el Brasil. Su continuación tenía ahora muchas oposiciones, tan­
to en la misma Legislatura como entre los exportadores que ansiaban
acabar de una vez por todas con el bloqueo del puerto por la flota brasi­
leña. Tomás Guido y Juan Ramón Balcarce fueron los encargados de
entablar una nueva negociación en Río de Janeiro. El nuevo acuerdo de paz
que consagraba la formación de la República Oriental fue recibido con
beneplácito por amplios sectores influyentes, entre otros por Rosas,
como lo atestigua su carta a Guido en octubre de 1828: era, le decía, “la
paz más honorífica que podíamos prometernos”.40 Para entonces la pre­
sión diplomática británica era intensa, como lo atestiguan las comuni­
caciones entre el cónsul británico W. Parish y el ministro Moreno. E l
cónsul estaba muy preocupado por lo que podía suceder con el tratado
en la Convención que se reunía en Santa Fe y sostenía que “sería en
realidad lamentable que un tratado tan honorable para la R e p ú b lic a A r­
g e n tin a encontrara la menor oposición”; le exigía, por ta n to , u n p ro n to
despacho y q u e el documento no sufriera la menor alteración.4* P ero
an tes q u e e llo s u c e d ie r a los a c o n te c im ie n to s se precipitaron.

E l g o lp e d e c e m b r is ta

Lo que estaba por acontecer no era, por cierto, un secreto celosamente


guardado, si bien la sociedad porteña recibió con satisfacción la noticia
de la paz y al ejército que regresaba del frente. Los festejos comenzaron
el 12 de octubre y continuaron durante varias semanas, y en ellos no fal­
taron las funciones religiosas, los fuegos de artificio, las representaciones
teatrales, las corridas de toros o los bailes. Sin embargo, el gobierno es­
taba preocupado y, a pesar de las desavenencias, le ordenó a Rosas que
comenzara a reunir a las m ilicias y, aunque “se corrió la voz” de que era
por temores de los indios, con más reserva se avisó que era por temor a
las tropas que regresaban.
La disconformidad en la oficialidad de ese ejército resultaba eviden­
te desde comienzos de año, y eran muchos los que atribuían las dificul­
tades que afrontaba a gobernadores como Bustos, Ibarra, López o Quiro­
ga. Para octubre, cuando el general José M. Paz reemplazó en el mando
a Juan Lavalleja, el plan golpista ya estaba diseñado y el general Juan
Lavalle, que comandaba las tropas que regresaban a Buenos Aires, ya se
había convertido en abierto opositor al gobierno de Dorrego. Pero la
conspiración era acicateada por los líderes unitarios que desde las elec­
ciones de mayo habían perdido toda esperanza de recuperar el gobierno
por esa vía.
Al parecer el propio Rosas se presentó ante Dorrego para advertirle
que la sublevación era inminente y pedirle armas, pero el gobernador no
lo hizo “porque no quería darle armas al gauchaje y robustecer el poder
de un hombre que le inspiraba serias desconfianzas”. Aun más, el 30 de
noviembre Dorrego recibió un anónimo que le anunciaba que el ejército
llegaba desmoralizado por el accionar de una logia “que desde mucho
tiempo nos tiene vendidos”, anónimo que ha sido atribuido a Rosas.42
Sin embargo, la confianza entre Rosas y Dorrego estaba mellada, y
circularon muchos rumores con frases muy despectivas de uno hacia
el otro, aunque sin que puedan verificarse con certeza. Por ejemplo, se
dijo que Rosas escribió a Lavalleja calificando a Dorrego como “un
loco indigno de presidir la provincia de Buenos Aires y la obra más
meritoria del ejército nacional después que hubiese terminado la cam­
paña, sería echarlo a patadas” y que Dorrego le habría dicho a Rosas
tras una discusión “que usted me quiera dar lecciones de política, es
tan avanzado como sí yo me propusiera enseñar a usted cómo se go­
bierna una estancia”. Sarmiento, por su parte, hizo famosa la supuesta
frase favorita de Dorrego calificando a Rosas de “gaucho picaro”, y fue
éste quien sostuvo más tarde que le había enviado a Dorrego un aviso
anónimo.43
De la “revolución” que estaba en marcha se hablaba públicamente, y
así al menos se lo informaba Julián Espinosa a Fructuoso Rivera en una
carta del 21 de noviembre.44 ¿Con qué ánimo llegaban esas tropas? Quizá
nada lo exprese mejor que el relato de José María Roxas y Patrón en
1862 en carta a Rosas: según dijo, Lavalle le habría dicho al general Ma­
nuel Escalada: “Ya está visto que la República es una merienda de ne­
gros, que en nuestro país no puede ser”.45
El I o de diciembre de 1828 las tropas de Lavalle se posicionaron en
la plaza y “a nombre del pueblo” depusieron al gobernador. Tras algu­
nas negociaciones se acordó que en la iglesia de San Francisco “se reu­
niese el pueblo y que ‘libremente’ se nombrase un gobernador interi­
no”.46 El elegido fue, obviamente, el jefe de las tropas, Juan Lavalle.
Dorrego abandonó la ciudad para ponerse al frente de las milicias que
había reunido Rosas, y los rebeldes se adueñaron de ella. No hubo de­
mostraciones abiertas de oposición pero la diplomacia británica adver­
tía que había una reacción considerable entre las clases bajas y que mu­
chos se estaban armando y abandonando la ciudad mientras que entre
la “soldadesca” había gran disposición a desertar.47
Como es conocido, Dorrego decidió enfrentar a los sublevados aun­
que algunos hombres que habían estado cerca de su gobierno -com o
Guido y A nchorena- intentaban impedir un enfrentamiento y propo­
nían que renunciara manejando distintas posibilidades, entre ellas que
se nombrara a Alvear como sustituto.48
Rosas, mientras tanto, estaba reuniendo las milicias pero los canales
de comunicación no se habían cortado. Así, por ejemplo, el almirante
Guillermo Brown le escribía para advertirle que la “clase distinguida”
de la ciudad se había pronunciado a favor del cambio y que él estimaba
que sería-prudente “n o mezclarse ni to m a r parte”, a pesar de lo cual
quedó al mando d e la c iu d a d .4" Lavalle, por su parte, envió a Lamadrid
a e n trev istarse c o n su co m p a d re Rosas y ofrecerle garantías para su vida a
c a m b io de su r e n d ic ió n . Según algunas versiones, Rosas contestó: “Ga­
rantías... ¡c u a n d o es él e l q u e d eb e pedirlas, pues que se ha sublevado
contra el g o b ie rn o legítimo!”.51' Mientras tanto, Juan J. Anchorena se
apuró a comunicarle a uno de los mayordomos de sus estancias que
Rosas no debía volver por mucho tiempo a la provincia, y el mismo Ro­
sas recordaría años después que fue Nicolás Anchorena quien le reco­
mendó exiliarse en el Brasil.51
Pero no fue eso lo que hizo Rosas, se mantuvo leal a Dorrego aunque
tampoco compartía su decisión de enfrentar a los sublevados en una
batalla a todo o nada. Después de la derrota del 9 de diciembre en Nava­
rro y apenas llegado a Rosario, le escribió al gobernador López ponién­
dolo al tanto de la situación. Era claro que no quería que hubiera dudas
de su lealtad al gobernador depuesto y relató que en cuatro días había
logrado reunir a unos dos m il hombres, pero estaba “sin armas y sin
moneda”; además, no dejó de señalar que las tropas se hallaban en com­
pleto desorden por sus desacuerdos con Dorrego. Según afirmaba, le
había pedido que lo enviara al sur para formar un ejército y que no pre­
sentara batalla pero que, aun en desacuerdo, lo acompañó a Navarro.
Después prefirió marchar a Santa Fe pero sin su gente, a la que le ordenó
dispersarse “ni decirles que venía”. Fue en esa misiva que Rosas trazó
un cuadro social de los alineamientos políticos de los diferentes secto­
res que se hizo célebre: contra los sublevados estaban todas las clases
pobres de la ciudad y la campaña así como “mucha parte de los hom­
bres de posibles”; a su favor, “los quebrados y agiotistas que forman esta
aristocracia mercantil”.52
Rosas aparecía, así, retomando un tópico central del discurso dorre-
guista: “¡No os azoréis aristócratas por esta aparición!”, había estampa­
do en el primer número de El Tribuno del 11 de octubre de 1826, y
desde entonces no había dejado de fustigar a esa “aristocracia”. Para los
conspiradores no había dudas: el golpe que habían dado debía poner fin
a dieciocho años de “revoluciones sin que una sola haya producido el
escarmiento”, y Dorrego era “la primera cabeza” de la “hidra” que de­
bían enfrentar.53
La versión de ese desacuerdo es confirmada por otros testim onios:
un oficial leal como Prudencio Arnold también afirmó que se corría la
voz de que Rosas se oponía a dar la batalla y pretendía traspasar a las
milicias detrás del Salado con el fin de “dar tiempo para que se reunie­
sen las milicias que en grupos seguían llegando de todas partes". Las
desordenadas fuerzas del gobernador depuesto estaban conformadas
por un grupo de artillería, la m ilicia de Monte, una fuerza mandada por
Genaro Chaves y formada por gente de los establecimientos de Terrero
y Anchorena administrados por Rosas, y los araucanos de Venancio.54 El
propio Rosas confirmaría poco después sus desacuerdos con Dorrego en
la conocida entrevista que mantuvo con el embajador oriental Santiago
Vázquez: en ella no sólo acusó a los unitarios de no haber querido nego­
ciar la paz con él sino que agregó algo más: sostuvo haberle dicho que
no tenía interés alguno en que gobernase Dorrego, y le sugirió un acuer­
do y que se nombrasen cinco ciudadanos de cada parte para negociar.
Poco después Dorrego era apresado por dos comandantes del Regi­
miento de Húsares que se pasaron al bando rebelde y el 13 de diciembre
Lavalle ordenaba su fusilamiento. La conmoción fue enorme, y todos
los actores advirtieron que se abría una instancia decisiva en la cual la
conquista de las adhesiones populares era prioritaria. Para tener éxito
en esa tarea no era suficiente con la autoridad o el rango sino que resul­
taba imprescindible desplegar una intensa actividad política. Rosas ya
era plenamente consciente de la importancia que en esa tarea podían
cumplir los impresos, y a poco de la muerte de Dorrego le requería a
López no sólo que la prensa no se ocupara de otra cosa sino que se man­
daran ejemplares a toda la campaña. El peligro también lo reconocían
conspicuos conspiradores como Salvador María del Carril, quien adver­
tía que la muerte de Dorrego habría de provocar que se diseminaran
infinitas litografías con sus cartas de despedida y con su retrato; más
aún, no tenía dudas —y no se equivocaba en ese pronóstico- de que en
las pulperías los trovadores darían cuenta del “Desgraciado” y que “el
padre de los pobres será payado con el capitán Juan Quiroga y los de­
más forajidos de su calaña”.55
Pero esto aún no había sucedido cuando las muestras de resistencia
a los sublevados comenzaban a producirse en la campaña: de este modo,
el 11 de diciembre la policía denunciaba un ataque a Chascomús lidera­
do por dos hombres que habrían de hacerse célebres como apoyos de
Rosas, Mansilla y Arbolito,5li Y fue cuando las fuerzas derrotadas en
Navarro se enteraron del fusilamiento que adoptaron una nueva deci­
sión: "A llí nos resolvimos no reconocer más autoridad que la que repre­
sentaba" el comandante general Rosas, marcharon hacia el sur y su nú­
mero fue aumentando diariamente con la incorporación de muchos
vecinos. ’7 La sublevación rural había comenzado y aunque los subleva­
dos reconocían a Rosas como línica autoridad legítima operaban por
propia cuenta y sin seguir aún su dirección.
Lavalle afrontaba una opción decisiva: o concentraba sus fuerzas en
someter a las irregulares que desafiaban su autoridad en la campaña
bonaerense o se dirigía hacia Santa Fe en busca de Rosas y enfrentaba a
López. Para afrontar esos desafíos nombró como comandante general de
la campaña norte a Federico Rauch. Para entonces, la prensa porteña se
hacía eco de una versión de la sublevación que haría escuela: los paisa­
nos sublevados eran en su mayor parte bandidos unidos a indios que
actuaban bajo las órdenes de Rosas.58 Sin embargo, el examen detenido
de los sucesos muestra una situación bien diferente. A las evidencias ya
señaladas conviene anotar otras: en Baradero, por ejemplo, el juez de
paz depuesto por los unitarios “hacía reunión de desertores de tropas
de línea prometiéndoles indulto” y lideraba varias partidas de gente
armada. Y análogos informes llegaban a la ciudad desde diversos parti­
dos y, particularmente, desde Arrecifes, Pergamino y San Nicolás.59 No
eran, por cierto, comarcas en las cuales el ascendiente de Rosas fuera
muy acentuado. Y que no lo eran lo demuestra el hecho de que en mu­
chos de los partidos del norte bonaerense los decembristas concitaron
apoyos locales y los jueces que Lavalle nombró lograban organizar par­
tidas de vecinos armados para patrullar la zona ante el temor generali­
zado a los robos y los saqueos.60
Pero, ¿cuáles eran los planes de Rosas? Claramente no pensaba hacer
nada definitivo sin un acuerdo con López. Su situación era particular­
mente compleja pues personas influyentes con las que estaba íntimamen­
te relacionado habían optado por una estrategia conciliadora e impulsa­
ban la dispersión de los grupos que ofrecían resistencia. A tal punto que
Lavalle envió una comisión negociadora compuesta por Nicolás Ancho­
rena, Eustaquio Díaz Vélez y Juan Andrés Gelly que fracasó ante la ne­
gativa de los jefes a negociar con ellos. Al parecer, ni siquiera los reci­
bieron.61 En este sentido, la c a rta que le e n v ió el 19 de d ic ie m b r e N ic o lá s
de Anchorena re s u lta por d em á s s ig n ific a tiv a : a tra v é s d e L u is D o rreg o
había sabido que marchaba h a c ia S a n ta F e p ero e sta b a p re o c u p a d o p o r­
que “a u n n o s re s ta n m a y o re s c o n flic to s de e s p íritu h a sta v e rlo a Ud. l i ­
bre de u lte rio re s c o m p ro m is o s y fu era de e ste te a tro de p e r fid ia s ”. Para
A n c h o r e n a n o h a b ía d u d a s: R o s a s n o d e b ía v o lv e r a la p r o v in c ia p o r
m u c h o tie m p o , y le p e d ía q u e se d e s e n g a ñ a ra p u es “n o h a y q u e c o n fia r s e
en que u n o te n g a m u c h o p a rtid o y a m ig o s, p o rq u e e n e l c o n flic to to d o s
a b a n d o n a n ”. E ra el m o m e n to , e n to n c e s , de r e tira rs e d e la e s c e n a y le
recomendaba que n o se ligara con las p r o v in c ia s “para v e n ir a hacer la
guerra” contra Buenos Aires; lo mejor que podía hacer, le decía, era
pasar a la Banda Oriental. Más aún, le explicaba que se comentaba que
en el sur se habían formado partidas de indios a sus órdenes pero para
Anchorena “esto es malo y malísimo y no p u e d e traer s in o grandes ma­
les”: por lo tanto le recomendaba emitir una proclama ordenando que se
disolviesen. Anchorena no estaba sólo preocupado por el futuro de Ro­
sas: le advertía que “la envidia nos ha engendrado enemigos” y le supli­
caba “que no se acuerde de nosotros, que nada nos diga, nada nos con-
sidte, nada nos pida ni por escrito ni por personas”.62
A poco se vería que Rosas adoptó una política muy distinta de la que
le aconsejaban y se apoyaba decididamente en la colaboración de López
y en la base social que le suministraba la resistencia rural que se propa­
gaba por la campaña y también en las crecientes muestras de desconten­
to que aparecían en la ciudad y que deterioraban la situación de los
unitarios, tanto por las deserciones continuas que sufrían sus tropas
como por las demostraciones de hostilidad de las clases bajas urbanas.63
Parece claro que algunos grupos unitarios advirtieron muy claramente
que disputar las adhesiones plebeyas o, al menos, erosionar la confianza
de estos sectores sociales hacia Rosas pasaba a ser una cuestión ineludi­
ble. Así, por ejemplo, desde las páginas de El Pampero no sólo se estig­
matizaba su figura como sinónimo de anarquía, bandidismo y traición
por aliarse con los indios, tópicos de toda la propaganda unitaria desde el
golpe de diciembre; ahora se apuntaba en otra dirección y se acusaba a
Rosas de estar sostenido por “los ricachos del pueblo” a quienes sólo les
interesaba “adquirir una gran fortuna a costa de los mismos paisanos que
hacen pelear” y de hacer pagar “el arrendamiento que se les antoje” a los
pobladores de sus tierras.64 Quizá por ello a fines de febrero se dispuso la
detención y expulsión de la ciudad de algunos de los sujetos más desta­
cados de la elite, como Tomás y Juan José de Anchorena, Juan Ramón
Balcarce, Manuel V. Maza o Tomás de Marte.115Los temores de Anchorena
se estaban haciendo realidad, máxime porque a principios de año la Con­
vención nombraba a López como general en jefe y éste designaba a Rosas
como mayor general de su ejército: iba a hacer la guerra contra el gobierno
de Buenos Aires y lo haría aliado a las provincias federales, a los “indios
amigos" y a los paisanos sublevados.
Sin embargo, por un momento el entusiasmo ganó a los unitarios
cuando sus tropas derrotaron a la resistencia federal en Las Palmitas el
7 de febrero de 1829, tanto que anunciaban que habían derrotado a los
“bandidos del Sud”.66 Pero duró poco pues el 28 de marzo sus fuerzas
eran derrotadas en Las Vizcacheras y Rauch moría en el enfrentamiento.
La noticia causó extrema alarma en la ciudad y aun en el ejército unitario
en marcha sobre Santa Fe: modificó los planes de Lavalle, que tuvo que
regresar con sus tropas mientras el resto de sus fuerzas al mando de Jo sé
M. Paz iniciaban la marcha sobre Córdoba.
Las partidas federales controlaban casi toda la campaña y comenza­
ban a converger en torno del partido de Las Conchas a la espera de q u e
llegara Rosas desde Santa Fe: así, el 28 de abril lograban un contunden­
te triunfo en Puente de Márquez. De este modo, sólo a partir de abril
Rosas se ponía al frente del levantamiento rural, comenzaba a dirigirlo
efectivamente y se convertía en el líder de los federales porteños y su
única autoridad legítima en tanto comandante general de la Campaña
convalidado por la Convención. Desde entonces, además, la guerra que
libraban los unitarios se había tornado completamente defensiva mien­
tras las fuerzas de Rosas y López comenzaban el cerco sobre la ciudad.
Iba a ser una experiencia decisiva en la historia de las representaciones
que la elite letrada tenía sobre su sociedad: si su construcción ya estaba
en curso, el masivo y violento alzamiento rural que se había desarrolla­
do entre diciembre y abril y el largo sitio sobre la ciudad que se exten­
dería hasta fin de año iban a permitirle configurar una precisa represen­
tación de la confrontación en curso: mucho más que un conflicto entre
unitarios y federales era una lucha a muerte entre el campo y la ciudad
y entre el ejército regular y las masas campesinas. Claramente lo expre­
saba la prensa unitaria sembrando una interpretación de lo que sucedía
que se grabó tan firmemente en la historiografía que todavía a principios
del siglo XXI tenemos que discutirla. Así, desde las páginas de El Tiempo
se hacía una descripción de la confrontación según la cu a l la sitia d a
Buenos Aires estaba amenazada por los “indios bárbaros, mandados por
sus propios caciques”, así como por “asesinos fa m o so s, e sc a p a d o s m il
veces de la mano de la justicia, y quizás del p a tíb u lo se han u n id o a
ellos y capitanean esas bandas armadas q u e h a n d e rra m a d o la d e s o la ­
ción, el exterminio y la muerte”: unos y otros, d e c ía , e sta b a n a las órde­
nes de Rosas, a quien describía como un hacendado del sur q u e hab ía
concitado predicamento cobijando desertores v c r im in a le s .Ii7 N o h a cía
falta esperar a Sarmiento para que la lucha entre la “civilización" y la
“barbarie” estuviera consagrada.
Si para los contemporáneos que vivieron estos acontecimientos la
significación histórica del alzamiento rural no dejaba lugar a dudas, la his­
toriografía tardó en asignarle su verdadera entidad y tremenda in c id e n ­
cia.68 Durante demasiado tiempo dos narraciones aparentemente opues­
tas rivalizaron disputándose el sentido de estos acontecimientos. Una
larga tradición historiográfica hizo suya la visión que había diseminado
la prensa unitaria de la época y postuló que ese alzamiento no era sino
un plan premeditado y absolutamente orquestado por Rosas; más tarde,
una interpretación rival vio en él la espontánea movilización de una
población rural que acudía presurosa al llamado de su líder. Fueron, sin
duda, narrativas radicalmente opuestas, pero tenían y tienen algo en
común: ambas tienden a explicar esta masiva movilización rural sólo
por las ideas y por los planes de los líderes de las facciones políticas
enfrentadas, pero dejan fuera de examen las motivaciones de los grupos
sociales que se movilizaron, las razones del alineamiento político que
adoptaron y los mecanismos que hicieron posible tamaña movilización
simultánea en zonas muy diferentes y alejadas de la campaña.
Lo que cabe subrayar es que ese alzamiento empezó antes de que
Rosas pudiera enviarles sus primeras directivas a sus más fieles colabo­
radores y que recién se puso a su frente y pudo darle una precisa direc­
ción política a fines de abril de 1829.69 Entre tanto, la campaña entera
estaba sublevada y el alzamiento era protagonizado por múltiples acto­
res sociales, buena parte de los cuales no respondían a su dirección ni
le resultaron fácilmente controlables. Esos actores canalizaron en esa
intensa confrontación las tensiones acumuladas que dividían desde an­
tes los pueblos y partidos rurales: no fue extraño, entonces, que partici­
paran activamente algunos de los jueces de paz depuestos por Lavalle,
grupos vecinales que disputaban el poder local a aquellos que se alinea­
ron con los decembristas y curas párrocos.70 Sin embargo, la caracterís­
tica predominante del alzamiento era que expresaba los resentimientos
y antagonismos del común de los paisanos contra los “puebleros" de la
ciudad y los pueblos rurales, las autoridades locales y, sobre todo, con­
tra el ejército de línea y su oficialidad. Era mucho más que una lucha
entre dos facciones políticas, y la masiva movilización rural contra los
decembristas y sus apoyos pueblerinos no pueden comprenderse sólo
como el resultado de la obediencia que supuestamente tenían hacia Ro­
sas los peones de sus estancias y los caciques con los que había trabado
amistad. Ellos fueron parte de las fuerzas que enfrentaron a los decem­
bristas pero estaban muy lejos de ser una porción significativa. Por el
contrario, el alzamiento se motorizó a través de la estructura miliciana
de la campaña o adoptó una forma organizativa análoga a la de las m ili­
cias. No eran un ejército pero sí una fuerza social y política de impor­
tancia decisiva.
El alzamiento fue, así, una oportunidad propicia para que sujetos
que provenían de los sectores más bajos del mundo social rural o di­
rectamente marginados del orden social pudieran integrarse a las par­
tidas armadas y algunos hasta convertirse en jefes y líderes de grupos
movilizados e imponer —por un tiempo, al m enos- su ley en los pobla­
dos y partidos de campaña. Entre ellos había, sin duda, bandas de
salteadores, pero los había porque en su mayor parte estaban integra­
das por desertores del ejército sublevado. Sin duda ellos prestaron una
cooperación muy efectiva, pero lo que no puede dejarse de lado es que
escapaban al control de Rosas y que buena parte de su esfuerzo para
restaurar el orden una vez triunfante estuvo puesta en reprimirlas y
desactivarlas. Es cierto que el saqueo y el pillaje fueron generalizados
y de allí las múltiples denuncias contra el “bandalaje”, para emplear
un término común en la época. Sin embargo, si se presta atención a la
información disponible a fin de determinar cuáles fueron sus blancos
predilectos, aparece muy claro que lo fueron las estancias y pulperías
de adictos al régimen unitario en la campaña y los pueblos donde el
apoyo a los unitarios era más evidente; también, por cierto, los extran­
jeros que poblaban la campaña o los alrededores de la ciudad y, en
especial, los ingleses, escoceses y alemanes que habían venido a parti­
cipar de los proyectos de colonización impulsados por el grupo riva-
daviano. De esta manera, una lectura cuidadosa de las evidencias in­
dica que actuaban al mismo tiempo partidas federales v una multitud
de bandas de salteadores, g e n e r a lm e n te s in c o o r d in a c ió n y e n o c a s io ­
n e s en abierta confrontación.
A mediados de abril, por e je m p lo , tras el s a q u e o de C a p illa d e l S e ñ o r
por unos cincuenta bandidos, el p ro p io Rosas im p a rtía ó r d e n e s p r e c is a s
para movilizar a “todas las fuerzas de la s m i li c i a s ” de A r e c o a fin de
“mantener el orden y perseguir a lo s Ladrones y fa c in e r o s o s de un m o d o
que sirva de Escarmiento”. El punto que importa subrayar para enten­
der la intensidad de la confrontación es que la lucha no estuvo circuns­
cripta a las pocas batallas entre tropas unitarias y federales. Antes, du­
rante y después de ellas se entablaron múltiples confrontaciones por el
control de los pueblos rurales.
El peligro que se cernía sobre la ciudad de Buenos Aires era adverti­
do por varios observadores a partir de las experiencias vividas anterior­
mente. Y así se lo indicaba Díaz Vélez a Lavalle: “...esta campaña se
volverá un caos si se la abandona. No desperdicie mi opinión. Esto es
más claro que la luz del día. En cada partido hay una gavilla de ladrones,
que se reúnen a matar, y saquear y luego se dispersan. Así empezó la
Banda Oriental”.71
Ahora bien, si se siguen las comunicaciones de Rosas se advierte con
claridad que lo que más le interesaba era presentarse como la única ga­
rantía posible para la restauración del orden social rural y no aparecer
como el conquistador de la ciudad; sin embargo, el accionar de las fuer­
zas federales no se reducía a los combates sino que apuntaba a desinte­
grar la cohesión de las filas unitarias y de sus apoyos sociales en la
ciudad.
A este fin contribuían las incursiones de partidas montoneras en las
afueras y una activa acción propagandística que no sólo servía para
construir identidades colectivas sino también para sembrar el temor y la
zozobra entre los adversarios. Ello se puede advertir en un ejemplo; en
abril de 1829, la prensa unitaria de la ciudad informaba que se habían
derramado muchos ejemplares en la plaza de Montserrat de un pasquín
que decía: “Indios si, extrangeros no [...] Valen más indios que unita­
rios, el día de la federación llegó”.72 ¿Muchos ejemplares? ¿Cuántos? No
lo sabemos, pero al denunciarlo y al dar cuenta de su contenido quizás
el resultado haya sido muy diferente del buscado por el periódico pues
esos pasquines hacían manifiesta una representación de la confronta­
ción que se sostenía en elementos precisos de la realidad: acosados, los
unitarios habían apelado a armar a los “extranjeros” residentes en la
ciudad e integrarlos en el llamado “Batallón de los Amigos del Orden",
mientras que la sublevación federal había concitado la cooperación de
los “indios amigos”. De este modo, desde entonces la asociación entre
unitarios y extranjeros será un componente ineludible de la traición
unitaria en el discurso federal, así como los unitarios harían de la aso­
ciación entre federales e indios una de las claves de su barbarie. Estos
tópicos recurrentes también contribuían a la construcción de las identi­
dades políticas y, en particular, a subrayar la condición americana de la
federal. Pero esa decisión era de aplicación muy problemática y amena­
zaba con dejar inmersas a las colectividades extranjeras en la vorágine
del conflicto político. En este sentido, la actitud d e l cónsul f r a n c é s r e ­
sulta emblemática: aunque en un principio había pensado e n a p o y a r la
disposición del gobierno de Lavalle terminó por o p o n e r s e a b ie r ta m e n te
a ella y les prohibió a los residentes de ese origen s u m a r s e a e sa fu erz a,
y el conflicto diplomático que se entabló hizo a u n m á s d é b il la s i t u a c i ó n
de Lavalle. No es improbable que Rosas incidiera en ese desenlace pues, de
acuerdo con un relato posterior de la esposa del c ó n s u l —Mariquita Sán­
chez—, le había escrito para forzarlo a tomar esa posición bajo amenaza
de considerar como enemigos a los franceses que tomaran las armas, y
hasta hubo diplomáticos franceses que le atribuyeron a ella misma ha­
ber sido la artífice de las negociaciones entre Rosas y su marido.73
La cuestión es importante para advertir la estrategia que estaba im-
plementando Rosas, quien no ordenó un ataque sobre la ciudad sino
que le puso sitio esperando forzar la rendición de los unitarios para
transformarse en el salvador de la ciudad y en el garante del orden
para todas las clases propietarias. El trámite fue largo y tortuoso hasta
que a las menguadas fuerzas unitarias no les quedó más remedio que
negociar la paz.
Las primeras negociaciones estuvieron a cargo de emisarios de Ló­
pez y se realizaron en el mes de mayo pero fracasaron, entre otras razo­
nes por la decidida oposición de la prensa unitaria más beligerante. Al
mes siguiente se abrieron nuevas negociaciones, ahora directamente
entre Lavalle y Rosas. Sin duda, fueron facilitadas porque las fuerzas
santafesinas se retiraron del territorio provincial pero también p o r q u e
era una negociación entre dos viejos conocidos: h a b í a n sid o a m ig o s e n
la infancia y d o ñ a Agustina Rozas habría a m a m a n t a d o a L a v a lle u n o s
d í a s .74 Ambos jefes no tardaron en llegar a un a c u e r d o , a u n q u e la o p o si­
ción en las filas unitarias era p ú b l i c a y manifiesta. A s í. el 23 de junio
d e s d e las páginas de El Tiempo se s o s te n ía : “N o deja de causar extrañe-
za observar que mientras se e stá en n e g o c i a c i o n e s ; m i e n t r a s los herm a­
nos de Rosas comen en el cuartel general de S .E .. el Sr. G o b e r n a d o r y el
mismo D. Juan Manuel ya habrá tenido alguna e n t r e v i s t a ” ; pe ro m i e n ­
tras eso sucedía el periódico denunciaba que “ las partidas de m o n t o n e ­
ros” estaban inmediatas a la capital y se advertía “que una de las g r a n ­
des dificultades en que va a encontrarse Rosas, es la de quitar las armas
de la mano y reducir a la quietud a todo lo que hoy se llama montone­
ra”. Estaba claro, entonces, que el prestigio q u e p a ra entonces h a b í a
ganado Rosas se pondría a prueba cuando afrontara la dificultosa tarea
de desmovilizar a sus fuerzas y desarmar al paisanaje. Y Rosas lo ten­
dría muy en cuenta.
P e s e a esa o p o s ic ió n , e l a c u e rd o se firm ó e l 2 4 de ju n io : L a v a lle c o n ­
tin u a r ía e n e l g o b ie rn o p e ro d e b ía c o n v o c a r a e le c c io n e s p a ra c o n s titu ir
u n a n u e v a L e g is la tu ra ; R o s a s , p o r su p a rte , se c o m p ro m e tía a c o n s e rv a r
la tra n q u ilid a d y la s e g u rid a d e n la c a m p a ñ a , p a ra lo c u a l L a v a lle d eb ía
s u m in is tra rle lo s re c u r s o s n e c e s a r io s p a ra d e s m o v iliz a r a lo s m ilic ia n o s .
H asta a q u í e l a c u e rd o p ú b lic o . E n s e c r e to , a m b o s je fe s se c o m p ro m e tía n
a a p o y a r u n a lis ta m ix ta y ú n ic a d e c o n c ilia c ió n q u e d e b e ría c o n s a g ra r a
F é lix d e Á lz a g a c o m o g o b e rn a d o r y a V ic e n te L ó p e z y a M a n u e l J. G a rc ía
co m o m in is tr o s ; a s u v e z , R o s a s se c o m p r o m e tía a a p re h e n d e r y e n tre g a r
a lo s d e s e rto re s d e l E jé r c ito d é L ín e a y L a v a lle a e n tre g a rle to d o s lo s
p ris io n e r o s in d io s q u e h a b ía e n la c iu d a d .
Pero este acuerdo no iba a cumplirse. A principios de julio Rosas le
escribía a Lavalle para agradecerle “las medidas tomadas a fin de reco­
ger y remitir las chinas que existen en la ciudad y espero continuará con
el mismo empeño para conseguir que vengan todas. Vd. sabe lo impor­
tante que es este punto pues hablamos lo necesario sobre él”. Pero tam­
bién se quejaba pues consideraba completamente insuficientes los
20.000 pesos que Lavalle le había remitido: “¿Qué puedo hacer, mi ami­
go, con esta cantidad para contener a esta gente al tiempo de despedirla
después de tantas fatigas y sacrificios?”. Pocos días después volvía a
escribirle reclamándole por el dinero y advirtiéndole q u e “n o o lv id e
Vd. u n s o lo instante los fuertes c o m p r o m i s o s q u e m e ligan’’.7"1C o m o en
1 8 2 0 , R o s as tenía m u y en claro q u e era i m p o s i b l e d e s m o v i li z a r a las
m i li c i a s , g a ra n tiz a r el o r d e n s o c i a l y r e fo r z a r 's u p r e d ic a m e n t o s in o b te ­
ner y d is tr ib u ir ios r e c u r s o s n e c e s a r i o s .
No era el ú n ic o o b s t á c u l o p a ra q u e el p a c to re s u lta ra e x ito s o . R osas
e n v ia b a p r e c i s a s i n s t r u c c i o n e s a ios je fes de las fu erz a s fro n te riz a s para
que p u s i e r a n su m a y o r e m p e ñ o e n lograr q u e triu n fa ra la lista c o n v e n i ­
da p u e s p a r e c e h a b e r e s t a d o c o n v e n c i d o de q u e L a v a lle s e r ía t r a i c i o n a ­
do p o r el c í r c u l o q u e lo r o d e a b a ; p a r a e s e m o m e n t o , al m e n o s , R o s a s
c o n s i d e r a b a q u e u n a a l ia n z a c o n L a v a l le era lo q ue p e r m i t i r í a s a lv a r al
p a ís .76
P ero , c o m o es s a b id o , la l is t a m i x t a a c o r d a d a n o se c o n c r e t ó y e n las
e le c c i o n e s d el 2 6 d e ju l i o los u n it a r io s v e n c i e r o n e n la c i u d a d po r 2 7 7 5
votos frente a 520 de los federales. En la campaña, advertido Rosas del
incumplimiento del acuerdo, las elecciones ni siquiera se realizaron.
Rosas reconocía que estaba inmerso en un laberinto y le avisaba a López
que temía que habría que volver a combatir... Que la incertidumbre era
todavía enorme lo señala el hecho de que Rosas indicara que sus primos
Nicolás y Juan José Anchorena y su amigo Juan Terrero no habían que­
rido venir de Montevideo.77
Las negociaciones se reanudaron y el 24 de agosto un nuevo acuerdo
demostraba el deterioro de la posición de Lavalle: se acordaron la for­
mación de un gobierno provisorio encabezado por el general Juan José
Viamonte y la convocatoria a nuevas elecciones. El gobierno que se con­
formaba expresaba un intento conciliador: sus ministros serían Tomás
Guido y Manuel J. García -quienes habían formado parte del gabinete
de Dorrego- y Manuel Escalada. A su vez, se designaba un Senado con­
sultivo de 24 miembros al tiempo que Rosas era ratificado como coman­
dante general de la Campaña. Lavalle no tenía dudas: la tarea del nuevo
gobierno era “edificar lo que han destruido la sublevación en masa de
los indios bárbaros y de la multitud desenfrenada”.78 Esta era, ahora, la
prioridad. El alzamiento rural no sólo había contribuido a aislar y derro­
tar a las fuerzas unitarias sino que también las forzaba a buscar un
acuerdo con Rosas y a admitirlo como el único garante posible del or­
den. Así, el nuevo gobierno fue reconocido por la oficialidad de la ciu­
dad y también por las fuerzas que la sitiaban: de este modo, en los pue­
blos cercanos -com o Morón o Flores- se realizaron solemnes reuniones
del vecindario y de las fuerzas en ellos acampadas que juraron obedien­
cia al nuevo gobierno. Lo sucedido en Flores fue, en tal sentido, emble­
mático. La ceremonia de reconocimiento del gobierno de Viamonte fue
encabezada por el juez de paz del partido y contenía un propósito explí­
cito: se anunciaba que la guerra fratricida “que asolaba nuestros campos
y hogares” llegaba a su fin y a partir de ese momento “las leyes van a
recuperar su antiguo esplendor y de hoy en adelante no será perturbado
en sus útiles tareas el virtuoso labrador”. Tras el juramento las palabras
del juez daban claro testimonio de quiénes habían triunfado:

Viva el gran pueblo de Buenos Aires, Viva el nuevo gobierno pro­


visorio, Viva el Comandante General de Campaña D. Juan Manuel
de Rosas, Viva el general de vanguardia D. Juan Izquierdo, Vivan
todos los dignos oficiales que lo han acompañado en tan larga y
penosa campaña, Vivan nuestros valientes compatriotas que a
costa de sus fatigas y trabajos nos han conseguido la paz en que
van a revivir nuestras leyes e instituciones.79

De esta forma, recién a mediados de septiembre Rosas ordenaba licen­


ciar a los milicianos no sin antes hacerles llegar una proclama. Estaba
dirigida a quienes llamaba “mis amigos y compañeros de armas” y los
felicitaba reiterando que “a nadie jamás he pertenecido sino a la causa
del orden y de la autoridad que lo sostiene”.80 El mensaje era claro y
preciso: había llegado la hora de reconstruir el orden social y la autori­
dad pública.
Ahora, además, se afrontaban serias dificultades en la frontera dón­
de apaciguar a las tribus amigas tampoco era sencillo. Sobre todo por­
que las incursiones que comandaban los Pincheira eran cada vez más
graves.81 Los comandantes estaban alarmados por su número y por las
armas de fuego de que disponían; pero también por los rumores que cir­
culaban: se les había oído “que han de mudar todos los gobiernos hasta
el de Buenos Ayres”. ¿Cuál era la solución? “Para conservar contentos
estos soldados lisonjearlos, los terrenos en propiedad les sería lo más
agradable por estar tan cansados de promesas que nunca se les cumplen
que le hace poca impresión porque no lo creen”, diría uno de los co­
mandantes de la frontera.82 El nuevo plan se puso en marcha a través del
proyecto de colonización que comenzó a desarrollarse en Azul y donde
se entregaron tierras en propiedad a milicianos y cerca, en Tapalqué. fue­
ron relocalizadas varias de las tribus amigas.H! La decisión intentaba
resolver varios problemas al mismo tiempo: asegurar la frontera, satis­
facer la demanda de tierras de milicianos movilizados y consolidar la
situación de las tribus “amigas”.
La situación en la campaña era crítica. La frontera insegura, una se­
quía que se extendería por varios años más v el orden económico y so­
cial desquiciado. En ese contexto, en varios pueblos de campaña los
pulperos y comerciantes se negaban a recibir esos “billetes blancos” que
se entregaban a los milicianos de modo que “el clamor de la tropa y
demás pobres que los tienen es general”, como advertía desde Monte un
hombre de extrema confianza de Rosas como lo era Vicente González,
mientras que diversos grupos de vecinos que habían colaborado con el
ejército federal exigían el pago de sus auxilios y que Rosas cumpliera
con los compromisos asumidos.84 Y si en alguna zona la situación era
extremadamente grave era en la frontera norte: desde allí el comandante
Ángel Pacheco se quejaba porque no podía conseguir voluntarios para
el enganche, tampoco podía movilizar nuevamente a los milicianos y
no había modo de “encontrar un hombre que provea a la subsistencia de
la Tropa”; más aún, sólo podía obtener algo si pagaba al contado. La
respuesta de Rosas a su comandante fue precisa: no debía reparar en
medios para castigar a los Húsares y a los “oficiales malos” que se nega­
ban a reengancharse e, incluso, amenazarlos con aplicarles la pena
máxima. “Si ahora no los asustas y te libras de esa polilla mañana en un
conflicto te has de ver en grandes apuros.”83 Mientras tanto, las quejas
seguían llegando desde la campaña, con denuncias de un notable incre­
mento del cuatrerismo y asaltos de estancias, pulperías y caminos que
seguían efectuando los salteadores y desertores, los cuales parecían ha­
ber escapado completamente al control de Rosas.
En estas condiciones el éxito del plan conciliador era por demás difi­
cultoso. Y el ánimo de los grupos que habían apoyado a Dorrego los ale­
jaba por completo de cualquier acuerdo: reclamaban la restauración de la
Legislatura que lo había elegido y que Lavalle disolvió. El débil gobierno
provisorio de Viamonte tuvo que ceder y a fines de noviembre fue disuelto
el Senado consultivo y el I o de diciembre restablecida la Legislatura. Días
después esa Legislatura eligió a Rosas como gobernador, asignándole facul­
tades extraordinarias, y lo declaró “restaurador de las leyes e instituciones
de la provincia”. La tarea que se le encomendaba era bien clara: debía res­
taurar la vigencia de las instituciones pero también el orden social.
Rosas, un miembro reciente del federalismo porteño, era ahora su
líder indiscutido pero también lo era de toda la sociedad provincial. Los
unitarios que habían sido especialmente fuertes en la ciudad perdieron
prácticamente todo su predicamento y comenzaron una diáspora inter­
minable: unos optaron por el exilio, otros se sumaron a las fuerzas q u e
Paz comandaba en Córdoba, y no fueron pocos los q u e pasaron a inte­
grarse a la nueva constelación gobernante en Buenos Aires. El nuevo
gobierno era, en cierto modo, resultado de una amplia coalición articu­
lada en torno de Rosas en busca de darle estabilidad al sistema político,
conseguir la paz y restaurar el orden social que había sido resquebraja­
do. Debía, por tanto, resolver los desafíos que implicaba el alzamiento
rural que había hecho añicos el experimento unitario y posibilitado su
ascenso al poder.
Antes de ser electo como gobernador Rosas tomó algunas decisiones
que eran simbólicamente significativas y que anunciaban un tipo de prác­
ticas que serían recurrentes durante sus gobiernos: el gobierno de Viamon­
te le había asignado 6000 pesos anuales y rechazó la renuncia que había
hecho de percibirlos; ante ello, el I o de diciembre, el comandante general
de la Campaña disponía que fueran depositados en la tesorería y destina­
dos a construir la capilla del fuerte Federación; el resto —si lo hubiere—de­
bía destinarse a otros fines tanto o más importantes. En su carta al ministro
de Guerra y Marina que fue publicada en la prensa, Rosas decía que

sea distribuido (si es posible, con conocimiento del infrascripto)


entre algunas honradas familias de la campaña que, dignas de
mejor suerte, han venido a la indigencia de resultas desgracias
que acaba de sufrir la provincia, que reciban tierras en dicha
Guardia y vayan a poblarse en las inmediaciones. De este modo
queda conciliado el respeto debido á la benevolencia del gobier­
no con el sentimiento de dolor y compasión que afecta el ánimo
del comandante general de campaña, al observar la miseria de
tanta infeliz familia víctima de esa desastrosa revolución que aca­
ba de asolar la provincia.86

He aquí, entonces, algunos de los atributos del discurso político de Ro­


sas que habrían de signar s l i acción de gobierno. Ante todo, s l i reivindi­
cación de su condición de comandante general de la Campaña y, en
tanto tal, jefe de las milicias y una suerte de protector de los milicianos
y de sus familias. Luego, que su gobierno no habría de signiñcar tan sólo
una restauración de la vigencia de las instituciones y las leves sino tam­
bién la promesa de una acción reparadora de la población rural.
El 8 de diciembre Rosas asumía el gobierno y daba a conocer varias
proclamas. Una estaba dirigida “a los habitantes de Buenos Aires” y
comenzaba subrayando: “Ya estoy en el asiento que siempre he mirado
con distancia, he tenido que vencerme a mí mismo y que imponer silen­
cio a sentimientos que me son muy caros, y a motivos cuyo poder me
parece irresistible. Las circunstancias son las que han podido someter­
me a hacer el sacrificio que consagro a la provincia, admitiendo su
primer destino”. Otra estaba dirigida a los soldados y era una encendida
convocatoria a sostener el orden y a reclamarles obediencia y lealtad.
Una tercera fue enviada a las provincias; pretendía tranquilizarlas y las
convocaba a ver “la familia argentina reunida alrededor de una patria”;
pero, al mismo tiempo, no dejaba de advertirles los desafíos que se
afrontaban y en particular aquellos provocados por una “España obsti­
nada en el empeño de recolonizar el nuevo mundo”.87
Rosas, entonces, elaboraba un discurso político que ofrecía varia­
das facetas y buscaba interpelar a distintos públicos. Por ello, no po­
día dejar de dirigirse en otra proclama a los m ilicianos de la capital y
de la campaña. En ella definió con claridad la concepción que tenía
del tipo de gobierno legítimo, el lugar que les asignaba a las m ilicias y
el compromiso que asumía frente a ellas. Conviene reproducirla com­
pleta:

CIUDADANOS: - La legítima Representación de la Provincia, reu­


nida al fin por vuestros sublimes esfuerzos, me ha elevado a la
primera magistratura. Aquí estoy para sostener vuestros dere­
chos, para proveer a vuestras necesidades, para velar por vuestra
tranquilidad.
Una autoridad paternal, que erigida por la ley gobierne de acuer­
do con la voluntad del pueblo, este ha sido, Ciudadanos, el objeto de
vuestros fervorosos votos: objeto honorable y digno de vosotros. Por
conseguirlo abandonasteis el reposo, afrontasteis las mas duras fa­
tigas y corristeis los azares todos de la guerra. Nada pudo intimida­
ros, y venció al fin el irresistible amor a la Patria.
Ya teneis una autoridad constituida por la lev: ha recaido en
mí. ¡qué ingrato sería yo si no correspondiese á vuestros desig­
nios!
MILICIANOS: - Ya no sereis objeto de crueles vejaciones: el
gobierno sostendrá a los desvalidos, y la ley los protegerá, la ley
que tiene en vosotros un baluarte incontrastable. Nadie la dictará
sino los Representantes del pueblo: yo la ejecutaré, y estoi cierto
que vosotros contendréis al temerario que intente trastornar este
orden. Reposad, milicianos, bajo el árbol de la paz: con vuestras
virtudes curad las heridas de la Patria, con vuestro amor al traba­
jo reparad sus quebrantos, y apoyad su marcha con el respeto a
las autoridades. Permitidme recordaros, Milicianos de la Campa­
ña, que ya os he dado el ejemplo.
COMPATRIOTAS: - Yo respetaré y haré respetar vuestros dere­
chos. Republicano por carácter, bajo mi mando la causa popular
triunfará. Hoy lo he jurado ante el eterno y ahora os lo promete
con toda la vehemencia del alma vuestro gobernador y amigo.88

Varios de esos ejes discursivos habrían de ser tópicos recurrentes en los


siguientes veinte años pero, en lo inmediato, lo que Rosas hacía evidente
era que su autoridad tendría como principal base de sustentación a las
milicias. En torno de ellas había construido su liderazgo, ellas habían
sustentado la sublevación rural y, al menos por el momento, serían la
pieza clave de la restauración del orden, un orden que debía ser para los
milicianos y sus familias un orden reparador.
En esa misma edición, El Lucero dejó un vivido relato de la ceremo­
nia de asunción. El periodista, Pedro de Angelis, no dudó en calificar la
instalación del nuevo gobierno como “uno de los actos más populares
de nuestra historia”. La sala estaba abarrotada de hombres, mujeres y
niños, y los que no pudieron entrar en ella se agolparon en los pasillos
y las calles adyacentes. Según el periódico, “el deseo más vivamente
expresado era ver al LIBERTADOR DE LA PATRIA”. Los coches del go­
bierno fueron recibidos por una marcha militar y las aclamaciones del
público, y un “grupo de señoras” dejaron caer desde uno de los balco­
nes una c o r o n a d e ra m o s d e o liv a , la u r e le s y ro sa s. E l n u ev o g o b e rn a d o r
e n tró a la sa la v e s tid o c o n u n ifo rm e d e c o r o n e l de m ilic ia s . La d e s c r ip ­
c ió n c o n c lu ía c o n u n a m o ra le ja b ie n c la ra : “La so la id e a de q u e D. Ju a n
M a n u e l R o s a s es el q u e p re s id e a n u e s tr o s d e s tin o s , ha c a lm a d o to d a s
las in q u ie tu d e s v d is ip a d o to d o s lo s te m o re s . ‘Q u e se a tre v a n a h o ra a
tra s to rn a r el o rd e n y v erán lo q u e s u c e d e r á (se d e c ía p ú b lic a m e n te en
las c a lle s ), a llá e stá D. Ju an M a n u e l: v e la por n o s o tro s : n a d a te n e m o s
q u e te m e r ’” .
S in em b arg o , lo p e re n to rio era la r e s ta u r a c ió n d el o rd en y la d is c ip lin a
social. Rosas llegaba al gobierno cargando estigmas que la prensa unitaria
había marcado a fuego y lo seguiría haciendo en esos años: sus alianzas con
los indios y con los bandoleros. Como ya lo habían hecho desde las páginas
de El Tiempo en Buenos Aires, ahora lo retomaban otras publicaciones.
Emblemática en este sentido era la imagen de Rosas que se difundía hacia
1830 desde La Aurora Nacional en Córdoba: Rosas había sido “siempre
excéntrico a la revolución, retirado en un establecimiento de campo, en
donde se ocupaba exclusivamente de adelantar su fortuna, destituido de
todo conocimiento relativo a los gobiernos y a los grandes intereses de las
naciones, y sin mas ciencia que la necesaria para cultivar el trigo y cuidar
sus ganados”. Rosas, por tanto, estaba “casi separado de la sociedad civi­
lizada, sin más roces que el de las gentes incultas sin saber lo que pasaba,
fuera del recinto de su casa y con una natural antipatía a los usos y cos­
tumbres generalmente admitidos, no solo entre los hombres de estado,
sino aun entre los de culta y mediana educación”. No estaba, entonces,
capacitado para ejercer el gobierno dado que “corte del sr. Rosas son los
caciques Catriel y Cachul; Molina, Arbolito y otros grandes facinerosos
de la provincia d e Buenos Aires. Estos son su s grandes e íntimos amigos,
sus compañeros inseparables, como que a ellos debe el gobierno que tie­
ne, los que n o se apartan de su lado u n solo instante, los que componen
su brillante y lucido cortejo y con lo que, por necesidad tendrían que al­
ternar los ministros extranjeros”.89 E importa destacarlo no sólo porque el
rosismo tuvo que emprender también una intensa acción propagandística
para contrarrestarla sino también porque cuando se revisan esas descrip­
ciones se advierte cuánto les debieron a ellas las interpretaciones histo-
riográficas que luego se construyeron.

N otas

1José M aría Rosa: H istoria A rgentina. Unitarios y fed era les (1826-1841). Buenos
Aires, O riente. 1974, p. 12.
- D iario d e S esion es d el C ongreso G eneral C onstituyente d e ¡as P rovincias Unidas
d el Río d e la Plata, 1826. pp. 2-3.
' Citado en Carlos Ibarguren: ju an M anuel d e R osas..., op. cit., p. 06.
4AGN. X -14-1-5. P olicía, 1826.
" Citado en Carlos Ibarguren: Juan M anuel d e R osas.... op. cit.. p. 96.
" AGN, X -14-1-5, P olicía, 1826.
7 AGN, X -13-9-4, Justicia, 1826.
8 Vicente F i d e l López: Historia d e la República Argentina. Su origen, su evolu ción
y su desarrollo político hasta 1852, Buenos Aires, Librería La Facultad, 1912,
Tomo VIII, pp. 549-559.
9 AGN, X-13-10-5, Gobierno, 1826.
10 Daniel Villar y Juan F. Jiménez: “Yo mando en este campo. Conflictos inter-triba-
les en los Andes meridionales y Pampas, durante los años de la Guerra a Muerte”,
en Susana Bandieri (coord.): Cruzando la Cordillera. La frontera argentino-chile­
na como espacio social. Siglos XIX y XX, Neuquén, Serie Publicaciones CEHIR,
Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional del Comahue, Año 1, N" 1,
2001, pp. 101-116.
11 AGN, X-13-10-5, Gobierno, 1826.
12 Oreste Carlos Cansanello: “Domiciliados y transeúntes en el proceso de forma­
ción estatal bonaerense (1820-1832]”, en Entrepasados, N° 6, 1994, pp. 7-22.
13 Jorge Gelman: Rosas, estanciero..., op. cit., p. 46.
14 El Tribuno, 22 de noviembre de 1826.
15 Jorge Gelman: “Las condiciones d e l....”, op., cit., p. 99; Gladys Perri: “El control
de la población rural bonaerense entre la colonia y el rosismo”, ponencia presen­
tada en el XIII International Economic History Congress, Buenos Aires, julio de
2002, p. 22; y Julio César González: “Rosas, las milicias y la guerra con el Impe­
rio”, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ra-
vignani”, 2- serie, Nos 20-21, 1969, pp. 76-90.
16 Un análisis detallado de estos episodios en Raúl O. Fradkin: La historia de una
montonera. Bandolerismo y caudillismo en Buenos Aires, 1826, Buenos Aires,
Siglo XXI, 2006.
17 Vicente Fidel López: Historia de la República..., op. cit., Tomo IX, p. 168.
18 Tulio Halperín Donghi: De la revolución..., op. cit., pp.-236-239.
19 Mateo García a Pedro Ferré, Paraná, 11 de mayo de 1827, en Julio Irazusta: Vida
política..., op. cit., p. 135.
20 Gabriel Di Meglio: “Conflictos en el Río de la Plata, ladrones. Una aproximación a los
robos en la ciudad de Buenos Aires, 1810-1830”, en Andes, N° 17, 2006, pp. 15-50.
11 Vicente Fidel López: H istoria.... op. cit.. Tomo IX, pp. 270 y 349.
“ Véanse las cartas de Rosas a Juan Antonio Lavalleja del 3 de abril de 1827. 9 de
agosto de 1827 y 14 de septiembre de 1827, en Julio Irazusta: X'ida p o lítica ..., op.
cit.. pp. 133-139.
: Citado en Enrique Barba: U nitarism o.... op. cit.. p. 70.
-J M ensajes d e los G obern ad ores d e ¡a Provincia d e B uen os Aires. 1822-1849. Vol. I.
La Plata. AHPBA. 1976. p. 46.
-r' Carlos Ibarguren: Juan M anuel d e R o sas..., op. cit.. pp. 101-102.
Citado en Andrés Carretero: La lleg ad a d e..., op. cit., p. 18/.
‘ Tulio Halperín Donghi: De la rev o lu ció n ..., op. cit.. p. 259.
Citado en José María Rosa: H istoria argentina..., op. cit., p. 91.
2BJuan Manuel de Rosas al Inspector General, Buenos Aires, 1° de abril de 1828, en
Julio Irazusta: Vida política..., op. cit., pp. 140-141.
30 ídem, p. 142.
" Juan Manuel de Rosas a Juan Gregorio de las Heras, Los Cerrillos, 15 de julio de
1828, en Adolfo Saldías: H istoria..., op. cit.. El Ateneo. Tomo I, pp. 477-478.
32 Daniel Villar y Tuan Francisco Jiménez: “Aindiados, indígenas y política en la
frontera bonaerense (1827-1830)”, en Quinto Sol, Año 1, N° 1, 1997, pp. 103-144.
33 “Memoria que elevó el Coronel Rozas al Gobierno de Buenos Aires”, Los Cerri­
llos, 22 de julio de 1828, en Adolfo Saldías: Historia..., op. cit., El Ateneo, Tomo
I, pp. 467-476.
34 “Cuenta de los gastos hechos por Rozas durante la misión pacificadora de indios
que desempeñó por orden del gobierno”, Los Cerrillos, 22 de julio de 1828, en
Adolfo Saldías: P apeles..., op. cit., Tomo I, pp. 64-71.
35 José Rondeau a Juan Manuel de Rosas, Buenos Aires, 29 de julio de 1829, en
Adolfo Saldías: Historia..., op. cit., El Ateneo, Tomo I, p. 508.
36 Juan Manuel de Rozas al Juez de Paz de Magdalena, y Juan Manuel de Rozas a un
paisano, Cerrillos, septiembre de 1828, en Adolfo Saldías: Papeles..., op. cit.,
Tomo I, pp. 74-79.
37 José Rondeau a Juan Manuel de Rozas, Buenos Aires, 13 de septiembre de 1828,
en Adolfo Saldías: Papeles..., op. cit., Tomo I, pp. 80-83.
38 El Tiempo, 15 de septiembre de 1828 y 25 de octubre de 1828.
39 Ernesto Celesia: Rosas..., op. cit., Tomo I, p. 83.
40 Citado en Tulio Halperín Donghi: De la revolución..., op. cit., p. 257.
41 W. Parish a Manuel Moreno, Buenos Aires, 16 de septiembre de 1828, en Enrique
Barba: Unitarismo..., op. cit., pp. 74-75.
42 Manuel Bilbao: Historia..., op. cit., p. 219.
4:1 Carlos Ibarguren: Juan Manuel de Rosas..., op. cit., p. 169.
44 Citado en Adolfo Saldías: Historia..., op. cit., El Ateneo, Tomo I, p. 236.
45 Citado en Adolfo Saldías: Historia..., op. cit., El Ateneo, Tomo I, p. 250.
46 Juan Manuel Beruti: M emorias..., op. cit., pp. 399-400.
47 Citado en H.S. Ferns: Gran Bretaña y Argentina en el siglo X IX . B uenos Aires,
H achette. 1967, p. 203.
4" Adolfo Saldías: Historia.... op. cit.. El Ateneo. Torno I. p. 242.
411Citado en Andrés Carretero: La llegada d e..., op. cit.. p. 132.
M anuel Bilbao: Historia..., op. cit.. p. 225.
Ernesto Celesia: Rosas.... op. cit.. Tomo I, p. 81.
r’- Juan Manuel de Rosas a E stanislao López. H acienda de Rodríguez. 12 de d iciem ­
bre de 1820. en Julio Irazusta: Vida política..., op. cit.. Tomo í. p. 189.
Salvador María del Carril a Juan Lavalle, Buenos A ires. 10 de diciem bre de 1828.
en Julio Irazusta: \ 'ida política.... op. cit.. Tomo I, pp. 182-183.
r’4 Prudencio xArnold: Un soldado argentino. Buenos Aires, Eudeba, 1970, p. 20.
5S Salvador María del Carril a Juan Lavalle, 20 de diciembre de 1828, en Manuel
Bilbao: Vindicación y memorias de Don Antonino Reyes sobre la vida y la época
de don fuan Manuel de Rosas, edición facsím il, Buenos Aires, Freeland, 1974,
p. 394.
5KAGN, X-32-11-4.
57Prudencio Arnold: Un soldado..., op. cit., p. 22.
58 El Tiempo, miércoles 7 de enero de 1829.
59 AGN, X-32-11-4.
60 Véanse, por ejemplo, las comunicaciones de los jueces de paz de San Isidro y de
San Fernando al ministro de Gobierno del 29 de marzo y el I o de abril de 1829:
AGN, Juzgados de Paz, J. de Paz, X -l5-3-1.
61 Ernesto Celesia: Rosas..., op. cit., Tomo I, p. 85.
62 Nicolás de Anchorena a Juan Manuel de Rosas, Buenos Aires, 19 de diciembre de
1829, en Andrés Carretero: La llegada d e ..., op. cit., pp. 155-158.
63 John M. Forbes: Once años..., op. cit., pp. 518-520.
64 El Pampero, 9 de febrero de 1829.
65 El Tiempo, 24 de febrero de 1829.
66 ídem, 10 de febrero de 1829.
67 El Tiempo, 18 de abril de 1829.
68 Una primera aproximación en Tulio Halperín Donghi: De la revolución..., op. cit.,
pp. 262 y ss. El trabajo pionero fue el de Pilar González Bernaldo:“Ellevanta­
miento de 1829: el imaginario social y sus implicancias políticas enun conflicto
rural”, en Anuario IEHS, N° 2, 1987, pp. 135-176.
69 En un trabajo anterior hemos sometido a meticuloso examen este alzamiento, por
lo que no cabe aquí repetir los argumentos: véase Raúl O. Fradkin: ¡Fusilaron a
Dorrego! O cómo un alzamiento rural cambió el rumbo de la historia, Buenos
Aires, Sudamericana, 2008.
70 Importantes evidencias sobre este último aspecto en María E. Barral: “Ministerio
parroquial, conflictividad y politización: algunos cambios y permanencias del
clero rural de Buenos Aires luego de la revolución de independencia”, en Valen­
tina Ayrolo (comp.): Estudios sobre el clero Iberoamericano, entre la independen­
cia y el Estado-Nación, Salta, CEPIHA-Editorial de la Universidad de Salta, 2006,
pp. 153-178.
71 Citado en Pilar González Bernaldo: “El levantam iento...”, np. cit., p. 161.
72 El Tiempo, lunes 6 de abril de 1829.
71 Graciela Batticuore: M ariquita S án ch ez.... op. cit.. pp. 135-140.
74 M anuel Bilbao: H istoria.... op. cil.. pp. 258-259.
"C artas de Juan Manuel de Rosas a Juan Lavalle, Cañuelas, 3 y 14 de julio de 1829.
en Julio Irazusta: Vida p o lític a .... op. cit.. Tomo I, pp. 217-218 y 221-222.
'“Juan Manuel de Rosas a Ángel Pacheco. Cañuelas. 24 de julio de 1829. en Marce­
la Ternavasio: C orresp o n d en cia .... op. cit., pp. 73-75.
77 Juan Manuel de Rosas a Estanislao López, Cañuelas, julio de 1829, en Marcela
Ternavasio: Correspondencia..., op. cit., pp. 76-77.
78Ricardo Levene: La anarquía..., op. cit., p. 78.
79 El Lucero. Diario político, literario y mercantil, 7 de septiembre de 1829.
80 Julio Irazusta: Vida política..., op. cit.. Tomo I, pp. 228-229.
81 Daniel Villar: “Ni salvajes, ni aturdidos. La guerra de los indios comarcanos (y
extra comarcanos) contra la vanguardia de Pincheira, a través del Diario del Can­
tón de Bahía Blanca”, en Daniel Villar (ed.): Relaciones in tei-étn icas en e l Sur
bonaerense 1810-1830, Bahía Blanca, Departamento de Humanidades, Universi­
dad Nacional del Sur/IEHS, Universidad Nacional del Centro de la Provincia de
Buenos Aires, 1998, pp. 79-132.
82 AGN, VII, Colección Celesia, 2438.
83 Sol Lanteri: Un vecindario federal. La construcción del orden rosista en la fronte­
ra sur de Buenos Aires (Azul y Tapalqué), Córdoba, Centro de Estudios Históricos
C. Segreti, 2011.
84 AGN, Juzgado de Paz, X-15-7-1.
85 AGN, VII, Colección Celesia, 2438.
86 El Lucero. Diario político, literario y mercantil, 7 de diciembre de 1829.
87 Véase Andrés Carretero: La llegada d e..., op. cit., pp. 317-320.
88 El Lucero. Diario político, literario y mercantil, 9 de diciembre de 1829.
89 “Relaciones exteriores”, La Aurora Nacional, 28 de diciembre de 1830. Agradece­
mos a Fabián Herrero por esta referencia. Un sugestivo y reciente análisis sobre la
influencia de esta prensa unitaria cordobesa en la construcción de la imagen que
Sarmiento tenía de los conflictos que sacudían a la sociedad rioplatense y que plas­
mó en su Facundo, en Ariel de la Fuente: “Civilización y Barbarie. Fuentes para
una nueva explicación del Facundo", en Ariel de la Fuente: Los hijos de Facundo.
Caudillos y montoneras en la provincia de La Rioja durante el proceso d e fo r m a ­
ción del Estado nacional argentino (1853-1870), segunda edición corregida y am­
pliada, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2014, pp. 251-299.
C apítulo 5

El Restaurador de las Leyes.


El primer gobierno de Rosas, 1829-1832

R o sas lleg a a l poder

El 1° de diciembre de 1829 se reunió la Sala de Representantes que un


año antes había sido disuelta por el golpe de Lavalle y eligió como go­
bernador con “facultades extraordinarias” a Juan Manuel de Rosas,
quien asumió el cargo el día 8.
Estas facultades implicaban un recorte importante de las garantías
individuales al conceder al gobernador la posibilidad de adoptar una
serie de decisiones, especialmente las atenientes al “orden público”, sin
la necesidad de esperar la intervención de la justicia. Don Tomás de
Anchorena, primo de Rosas y miembro destacado de esa Legislatura,
fue uno de los que justificaron estas facultades, a las que consideró un
“mal necesario, por cuanto no hay otro medio de evitar la conspiración
que amenaza al país y que producirá el mayor de todos los males, a sa­
ber, la pérdida de la Patria”.1 Esta cuestión ha ocupado muchas páginas
en la historiografía sobre el rosismo y la mayoría de las visiones críticas
se centraron justamente en ella para demostrar el carácter tiránico de su
gobierno. Sin embargo, es necesario señalar que dichas facultades no
fueron un invento del gobierno de Rosas (o más bien de la Legislatura
que lo ungió), sino que tienen una larga tradición que excede al territo­
rio rioplatense, pero que en éste se vino aplicando desde el momento
mismo del quiebre del orden colonial. José Carlos Chiaramonte, en sus
estudios que han renovado ampliamente la visión sobre las tradiciones
legales y culturales que informaron los cambios políticos posrevolucio­
narios, ha mostrado el recurso a este tipo de facultades al menos desde
el Primer Triunvirato en 1811. Dichas facultades implicaban una sus­
pensión temporal de ciertas libertades y garantías, en ocasiones de amenaza
a la “tranquilidad y seguridad públicas”, y debían ser siempre otorgadas
con anuencia de las instituciones representativas, las que debían con­
trolar su cumplimiento. A la vez esas facultades debían ser devueltas a
las instituciones otorgantes al cabo de un plazo, quienes podían even­
tualmente volver a acordarlas.2
De esta manera, este rasgo no impidió que el gobierno de Rosas tu­
viera un fuerte sustento legal e institucional, que era básicamente el,
mismo que se había creado en los años veinte durante la gobernación de
Martín Rodríguez y la gestión del muy activo ministro Rivadavia. La
llegada de Rosas al poder, aclamado como el Restaurador de las Leyes,
coincidía con la restitución de la Legislatura y de la legalidad suspendi­
da por el golpe de Lavalle. La vigencia de la ley electoral de 1821 y de
todo el sistema institucional y de justicia de ese período, del sistema
militar y miliciano, de la estructura financiera y fiscal, no hacía más que
confirmar la continuidad de un proceso de construcción estatal iniciado
desde la separación de las provincias como Estados autónomos en 1820.
Este sustrato legal estuvo en tensión con el uso más o menos intenso de
las facultades extraordinarias, así como con el más simple y a veces
brutal uso de la coerción. Pero Rosas siempre se ufanó de gobernar en
nombre de la ley y de la voluntad general, y no aceptaba el cargo de
primer magistrado que la Sala de Representantes le concedía si no con­
taba con el apoyo plebiscitario de la población expresado por la vía
electoral, como se hizo regularmente mientras duró su gobierno, y sobre
lo que fue particularmente insistente desde su regreso al poder en 1835
cuando se incrementaron aun más sus atribuciones “especiales'’, Se
puede decir que en las mesas electorales se ejercía muchas veces la
coerción y seguramente el fraude (no eran éstos un invento rosista, ni
dejarán de existir tras su caída...), pero el gobernador necesitaba tener
numerosos votos en cada elección para legitimar su función y sus facul­
tades extraordinarias. Esta insistencia en poner en evidencia el apoyo
popular a través del voto puede parecer incomprensible o una formali­
dad, pero tendrá numerosas consecuencias.
Una vez asumido el cargo, uno de los primeros actos del flamante
gobernador fue organizar los funerales del fusilado Manuel Dorrego.
En los días sucesivos se desarrollaron diversos eventos mientras eran
traídos desde Navarro los restos del gobernador fusilado por orden de
Lavalle un año antes. En el camino hacia la ciudad se fue sumando
gente al cortejo y por la tarde del 20 de diciembre se depositó la urna
en el fuerte, Al día siguiente tuvo lugar el acto central en la Catedral, en
el que participaron el gobernador, representantes de las diversas cor­
poraciones y una gran cantidad de porteños que, según algunos testi­
gos quizás excesivamente imaginativos, ascendían a unas 40.000 per­
sonas, cifra enorme de ser cierta para una ciudad con unos 60.000
habitantes.4 Desde allí los restos del líder federal fueron llevados al
cementerio.
Las descripciones que se hicieron del acto son impactantes. Según el
Brítish Packet, periódico en inglés editado en Buenos Aires desde 1826,
el recorrido de la procesión fúnebre era acompañado por numerosas
personas, militares y jefes de corporaciones, y cada media hora trona­
ban cañones. En el fuerte se dispuso una capilla ardiente. El día 21 los
restos fueron trasladados desde el fuerte hacia la Catedral, en medio de
un calor abrasador, siempre acompañado de cañonazos, con una multi­
tud que seguía a las autoridades encabezadas por el gobernador. En la
Catedral se tocó el réquiem de Mozart ejecutado por varios músicos y
cantantes. Finalmente, hacia las seis de la tarde, “la carroza que llevaba
la urna fue escoltada hasta su última morada en el cementerio de la Re­
coleta, donde el gobernador pronunció una oración y la infantería dis­
paró una salva”. El periódico señala luego que, además de la numerosa
población urbana que participó, “una cantidad de paisanos vino a la
ciudad a presenciar los funerales...”, incluyendo en ello a grupos de
“indios con sus caciques”.5
El d is c u rs o p r o n u n c ia d o p o r R o sa s fu e b re v e , p ero e m o tiv o . E m p e z a ­
ba a s í: “D o rreg o : v íc tim a ilu s tre de las d is e n s io n e s c iv ile s , d e s c a n s a en
paz. La p a tria , el h o n o r v la r e lig ió n h a n s id o s a tis fe c h o s hov. trib u ta n d o
lo s ú ltim o s h o n o re s al p rim e r m a g is tra d o de la r e p ú b lic a s e n te n c ia d o a
m o rir e n s ile n c io de las le v e s. La m a n c h a m á s n eg ra en la h is to r ia de los
a rg e n tin o s ha s id o va la v a d a c o n las lá g rim a s de u n p u e b lo ju s to , a g ra ­
d e c id o y s e n s ib le ’'.'’
En el discurso y sobre todo en el despliegue público del funeral que­
daron plasmados algunos de los ejes vertebradores de la imagen que
Rosas quería dar de sí mismo y del gobierno que estaba comenzando.
Ante todo la idea de la restauración de una legalidad que había sido
destruida por los seguidores de Lavalle, quienes pasaron a ser denomi­
nados “decembristas”, los que dieron el golpe de diciembre de 1828 y
fusilaron a Dorrego, quienes a partir de aquí se convirtieron en sinóni­
mo de todo lo malo que podía esperarse de los enemigos del gobernador
y del sistema federal. “Decembrista”, “logista”, “unitario”, “anarquis­
ta”, “impío”, comenzaron a convertirse en vocablos que identificaban a
los destructores de la legalidad, los enemigos de la Federación, los que
atacaban a la “verdadera religión” y se constituían en “logias” que bus­
caban alterar el orden legal y generar anarquía.
Si algo se ha podido ver en las páginas anteriores es que Rosas estaba
muy lejos de ser un seguidor o admirador del fenecido gobernador fede­
ral de Buenos Aires, al que criticó a veces con saña. Tampoco era un
federal de antigua data. Lo hemos visto apoyando el gobierno de Martín
Rodríguez y las primeras iniciativas de sus ministros Bernardino Riva­
davia y Manuel José García, quien por otra parte lo acompañará como
ministro en este primer gobierno.
El general Tomás de Marte, un federal dorreguista que terminó dura­
mente enfrentado con Rosas en la crisis que siguió a su salida del go­
bierno en 1832, nos ha dejado un relato retrospectivo en el que mezcla
la emoción por la excepcionalidad y grandeza del acto fúnebre con la
mirada mordaz sobre el oportunismo de quien lo había organizado:

El 13 de diciembre, aniversario del asesinato del gobernador Do­


rrego, fue el día señalado para sus funerales.7 Una comisión del
gobierno marchó a Navarro, lugar de su suplicio; sus restos mor­
tales fueron exhumados y se verificó la identidad mediante un
sumario que al efecto se levantó. Se condujeron a Buenos Aires
con gran aparato. La función de iglesia fue m a g n íf ic a : se e le v a b a
un vistoso y lúgubre catafalco y los restos e s t a b a n a l lí c o l o c a d o s
en una urna de caoba dorada entre dos piras que a r d i e r o n c o n s ­
tantemente durante el servicio religioso. E l c a n ó n ig o F i g u e r e d o
pronunció la oración fúnebre que fue larga y patética; pa só en
revista los servicios de Dorrego a la causa de la independencia;
fueron importantes desde el principio de la r e v o l u c i ó n . El c o r te jo
hasta el cementerio fue numerosísimo y Rosas lo presidía. É l tam­
bién pronunció el discurso fúnebre sobre la urna funeraria; como
era ya de noche, Guido alumbraba el escrito que Rosas leía en el
tono más patético. Al presenciar esta ceremonia no cesó de ocu-
rrírseme que Rosas en aquél momento sentía un placer indecible
por la desaparición del único hombre que había, sin duda alguna,
puesto un fuerte obstáculo a sus planes de engrandecimiento.
Pero esto no impedía que el gaucho falaz y feméntido (sic) sacase
con frecuencia el pañuelo en ademán de enjugarse fingidas lágri­
mas. Todo el día se empleó en estas espléndidas exequias. Jamás se
habían celebrado en Buenos Aires otras que fuesen tan suntuosas e
imponentes; reinó un gran recogimiento. La tropa que acompañó el
cadáver hizo las correspondientes descargas en el tiempo oportu­
no; de rato en rato se oía el cañón de la fortaleza que no cesó de
dispararse con uniformidad de intervalos durante todo el día.8

No faltan testimonios, aun del propio Rosas, que confirman la poca sim­
patía que tenía por Dorrego, a quien consideraba un aventurero, un mal
estratega, incluso a veces un cobarde. Sin embargo, el Restaurador de
las Leyes, que ya contaba con un ascendiente importante sobre la pobla­
ción rural, sabía que para consolidar la legitimidad de su gobierno ne­
cesitaba constituirse en el heredero de Dorrego, quien había sabido
granjearse la simpatía de los sectores populares urbanos. De la misma
manera reconocía que el federalismo se había convertido en el signo de
identidad de la mayoría de la población porteña, especialmente de los
sectores subalternos, y era la solución política adoptada por la mayoría
de las provincias con las cuales debía convivir si quería aspirar al resta­
blecimiento de algún tipo de orden político y social, sus obsesiones de
primera hora, y las que guiaron su accionar hasta el final.3
El encargado de negocios oriental, Santiago Vázquez, realizó una
muy citada descripción de la entrevista que habría tenido con el gober­
nador el mismo día de su asunción, el 8 de diciembre de 1829. A u n q u e
la veracidad de dichas afirmaciones corre por cuenta de quien las narra,
el contenido parece corroborarse por la trayectoria del gobernador. A sí.
atribuye a Rosas unas palabras que constituyen una manifestación de su
inteligencia política, un diagnóstico perspicaz de las secuelas de la re­
volución en las relaciones sociales de la región y una verdadera confe­
sión de su oportunismo político. Le habría dicho el gobernador:

...Conozco y respeto mucho los talentos de muchos de los seño­


res que han gobernado el país, y especialmente de los señores
Rivadavia, Agüero y otros de su tiempo; pero a mi parecer, todos
cometían un grande error, porque yo considero en los hombres de
este país dos cosas: lo físico y lo moral; los gobiernos cuidaban
mucho de esto, pero descuidaban aquello, quiero decir que se
conducían muy bien para la gente ilustrada, que es lo que yo lla­
mo moral, pero despreciaban lo físico, los hombres de las clases
bajas, los de la campaña, que son la gente de acción.
Yo noté esto desde el principio y me pareció que en los lances
de la revolución, los mismos partidos habían de dar lugar a que
esa clase se sobrepusiese y causase los mayores males, porque
usted sabe la disposición que hay siempre en el que no tiene,
contra los ricos y superiores. Me pareció, pues, desde entonces,
muy importante conseguir una influencia grande sobre esa clase
para contenerla, o para dirigirla; y me propuse adquirir esa in­
fluencia a toda costa; para eso me fue preciso trabajar con mucha
constancia, con muchos sacrificios de comodidades y de dinero,
hacerme gaucho como ellos, hablar como ellos y hacer cuanto
ellos hacían; protegerlos, hacerme su apoderado, cuidar sus inte­
reses, en fin, no ahorrar trabajo ni medios para adquirir más su
concepto. Esta conducta me atrajo los celos y las persecuciones
de los gobiernos, en lo que no sabían lo que se hacía, porque mis
principios han sido siempre: obediencia a las autoridades y a las
leyes. Así es que, para seguir este sistema he sufrido muchos ries­
gos, y conocía que hasta mi vida peligraba muchas veces [...] mi
conducta siempre ha sido la misma; muchos creen que soy fede­
ral, se equivocan; yo no soy federal, no señor, no soy de partido
ninguno sino de la Patria, ni tampoco he deseado estas cosas,
muy al contrario. Es verdad que no podía gustarme ese movi­
miento del l c de diciembre porque en nuestra historia, yo no po­
día sufrir semejante escándalo por las instituciones, pero he he­
cho cuanto he podido por evitar la guerra civil, y si no vea usted
mi conducta. Dorrego sale de campaña y me manda que reúna las
milicias. ¿Qué había yo de hacer sino obedecer? El era la autori­
dad legítima, yo era comandante general. ¿Qué remedio tenía,
sino obedecer?.

Luego de narrar las peripecias que siguieron al golpe de Lavalle, los


errores tácticos y políticos del gobernador depuesto y las negociaciones
que emprende con Lavalle para evitar la guerra y la culpa de éste en ese
fracaso que lo llevaron a hacerse cargo de la gobernación, concluye:

...y aquí me tiene usted empeñado en este lugar, en circunstan­


cias tan difíciles. Todos dicen que soy federal, y yo me río... Ya
dije a usted que yo no soy federal, nunca he pertenecido a seme­
jante partido; si hubiera pertenecido le hubiera dado dirección,
porque como usted sabe, nunca la ha tenido; ese Dorrego... ¡mire
usted que cabeza!... nadie lo conocía mejor que yo. En fin todo lo
que yo quiero es evitar males y restablecer las instituciones, pero
siento que me hayan traído a este puesto, porque no soy para go­
bernar.10

Esta nota de Santiago Vázquez transmite entonces algunas ideas que Ro­
sas le habría expresado el día de su asunción y que en buena medida
aparecen corroboradas por otros testimonios. Por un lado, la noción de
los sectores populares como la parte “física” de la población y la necesi­
dad de actuar decididamente para poder dirigirlos y así reconstruir el
orden perdido. Así, por ejemplo, la volvemos a encontrar en una carta a
su ministro García de abril de 1830, apenas cuatro meses después d el
escrito de Vázquez, en la que el gobernador comentaba la reciente victo­
ria del unitario Paz sobre Facundo Quiroga y el envalentonamiento qu e
ello había g e n e ra d o e n lo s u n ita rio s y la im p a c ie n c ia d e la s m a sa s fe d e ra ­
les. A llí d e cía : “ La in a c c ió n y la in d ife re n c ia m ía en e ste c a so h u b iera
sid o u n a n o to ria d e s v ia c ió n d el p lan q u e m e he p ro p u e sto , c o n v e n c id o
de la n e c e s id a d d e q u e lo q u e h o y m ás im p o rta es d irig ir co n h a b ilid a d
las m asas v ic to rio sa s d o n d e se e n c u e n tra la a c c ió n fís ic a d el p a ís ”. ' 1
E n el larg o e s c r ito d e V á z q u e z se p o n e e n e v id e n c ia ta m b ié n la p e r­
c e p c ió n d el g o b e rn a d o r c o n c e r n ie n te a lo s e fe c to s n o c iv o s de la r e v o lu ­
c ió n so b re el o rd e n s o c ia l, e s p e c ia lm e n te p o r la irru p c ió n de las c la s e s
b a ja s q u e se v ie ro n e s tim u la d a s a s u b v e rtir d ic h o o rd e n , p o n ie n d o en
te la de ju ic io e l d o m in io de la s e lite s . Y la e n s e ñ a n z a c e n tra l q u e e x tr a ­
jo R o s a s , q u e rie n d o r e s ta b le c e r la d is c ip lin a y s u b o r d in a c ió n d e e sto s
s e c to r e s , era la n e c e s id a d d e a c e r c a r s e a e llo s , g a n a r s u v o lu n ta d de
m a n e ra d e p o d e r “ c o n t e n e r la s ” y “ d ir ig ir la s ”.
Rosas se presentaba, entonces, como el primer federal, el restaura­
dor de la legalidad, el padre de los pobres y el enemigo número uno de
los logistas/unitarios/impíos. Sus obsesiones, manifestadas desde sus
primeras intervenciones públicas en los tempranos años veinte, eran
la reconstrucción del orden político y social, la paz, el restablecimien­
to de las jerarquías sociales y la disciplina. Pero había llegado a la
conclusión de que para ello era necesario reconocer los cambios que
había introducido en la región el proceso desencadenado por la crisis
del orden colonial, la movilización y politización de los sectores po­
pulares urbanos y rurales, la conflictividad creciente de unas elites
que no habían cesado de pelearse entre ellas provocando una exacer­
bación de la crisis y el caos general y el peso de los líderes federales
de las provincias en el contexto rioplatense. También reconocía la im­
portancia de la expansión y consolidación fronterizas, necesarias para
la recuperación económica de la provincia, en lo que coincidía con los
gobiernos porteños que le precedieron desde 1820, aunque no necesa­
riamente con los métodos usados por éstos para alcanzarlo. Para el
nuevo gobernador era central asociarse con algunos grupos indígenas
que aceptaban negociar con el gobierno porteño, si bien no descartaba
el uso de la fuerza sobre aquellos que se mantuvieran hostiles.
Hacia la resolución de estas cuestiones apuntaron varias de las me­
didas que tomó el gobierno de Rosas desde sus primeros días de llegado
al poder.

L as prim eras iniciativas po líticas de R o sas

Por un lado el nuevo gobernador trató de consolidar su ascendiente sob re


los.sectores populares y encauzar su movilización h a cia los o b je tiv o s p o ­
líticos del gobierno, limitando su autonomía y p e lig ro sid a d . A sí. por
ejemplo, mientras desplegaba toda una liturgia fed eral y co m e n z a b a a
propagar la idea de una comunidad amenazada p o r los enemigos u n ita ­
rios, se tomaron medidas tendientes a fortalecer los organismos de c o n ­
trol represivo de la población, incrementando su número y p ro m o v ie n d o
la creación de “partidas celadoras” para recorrer la campaña. Se buscaba
desarmar a una población que se movilizó militarmente y de manera ge­
neralizada en las disputas recientes, prohibiendo la portación de armas
sin la debida autorización del gobierno y estableciendo severas penas
para quienes infringieran esta medida y causaran daños con su uso. Igual­
mente se dictaron órdenes que apuntaban a restablecer las nociones de
respeto a la propiedad privada de los particulares y del Estado, nociones
que las guerras alteraron con las prácticas de apropiación directa de re­
cursos sobre el terreno. En este sentido se puso especial énfasis por ejem­
plo en asegurar la preeminencia del Estado en la propiedad de los caba­
llos que no poseían marca, que seguidamente se marcarían con la letra P
de “Patria”, evitando su apropiación y uso por particulares.
Pero, al mismo tiempo que se buscaba limitar la autonomía y comba­
tividad de los sectores populares, no dejaron de tomarse medidas que
mostraban al gobernador como su protector y benefactor. Ya antes de
llegar al poder Rosas aconsejaba al gobernador interino Viamonte que se
ofrecieran tierras a quienes quisieran poblar la frontera (lo que éste de­
cretó el 19 de septiembre de 1829), y a poco de llegar al gobierno el
mismo Rosas ordenó el resarcimiento de quienes hubieran contribuido
con bienes al Ejército Restaurador en la pasada crisis. En una carta ex­
plicaba el sentido de esta medida, que buscaba que “los pobres alimen­
tados con la esperanza de recobrar algún día su fortuna perdida, se en­
tregaran de nuevo al trabajo tranquilos, alimentados de ese consuelo”.
También explicaba allí que esa esperanza reforzaría la alianza de esos
sectores con este gobierno, ya que “todos los acreedores saben que nin­
gún gobierno unitario les ha de abonar esos créditos”...12

Cintillo punzó
Fuente: Imagen cortesía del Archivo General de la Nación
También tomó decisiones destinadas a fortalecer la religión católica y el
papel de los curas como garantes del orden y la paz social. Muy poco
después de asumir como gobernador, Rosas dedicó muchos días a reco­
rrer la campaña y sostener en persona la reconstrucción de capillas y
santuarios derruidos por la dejadez y la violencia pasada. En una carta
explicaba el sentido de estas acciones: “Ando trabajando cuanto puedo
por mejorar nuestras iglesias y las costumbres religiosas: todo ha de ir
bien porque el ejemplo puede mucho. El templo de San Pedro era un
chiquero. El cura lo había dejado cerrado, y le pido á usted que lo des­
tituya en vista de que el tal cura se ha dado tiempo para edificar casas
propias, y no para asear siquiera el templo”.13 No deben pensarse estas
iniciativas como un intento de vuelta al mundo cultural colonial, por
oposición a los ensayos liberalizadores o secularizadores del proyecto
rivadaviano. Más bien, como lo han demostrado investigaciones recien­
tes, la política religiosa de Rosas coincidía en algunos aspectos con la
rivadaviana y aun con la borbónica de finales del siglo XVIII: se trataba
de construir una Iglesia “moderna” separando al clero de la sociedad, y
haciendo que dicha Iglesia sirviera a los intereses del Estado. Por ello es
interesante notar cómo las comisiones que el gobernador creó aquí o
allá para reparar o sostener la construcción de parroquias nuevas deja­
ron de estar en manos de los notables locales para estarlo en las del cura
acompañado usualmente del juez de paz. Y el gobernador llevó un con­
trol muy estricto sobre el nombramiento y desempeño de los curas, así
c o m o lo h iz o c o n los fu n c io n a r io s d el E s ta d o de d iv e rso t i p o .14
E l s e c ta ris m o p o lític o , la e x a c e r b a c ió n d el fa c c io n a lis m o h a s ta el
p u n to de tra n sfo rm a r al otro e n e l e n e m ig o d e la c o m u n id a d fe d e ra l y en
el o rig e n d e to d o s lo s m a le s , se c o n v ir tió ta m b ié n en u n a p o d e ro s a h e ­
rra m ie n ta para c o n tro la r y a c a lla r a las e lite s , c u y a s d is p u ta s R o sa s c o n ­
s id e ra b a q u e h a b ía n e sta d o en el o rig en de la a n a rq u ía re in a n te . A e llo
c o n trib u y e ro n sin d u d a las fa c u lta d e s e x tr a o rd in a ria s q u e a u to riz a b a n
al g o b e rn a d o r a c e n s u ra r a la p re n s a si era n e c e s a r io , a im p o n e r a lo s
fu n c io n a r io s la d e m o s tra c ió n p ú b lic a d e su a d h e s ió n al r é g im e n o a
castigar duramente a aquellos que a te n ta b a n c o n tra la S a n ta Federación.
Rosas necesitaba reconstruir la autoridad del Estado, que considera­
ba perdida desde la crisis del orden colonial (cuando “la autoridad es­
taba bien puesta”, como dijo en una carta), para lo cual se apoyó en todo
el entramado legal e institucional creado en los años veinte, pero dán-
dolé nuevos significados y generando herramientas para que pudieran
cumplir una función de orden que hasta entonces él consideraba irre­
suelta.
Por ejemplo, utilizó el sistema judicial y de policía creado a inicios
de los años veinte, aunque introdujo algunos cambios significativos.
Hasta entonces la justicia se conformaba básicamente por algunos pocos
juzgados y jueces letrados que se ocupaban de las causas más relevan­
tes. Pero la justicia baja, la más difundida para causas leves y el control
cotidiano del orden social, se apoyaba en un amplio cuerpo de jueces de
paz, alcaldes y tenientes de alcalde que en cada partido y cuartel rural
y urbano eran los encargados de resolver los conflictos, de aplicar las
penas menores, a la vez que también cumplían funciones administrati­
vas y de policía, que iban desde la difusión de órdenes gubernamenta­
les, el control de las mesas electorales, hasta el reclutamiento de solda­
dos o el cobro de algunos impuestos. La escasa legitimidad de los
gobiernos posrevolucionarios y su mínima capacidad coercitiva los ha­
bían llevado a reclutar como jueces de paz, alcaldes y tenientes a veci­
nos que gozaban de algún tipo de ascendiente sobre la población que
debían administrar. Esto parecía una solución eficaz para asegurar el
ejercicio de alguna autoridad por parte de dichos funcionarios, pero a la
vez podía limitar seriamente la capacidad del gobierno de imponer cri­
terios a dichos funcionarios que contradijeran su propia identidad y los
acuerdos locales sobre los que habían construido esa misma autoridad
y ascendiente.
E n p a rte p ara lim ita r e sto s p ro b le m a s , lo s g o b ie rn o s de in ic io s de los
a ñ o s v e in te habían c re a d o ta m b ié n c o m is a r ía s ru ra le s y u rb a n a s co n
e m p le a d o s d ir e c ta m e n te d e p e n d ie n te s d el g o b ie rn o , q u ie n e s co b ra b a n
un s a la r io d el E s ta d o a d ife r e n c ia de lo s ju e c e s de p az. q u e e je r c ía n su s
ta re a s a d h o n o r e m .
C o m o es de im a g in a r, los c o n flic to s e n tre ju e c e s de p az v p o lic ía s
era n fre c u e n te s , y e llo lim ita b a s e r ia m e n te la c a p a c id a d de e se e n tra m a ­
do e sta ta l lo c a l p ara im p o n e r u n o rd e n c u a lq u ie r a .
Rosas introdujo algunos cambios en este esquema. El gobernador
consideraba que debía tener en cuenta el estado de ánimo de la socie­
dad y sus valores para lograr encauzarla, de manera que el conflicto
entre jueces y comisarios se terminó resolviendo a favor de los primeros.
Por lo menos en el mundo rural, en donde la capacidad de intervención
directa del gobierno era más limitada, se suprimieron las comisarías y
las funciones de policía las pasaron a ejercer plenamente los jueces de
paz, comandando a alcaldes y tenientes que antes también debían pres­
tar servicio a los comisarios.15 Sin embargo, esto no alcanzaba para ga­
rantizar la fidelidad de estos funcionarios hacia el gobierno. Conseguir­
lo sería una tarea ardua, pero que Rosas trató de obtener a través de una
serie de estrategias. La primera de ellas fue sin duda el faccionalismo
político extremo, por el cual todo funcionario debía manifestarse clara­
mente por las opciones políticas del gobierno, que se identificaba a su
vez con las de la voluntad general sintetizada en la Santa Federación.
Los funcionarios debían ser todos fieles federales y a la vez debían con­
trolar que las poblaciones lo fueran. Así, por ejemplo, una de las medi­
das que implemento el gobierno fue ordenar a los jueces la confección
de listas masivas de filiación política de los vecinos de cada una de las
jurisdicciones.16 Ello servía para disponer de registros de apoyos al go­
bierno y de potenciales enemigos, pero también se constituyó en una
práctica que fue diferenciando, separando a los funcionarios de la so­
ciedad, en la medida en que debían convertirse en quienes los clasifica­
ban y controlaban. También se impuso una detallada liturgia para la
asunción en el cargo del juez, en la que se buscaba legitimar la función
estatal con la que disponía la religiosa. Así se estableció que el juez de
paz debía asumir en un día festivo antes de la misa mayor, que debían
colocarse en una mesa cubierta con un paño “un crucifijo, dos velas y el
libro de los Santos Evangelios”, y que luego del juramento que destaca­
ba su adhesión a las autoridades y a la Santa Federación “se cantará la
misa mayor, que oirán desde sus puestos ambos jueces (el que sale y el
que entra), alcaldes y vecinos”. 17 Rosas explicó con claridad el sentido
de esta ceremonia: “...(por) cuanto conviene enseñar a los pueblos por
actos públicos y solemnes, el respeto que deben a los encargados de la
administración de justicia, y hacer sentir igualmente a estos la gravedad
e importancia de sus funciones”. Como se puede ver. no se trataba sola­
mente, ni quizá principalmente, de hacer que la población respetara a
los encargados de aplicar justicia, sino también, y quizás ante todo, de
generar en estos últimos la conciencia sobre la importancia de su fun­
ción separada de la de sus administrados. Sea como sea, imponer la
autoridad del gobierno sobre este entramado de lealtades locales fue
una tarea de muy difícil consecución y Rosas habría de comprobar do-
torosamente más de una vez que algunos jueces, alcaldes y tenientes de
“probada fe federal” actuaban de manera poco acorde a sus expectati­
vas, e incluso a veces terminaban aliados con sus enemigos.

Himno de los restauradores


Fuente: Imagen cortesía de! Archivo General de lu Nación

En un sentido similar Rosas actuó sobre la estructura militar y miliciana


de la provincia. Ésta se hallaba organizada sobre la base de algunos
cuerpos militares regulares de línea, y numerosas milicias conformadas
por vecinos-ciudadanos que eran movilizados cuando se los precisaba y
que se constituían en cuerpos definidos por su localidad o por algunos
rasgos de origen (por ejemplo, las milicias de libertos) y función (caba­
llería, etc.). Organizar, disciplinar y subordinar este entramado era un
tema clave para cualquier gobierno que pretendiera alcanzar alguna au­
toridad y estabilidad. La experiencia de años anteriores había puesto de
relieve que estos cuerpos podían ser un factor decisivo para el éxito
pero también para la derrota de muchos proyectos políticos. La m ilita­
rización había sido demasiado amplia, gran parte de los varones portaba
armas cotidianamente y la violencia se había convertido en un medio
recurrente para resolver los conflictos. La participación de la población
en numerosas campañas y los sistemas de apropiación directa de recur­
sos por los ejércitos habían convertido estos actos en algo normal, y la
obediencia de los soldados y oficiales a las autoridades de turno era de
todo menos segura.18 Sin cambiar la estructura básica de estos cuerpos
militares, el esfuerzo de Rosas estuvo centrado en su subordinación a
una jefatura profesional y sobre todo de probada fidelidad a su persona.
La oficialidad sufrió reiteradas purgas y las m ilicias fueron sometidas
como fuerzas auxiliares de los ejércitos de línea. A la vez, la fidelidad al
gobierno fue reforzada por la ampliación o creación de fuerzas m ilicia­
nas como la conformada por los libertos de origen africano que habrían
de probar su compromiso con el gobernador en varias oportunidades.19
Este compromiso fue ganado con la promesa de libertad plena tras la
movilización, pero también por un conjunto de iniciativas que busca­
ban captar el apoyo de este sector tan importante en la población, los
afroporteños de la ciudad. Además de la futura libertad, la participa­
ción militar fue una vía posible de movilidad social para una parte de
estos libertos.20 Paradójicamente esta intensa participación militar tuvo
para ellos un costo enorme en vidas y en desestructuración social, con­
tribuyendo a diezmar a la población de origen africano de Buenos Aires
y a feminizarla hasta el extremo, como se hace evidente en las llamadas
Sociedades Africanas de la ciudad de Buenos Aires durante la década
de los cuarenta.21 Tanto o más importante que estas milicias de libertos
fueron las fuerzas indígenas que, como veremos más adelante, se con­
virtieron en una pieza clave del sistema de orden rosista, sobre todo en
el sector rural y en las zonas de frontera en momentos en que la eficacia
y la fidelidad de otras fuerzas podían resquebrajarse.
La importancia de estas fuerzas indígenas tiene que ver con otra
cuestión que encaró resueltamente el gobierno de Rosas: la situación de
la frontera pampeana. Como hemos señalado, la expansión del territorio
porteño implicó el recrudecimiento de la conflictividad con los indíge-
ñas que hasta entonces controlaban gran parte de él. Rosas se propuso
consolidar la expansión fronteriza de los años veinte mediante una
combinación de presión militar y negociación. Esta última se centró en
el establecimiento de una alianza estrecha con ciertos grupos indígenas,
los llamados luego “indios amigos”, algunos de cuyos jefes se convirtie­
ron en aliados muy importantes de Rosas, como Catriel y Cachul. Esta
alianza incluía un intercambio de bienes y servicios, que del lado crio­
llo involucraba la entrega regular de ganado, especialmente caballar, a
los indígenas, quienes retribuían sobre todo con su actividad miliciana
en defensa del sistema rosista en la frontera, neutralizando o comba­
tiendo a otros grupos indígenas menos dispuestos a entrar en estas
alianzas. Eventualmente, como veremos luego, los “indios amigos” tam­
bién actuaron militarmente contra enemigos criollos del gobernador.
Rosas a la vez multiplicó y reforzó los fuertes y fortines en las nuevas
líneas de frontera ganadas al indígena, pero es importante señalar que
las principales fuerzas militares presentes en ellos estaban constituidas
por los propios indios amigos, a los que se sumaban fuerzas modestas
de militares profesionales y algunos cuerpos milicianos criollos. Entre
esos últimos se destacaron algunos cuerpos constituidos por vecinos de
pueblos de frontera que habían recibido tierras públicas en esos lugares,
convirtiéndose así en ciudadanos deseosos de defender sus tierras y al
gobierno que se las había otorgado. El caso más importante es el de los
vecinos de Azul, que en varias ocasiones demostraron su fidelidad al
gobernador, hasta el punto en que han sido definidos en un estudio re­
ciente como un “vecindario federal”.
La política económica no conoció mayores variantes al inicio de la
gestión de Rosas en relación con las tomadas por los gobiernos que si­
guieron a la revolución y especialmente a las del grupo rivadaviano de
los primeros años veinte. No resulta casual que su primer ministro de Ha­
cienda fuera García, el mismo que había ejercido esa función durante el
gobierno de Martín Rodríguez, mientras que Bernardino Rivadavia lo
era de Gobierno.
Esta política tenía como algunos de sus ejes la recuperación de la paz
social, la ampliación del territorio y el restablecimiento del respeto a los
derechos de propiedad privada. Todo ello debía contribuir al desarrollo
de lo que se consideraba como el mejor (y casi único) negocio posible
para la provincia en esos tiempos: la ganadería extensiva. Esta actividad
era vista como la mejor posibilidad para asegurar el crecimiento de las
exportaciones, sobre todo de cueros vacunos y de sebo, pero también
cada vez más de carne salada que se producía en los saladeros que ha­
bían brotado como hongos desde la segunda mitad de la década revolu­
cionaria en el sur de la ciudad. El éxito de la expansión ganadera pro­
veería además la solución a un problema central del Estado porteño, la
recaudación fiscal. Hasta finales de la Colonia las cajas de Buenos Aires
se proveían de impuestos comerciales y algunas otras contribuciones
menores de índole local, pero sobre todo de las enormes transferencias
de plata que la caja de Potosí enviaba a la capital virreinal para sostener
sus gastos. Era necesario encontrar una alternativa a estos “situados”
irremisiblemente perdidos, y la solución se encontró en la expansión
ganadera. El incremento de las exportaciones pecuarias permitió a su
vez el de las importaciones, y los impuestos aduaneros sobre este co­
mercio financiaron generosamente el fisco porteño de aquí en más. Ello
le otorgó a los gobiernos de Buenos Aires una potencia que ninguna de
las provincias interiores pudo ni siquiera soñar.23 Tampoco las provin­
cias litorales lo lograron pese que a que iniciaron sus propios procesos
de expansión ganadera, especialmente la de Entre Ríos, desde los años
treinta. Ello se debía a que el comercio exterior de esos bienes siguió
siendo monopolizado por el puerto de Buenos Aires, lo que se convirtió
desde entonces en un problema económico y político de primer orden.
La provincia porteña se beneficiaba doblemente de una política econó­
mica liberal que por un lado facilitaba su vinculación c o n el m e r c a d o
m u n d i a l [que e n este m o m e n t o era e s p e c i a l m e n t e In glaterra) y el incre­
m e n to de las i m p o r t a c io n e s . E s ta s ú ltim a s b a ja b a n los costos d e m uchos
b ie n e s de c o n s u m o de la p o b l a c i ó n lo ca l y así permitían mantener a
raya los s a la r io s de los p e o n e s , q u e e ra n el costo m ás im portante de una
gran e s t a n c ia de la é p o c a . P o r el otro la d o esa mism a política permitía
la r e c a u d a c i ó n de g r a n d e s s u m a s de d in e r o c o m o im puestos a la im por­
ta c ió n , lo q u e p e r m itía a s u s g o b ie r n o s c o n v e r tir s e en una potencia e c o ­

n ó m i c a y p o lí t i c a a n te las p r o v i n c ia s d el i n t e r io r o del L ito ra l.


En una primera etapa Rosas se manifestó como un ortodoxo defensor
de la libertad de comercio que ya era clásica en la región desde 1810. La
disputa con Corrientes sobre las tarifas aduaneras en el momento de la
conformación del Pacto Federal en 1831, sobre el que volveremos, puso
esta cuestión sobre el tapete. Para muchas de las provincias interiores
esa política liberal podía significar la ruina. Por un lado tenían serias
dificultades para insertarse en los circuitos del comercio atlántico por
los altos costos de transporte terrestre para llegar con sus bienes hasta el
puerto. Por el otro les costaba cada vez más competir con sus productos
agrícolas y artesanales en el gran mercado de Buenos Aires, adonde
llegaban masivamente productos tales como la yerba mate, el azúcar y
el tabaco del Brasil, los vinos y aguardientes europeos o los textiles in­
gleses, más baratos y muchas veces de mejor calidad que los de origen
local. A la vez las provincias interiores podían ver como una injusticia
que los impuestos a las importaciones, que se quedaba el fisco porte­
ño, terminaran siendo pagados en parte por los consumidores de sus
Estados, quienes compraban una porción no menor de dichas impor­
taciones.

Rosas y Ezcurra
Poesía con retratos de Rosas y su mujer Encamación Ezcurra, “Juan Manuel de Rosas
y los bloqueos al Río de la Plata de Francia e Inglaterra”, Siglo XIX
Fuente: Imagen cortesía Wikimedia Commons
En función de necesidades políticas, de alianzas con algunas provincias
o con actores locales porteños, Rosas implemento en años posteriores
algunas medidas que podríamos llamar “heterodoxas”, de protección
aduanera para ciertos bienes artesanales o para la producción triguera
local. Estas medidas podían ser gravosas para los productores-exporta­
dores de ganado porteño, al encarecer los precios de los bienes de con­
sumo local (y por ende presionar también los salarios hacia arriba], pero
le permitieron a Rosas negociar alianzas y apoyos políticos, sobre todo
en momentos en que los necesitaba con cierta urgencia. Ya volveremos
luego sobre ello. En todo caso ésta no era la situación en este primer
gobierno, en el que la libertad de comercio fue defendida a rajatabla
frente a los reclamos proteccionistas de algunas provincias interiores.
Los recursos fiscales de Buenos Aires se completaban con otros im­
puestos, la mayoría creados también en los primeros años veinte. Entre
ellos se destacaba la contribución directa, un impuesto a la riqueza per­
sonal que era mucho más “progresivo” que el impuesto a la importa­
ción, que en los hechos era un impuesto al consumo pagado igualmente
por pobres o ricos. Sin embargo, la contribución directa nunca funcionó
bien, tanto por la resistencia de los propietarios a pagarlo y la escasa
voluntad del Estado de enfrentarse con ellos, como porque los gobier­
nos disponían del impuesto aduanero tanto más sencillo de cobrar y
que no generaba malestar al difuminarse en los precios de venta al con­
sumo. El problema para el Estado con este sistema impositivo se susci­
taba cuando algún acontecimiento interrumpía el comercio exterior por
períodos más o menos prolongados. En estas ocasiones, además de su­
frir la economía, el gobierno se quedaba sin el 80 o 90 por ciento de sus
ingresos corrientes. Ello sucedió en el período que estamos abordando
en tres ocasiones: la primera cuando se produjo la guerra con el Imperio
del Brasil, entre 1825 y 1828; luego en dos oportunidades durante el
segundo mandato de Rosas, con el bloqueo francés del puerto entre
'1838 y 1840; y finalmente con el bloqueo anglo-francés entre 1845 y
1848. En 1826, durante la guerra con el Brasil, el gobierno porteño recu­
rrió a la emisión masiva de billetes no convertibles por primera vez en
la historia local para pagar los enormes gastos de un Estado en guerra.
Con ello generó un brote inflacionario fenomenal y una alteración muy
fuerte de los precios relativos en la que quienes más perdían eran los
asalariados, pero también quienes recibían rentas locales en moneda
que se devaluaba rápidamente. Ello contribuyó no poco al clima de
inestabilidad en el marco del cual se produjeron el golpe de Lavalle
contra Dorrego en 1828 y el posterior alzamiento rural que hemos ana­
lizado en el capítulo anterior, que concluyó con la llegada al poder de
Rosas. Éste aprendió de esta experiencia y prometió que su gobierno no
recurriría a la emisión descontrolada. Promesa que intentó cumplir,
aunque sin mayor éxito, como veremos.
Entre las preocupaciones del primer gobierno de Rosas estaba tam­
bién la de restablecer acuerdos con los principales líderes provincia­
les, teniendo en cuenta la incapacidad demostrada hasta entonces por
la vieja capital virreinal de imponer su voluntad sobre el resto del te­
rritorio de manera coercitiva. Algunas provincias habían sabido apro­
vechar los conflictos políticos poscoloniales para intervenir sobre la
antigua capital y aun derrotarla militarmente, como había sucedido en
1820. En ese entonces el propio Rosas había experimentado cuán im­
portante era establecer acuerdos con algunos de los líderes provincia­
les que habían probado su capacidad militar, como Estanislao López
de Santa Fe. Desde entonces Rosas fue tejiendo una alianza con el
caudillo santafesino, en la cual se mezclaban negociaciones políticas,
una muy frecuente correspondencia epistolar y regulares transferen­
cias de dinero del fisco porteño a la provincia de López, cuya econo­
mía sufría todavía los efectos devastadores de las guerras pasadas en
su territorio.24 También tejió una relación privilegiada con el riojano
Quiroga, quien había sabido ganar una gran influencia en buena parte
del territorio interior. En toda la primera etapa del gobierno rosista
éstos serán sus principales interlocutores fuera de Buenos Aires. En
1835 muere Quiroga en un atentado, en 1838 le sigue López, muv en­
fermo y avejentado, coincidiendo con un proceso en el que Rosas po­
drá ir imponiendo cada vez más fácilmente su voluntad sobre un terri­
torio desprovisto de recursos y también de líderes con capacidad de
frenar la ambición de la poderosa Buenos Aires. Pero no era ésta la
situación durante su primer gobierno; estaba muy fresca todavía la
imagen de los caudillos del Litoral atando sus caballos a la pirámide
de Mayo en 1820, y Rosas sabía que Buenos Aires no estaba aún en
condiciones de imponer su voluntad al resto, que debía negociar con
ellos, otorgarles un papel en la nueva Confederación, concederles al­
gunos beneficios económicos, halagarlos permanentemente, a veces
amenazarlos solapadamente. Más adelante serán cada vez más fre­
cuentes estas últimas, y mucho menos las primeras...
Sin duda uno de los ejes que articularon toda la política rosista fue
la construcción de un imaginario que dividía a la población en dos par­
tes, los que estaban del lado correcto y quienes eran sus enemigos: los
federales de los unitarios, los que defendían la verdadera religión de
los impíos, los que sostenían el orden legal de los logistas, anarquistas
y decembristas.
Esta lógica fue la que organizó todo el discurso de gobierno, la que le
permitió controlar la movilización de sus seguidores y amenazar a los
disidentes o enemigos.25
Como señalamos antes, entre los años 1830 y 1831 el gobierno or­
denó a los jueces de paz de cada distrito la confección de unas listas
masivas de “unitarios” y “federales”. Estas listas, que describían la
afiliación política de los vecinos de cada lugar con lujo de detalle, in­
cluían la mayoría de las veces las ideas expresadas en reuniones pú­
blicas o las sospechadas por el funcionario y sus informantes, la actua­
ción de las personas en los principales acontecimientos de disputa
política de la década pasada (por ejemplo, la participación de cada
uno ante el golpe “decembrista”), incluso la forma de vestirse o com­
portarse eran señaladas, en tanto se consideraba que algunas de estas
formas de exteriorización indicaban el compromiso con los valores de
la Federación o el más abyecto unitarismo. No sólo la utilización o no
de la “divisa punzó” era un signo exterior de adhesión o rechazo del
gobierno, sino que también lo eran el uso de barba (unitaria) o bigote
(federal), también “hablar m ucho” podía ser señal de pertenencia a la
fracción disoluta y anárquica, expresando estos detalles un verdadero
catálogo de los valores que se empezaron a construir como los signos
de identidad de las facciones en disputa. En todo caso estas listas tu­
vieron como objetivo inicial disponer de datos para poder discernir
entre quienes se podía nombrar a los funcionarios que fueran fieles al
gobernador.
La confección de las listas alcanzó niveles inusitados y cumplió ob­
jetivos múltiples: por un lado ellas permitían a Rosas disponer de una
primera radiografía de apoyos y disidencias, de lealtades y enemista­
des, para saber sobre quiénes apoyarse y de quiénes desconfiar en la
tarea que emprendía de consolidar su poder y el orden social.
Pero a la vez la confección de estas listas permitía movilizar al cuer­
po de funcionarios, de manera de que éste se fuera separando del “cuer­
po social” y adquiriendo conciencia de ser parte de un entramado de
agentes de gobierno que debían más fidelidad a éste que a la sociedad
misma.
Una observación de dichas listas, al menos de las partes que han lle­
gado hasta nosotros, permite tener un panorama sobre la percepción
que los agentes de gobierno tenían en este primer momento sobre quié­
nes apoyaban al gobernador y quiénes eran sus enemigos. Se puede ob­
servar por un lado que en la campaña los apoyos parecían más generales
que en la ciudad, donde anidaban algunos núcleos importantes de uni­
tarios, los de “frac y levita”. Pero en la campaña tampoco la imagen era
homogénea; la zona norte parecía menos afecta al gobierno y a la Fede­
ración que la del oeste cercano (que aparecía como un compacto bastión
federal) y la del sin?, más deudoras éstas de las políticas del gobierno y
en las que Rosas y sus agentes habían sabido construir una influencia
desde largo tiempo atrás. Lo otro que aparecía reflejado claramente en
dichas listas era la percepción de los agentes de gobierno de que había
una diferenciación de clase en los apoyos al gobierno o al unitarismo.
Entre estos últimos predominaban los sectores más adinerados de la
sociedad y los más urbanos, mientras que entre los fieles federales, si
bien se podían contar algunas de las personas más ricas de la provincia,
especialmente por sus patrimonios rurales, los apoyos populares se da­
ban por descontado.26
Sea como sea, los rasgos que resumimos como marcas generales del
gobierno de Rosas fueron cambiando a lo largo del tiempo y, aunque se
pueden constatar algunas continuidades significativas, el énlasis en
unas u otras herramientas variaba, a veces fuertemente.
Resulta bastante claro que al inicio de su gestión Rosas intentó con­
formar un gobierno de conciliación cuyos ejes fueron el restablecimien­
to del orden y las jerarquías sociales, la paz con las provincias y en la
frontera, la expansión económica.
La construcción de su gabinete expresa dicho intento, con la inclusión
de reconocidas figuras del establishment de la década que terminaba. Ma­
nuel José García, su ministro de Hacienda; el general Tomás Guido, de
Gobierno y Relaciones Exteriores, y el general Juan Ramón Balcarce,
de Guerra. García, hijo de un respetado funcionario borbónico en el Río
de la Plata, había desempeñado múltiples funciones de relevancia en la
política local en gobiernos de distinto alcance e ideología, entre las cuales
la de secretario de Hacienda del Segundo Triunvirato y de Gobierno y de
Hacienda en los gobiernos porteños de Martín Rodríguez y de Las Heras,
cumpliendo luego un papel muy discutido en las negociaciones de paz
de la guerra contra el Imperio del Brasil en 1827, por lo que fue denostado
por la historiografía revisionista. Pese a ello, como vimos, fue el primer
ministro de Hacienda de Rosas. Guido por su parte era un respetado mi­
litar y político, destacado ya por su actuación en las invasiones inglesas,
por el papel que jugó junto a San Martín en sus campañas americanas, y
asesor y ministro de numerosos gobiernos de Buenos Aires de diverso
signo político. Entre ellos fue ministro de Guerra y Relaciones Exteriores
de Lavalle y de Viamonte, antes de serlo de Rosas. Finalmente Balcarce,
proveniente de una familia con amplios antecedentes militares y él mis­
mo un destacado militar de las guerras de la independencia, contaba en­
tre sus “méritos” previos una participación recordada por su crueldad en
las luchas contra los federales de Santa Fe en la segunda mitad de la dé­
cada de 1810, con el incendio de Rosario entre esos episodios. Fue en
varias breves ocasiones gobernador de Buenos Aires —como lo volvería a
ser en el interregno de 1832-1834—así como cumplió funciones de minis­
tro de Guerra en las gestiones de Dorrego y de Viamonte, seguidamente de
lo cual ocupó el mismo ministerio con Rosas. Como se puede observar,
este primer gabinete de Rosas, pese a su duro discurso antiunitario, esta­
ba muy lejos de expresar una posición político-ideológica coherente, e
incluía a destacados personajes muy vinculados con experiencias políti­
cas recientes bien distantes del federalismo.

U n m o m en to de r a d ic a u z a c ió n

Pero este gabinete de conciliación se vio sacudido muy pronto cuando


el proyecto político de Rosas pareció amenazado por poderosos enemi­
gos pocos meses después de su llegada al poder.
El general unitario José María Paz se hizo fuerte en Córdoba luego de
derrocar al gobernador federal Bustos en 1829, y bajo su influjo logró ir
captando la voluntad de otras provincias, especialmente luego de derro­
tar en dos importantes batallas al líder federal riojano, Facundo Quiroga.
Las derrotas que sufrió el Tigre de los Llanos en La Tablada (junio de
1829) y Oncativo (febrero de 1830) lo llevaron a refugiarse en Buenos
Aires en marzo de 1830, tras lo cual casi todas las provincias interiores
se alinearon con la Liga del Interior, bajo liderazgo de Paz, quien fue
designado su titular con el “Supremo Poder Militar” en agosto de ese
año. Estas provincias, además de establecer acuerdos de mutua defensa,
retiraron la delegación a Buenos Aires de las relaciones exteriores que
le habían otorgado previamente. De esta manera el enfrentamiento con
Buenos Aires parecía inminente.
Ante esto Rosas reforzó su alianza con los líderes del Litoral, fir­
mando en enero de 1831 el Pacto Federal con Santa Fe y Entre Ríos,
al que adhirió algo más tarde Corrientes. Esta última provincia, pese a
haber participado en las discusiones previas, no firmó inicialm ente el
pacto disgustada por la obstinada defensa del delegado porteño de una
política librecambista que el representante correntino, Pedro Ferré,
consideraba nociva para los intereses económicos de las provincias
interiores y por la negativa de Rosas a organizar constitucionalmente
el país. En estos ásperos debates la posición correntina, además de
atacar el librecambio indiscriminado que afectaba a las producciones
locales, cuestionaba el papel privilegiado que se había otorgado a Gran
Bretaña desde el Tratado de Amistad de 1825, así como reclamaba
la organización constitucional del territorio, de manera de delimitar
claramente el reparto de los recursos y del poder que se encontraban
desigualmente distribuidos a favor de Buenos Aires. El representante
porteño, José María Roxas y Patrón, defendió a rajatabla el librecambio
y el tratado con Gran Bretaña, así como argumentaba la necesidad de
esperar a la derrota de los enemigos de la Federación para promo­
ver su organización constitucional, siguiendo argumentos que Rosas
utilizaría reiteradamente durante toda su gobernación. Así, mientras
Roxas y Patrón sostenía que el proteccionismo sólo traería carestía y
perjudicaría las actividades verdaderamente lucrativas del territorio
como la ganadería, Ferré proponía taxativamente la “prohibición ab­
soluta de importar algunos artículos que produce el país”, así como la
habilitación para el comercio internacional de “otro u otros puertos
que el de Buenos A ires”, terminando también de esta manera con el
monopolio de hecho que ejercía el puerto de Buenos Aires para el co­
mercio internacional.27
El Pacto Federal finalmente fue consiguiendo la adhesión de las distin­
tas provincias, y conformó una alianza ofensiva-defensiva entre sus inte­
grantes, aunque éstos mantuvieron su autonomía política en una estructura
de tipo confederal. Se convocó a una Comisión Representativa de las pro­
vincias que integraban el Pacto, con un representante por cada una de ellas,
la que debía encargarse de las relaciones exteriores y la guerra, así como
convocar a un Congreso Constituyente. Esta Comisión tuvo una vida efím e­
ra (apenas más de un año], y las relaciones exteriores fueron delegadas
nuevamente a Buenos Aires. La convocatoria a Congreso Constituyente por
su parte deberá esperar también hasta 1853. Estanislao López, el caudillo
santafesino, se convirtió entonces en pieza clave de las alianzas militares
federales y fue nombrado general en jefe del Ejército Aliado del Litoral, en
guerra contra la Liga del Interior que lideraba Paz. Junto con esto, el clima
de incipiente reconciliación política en Buenos Aires dejó lugar al más fu­
rioso faccionalismo. La misma noche de marzo de 1830 en que Quiroga
llegaba a Buenos Aires se escucharon gritos de “mueras” a los “salvajes
unitarios” en las calles de la ciudad y varias personas hicieron disparos al
aire y contra las casas de algunos “unitarios” señalados. El gobierno de
Rosas se radicalizó buscando galvanizar a sus seguidores en contra de los
“anarquistas” que encabezaba el salvaje unitario Paz y los traidores agaza­
pados en la propia Buenos Aires. En este camino Guido debió dejar su
ministerio a un más combativo Tomás de Anchorena, dispuesto a enfrentar
radicalmente a los “impíos unitarios”. Una carta del 10 de abril de 1830
que escribió Rosas desde San Nicolás a su ministro García, uno de los pro­
motores de esa política previa de conciliación, da cuenta del nuevo rumbo
que el gobernador quería imponer a sus acciones y las de sus seguidores.
Allí le explicaba que en este momento “la inacción y la indiferencia mía en
este caso hubiera sido una notoria desviación del plan que me he propues­
to, convencido de la necesidad de que lo que hoy más importa es dirigir
con habilidad a las masas victoriosas donde se encuentra la acción física
del país” (otra vez la parte “física” para identificar a los sectores populares).
Señalaba en esta carta que los unitarios estaban ensoberbecidos por la ac­
ción de Paz en el interior y los federales furiosos, por lo que era necesario
cambiar lo hecho hasta allí en Buenos Aires:

Los vencidos (los ‘unitarios’, N. del A.) entraron a gozar de todas


sus libertades y de las regalías que acuerdan nuestras institucio-
ríes. El Gobierno se mostró padre de todos y quedaron en sus em­
pleos una infinidad de aquéllos. Pero pronto se demostró que esto
en vez de servir para hacerlos agradecidos y arrepentidos del cri­
men cometido fue un aliciente para cuantos trabajan en contra de
la autoridad insultando de este modo a los vencedores....28

En esta etapa entonces las prioridades eran otras. Los signos del renovado
faccionalismo se multiplicaron, se reforzó la censura a la prensa no oficia­
lista y se generalizaron los signos exteriores de adhesión al federalismo
rosista, entre los que destacaba la irrupción obligada del cintillo punzó. En
enero de 1831 fueron suspendidos dos periódicos, El Cometa y El Nuevo
Tribuno o Clasificador, los que habían publicado artículos que criticaban
las facultades extraordinarias y habían defendido la necesidad de dar una
organización constitucional al país, posición que Rosas no avalaba en ese
momento. En febrero del mismo año se decretó que

todos los empleados civiles y militares, incluso los jefes y oficia­


les de m ilicia; los religiosos seculares y eclesiásticos que por
cualquier título gocen de sueldo, pensión o asignación del tesoro
público; los profesores de derecho con estudio abierto, los de me­
dicina y los practicantes de estas dos facultades, procuradores,
corredores y todos los que recibiesen nombramiento del gobierno
traerán distintivo de color punzó colocado visiblemente en el
lado izquierdo sobre el pecho con la inscripción Federación.

El mismo decreto estipulaba que los militares debían incluir en el dis­


tintivo rojo la inscripción “Federación o Muerte”, concluyendo que
"cualquiera que contraviniera a esta disposición sería suspendido de su
cargo o empleo”.
Como se ve, la penalización por no cumplir esta orden no era menor,
se podía perder el empleo en el Estado. En momentos más críticos para
el sistema rosista los riesgos iban a ser aun mayores, y la consigna “Fe­
deración o Muerte” se podía convertir en literal...
Sin embargo, el azar de las guerras devolvió pronto la situación a su
lugar anterior.
El general Paz cayó prisionero de una partida federal santafesina en
mayo de 1831, y muy rápidamente la coalición unitaria se derrumbó.
Llegando a noviembre, la batalla de la Ciudadela, en Tucumán, dio por
tierra con la última resistencia unitaria, siendo vencido el general Gre­
gorio Aráoz de Lamadrid por Facundo Quiroga, quien había recuperado
rápidamente el liderazgo federal del frente andino. La mayoría de las
provincias cambió de signo político y se incorporó al Pacto Federal, que
devino así el sustrato político de todo el territorio.
Nacía de esta manera la Confederación Argentina, mediante las ad­
hesiones individuales de las provincias a este Pacto y sin que mediara
un arreglo constitucional. Rosas, contrariando la posición de numero­
sos líderes provinciales, quienes seguramente pensaban que una Cons­
titución federal favorecería la defensa de los intereses de las provincias
más débiles, se opuso con una innegable coherencia a dicha organiza­
ción constitucional. El Restaurador de las Leyes proclamó siempre su
acuerdo teórico con ello, pero alegaba la necesidad de alcanzar primero
un orden cierto (que nunca llegaba) y la derrota de los enemigos de la
Federación, antes de poder vivir bajo el imperio pleno de las leyes. Lo
expresaba claramente en una carta a Quiroga en 1832 y se lo escuchare­
mos repetir una y otra vez en sus comunicaciones a gobernadores y
otros interlocutores hasta el fin de su gobierno. En esa carta de marzo
del 32 le decía al riojano:

...ardo en los mejores deseos de ver constituido el país; pero que


por lo mismo que tales son mis íntimos deseos, no quisiera verlos
malogrados por falta de un poco de espera, para lograr la verdadera
oportunidad, y porque temo mucho que la precipitación vuelva a
sumergirnos en un abismo de males insondables, por no haber
aguardado el tiempo necesario de dos años o diez y ocho meses,
que acaso sea bastante. ...:tu

Estas explicaciones las seguirá repitiendo hasta su partida del poder en


1852. Una de las más famosas argumentaciones en este sentido es la
incluida en la carta desde la “hacienda de Figueroa” que escribe tam­
bién a Quiroga a finales de 1834, antes de la partida de éste al viaje que
terminará cosiéndole la vida, y que será encontrada, manchada de san­
gre, entre sus pertenencias tras el atentado. Se puede imaginar que lo
que promueve esta consecuente resistencia de Rosas a organizar consti­
tucionalmente la república es el temor al regreso de las pujas intraelites
y los conflictos entre las provincias que llevaron a la anarquía que tanto
odiaba. Pero caben pocas dudas también de que esta falta de arreglo le­
gal facilitaba a Buenos Aires -y a Rosas mientras estuviera a su frente-
el manejo discrecional de un poder y unos recursos, centrados sobre
todo en el puerto y la aduana, que hacían invencible a la provincia
frente a sus hermanas pobres y que cualquier acuerdo interprovincial
hubiera obligado a distribuir de otra manera. Esta falta de acuerdo cons­
titucional habilitaba también la capacidad de la provincia porteña de
fijar las políticas aduaneras a su antojo, lo que no dejó de generar diver­
sos conflictos entre una provincia como Buenos Aires beneficiada por el
librecambio y otras cuyas actividades artesanales o agrícolas orientadas
a mercados interiores se veían perjudicadas por ella, como en el caso
antes aludido de Corrientes.
Paradójicamente, con la derrota de sus principales enemigos el siste­
ma de Rosas tal como se había construido se debilitó. El faccionalismo
extremo necesitaba un enemigo al acecho que ya no parecía existir o al
menos constituir una amenaza cierta. La Legislatura parecía poco dis­
puesta a renovar las facultades extraordinarias, y la propuesta de desig­
nación que le reiteró a Rosas, sin incluir dichas facultades, en diciem­
bre de 1832 no fue aceptada por éste, quien abandonó así la gobernación
y manifestó su voluntad de concentrarse en el arreglo y la seguridad de
las fronteras de la provincia y luego retirarse a su vida privada que ha­
bía abandonado por el bien común.
En su lugar fue elegido Juan Ramón Balcarce, quien había sido mi­
nistro de Rosas. Pero bien pronto estallaría un duro conflicto que ahora
se dio entre dos facciones que se definían como federales, una rosista v
otra antirrosista.
En esta nueva coyuntura se habrían de consolidar ciertos rasgos ya
presentes en la primera experiencia rosista, creándose algunas nuevas
herramientas de acción política facciosa, mientras que otros rasgos se
desdibujarían o incluso desaparecerían.
Mientras tanto parecen bastante ciertas sus palabras sobre el abando­
no en que ha dejado sus intereses particulares. Es notable cómo, entre
los numerosísimos documentos existentes en los archivos referidos a
sus establecimientos rurales, los que remiten a los años de su primer
gobierno son muy escasos. Ello no significa que se haya desprendido de
éstos, pero parece poca la atención que les prestó mientras ellos han
sufrido como el resto de las explotaciones rurales porteñas de una co­
yuntura muy castigada por una intensa y prolongada sequía, así como
por la carestía del trabajo que la misma conflictividad y las guerras in­
crementaron dramáticamente. Con ganados alzados por la falta de agua
y sin los suficientes peones para controlar los stocks numerosos que
contenían tanto sus estancias como las de los Anchorena, el intercam­
bio epistolar entre Rosas y los administradores de esas propiedades no
fue muy profuso. Así, apenas conocemos unas pocas cartas como la que
escribió en marzo de 1832 y que pone de manifiesto la débil capacidad
que tenía el gobernador de resolver esos problemas. En esta nota le es­
cribía al administrador Décima y le recomendaba “a los peones halágue-
los del modo que crea más conveniente y anímelos. Por lo que importa
el jornal no se pare en el precio atendida la necesidad...”.31 Como se
puede ver, en esta situación que parecía bastante desesperada para los
grandes estancieros que no conseguían peones para contener al ganado,
el consejo de Rosas era pagar los salarios que ellos exigían, y no asoman
aquí ni el terror ni la coerción que según algunos autores aseguraba a
Rosas la provisión de trabajo en sus estancias. Una carta de su esposa
Encarnación del año anterior da cuenta también de un cierto descontrol
en los negocios privados del gobernador, explicándole algo que dice ser
vox populi en Buenos Aires y que Rosas parecía ignorar: que un grupo
de vecinos de sus estancias les robaba ganado a él y a otros estancieros
con la mayor impunidad, algo impensable en los momentos en que Ro­
sas ejercía en persona la dirección de sus establecimientos rurales.32
Esa misma carta da cuenta también de la politización de la compañe­
ra de Rosas, a quien vemos opinar con decisión sobre las disputas polí­
ticas de la época, aconsejando a su marido actuar con m ás decisión que
la que parece observar en ciertas circunstancias. A s í, criticaba la consi­
deración que el gobierno había tenido con sus tradicionales oponentes
y le decía: “Los unitarios se han vuelto a erguir con la demasiada con­
descendencia que hay con ellos; están insolentes. Dios quiera que no
tengamos pronto que sentir por una caridad tan mal entendida; permí­
teme esta franqueza”.33 Como se verá en el capítulo siguiente, la irrup­
ción en la política de la esposa de Rosas en un papel muy destacado tras
su salida del gobierno no fue un hecho casual ni repentino, y su radica-
lidad parece haberse ido forjando con los años.
N otas

1 Citado en Enrique Barba: “El primer gobierno de Rosas”, en Ricardo Levene: H is ­


toria de la N ación A rg en tin a , Vol. VII, El Ateneo, Buenos Aires, 1962, p. 16.
- Véase José C. Chiaramonte: Usos políticos de la historia, Buenos Aires, Sudame­
ricana, 2013, especialmente el capítulo 3 de la segunda parte.
3 Para este tema resulta fundamental el trabajo de M arcela Ternavasio: La revolución
del voto..., op. cit. Sobre los mecanism os electorales en el sector rural de Buenos
Aires de la época véase Sol Lanteri y Daniel Santilli: “Consagrando a los ciudadanos.
Procesos electorales comparados en la campaña de Buenos Aires durante la primera
mitad del siglo X IX ”, en Revista de Indias, vol. LXX, N° 249, 2010, pp. 551-582.
4 Más unos 70.000 a 8 0 .0 0 0 individuos en la campaña de entonces. La cifra de asis­
tentes es la indicada por Adolfo Saldías: Historia de la Confederación Argentina.
Rozas y su época, Buenos Aires, Félix Lajouane Editor, 1892, Tomo II, p. 31. La
población para Buenos Aires hacia 1830 la calculamos con base en los datos de
los padrones de 181 3 -1 8 1 5 y 1836 -1 8 3 8 . Véase José Luis Moreno y José Mateo: “El
redescubrimiento de la demografía histórica en la historia económica y social”,
en Anuario IEHS, N ° 1 2 ,1997, pp. 35-55.
5 The Brítish Packet, 26 de diciembre de 1829, en The British Packet. De Rivadavia
a Rosas, 1826-1832, Buenos Aires, Solar/Hachette, 19 76, pp. 279 y ss.
6 La Gaceta Mercantil, N° 1789, Buenos Aires, 23 de diciembre de 1829.
7 Ese día efectivamente se cumplía el aniversario del fusilamiento y entonces partió
la comisión que debía ir a Navarro a buscar los restos del gobernador federal para
traerlos a la ciudad. Las exequias públicas comenzaron el día 19 y siguieron hasta
el 21, en que los restos de Dorrego fueron enterrados en la Recoleta.
“ Tomás de Marte: M em orias, Buenos Aires, Ediciones Argentinas, 1946, Vol. 4, p. 188.
' Otro de los grandes líderes federales del mom ento, Facundo Quiroga. tam poco era

un federal por convencim iento. Tuvo fuertes lazos con Rivadavia v el grupo “ri~
vadaviano” en la etapa previa, y él m ism o se encargó de explicarlo en una carta a
Rosas del 12 de enero de 1832 en la que decía: "Yo no soy federal, soy unitario por
convencimiento: pero sí con la diferencia de que mi opinión es muv humilde v
que yo respeto dem asiado la de los pueblos constantemente pronunciados por el
sistema de gobierno federal", publicada en Enrique Barba: C orresp on d en cia....
op. cit.. pp. 68-69.
1,1 El texto de Vázquez se puede consu ltar en Arturo Sam pay: Las id ea s p o lítica s....
op. cit., pp. 129-136.
11 Carta del 10 de abril de 1830, en M arcela Ternavasio: C orresp o n d en cia. .., op. cit.,
p. 81.
12 Citado en Enrique Barba: “El primer gobierno...”, op. cit.. p. 19.
13 Carta a José M aría Terrero del 15 de abril de 1830, citada en Adolfo Saldías: H is ­
to ria ..., op. c it., Editor Lajouane, Tomo II, p. 34.
14 Roberto Di Stefano: El púlpito..,, op. cit.
15 Disponernos hoy de una bibliografía profusa que ha revisado la cuestión de la
organización de las estructuras estatales y judiciales de la época, señalando el
peso de los consensos locales y la costumbre para organizar el poder y consolidar
la autoridad, especialmente referida al sector rural y a la justicia de paz. Por ejem­
plo, Raúl O. Fradkin (cornp,): La ley es tela de araña. Ley, justicia y sociedad rural
en Buenos Aires, 1780-1830, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2009; Juan C. Gara­
vaglia: “La justicia rural en Buenos Aires durante la primera mitad del siglo XIX”,.
en Poder, conflictos y relaciones sociales en el Río de la Plata, XVIII-XIX, Rosario,
Homo Sapiens, 1999, pp. 89-122; y Jorge Gelman: “Crisis y reconstrucción del
orden en la campaña de Buenos Aires. Estado y sociedad en la primera mitad del
siglo XIX”, en Boletín Ravignani, N°21, 2000, pp. 7-32.
16 Jorge Gelman: “Unitarios y federales. Control político y construcción de identida­
des durante el primer gobierno de Rosas”, en Anuario IEHS, N° 19, 2004, pp.
359-390.
17 Registro Oficial de Buenos Aires (ROBA), 1832, p. 6.
18 La importancia de este tema fue señalada tempranamente por Tulio Halperín
Donghi en su obra clásica: Revolución y guerra..., op. cit. Recientemente ha sido
desarrollado en diversos estudios por varios autores. Por ejemplo, Raúl O. Frad­
kin: “Sociedad y militarización revolucionaria. Buenos Aires y el Litoral riopla­
tense en la primera mitad del siglo XIX”, en AA.VV.: La construcción de la Na­
ción Argentina. El rol de las Fuerzas Armadas, Buenos Aires, Ministerio de
Defensa, 2010, pp. 63-80; o Alejandro Rabinovich: Ser soldado en las Guerras de
Independencia, Buenos Aires, Sudamericana, 2013.
19 Existía una milicia de libertos desde la Asamblea del Año XIII, conformada por
esclavos incorporados al servicio, que alcanzarían la libertad al cabo de cinco
años de servicio. A esta primera iniciativa le seguirían otras. Finalmente en febre­
ro de 1831 Rosas ordena conformar la Milicia Activa de Infantería de Libertos de
Buenos Aires, a la que debían integrarse todos los varones mayores de quince
años que estaban en la categoría de “libertos” desde el decreto de Libertad de
Vientres de 1813 y que aún servían a sus patronos. Quedaban exceptuados los que
habían nacido antes de ese decreto v por lo tanto seguían en la condición de es­
clavos, aunque se invitaba a sus patronos a que los donasen para el “servicio de
la patria". Véase Alejandro Castro: Un largo camino hacia ¡a libertad: Problemas
en torno a la situación de los libertos a partir de la sanción de la ley de libertad
de vientres de 1813 y su acceso a la libertad, Tesis de Licenciatura, FFyL/UBA.
2009.
20 ídem.
21 Ya para finales de los años veinte se registra en la ciudad una población negra con
baja participación masculina, por efecto de la militarización. Así, según el padrón
de la ciudad de 1827, entre los 15 y 34 años había apenas unos 40 varones de
color para cada 100 mujeres. Ello también afectaba a la población blanca, pero en
mucha menor proporción, con casi 75 varones por cada 100 mujeres. Véase Geor-
ge Reid Andrews: Los afroargeritinos..., op. cit., p. 89.
22 La relación con los indios amigos fue estudiada en detalle por Silvia Ratto: Esta­
do, vecinos..., op. cit., disponible online en la revista Corpus, 2:2, 2012. El caso
de Azul, por Sol Lanteri: Un vecindario..., op. cit.
23 Véase para este tema la obra de Tulio Halperín Donghi: Guerra y finanzas..., op.
cit.
24 Sobre el peso de estas transferencias en las finanzas santafesinas véase José C. Chia­
ramonte, Guillermo Cussianovich y Sonia tedeschi, “Finanzas públicas...”, op. cit.
25 Un análisis exhaustivo sobre el discurso del rosismo en Jorge Myers: Orden y
virtud. El discurso republicano en el régimen rosista, Bernal, Universidad Nacional
de Quilmes, 1995.
28 Los detalles de esta cuestión en Jorge Gelman: “Unitarios y federales...”, op. cit.,
pp. 359-390.
27 Estas palabras de Ferré provienen de un escrito de 1830, transcripto en José G.
Chiaramonte: Ciudades, provincias, estados..., op. cit, pp. 577 y ss. En ese libro
el autor desarrolla los contenidos y motivaciones de esta polémica con algún de­
talle.
28 La carta está transcripta en Marcela Temavasio: Correspondencia..., op. cit., pp. 80-81.
29 Citado en Adolfo Saldías: Historia..., op. cit., Félix Lajouane Editor, Tomo II, p.
118.
30 Véase la carta en Enrique Barba: Correspondencia..., op. cit., p. 84.
31 Carta de Rosas a Décima del 20 de marzo de 1832, en AGN, VII, 16.4.8.
32 Carta de Encarnación Ezcurra a Rosas del 11 de julio de 1831, citada en M. Sáenz
Quesada: M ujeres..., op. cit., pp. 64-65.
33 ídem.
Capítulo 6
El interregno 1 8 3 2 - 1 8 3 5 .
La expedición contra los indios, la Revolución
de los Restauradores y un regreso con gloria

I ntroducción a u n trienio to rm en to so

A finales de 1832 Rosas no era más gobernador, pero suponía que con­
servaba buena parte de su poder. Quien lo reemplazó, Juan Ramón Bal-
carce, había sido su ministro y lo consideraba una persona fiel. Sin em­
bargo, el contexto en el que éste asumió la gobernación era el de una
disputa ya evidente entre dos sectores que se reclamaban del federalis­
mo. Uno de ellos, que ganó influencia en la Sala de Representantes y
buscaba incidir en el derrotero político de la provincia, era el que sería
conocido como el de los “federales doctrinarios”. Esta denominación
agrupaba a muchos viejos federales que habían militado al lado de Do-
rrego, quienes disentían con algunas de las políticas que llevó a cabo el
gobernador saliente, desconfiaban de la concentración de poder q u e le
o to rg a ro n a R o s a s la s fa c u lta d e s e x tr a o rd in a ria s y c o n s id e r a b a n q u e n o
h a b ía n s id o b ie n tra ta d o s por su g o b ie rn o . E n tre e llo s se d e s ta c a b a el
m in is tro de G u erra de Balcarce y su p rim o , e l g e n e ra l E n riq u e M a rtín e z ,
q u e m ilita b a e n é r g ic a m e n te p a ra d e s a c tiv a r el e n tra m a d o d e p o d e r q u e
h a b ía c o n s tr u id o e l R e sta u ra d o r. B ie n p ro n to h a b ría de e s ta lla r el c o n ­
flic to . S u s a c to re s d ir e c to s m á s d e s ta c a d o s d el la d o ro sista fu ero n la
e sp o s a d el e x g o b ern a d o r, d o ñ a E n c a r n a c ió n E z c u rra , y a lg u n o s de los
s e g u id o re s m á s fie le s de R o s a s ta n to e n la c iu d a d c o m o e n el s e c to r ru ra l
de la provincia. Entre la elite política del momento se destacaban por
momentos Felipe Arana, los hermanos Tomás y Nicolás de Anchorena
o Manuel Vicente Maza; en la campaña jugó un rol muy activo Vicente
González, el famoso “Carancho del Monte”. Este último, de origen
o r ie n ta l, tenía una larga experiencia como militar, tanto e n ejércitos de
línea como milicianos, y desde 1819 participaba en los Colorados del
Monte junto a Rosas. Instalado en ese partido de la campaña porteña
donde Rosas también tenía sus principales propiedades, primero como
pulpero y luego como propietario rural, fue ganando ascendiente sobre
la población y se convirtió en uno de los aliados estratégicos y más fie­
les del futuro gobernador en la región. Al llegar Rosas al poder en 1829
fue nombrado comandante del 3o Regimiento de Caballería de Campaña,
con asiento en Monte. Si bien los detractores del régimen rosista atribu­
yeron su apodo a las cualidades negativas del ave de rapiña, dicho so­
brenombre parece deberse a sus más cercanos amigos, quienes así lo
llamaron por su prominente nariz. En todo caso, la red de actores aso­
ciados a Rosas y a su muy activa y aguerrida esposa en esta coyuntura
era muy amplia y se extendía por todos los rincones de la provincia y a
casi todos sus sectores sociales, aunque aquellos vinculados a los secto­
res populares irían a jugar un papel relevante. La movilización de estos
sectores marcó la diferencia central en la capacidad de acción del sector
rosista en relación con sus oponentes, y en ello residió seguramente la
clave de su éxito. Con todo, la movilización popular de esta etapa no
parece tener esos rasgos de autonomía que fueron importantes en el al­
zamiento rural de 1828-1829. La política rosista de “encauzarlos y diri­
girlos” parece estar dando sus frutos, y aquí fueron mucho más impor­
tantes los roles de algunos jefes e intermediarios, rabiosamente rosistas,
que parecen enmarcar bastante férreamente la acción popular. Entre es­
tos actores haría irrupción durante estos años la Sociedad Popular Res­
tauradora y la Mazorca. Rosas mismo participó desde lejos de estos en­
frentamientos, ya que muy poco después de salir de la gobernación
emprendió la largamente prometida campaña contra los indios, o, como
se la ha llamado, la primera Campaña al Desierto. Desde los distintos
puntos de la región pampeano-patagónica que el ex gobernador recorría
para aplastar a los indios rebeldes, escribía -y recibía- una frondosa co­
rrespondencia con sus allegados de mayor confianza, a veces con una
frecuencia diaria. Así, en los momentos más álgidos del enfrentamiento
con sus oponentes, entre septiembre y octubre de 1833, se multiplicaban
las cartas en una y otra dirección. Podemos seguir su periodicidad con
cierta confianza porque, para controlar que no se perdieran, en muchas
de ellas se citaban todas las inmediatamente anteriores dirigidas a esa
misma persona. Por ejemplo, Rosas contestó a Vicente González una carta
a inicios de noviembre del 33 en la que hacía referencia a las cartas que
el Carancho de Monte le había enviado los pasados días 27 de septiem­
bre, 5, 9 ,1 3 ,1 4 ,1 5 ,1 9 , 20, 23, 26 y 30 de octubre.1 A fines del mismo mes
escribió otra a su esposa Encarnación, en la que aludía a las de ésta de los
días 10 y 19 de agosto, I o, 6, 14, 21, 22 y 28 de septiembre, 22 y 29 de
octubre.2 Como se ve, la frecuencia con que escribía a su esposa es algo
menor que a don Vicente González, pero no deja de ser notable la canti­
dad de cartas en la que notificaban a Rosas de lo que acontecía, para que
éste pudiera tomar las principales decisiones de manera informada.
Pero esto no significa que todo lo que sucedió en los meses que si­
guieron a la partida de Rosas del poder fuera orquestado por él a través
de estas cartas. Como veremos, algunos actores tomaron iniciativas que
parecen bastante autónomas, aunque generalmente dentro de un libreto
global que sí parece acordado con el Restaurador. No podía ser de otra
manera cuando las circunstancias obligaban a tomar decisiones en el
momento, y una carta ida y vuelta a Rosas podía tardar unas semanas en
llegar, si llegaba...
Sea como sea, Rosas partió al “Desierto” a realizar una obra que ha­
bía señalado tiempo atrás como clave para el futuro de la provincia.

La “ C a m pañ a al D e s ie r t o ”

En su mensaje de apertura de la Legislatura de mayo de 1832, el último


que daría en su primer período como gobernador, Rosas señalaba entre
otras cuestiones la necesidad “de expedicionar contra los indios enemi­
gos, pues solo así podrán estos ser escarmentados, y los amigos r e g L d a -
rizados, despejando los campos hasta el rio Negro de Patagones, y de­
jando en completa seguridad nuestra línea de frontera”."
Como se ve, los objetivos eran claros. No se trataba de conquistar
todo el territorio pampeano-patagónico, algo impensable en esta época,
sino centralmente de “asegurar” las fronteras ya establecidas, que se
hallaban en constante amenaza por aquellos grupos indígenas que no
habían aceptado las negociaciones con el Estado porteño y que se en­
frentaban frecuentemente no sólo con los pobladores criollos, sino tam­
bién con los “indios amigos” que, como dijimos, constituían una pieza
clave del sistema de defensa fronteriza.
Esta campaña, según se la había planeado, debía estar coordinada
con Chile, lo que finalmente no sucedió, y realizada en conjunto con
fuerzas militares de otros Estados provinciales afectados por los mis­
mos problemas en sus fronteras. Se organizó en tres columnas. La Iz­
quierda era la que venía de Buenos Aires, comandada por Rosas; la del
Centro, que dirigió José Ruiz Huidobro, un militar de origen peninsular
que en ese momento desempeñaba un cargo en la frontera cordobesa,, y
la Derecha la dirigía el mendocino José Félix Aldao, el famoso “Fraile
Aldao”, el aguerrido líder federal que Sarmiento inmortalizara en una
biografía como un feroz asesino.4 En la práctica, la columna que tuvo la
participación más activa y prolongada fue la porteña, la que tenía qui­
zás el mayor interés en llevarla a cabo y sobre todo los recursos materia­
les para hacerlo. La de Huidobro participó en alguna batalla relevante y
luego regresó a la frontera cordobesa. La de Aldao, pese a un inicio
auspicioso, regresó rápidamente a Mendoza sin alcanzar mayores resul­
tados.
El ejército que comandaba Rosas, además de un par de millar de re­
clutas de Buenos Aires, incluía las partidas de indios amigos, dirigidas
por los caciques Catriel y Cachul, con varios centenares de indios lan­
ceros (unos 300, según El Diario de Marchas).5
La expedición partió desde la estancia Los Cerrillos del propio Ro­
sas, en San Miguel del Monte, y al menos al inicio iba bien equipada.
Una lista de pertrechos y bastimentos que elaboró Rosas para esta cam­
paña detallaba algunas cuestiones que merece la pena mencionar. Ob­
viamente se incluía todo el armamento que se consideraba haría falta
para el año de campaña qvie Rosas señalaba como plazo de la expedi­
ción, desde fusiles y tercerolas hasta los sables y las lanzas. Se agrega­
ban la ropa necesaria, las tiendas y los elementos para el descanso, la
comida que se podía llevar, herramientas y todo aquello que hacía a
mantener el ánimo de los soldados y evitar en lo posible las desercio­
nes, un mal que aquejaba a todos los ejércitos desde tiempo atrás. Así,
entre otras cosas, llama la atención el pedido de “doscientas mujeres
públicas que no pasen de treinta y cinco años”. Las mujeres solían ser
una parte importante de las campañas militares de la época, muchas
veces integradas por las familias mismas de algunos militares. En este
caso, y dadas las características de la empresa, seguramente esto queda­
ba descartado por los riesgos que implicaba para las mujeres criollas
internarse en territorio indígena. De hecho, uno de los objetivos de la
expedición era rescatar a los numerosos cautivos de los indígenas, que
eran sobre todo mujeres y algunos niños. Esta misma preocupación de
mantener “contenta” a la tropa se nota en otros pedidos de la relación
que parece escrita por la mano del propio Rosas. Así incluía: “Ochenta
royos tabaco del mejor, porque si es malo de torcer la tropa se disgusta
mucho”.6
El Diario de Marchas de la Expedición al Desierto en 1833, redacta­
do por el coronel Juan Antonio Garretón y publicado con cierta regula­
ridad en La Gaceta Mercantil en Buenos Aires, con su estilo lacónico y
algo reiterativo, da una idea que parece bastante próxima a la experien­
cia de esta expedición.7
Cada día narraba el camino recorrido, las condiciones ambientales,
la alimentación de la tropa, la temperatura, si se hicieron ejercicios, y
todas las novedades del camino, que a medida que avanzaban incluía
cada vez más las referencias a la presencia de indios enemigos, las
pequeñas o grandes reyertas y los combates, etc. También son frecuen­
tes las menciones a medidas que se debieron tomar para mantener la
disciplina de las tropas, como la mañana del 13 de mayo en que si­
guieron la marcha “después de haber ejecutado a su frente al corneta
desertor del escuadrón de línea del Regimiento Número 4 de M ilicias,
Juan Basave”, o los 300 azotes dados el día 12 de mayo a tres carrete­
ros “por habérseles probado haber robado de las cargas de las carretas
que picaban un poco de aguardiente”. También se lee en esas páginas
el objetivo último de dicha expedición, como cuando al describir algu­
nos campos en la vera del río Colorado se explica que allí “caben en
ambas márgenes cien estancias, que a diez mil cabezas cada una de
ganado vacuno resulta un millón que puede dar cada año una exporta­
ción de 300.000 cueros, 365.000 quintales de carne salada y 600.000
arrobas de sebo”.'1
Si creemos los relatos que hizo el propio Rosas en su corresponden­
cia, y que no fueron discutidos en otros documentos de la época, la ex­
pedición parece haber tenido éxito no sólo en vencer y dominar a los
indígenas enemigos sino en mantener la moral y cohesión de sus fuer­
zas. En una carta a Vicente González de septiembre de 1833, Rosas le
daba cuenta de algunos resultados de la campaña:
Para su satisfacción y la de los amigos le diré que en este ejérci­
to se conserva en todo su vigor la moral y rigores de disciplina,
sin haber hasta la fecha, un solo desertor, ya tenemos más de
seiscientos prisioneros en chinas y chinitos, muchas cristianas
libres del cautiverio, siendo a mi juicio más de ochocientos los
indios muertos desde que se abrió la campaña pues es indecible
lo que han rendido las matanzas de las descubiertas, de a uno,,
dos, seis, etc.9

Como se puede ver, la modalidad de la campaña no tiene nada que en­


vidiar en crueldad a la atribuida a los indígenas: se trataba de matar a
todos los varones “de lanza”, y sólo se tomaba prisioneros a mujeres y
niños. En el Diario de Marchas esto asoma a cada rato. A quien trataron
con gran saña, por ejemplo, fue al cacique Ghocorí, a quien costó mucho
aprehender y derrotar. Así se narra sobre el grupo de oficiales a quienes
“cupo la fortuna de sorprenderlo y acuchillarlo ejemplarmente”.10 Y
más adelante se explica qué pasó con todo el grupo que este cacique con­
ducía y que en parte se encontraba en la isla de Choele Choel: “Las tribus
que la poblaban habían sido concluidas (tal el eufemismo... N. del A.),
sus familias incluso las de Chocorí y Maulín prisioneras y libertados del
cautiverio los cristianos que tenían”.11 En varias ocasiones se relata cla­
ramente que todos los varones “indios de guerra” fueron muertos, to­
mándose prisioneros únicamente a sus familias y obviamente quedán­
dose con los ganados. Una carta escrita por Rosas al coronel Pedro
Ramos de septiembre de 1833 es absolutamente explícita en esta cues­
tión y le revelaba las razones por las que se debía fusilar en sigilo a los
indios varones apresados:

lo que debe V. hacer es luego que ya enteramente no los necesite


para tomarles declaraciones puede hacer al marchar un día que­
dar atrás una guardia bien instruido el jefe encargado que me pa­
rece puede ser para esto bueno Valle, quien luego que ya no haya
nadie en el campamento los puede ladear al monte y allí fusilar­
los. Digo esto así porque después de prisioneros y rendidos da
lástima matar hombres... más como no hay donde tenerlos seguro
más vale que mueran y no exponerse a que se vayan y causen al­
gún mal.12
Uno de los réditos de la campaña consistía, además de ampliar el terri­
torio y asegurar las fronteras, en la liberación de las numerosas cautivas
cristianas. La derrota de los indios rebeldes consolidaba también el po­
der de los “indios amigos” que participaron muy activamente en la
Campaña al Desierto y que Rosas consideraba que debían seguir siendo
atendidos con todos los medios para mantener su fidelidad, de la cual
él mismo se había constituido en garante.
A lo largo de la expedición, Rosas se quejó con frecuencia de la falta
de apoyo del gobierno de Buenos Aíres, en especial desde que los con­
flictos estallaron públicamente entre las facciones rosista y antirrosista.
No sólo se quejaba de la falta de envíos de dinero y pertrechos, sino de
los intentos de sus enemigos de socavar sus bases de apoyo en la cam­
paña y entre los indios amigos.
Así, por ejemplo, expresaba su enojo por la falta de envío de ganado
a grupos como los Boroganos, a quienes por otra parte Rosas había lo­
grado convertir en aliados no hacía mucho tiempo. Desde el río Colora­
do le escribió una carta a Vicente González y le advertía sobre los efec­
tos catastróficos que se seguirían si esto no se remediaba: “¿No será peor
que no teniendo que comer los Boroganos no puedan contener a los in­
dios mal intencionados y hagan una entrada? Pero no es esto sólo: pue­
do asegurar a Usted que el mal que debe producir esa suspensión puede
traer resultados muy desagradables a la obra presente, y a mi crédito
con los indios”.13 Como se ve, el llamado “Negocio Pacífico” cumplía la
doble función de fortalecer la capacidad de los indios amigos de conte­
ner a los enemigos o indecisos y a la vez asegurar el “crédito” que Rosas
tenía entre ellos. Crédito que podrá cobrar en algunas ocasiones decisi­
vas para su carrera política.14
Para mantener esa influencia además necesitaba mostrar su poder en
el mundo criollo. Así, en otra carta de esos meses, daba cuenta de que
los ranqueles, algunos de cuyos grupos oscilaban entonces entre el en­
frentamiento y la negociación con los criollos, se resistían a entregar las
cautivas que se habían comprometido “porque éstos están bien impues­
tos de nuestras desgracias domésticas y retiradas del Centro y Derecha.15
Dicen que en la Provincia nuestra están peleando unos contra otros, y
que se me niega la obediencia, lo que confirman desde que no le van a
los Boroganos ni las yeguas ni las reses vacunas de costumbre según
tenía lugar mensualmente a virtud de mis órdenes”.16
En cualquier caso la expedición al “Desierto” resultó un éxito tan­
to para los intereses de la provincia como para los más particulares
del ex gobernador. Entre estos resultados, un logro no menor para el
futuro de Rosas fue el fortalecim iento de la relación con varios jefes
m ilitares que desde entonces se convirtieron en algunos de sus prin­
cipales aliados y piezas decisivas en el entramado de dominación
que el gobernador habría de establecer desde su regreso al poder en
1835. Entre quienes acompañaron a Rosas se encontraban el general
Ángel Pacheco, los coroneles Manuel Corvalán, Pedro Ramos, Juan
Antonio Garretón, Hilario Lagos, Narciso del Valle, y los sargentos
mayores Ventura Miñana y Bernardo Echevarría, entre varios otros.
Claro que también hubo excepciones: entre estos oficiales se desem­
peñó asimismo Pedro Castelli, hijo del revolucionario de Mayo de
1810 Juan José, quien unos años después lideraría una rebelión con­
tra el gobierno de Rosas.
En la misma expedición también conoció a Charles Darwin, quien,
como parte de su famoso viaje con el Beagle, incluyó un largo recorrido
por la zona patagónica. En el Diario de Marchas de la expedición se
narra que el día 13 de agosto llegó Darwin al campamento de Rosas des­
de Patagones, donde había desembarcado.17 Y se explica que en los días
siguientes se le dio todo el apoyo que necesitaba. El relato del naturalis­
ta inglés en su diario es algo más amplio y menos auspicioso. Entre
otras cosas señala: “El campamento del general Rosas se encuentra muy
cerca del río. Es un cuadro formado por carretas, de artillería, de chozas
de paja, etc. No hav más que caballería y opino que jamás se ha reunido
un ejército que se pareciera más a una partida de bandoleros. Casi todos
ios hombres son de raza mestiza, casi todos tienen en ias venas sangre
española, negra, india”. Y sin embargo Rosas parece haber causado una
viva impresión en el naturalista. Dice de él: “Es un hombre de extraor­
dinario carácter y ejerce en el país avasalladora influencia, que parece
probable ha de emplear en favorecer la prosperidad y adelanto del mis­
mo”. Explica seguidamente una serie de rasgos y acciones de Rosas que
le valieron ganar dicho ascendiente sobre la población, entre los cuales
destaca el orden que supo establecer en sus estancias, su rol en la defen­
sa de la frontera, la disciplina social, aplicada sobre sí mismo en algu­
nos casos famosos, entre los paisanos, sus habilidades gauchas, etc. Y
así: “Por estos medios, y acomodándose el traje y costumbre de los gau­
chos, se ha granjeado una popularidad ilimitada en el país, y consi­
guientemente un poder despótico”.18
La Campaña al Desierto se dio por concluida el 25 de mayo de 1834,
cerca de un año después de la partida de la expedición desde la frontera
porteña. Ese día, en las orillas del arroyo Napostá, Rosas despidió a sus
tropas y pudo vanagloriarse de haber llevado a cabo una acción que sin
duda beneficiaba a la provincia de Buenos Aires y no sólo a ella. Según
distintos relatos aparecidos en la prensa de Buenos Aires, de resultas de
ella fueron muertos entre 1400 y más de 3000 indios de guerra, se toma­
ron más de un millar de prisioneros, y se rescataron numerosos cautivos
y recuperaron ganados. Pero más importante que todo ello era haber
asegurado la frontera de Buenos Aires, y por lo tanto permitir a sus po­
bladores la ocupación efectiva del amplio territorio que se había con­
quistado a los indígenas la década anterior y que habría de permitir un
crecimiento económico destacado en la etapa siguiente.
La Sala de Representantes porteña reconoció los méritos del ex go­
bernador y sus soldados, proclamándolo Héroe del Desierto y otorgán­
doles a él y a sus subordinados honores y premios. Rosas recibió en
ofrenda la isla de Choele Choel, que prefirió cambiar por 60 leguas de
tierra al interior de la frontera porteña, lo que le fue concedido siempre
que no afectara a terceros. Así se reservó una parte de estas tierras, ce­
diendo cerca de la mitad a personas que lo asistieron en la campaña.
Posteriormente la Legislatura otorgó sucesivos premios en tierras a ofi­
ciales que participaron en ella, algunos de los cuales las utilizaron para
constituir importantes explotaciones rurales, mientras que otros las ne­
gociaron con terceros.19
En el discurso de despedida en el Napostá, Rosas lanzó una proclama
a sus soldados exaltando los éxitos que habían logrado gracias a su sacri­
ficio y la gloria que conquistaron para los habitantes de Buenos Aires:

Soldados de la patria! Hace doce meses que perdisteis de vista


vuestros hogares para internaros en las vastas pampas del sur.
Habéis operado sin cesar todo el invierno y terminado los trabajos
de la campaña en doce meses como os lo anuncié. Vuestras lanzas
han destruido los indios del desierto, castigando los crímenes y
vengando los agravios de dos siglos. Las bellas regiones que se
extienden hasta la cordillera de los Andes y las costas que se
desenvuelven hasta el afamado Magallanes, quedan abiertas para
nuestros hijos. Habéis excedido las esperanzas de la patria.

Pero también les señalaba allí las tareas que restaban por llevar a cabo,
esta vez para resolver los conflictos que se abatían sobre su provincia.
Continuó Rosas su discurso: “Entre tanto, ella (la patria, N. del A.) ha
estado envuelta en desgracia por la furia de la anarquía. ¡Cuál sería hoy,
vuestro dolor si al divisar en el horizonte los árboles queridos que mar­
can el asilo doméstico, alcanzarais á ver la funesta humareda de la gue­
rra fratricida!”.20
Aunque ya a esta altura su principal contendiente, Balcarce, había
dejado de ser gobernador, todavía quedaba un camino por recorrer para
volver a la jefatura suprema de la provincia.

La crisis d el partido fe d e r a l , la M a zo rca


y la R ev o lu c ió n de los R est a u ra d o res

Como dijimos, apenas salido Rosas del poder un sector federal con im­
portante presencia en la Sala de Representantes, entre los jefes militares
y en otras áreas del Estado, intentó alejar la posibilidad de una vuelta al
poder del Restaurador. La cabeza visible de este grupo era el ministro de
Guerra de Balcarce, el general Martínez, pero incluía a algunos notables
federales como el general Tomás de Iriarte y los experimentados Pedro
Cavia y José Francisco Ugarteche, quienes jugaron un papel relevante
en la guerra propagandística que marcó fuertemente la lucha entre las
facciones en pugna en la ciudad.21 Este agrupamiento fue identificado
inicialmente como los “federales doctrinarios”, “liberales” o “lomos ne­
gros” (por el color que portaban las listas electorales que defendieron
entonces), pero los rosistas, que conocían el poder de las palabras para
generar apoyos y odios, se esforzaron en crearles otras denominaciones,
como la de “cismáticos” (lo que podía interpretarse como enemigos de
la verdadera fe, además de haber dividido a los federales). Rosas fue
más allá y dio instrucciones expresas para que se los llamara “decem­
bristas” (es decir, seguidores del golpista Lavalle), “logistas” o “impíos
unitarios”, una fórmula sencilla, pero muy eficaz, que usaría en adelan­
te para identificar ante el “pueblo federal” a cualquiera que osara opo-
nórsele. En una carta a Arana de mayo de 1833 le decía: “Soy de opinión
que a los paisanos y a los buenos hombres debe abrírseles los ojos di-
ciéndoles lo que hay para que no se dejen alucinar ni engañar de los que
están tendiéndoles redes para que sirvan de instrumentos ciegos a sus
pérfidas aspiraciones. Que hay una Logia formada, que tiene por objeto
dar en tierra conmigo y con mis buenos amigos, y debe decírseles quie­
nes son los que pertenecen a ella”.22 Unos meses después, con el conflic­
to a punto de estallar, le indicaba a Vicente González: “A los Cismáticos
debe decírseles Decembristas unitarios. En fin siga por ahora nombrán­
dolos así que yo pensaré entretanto, y avisaré a los periódicos para que
se generalice pues repito que al llamarles a los Anarquistas solo Cismá­
ticos, es confesar que son federales, y en esto darle lo que no les corres­
ponde con perjuicio de nuestra cau sa...”.23
Del lado rosista se encontraban, como dijimos, algunos conocidos
personajes de gran influencia en el entorno del ex gobernador, como los
hermanos Tomás y Nicolás de Anchorena, otros destacados funciona­
rios y miembros de la Legislatura como Arana o Manuel Vicente Maza,
pero sin duda en la ciudad el papel principal lo desempeñó la esposa de
Rosas, doña Encarnación Ezcurra, y al lado de ella su hermana María
Josefa. Este sector era conocido como el de los “federales apostólicos”
(defensores de la verdadera religión y del verdadero federalismo, por
oposición a los “cism áticos”), “restauradores” o simplemente “federa­
les netos”, evidentemente todos atributos adjudicados a sí mismos,
como manera de indicar que eran ellos los únicos verdaderos federales,
los legítimos defensores de la Santa Federación, personificada en su lí­
der Rosas.
El papel de Encarnación liderando el bando apostólico en esta co­
yuntura no deja de ser llamativo. En una sociedad profundamente pa­
triarcal como era la de la época, las mujeres sólo podían tener un rol
subordinado a sus padres y maridos, carecían de derechos políticos y su
posible actividad pública, en el caso de las mujeres de la elite, se lim i­
taba en general a la participación en actividades de caridad o en la orga­
nización de tertulias, como la que animaba Mariquita Sánchez. En este
sentido el papel de esta mujer fue bastante excepcional y probablemen­
te se explique por varias razones. Por un lado, no cabe duda, por ser la
esposa de Rosas, el referente político central del enfrentamiento en cur­
so, quien se encontraba momentáneamente fuera de la ciudad. Ella
mantenía una activa correspondencia con su marido en campaña, y éste
le aconsejaba en la mayoría de sus acciones. Pero a la vez Encarnación
parece haber tomado muchas iniciativas, y hay múltiples testimonios
que dan cuenta de una autonomía considerable en su accionar político.
Por el otro lado, ese papel que tuvo se sustentaba en el carácter extraor­
dinario y decidido de esta mujer, quien parece haber sabido subordinar
a muchas personas poderosas, que sin embargo temían tomar posicio­
nes claras en unas circunstancias en que los resultados no eran seguros.
Pero además el liderazgo que asumió se vincula con la capacidad que
demostró para movilizar alrededor de sí a un conglomerado de personas
de diverso origen, que jugaron un rol decisivo en esta crisis.
Encarnación Ezcurra logró articular un amplio abanico de agentes,
furiosamente rosistas, que incluía desde jefes de policía o del cuerpo de
serenos de la ciudad hasta miembros diversos de los sectores populares
urbanos, entre los cuales se destacaban en esta coyuntura los de la co­
munidad afroporteña de Buenos Aires, relación que cultivó especial­
mente para convertirlos en los más fieles defensores de su marido. E s
nutrida la correspondencia entre Rosas y su esposa, o con otros líderes
rosistas, en la que se indicaba la necesidad de tratar con especial cuida­
do a los pobres y entre ellos en especial a la población africana de la
ciudad. En una carta a Felipe Arana, Rosas le daba consejos para que
transmitiera a su mujer: “Encarnación y Doña María Josefa deben hacer
que las madres de los libertos (que estaban en sus ejércitos en campaña,
N. del A.) les escriban del mismo modo y que les manden impresos. A
esta clase de gente les gustan los versos, y también les h a de a g rad ar el
restaurador con el retrato. Sería muy conveniente q u e se h i c i e s e p a r e c i ­
do sin pararse en el costo. Debe decírseles a las d ic h a s m a d r e s q u e al
regreso de la campaña les voy a dar las bajas a to d o s e llo s , para q u e va ­
yan a atenderlas con su trabajo...”.24 Una v e z p a s a d a la “R e v o l u c i ó n de
los Restauradores”, nombre con el que se conoció la r e b e l ió n ro sista q u e
acabó con el gobierno de Balcarce, Rosas le e s c r ib ió a su esp o s a :

Ya has visto lo que vale la amistad de los pobres y por ello cuanto
importa sostenerla y no perder medios para atraer y cautivar sus
voluntades. No cortes pues sus correspondencias. Escríbeles con
frecuencia: mándales cualquier regalo, sin que te duela gastar en
esto. Digo lo mismo respecto de las madres y mujeres de los par­
dos y morenos que son fieles. No repares, repito, en visitar a los
que lo merezcan y llevarlas a tus distracciones rurales, como tam­
bién en socorrerlas con lo que puedas en sus desgracias.25

Buena parte de la batalla entre ambos bandos se dio a través de la prensa


que editaban unos y otros, tratando de captar la voluntad de distintos
sectores de la población y denostando a los enemigos. Los rosístas fueron
muy activos en la creación de periódicos que tenían como destinatarios
privilegiados a distintos grupos populares. Así, además de los tradiciona­
les La Gaceta Mercantil o el Diario de la Tarde, surgieron en este momen­
to hojas como El Torito de los Muchachos, El Gaucho, escritos en lengua­
je gauchesco por su editor Luis Pérez; o el periódico La Negrita, aparecido
por primera vez el 21 de julio de 1833.26 En ese número se incluía una
poesía destinada a la población africana de Buenos Aires, que llevaba por
nombre el mismo que el periódico y se iniciaba de esta manera:

Yo me llamo Juana Peña


Y tengo por vanidad
Que sepan todos que soy
Negrita muy federal.

Y entre otras cuestiones que destacaba se refería al batallón Defensores,


integrado por libertos:

Los n e g r ito s D e f e n s o r e s
Que e scu ch a rá n co n cu id ad o
Estas fu n d a d a s r a z o n e s
P a trio ta s s o n y d e fibra
Ue e n t u s i a s m o y de va lor
D e f e n s o r e s de las L ey e s
Y de s u R e sta u ra d o r.
S o lo p o r D o n Ju a n M a n u e l
H a n de m o r ir y m a ta r .27

E s to s escritos jugaron un rol decisivo en el conflicto que duró hasta el


regreso de Rosas al poder y fueron parte importante de la fuerte radi-
calización del enfrentamiento que algunos de los miembros más
conspicuos del entorno rosista, como sus primos Anchorena o Arana,
intentaron moderar en ciertos momentos.
El primer enfrentamiento abierto de ambos sectores se produjo al­
rededor de las elecciones organizadas para abril de 1833. El sector li­
beral desconoció un acuerdo para presentar una lista única con candi­
datos de ambos bandos encabezada por Rosas y logró hacer votar en la
mayor parte de las mesas de la ciudad otra lista, que encabezaba el
mismo Rosas pero cuyos integrantes eran de la facción que lideraba el ge­
neral Martínez. El control de las mesas por parte de funcionarios, po­
licías y militares afines al ministro de Guerra facilitó este resultado,
que concluyó esa noche con un festejo de su grupo y varios incidentes
en los que fueron afectados algunos líderes del bando apostólico. Algo
similar ocurrió en unas elecciones complementarias del mes de junio,
pero aquí los rosistas estaban mejor preparados, contando especial­
mente con el trabajo del jefe de policía Correa Morales, quien movilizó
a sus huestes. Se produjeron numerosos incidentes en las mesas y la
jornada terminó con elecciones divididas y resultados confusos, aun­
que con predominio rosista. Hubo numerosos arrestados y finalmente
el gobierno suspendió los comicios. Entre los encarcelados figuraban
dos jefes de policía que habrían de ser muy conocidos por su fidelidad
a Rosas y la saña con que trataron a sus enemigos (y habrían también
de pagarlo muy caro tras su caída en 1852), Andrés Parra y Ciríaco
Cuitiño.
En todo caso estas elecciones mostraron que el enfrentamiento abier­
to ya era difícil de frenar, y gente de ambos bandos se preparaba afano­
samente para ello.
Es en estos momentos que Encarnación Ezcurra parece tomar más
claramente las riendas del bando apostólico, denunciando la tibieza de
los amigos “cagados” de su marido, es decir, la gente notable a quienes
llamaba de esa manera. En una carta a su marido decía de ellos: “La
mayoría de casaca tiene miedo”. Ella se dedicó entonces a organizar
a los sectores que consideraba más fieles y aguerridos en su defensa,
especialmente entre los sectores bajos de la población de la ciudad, nu-
cleados alrededor de algunos agentes como los citados Parra o Cuitiño,
o Julián González Salomón, un conocido pulpero afecto a Rosas, con
gran ascendiente sobre los sectores populares de la ciudad. En muchas
de sus cartas doña Encarnación reiteraba su fe en los sectores bajos de
la población porteña y su desconfianza en los de “casaca”. En el mes
de septiembre le escribía a su marido: “Las masas están cada día mejor
dispuestas y lo estarían mejor si tu círculo no fuera tan cagado pues hay
quien tiene más miedo que vergüenza, pero yo les hago frente a todos y
lo mismo me peleo con los cismáticos que con los apostólicos débiles,
pues los que me gustan son los de hacha y chuza”.28
En el sector rural, con algo más de facilidad, los principales refe­
rentes de Rosas organizaban a sus seguidores. El más activo y cercano
a Rosas era Vicente González, pero con él había muchos otros líderes
que respondían fielmente al ex gobernador. Esto no impedía que los
“doctrinarios” intentaran ganar alguna influencia en el sector rural, ya
que sabían que allí se jugaría una parte importante de su futuro. Así,
por ejemplo, el general Espinosa, uno de los pocos jefes militares rura­
les que apoyaban a los “cism áticos”, con influencia en la zona de Lo­
bos, parece haber estado activando algunos contactos para restar apo­
yos al rosismo. Aunque las posibilidades de gente como Espinosa de
socavar los apoyos rurales de los rosistas parecían limitadas, Rosas y
sus seguidores tomaron diversas iniciativas para asegurar esa vieja re­
lación. Vale la pena mencionar algunas de ellas, porque muestran has­
ta qué punto el apoyo conseguido por Rosas de los sectores subalter­
nos requería de un trabajo constante, el otorgamiento de beneficios
concretos y negociar con prácticas que eventualmente podían contra­
decir los intereses del sector social al que el gobernador pertenecía.
Así, por ejemplo, le encomienda a González que cuando pasen paisa­
nos, milicianos y jefes militares por la Guardia de Monte “los converse
y los obsequie al pasar” y que especialmente a los milicianos de Lobos
(donde actuaba Espinosa) “cuide de pagarlos en forma que le queden
gratos”. No conforme con esto, en una conocida carta al mismo inter­
locutor le indicaba que se podía distribuir tierra a los pobres federales:

En todos los fondos de los terrenos de Los Cerrillos pueden colo­


carse hasta cincuenta poblaciones de chacras con los animalitos
que tengan de dos a trescientos, los pobladores. Además en el
campo que sigue hasta el arroyo Azul, pueden también colocarse
otros cincuenta o más. Esta obra a favor de algunos pobres, hace
mucho que la tengo pensada, y si ha estado demorada es tan solo
por la falta de tiempo para poderla hacer yo personalmente.
Como se ve, se trata de una estrategia fuerte para asentar el prestigio q u e
tenía ganado sobre los paisanos de la región. Y es m u y claro en s e ñ a la r
que dicha estrategia se debe hacer de manera de favorecer el p re s tig io
de su persona y de sus allegados. Por eso le recomienda a González que

echase la voz por Lobos, que yo le he encargado que todos los


paisanos pobres que han servido en la restauración, o a sus pa­
dres o viudas o madres, que no tengan donde poblarse para sem­
brar y les convenga hacerlo en las tierras de Los Cerrillos a sus
fondos, los tome en lista, para colocarlos yo por ahí a mi regreso
de campaña. Si le parece bien puede usted hacerlo y esta comi­
sión puede encargarla a los buenos amigos que haya en Lobos
para por medio de ella darles importancia con los paisanos, etc. A
estos es necesario encargarles que no le aflojen a los enemigos y
que en los fandangos griten viva el Restaurador Don Juan Manuel
de Rosas.29

También incentivaba métodos más expeditivos para aterrorizar a sus


enemigos, por si los apoyos en Lobos, de los que al parecer dudaba, no
se hacían efectivos. Así le indicaba al mismo interlocutor en una carta
de septiembre que “haga correr la especie de que viene Pancho el Ñato
con un escuadrón y cien indios a tomar Lobos, pasar a degüello a Espi­
nosa y a todos sus secuaces...”.30
La acción rosista en la campaña parece haber sido bastante e fe ctiv a ,
sobre todo en algunos sitios donde contaba con redes amplias en su
apoyo. El relato que hizo González de los sucesos acaecidos en la m e s a
electoral del partido de Monte de abril del 33 es c o n t u n d e n t e . En estas
elecciones, en las que los “doctrinarios” lograron c o n t r o l a r co n cierta
facilidad las mesas de la ciudad, no tuvieron la m i s m a s u e r te en la cam­
paña. El 29 de abril, el día siguiente a los comicios, G o n z á le z narraba en
una carta a Rosas los sucesos en la mesa electoral del p a r t id o d o n d e él
estaba a cargo de la jefatura militar. Allí explicaba q u e el ju e z de paz
había recibido las boletas electorales que le envió la policía con las q ue
se votaba por los candidatos del gobierno, Ugarteche y Sáenz Peña. En­
tonces, para contrarrestar esta maniobra, cuando se reunió la mesa elec­
toral, contaba González que
me presenté yo en la sacristía de la iglesia que es en donde se han
hecho las elecciones y al empezar a tomar los votos fui yo el pri­
mero que dije doy mi voto por el Sr. General Juan Manuel de Ro­
sas y el Sr. General Don Ángel Pacheco, todos me miraron y me
preguntaron si era ese voto que daba, lo ratifiqué y dije que sí, y
lo que lo asentaron me salí, pero sucedió que todos los que esta­
ban con los papeles en las manos para entregar (las boletas oficia­
listas, N. del A.), unos las guardaban y otros las rompían y los que
estaban presentes y fueron viniendo después, sin que nadie, na­
die les advirtiera y les dijera nada, todos votaron por Rosas y Pa­
checo, es tanto que ni con el juez de paz ni con nadie había yo
conversado sobre esto...

Y concluía su misiva diciendo: “...que conozcan lo que vale el nombre


de Rosas y Pacheco en el Monte, pues los mismos forasteros que habían
estado presentes habrán visto que a nadie se le ha dicho vote al Sr. Fu­
lano, los votos han pasado de seiscientos a favor de V. y Pacheco”.31
Esta carta resulta reveladora de muchas cuestiones interesantes, so­
bre las que apenas nos podemos detener. En primer lugar, el funciona­
miento del sistema electoral. Como se ve, casi todo se jugaba en el con­
trol de la mesa y en las influencias de quienes estaban presentes en ella
y podían incidir en el voto de los electores. Esta capacidad de incidir en
el voto, que como vimos era público, estaba vinculada con el temor a las
personas de influencia que se hallaban presentes en el acto, en primer
lugar las p r o p ia s autoridades de la mesa y quienes la custodiaban. Pero,
como se ve en esta descripción, en unas elecciones tan disputadas como
las de abril del 3 3 , también incidía el ascendiente, ganado de formas
m u y d iv e r s a s , q u e podían tener algunas personas. Y aunque no debe­
rnos to m a r a pie juntillas las expresiones de González sobre la “espon­
t a n e i d a d ” de la adhesión a Rosas, resulta creíble que su presencia en la
m e s a p e r m i t i e r a expresar abiertamente una adhesión bastante sincera al
e x gobernador, pero que sin esa presencia quizá no se habría dado.
Entre el mes de septiembre y los inicios de octubre de ese año el cli­
ma de enfrentamiento se tornó furioso, y la prensa de uno y otro lado se
ensañaba con sus enemigos, incluyendo ataques personales de especial
crueldad y bajeza. También circulaban pasquines que eran dejados en
las puertas de las casas de algunos personajes destacados. Uno de ellos,
“dedicado” al general Martínez, el ministro de Guerra que encabezaba
la facción liberal, decía así:

Preparate Enrique
Se acerca tu fin,
¿Sabes que se quiere?
Tocarte el violín
Eres un malvado
Tan perro y traidor
Que el darte la muerte
Es muy buena acción
Ya que eres cabeza
De esa vil facción
Perderás la tuya
En esta ocasión
A ver que te vale
Contra un buen puñal
Ni el que seas Ministro
Ni el ser liberal
Correrá tu sangre
Y después serás
Pavor y escarmiento
A tu bando audaz.32

Por su lado, la prensa “cismática” no se quedaba atrás, ventilando su­


puestas indecencias de las principales espadas del rosismo o insultán­
dolos de mil maneras. Así, por ejemplo, el periódico El Rayo, que di­
rigía el general Olazábal, calificaba a Arana como “rudo, corrompido,
sucio, asqueroso, tiene por el Retiro un nido y debajo de la barba un
amasijo de verrugas sulfúricas adquiridas en los combates de Venus”
(refiriéndose a las enfermedades venéreas que habría adquirido en su
relación con “mujeres públicas”}, y Pedro de Angelis, el principal pu­
blicista del rosismo, era calificado como “bestia carcamán”. El perió­
dico del mismo signo El Defensor de los Derechos del Pueblo anuncia­
ba el 2 de octubre la pronta aparición de la hoja Los cueritos al sol,
cuyo título exime de cualquier comentario sobre sus objetivos. Pero
por si alguno tuviese dudas solicitaba que
los señores que gusten favorecernos con algunos materiales (aun­
que tenemos de sobra) respectivamente a la vida privada de los
Anchorena, Zúñiga, Maza, Guido, Mancilla, Arana, Da. Encarna­
ción Ezcurra, Da. Pilar Espano, Da. Agustina Rosas, Da. Mercedes
de Maza y cualquiera otra persona del círculo indecente de los
apóstoles, todo, todo, será publicado sin más garantía que la de
los Editores. Tiemblen malvados, y os enseñaremos como se ha­
bla de los hombres de bien.33

En medio de este clima el gobierno de Balcarce organizó un juicio con­


tra algunos periódicos de ambas facciones, entre los cuales figuraba el
apostólico El Restaurador de las Leyes. La propaganda rosista fue muy
eficaz en hacer creer que el 11 de octubre, día en que estaba citado el
editor del diario, Nicolás Mariño, el enjuiciado era en verdad el ex go­
bernador, el Restaurador de las Leyes, y una pequeña multitud se con­
centró ese día en la Plaza de la Victoria a defender a Rosas y denostar al
gobernador y a sus seguidores. Según lo describió un testigo, el doctor
Agustín Jerónimo Ruano, enemigo de Rosas, la presencia popular, inte­
grada en parte por bajos empleados de m ilicia y policía, se destacaba
entre la gente que se agolpaba en la Plaza: “Desde temprano empezaron
a venir muchos menesterales, gente de campo y muchos sargentos y
cabos de milicias, y como al mediodía se hallaba la casa de Justicia llena
de esa clase de gentes”.34 Esta persona dejaba también en claro que esta
presencia popular estaba “organizada”: “Al echar la vista sobre aquélla
concurrencia, se divisaban entre ellos algunos hombres, que les servían
como de centro de reunión y que eran de alguna categoría. Todos cuan­
tos hombres pudieron reunir de las orillas del Pueblo, vinieron y el
Capitán graduado de Sargento Mayor D. Juan Carlos Benavente se pre­
sentó como dirigiendo aquella multitud campesina”.
Hubo algunas escaramuzas y algunos centenares de entre ellos se
marcharon luego hacía el sur, cruzaron el Riachuelo y se concentraron
en Barracas al Sur. Estos episodios dieron inicio a la Revolución de los
Restauradores.
En todo caso el gobierno no logró reaccionar ante estos hechos. En­
vió primero al general Agustín de Pinedo a dialogar con los rebeldes
que iban sumando adherentes en las inmediaciones del sur de la ciu­
dad, y éste se pasó de bando, convirtiéndose en uno de sus líderes. Los
sucesos que siguieron no hicieron más que confirmar la cada vez menor
capacidad de acción del gobierno, en la ciudad reinaba la confusión, en
la campaña el apoyo a Rosas parecía imparable y sus defensores impi­
dieron el ingreso de abastos a la ciudad. A fines de octubre renunciaban
los ministros más destacados del gobierno, Martínez y Ugarteche, y fi­
nalmente hizo lo propio Balcarce, quien abandonó su cargo el 3 de no­
viembre por imposición de la Sala de Representantes.
El 7 de noviembre los “restauradores” entraron victoriosos a la ciu­
dad. Varios miles de defensores de Rosas desfilaron con el apoyo acti­
vo de quienes allí se movilizaron y ante la mirada atónita de sus ene­
migos...
Nuestro testigo antirrosista, Agustín Ruano, habla de unos 6000 hom­
bres marchando en la ciudad, aclamando a Rosas, mientras “el pueblo de
Buenos Ayres” (que evidentemente no estaba integrado según él por estas
6000 personas) “ha contemplado llorando, el triunfo de la multitud”.35
Encarnación Ezcurra estaba exultante por el éxito de su trabajo y en
una carta escribió: “Ya le he dicho a Juan Manuel que si se descuida
conmigo a él mismo le he de hacer una revolución”.36
Luego de que la Legislatura nombrara gobernador al general Juan
José Viamonte, a quien se suponía más cercano del rosismo, varios acto­
res importantes de este grupo, como Maza, Arana o Anchorena, pare­
cían sostener una visión conciliadora. Sin embargo, ni Encarnación Ez­
curra ni sus seguidores aceptaban una solución intermedia: querían que
volviera Rosas al poder. El mismo Maza escribió una carta a Rosas el 11
de noviembre en la que, haciendo un balance de lo sucedido hasta el
momento, a la vez que exaltaba el papel que su esposa tuvo en los suce­
sos pasados, le pedía que interviniera sobre ella para hacerla acallar en
estos momentos: “Terminada la revolución tu esposa es la heroína del
siglo: disposición, valor, tesón y energía desplegada en todos los casos
y en todas las ocasiones. Su ejemplo era bastante para electrizar, y deci­
dirse; mas si entonces tuvo una marcha expuesta, de hoy en adelante
debe ser más circunspecta, esto es, menos franca y familiar. A mi ver
sería conveniente que saliese de la ciudad por algún tiem po...”.37 Encar­
nación, por su parte, se manifestaba de muy distinta manera y le escri­
bió a su esposo a inicios de diciembre sobre Viamonte: “No es nuestro
amigo, ni jamás podrá serlo, así es que a mi ver sólo hemos ganado en
quitar una porción de malvados para poner otros menos malos”.38
Los vencedores estaban envalentonados, y se produjeron situaciones
que escapaban al control de las elites rosistas. El general Guido, quien
acompañó a Rosas en diversas oportunidades y había sido designado mi­
nistro del nuevo gobernador Viamonte, escribió a Rosas una carta en esos
días, muy alterado por lo que consideraba una peligrosa desviación de los
sectores que contribuyeron a derrocar al gobernador Balcarce. Le comenta­
ba que había recibido una solicitud de algunos jefes y oficiales de la divi­
sión del sur reclamando que el coronel Prudencio Rosas, hermano del Res­
taurador y uno de los más exaltados jefes rosistas del momento, fuera
promovido a general, como premio por su reciente actuación en la Revolu­
ción de los Restauradores. Ante lo que consideraba una peligrosa amenaza
a las jerarquías establecidas y los procedimientos que exigían que todo
nombramiento fuera iniciativa de las autoridades, Guido reclamaba la pre­
sencia de Rosas con los siguientes considerandos: “Solamente V. puede
restituir el equilibrio que se ha perdido por el último sacudimiento”.39
En los días que siguieron, las personas y propiedades de algunos de
los principales líderes “cism áticos” sufrieron afrentas y atentados, que
terminaron con varios de ellos exiliados en Montevideo.
El general Marte, uno de los líderes del grupo de los “cismáticos”, lo
relató de esta manera:

Retrato de Encarnación Ezcurra de Rosas.


Óleo sobre tela, Ignacio Cavicchia,
Siglo XIX.
Fuente: Imagen cortesía del Complejo
Museográfico Provincial ‘Enrique Udaondo'
En la noche del 15 de noviembre me estaba desnudando para
acostarme; Eugenia estaba ya recogida, cuando oímos una fuerte
detonación de algunas armas de fuego en la puerta de la calle; me
dirigí a una de las ventanas de la calle y observé que ésta estaba
en silencio; como poco antes habíamos oído otra descarga a tres o
cuatro cuadras de distancia, creí que los asesinos Rosistas se pro­
pondrían intimidar a las familias, y que la demostración hostil
que acababan de hacer en mi casa no tenía otro objeto que éste,
asustarme y obligarme a emigrar. Estuve en la ventana de Eugenia
largo rato, pero el más leve ruido no volvió a alterar el silencio de
la noche... La descarga que se oyó antes de la ejecutada en nues­
tra casa, fue hecha en la casa del general Olazábal.40

Algunas cartas de Encarnación Ezcurra a su marido ponen en evidencia


la relación de sus seguidores más fieles con estos sucesos que promovie­
ron la emigración de buena parte de los opositores del momento al ro­
sismo.41
Fue en esas circunstancias que hizo su aparición pública una asocia­
ción que habría de pasar a la historia, sobre todo por la acción de propa­
ganda de los enemigos de Rosas, la Sociedad Popular Restauradora y la
Mazorca. Sobre esta última no hay mayor documentación y no es del
todo claro si era algo muy distinto de la Sociedad o simplemente su
brazo ejecutor.42
En todo caso, a finales de 1833 se hizo pública la formación de la
primera, con numerosos adherentes de diversos orígenes y sectores so­
ciales, pero en la que jugaban un papel clave algunos actores interme­
dios con ascendiente popular. Así, luego de un breve período en que fue
presidida por el coronel don Pedro Burgos, el líder de la Sociedad fue
don Julián González Salomón, un personaje destacado por su fidelidad
a Rosas y, como señalamos antes, de gran ascendiente entre los sectores
populares de la ciudad. Ellos se encargaban de movilizar a los adheren-
tes del ex gobernador para expresar públicamente su fidelidad a él y el
repudio a sus enemigos. La más informal Mazorca iba bastante más allá,
organizando atentados, amedrentando físicamente a los opositores a
Rosas, disparando sobre sus casas, golpeándolos en las calles y también
produciendo algunos asesinatos políticos. Según los antirrosistas, el
nombre de este grupo provenía de la práctica de introducir una mazorca
de maíz por el ano de los “unitarios”. Una versión más benigna señala
que ese vegetal fue el regalo que Rosas envió a sus integrantes al cono­
cer la defensa que hicieron de su persona. José Rivera Indarte, por en­
tonces un rabioso rosista, devenido luego un todavía más furioso ene­
migo del gobernador, se refirió a este grupo como la “más-horca” en su
panfleto de denuncia Las Tablas de Sangre, en el que enumeraba todas
las atrocidades de su gobierno. Sea como sea, este grupo ejerció una
amenaza innegable sobre los enemigos reales o potenciales de Rosas. En
abril de 1834 nuevamente Hubo una gran agitación en la ciudad, exacer­
bada por la llegada repentina, el día 28, de Rivadavia, quien rápidamen­
te debió reembarcarse y partir. En esos episodios pereció una persona,
aparentemente por una acción de la Mazorca, siendo ésta la primera
muerte que se les atribuye. La acción de los rosistas llevó a que final­
mente en junio Viamonte renunciara. La Sala propuso sucesivamente
como gobernador a Tomás de Anchorena, a su hermano Nicolás, a Juan
Nepomuceno Terrero y a Ángel Pacheco, todos muy cercanos a Rosas, y
todos declinaron la designación. Finalmente fue nombrado interina­
mente Maza, que era presidente de la Sala, a la espera de la designación
del “gobernador propietario”, que descontaban sería el propio Rosas,
quien había concluido recientemente la Campaña al Desierto.
Entre ambos momentos la Sociedad Popular Restauradora apareció
públicamente en el centro de los festejos, como el que se realizó en oc­
tubre del 34 en conmemoración de la revolución que llevó al final de
Balcarce.
La Legislatura volvió a proponer la gobernación a Rosas, quien la
siguió rechazando al no otorgársele las facultades extraordinarias.

El a s e s in a t o de Q u ir o g a y la v u e l t a üií R o sa s a l po d er

Pero un acontecimiento dramático ayudó a torcer ias circunstancias: en


febrero de 1835 Facundo Quiroga regresaba de una misión en las pro­
vincias de Salta y Tucumán, que le había encomendado el gobernador
interino Maza con el auspicio de Rosas. Al pasar por Barranca Yaco, en
la provincia de Córdoba, fue asesinado por una partida enviada al pare­
cer por sus viejos rivales, los hermanos Reinafó, quienes comandaban la
provincia mediterránea con el apoyo de Estanislao López.
La noticia causó conmoción en Buenos Aires, y comenzaron a
difundirse expresiones de temor por la vuelta inminente de con­
flictos civiles y guerras sangrientas. Maza escribió a Rosas el 2 de
marzo comunicándole lo ocurrido, y éste le contestó en un tono dra­
mático: “Este país debe sufrir un sacudimiento espantoso; la sangre
de los Argentinos, no hay remedio, va a derramarse en porciones, y
la tierra a quedar reducida a los escombros de una miseria sin ejem­
plo —Dios solamente con su poder y misericordia es quien puede
salvarnos”.43
En ese contexto la Legislatura propuso otra vez la gobernación a Ro­
sas, ahora con las facultades extraordinarias y la suma del poder públi­
co, que permitían al nuevo gobernador asumir funciones propias de la
Legislatura y la justicia.
El proyecto de ley decía en una de sus partes:

Se deposita toda la suma del poder público de esta Provincia en


la persona del Brigadier General D. Juan Manuel de Rosas, sin
más restricciones que las siguientes:
Io Que deberá conservar, defender y proteger la religión Católica
Apostólica Romana.
2o Que deberá defender y sostener la causa nacional de la Federa­
ción que han proclamado todos los pueblos de la República.
3o El ejercicio de este poder extraordinario durará por todo el
tiempo que a juicio del Gobernador electo fuese necesario/4

Esta vez Rosas aceptó el nombramiento, aunque reclamó que antes se


efectuara un plebiscito que permitiera el pronunciamiento de “todos y
cada uno de los ciudadanos habitantes de esta ciudad, de cualquiera
clase y condición que fuesen expresen su voto precisa y categóricamen­
te sobre el particular, quedando este consignado de modo que en todos
tiempos y circunstancias se pueda hacer constar el libre pronuncia­
miento de la opinión general”.
La votación se hizo en los días siguientes en la ciudad; no así en la
campaña, donde se descontaba que el apoyo era unánime a favor de
Rosas. El último día del mes de marzo La Gaceta informaba el resultado:
9316 personas habían votado a favor del gobernador y del otorgamiento
de la suma del poder, cuatro personas votaron en contra...
Más allá de la imposibilidad de verificar la espontaneidad de estos
votos, quedaba en claro que se habían creado las condiciones para la
vuelta al gobierno de Juan Manuel de Rosas, con todo el poder en sus
manos. Y éste habría de usarlo.
Los primeros días de abril de 1835 empezaba la segunda y más pro­
longada etapa en la gobernación del Restaurador de las Leyes.

N otas

1 En Ernesto Celesia: Rosas..., op. cit., Tomo II, p. 22.


2 Carta del 23 de noviem bre de 1 833, en M arcela Ternavasio: Correspondencia...,
op. cit., p. 147.
3 Ernesto Celesia: Rosas..., op. cit., Tomo I, p. 277.
4 Domingo F. Sarm iento: O bras, B uenos A ires, Im prenta y Litografía M ariano M o­
reno, 1896.
5 Ver nota 7.
6 Este documento está incluido en Ernesto Celesia: Rosas.. op. cit., Tomo I, p. 494 y sig.
7 Publicado com pleto en A dolfo Garretón (comp.): Escritos, comunicaciones y dis­
cursos del coronel Juan Antonio Garretón, Buenos Aires, Araujo, 1964.
8 ídem , pp. 60, 86 y 90.
“Ernesto Celesia: Rosas..., op. cit., Tomo I, p. 594.
10 Adolfo Garretón: Escritos..-., op. cit., p. 154.
11 ídem , p. 166.
12 Carta del 2 de septiem bre de 1833, pu blicad a en A ntonio D ellepiane: E l testam en­
to de Ro sas. Buenos A ires, Oberón, 195 7 , p. 110.
"E rnesto Celesia: R o s a s .... op . cit.. Tomo I, p. 605.
14 En esto seguimos los diversos trabajos de Silvia Ratto sobre el tema.
Se refiere a las columnas que venían de las otras provincias y que ya no se e ncon­
traban actuando en la campaña.
Carta a González del 7 de noviembre de 1833. en Ernesto Celesia: Rosas. ... op. cit..
Tomo I. p. 608.
17 Adolfo Garretón: Escritos.... op. cit.. p. 179.
111Charles Darwin: Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo, edición
elaleph.com, 2000, http://www.educar.ar. pp. 89-90.
I!l M aría Elena Infesta y M. Valencia: “Tierras, prem ios y donaciones. Buenos Aires,
1 8 3 0 -1 8 6 0 ”, en Anuario IEHS, N °2, 198 7 , pp. 177-213.
20 A dolfo Saldías: Historia..., op. cit., F é lix Lajouane Editor, Tomo II, 1892, p. 171.
21 Algunas personas que fueron m uy cercanas a Rosas m ilitan ahora en este bando y
el ex gobernador d esconfía de m uchos que no actúan abiertam ente a su favor en
esta coyuntura. Una m uestra de este estado de ánim o de Rosas aparece en una
carta que le escribe a A rana en agosto de 1833 en la que dice: “¿Qué m e dice V. de
mi com pañero y com padre Luis Dorrego? ¿Vive o m uere: es o no de los que tam ­
bién quieren ajustarm e las cuentas del uso de las facultades que ellos m ism os me
d ieron?” (Ernesto Celesia: Rosas..., op. cit., Tomo I, p. 528). Com o ya vimos antes,
esta persona, adem ás de ser herm ano del fusilado M anuel Dorrego, fue socio de
Rosas en m uchos de sus em prendim ientos agrarios junto con Juan N epom uceno
Terrero.
22 En Ernesto Celesia: Rosas..., op. cit., p. 510.
23 ídem , carta del 25 de septiem bre de 1833, pp. 600 y ss.
24 Carta del 28 de agosto de 1833, en Ernesto Celesia: R o s a s ..., op. cit., Tomo I, pp. 523
y ss.
25En M arcela Ternavasio: Correspondencia..., op. cit, p. 153, carta del 23 de no­
viem bre de 1833.
26 Sobre el papel del discurso y la prensa en la época véase Jorge M yers: Orden y
Virtud..., op. cit.
27 P oesía reproducida en M arcos Sastre et al.: La época de Rosas (antología), Buenos
A íres, CEAL, 1992, pp. 64-65.
28 La cita, en Gabriel Di M eglio: ¡Mueran los salvajes unitarios! La Mazorca y la
política en tiempos de Rosas, Buenos A ires, Sudam ericana, 200 7 , p. 46; y en Bar­
ba: “El prim er g o b ie rn o ...”, op. cit., p. 68.
29 Carta del 26 de agosto de 1833, en Ernesto Celesia: Rosas..., op. cit., pp, 5 87 y ss.
™ídem , carta del 25 de septiem bre de 1833, p. 603.
:i1 Citado en Ernesto Celesia: Rosas..., op. cit., Tomo I, p. 344.
12 ídem, Tomo I, p. 386.
:,:iCitado en Enrique Barba: “El prim er g o b ie rn o ...”, op. cit., p. 65.
14 "M em oria sobre la Revolución de O ctubre (1833) por el Doctor Agustín Jerónimo
Ruano", ['ochada -el 22 de noviem bre de 1833, en Revista d el Instituto Histórico r
Geográfico, 'lom o XIV. 1938, M ontevideo, pp. 287-304.
ídem. p. 298.,
;1, Citado en Mirta Lobato: La Ifa vo h ició n de ios R estau ra dores. Buenos Aires. CEAL.
1983. p. 89.
:7 Ernesto Celosía: Rosas.. . op. cit.. lom o 1. p. 5 6 1 ,
;:i Carla del 4 de diciembre de 1833, en Enrique Barba: C o n v s p o n d a n c ia .... op . cit..
p. 74,
1:1 Ernesto Celesia: Rosas..., op. cit.. Tomo 11. p. 21.
4,1 Tomás de Iriarte: M em o rias, op. cit., Vol. 5, 1947, pp. 47-48.
41 Algunos ejem plos en Enrique Barba: “El p rim e r...”, op. cit., p. 76.
42Véase al respecto Gabriel Di Meglio: ¡Mueran ¡os salvajes unitarios!..., op. cit.
43 Ernesto Celesia: Rosas..., op. cit., Tomo II, p. 165.
44 ídem , pp. 172-173.
Capítulo 7
Entre la suma del poder y la gran crisis
de fines de los años treinta

Un regreso con todo

El día 13 de abril de 1835 comenzaron los actos por la asunción de Ro­


sas en su segunda etapa como gobernador de la provincia de Buenos
Aires.
El contexto en el cual asumió era bien distinto del de 1829. Ya no le
preocupaba tanto rendir homenaje a un líder federal cuya popularidad
le podía hacer sombra, ni tratar de ganar el apoyo de unos sectores po­
pulares que ahora parecían encolumnados firmemente detrás de él. Ro­
sas consideraba que disponía del apoyo casi unánime de la población
porteña, tanto urbana como rural. Las elites, de buena o mala gana, lo
veían como el único capaz de terminar de una vez con la violencia y las
luchas intestinas, al tiempo que debían agradecerle por haber conquis­
tado el “Desierto”, asegurado las fronteras de la provincia y con ello
p r o v e íd o a u n fu tu r o de c r e c i m i e n t o e c o n ó m i c o q u e los h a b ría de b e n e ­
ficiar. L os s e c t o r e s p o p u l a r e s lo c o n s i d e r a b a n su pad re y d e fe n s o r, y
h a b ía n g a n a d o u n p r o ta g o n i s m o en la vid a de ia p r o v in c ia q u e la r e c i e n ­
te c r i s is d el f e d e r a li s m o no h iz o m ás q u e c o n firm ar. Y si b ien su a s u n ­
c ió n s u c e d í a de n u e v o al a s e s i n a t o d e un gran líd e r fe d era l. F a c u n d o
Q uirog a. las c e r e m o n i a s en su h o n o r o c u p a r o n un lugar m e n o r en e stos
días. El f e s te ja d o a h o ra era el p r o p io Ju an M a n u e l de R osas, a q u ie n t o ­
dos los s e c t o r e s de la s o c i e d a d , a lg u n o s m u y s in c e r a m e n t e y otros s e g u ­
r a m e n te p o r c o n v e n i e n c i a o m i e d o , r i n d i e r o n d u ra n te v a rio s d ía s h o m e ­
naje tras homenaje. El protagonista del momento era el Restaurador de
las Leyes, el Héroe del Desierto.
Tampoco era ahora, como lo parecía a fines de 1829, el momento de
buscar la concordia entre sectores. El desarrollo de la crisis vivida
recientemente llevó al gobernador a exacerbar el faccionalismo, a teñir
todo de rojo punzó, a homogeneizar a los funcionarios del Estado y a la
sociedad toda, convertida en una comunidad federal rosista sin fisuras.
Como lo señalaba La Gaceta Mercantil en su edición del 30 de abril:
“En esta época, como siempre, es una plaga funestísima la cohorte de
políticos federales a medias. Solo es federal el que se compromete de fren­
te; y que todo lo sacrifica, hasta sus más caras afecciones, por la conso­
lidación de esta causa nacional. Está contra nosotros el que no está del
todo con nosotros”.3
A diferencia de 1829, la capacidad de Rosas de imponer su volun­
tad sobre el resto de las provincias era difícil de contener. En aquella
fecha la amenaza unitaria en buena parte del territorio estaba muy
presente con el liderazgo del general Paz, y llevaba al gobernador por­
teño a apoyarse y negociar con cuidado con líderes federales como
Quiroga y Estanislao López. Este último no hacía mucho había logrado
humillar militarmente a Buenos Aires. Pero en 1835 Rosas aparecía
como el líder indiscutido de una provincia muy poderosa, incompara­
blemente más rica que las demás, con ejércitos disciplinados y subor­
dinados, y sin mayores amenazas en el resto del territorio. Por contras­
te con 1829, ahora el asesinato de Quiroga iba a ser utilizado por Rosas
como una herramienta eficaz para someter la voluntad de sus socios
provinciales e ir imponiendo gobernadores afines en todo el territorio
rioplatense.
Tampoco parecía imprescindible, como lo fuera al inicio de su pri­
mer gobierno, llevar a cabo una tarea titánica para controlar y dirigir
unos sectores populares porteños exaltados, que hubieran actuado con
autonomía y ganado conciencia de su peso en la d e f i n i c i ó n de los c o n ­
flictos políticos locales. La Revolución de los R e s t a u r a d o r e s y to d o el
proceso q u e siguió hasta estos días de abril de 1 8 3 5 i n c l u y e r o n sin
duda la participación destacada de sectores p o p u l a r e s , pero en esta
ocasión parecen haber estado bien encuadrados po r l í d e r e s q u e r e s ­
pondían férreamente a las órdenes de Rosas o al m e n o s d e a l g u n o s de
sus principales seguidores, como su esposa Encarnación o Vicente
González. La Sociedad Popular Restauradora y la Mazorca no eran
bandas de rebeldes rurales que buscaban vengar a su líder asesinado
como a fines de 1828 ni nada que se le pareciera, sino que dependían
en alta medida de la voluntad del propio Rosas. De alguna manera
estas circunstancias aparecen retratadas en los actos de asunción del
g o b e r n a d o r. E s t o s a c t o s s e i n i c i a r o n e l 1 3 d e a b r il y s e s u c e d i e r o n c a s i
s in i n t e r r u p c i ó n t o d o e l m e s .
Ju a n M a r ía G u tié r r e z , q u i e n u n o s p o c o s a ñ o s d e s p u é s i n te g ra ría la
lla m a d a G e n e r a c i ó n d e l 37 y pasaría a m i li t a r a c t i v a m e n t e e n c o n t r a de
R o s a s , to d a v ía e n 1 8 3 5 d e s c r i b í a c o n e m o c i ó n y a s o m b r o los a c to s del
d ía de la a s u n c i ó n :

Desde temprano se entapizaron con colchas de damasco rojas y


amarillas las puertas, ventanas y balcones de las cuadras de nues­
tro departamento, la siguiente hasta la esquina de Beláustegui y la
del Cabildo hasta la plaza; los postes estaban cubiertos de laurel
y sauce, y el suelo regado de hinojo (planta desgraciada que pare­
ce no ser útil sino para ser hollada en toda procesión, ya sea di­
plomática o religiosa); los cívicos cubrían en 2 hileras esta trave­
sía y en la plaza hasta la fortaleza las tropas de línea. Una calle de
trofeos pintados en lienzo (a usanza de 2 5 de Mayo) atravesaba la
plaza, teniendo en su centro la pirámide decorada; en la esquina
del Cabildo estaba un arco triunfal, en cuyo centro había pintada
una pira, simbolizando según mis entendederas, el fuego de puro
amor que abrigan los buenos federales hacia su libertador y pa­
dre. S.E., acompañado de los generales Pinedo y Mansilla, llegó a
la una de la tarde a la puerta traviesa de la representación provin­
cial con el fin de prestar juramento. Mientras que pasaba e sta ce­
r e m o n ia e n el in te rio r, la S o c i e d a d P o p u la r, c o m p u e s t a c o m o de
25 i n d i v i d u o s v e s ti d o s d e a zu l o s c u r o c o n c h a l e c o s e n c a m a d o s ,
d e s a ta r o n su s c a b a ll o s d el c o c h e , y p o n i e n d o un c o r d ó n c o lo r a d o
e n lugar de los tiros a rra s tr a ro n a gran g a lo p e a S.E. ha sta la fo rta ­
leza m i s m a . D e s d e la a zo tea de la fo n d a de e n fre n te arro ja ro n flo­
res a lg u n a s d a m a s de las m u c h a s q u e a l lí se e n c o n tr a b a n . E n las
tres c u a d r a s m e n c i o n a d a s no h a b í a v e n ta n a , ni p u erta , ni b a lc ó n ,
ni a zo tea q u e n o e s t u v ie r a c u b i e r t a del b e llo s e x o , de m a n e r a que
p a r e c í a n los p a r a p e to s d e c o r a d o s c o n c a la d a s re jas de carey, m e r ­
c e d a los peinetones. Jamás he visto una función que más desper­
tase la atención pública, jamás he visto mayor concurrencia de
gentes de todas clases. Pasó la función, sin embargo, con aquél
orden que se nota siempre en todas las reuniones de este pueblo
m a n s o y bondadoso. Por lo tanto hubo boletín en la p la z a , a la
noche cohetes y vítores; igual cosa hubo al siguiente día; pero
cuadrando ser martes santo, mandó la policía que cesasen los re­
gocijos hasta Pascua como realmente ha sucedido.2

Esta larga descripción tiene varios puntos interesantes que nos interesa
destacar. En primer lugar, los símbolos desplegados tienen rasgos que los
asemejan a las Fiestas Mayas, celebradas desde 1811, que contaban con
gran asistencia y popularidad en la ciudad. A ello se añade la simbología
federal rosista, en donde el rojo es el color dominante. La segunda cues­
tión destacable es el papel central de la Sociedad Popular Restauradora,
que aparecía públicamente portando al gobernador hasta la fortaleza a
prestar juramento. Y junto con esto Gutiérrez destacaba el orden y la
mansedumbre del pueblo presente, pese a tratarse de la reunión más mul­
titudinaria jamás vista según nos dice. Parecen quedar pocas dudas de
quién y cómo ejerce el poder desde ahora en Buenos Aires.
Las ceremonias continuaron en los días siguientes. El martes se cele­
bró un tedeum en la Catedral, ante autoridades religiosas y militares
comandadas por el general Mariano Rolón, un destacado miembro de la
Sociedad Popular Restauradora, y en los días que siguieron cada uno de
los sectores sociales, las corporaciones y los grupos fue brindando su
homenaje y señal de lealtad al gobernador. Así lo hicieron jefes y oficia­
les del ejército, empleados de la administración, el gremio de los comer­
ciantes, el de hacendados y labradores, y así de seguido. Todo ello
acompañado de guardias de honor, bailes, representaciones de teatro y
de “un inmenso pueblo” en cada ocasión, como lo fue narrando La
Gaceta cada día.

L a s u m a del poder

Mientras todo esto sucedía, Rosas empezó a tomar medidas muy duras
para garantizar el control firme de las riendas del Estado, sobre todo
asegurando que quienes comandaban el ejército, la policía, la Iglesia,
las distintas administraciones del Estado fueran fieles seguidores suyos,
pasando a retiro a todos los que habían actuado en los sucesos recientes
del lado de los “cismáticos”, devenidos “decembristas unitarios” y de­
clarados “enemigos de la Federación”.
Así dejó cesantes a curas y a jefes de policía, y la razia fue sistemáti­
ca en las jefaturas del ejército. Según podemos seguir en las páginas de
La Gaceta, el 16 de abril dio de baja a 11 coroneles, 20 tenientes corone­
les, 18 mayores, 20 capitanes, tres ayudantes, siete tenientes, tres alfére­
ces, un sargento mayor y un subteniente.
Pero esta purga recién comenzaba, y en los días sucesivos fue decre­
tando la baja de más militares, escribanos, médicos, profesores de la
universidad y de todos aquellos que no pudieran asegurar su continua
fidelidad a la causa de la Federación, identificada ahora con los defen­
sores de Rosas.
Las medidas de homogeneización federal de la sociedad y el Estado
se sucedieron. Se restableció la obligatoriedad de la divisa punzó, que
había sido dejada de lado en el interregno, se controlaba y censuraba
férreamente a la prensa y se estableció una liturgia que debía ser segui­
da por todos los funcionarios sin vacilar. Entre ellas se ordenaba que
toda comunicación oficial debía estar encabezada por la frase “Viva la
Santa Federación”, a lo que se agregó poco después “Mueran los Salva­
jes Unitarios”.
Junto a todo ello Rosas se preocupó por mantener el ascendiente so­
bre la población, así como la legitimidad de su gobierno ante propios y
extraños. Por ello sostuvo obsesivamente la necesidad de realizar elec­
ciones en forma regular, aunque con listas únicas por distrito, y a la vez
desplegó acciones diversas para convencer a la población sobre la justi­
cia de sus acciones y de su persona. En este sentido el dispositivo de la
prensa periódica fue decisivo. Desde esa prensa, ahora unánimemente
oficialista, se desplegaban los tópicos que el gobernador quería estable­
cer: rasgos positivos de su gobierno v de su propia persona, y los nega­
tivos de sus opositores. Como ha sido señalado en un estudio meticulo­
so sobre el discurso rosista, se destacaba a la persona de Rosas como el
virtuoso labrador que abandonó el arado y se sacrificó para salvar a la
república, se ensalzaba al mundo rural como una comunidad armónica
de la que emanaban los valores que guiaban la acción de gobierno y se
defendía el americanismo ante la conjura aristocrática unitaria asociada
frecuentemente a la amenaza exterior.3
Los opositores, por su lado, también buscaron promover y legitimar
su lucha con una activa labor periodística, aunque la debieron desa­
rrollar ahora desde fuera del territorio rioplatense... sobre todo desde
Montevideo, donde residían los opositores más destacados, o desde
Chile, donde fijó residencia uno de los más activos, Domingo Sarm ien­
to. Esta prensa buscaba movilizar a los opositores al rosismo, ganar
adeptos entre los indecisos, fomentar alianzas con líderes provinciales
o extranjeros en pos de derrocar al “tirano”, y algunos de sus redacto­
res fueron estableciendo a través de sus páginas y en algunos escritos
más extensos una especie de programa para una Argentina posterior a
Rosas. Aunque tuvieron poca capacidad de convocar a los sectores
subalternos de la población porteña o rioplatense, no cejaron en sus
intentos de llegar a lectores populares, escribiendo algunos periódicos
en un lenguaje que consideraban más accesible y encarando algunas
iniciativas de periódicos ilustrados con caricaturas que pensaban que
podían influir en “lectores iletrados”. Algunos de ellos, como el Grito
Argentino (1839) o el muy explícito Muera Rosas (1841-1842), ambos
editados en Montevideo, incluían dibujos dignos de una historia de la
caricatura política argentina y jugaron un papel activo en la crisis que
pronto se habría de desatar antes del final de esta década. Sin embar­
go, estos intentos opositores de acercarse a los sectores populares tu­
vieron un éxito muy limitado, y sus líderes más activos fueron cons­
truyéndose una imagen muy negativa de dichos sectores, según ellos
barbarizados y difícilm ente recuperables para el nuevo orden político
que querían liderar.
Una preocupación central de Rosas en esta etapa fue ganar influencia
sobre las otras provincias rioplatenses y los Estados vecinos, a muchos
de los cuales seguía considerando parte del territorio sobre el que la
Confederación podía reclamar soberanía; tal es el caso del Paraguay, al
que se negaba a reconocer su independencia.4 Pero, a diferencia del
primer gobierno, ahora Rosas tenía mayor experiencia, la provincia que
presidía contaba con mayores recursos para lograr ese objetivo y mu­
chas de las otras seguían enfrascadas en conflictos políticos sin solu­
ción de continuidad, a lo que sumaban una situación de estancamiento
económico que confería a Buenos Aires una superioridad difícil de con­
trarrestar. La desaparición física de Quiroga había quitado del medio a
uno de los líderes federales de mayor prestigio en el interior del territo­
rio. Y, como dijimos, su asesinato iba a ser utilizado por Rosas para de­
bilitar la capacidad de acción autónoma del otro gran líder federal,
Estanislao López.
El caudillo santafesino había sido uno de los principales apoyos de
los Reinafé en Córdoba, quienes ahora aparecían comprometidos en el
asesinato de Facundo.5
Rosas no dejó pasar la oportunidad de utilizar esta situación para
imponer su autoridad a los demás gobernadores, empezando por su
aliado y a la vez contendiente López. Para ello lo presionó de diversas
maneras hasta lograr someterlo a su voluntad y conseguir el envío de los
hermanos Reinafé, como reos acusados del asesinato, a Buenos Aires,
donde habrían de ser ejecutados en la horca. Seguidamente aumentó la
presión hasta lograr nombrar a un gobernador sustituto de Córdoba de
su preferencia, luego de hacer fracasar dos nombramientos previos aus­
piciados por López y por la Sala de Representantes de la provincia me­
diterránea.
En una carta del 26 de mayo de 1835 a Estanislao López, Rosas le
hacía saber al gobernador santafesino que le habían llegado rumores de
que los Reinafé planeaban atacar Buenos Aires en complicidad con va­
rios líderes provinciales que lo incluían. Si bien le aclaraba que no cre­
yó en la posibilidad de que López lo traicionara, era evidente el intento
de forzarlo a limpiar su nombre de dicha acusación desprendiéndose de
su solidaridad con los Reinafé.
Le decía así: “Me impuse de que es V. de mi propia opinión respecto
a que los unitarios son los autores, y los Reinafé los ejecutores de la
muerte de nuestro infortunado compañero el Gral. Quiroga”. Y le remi­
tía adjunta una carta del mendocino Aldao, que le había traído “un ve­
cino honrado”, que expresaba:

Que don Pedro Bargas, Juez de la Villa del Rio Cuarto se costeó a
Mendoza a ver al Gral. Aldao llevándole una carta del Coronel
Don Francisco Reinafé solicitando su amistad, y mandándole de­
cir verbalmente con dicho Bargas que si no tomaba parte en nin­
guna desavenencia que hubiese contra Córdoba le darían lo que
pidiese. Que el Gobierno de Córdoba contaba con Santa Fe, Entre
Ríos, Corrientes, Campaña del Norte de Buenos Aires, y descon­
tentos en toda esta provincia, y Estado Oriental. Que estaban de
acuerdo esos gobiernos para que si el de Buenos Aires movía fuer­
zas sobre Córdoba, cargar sobre ella.
También le decía Rosas en la misma carta que había numerosas partidas
de cordobeses que estaban cometiendo robos en el norte de Buenos Ai­
res. Y le señalaba a López que él tenía la llave para terminar con esa si­
tuación: “Una orden de V. a las autoridades del tránsito, y territoriales,
tanto civiles como militares, me parece que haría cesar esta plaga”.0
El caudillo santafesino no tenía escapatoria si quería limpiar su
nombre de una posible complicidad con el asesinato de Quiroga y los
desmanes que partidas cordobesas parecían estar realizando en el norte
de la provincia porteña; debía consentir en la culpa de los Reinafé y en
su envío a ser juzgados a Buenos Aires.
Esto no fue más que el primer paso para someter la voluntad de las
autoridades de las demás provincias. En una notificación a los goberna­
dores que Rosas firmó junto a su ministro Arana, el 30 de junio de 1835,
luego de calificar a los Reinafé como los “perpetradores de la mortan­
dad horrorosa... ” de Quiroga, explicaba con mayor detalle los argumen­
tos para forzar a que los acusados fueran conducidos a Buenos Aires a
ser juzgados por el crimen. Uno de estos argumentos era que Quiroga
cuando fue asesinado cumplía una misión encargada por el gobierno de
Buenos Aires. Pero quizá más importante, por sus implicancias futuras,
resultaba señalar que Rosas era el encargado de las relaciones exteriores
de la Confederación y, como tal, tenía derecho para actuar en causas
confederales.7
De esta manera Rosas consiguió convertirse en el árbitro de las prin­
cipales decisiones políticas de las provincias, y en este año 1835 logró
que fueran depuestos los gobernadores que se habían elegido en Córdo­
ba para reemplazar a Reinafé y se nombrara en ese cargo al comandante
de la localidad de La Carlota. Manuel “Quebracho’' López, quien desde
entonces alineó firmemente a la provincia mediterránea en la órbita ro­
sista.
Muchas veces su correspondencia presionaba de manera algo más
sutil a los gobernadores que consideraba demasiado independientes o
tibios en su lucha contra los unitarios enemigos. Eso se aprecia por
ejemplo en una carta de julio de 1837 al gobernador tucumano, Alejan­
dro Heredia, quien se encontraba en esos momentos liderando los ejér­
citos de la Confederación rioplatense en guerra contra la Confederación
Perú-Boliviana. En ella le recriminaba que en sus cartas no expresara
todo el “calor federal” necesario, y le decía:
Noto que en sus oficios y proclamas no resuena tanto como es
preciso la voz y Causa Santa de la Federación, y que por ejemplo,
al decir todo argentino, los buenos argentinos, todo patriota, los
buenos patriotas, no dice Ud., todo argentino federal, los buenos
argentinos federales, todo patriota federal, los buenos patriotas
federales, sobre lo que yo sé que se fija mucho la atención por fe­
derales y unitarios, aquí y en casi todas las provincias.8

Rosas no confiaba en el líder tucumano, demasiado ambicioso y fuerte en


el norte del territorio, y una de las acusaciones que deslizaba contra él era
su tibieza al tratar a los unitarios y su política de “fusión de partidos”.
Así, en los años que siguieron al regreso de Rosas al poder, éste logró
ir imponiendo gobernadores afines en casi todas las provincias. Esto no
impidió ciertas sorpresas, que se podían expresar con fuerza cuando su
gobierno aparecía debilitado en alguna coyuntura, como ocurrió hacia
1839-1840.
Pero mientras tanto Rosas logró para su figura y para la provincia de
Buenos Aires un estatus que excedía claramente las atribuciones que le
fijaba el Pacto Federal de 1831. Además de concentrar en sus manos la
dirección de las relaciones exteriores de la Confederación, se reservaba la
potestad de intervenir para dirimir rencillas interprovinciales, controlar
el tráfico fluvial del sistema del Plata/Paraná/Uruguay, la dirección de las
guerras externas, y se atribuía también funciones de justicia para casos de
relevancia confederal. Era la que utilizó para condenar a muerte a los
hermanos Reinafé y utilizaría en adelante en otros resonados casos que
no eran específicos de Buenos Aires. Todas estas atribuciones llevaron a
que diversos gobernadores designaran a la figura de Rosas como jefe su­
premo del Estado o de la Confederación, cargo que evidentemente no te­
nía existencia formal. Junto con esta diplomacia epistolar y las presiones
ejercidas de diversas maneras sobre los líderes provinciales. Rosas no
descuidó ofrecer algunas concesiones a unas provincias cuyas economías
habían sufrido fuertemente la crisis del orden colonial v tenían crecientes
dificultades en colocar sus excedentes en el mercado porteño, invadido
por mercancías extranjeras. Por ejemplo, el fisco porteño hizo transferen­
cias con cierta regularidad a las arcas de algunas provincias, así como
aplicó algunas políticas económicas que podían favorecer a otras regio­
nes temporalmente, en desmedro de intereses particulares de Buenos
Aires. En esta dirección puede interpretarse la famosa Ley de Aduanas de
diciembre de 1835, que entró en vigencia al año siguiente y establecía
unos impuestos bastante elevados a las importaciones de algunos bienes,
protegiendo así el desarrollo de actividades artesanales del interior, y a
los labradores y artesanos de Buenos Aires, que desde la revolución de
1810 competían mal con el trigo y las manufacturas importadas. Esta ley
aduanera establecía aranceles que en algunos productos alcanzaban al 50
por ciento de su valor, en otros establecía montos fijos en pesos, y aun en
ciertos casos instituía la prohibición absoluta de importar, como en el de
algunos objetos de metal o madera. Si bien esta ley no alteraba mayor­
mente el modelo agroexportador que venía beneficiando fuertemente a la
economía ganadera porteña y de manera más modesta a algunas provin­
cias litorales como Entre Ríos, lograba restablecer la rentabilidad perdida
de algunas actividades agrícolas y artesanales que ahora eran algo más
protegidas por estas medidas. Esta protección no habría de durar mucho
tiempo, dado que varios de los nuevos aranceles estaban establecidos como
un monto fijo en pesos papel que no fue luego actualizado con la inflación,
que por momentos fue muy elevada. Pero en los inicios la nueva Ley de
Aduanas fue recibida con beneplácito por los labradores y los sectores ar­
tesanales porteños y por la mayoría de las provincias.
Una voz discordante fue otra vez la provincia de Corrientes, que juz­
gaba esta ley insuficiente, con fundadas razones. Su gobernador de en­
tonces, Rafael León de Atienza, reclamó a Rosas porque Buenos Aires le
cobraba al tabaco y la yerba que le enviaba su provincia los m i s m o s
elevados derechos de importación que a los p r o v e n i e n t e s d el Paraguay.
Ello afectaba seriamente los intereses de esta p r o v i n c i a q u e , p e s e a la
creciente importancia de su ganadería e x p o r ta d o r a , to d a v ía d e p e n d í a
en alta proporción de los envíos de e s t e tipo de b i e n e s de c o n s u m o p o ­
pular hacia los mercados litorales y en e s p e c i a l al de B u e n o s A ire s .
Rosas contestó al gobernador correntino q u e e sa s m e d i d a s se fu n d a b a n
en la imposibilidad de diferenciar en la aduana p o r te ñ a el o r ig e n de
esos bienes, así como en el caso más específico del tabaco en la p r o t e c ­
ción de las “muchas mujeres pobres” que en Buenos Aires vivían d e
esta actividad.9 Sin embargo, la reacción correntina fue más bien una
excepción a la regla y casi todas las provincias, además de los labrado­
res y artesanos de Buenos Aires, expresaron públicamente su conformi­
dad y agradecimiento a Rosas por estas medidas.
Este tipo de iniciativas del gobierno de Rosas eran realizables en
parte porque finalmente el esperado despegue económico de Buenos
Aires parecía estar produciéndose a ojos vista. Los años centrales de la
década de 1830 mostraban indicios claros de prosperidad acompañada
de estabilidad política y monetaria. Su principal rasgo era el desarrollo
vertiginoso de la cría del vacuno en las zonas de frontera ahora asegura­
das por la “Campaña al Desierto” que llevó a cabo Rosas, pero también
se observaba el inicio de una expansión de la cría del ovino en los par­
tidos más cercanos a la ciudad que acompañó el auge de los precios de
la lana en el mercado internacional y hasta una cierta recuperación agrí­
cola. Con todo ello, se notaba un importante incremento de la actividad
comercial, de las exportaciones e importaciones (acompañadas del de la
recaudación fiscal), e incluso una recuperación de los salarios reales de
los trabajadores, que venían perdiendo poder adquisitivo prácticamente
desde los inicios de la inflación fiduciaria en 1826-1827, que se compli­
có con una prolongada sequía cuyos efectos eran todavía visibles al fi­
nalizar el primer gobierno de Rosas en 1832.
De esta manera parecía ir imponiéndose una cierta paz en el territo­
rio de Buenos Aires y de la Confederación, en la que el dominio del
gobernador parecía difícil de cuestionar. Ello a la vez favorecía una cier­
ta relajación progresiva de los duros mecanismos de control político y
social que Rosas había impuesto desde su regreso en 1835.

Rosas y Oribe bebiendo en copas la sangre de sus víctimas,


¡Muera Rosas!, n.“ 13, Montevideo, 9 de abril de 1842
Fuente: Imagen cortesía del Archivo General de la Nación
En este clima de relativa calma surgieron algunas experiencias que
ahora parecían molestar menos a las autoridades. Así, se notaba la ex­
presión por momentos de una prensa algo menos controlada por el go­
bierno y el surgimiento o resurgimiento de una vida asociativa entre la
elite de la ciudad de Buenos Aires, que no parecía temer demasiado la ira
del gobernador, y sus más fanáticos seguidores.
Entre ellas, la experiencia que más repercusión habría de tener algún
tiempo después fue la reunión en 1837 de un grupo de intelectuales,
mayormente jóvenes, nucleados en lo que se llamó inicialmente el Sa­
lón Literario, que tenía como uno de sus principales animadores a Este­
ban Echeverría. Éste había llegado hacía algunos años de una larga esta­
día de estudios en Francia, y se hizo conocer rápidamente en Buenos
Aires por una serie de poesías y escritos publicados en periódicos por­
teños, inspirados en el movimiento romántico que había llegado a pal­
par de cerca en su estancia europea. La mayoría de los jóvenes que ha­
brían de nuclearse en el Salón del 37 distaba mucho de ser antirrosista.
Varios tenían en común haber estudiado en el Colegio de Ciencias Mo­
rales y en la Universidad creada por Rivadavia, en algunos casos disfru­
tando de becas otorgadas antes o durante el gobierno de Rosas a jóvenes
de las elites provinciales para hacer sus estudios en estas instituciones
(como es el caso de los tucumanos Juan Bautista Alberdi y Benjamín
Villafañe; Domingo F. Sarmiento por su lado había fracasado en su pe­
dido...), quienes compartieron esas aulas con los porteños José Mármol
o Vicente Fidel López, entre otros. Varios de ellos provenían de familias
rosistas y federales de Buenos Aires o del interior, y entre sus lilas m ili­
taban los hijos de destacados funcionarios de Rosas, como el de Manuel
Corvalán, edecán del gobernador, o el de Vicente López y Planes. Tam­
bién Alberdi o Sarmiento, quien se uniría formalmente al grupo algún
tiempo d e s p u é s , gozaban de la protección de caudillos federales de su s
provincias. En el acto de apertura del Salón no dejaron de escucharse
elogios a Rosas de parte de Marcos Sastre, el librero que alojaba a la
concurrencia, o de Alberdi, otro de los oradores del momento. El pri­
mero por ejemplo dijo del gobernador que era “...el hombre que la
providencia nos presenta más a propósito para presidir la gran refor­
ma de ideas y costumbres que ha em pezado...”. El tucumano por su
parte diría que Rosas era “el hombre grande que preside nuestros desti­
nos públicos”.10
Sean estas palabras las expresiones de un prudente oportunismo o
por convicción, en cualquier caso este grupo no se concibió inicialmen­
te como una organización de acción política sino cultural. Aunque,
acorde con el ideal romántico que compartían, se propusieron desarro­
llar iniciativas para “reformar las costumbres” del país y así promover
el adelanto cultural de un territorio que consideraban que tenía debili­
dades en su proceso de constm cción de identidad, que toda nación de­
bía tener. En el discurso inaugural del Salón, Alberdi proclamó la nece­
sidad de estudiar “lo nacional”, lo original de la historia rioplatense,
leitmotiv que habría de ser predominante en casi toda la producción de
los integrantes de este grupo. Y aunque esta labor se acompañaba siem­
pre de la vocación por el desarrollo de las letras, de alguna manera se
proponían como la conciencia crítica de un régimen político del que no
se consideraban enemigos, sino al que debían ayudar a corregir sus de­
fectos. Ellos querían constituirse en los intelectuales del federalismo, y
al inicio ese objetivo no parecía contradictorio con la dinámica política
del momento. O al menos no producía el enojo de Rosas... La participa­
ción en algunas de sus reuniones iniciales de intelectuales destacados
muy cercanos al gobierno, como Pedro de Angelis, director de los prin­
cipales periódicos rosistas, parecía consolidar esa idea.

L a g r a n c r is is d e l s is te m a f e d e r a l r o s is t a

P e ro m u y p ro n to v o lv ie ro n a c o m e n z a r las g uerras y c o n ello la c ris is


p o lític a a s o m a b a n u e v a m e n t e en el h o r iz o n te , lo q u e re a v iv ó el reflejo
del r o s i s m o do r a d i c a li z a r el f a c c i o n a l i s m o y c e rra r las c o m p u e r t a s a
to da p o s ib le d i s i d e n c i a , por m í n i m a q u e ella fu era. E n 1 8 3 8 el p e r i ó d ic o
L a M o d a e d ita d o por m i e m b r o s del g ru po era c l a u s u r a d o , el S a l ó n dejó
de f u n c i o n a r y se p r o d u jo una r a d i c a li z a c ió n de su s in te g ra n te s , q u e se
con stitu yeron co m o a so cia ció n m ás claram ente p o lítica y clan destin a,
la A s o c i a c i ó n de la Jo v e n G e n e r a c i ó n A r g e n tin a o la A s o c i a c i ó n de
Mayo, identificados t a m b i é n como un grupo generacional diferenciado
y opuesto a los mayores que defendían el federalismo rosista. Se pasa­
ron masivamente a la oposición y con ello al exilio en casi todos los
casos. Desde allí habrían de sumarse, a veces en carácter de principales
impulsores y a n i m a d o r e s , a los o p o s ito r e s al g o b ie r n o de Rosas. En pos
del objetivo central de derribarlo no dejarían de establecer alianzas con
los unitarios exiliados, a quienes habían criticado a veces fuertemente
por su actuación e ideas, o con naciones extranjeras.
Esta nueva etapa de radicalización política se disparó, como dijimos,
con el desarrollo de conflictos bélicos externos, que se entrecruzaban con
las intrigas de quienes buscaban aprovecharlos para combatir al viejo
rival, el federalismo rosista.
El primero de ellos fue la guerra con la Confederación Perú-Bolivia­
na desatada en 1837, aunque éste afectaba todavía moderadamente a
Buenos Aires porque le correspondió una parte menor en él, por la leja­
nía del territorio en el que tenía lugar.
El mariscal Santa Cruz presidía la Confederación Perú-Boliviana
constituida en 1836, y pronto se desataron conflictos con Chile y con la
Confederación Argentina. La presencia en Bolivia de algunos exiliados
antirrosistas, que desde allí llevaron a cabo varios intentos de incursio­
nes armadas sobre provincias del norte, no hacía más que agravar la
percepción de un intento de injerencia y conquista de parte del territo­
rio por parte del líder del país andino.11 Al mismo tiempo los líderes
rioplatenses, entre ellos Rosas, se consideraban con derechos de con­
quistar territorios que hacía algún tiempo dependieron de Buenos Aires
en tanto capital virreinal. Las provincias norteñas se habían visto re­
cientemente afectadas en sus economías por las tarifas que introdujo
Santa Cruz para proteger su propio mercado y separarlo de las del norte
argentino, tradicionales exportadoras a Bolivia de ganados y otros bie­
nes de consumo. El conflicto fue aguzado por otra parte por Chile, que
se encontraba, desde fines del 36, en guerra con la confederación l i d e r a ­
da por Santa Cruz, contra quien tenía viejas rencillas v reclamos. Para
completar el panorama, en el norte rioplatense el gobernador fe d e r a l de
Tucumán, Alejandro Heredia, suponía que una fácil v i c t o r i a s o b re las
fuerzas del general Santa Cruz, además de habilitar la c o n q u i s t a d e t e ­
rritorios bolivianos, consolidaría su hegemonía en la región.
Así se iniciaba en mayo de 1837 la guerra de la Confederación Ar­
gentina contra la Perú-Boliviana, en la que Buenos Aires participó sólo
desde lejos y proveyendo armas y alguna ayuda financiera a las fuerzas
que comandaba Alejandro Heredia en su calidad de “General en Jefe del
Ejército Argentino Confederado de Operaciones contra el tirano General
Santa Cruz”. La guerra en sí se realizó con dificultades, tanto por la fal­
ta de recursos como por el escaso entusiasmo que las poblaciones loca­
les del norte argentino tenían en defender ejércitos que considerabar
tanto o más ajenos que el que dirigía Santa Cruz. Sin embargo, termine
en triunfo, debido sobre todo a la eficacia del ejército chileno con ei
apoyo de disidentes peruanos, que derrotaron definitivamente en enero
de 1839 a las fuerzas de la Confederación andina en la batalla de Yun-
gay. Antes de ello, el jefe de las fuerzas rioplatenses en el teatro de ope­
raciones, el demasiado independiente general Heredia, fue muerto por
una rebelión en el propio territorio tucumano, lo cual facilitó la labor de
disolución de su hegemonía y el avance de líderes más dóciles a las
directivas del gobernador porteño.
Pero, cuando se celebraba en Buenos Aires la victoria contra el “cho­
lo Santa Cruz”, ya se hallaban inmersos en unos conflictos mucho más
complicados que llegarían a poner en riesgo la continuidad misma del
régimen rosista. El año 1838 había comenzado con fuertes nubarrones
en el horizonte, que en un principio tenían que ver con la compleja si­
tuación política en la República Oriental, en la que el gobierno de Rosas
no dejaría de intervenir hasta su caída en 1852. A la vez se produjo una
fuerte ofensiva de Francia, que intentaba disputar la supremacía mun­
dial de Inglaterra para alcanzar un lugar de privilegio en la región. Al
calor de estos conflictos internacionales se activaron diversas iniciati­
vas de viejos o nuevos enemigos del gobernador porteño, muchos dr
ellos instalados en el Uruguay, que vieron en esta coyuntura la ocasiór
para sacarse de encima al tirano.
Desde los años treinta la Francia de Luis Felipe de Orleans intentaba
expandir su influencia mundial, en varias ocasiones a través de inter­
venciones armadas para ocupar territorios o para obtener privilegios.
Así había actuado en Argelia, en el Cercano Oriente, y desde 1837 venía
presionando a las autoridades mexicanas hasta producir un bloqueo de!
puerto de Veracruz en abril de 1838. En el Río de la Plata actuaría de
manera similar. Desde hacía algún tiempo los diplomáticos francese;-.
venían intentando obtener para su país y para sus súbditos los mismo?
privilegios que los ingleses habían alcanzado con el Tratado de Amistad
firmado en 1825 con las autoridades porteñas. En este tratado, además
de una serie de privilegios comerciales, los británicos instalados en la
región resultaban excluidos de algunas obligaciones que tenía el resto
de los residentes, entre las cuales la más pesada era la obligación m ili­
tar. Los motivos de fondo para esta intervención, pese a los argumentos
de coyuntura que se utilizaron, los dejó en claro un diplomático francés
que actuó por esos años en el Río de la Plata, Alfred de Brossard, quien
en 1850 escribió:

¿Hay algo más importante para un gran estado que abrir nuevos y
mayores mercados, sobre todo si ese estado posee, como la Fran-,
cia, una navegación que enfrenta la concurrencia de otros pabe­
llones, una industria que cada día aumenta la masa de su produc­
ción y un pueblo tan ávido de bienestar y de riquezas que el suelo
natal no le puede proporcionar en una cantidad suficiente para
sus necesidades, y sobre todo para sus deseos?12

La ocasión de incrementar la presión le surgió a Francia a raíz de un


incidente menor que involucraba a un ciudadano de ese origen, el litó­
grafo César Hipólito Bacle, quien había sido detenido en 1837 acusado
de ayudar a los unitarios. Luego fue liberado, pero las secuelas para su
salud de la pasada prisión terminaron por provocarle la muerte en ene­
ro de 1838. Los reclamos franceses llevaron a una escalada diplomática
que desembocó rápidamente en el bloqueo del puerto de Buenos Aires
por parte de la armada francesa en marzo de ese año, bloqueo que no
habría de ser levantado hasta finales de 1840. Francia, en su conflicto
con Buenos Aires, también habría de favorecer la conspiración de Fruc­
tuoso Rivera, líder del Partido Colorado, quien había sido presidente de
la República Oriental, contra su sucesor en ese cargo. Manuel Oribe, de!
Partido Blanco. La alianza de Rivera con emigrados antirrosistas y con
los franceses decidió a Oribe a respaldarse más claramente en el gobier­
no de Buenos Aires, pese a lo cual terminó siendo derrocado por su
contendiente en octubre de 1838, acorralado entre las fuerzas ri v e ris tas
que dominaban la campaña oriental y las naves francesas que bloquea­
ban el puerto de Montevideo. Oribe pasó a B u e n o s A ire s y se c o n v i r t i ó
desde entonces en un general muy importante en los ejércitos confede­
rales bajo la dirección de Rosas.
El prolongado bloqueo francés del puerto de Buenos Aires tuvo con­
secuencias muy graves para la economía de la provincia y para sus fi­
nanzas. Como ya había sucedido con el bloqueo brasileño entre 1825-
1828, las naves galas lograron cortar casi completamente el comercio
exterior porteño, afectando así al sector más dinámico de su economía.
Las exportaciones y las importaciones cayeron dramáticamente. La ac­
tividad económica en Buenos Aires sufrió un golpe muy duro, y había
sectores que consideraban que la intransigente política de Rosas era res­
ponsable de ello. Por supuesto la prensa opositora editada en Montevi­
deo y en algunos otros sitios no dejaría de utilizar este argumento para
incitar a la animadversión hacia su enemigo. Pero, además de paralizar­
se gran parte de la economía, quien sufrió muy duramente las conse­
cuencias del bloqueo fue el mismo gobierno porteño al quedarse de re­
pente sin ingresos fiscales, compuestos en un 80 o 90 por ciento por los
impuestos aduaneros que había dejado de cobrar. Y ello sucedía en un
momento en que las necesidades financieras del Estado eran mayores y
muy urgentes por el desarrollo de los propios conflictos bélicos.
Rosas, que había sido muy marcado por la experiencia inflacionaria
que produjo la descontrolada emisión monetaria iniciada en 1826 du­
rante el anterior bloqueo, intentó esta vez eludir esa solución, buscando
alternativas para financiar el Estado. Esa inflación monetaria había afec­
tado los intereses de los empresarios, pero además había significado un
golpe muy fuerte al bolsillo de los consumidores y asalariados, quienes
habían sido perjudicados doblemente por el incremento de los precios
al consumo y la baja de sus salarios reales establecidos en una moneda
que se devaluaba a ojos vista. Y Rosas necesitaba conservar el apoyo de
la población en esta coyuntura de crisis, especialmente de los sectores
populares, que constituían el grueso de los reclutas movilizados para
enfrentar las guerras que se avecinaban.
Así. hizo aprobar algunas medidas para buscar recursos, entre las
cuales se encontraba la emisión de deuda pública desde 1837. Pero esta
medida no alcanzó para paliar el déficit fiscal, por lo que debió buscar
alternativas. Entre ellas hubo dos medidas que fueron las más importan­
tes y que tendrían consecuencias graves para su administración. En
mayo de 1838 se aprobó una reforma del sistema de enñteusis v a ini­
cios del año siguiente, de la Ley de Contribución Directa. Debemos de­
tenernos un poco en ellas para entender las consecuencias que provoca­
ron estos cambios.
La enfiteusis había sido creada a inicios de la década de 1820, duran­
te el gobierno de Martín Rodríguez, y fue una fórmula utilizada para
preservar bajo el dominio del Estado todas las nuevas tierras conquista­
das en la frontera, a la vez que usar a estas y a todas las otras tierras que
se conservaban como públicas como garantía para la consolidación de
la deuda del Estado, que pronto habría de incluir al famoso empréstito
de la Baring Brothers. Dicho sistema evitaba entonces la privatización
de toda esta tierra, a la vez que facilitaba su puesta en explotación por
un sistema de arriendo a largo plazo y con cánones moderados, que se
fueron reduciendo progresivamente desde 1826 al estar establecidos en
moneda “corriente” de papel que se devaluaba cada vez más. De esta
manera algunos centenares de porteños, mayormente pertenecientes a
sus sectores más adinerados, tuvieron acceso a inmensos territorios en
las nuevas zonas conquistadas al indígena, alquilándolos a precios vi­
les. Y, como se puso en evidencia cuando se discutió la reforma a esta
enfiteusis en el 37 y el 38, muchos de ellos ni siquiera pagaban el bají-
simo canon establecido. En los periódicos oficialistas por esos años se
empezaron a publicar los nombres de algunos de los principales deudo­
res de la enfiteusis, y entre ellos encontramos apellidos muy conocidos
de las elites locales, expuestos al escarnio público por no pagar sus
deudas al Estado.
La reforma de 1838 tenía dos aspectos importantes. Por un lado tra­
taba de forzar la venta de buena parte de las tierras sometidas al sistema,
y por el otro duplicaba el canon para aquellas que quedaban todavía en
él. Obviamente esto último no podía complacer a los enfiteutas y lo pri­
mero, las ventas, tampoco parecía acomodarles. Como señaló uno de los
principales beneficiarios de la enfiteusis, si pagaba a 3 0 0 0 pesos la legua
(que era el precio al que se vendería), ese dinero a intereses daría m u c h o
más que lo que pagaba de canon anualmente por esa misma leg u a (que
era 6 0 pesos por año). Es decir que el canon era el 2 por ciento del capi­
tal necesario para comprar la tierra al Estado, c u a n d o c o n e se c a p i ta l los
eventuales compradores podrían hacer inversiones m u c h o más l u c r a t i ­
vas. El propio Nicolás de Anchorena, que integraba la Comisión de Ha­
cienda de la Sala de Representantes, insistió en el mismo s e n tid o , c o n ­
cluyendo que con ese capital, en vez de comprar la tierra, “con sólo el
interés del capital tendría para pagar el canon de muchos años, pudien-
do destinar el capital a un objeto productivo, como por ejemplo, compra
de ganado”.13
Por su parte, la contribución directa era un impuesto a la riqueza
creado también a inicios de los años veinte, que establecía que los pro­
pietarios de diversos bienes muebles e inmuebles debían pagar porcen­
tajes variables de ellos anualmente al fisco. Este impuesto era sin duda
más progresivo que los existentes, especialmente comparado con el im­
puesto aduanero que afectaba a todos los consumidores, sin discriminar
su capacidad adquisitiva. Sin embargo, nunca funcionó bien desde su
creación por diversos motivos. Por un lado excluía del pago a la tierra
en enfíteusis, que en estos momentos era más extensa que la tierra pri­
vada. Por el otro, y quizá lo más relevante, la declaración de la riqueza
personal sobre la que se calculaba el impuesto la debía hacer el mismo
propietario, con lo cual cada uno declaraba lo menos posible. Además,
como ya vimos que sucedía con la enfíteusis, muchos propietarios ni
siquiera pagaban al fisco las sumas menores que debían en función de
sus propias declaraciones.
Lo cierto es que Rosas, luego de fracasar en su intento de duplicar las
tasas de la contribución, dictó un decreto a inicios de 1839 que podía
cambiar fuertemente los montos percibidos por el Estado en este concep­
to: desde ese momento se incluía a las tierras en enfíteusis para pagar el
impuesto, y a la vez la declaración de las riquezas ya no sería “espontá­
nea” sino que sería efectuada por los funcionarios del Estado, estable­
ciendo censos económicos que permitieran medir con precisión la rique­
za de cada uno y así poder establecer el impuesto a pagar. Era la primera
vez en la historia de la región que la riqueza de los propietarios iba a ser
fiscalizada de cerca por empleados del Estado. Rápidamente se inició un
masivo censo económico de todos los propietarios urbanos y rurales de la
provincia, el más completo y preciso jamás hecho hasta entonces.14
Es posible imaginar la reacción de unos propietarios acostumbrados
a no pagar impuestos directos ni a ser controlados tan de cerca por el
Estado.
En este marco de conflictos externos, de crisis económica y de medi­
das fiscales muy duras, se abrió en Buenos Aires una coyuntura muy
compleja, en la que los enemigos de Rosas consideraron que tenían a
mano una ocasión única para intentar derribarlo.
En mayo de 1838 se produjeron algunos actos en Buenos Aires que
pusieron de manifiesto el accionar de grupos disidentes y la creciente
tensión que se vivía. Por un lado el gobierno celebró las “Fiestas Mayas”
con un gran despliegue y poniendo especial cuidado en favorecer la
participación de los sectores que podían decidir la suerte de una crisis
a su favor. Así, fueron invitadas las Sociedades Africanas, y la comuni­
dad negra de la ciudad ocupó un lugar destacado en los festejos. Pero
del otro lado también ese mismo día aparecieron en algunos rincones de
la ciudad unos papeles que proclamaban: “Viva el 25 de Mayo y muera
el tirano Rozas!”.15 Por su parte por esos días se presentó el texto redac­
tado por Echeverría y Alberdi, el “Credo de la Joven Generación Argen­
tina”, que marcaba el cambio de posición de la generación romántica
hacia una creciente politización opositora, luego de que el mes anterior
el gobierno cerrara el periódico cultural que animaban, La Moda.
De allí en más se sucedió una escalada de acontecimientos cada vez
más graves.
El 15 de junio moría el “Patriarca de la Federación”, don Estanislao
López. Domingo Cullen, su ministro, quien se encontraba en esos mo­
mentos en Buenos Aires para manifestar el desacuerdo de su provincia y
de otras a la continuidad del conflicto con Francia, fue designado interi­
namente como gobernador de Santa Fe. Rosas lo desconoció, acusándolo
de connivencia con los franceses, y logró su renuncia, a la vez que conse­
guía desplazar de esa gobernación al nombrado enseguida para suceder-
lo, don José Galisteo. Con el apoyo del gobernador entrerriano Pascual
Echagüe, el hermano del difunto gobernador, Juan Pablo “Mascarilla”
López, se hizo con el poder en acuerdo con el poderoso gobernador de
Buenos Aires. Por su parte, el gobernador de Corrientes, Genaro Berón
de Astrada, que sostenía el accionar de Cullen y el disgusto por el conflic­
to con los franceses, se levantaría contra Rosas a finales de este año.
Entre julio y agosto el gobierno porteño descubrió un intento de su­
blevación encabezado por Linos jefes militares, el coronel Juan Zelarra-
ván y el sargento mayor Manuel Céspedes, quienes parecían haberse
dirigido a distintos partidos del sur de Buenos Aires con el fin de con­
seguir adhesiones para rebelarse contra Rosas. A inicios de septiembre
el gobierno recibió la noticia de que las fuerzas que dirigía el coman­
dante del “Fuerte Argentino” habían derrotado a los rebeldes y que el
propio Zelarrayán fue muerto y su cabeza enviada a Buenos Aires.
En medio de todas estas tensiones un acontecimiento conmueve a Ro­
sas y a toda Buenos Aires: el 20 de octubre de 1838 fallece la esposa del
gobernador, Encarnación Ezcurra, quien llevaba ya un tiempo acosada por
la enfermedad. En la ciudad y la campaña se organizan grandes homenajes
a la “heroína de la Federación” y los funerales principales en la ciudad son
acompañados por varios miles de personas. La Gaceta anunció el aconteci­
miento un par de días después con tono solemne y dramático, y comentaba
la reacción de los pobres que sufrían especialmente el deceso:

La digna esposa de NUESTRO ILUSTRE RESTAURADOR DE LAS


LEYES no existe ya sino por la memoria de sus virtudes. Ha sido
arrebatada por la muerte a las dos horas de la mañana del día 20
del presente después de una grave y dilatada enfermedad que ha
superado los recursos de la ciencia médica y los esfuerzos y cui­
dados de una esmerada y cariñosa asistencia.
Los pobres de quienes era protectora y amparo se han agolpa­
do a rodear su féretro y regarlo con las sinceras lágrimas de la
gratitud!!!.16

Según diversos testimonios, el funeral y el entierro fueron impactantes.


La multitudinaria procesión que acompañó al féretro hasta la iglesia de
San Francisco, donde fue depositado, estuvo encabezada por las princi­
pales autoridades, el obispo Medrano, los ministros Arana e Insiarte,
representantes diplomáticos, miembros de la Junta de Representantes y
jefes militares. No asistió a ellos el propio gobernador, al parecer muy
afectado por la desaparición de su esposa.17
Pero este hecho dramático no alteró el clima de incertidumbre, y los
rumores de deserciones y complots se dispararon y el clima de tensión
no haría más que ir creciendo, hasta llegar a su punto culminante en los
años 1839 y 1840.
En marzo del 39 el gobierno de Rivera, apoyado por los franceses,
declaró la guerra formal a Buenos Aires, aunque pronto sufrió la derrota
severa de Pago Largo en manos de un ejército de entrerrianos conducido
por Echagüe y Urquiza, seguida luego por la rendición correntina, cuyo
gobernador Genaro Berón de Astrada, junto a muchos correntinos, iba a
sufrir la pena máxima en manos de las fuerzas rosistas. En junio del
mismo año se denunció un complot antirrosista en Buenos Aires, enca­
bezado por el hijo del presidente de la Legislatura, Manuel Vicente
Maza. El coronel Ramón Maza parece haber estado de acuerdo con algu­
nos opositores en la necesidad de aprovechar esa coyuntura para acabar
con el gobierno.1" No obstante, la noticia trascendió y el coronel Maza
fue rápidamente encarcelado. En un confuso episodio el día 27 de junio
su padre Manuel, que se encontraba en el recinto de la Sala de Repre­
sentantes, fue muerto, al parecer por integrantes de la Mazorca.19 Al día
siguiente Rosas ordenó el fusilamiento de su hijo Ramón. Estos sucesos
ponían de relieve hasta qué punto el enfrentamiento se aproximaba al
extremo y adquiría relieves inesperados. El coronel Maza era parte im­
portante del entramado de poder militar construido con mano férrea
por Rosas desde su regreso al poder en 1835, y su padre había sido por
muchos años uno de sus colaboradores más cercanos y de confianza.20
De aquí a octubre se sucedieron manifestaciones públicas en adhesión
al gobernador en ciudad y campaña de Buenos Aires, pero en octubre
estalló un levantamiento en el sur de la provincia porteña que habría de
conmover los fundamentos del régimen rosista y tener repercusiones
muy importantes en el período siguiente. Este levantamiento pasó a la
historia como la rebelión de los Libres del Sur.
Al parecer este levantamiento contó entre sus instigadores con algu­
nos viejos enemigos del gobierno y debía coincidir con una invasión a
la provincia que estaba organizando el general Juan Lavalle desde el
Uruguay, quien finalmente decidió comenzar lo que sería su última
aventura antirrosista en Entre Ríos en el mes de septiembre.
Sin embargo este episodio presenta una imagen bastante más com­
pleja sobre sus características y las causas que lo desataron. Sin desme­
recer el rol que los elementos antes mencionados pudieron haber teni­
do, resulta evidente que la mayoría de los rebeldes estuvo compuesta
por individuos que en sus rangos dirigentes eran grandes propietarios
del sur de la provincia (los principales focos rebeldes se concentraron
en los partidos de Dolores y Chascomús, pero se extendieron a la mayor
parte de las zonas nuevas conquistadas al indígena). E n esta zona t e n ía n
sus explotaciones los principales beneficiarios de la e x p a n s i ó n g a n a d e ­
ra posrevolucionaria y de la “Campaña al Desierto" comandada hacía
poco por Rosas. Por otra parte, varios líderes de la rebelión eran recono­
cidos como leales federales y cumplían funciones en el entramado de
poder rosista en la campaña, fungiendo como jefes militares, jueces de
paz, alcaldes y tenientes, habiendo pasado recientemente por la estre­
cha criba de los censos de unitarios y federales que el gobierno de Rosas
realizaba con regularidad.21
Hay testimonios que revelan que el propio Rosas, al conocer las ca­
racterísticas de la rebelión y sus jefes, estaba profundamente afectado al
saberse “traicionado” por mucha gente que consideraba fiel y a quien
había favorecido de muchas maneras.
Un jefe militar muy cercano a Rosas, Narciso del Valle, quien pronto
habría de ser tomado prisionero por los rebeldes, le manifestaba al go­
bernador: “En suma, Sr. Gral., en este Depto. ha sido el movimiento tan
rápido, y la aparición de tantos unitarios que estaban con la máscara de
federales, que casi no se puede dudar del hombre que haya algún viso
no esté metido en la conspiración”.22
Segtm el unitario general Paz, que se encontraba en ese momento en
Buenos Aires con la ciudad como prisión:

Es seguro que ningún otro suceso ha sorprendido tanto a Rosas, a


fe que tenía razón para ello. El sur era su comarca predilecta, en
la que creía que conservaba más influencia; y había sido, en una
palabra, la cuna de su poder, y la tenía por su más firme apoyo;
fue para él un desengaño, una sorpresa, un desencanto; puede
creerse, sin miedo a equivocarse, que han sido los días mas acia­
gos de su carrera.23

La rebelión estalló de manera adelantada al ser descubierta y, pese a


ello, alcanzó una dimensión muy importante, involucrando ejércitos de
miles de personas de un lado y el otro. Entre los principales líderes de la
sublevación figuraban el coronel Manuel Rico (segundo comandante
del regimiento con asiento en Dolores), Pedro Castelli (estanciero, m ili­
tar e hijo del revolucionario de Mayo Juan José Castelli) y varios m i e m ­
b ros de familias destacadas por su riqueza y poder, como los M ig u e n s ,
E z e iz a y Sáenz Valiente.
E! primer acto público de los sublevados es revelador de los objeti­
vos q u e se proponían. El 29 de octubre el coronel Rico mandó batir ge­
nerala en Dolores, se reunió el vecindario en la plaza del pueblo y allí
proclamó el levantamiento contra Rosas. Seguidamente cuatro vecinos
llevaron del Juzgado de Paz a la plaza el retrato del gobernador y Rico lo
apuñaló, se quitó la divisa y la cintilla federal y las rompió, en lo que
fue seguido por los vecinos allí presentes. Luego destituyó al antiguo
juez de paz y nombró en su reemplazo a Tiburcio Lens (quien ya se des­
empeñaba como alcalde de un cuartel y había sido juez interino), y el
mismo Rico fue nombrado comandante general de todas las milicias del
partido. Como se puede ver, los símbolos atacados son claros en mostrar
una revuelta abierta contra el gobierno que ya no tenía marcha atrás, y
también se puede observar claramente cómo los principales implicados
ocupaban importantes cargos en el sistema político-militar del rosismo.
Las noticias se difundieron con rapidez. En algunos lugares se prepa­
ró la resistencia contra los rebeldes, pero al parecer en la mayoría de los
sitios del sur había mucha adhesión a la rebelión y los rebeldes requisa­
ban armas y recursos, especialmente entre quienes representaban más
firmemente al gobernador. Así fueron saqueadas varias estancias de los
Anchorena y sus peones fueron reclutados para los ejércitos rebeldes.
Sin embargo, los intentos de expansión del movimiento al interior
del Salado, en las zonas más cercanas al centro del poder, fueron limi­
tados. Se produjo una insurrección en el partido de Chascomús, donde
residían algunos antiguos propietarios “resfriados” con el gobernador,
pero los intentos de expandir el movimiento fueron rápidamente lim i­
tados, sobre todo desde la cercana guardia de Monte, donde Rosas era
propietario y había sabido tejer una densa red de relaciones, y donde
residía uno de sus principales referentes, el Carancho del Monte, don
Vicente González.
Lo cierto es que pocos días después de iniciado el levantamiento, y
pese a los fundados temores que despertó en Rosas y en varios de sus
seguidores, se produjo una batalla decisiva que dio por tierra con las
posibilidades de éxito de la sublevación. La batalla de Chascomús, que
tuvo lugar el 7 de noviembre, enfrentó un ejército al mando de Pruden­
cio Rosas, hermano del gobernador, que lideraba tropas de línea v m ili­
cias asentadas en algunos sitios de frontera donde el gobierno había
sabido construir un “vecindario federal" como A z u l, acompañados de
nutridos grupos de “indios amigos”. Del otro lado se encontraba el ejér­
cito dirigido por Pedro Castelli, conformado por unos 1500 rebeldes, en
parte provenientes de formaciones militares v milicianas de la zona,
en parte por vecinos armados para la ocasión. Pese a alguna confusión
inicial, la batalla terminó en una derrota completa de los rebeldes, quie­
nes sufrieron numerosos muertos (distintas versiones evalúan entre 250
y 450 bajas) y prisioneros. Castelli, que había logrado huir luego de la
derrota, fue alcanzado por una partida suelta, que al reconocerlo le dio
muerte y colgó su cabeza en una pica en la plaza de Dolores, como es­
carmiento para sus seguidores.
El impacto de esta batalla fue muy grande, y en las semanas que si­
guieron los ejércitos rosistas persiguieron y derrotaron a diversas parti­
das alzadas en distintos puntos del sur provincial. En esta campaña ju­
garon un rol destacado las partidas de indios amigos, que parecen haber
sido importantes para asegLirar cuerpos militares de absoluta fidelidad
al gobernador. Estas milicias indígenas desempeñaban un papel central
en las zonas de frontera de la campaña, en las que superaban amplia­
mente en número a las tropas milicianas criollas y las reducidísimas
partidas de línea. Ellas se conformaron como resultado del llamado Ne­
gocio Pacífico con los indios, por el cual el gobierno porteño les otorga­
ba una serie de recursos (sobre todo en ganado caballar) y reconoci­
miento, a cambio de su participación en la defensa de la frontera contra
grupos de indios enemigos y, como se manifestó aquí de manera rotun­
da, también contra enemigos internos del gobierno de Rosas.24 El gober­
nador había dedicado especial empeño en ganar la simpatía de dichos
grupos de indios, pero a la vez en disciplinarlos a las prácticas y los
principios culturales y legales criollos y del Estado de Buenos Aires.25
No obstante, en estas circunstancias se puso en evidencia que dicho
disciplinamiento era limitado y la intervención de estas milicias en la
contienda se realizaba con una lógica que alteraba las pautas que Rosas
siempre quiso imponer sobre ellos y que ahora, en momentos de debili­
dad, no podía cuestionar abiertamente.
Según testimonios diversos, estos grupos de indios al avanzar ataca­
ban y saqueaban las propiedades de los “unitarios”, pero también las de
fidelísimos federales, quedándose con su ganado, por ejemplo.
Numerosas cartas intercambiadas entre las autoridades ¡ocales y Rosas
daban cuenta du estos hechos, y Rosas recomendaba siempre que so tuvie­
ra consideración a esas prácticas que en momentos de menor incertidum-
bre combatió con mano firme. Así. por ejemplo, respondiendo a la pregun­
ta de un jefe militar rosista de cómo actuar ante la certeza del robo de
ganados por parte de los indios que participaron en esta campaña militar,
el edecán de Rosas. Manuel Corvaban, le contestó en noviembre de 1839:

...respecto a los daños y robos que han hecho los indios que U
expresa dice S.E. que no se aflijan tanto por eso ni entren en hos­
tilidades con dichos indios por quitarles las haciendas porque la
culpa de todo eso no la tienen ustedes ni el gobierno sino los
unitarios sublevados, lo importante es que finalmente los indios
persiguieron a los unitarios cuando éstos tomaron el Fuerte Inde­
pendencia...26

La derrota de los Libres del Sur no terminaría con la crisis del gobierno.
El bloqueo francés todavía continuaba, aunque ya circulaban noticias
sobre las intenciones de ambas partes de llegar a algún arreglo. En ese
marco Lavalle debía tomar el toro por las astas y pasar de Entre Ríos,
donde las cosas no le iban demasiado bien, a Buenos Aires, a atacar el
corazón de la tiranía, esperando que todavía Francia le prestara la ayu­
da necesaria para la batalla final.
En agosto de 1840, al frente de un ejército que inicialmente contaba
con apenas algo más de un millar de soldados, Lavalle desembarcó en
Baradero, en la costa norte de la provincia de Buenos Aires.
El viejo caudillo unitario estaba convencido de que su sola presencia
al mando de un ejército alentaría a la población porteña, sometida se­
gún él creía por el miedo a las garras del tirano, a levantarse en forma
masiva, para unírsele y así derrocarlo fácilmente.
Y de hecho en los inicios de esta campaña una serie de aconteci­
mientos parecieron confirmar este presupuesto. A diferencia del sur de
Buenos Aires, la parte norte de la campaña nunca se había manifestado
muy afecta al gobernador, y los primeros censos de unitarios y federa­
les, al comenzar los años treinta, daban cuenta de la presencia en esas
zonas de muchos unitarios, a veces “disfrazados de federales" por con­
veniencia.
Y las tropas lavallistas encontraron en su camino hacia la ciudad de
Buenos Aires el apoyo de sectores que podemos calificar corno pertene­
cientes a las elites pueblerinas, quienes aportaron hombres y r e c u r s o s a
las fuerzas del general unitario, que así fue engrosando las filas do sus
ejércitos y creyó cada vez más en el éxito inevitable de su empresa. En
Pergamino, Arrecifes, Baradero, San Pedro. Areco o San Andrés de G i­
les, Lavalle recibió apoyos y varios cientos de soldados se agregaron a
sus fuerzas.
Pero la situación comenzó a cambiar a medida que se acercaba a la
ciudad.
Así lo describía uno de los lugartenientes de Lavalle, Pedro Lacasa,
quien nos dejó una detallada crónica de esta campaña: “Aquí tenemos
que hacer notar, para que se vayan comprendiendo los movimientos que
vendrán más tarde, que el ejército libertador había encontrado algunas
simpatías en los distritos de San Pedro, Arrecifes y Areco; pero que éstas,
enteramente terminaron cuando llegamos a la altura del río Luján”.27
Y a los pocos días de haberse estacionado las fuerzas de Lavalle en la
zona de Merlo, a la espera de que se le sumaran los numerosos deserto­
res que el general unitario esperaba que abandonaran al tirano, se die­
ron cuenta de que “la columna libertadora no tenía más que el terreno
que pisaba. Cuatro días de permanencia en Merlo había reducido com­
pletamente su esfera de acción. Lavalle resolvió pues, volver sobre su
retaguardia”.28
Luego de algunas escaramuzas, que en algunos casos favorecieron a
las tropas de Lavalle, pero ante las cuales constataron que no lograban
captar ni a uno solo de los desertores para sus filas, y sin recibir ningu­
no de los apoyos que esperaba de los franceses -que ya se encontraban
negociando una salida aceptable del prolongado conflicto con Rosas- ni
observar movimientos de apoyo en las provincias, el general unitario
decidió emprender la retirada hacia el norte, de manera precipitada y
sin poder contener la desbandada de parte de sus tropas por el camino.
En este momento la desazón de Lavalle era máxima, y una carta que
escribió a su esposa, que residía en el Uruguay, da cuenta de ese estado
de ánimo y de la constatación que hacía de que el pueblo de Buenos
Aires apoyaba a Rosas, pese a ser “esclavizado” por él:

Mi Dolores. Esta carta te va a hacer derramar lágrimas. Después


de las esperanzas que inspiró la derrota de Pacheco, no he encon­
trado mas allá sino hordas de esclavos, tan envilecidos como co­
bardes y m u y contentos con sus cadenas. De esas hordas he des­
truido dos antes de llegar delante del gran ejército de Rosas,
fortificado en la chacra de Caseros con 2000 infantes. 26 cañones
v 5000 hombres de caballería. He estado 48 horas a tres leguas de
él y ni aún se ha atrevido a escaramucear. Entretanto Máscara
ayudado por Lagos iba haciendo con esmero una reacción en la
campaña del norte, y me he visto precisado a volver sobre él con
1000 caballos y 100 infantes. En esta marcha he sabido que Oribe
ha desembarcado en el Rosario con 1000 hombres, y no hay duda
que lo encontraré reunido con Máscara. Si consigo batirlos puede
ser29 que la revolución prenda en Santa Fe, pero si se fortifican en
San Nicolás yo no puedo sostener un sitio en el estado en que está
el país. Del interior no tengo más noticias que las que da la carta
de Áldao que habrás visto, pues encargué que te la manifestaran.
Después, muchas noticias vagas, todas mentiras, como las de que
se alimentan en Montevideo. Yo creo que Lamadrid no se ha mo­
vido de Tucumán. Es preciso que sepas, mi adorada, que la situa­
ción de este ejército es muy crítica. En medio de territorios suble­
vados o indiferentes, sin base, sin punto de apoyo, la moral
empieza a resentirse y es el enemigo que más tengo que combatir.
Bueno será que estés preparada para salir de Montevideo en 24
horas y dirigirte al Río de Janeiro, pues luego que allí sientan a
Rosas fuerte, quién sabe hasta qué punto llegará la venganza de
los traidores a la causa de la libertad. Oculta esta carta a todo el
mundo porque decían que Rosas me ha comprado. Manifiéstale
sin embargo a nuestro amigo el señor Agüero para que arregle un
porvenir, y a Rafael y Pepe que no dudo te acompañarán. Dile a
Pepe que no cometa la locura de sacar a su familia de Buenos
Aires, que para esto sobra tiempo. Es preciso que tengan un gran
disimulo principalmente con los franceses, pues todavía tengo
esperanzas en el interior, que se debilitarían mucho si los france­
ses nos niegan recursos y hacen la paz. Adiós mi Dolores, ten
ánimo fuerte y espera todavía algo bueno. Pero quisiera que espe­
rases en R ío de Janeiro. N o te hago caricias ni me acuerdo de mis
hijos porque es preciso que yo no me enternezca. Tu Juan.111

C o n este á n i m o , v a p e n a s a lg u n a e s p e r a n z a de lograr un re s u lta d o en el


interio r, s ig u ió c a m i n o al norte, a d o n d e lo seguiría un g ru p o ele fieles,
q u i e n e s lo a c o m p a ñ a r o n hasta su d e s t i n o final. Pero e n eso camino, y
p ese a a lg u n o s tr i u n fo s m i li ta r e s de las fuerzas que c o m a n d a b a . Lavabo
no h iz o m á s q u e c o n s ta t a r lo q u e ya h a b ía percibido e n B u e n o s Aires.
E n otra ca rta a su e s p o s a le d e c ía ;

no concibas muchas esperanzas, porque e l hecho es que los triun­


fos de este ejército no hacen conquistas sino entre la gente que ha­
bla, la que no habla y pelea nos es contraria y nos hostiliza como
puede. Este es el secreto origen de tantas y tan engañosas ilusiones
sobre el poder de Rosas, que nadie conoce hoy como yo. [...] Mi
situación pues, no es halagüeña... con un ejército debilitado en su
número y que carece hoy de todo pues pisa un país en que apenas
hay pasto y abandonado por los franceses y hostilizado y traiciona­
do por el odio ciego o la insensatez de mis otros aliados, te figurarás
que hago un prodigio con sólo mantenerme.31

Si recordamos las palabras de Rosas citadas en un capítulo anterior,


encontramos una coincidencia perfecta entre lo que decía entonces el
gobernador y la conclusión a la que llega el general unitario: “La gente
que habla”, es decir, las elites, los de “frac y levita”, en términos de sus
opositores, eran los que se manifestaban a favor de Lavalle, mientras
que los “que no hablan y pelean”, es decir, los “hombres de acción”, en
palabras de Rosas, eran los que defendían la causa rosista. Y esto parece
explicar buena parte del resultado de este enfrentamiento, a lo que La-
valle suma que había sido abandonado por los franceses y otros aliados
que lo impulsaron a emprender esta aventura.
Como es sabido, Lavalle continuó sus intentos en retirada, hasta que
fue muerto en Jujuy en un confuso episodio en el que recibió un dispa­
ro. Sus huesos descarnados serían llevados hasta Bolivia por un grupo
de fieles, para escapar al destino de escarnio público al que los habrían
sometido los seguidores de Rosas. El contexto en que esto sucede será
abordado en el próximo capítulo.
En cualquier caso, la derrota entre fines de 1839 y mediados de 1840
de estos poderosos enemigos de Rosas se acompañó de una fuerte repre­
sión de quienes se levantaron contra su gobierno y aun de muchos que
sin haberlo hecho se mantuvieron neutrales en un momento decisivo.
El desarrollo de los acontecimientos llevó también al gobernador a la
constatación de que se había producido una polarización política, que
se había transformado en social, de la que debía extraer conclusiones y
con ello emprender cambios en su sistema de gobierno.
Es difícil contabilizar todos los muertos en los enfrentamientos m ili­
tares de estos dos años, así como de los fusilados y degollados de ambos
bandos. Las fuerzas de Lavalle no dejaron de actuar con la misma saña
que emplearon muchos de los seguidores del gobernador. Una vez ter­
minadas las batallas y conseguida la victoria de las fuerzas resistas en
toda la provincia, el gobierno decidió emprender de manera sistemática
algo que ya había iniciado informalmente luego de la batalla de Chasco-
mús en 1839: el embargo masivo de los bienes de aquellos designados
como “unitarios” por haberse opuesto al gobierno de Rosas.
Estos embargos tuvieron una magnitud nunca vista en la región y
afectaron a cerca del 10 por ciento de todos los propietarios de Buenos
Aires. Y lo que resulta característico de este proceso es que afectó fun­
damentalmente a muchos de los más ricos propietarios de la provincia,
poniendo en evidencia la constatación que hace el rosismo de que la
lucha entre federales rosistas y “unitarios” (entendiendo por esto últi­
mo a todos quienes se le oponían) había adquirido en alta medida el
carácter de un enfrentamiento entre ricos y pobres, o al menos una lu­
cha en la que del lado contrario al gobierno se habían encolumnado
gran parte de los más poderosos de la provincia. Entre los embargados
figuraban personas como Luis Dorrego, hermano del difunto líder fede­
ral y ex socio de Rosas en sus emprendimientos rurales, y muchos de
los mayores propietarios de la provincia, como los Piñeiro, Miguens,
Díaz Vélez, Álzaga, Ramos Mejía, Ezeiza y muchos más.32
Esto no quiere decir que del lado rosista sólo quedaban los pobres.
El mismo Rosas era una de las principales fortunas, y le acompañaba
gente como sus primos Anchorena y otros propietarios de la mayor
importancia.
Sin embargo, esto no pareció alterar radicalmente la percepción que
tuvieron los actores del momento, tanto los rosistas como sus oposito­
res, de que los sectores populares estaban mayormente del lado del go­
bernador, mientras que los de “frac y levita” se le opusieron.
Cuando Rosas y sus edecanes enviaron las ó r d e n e s de p e r s e c u c i ó n y
castigo a los que se sublevaron en su contra, e sta d i v i s i ó n c la s i s ta a p a ­
recía explícitamente. Elegimos, entre varias p a r e c i d a s , u n a orden e n v i a ­
da por un edecán de Rosas al general Hilario Lagos, comandante del
departamento norte de la provincia, que debía p e r s e g u ir a ias fu erza s de
Lavalle en su huida:

S.E. dice pues a V.S. que ya no es tiempo de ninguna considera­


ción, cortesía ni miramientos con los salvajes unitarios desertores
inmundos de la Sta. Causa de Nuestra Libertad, de nuestra Confe­
deración, de nuestra soberanía, del honor y dignidad de la Amé­
rica. Que en su virtud, ya es necesario que así los trate V.S. persi-
guiándolos y castigando de muerte a todos los que hayan quedado
en ese departamento sin ninguna consideración, barriéndolos
como con la escoba y limpiándolo como un potrero, hasta dejarlo
absolutamente [libres] de semejantes salvajes sin Dios y sin ban­
dera. Que a todo el que agarre de los de copete o que se dicen y
titulan decentes, debe V.S. en el acto fusilarlo, perdonando solo a
los pobres paisanos que se considere solo han sido arrastrados
por la fuerza. Que todos sus bienes, tierras y ganados quedan em­
bargados para repartirlos a los federales, fieles hijos de la libertad
y de la América, en justa correspondencia.33

Esta nota ponía en claro que podía haber habido pobres que participa­
ron en los ejércitos de Lavalle, pero en la percepción o al menos en el
discurso del gobierno si lo hicieron fueron engañados o “arrastrados por
la fuerza”, mientras que los “de copete” o “decentes” eran los verdade­
ros enemigos y no debían ser perdonados, ninguno.
Una apreciación similar se puede encontrar en escritos de los enemi­
gos de Rosas. Así, por ejemplo, el general Paz, quien había sido enviado
desde su prisión en Santa Fe a Buenos Aires, donde se encontraba con
“la ciudad como prisión” en momentos en que se producían las conspi­
raciones y los movimientos que desembocaron en la revolución de los
Libres del Sur, explicaba esta polarización en términos parecidos. Se­
gún él, quienes apoyaban los movimientos antirrosistas eran los ricos e
ilustrados: “Tan solo diré que en lo general de la gente pensadora, aco­
modada e ilustrada, había excelentes disposiciones. Sé que cuando se
necesitó dinero se abrieron generosamente los bolsillos de muchos y
que se reunieron regulares cantidades y que hubieran podido reunirse
cuantiosas”.1,4
Esta constatación llevó a la vez a una reformulación del sistema im-
plementado por Rosas hasta este momento.
Si en diversos lapsos de su gestión había intentado gobernar hacien­
do equilibrio entre los distintos sectores, respetando a las elites que
consideraba imprescindibles para asegurar el orden social y para ocu­
par muchos cargos en la administración, los ejércitos y las milicias, des­
de este momento desarrolló al máximo un sistema centrado en una red
clientelar que había demostrado de manera continua su fidelidad al go­
bernador y a la Federación. Esta red clientelar, por lo tanto, iba a ser
reclutada en buena medida entre sectores que no provenían de las eli­
tes, sino de grupos intermedios o populares, que debían en gran parte su
elevación social al hecho de haberse convertido en piezas importantes
de un sistema de poder que giraba alrededor de Rosas.
De esta manera, la profunda crisis abierta en 1838 y recién superada
provocó una fuerte radicalización del régimen de Rosas, que además
ahora se proponía extender, manu militari, al resto de las provincias.
Una carta de Rosas del 10 de octubre de 1840 al representante bri­
tánico, Mr. J. Mandeville, quien le solicitaba moderación y protección
en esa aciaga coyuntura, da cuenta del estado de ánimo del goberna­
dor en esos momentos:

Vuelvo a llamar la atención de V.E. sobre las circunstancias del


país, que la guerra se prepara sin padre para hijo ni hijo para pa­
dre. Yo mismo clavaría el puñal en el corazón de mi hija si la
viera hoy con cobardía para defender el juramento santo de la li­
bertad. Y si esto sigue se han de ver en el país arroyos de sangre
entre los escombros gloriosos de su libertad. El honor de los pue­
blos, Excmo. Señor, sabe V.E. que consiste en salvar a toda costa
su independencia, su elevación nacional y su libertad.35

N otas

: No ta del 30 de abril de 1835. en E rn e s to C elesia : Rosas..., op. cit., Tom o II. p. 191.
- Carta a Pío Tedín del 2 5 de abril de 1 8 3 5 , en Revista de Derecho. Historia y Letras.
61, pp, 4 8 1 - 4 8 6 (Ern esto Cel esia: Rosas..., op. cit.. T o m o II, p. 185).
' Jorge M vers : Orden v virtud.... op. cit.
1 En una carta a E stan isla o L ópez del 21 de julio de 1836, le e x p l i c a su punto de
vista so bre esta cu e st ió n : “ La P ro v in c ia do! Paraguay, a u n q u e está de h e c h o s e p a ­
rada de no so tr os por la in flu en cia y c a p r i c h o s de F r a n c i a , p e r te n e c e de d e r e c h o a
la C o n fed er a ció n de la R e p ú b li c a , y n o so tros d e b e m o s por nu estra parte en c u a n ­
to p o d a m o s c o n d u c i r n o s con ella bajo de est e c o n c e p t o para qu e ja m á s se nos
pueda disputar el derecho con argumentos to m a d o s de nuestros propios y libres
procedimientos”; en Enrique Barba: Correspondencia. .., op. cit., p. 372.
5La historiografía registra pocas dudas sobre la complicidad de los Reinafé en este
asesinato. Aun un testigo como el general Paz, que se encontraba en esos momen­
tos prisionero en la provincia de Santa Fe, no duda en señalar que el propio López
estaba al tanto del asesinato que se cometería, que Quiroga era “su enemigo decla­
rado” y que la población de Santa Fe lo celebró. Véase José M. Paz: Memorias de
la prisión, Buenos Aires, Eudeba, 1960, p. 85.
6En Ernesto Celesia: Rosas..., op. cit., Tomo II, pp. 415-416.
7ídem, Tomo II, pp. 414-415.
8 Carta del 16 de julio de 1837, en Marcela Ternavasio: Correspondencia..., op. cit.,
pp. 168-169.
9 La cita en Enrique Barba: “Formación de la tiranía”, Historia de la Nación Argen­
tina, Vol. VII, Buenos Aires, El Ateneo, 1962, p. 114. Sobre el comercio correntino
y del Litoral en general con Buenos Aires, Miguel A. Rosal y Roberto Schmit:
Comercio, mercados e integración económica en la Argentina del siglo XIX, Cua­
dernos del Instituto Ravignani, N°9, Buenos Aires, 1995.
10 Marcos Sastre, et a l: La época..., op. cit., p. III.
11 El historiador Enrique Barba, a quien no se puede sospechar de simpatías con el
rosismo, dio a conocer unas cartas de líderes unitarios de Salta dirigidas a Santa
Cruz (que le fueran enviadas por descendientes del mariscal) tras su derrota fren­
te a Quiroga en la batalla de Ciudadela de 1831, en las que ofrecían la incorpora­
ción de esta región a Bolivia, todavía no unificada con el Perú. .Publicadas en
Enrique Barba: “Formación d e ...”, op. cit.
12 Alfred de Brossard fue secretario del conde Alejandro Walewski cuando fue en­
viado por Francia en misión especial al Río de la Plata en 1847. La cita es de su
obra: Rosas visto por un diplomático francés, Buenos Aires, Americana, 1942, p.
24 (primera edición en francés de 1850).
13 Véase Jorge Gelman: Rosas bajo fuego. Los franceses, Lavalle y la rebelión de los
estancieros, Buenos Aires, Sudamericana, 2009, p. 115.
14 Jorge Gelman y Daniel Santilli: De Rivadavia..., op. cit.
13 Adolfo Saldías: Historia..., op. cit.. Hyspamérica, Tomo II, p. 79.
ni La Gaceta del 2 2 de o c tu b re do 1.838.
i; A un qu e no dejaron de co rrer versiones en tre sus op ositores que hab laban de la
d esa fección de Rosas a su en fe rm a esposa. Para una d e scripció n de la procesión se
p u ede ver A do lfo Sald ía s: Historia..., H vspam érica. op. cit., T om o 11. pp. 93 y as.
T a m b ién José M. R am os Map a: Rosas.... op. cit.. pp. 4 1 0 y ss. Es este qu ien sugiere
la posibilid ad de un cierto alivio de Rosas an te este luct uoso aco n tecim ien to .
** S o bre las a c t iv id a d e s y c o n s p ir a c io n e s un ita ria s de estos año s véase Ignacio Zubi-
zarreta:Los unitarios. Faccionalism o. prácticas, construcción identitaria v víncu­
los de una agrupación política decim onónica, 1820-1852, L A I-C E M A -U N T R E F ,
2012.
1!l Entre otros testimonios, así lo indica una carta firmada por John Percy (que bajo
este nombre ocultaba al parecer el de Enrique Lafuente, quien formaba parte de la
Secretaría de Rosas y pasaba información a sus oponentes) dirigida a Félix Frías,
el mismo 27 de junio de 1839. En ella dice: “Acabo de saber que el doctor don
Vicente Maza, que estuvo hoy presidiendo la reunión de los representantes a pe­
sar de las tropelías que cometieron anoche en su casa, ha sido feroz y cobarde­
mente asesinado en la misma casa de la junta donde se había quedado por s a lv a r ­
se de los insultos de esta canalla. Los asesinos han sido los conocidos de la
mazorca en número de diez o doce”. Reproducida en Gregorio Rodríguez: Contri­
bución Histórica y Documental, Buenos Aires, Peuser, 1921, Tomo 2, pp. 511-512.
20 Hasta tal punto esto era así, que apenas unos días antes del episodio el general
Lavalle escribía una carta a Félix Frías en la que aconsejaba hacer un muy discre­
to examen de la sinceridad de la adhesión de Maza a la conspiración antirrosista
“sin que él pueda sospechar la desconfianza”. Carta del 14 de junio de 1839, en
ídem, Tomo 3, pp. 37-39.
21 Un análisis detallado de toda esta coyuntura en Jorge Gelman: Rosas bajo fu eg o ...,
op. cit. Todas las referencias del caso remiten a este texto.
22 Carta de Del Valle a Corvalán, fechada en Tandil el 5 de noviembre de 1839, cita­
da en Juan B. Selva: El Grito de Dolores. Sus antecedentes y consecuencias, Bue­
nos Aires, Tor, 1935, p. 69. El énfasis es nuestro.
23 José María Paz: Memorias de la ..., op. cit., p. 163.
24 Véase Silvia Ratto: “Soldados, milicianos e indios de ‘lanza y bola’. La defensa de
la frontera bonaerense a mediados de la década de 1830”, en Anuario IEHS, N° 18,
2003, pp. 123-151.
25 Laura Cutrera: Subordinarlos, someterlos y sujetarlos al orden. Rosas y los indios
amigos de Buenos Aires, entre 1829 y 1855, Buenos Aires, Teseo, 2014.
2fi Carta al comandante de Tapalqué, AGN, X, 25.6.5.
27 Pedro Lacasa: Vida política y militar del general Don / uan Lavalle. Buenos Aires,
Imprenta Americana, 1858, p. 219.
2a ídem, p. 223.
2(1Énfasis en el original.
AGN, Sala VII, leg. 31, Cartas de Lavalle, Tomo III, doc. N 700.
. " Carta del 12 de octubre de 1840, en AGN. Sala VII. leg. 104 i. archivo Biednia. pp.
70-75.
:i- Se puede encontrar un análisis detallado de todo esto mi Jorge Gelman v Man,;
Inés Schroeder: “Juan Manuel de Rosas contra los estancieros: Los embargos a los
'unitarios' de la campaña de Buenos Aires", en Hispanic American HistóricaI fíc-
view. 83:3, 2003, Duke Llniversitv Press, pp. 487-520.
La cita en Gabriel Puentes: La intervención francesa en el Rio de la Plata Fed< r a ­
les, unitarios y románticos, Buenos Aires, Ediciones Theoria. 1958. pp. 313-314
El énfasis es nuestro.
3-1José María Paz: Memorias de la..., op. cit., p. 154.
35Reproducida in extenso en Adolfo Saldías: Historia..., op. cit., H y s p a m é r ic a .
Tomo II, pp. 442 y ss.
Capítulo 8
De genio tu telar de B u en o s A ires a jefe suprem o
de la C on fed eración , 1 8 4 0 -1 8 5 2

Se ha dicho con razón que 1839-1840 fue un período “bisagra en la his­


toria del rosismo”.1 Fue el punto culminante de una crisis política gene­
ralizada que se desarrolló entre 1837 y 1842 y que puso al “sistema de
Rosas” cerca del colapso. En el capítulo anterior se analizó el estallido
y el desarrollo de esa crisis. Nos toca, ahora, considerar su desenlace y
sus implicancias.
Una constatación resulta evidente de inmediato. La figura de Rosas
emergía de esa crisis notablemente fortalecida y en los años por venir se
acrecentaría aun más. Quizá, nada podría ponerlo más en evidencia que
los cambios producidos en la retórica oficial para presentarla. Así, el 4
de noviembre de 1841 —el “Año 32 de la Libertad, 26 de la Independen­
cia y 12 de la Confederación Argentina”, como lo databa el discurso
oficial- la Sala de Representantes se hacía eco de las peticiones que
habían hecho llegar ciudadanos de la ciudad y de la campaña solicitan­
do q u e se d e c l a r a s e c o m o fiesta c í v i c a el día de su n a c i m i e n t o . A tal fin
se fo rm ó una c o m i s i ó n q u e r e c o p i l a r a e im p r i m i e r a to d o s los d o c u m e n ­
tos c o n c e r n i e n t e s a lo s h o n o r e s y d i s t i n c i o n e s a c o r d a d o s por la r e p r e ­
s e n t a c ió n de la p r o v i n c i a al. “G ran C i u d a d a n o ” . P u b li c a d a al año s i­
g u ie n te . lle v ó p o r t í t u l o R asgos d e lo vida p ú blico d e S.E. el Sr.
B rigadier G eneral D. Juan M anuel d e R osas. Ilustre R estau rador de las
Leves. H éroe d el D esierto. D efen sor H eroico de ¡a In d ep en d en cia A m e­
ricana. G obern ad or y C apitán G en eral de la Provincia d e B u enos A i­
res. tran sm itidos a la p o s terid a d p o r d ecreto de la H. S ala de RR. d e la
Provincia, y en su introducción lo presentaba como “un Porteño des­
tinado a ser el salvador de su Patria” y como “el genio tutelar su exis­
tencia”, un “nuevo Cincinato” que encabezaba “la causa de la Civili­
zación”. Diez años d e s p u é s la documentación oficial se r e fe r ía a Rosas
como el “Gefe Supremo de la Confederación Argentina, Encargado de
sus Relaciones Exteriores y General en Gefe de sus Ejércitos”.2
La crisis empezó a ser desactivada con el acuerdo que Rosas firmó
con los franceses a fines de 1840 (el llamado tratado Mackau-Arana)
que, aunque satisfizo varios de sus reclamos, tuvo también otros efec­
tos. Y, sobre todo, uno: retiraba del centro de la escena conflictiva al
eje articulador de los movimientos opositores que habían proliferado
por doquier.
De inmediato quedó en claro que sin el amparo de la intervención
francesa las posibilidades de Lavalle quedaban completamente men­
guadas. Y, si bien había logrado ocupar momentáneamente Santa Fe, su
posición allí no era sólida y quedaba a merced de las fuerzas rosistas,
por lo que se decidió a marchar hacia el interior. Iba a sumarse a la lla­
mada Coalición del Norte formada por Tucumán, La Rioja, Catamarca,
Salta y Jujuy para enfrentar a Rosas. La Coalición había emanado en
buena medida de la influencia que muchos de los jóvenes letrados de la
generación romántica tenían en sus provincias de origen, pero el hecho
que precipitó su formación fue una curiosa decisión de Rosas: había
enviado al antiguo jefe unitario Gregorio Aráoz de Lamadrid a Tucumán
a apoderarse del armamento allí existente y del gobierno provincial,
pero fue descubierto y no tardó mucho en pasarse al bando rebelde. El
episodio demostraba que la violenta crisis del sistema federal era la que
estaba delineando campos y alineamientos que hasta entonces eran más
borrosos y permeables, y que en diversas provincias existía una clara
vocación de resistir la ampliación de la autoridad política del goberna­
dor de Buenos Aires sobre ellas. En parte, esa situación se explicaba por
la crisis financiera que la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana
había provocado en las provincias norteñas agudizada por el limitado
apoyo que el gobierno de Buenos Aires les había prestado.
También mostraba que el pasaje de influyentes sujetos de un bando
a otro era extremadamente frecuente. Un ejemplo paradigmático en Tu­
cumán fue el de Celedonio Gutiérrez, quien comenzó su carrera militar
como soldado raso al mando de Belgrano y ascendió a comandante en
1823; luego combatió al mando del gobernador federal Alejandro Here-
dia en la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana y se desempeñó
como jefe departamental de Medinas (departamento de Chicligasta) en
1838. Ya ostentando el grado de coronel se plegó a la causa de la Coali­
ción del Norte junto a su tropa, pero luego retomó su adhesión a la facción
federal, se sumó a sus tropas e invadió Tucumán en octubre de 1841,
transformándose en su gobernador hasta 1853.3
Lavalle fue perseguido por las fuerzas federales al mando del orien­
tal Manuel Oribe, las cuales desataron una violencia inédita a su paso
descabezando a los núcleos opositores. La violencia no fue, sin embar­
go, el único rasgo de las campañas de Oribe por el interior: su propósito
era también producir la insurrección de los habitantes contra los unita­
rios y su pronunciamiento a favor de la Federación.4 Estas fuerzas ter­
minaron por derrotar a Lavalle, quien cayó muerto en Jujuy en octubre
de 1841. Para entonces estaba claro que el unitarismo había dejado de
ser una opción política autónoma5 pero ahora, además, no sólo desapa­
recía su figura central sino que la Coalición del Norte se desintegraba.
Estaba claro, también, que la autoridad de Rosas se extendía a las
provincias interiores y, aunque ya no debía lidiar con la influencia que
habían tenido un Quiroga o un López, debía construirse sobre las alian­
zas que le suministraban diferentes líderes provinciales como el men­
cionado Gutiérrez en Tucumán o Juan Felipe Ibarra en Santiago del Es­
tero o José Félix Aldao en Mendoza, y gracias a los cuales Rosas pudo
enfrentar exitosamente a la Coalición del Norte y a los caudillos locales
que, como Ángel Vicente Peñaloza en los llanos riojanos, se habían su­
mado a ella.6 Esa autoridad, por tanto, se construía apelando a una com­
binación de recursos institucionales como la atribución delegada de la
representación exterior de las provincias, a identidades políticas com­
partidas, al uso de la fuerza coactiva y a una trama de redes de vínculos
personales. El tono de la confrontación se expresó con claridad en una
decisión: en 1842 Rosas daba precisas instrucciones para que las notas
oficiales fueran encabezadas con el lema “¡Viva la Confederación Ar­
gentina! ¡Mueran los Salvages Unitarios!”.7 Para entonces, la misma fór­
mula era adoptada también por ios gobiernos de diferentes provincias.
El triunfo de la Confederación en el interior no trajo consigo la paz,
pues para entonces la lucha recobraba intensidad en el Litoral entrela­
zando intrincadamente la crisis política de la Confederación Argentina
y la del Uruguay. Corrientes había puesto sus fuerzas al mando de José
María Paz (había logrado escapar de Buenos Aires poco antes), quien en
dificultosa coordinación con el jefe oriental Fructuoso Rivera pretendía
extender su control sobre Entre Ríos. Las dificultades que afrontó fueron
extremas y no provenían sólo de las fuerzas confederales sino que ema­
naban de las propias tropas que comandaba: por un lado, porque le re­
sultaba imposible disciplinarlas dado que no podía obviar la coopera­
ción de los caudillos locales correntinos; por otro, porque muchas de
esas tropas movilizadas coercitivamente no dejaban de manifestar su
adhesión a la causa de la Confederación apenas tenían ocasión. Así,
según relató uno de sus oficiales, cuando estaban acechados por parti­
das de montoneros a principios de abril de 1842, “la caballería toda se
sublevó dando vivas a la federación y descargando sus armas sobre no­
sotros”.8 Problemas análogos enfrentó Paz en Nogoyá, donde “la plebe
se manifestó, no sólo alterada, sino hostil al Gobierno”, y esa “plebe de
la ciudad, a la que se agregaron algunos gauchos de la campaña, quedó
dueña y árbitro de la población”.9 Se podía advertir, así, que era el esca­
so apoyo popular el que limitaba las posibilidades de los enemigos de
Rosas.10
Parecía evidente que el desenlace de esta fase de la guerra dependía
de lo que sucediera en Entre Ríos, y desde Montevideo algunos emigra­
dos lo advertían con claridad. Juan B. Alberdi, por ejemplo, incitaba a
que Rivera se movilizara rápidamente e imaginaba que podía contar con
30.000 extranjeros y 6000 esclavos, si los liberaba para reclutarlos.11
Pensaba que había que actuar con decisión y superar algunos límites:
“Sáquese el oro de las manos enemigas que están entre nosotros. E ste
medio es terrible y violento, se dirá. Lo dicen los n i ñ o s , y se a s u s ta r á n
los papa-moscas. El q u e sabe lo q u e es la r e v o l u c i ó n , n o : p o rq u e la
r e v o l u c i ó n es la ley del d ia b lo , q u e nacía r e s p e t a y n a d a t e r n e ”. !-
P ara a m b o s b a n d o s la l u c h a e s ta b a e n tr a n d o e n e n n u e v o n i v e l y un
m o m e n t o de i n f l e x ió n se p r o d u jo c u a n d o las fu e r z a s fe d e r a le s m a n d a ­
das p o r O rib e y U r q u iz a d e r ro ta r o n c o m p l e t a m e n t e a ia a l ia n z a e n tre
c o r r e n t in o s , u n ita r io s y R iv e r a en A r ro y o G r a n d e , el 5 de d i c i e m b r e de
1 8 4 2 . No era u n a b a ta lla m ás y d e m o s tr a b a la m a g n i t u d q u e h a b ía a d ­
q u ir id o la m o v i l i z a c i ó n p a ra la guerra: u n o s 10.000 hom bres c o m a n d a ­
dos por O rib e y u n o s 7 5 0 0 de R iv er a , '
Por un momento, la disidencia correntina parecía sometida, pero al
año siguiente una alianza de caudillos locales encabezada por los her­
manos Madariaga restablecía un gobierno en esa provincia abiertamente
opuesto al gobernador de Buenos Aires y dispuesto a entablar las alian­
zas que fueran necesarias para contener su influencia política. Mientras
tanto, en Entre Ríos el triunfo de las fuerzas confederadas consolidaba
un nuevo liderazgo, el de Urquiza, que ahora aparecía dominando el
conjunto de la escena provincial convirtiéndose en un firme bastión de
la Confederación.13 En tales circunstancias, el eje principal de la con­
frontación se desplazó al territorio uruguayo, donde los opositores a
Rosas y sus aliados se concentraban en Montevideo, mientras que Oribe
iniciaba a principios de 1843 el sitio de la ciudad que se prolongaría
hasta 1851 y cuyo sostenimiento iba a depender casi completamente de
los hombres y los recursos que le suministraban Rosas y Urquiza.

Entrada al Fuerte de Buenos Aires. Colección Witcom


Fuente: Imagen cortesía del A rchivo General de la Nación

¿Qué había pasado mientras tanto en Buenos Aires? Ya se ha visto que


Rosas enfrentó con éxito la rebelión de los estancieros del sur, la
incursión de las tropas de Lavalle y los intentos de desplazarlo surgidos
desde el mismo riñón del federalismo porteño. Pero el costo fue altísimo,
y cualquier evaluación no puede obviar que esa coyuntura marcó el
momento de máximo distanciamiento entre Rosas y buena parte de las
clases propietarias. Por cierto, esas clases no tenían un accionar político
unificado, y en ellas Rosas gozaba de selectos pero perdurables apoyos.
Sin embargo, en su mayor parte lo toleraban de mala gana y no dejaban
de despreciarlo. ¿Hasta dóndé llegaba ese desprecio? Entre aquellos
vinculados de alguna manera con el unitarismo no tenía límites. Cuenta
Mansilla que Hortensia Lavalle, amiga de su madre desde la infancia,
exclamó un día:

¡Qué tiempos aquellos, hija! Todos estábamos ciegos. Yo estaba


convencida que don Juan Manuel era ‘mulato’. Imagínate que una
tarde, estando en la puerta con tatita tomando fresco, pasó un
señor a caballo, muy bien montado, seguido de un militar (debía
ser su asistente pues aquel vestía uniforme de jefe), que nos salu­
dó cortésmente. Tatita contestó con frialdad. Y quién es ese señor,
pregunté yo. (No lo había visto nunca, al menos no me acordaba;
las familias no se visitaban mucho tiempo atrás, luego él, don
Juan Manuel, siempre en el campo...) ¿Quién? Repuso tatita, ¡el
mulato Rozas! Pero si es rubio. - Así lo llamamos nosotros los
unitarios.14

Sin embargo, y a pesar de la centralidad que tenía en el discurso público


del rosismo la lucha contra los unitarios, no eran ellos su principal
preocupación. Al menos, no lo eran para 1834 cuando, embarcado en la
“Campaña al Desierto”, Rosas no aparecía en las comunicaciones que
mantenía con algunos de s l i s principales operadores en la ciudad dema­
siado preocupado por la oposición que podían ofrecer los “unitarios
propietarios”. Por el contrario, estimaba que ellos eran los que más abo­
gaban por su administración sin que supiera de uno solo de ellos que
estuviera con los “anarquistas”, es decir, con aquellos federales que du­
rante el año anterior se habían atrevido a desafiar su liderazgo. Rosas
era, en este sentido, extremadamente claro: “No lo extraño: siempre creí
q.usi me aorcaban algún día no habían de ser esos”, le respondía a Feli­
pe Arana. Por eso, decía, no los había perseguido e incluso le había
dado a cada uno “su berdadero lugar según su categoría”. Y aunque se­
guramente no era ésta la percepción que tenían los “unitarios propieta­
rios”, Rosas ofrecía fundados motivos para justificar el trato que decía
haberles dado. Sus preocupaciones eran, para entonces, claramente
dos: por un lado, los había tratado de ese modo porque “creía conve­
niente acostumbrar a la gente ó mirar con respeto á las primeras catego­
rías del pays aun cuando sus opiniones fuesen diferentes a las domi­
nantes”, sobre todo porque necesitaba contar con algunos de esos
hombres de “categoría” para gobernar; por otro, le preocupaban “los
cachafaces, revoltosos, á toda esa pandilla de oficiales y Gefes aspiran­
tes”, es decir, aquellos que habían intentado ganar las elecciones y el
control de la Legislatura disputando los votos de oficiales y tropa: en
ellos Rosas advertía el peligro de que pudiera gestarse “un poder militar
de esa clase de hombres corrompidos”.15 Apenas llegó al gobierno, nue­
vamente esa preocupación se convirtió en política efectiva y Rosas pro­
cedió a depurar la oficialidad militar desplazando de las filas a conspi­
cuos integrantes de las clases propietarias.
Para disciplinar a estas clases apeló también a una intensa moviliza­
ción de los sectores populares así como a las fuerzas auxiliares de las
tribus de “indios amigos”. Éstos eran, al parecer, aliados inquebranta­
bles que habían colaborado activamente en 1829 y que diez años des­
pués tuvieron un papel decisivo, como ya lo tenían integradas al dispo­
sitivo de defensa fronterizo.16 Sin duda, al hacerlo Rosas cruzaba un
límite que esas clases propietarias recordarían con encono.
No fue éste el único límite que atravesó, y habría de convertir ese
encono en un odio postrero: replanteando las reglas del juego aceptadas
en los enfrentamientos entre facciones elitistas, Rosas procedió al em­
bargo de los bienes de aquellos sospechosos de ser unitarios o sus alia­
dos. No era una medida trivial, y no sólo porque Rosas había proclama­
do solemnemente que el respeto de la propiedad privada era un objetivo
prioritario del régimen que encabezaba —y sin duda Lina de sus convic­
ciones más profundas-, sino que además esos embargos tuvieron una
enorme magnitud, abarcando a casi el 10 por ciento de los propietarios
rurales y el 20 por ciento de las riquezas existentes. Como se puede ver
por estas cifras, esos embargos se aplicaron especialmente entre los más
ricos de la provincia.17 Así, se puede comprobar también por esta con­
tundente evidencia que el desarrollo de la crisis derivó en una auténtica
depuración del federalismo porteño, afectando en particular a los secto­
res de origen elitista, y supuso el disciplinamiento político de sus clases
propietarias.
La violencia política desatada en la ciudad, que se conoció como el
Terror, ocupó un papel decisivo en la producción de ese resultado. Esa
política fue desarrollada por la Mazorca, una formación paraoficial sur­
gida de las entrañas de la Sociedad Popular Restauradora que se había
formado a fines de 1833, como ya explicáramos anteriormente, y que
estuvo liderada hasta su muerte por Encamación. A esta Sociedad ter­
minaron por incorporarse sujetos provenientes de lo más selecto de la
elite económica y política porteña afín a Rosas, mientras que la Mazorca
se convirtió en una entidad separada teniendo un papel decisivo en la
creciente violencia política, al punto de que su primera acción fue el
asesinato del presidente de la Legislatura, Manuel V. Maza. Estaba inte­
grada, al menos su dirigencia, por sujetos pertenecientes al cada vez más
fuerte y extendido dispositivo policial y, probablemente, no eran más
de una treintena cuyo perfil social era el de provenir de los sectores in­
termedios, muy vinculados con el mundo popular de los arrabales. Los
estudios más recientes han demostrado que el uso del terror político no
fue una constante de toda la crisis sino que se produjo básicamente en
dos momentos: octubre de 1840 y abril de 1842, y cada uno tuvo sus
propias características. En el primero, el uso de la violencia política
parece haber estado muy controlado por el gobierno, y junto a los asesi­
natos y amenazas consistió en bullangueros ataques a pedradas contra
la residencia de personajes destacados, incluida la del cónsul británico;
al día siguiente Rosas le respondió asegurándole que habría una custo­
dia adecuada pero afirmando que “en la época actual no debe V.E. extra­
ñar que grupos de hombres desenfrenados pasen a las c a s a s i n m e d i a t a s
a las de V.E. a perseguir a sus feroces enemigos”.18 La c o m p r e n s i v a a c t i ­
tu d de R o s a s frente a e sto s hechos no d e b e de h a b e r tra n q u il iz a d o ai
c ó n s u l p u es la g u a r d ia d e s e r e n o s q u e se d i s p o n í a provenía de la misma
fu erz a e n q u e se r e c lu t a b a la M a z o r c a , la c u a l d os años después parece
h a b e r a c tu a d o p o r su c u e n ta . P o r c i e r t o , fu e el misino Rosas quien ter­
minó por c o n t r o l a r l a y d is o l v e r l a en 1846.'''
La v i o l e n c i a p o lí t i c a e s ta b a in s ta la d a , y en marzo de 1841 pudo ha­
ber t e n i d o i m p r e v i s ib le s e fe c to s . S u h ija Manuelita recibió una enco­
m i e n d a d ir ig id a a su padre y r e m i t i d a a p a r e n t e m e n t e p o r u n a s o c i e d a d
danesa de anticuarios a través del edecán del almirante francés en M o n ­
tevideo. El presente no era tal sino la llamada “máquina infernal” que
debía activarse cuando fuera abierta la caja que la contenía y que pudo
haber acabado con la vida de Rosas o de su hija si no hubiera fallado el
dispositivo. Lo cierto es que el episodio tuvo efectos muy distintos del
buscado y desató una verdadera oleada de adhesión a Rosas tanto en la
ciudad como en la campaña, donde los jueces de paz movilizaron a sus
vecindarios para repudiar el atentado y algunos de ellos llegaron a pro­
poner que se convirtiera en fiesta patria el día del cumpleaños del Res­
taurador, que justamente coincidía con el del frustrado intento de mag-
nicidio.20

Retrato de Manuelita Rosas, por Pueyrredón, Prilidiano,


Fuente: Imagen cortesía del Museo Nacional de Bellas Artes

De lo que no caben dudas es que la violencia política desatada a lo largo


de esta crisis hacía resurgir un fantasma que había jaqueado a la elite
urbana en 1820 y en 1829: el temor a que la crisis política derivara en
una conmoción social y desatara una violencia plebeya incontrolable.
Sus integrantes estaban en un dilema pues Rosas era su única salvaguar­
dia frente al temor que los mismos apoyos de Rosas les ocasionaban. Se
sentían, además, asediadas y vigiladas hasta de su propia servidumbre, y
el temor fue acrecentado por dos decisiones de Rosas que transmitían un
mensaje prístino hacia la llamada “gente decente” de Buenos Aires. Por
un lado, la política desplegada por él, su mujer y su gobierno de apoyo a
las asociaciones africanas tuvo un momento culminante en la celebración
del 25 de Mayo de 1838.21 La prensa oficial se vanagloriaba del apoyo que
la Federación concitaba entre la población afroporteña y gustaba presen­
tar a los negros como “valientes defensores de la libertad”.22 Sin embargo,
ese reconocimiento traía sus consecuencias y derivó en la pérdida de la
relativa autonomía que las llamadas Sociedades Africanas habían gozado
durante la década de 1820. Esas sociedades habían comenzado a prolife-
rar durante el gobierno de Martín Rodríguez, crecieron significativamente
hacia 1830 y aunque Rosas no dictó ninguna reglamentación al respecto
se convirtió más en el heredero de las posibilidades que ofrecía este mo­
vimiento asociativo que en su creador.23 Esas sociedades, que no reunían
necesariamente a sujetos provenientes de una misma región y tenían una
función prioritariamente religiosa, adoptaron diversas denominaciones e
incluso hubo una denominada “Argentina Federal”.24
Por otro lado, la decisión de conformar en 1840 un cuartel en Santos
Lugares iba a tener importantes efectos para consolidar la autoridad de
Rosas en la ciudad. En él acampó una fuerza de centenares o miles -d e
acuerdo con las diferentes versiones—de “indios amigos”. Ambas deci­
siones testimoniaban la capacidad del gobierno para instrumentar los
apoyos sociales que lo sostenían e implicaban una clara advertencia.
Que ese mensaje fue recibido y no podía ser obviado quedaría vivida­
mente expresado en la novela Amalia de José Mármol, en la cual tanto
la amenazante presencia de los negros -y, en particular, de las negras-
federales como la del multiforme conglomerado acampado en Santos
Lugares ocuparon algunas de las páginas más vividas. Es ello lo que ha
llevado a que algunos autores concluyeran que para ese entonces Rosas
estaba logrando “reemplazar las reacciones espontáneas de las masas
urbanas y rurales con explosiones sabiamente dosificadas de terror ad­
ministrativo”.25
No puede pensarse, por tanto, que los sectores plebeyos gozaran de
vía libre. Por el contrario, aun en momentos tan críticos como éstos,
Rosas siguió imponiendo normas y penas severas a la indisciplina so­
cial, como sucedió en 1840 cuando el gobierno dispuso que a los delitos
de robo y heridas leves se aplicara también la pena de muerte.
Sin duda, las muertes de Dorrego en 1829, Quiroga en 1835 y López
en 1838 jalonaron su rutilante ascenso como máxima figura del federa­
lismo rioplatense, pero no alcanzan para explicar la magnitud de la in­
fluencia que adquirió en los diez últimos años de su gobierno. Por cier­
to, ella tuvo una base de sustentación clara y precisa: el firme control
que logró ejercer sobre la provincia de Buenos Aires no sólo por tener
una oposición diezmada, dispersa o neutralizada, y disciplinadas a las
clases propietarias, sino también por la notable prosperidad que vivió
su economía en esos años. Sobre esa base su influencia y autoridad po­
lítica adquirieron tal entidad que asumían auténticos atributos naciona­
les. Rosas se había transformado así en mucho más que el primer gober­
nador entre sus pares, y era ahora el jefe supremo de la Confederación.
Más aún, en Buenos Aires la situación estaba cambiando y a fines de la
década de los cuarenta aquel hiato que se había producido entre el régi­
men y parte de la clase terrateniente estaba comenzando a cerrarse.26
Y, sin embargo, esos éxitos del rosismo-no fueron sino el prólogo de
su crisis final. La década de 1840, entonces, presenta cuestiones clave a
la hora de intentar una aproximación histórica del rosismo. Y pese a ello
puede decirse que es la menos conocida, en particular en lo que atañe a
la historia de Buenos Aires. Intentemos comprenderla en una aproxima­
ción de varios de sus aspectos centrales, aunque ella no puede ser sino
y por ahora tentativa.

E n tre lo p r iv a d o y lo p ú b l i c o : el c ír c u l o in t im o

Rosas tenía al menos cinco casas en la ciudad a lo largo de la llamada


Calle del Restaurador. Sin embargo, hacia 1836 comenzó a adquirir tie­
rras en el bañado de Palermo, donde hizo construir un caserón y una
quinta que habría de convertirse en su residencia principal y motivo de
habladurías, rumores y leyendas.27 El edificio tenía una planta rectangu­
lar y en los vértices contaba con cuatro torreones; las habitaciones,
dispuestas en hileras, estaban unidas por galerías y pasillos exteriores
que desembocaban en un importante patio central. Había también una
capilla que fue dedicada a San Benito y por eso la casa fue conocida
como Palermo de San Benito. Estaba rodeada de amplios y cuidados
jardines, y allí Rosas solía recibir a los visitantes más ilustres. Para ello
se construyó un sistema de desagües buscando evitar que se inundaran
los terrenos y se accedía por un camino principal que en todo su trayec­
to tenía árboles, rejas y pilares de ladrillo. Las informaciones disponi­
bles coinciden en señalar que toda esta zona del predio estaba abierta al
público y en él había avestruces, llamas y pájaros de todo tipo. Pero su
mayor atractivo era un pequeño barquito de vapor que llevaba a la gente
desde el caserón hasta el río.28
La preocupación de Rosas por la quinta, su parque y sus jardines se
mantuvo inalterable durante estos años, como se puede corroborar con
lo que sucedía todavía a fines de 1851: durante varios meses sus edeca­
nes se comunicaron asiduamente con el juez de paz de Las Conchas y le
pagaron 62.221 pesos por 852 sauces llorones para la quinta.29
Dado que la construcción se terminó hacia 1838, Encarnación no
pudo prácticamente habitarla, y en ella la “reina” fue su hija Manuela.
Si en la década de 1830 la oposición no ahorró epítetos contra su espo­
sa, en la de 1840 fue ella la que concitó buena parte de sus dardos. Se­
gún un acérrimo enemigo como José Mármol, era la única persona que
veía, oía y participaba de la confianza de Rosas y quien tenía, además,
encargada una importante misión: escuchar todos los reclamos y peti­
ciones, tanto de los plebeyos como del “hombre de clase” que hallaba
en ella “cortesanía, educación y talento”. A esta mujer, decía Mármol.
Rosas la había condenado a u n “celibato eterno” m i e n t r a s q u e al m i s m o
tiempo la empujaba “a las tentaciones y al vicio” y le concedía “toda la
libertad de un hombre”. Por eso. cuando llegaba “la hora del baile” y. en
especial, los bailes de los negros, Manuela era una presencia i n e l u d i b l e ,
y mientras Rosas “se guardaba bien de mezclarse entre la multitud'', era
la hija la que debía ir a mezclarse “para popularizarle su nombre”. 1'1’
Seguramente algo de verdad contenía este impiadoso relato pues la
misma Manuelita relataría años después que desde joven acostumbraba
ir con su amiga Martina Lezica “a ver a las negras vestidas de colorado
a bailar el candombe” y que era entonces cuando su presencia era anun­
ciada por el toque del tamboril mientras todos los negros entonaban la
canción “Loor eterno al magnánimo Rosas”.31 Quizá también Mármol
estaba registrando una mutación en el estilo político de Rosas produci­
do a lo largo de los años cuarenta: sea por los temores de un posible
atentado o por razones de salud, su presencia pública era menos osten­
sible que en años anteriores y reservada para ocasiones especiales. Bien
lo registró su sobrino, Lucio Mansilla: “Rozas, en los primeros tiempos
de su gobierno no vivía aislado. Su aislamiento vino después de la
muerte de su m ujer”. Pero ese aislamiento era relativo, pues alcanzaba
con ir a pasear a Palermo para verlo dado que “el acceso no ofrecía difi­
cultad estando convertido en paseo público”.32
Mientras tanto, la invocación retórica de su figura como su mismo re­
trato eran omnipresentes en la sociedad porteña, tanto en las celebracio­
nes y procesiones que ocurrían en la plaza central de la ciudad como
aquellas que se replicaban en los pueblos rurales. En este sentido, la evi­
dencia parece concluyente: el retrato de Rosas termina por invadir todo
lo público y refleja el imaginario colectivo de la comunidad federal su­
pliendo su ausencia física. Y lo mismo sucedía en otras provincias: así,
por ejemplo, en 1850 en Mendoza hubo importantes celebraciones por
los éxitos obtenidos por el “Ilustre Jefe de la Nación, el esclarecido cam­
peón de la Libertad, de la Independencia americana, Señor Brigadier Ge­
neral D. Juan Manuel de Rosas”, y en la Sala de Representantes se decidió
colocar su retrato.33A1 parecer esas prácticas tendieron a cristalizarse a
fines de 1839 para convertirse en características de los años siguientes,
cuando su poder se había hecho mucho mayor y su opacidad se acrecen­
taba en la misma proporción. Sin embargo, Rosas era bien cuidadoso al
respecto y dos años antes había prohibido que su imagen fuera usada en
la moneda riojana.34 Pero hay algo más: la imagen de Rosas no sólo era
omnipresente en espacios públicos, fuera la arquitectura efímera en la
plaza central o en los altares de las iglesias, sino también en los privados:
así, su efigie aparecía reproducida en telas al óleo, en las cintillas punzó,
en cajas de rapé, en lámparas decoradas con papel coloreado, vajillas de
cerámica o miniaturas.35 Guillermo E. Hudson recordaba que en la sala de
su casa de la infancia su retrato ocupaba un puesto de honor en la repisa
de la chimenea y estaba flanqueado por uno de Encarnación y por otro de
Urquiza. Al Hudson niño ese retrato de Rosas le inspiraba “una especie
de veneración, un sentimiento reverente, puesto que desde muy peque­
ños se nos hizo saber que era el más grande hombre de la República”.36
Esa situación y la muerte de su madre pusieron a Manuela en un
escenario de extrema exposición pública, completamente inusual para
las mujeres de la elite de ese entonces. Madre e hija tuvieron de este
modo un peculiar rol en la política del régimen rosista, pues lo frecuen­
te era que las mujeres de hombres prominentes formaran parte de sus
círculos íntimos, opinaran y entablaran negociaciones por canales in­
formales pero sin adquirir tal presencia pública. Manuela cumplió tam- .
bién con esas prácticas usuales, pero lo distintivo era tanto su presencia
en la escena pública como su rol de mediadora con sujetos provenientes
de los más variados ámbitos sociales, desde los negros y las negras de la
plebe urbana hasta los ministros de las legaciones diplomáticas. Incluso
más, como recordaría Quesada, en aquellos años “los jóvenes a la moda
frecuentaban la corte de Palermo donde eran recibidos con amabilidad
por la hija del Restaurador”.37 De esta manera, la hija - y también sus
am istades- era un canal específico y particular del entramado de la red
de poder que tenía a Rosas en su punto central.
Manuela había nacido en 1817 y al parecer recién empezó a convivir
con su padre hacia 1835. De ser así, puede suponerse que su formación
política corrió bajo el influjo de su madre, y fue su muerte la que cambió
completamente su lugar en la vida familiar y social. Tan es así que a sólo
días de acaecida, ya se hacía cargo de su correspondencia y ayudaba a
su padre como escriba. Pocos años después cumplía también delicadas
tareas diplomáticas trabando una relación particularmente amable con
el enviado británico hasta 1845, John H. Mandeville, y especialmente
con su sucesor, Lord Howden, quien la llamaba su “linda, buena, queri­
da y apreciadísima hermana, amiga y dueña”, un lenguaje muy amoro­
so, por cierto.:',K
No extraña, entonces, que corrieran escabrosos rumores acerca de la
relación entre Manuelita y su padre, propalados ampliamente por los
enemigos de Rosas en el exilio, aunque algunos fueron alimentados por
el propio Rosas; hacia 1848, un norteamericano que lo entrevistó relata­
ba que le habría dicho:

Esta es mi mujer -m e dijo señalando a Manuelita-. Tengo que


alimentarla y vestirla y eso es todo: no puedo tener con ella los
placeres del matrimonio; dice que es hija mía pero yo no sé por
qué; cuando estuve casado, teníamos en la casa a un gallego y
puede ser que él la engendrara. Se la doy a usted, señor, para que
sea su mujer y podrá tener con ella, no solamente los inconve­
nientes sino también las satisfacciones del matrimonio. [...] La
pobre Manuelita se ruborizó ante la grosería de su padre y se dis­
culpó diciéndome: Mi padre trabaja rnucho y cuando ve alguna
visita, es como una criatura, como en este caso.39

Confesamos nuestra imposibilidad de confirmar o rechazar la veracidad


de este relato, y menos todavía nos atrevemos a desentrañar la naturaleza
de la relación entre Rosas y su hija, tarea más propia de psicoanalistas
que de historiadores. Sólo nos cabe acotar tres cuestiones. Ante todo, que
este tipo de situaciones parecen haber sido habituales en los encuentros
de Rosas con visitantes extranjeros, a quienes buscaba incomodar. Luego
que, más allá de su veracidad, el núcleo de verosimilitud que contiene es
un rasgo de la vida social de las casas elitistas: ellas eran una suerte de
microcosmos social donde cohabitaban múltiples personas, las cuales no
estaban unidas sólo por el parentesco, y era común la “entrega” de niños
y niñas por parte de sus padres y la presencia de hijos no reconocidos.
Como se ha señalado, a partir de un relato particularmente rico y docu­
mentado, un niño de estas familias elitistas, como Lucio V. Mansilla, con­
taba con un universo de relaciones personales, entre parientes y allega­
dos, que rondaban las doscientas personas.40 Por último, que el supuesto
eterno celibato de Manuela llegó a su fin y se casó pocos años después de
la batalla de Caseros con Máximo Terrero, quien había sido coronel de
Caballería en Santos Lugares V que marchó al exilio junto a Rosas y su
familia: era hijo de quien había sido reconocido por Rosas como su pri­
mer amigo, y v ivía con ellos en Palermo.
Pero, frente a otros interlocutores, Rosas no escatimaba elogios para
su hija: “En Manuela, mi querida hija, tienen ustedes una heroína -
¡Qué valor! Si es el misino de la Madre”, había escrito a su colaborador
Vicente González en 1839. Más aún: también le habría dicho: “Si Yo
falto por disposición de Dios en ellos -en Manuela y en su hermano
Juan- han de encontrar usted quienes pueden sucederme”. No se trata­
ba de un rumor sino que la carta fue publicada en La Gaceta Mercantil
y se entiende que en 1841 varios de sus más destacados partidarios
pensaran en proponer a Manuela como su heredera en el gobierno, en
caso de necesidad.4’ Fuera alentada o no por Rosas esta posibilidad, lo
cierto es que llama la atención para los patrones imperantes de asigna­
ción de roles sociales a los hijos de este tipo de familias: si Rosas man­
tuvo su rasgo más prototípico, el acentuado patriarcalismo y la porfía
por regimentar el futuro de la prole, no parece haberle asignado a su
hijo Juan Bautista un rol relevante en su “sistema”, el cual, incluso, fue
menor del que tuvo su hijo adoptado, Pedro Rosas y Belgrano, el vástago
no reconocido de su cuñada con Manuel Belgrano.
El lugar decisivo fue claramente ocupado por Manuela. Y, sin embar­
go, no era la única mujer que rodeaba a Rosas. María Eugenia Castro fue
su compañera y madre de cinco hijos que Rosas nunca reconoció, al
punto de que en su testamento negó expresamente haber tenido otros
hijos que no fueran los que le dio Encarnación. No es claxo cuándo co­
menzó esa relación, pero se sabe que Rosas había sido su albacea y tutor
y que María Eugenia era una de las personas que atendían a Encarna­
ción desde que tenía trece años. Su trayectoria personal sólo es excep­
cional porque se vinculó con alguien como Rosas, pero este tipo de re­
laciones eran un rasgo típico de los entramados sociales elitistas. Como
fuera, no se trató de un vínculo ocasional y la relación se mantuvo al
menos entre 1840 y 1852, tiempo durante el cual María Eugenia parece
haber sido una de las pocas personas que compartían la intimidad de
Rosas, lo atendía en sus frecuentes enfermedades y hasta probaba su
comida para impedir un envenenamiento. ¿Hubo otras mujeres en la
viudez de Rosas? Según algunas versiones, al parecer se habría enamo­
rado de una acompañante de su hija, Juanita Sosa, pero Manuela se
opuso firmemente a que contrajera un nuevo matrimonio: si lo h a c ía ,
debía ser con María Eugenia.42
Que Rosas eligiera como interlocutor a su allegado Manuel V ic e n te
González (el “Carancho del Monte") para plantear la posibilidad de d e ­
signar a Manuela como sucesora no puede sorprender. González había
nacido en Montevideo y prosperó al frente de una pulpería en M o n te ,
donde se convirtió en un firme apoyo del accionar de Rosas: allí obtuvo
en enfiteusis 675 hectáreas linderas al ejido del pueblo mientras que era
designado como juez de paz en años tan decisivos para la trayectoria
política de Rosas como fueron 1825, 1826, 1828 y 1829.43 Sin embargo,
su papel político más importante lo cumplió como oficial de milicias y
hombre de extrema confianza de Rosas y de su esposa. González había
tenido activa intervención en los sucesos de 1833 y no dejaba de a c ó n -
sejarle a Rosas en los momentos de incertidumbre: así, por ejemplo, a
fines de ese año le advertía que era preciso “abrir el ojo y tener mucho
cuidado” a la hora de designar a los jefes de regimiento y que en lo po­
sible era preferible seleccionarlos entre los paisanos.44 Criterios de pro­
moción de este tipo -c o n los cuales es posible que el mismo González
se sintiera identificado—eran los que podían asegurar mayor lealtad en
la oficialidad pero indudablemente debían de ser muy mal recibidos
por aquellos integrantes de familias de militares acostumbrados a dis­
poner de los mejores cargos. Lo cierto es que Rosas era muy cuidadoso
de su relación con González y entre muchos ejemplos al respecto puede
citarse una carta que le escribía en 1831: allí, si bien Rosas le criticaba
algunas de sus actitudes con los paisanos de Monte de los que clara­
mente se hacía su portavoz, al mismo tiempo le agradecía sus consejos
dada la “probada amistad” que tenían.45 González tuvo una importante
carrera militar en el rosismo: desde 1830 ostentaba el rango de coronel
y comandante del Regimiento N° 1 de Milicias Patricias, y para 1836
encabezó las “funciones” a través de las cuales el pueblo de Monte ce­
lebró el regreso de Rosas al gobierno y que parecen haber sido de las
más vistosas de las que se realizaron en la campaña. Más tarde, al man­
do del Regimiento N° 3 de Patricios de Caballería, tuvo activa interven­
ción en la represión del alzamiento de los estancieros del sur en 1839, y
desde 1842 estuvo al frente del Ejército de Operaciones de Vanguardia
movilizado al Litoral.46 La figura de González ejemplifica bien otro tipo
de mediaciones a las que apeló Rosas para construir su poder social: no
eran ni el parentesco ni la riqueza sus atributos sino su lealtad y, sobre
todo, su capacidad para concitar la adhesión de los paisanos y soldados;
ése era un “capital” extremadamente valorado por Rosas. S u autoridad
sobre la tropa y las milicias no dependía sólo de la jerarquía formal sino
q u e e lla era consolidada y solidificada a partir de relaciones muy perso­
nalizadas.
O tro s jefes, en cambio, fueron reclutados dentro de la red de paren­
te s co . P o r ejemplo, su hermano Prudencio llegó al grado de general y
tuvo un papel clave tanto en la represión de la rebelión de 1839 como
en el sometimiento de las disidencias provinciales en los años siguien­
tes. Lucio N. Mansilla, casado con una hermana de Rosas en 1830, ocupa­
ba para 1841 el máximo rango de la estructura militar, aunque ese matri­
monio no había sido gestado por Rosas ni al parecer había expresado
siquiera su consentimiento: por el contrario, en una carta a sus padres
de 1831 expresaba que aun cuando no desaprobaba el casamiento era
uno de sus “mayores sufrimientos” por no haber sido consultado.47 Esa
situación no afectó la carrera del cuñado, quien quedó a cargo de la Ins­
pección y la Comandancia General de Armas: en 1845 estuvo al mando
de las fuerzas que intentaron impedir el paso de la flota británica y en
1852 fue quien comandó la ciudad de Buenos Aires cuando Rosas salió
a enfrentar a Urquiza. Y, pese a la autoridad que ostentaba y el parentes­
co con el gobernador, prefirió enviar a su hijo de viaje para evitar que
sufriera las consecuencias del enrarecido clima político.
En ese círculo más cercano, un rol especialísimo tuvo Pedro de An­
gelis, quien había llegado al Río de la Plata en 1827 y se había desempe­
ñado como periodista, tipógrafo, educador, hasta convertirse en el ar­
chivero del gobierno de Rosas y en el principal publicista, primero en
los álgidos debates con Ferré en los años treinta desde las páginas de
El Lucero y luego desde el Archivo Americano y Espíritu de la Prensa
del Mundo, la publicación que dirigió entre 1843 y 1851 que se publi­
caba en castellano, inglés y francés. No se trata de una figura fácilm en­
te clasificable: por su falta de arraigo en la sociedad local así como de
nexos corporativos en ella, no puede ser adscripto a la categoría de
“intelectual tradicional” del rosismo pero tampoco era su “intelectual
orgánico”, al carecer de la más mínima independencia que requieren
las tareas de un organizador cultural. Fue, m á s bien, un “intelectual
solitario” q u e l le v ó a d e l a n t e u n a p e r t i n a z t a r e a c o m o d o c u m e n t a l i s t a
d e m o s t r a n d o u n a i n c l i n a c i ó n m a r c a d a p o r la e x h u m a c i ó n de f u e n t e s
y la r e c o n s t r u c c i ó n de l i n a j e s b io g r á fic o s y t e r r i t o r i a l e s . 4il P a ra 1 8 3 6 se
h i z o c a rg o d e p u b l i c a r la “R e c o p i l a c i ó n d e l e v e s y d e c r e t o s p r o m u l g a ­
dos e n B u e n o s A i r e s ” y la c é l e b r e C olección d e O bras v D ocu m en tos
relativos a la H istoria Antigua y M oderna de las P rovin cias d el Río de
la Plata, c u y o s s e is to m o s s e r í a n c a l i f i c a d o s p o r el m i s m o S a r m i e n t o
c o m o “e l m o n u m e n t o n a c i o n a l m á s g l o r i o s o q u e p u e d a h o n r a r a u n
E s ta d o a m e r i c a n o ' ’.4'1 A u n q u e fu e a c u s a d o de h a b e r s e a p r o p i a d o de
documentos p ú b l i c o s , lo cierto es que su s p r á c t i c a s c o m o c o l e c c i o n i s ­
ta, recopilador y escritor durante las décadas de 1830 y 1840 se inscri­
ben en un contexto más amplio, pues no era el único individuo intere­
sado por recopilar objetos y documentos antiguos sino que junto a
muchos otros, como el oriental Teodoro Vilardebó o C a r lo s Zucci, ín-
tegraba una red de auténticos “mercaderes del pasado” que articulaba
Buenos Aires, Montevideo y Río de Janeiro.50
“Las órdenes de V.E. están cumplidas. Todas las correcciones que
V.E. se ha servido hacer en este artículo las hallará V.E. ejecutadas”,51 le
escribía a Rosas a propósito de uno de los artículos del Archivo Ameri­
cano. A juzgar por este tipo de evidencias, Rosas supervisaba con pun­
tillosa dedicación ese órgano propagandístico. No extraña, entonces,
que desarrollara una intensa tarea en defensa del régimen y de la Socie­
dad Popular Restauradora presentándola como “una porción de ciuda­
danos, sumisos a la ley, adictos al Gobierno, amantes de su país” y ne­
gando su carácter de club político.52 Por ello, Esteban Echeverría
calificaría al Archivo... como expresión de la “prensa mazorquera”.53
Sin embargo, era más que un propagandista, y su pluma atraviesa buena
parte de la correspondencia diplomática del gobierno de Rosas nutrién­
dola de un saber experto.

Soldados de Rosas jugando a los naipes, por J. L. Camana, 1852


Fuente: Imagen cortesía del Museo Histórico Nacional de Buenos Aires
Si tal era el rol asignado a De Angelis, un papel decisivo en el funciona­
miento cotidiano del poder rosista tenía su equipo de edecanes. Manuel
de la Trinidad Corvalán, su “primer edecán”, era un mendocino educa­
do en el Colegio de San Carlos que inició su carrera en las armas en el
Regimiento de Arribeños y el Ejército de los Andes para convertirse
luego en edecán primero de Dorrego y después de Rosas hasta su muer­
te en 1847. A su lado y luego supliéndolo estaba Antonino Reyes, quien
tuvo a su cargo la administración del cuartel, cárcel y arsenal de Santos
Lugares mientras también tenía activa intervención en el manejo de la
voluminosa papelería que movía la secretaría del gobernador.54 Su rela­
ción fue, entonces, muy estrecha con Rosas pero también con Manueli­
ta, quien, todavía en 1889, lo llamaba “nuestro fiel Antonino” y se des­
cribía como “siempre amiga”.55
Por último no pueden dejar de señalarse otros mediadores del poder
rosista: los hermanos Anchorena. Ante todo Tomás Manuel de Anchore-
na, que oficiaba de influyente asesor del ministro de Relaciones Exterio­
res, Felipe Arana, quienes aspiraban a disputarle a los comerciantes
británicos el control que tenían del comercio exterior, una política a
la que Rosas se prestó sólo de modo muy interm itente. Las eviden­
cias indican que era Tomás mucho más fervientemente antibritánico
que el mismo Rosas, y los diplomáticos de ese origen lo identificaban
como el más “fanático, intolerante y peligroso” de toda la provincia. Sin
embargo, su xenofobia parece haber sido mucho más marcada hacia las
clases bajas de origen inmigratorio, a las que llamaba la “canalla extran­
jera”, y había propuesto apresar a todos los extranjeros que vivían en
Buenos Aires, marcarlos a fuego y remitirlos a las provincias interiores.
Así, sin empacho, se había quejado ante su primo gobernador por las
“excesivas generosidades” que dispensaba “a los gringos”.515 La coopera­
ción y la identidad de intereses no implicaban, entonces, uniformidad
de criterios, y aunque Rosas contó con el asesoramiento de su primo
hasta su muerte en 1847, no parece haber sido un instrumento dócil en
sus manos.
Los influyentes primos también cumplían otra delicada función:
transmitir las quejas, los temores y algunas peticiones de su propio sec­
tor social que en pleno desarrollo de la crisis no había roto con el rosis­
mo pero se sentía amenazado y estaba preocupado por la creciente y
abrumadora uniformización política que el régimen estaba imponiendo.
Esa función debe de haber producido más de una tensión entre los pri­
mos: “Usted oye a unos hombres y yo oigo a otros”, le escribía Rosas a
Tomás a fines de 1838, recriminando y al mismo tiempo marcando la
distancia que se estaba produciendo. Allí ensayó una curiosa “explica­
ción” de algunas cosas que estaban sucediendo; según Rosas, “yo traxe
del desierto el sintillo colorado en el sombrero, y el chaleco colorado.
Algunos paysanos siguieron la moda: a nadie se obligó [...] unos y otros
han continuado sin novedad, por que es publico que el no traerlas no
importa diferencia alguna, ni mal ni prejuicio porque seria una ridicu­
lez querer obligar a ciertos hombres a usar una [insig] lo que en ellos
sería ridículo”. Pero Rosas no dejaba de recriminarle las quejas de sus
amigos y el expresarle el resentimiento que sentía hacia ellos: “Esos
hombres quieren ver inflamadas a las masas, pero no quieren contribuir
a ello”. Tal tarea se la dejaban sólo a él, pero luego no hacían más que
quejarse. Por eso Rosas quería dejarle claramente planteado los límites
a su rico primo y para que no le quedaran dudas le aclaraba: “D.nVicen­
te Gonzales no me dirige”, lo reconocía como un fiel y antiguo amigo
desde 1817 y lo describía con precisión: “No es Español y no es capaz
de hacer más que lo que yo aconseje”.57
Debe de haber sido difícil para Anchorena aceptar que el uso del
cintillo punzó sólo se trataba de una moda y que no seguirla no traía
consecuencias, dada la tensión política y social que se estaba viviendo.
Por otra parte, las evidencias documentales no corroboran esta explica­
ción, v a que eran muy precisas las instrucciones a los jueces de paz or­
denando que el uso de la divisa federal era obligatorio tanto para los
h o m b r e s c o m o para las mujeres, así como había que abolir la moda im­
p u ls a d a por los "logistas unitarios" de usar ropa almidonada con agua
de a ñ i l para que quedara de color celeste claro y que al parecer había
s id o a d o p ta d a por muchos paisanos. Sin embargo, y a pesar de las repe­
tid as disposiciones al respecto acogidas desde 1 8 3 6 , Ricardo Salvatore
ha concluido que el cumplimiento del uso del cintillo punzó fue menos
e fe c tiv o de ío que había denunciado la prensa opositora y supuesto la
historiografía, aunque el azul índigo y el rojo punzó, los colores de los
uniformes y emblemas federales, eran omnipresentes en la vestimenta
de los paisanos, y el verde y el celeste, identificados con los unitarios,
prácticamente inexistentes; de esta manera, concluye, habrían sido aca­
tados más los colores que los emblemas.58
El intercambio con Anchorena ponía de manifiesto las tensiones que
corroían la cohesión de la coalición social que encabezaba Rosas, y el
propio Tomás Manuel de Anchorena tuvo que dedicarse a convencer
a sus relaciones de que sus temores eran infundados y, como le adver­
tía a Vicente Echavarría, “no debe perder de vista q.Bning.a de las
agresión.s ciertas hechas hasta el pres.te han sido á hombres de la clase
de Vm, sino mui inferior.3”.59 Así, la función de Anchorena parece haber
sido convencer a la cúspide de la pirámide social de que podrían estar
a salvo del vendaval que se había desatado, intentando impedir que el
distanciamiento con el régimen se convirtiera en una ruptura definitiva.
Servir de lazo y articulador entre el gobernador y la elite porteña había
sido y seguía siendo su principal tarea a favor del régimen. Y sus recelos
hacia González debían de provenir de los resquemores que generaban
ese tipo de influyentes en su ambiente social.
Tal función era importante para Rosas pero debía saber que el encono
que generaban los Anchorena también dejaba un flanco abierto para que
la campaña opositora pudiera mellar sus apoyos populares. Para fines de
la década de 1830, Mariano Nicolás de Anchorena no sólo era ya un
importante hacendado y transportista de productos agrarios en la fron­
tera sur y el mayor propietario de tierras de la provincia, aunque se
jactara de no haber puesto jamás sus pies en las estancias que poseía;150
era también uno de los principales abastecedores del Estado y un desta­
cado productor y especulador con el trigo. Ello lo había convertido en
blanco predilecto de la prensa opositora desde Montevideo, y en tales
circunstancias Nicolás tuvo que aclararle a Rosas que se trataba de un
infundio propalado “por un par de godos, y godos unitarios”.1'1Ancho­
rena y Rosas compartían intereses y un lenguaje común: los enemigos
del primero eran tildados de "godos" y el amigo del segundo tenía como
virtud no ser “español”. Viejos resquemores seguían en plena vigencia.
El sistema de Rosas, entonces, necesitaba tanto de ios Anchorena
como del Carancho del Monte, de la delicadeza de Manuela con los di­
plomáticos como de su veneración entre los negros, de los saberes de un
De Angelis o de la eficacia de un Lorenzo Torres para mantener alineada
a la Legislatura, de la capacidad de trabajo de sus edecanes Corvalán o
Reyes y de la lealtad de oficiales como Mansilla u Oribe. La autoridad
estaba muy centralizada en sus manos pero era ejercida a través de una
constelación de sujetos que cumplían funciones clave y eran imprescin­
dibles. Se trataba de una constelación variopinta integrada por sujetos
de muy diverso origen y de muy diferente relación con Rosas, algunos
muy cercanos y otros con un vínculo más distante pero no por ello me­
nos perdurable, como Tomás Guido, que fue su embajador en Río de
Janeiro entre 1840 y 1851, o Guillermo Brown, que fue el jefe de la es­
cuadra de la Confederación en esos años. Para no mencionar a Carlos
María de Alvear, jefe de la legación en los Estados Unidos.

S u fra g io , represen ta c ió n y reelecció n

Rosas ostentaba un poder personal inmenso pero, a pesar de gobernar la


provincia de Buenos Aires entre 1835 y 1852 ininterrumpidamente y
ejerciendo la suma del poder público, durante esos años siguieron desa­
rrollándose periódicamente las elecciones y siguió funcionando, aun
con notable atonía, la Sala de Representantes. El régimen era autoritario
pero no renunciaba a mantener formas republicanas y se vanagloriaba
de defenderlas.
Anualmente la Sala recibía el mensaje de rigor del gobernador aun­
que las más de las veces era presentado por sus ministros fruto de una
elaboración colectiva del reducido gabinete ministerial. ¿Quiénes eran
estos representantes? A partir de una muestra de 91 diputados hasta
1840 se ha calculado que sólo una sexta parte eran importantes propie­
tarios de tierras y capitales: entre ellos había connotadas familias forma­
das por inmigrantes españoles a fines del siglo XVIII dedicados al co­
mercio y al funcionariado, varios de los cuales formaban parte del
núcleo más duro del rosismo; del resto, un tercio eran abogados -algu­
nos también destacados com erciantes-, unos pocos eclesiásticos y una
cuarta parte eran militares.11- No caben dudas, entonces, no sólo de que
la Sala se componía exclusivamente por hombres de la elite provincial
sino también de que el régimen no puede ser identificado simplemente
como la expresión de los terratenientes asumiendo el gobierno directo
del Estado.
Como se ha señalado, la preocupación del régimen rosista por asegu­
rar una masiva participación de la población en las elecciones para re­
novar los miembros de la Sala de Representantes se tradujo en una no­
toria ampliación de la “frontera política” que tenía particular intensidad
en las áreas fronterizas. Cierto es que en estas elecciones triunfaba ine­
vitablemente la lista oficial y que ellas arrojaban un resultado unánime
de apoyo al régimen vigente, pero aun así las elecciones se repetían
periódicamente y el gobierno y las autoridades subalternas no escatima­
ban esfuerzos para obtener la participación más amplia que fuera posi­
ble.63 Esa estrategia se acentuó en la década de los cuarenta cuando se
alcanzaron los máximos niveles de participación electoral de la pobla­
ción de la campaña desde 1821:14.293 en 1842,15.293 en 1844 y 21.148
en 1850, es decir, muy superior a la que se obtenía en la ciudad, donde
hubo 5265 sufragios en 1842, 5058 en 1844 y 7792 en 1850.64
Los estudios más recientes demostraron que el unanimismo electoral
era un resultado trabajosamente obtenido. Es claro que el gobjemo no esca­
timaba esfuerzos ni dejaba de impartir precisas instrucciones para que los
jueces de paz aseguraran el orden en que debían realizarse las elecciones y
garantizaran el completo control de las mesas electorales. Del mismo modo,
Rosas intervenía personal y muy activamente en los preparativos electora­
les y en el seguimiento de sus resultados. Así, por ejemplo, hacia 1843 le
escribía a uno de sus edecanes para que se ocupara exclusivámente de esa
tarea y que apenas imprimiera las listas se las hiciera llegar en forma inme­
diata: “Todo debe quedar bien y sin falta alguna”, le decía. En algunos ca­
sos, esas precisiones eran todavía mayores: así, al juez de paz de Azul se le
ordenaba que toda la milicia acantonada en el fuerte o residente en su
campaña debía votar y que también debía hacerlo toda la tropa de línea “de
sargento para arriba”. Este tipo de prácticas parecen haber sido generaliza­
das pues, según lo que se informaba desde Bahía Blanca, en la votación de
1836 habían participado todos los ciudadanos que debían hacerlo “en el
vecindario, propietarios, jornaleros, rebajados de toda clase: como en la
fuerza de línea todos los que por la superior instrucción de S.E. debían
votar”. Pero, si éstas eran las instrucciones, ¿qué era lo que sucedía en Ja
práctica? La comparación que se ha realizado de lo sucedido en dos parti­
dos de la campaña es por demás ilustrativa: en Quilmes, un partido de
antigua colonización e inmediato a la ciudad, la participación electoral
rondaba el 10 por ciento de su población y un 26 por ciento de los habili­
tados a votar; mientras tanto en Azul, un partido de colonización reciente
situado en la extrema frontera sur, esa participación fue mucho más osci­
lante, alcanzando hacia 1838 un máximo del 36 por ciento de su población
y un 88 por ciento de los habilitados. Estos datos ratifican que los que
participaban de esas elecciones eran una porción mucho más amplia que
aquellos a quienes se consideraba vecinos. Pero también muestran algo
más: en Azul, en 1842 sólo participaron de las elecciones 4 de cada 10 mi­
licianos y 6 de cada 10 soldados de línea. Ello parece estar expresando los
límites que tenían las relaciones de subordinación y obediencia y la nece­
sidad de acompañar la movilización electoral con métodos no sólo coerci­
tivos sino también persuasivos.65
A su vez, junto a estas repetidas elecciones de representantes se pro­
dujeron otras formas de expresión de la voluntad política de la ciudada­
nía: retomando la experiencia de 1835, en 1840 la Sala de Representan­
tes debió dar respuesta a una petición presentada primero por 205
vecinos del partido de San Andrés de Giles y luego por otras del mismo
partido que terminaron concitando 6201 firmas en la ciudad y 9526 en
los partidos de la campaña a fin de aprobar la reelección de Rosas. Esa
decisión obtuvo el voto afirmativo de todos los representantes presen­
tes, salvo de su hermano Prudencio que lo hizo por Tomás de Anchore­
na. Sin embargo, Rosas rechazó inicialmente la reelección pero luego se
acordó una prórroga por seis meses de su mandato. Esa misma situación
se repitió en los años siguientes hasta que en 1845 fue reelecto en las
mismas condiciones y con las mismas facultades que diez años antes.
Para 1849 la Legislatura designó una comisión para que se entrevis­
tara con Rosas y lo convenciera de renovar su mandato. Al mismo tiem­
po los jueces de paz de la ciudad pedían autorización para reunirse en
la Plaza de la Victoria para entrevistarse con Rosas en evidente demos­
tración del grado de control y disciplinamiento que se había logrado de
la movilización política. Lo hacían con el propósito de solicitarle a Ma­
nuelita que intercediera ante su padre, pero la solicitud fue rechazada.
Sin embargo, la petición fue presentada ante la Legislatura invocando
expresamente "el uso del derecho de petición”. Más aún. el ministro
británico también pedía autorización para que los miembros de esa co­
lectividad pudieran manifestarse en el mismo sentido. La masiva reco­
lección de firmas de adhesión se llevó adelante; pero Rosas no parece
haber estado satisfecho de los resultados y en su mensaje a la Legislatu­
ra señaló: “Aunque los Ciudadanos influyentes del país en su universa­
lidad han sufragado libre y deliberadamente, no hay sin embargo mayo­
ría de sufragantes hábiles de la provincia. En los Partidos de la campaña
dista mucho la votación de aproximarse a la mayoría. En unos ha sido
escasa la votación, atento al número de sufragantes, y en los otros, que
son los más, ha sido tan reducida que no llega a la quinta parte”.66
El 13 de diciembre de 1850, Rosas presentó por última vez su renuncia
diciendo que aun cuando compartía el principio en el cual se basaba la
reiterada decisión de la Legislatura (“la petición de los ciudadanos es una
ley, puesto que contiene su soberana voluntad”), tenía razones para re­
nunciar: su quebrantada salud y que “esté en decadencia mi opinión en
la mayoría de la República y en la de esta Provincia”. El mensaje era claro
y fue escuchado en el interior: Santa Fe, por ejemplo, se apresuró a recha­
zar su renuncia y el mismo camino siguió Tucumán, cuya Junta de Repre­
sentantes lo nombró “el primero entre los Argentinos y también entre los
Americanos”, y Salta, “Gefe Supremo de la República” e incluso “Presi­
dente de la Confederación Argentina”. En Mendoza, por su parte, se con­
vocó a la ciudadanía y 7800 sufragios se expresaron a favor de la conti­
nuidad de Rosas y ¡sólo dos! en contra. ¿Cómo se motorizó esta consulta
popular? El comandante del fuerte de San Carlos, por ejemplo, recibió
precisas instrucciones del gobierno provincial para que reuniera inme­
diatamente a todas las fuerzas de línea y de milicias así como a todos los
ciudadanos mayores de quince años “sin distinción de ninguna clase,
peones, patrones, sirvientes, hombres de color y blancos, Chilenos,
mendocinos y de todas las otras provincias” para que contestaran la si­
guiente pregunta: “Si quieren q.e el Ilustre Gral. Rosas gobierne ó no la
República, si le quieren acordar un voto de confianza absoluto y si es su
voluntad conceder al Ilustre Gral. todas las facultades, poderes y dere­
chos q.e tiene la Prov.a, p.aq.Buse de estas facultades según lo juzgue con­
veniente p.;i la felicidad de la Confederación”.67 De este modo, una retóri­
ca política relativamente homogénea se diseminaba a lo ancho y a lo largo
de la Confederación no sólo exaltando la figura de Rosas sino también su
condición de encarnación de la voluntad popular y cuya máxima expre­
sión era el desarrollo de prácticas plebiscitarias.
Y, sin embargo, no eran las elecciones el único momento en que los
paisanos se movilizaban políticamente y expresaban su adhesión. Como
ha señalado Salvatore, había múltiples formas mediante las cuales la
población la demostraba, y ellas expresaban la diversidad de sectores
sociales y las tensiones que había entre ellos: los provenientes de los
sectores sociales acomodados adoptaban los usos de la moda federal
pero eran reacios a comprometerse activamente; otros preferían apelar a
sus recursos económicos para atestiguar su adhesión suministrando al
gobierno y al ejército auxilios y personeros, y eran tildados de ser “fede­
rales de bolsillo”; por último, los sectores medios-bajos y bajos ponían
el cuerpo: eran los “verdaderos federales”, los “federales de servicio”
que atestiguaban los reiterados servicios que habían prestado en las di­
ferentes campañas militares. En esa discriminación la vestimenta ocu­
paba un lugar central en la medida en que la apariencia, que ya era un
preciso indicador de clase social, se había convertido también en uno
que definía la identidad política.68
Pero además es preciso considerar otro aspecto: la adhesión a Rosas
y a la causa federal no sólo no era pasiva sino que tampoco era incondi­
cional, y a través de ella los paisanos y vecinos podían hacer llegar sus
reclamos y reivindicaciones al gobierno. Los ejemplos que pueden ci­
tarse al respecto son muy abundantes. Tomemos uno: en septiembre de
1841, por ejemplo, 46 “vecinos federales” de Carmen de Patagones pre­
sentaron una petición colectiva que estaba encabezada por la siguiente
leyenda: “¡Viva la Federación! ¡Rosas, Indepen.a o Muerte!”. Lo hacían
aclarando expresamente que era presentada “Con previo permiso del
señor Juez de Paz” para eludir cualquier imputación de tumultuaria. En
ella decían que

Los vecinos Federales del Pueblo de Patagones, se presentan al


señor Juez de Paz que conociendo vien á el Patriota i igual federal
el señor Comandante Interino del Punto Don José María García, y
adicto al Excmo. Señor Governador y Capitán General de la Pro­
vincia Brigadier Ilustre Restaurador de Nuestras Leyes Dn. Juan
Manuel de Rosas; a quien todos estamos obligados a dar la última
gota de sangre: En esta presentación pedimos si abiendo tierra sea
permitida la propiedad.h''

L as c l a v e s d e la pa z r o s i s t a

Comercio, ciencias y artes,


Orden, Paz y Religión,
Son los bienes que prodigas
¡Oh Santa Federación!70
Estos versos compuestos en 1836 fueron repetidamente reproducidos
en La Gaceta Mercantil y expresan con suma claridad el eje central del
discurso rosista de esos años. No se trataba sólo de una construcción
retórica sino que, tras la crisis de 1840, todo parece indicar que la eco­
nomía porteña experimentó un notable crecimiento.
Ante todo fue evidente la expansión de las exportaciones, tanto m e­
dida en valores como en volumen. Si las exportaciones alcanzaban
1.400.000 libras esterlinas hacia 1842, para 1851 llegaban a 2.100.000,
creciendo a una tasa del 4,7 por ciento anual. A su vez, y a pesar de las
fuertes oscilaciones, el máximo volumen de la exportación de cueros
desde la revolución se alcanzó hacia 1849-1850, acrecentándose ade­
más la proporción que tenían los cueros producidos en la provincia.71
De este modo, aunque todavía es muy poco lo que sabemos sobre las
transformaciones de la producción agraria en la década de los cuarenta,
parece claro que la alteración brusca de las reglas de juego que produjo
el gobierno en el marco de la mayor crisis política que conoció su régi­
men no afectó el ritmo de crecimiento de su economía, pues todo indica
que fue muy superior a la década previa.72
El crecim iento de las exportaciones derivó en la configuración de
una balanza com ercial favorable con Gran Bretaña, claramente el prin­
cipal mercado para los productos bonaerenses. Pero como esta situa­
ción se daba en un contexto de guerra permanente, y por tanto de
crecientes gastos fiscales, el gobierno de Rosas debió abandonar los
intentos de estabilización fiscal y financiera y afrontar las necesidades
apelando a una creciente emisión monetaria. Para algunos autores, fue
esa misma inflación del papel moneda la que habría influido en el nue­
vo rumbo de la economía al tiempo que dotaba de solvencia al Estado
provincial y lo hacía capaz de construir un verdadero aparato adm i­
nistrativo de guerra y de represión. Quizá fue por todos estos factores
que la economía porteña pudo afrontar sin sufrir el nuevo bloqueo de
su puerto entre 1845 y 1848 y.que éste tuviera efectos mucho menos
dramáticos que los anteriores y no interrumpiera la prosperidad eco­
nómica aunque afectara los ingresos de los empleados del Estado y los
asalariados.73
Se entiende también que, en ese contexto, fuera perentorio para el
gobierno de Rosas impedir el flujo de moneda fuerte hacia las provin­
cias interiores así como su pretensión de extender hacia ellas el uso del
papel moneda depreciado. Una pretensión de este tipo expresaba que
en la década de 1840 parece haberse consolidado por completo una
transformación que estaba en curso desde la revolución: la distancia
cada vez mayor entre la economía de Buenos Aires y las provincias del
interior.74
Ello era posible por algunas de las transformaciones que se estaban
operando en el ámbito de la producción rural, la que tendía a hacerse
más intensiva tras la estabilización de la expansión fronteriza. Aun
cuando todavía se mantenía un rasgo central de la estructura agraria,
como eran las posibilidades que todavía ofrecía de hacer compatible la
formación de muy grandes unidades y la reproducción de las pequeñas
y medianas, los estudios más recientes y precisos tienden a mostrar que
estaba incrementándose en la década de los cuarenta las unidades pro­
ductivas de aquellos que no podían acceder a la propiedad de la tierra
dado que el ritmo de crecimiento de la población rural era sustancial­
mente mayor que el que tenía el número de propietarios. Como resulta­
do, por entonces se estaba consolidando un segmento de muy grandes
propietarios que a mediados de la década de 1850 le permitía al 10 por
ciento más rico disponer de un 53 por ciento de las tierras. Mientras
tanto, los propietarios más pequeños mantuvieron sus reducidas pro­
piedades, y el 20 por ciento más pobre disponía sólo de un 1,3 por cien­
to de las tierras en propiedad. Con todo, no parece haber sido este estrato
el más afectado sino que la distribución más desigual de la propiedad
de la tierra se estaba produciendo a costa de los propietarios medios.75
Mientras tanto, la producción ganadera tendía a hacerse más intensiva
y la cría de ovejas para la exportación de lanas estaba sentando las bases
de la fulminante expansión posterior.
Ese núcleo de muy grandes propietarios, que constituían la cúspide
de la pirámide social y económica de la época, no era homogéneo y es­
taba integrado básicamente por dos sectores inicialmente diferenciados
pero que con el tiempo se fueron asemejando y entrelazando: por un
lado, los grandes comerciantes de origen extranjero, entre los cuales
descollaban ios británicos y que cada vez más se internaban también en
los negocios y la producción rural; por otro, un reducido segmento de
hombres y familias que combinaban a la vez la actividad mercantil y
agropecuaria pero que, dadas las condiciones de alta volatilidad de sus
ganancias, mantenían fuertes posiciones en las propiedades urbanas
corrio fuentes de rentas seguras así como en otras actividades como el
préstamo y la provisión de bienes al Estado,76 Obviamente, este segundo
segmento tenía una participación directa en el sistema político mientras
que los primeros debían moverse en un discreto segundo plano.
¿Qué sucedió mientras tanto con los salarios? Si bien falta aún una
medición más precisa, la información disponible indica que hubo un
crecimiento importante del número de asalariados aunque, dadas la
persistencia e incluso la ampliación de diversas formas de producción
familiar apelando al arrendamiento y a la aparcería, no se asistió a una
masiva proletarización de la población rural. También es claro que el
principal empleador de la época era el Estado, de modo que los solda­
dos del ejército regular se convirtieron en una porción decisiva de los
trabajadores asalariados.
La administración rosista fue muy sensible a la hora de tomar recau­
dos para mantener regularmente remunerada a la tropa y, a la vez, intro­
dujo algunas innovaciones respecto de la situación anterior y, sobre todo,
con las que se vivirían posteriormente; así, si para 1828 el sueldo de un
capitán equivalía a diez veces el que recibía un soldado, para 1849 esa
distancia era menor a tres veces. El resultado de esta situación es bastante
claro: los salarios de soldados y oficiales estaban más cerca que nunca
pero, a la vez, ambos estaban en sus mínimos si se los mide en términos
de moneda fuerte. Ello se explica porque los salarios nominales rurales
fueron muy afectados por el proceso inflacionario y tendieron a subir más
los de los jornaleros que aquellos que percibían mensualmente los peo­
nes permanentes, una situación que parece reflejar una demanda mayor
de trabajadores especializados y temporales como fruto de la mayor com­
plejidad y diversificación productiva. Pero, a diferencia de lo que sucedía
con los sueldos militares, en el ámbito privado de los años cuarenta se
acrecentó la distancia entre los salarios de capataces y peones. En otros
términos, estos datos sugieren que el personal jerárquico de las explota­
ciones rurales y los trabajadores especializados y temporarios afrontaron
mejor la situación que el personal subalterno y permanente. Lo otro que
sugieren estas investigaciones es que, si bien todos los salarios sufrieron
fuertes fluctuaciones, en especial por las diversas devaluaciones que
acompañaron las caídas de los ingresos fiscales y la emisión monetaria
ordenada para paliarlas, en general la caída en términos reales de dichos
salarios era atemperada por la baja en los precios de algunos bienes de
consumo básico como la carne, afectada en los mismos momentos por la
caída de sus exportaciones.77 Este contexto ayuda a entender mejor otras
dos claves del éxito de Rosas en la Buenos Aires de los años cuarenta.
Nos referimos al notable perfeccionamiento que tuvieron dos institucio­
nes centrales de ese Estado: los juzgados de paz y el ejército.
A lo largo de la década de 1840 los juzgados de paz aparecen plena­
mente consolidados y con sus facultades incrementadas. Para entonces,
todos los jueces de paz eran al mismo tiempo comisarios de policía y,
por lo tanto, no sólo percibían una remuneración sino que también es­
taban al mando de un equipo de subalternos (los alcaldes de barrio y sus
tenientes) y de una partida celadora armada. De este modo, algunos de
los factores institucionales que antes limitaban su autoridad (como la
doble dependencia de los alcaldes del juez de paz y de la jefatura de
policía o la necesidad de contar con el auxilio de las milicias) habían
sido en buena medida eliminados.
A su vez, en 1839 se había decidido un sustancial aumento del núme­
ro de juzgados de paz en la frontera sur, de manera que los 29 juzgados
que se instauraron en 1822 en toda la campaña se habían convertido para
1852 en 48. Por cierto, no eran la única autoridad en los pueblos y parti­
dos de la campaña pero, si a comienzos de la década de 1820 el número
de juzgados de paz y parroquias era equivalente (éstas eran para entonces
29), la situación habría de ser muy distinta a finales del rosismo, tanto
que las parroquias eran tan sólo 33. Esos escasos párrocos de la campaña,
casi todos ellos pertenecientes al clero secular, tenían una importante
función para un régimen que hacía de la santidad de su causa un compo­
nente central de su legitimidad- Pero lo cierto es que su número era muy
escaso para atender una población que crecía rápidamente. Como había
hecho Rivadavia, Rosas consideraba a la Iglesia como un segmento del
Estado y a los curas como funcionarios estatales y debían, por tanto, ofi­
ciar como agentes políticos del gobierno en sus comunidades. Sin embar­
go, en su designación intervenía desde comienzos de la década de 1830
el obispo y ellos eran, a diferencia de los jueces de paz, auténticos profe­
sionales y tuvieron una duración promedio en sus funciones mucho ma­
yor: de 6,3 años, ampliándose incluso más después de 1838. A partir de
entonces, ya no habría lugar para ambigüedades.78
Sin embargo, y aun cuando los jueces de paz seguían siendo una
autoridad de naturaleza civil, se convirtieron también en un engranaje
clave para el funcionamiento del ejército: no sólo porque a su cargo es­
taba la clasificación de los habitantes o la persecución de los desertores
sino también porque tras el embargo de los bienes de los unitarios una
de sus ocupaciones centrales pasó a ser la custodia de las caballadas y
los ganados vacunos embargados. Así, cada juez debía informar periódi­
camente al edecán general el número de cabezas de que disponía, la
clase de animales, el estado de sus carnes, el número de hombres a car­
go, los cuerpos a los que pertenecían o si eran vecinos sin alistamiento,
la extensión del campo, si tenía aguadas, la altura y calidad de los pas­
tos, si eran azucarados o si eran duros y amargos, el lugar preciso donde
se hallaba la invernada y la estancia a la que pertenecían los campos.
Así, por ejemplo, hacia 1850 el Juzgado de Paz de Baradero tenía a su
cargo el manejo de diez campos de invernada en los que trabajaban 107
hombres y contaba con 8463 caballos y, al menos, 1350 vacunos. Para
ello desde el despacho de Rosas se desarrolló también una pedagogía
específica, y los jueces recibían precisas instrucciones para el cuidado
de las caballadas: si un potrillo o cualquier otro animal aparecía co­
miendo la cola de los caballos debía ser inmediatamente sacrificado, si
había “cojudos dañinos” se los debía capar y si continuaban con la mis­
ma actitud se los mataría y lo mismo a los mordedores; a los caballos
maltratados se indicaba que debía curárselos “con raíz de Guaycumí y
grasa de potro”, cortando rebanadas finas de la raíz y friéndolas con la
grasa de potro y un poco de agua y pasarle este ungüento cada quince
días.79 De esta manera, cada juzgado se había convertido en la adminis­
tración de un ámbito estatal de producción para aprovisionamiento del
ejército.
Desde su instauración en 1822 el personal a cargo de los juzgados fue
muy inestable, de modo que el promedio de permanencia de un ju ez
rondaba los 2,3 años, aunque hubo una minoría (el 11 por ciento) que
ocupó el cargo por cinco años o más. Sin embargo, a partir de 1838 ese
patrón comenzó a modificarse y tendió a constituirse un elenco de
jueces más estable que se convirtieron en piezas clave del aparato estatal
en formación. Los jueces fueron reclutados entre personas maduras y
arraigadas en su partido aunque sólo un 16 por ciento había nacido en
el mismo partido donde desempeñaban sus funciones. Es claro también
que se trataba mayoritariamente de hombres dedicados a la cría de ga­
nados (un 68 por ciento) pero, pese a ello, no eran -e n su mayoría-
grandes propietarios de tierras y ganados sino que expresaban a toda la
gama de propietarios rurales y particularmente a los sectores medios y
medios-bajos. Ese conjunto, por tanto, ofrece un perfil social muy dife­
rente del que tradicionalmente se ha postulado y expresa el sustento
social que esos sectores intermedios ofrecieron al rosismo.80
Esos jueces no deberían ser vistos sólo como subalternos dóciles y
obedientes. Por supuesto, su continuidad en el cargo dependía de su
eficacia y de su lealtad manifiesta a la causa federal. Pero también en­
tendían a su modo los sentidos de esa adhesión. Por eso, así como no
eran reclutados entre los principales propietarios de tierras y ganados
tampoco eran obedientes y serviles de ellos y, menos aún, de aquellos que
residían en la ciudad y no tenían lazos firmes con la sociedad local
que gobernaban. Ni siquiera lo eran de algunos personajes influyentes
del régimen: así, en 1844 fue Nicolás de Anchorena el que tuvo que es­
cribirle una larga carta al edecán de Rosas quejándose de la actuación
del juez del partido de Mar Chiquita, Juan Manuel Saavedra. Según de­
nunciaba, éste había entrado violentamente en sus estancias como “a
tolderías de pampas y a guaridas de salteadores”, arrebatado a los peo­
nes del puesto y arrestado a su encargado. Saavedra había sido mayor­
domo de Anchorena en El Tala y luego fue reemplazado por el juez de
paz del partido de Vecino, Ramiro Baudrix, y esa situación generó una
intensa competencia entre ambos, la cual adquirió connotaciones polí­
ticas: al parecer Saavedra había diseminado rumores contra Anchorena
y Baudrix, acusando al primero de “federal de bolsillo” -poniendo en
duda su auténtica adhesión al federalismo—y al segundo de ser su alca­
huete. Además Saavedra había denunciado que Baudrix no auxiliaba ni
a su juzgado ni al ejército ni al mismo gobierno, albergaba “vagos” en
sus estancias e imponía su “despotismo” sobre los vecinos del sur y no
respetaba la ley. El episodio, como ha señalado Salvatore, ponía de ma­
nifiesto las tensiones que no dejaban de persistir entre grandes propie­
tarios v sus servidores y los “vecinos pobres” de la campaña que esta­
ban siempre dispuestos a servir a la Federación.81
Este tipo de conflictos era también la demostración de un problema
irresuelto y, por el momento, irresoluble que se hacía por demás eviden­
te en coyunturas críticas: la competencia entre el Estado y los propieta­
rios por la fuerza de trabajo disponible. De este modo, aun cuando la
persecución de bandidos, vagos, desertores y salteadores era una de
las preocupaciones principales del régimen, en muchas ocasiones eran los
mismos grandes propietarios quienes “abrigaban” en sus estancias a distin­
tos sujetos permitiéndoles evadirse del servicio. Resulta interesante, en
todo caso, que fuera el propio gobernador el que lo realizaba: hacia 1839
instruía al administrador de la estancia de Chacabuco para que escon­
diera a dos peones hasta que pudiera indultarlos. La coyuntura lo expli­
ca pues, como le informaba a fines de ese año el administrador de,la
estancia de Rosario, “están en servicio todos los negros que tenía con­
chabados, y hasta ahora siguen en asamblea, de modo que sólo me que­
dan cinco peones”.82 Conflictos y contradicciones como los señalados
tenían diversos efectos, pero uno debe subrayarse: ampliaban los már­
genes de autonomía y negociación de los trabajadores.
A pesar de ello, el ejército tuvo un papel tanto o más decisivo en la
consolidación del Estado. Como ha señalado Garavaglia, en 1841 el 48
por ciento del presupuesto de la provincia estaba destinado al Depar­
tamento de Guerra, un porcentaje que llegaba al 81 por ciento si se
descuenta el servicio de la deuda pública. A su vez, el 53 por ciento
del presupuesto del Departamento de Gobierno estaba destinado al
pago de comisarios, policías y serenos, los cuales constituían el 86 por
ciento de los empleados de este departamento. Pero la mayor parte del
personal estatal remunerado dependía del Departamento de Guerra:
10.777 personas (914 oficiales, 2085 suboficiales, 5222 soldados, 2445
m ilicianos y 111 trabajadores). O, medido de otro modo, ese año era
soldado uno de cada cuatro varones adultos, y el 96 por ciento del
personal remunerado por el Estado estaba encuadrado en una fuerza
militar o policial.M
Esta era una significativa novedad v en particular lo era para un
régimen político como el rosismo. que había surgido en 1829 a partir
del firme apoyo que Rosas consiguió en las milicias de la campaña y
abiertamente enfrentadas al ejército regular. La situación hacia 1841 era
radicalmente diferente V el rosismo se había convertido en el sistema
político que administraba un Estado provincial que lograba forjar una
fuerza armada constituida por una masiva tropa de línea, sin duda algu­
na la mayor de toda la Confederación. Por cierto, las milicias así como
las fuerzas auxiliares indígenas seguían prestando sus servicios, pero
ahora el gobierno disponía de una fuerza regular de servicio permanen­
te que lo habilitaba a realizar campañas prolongadas fuera del territorio
provincial y había logrado una subordinación completa de las milicias
a los mandos veteranos. La tarea no había sido nada sencilla y reposaba
tanto en la capacidad del fisco provincial para sostenerla como en la
homogeneización política de la población.
Para ello había afrontado la necesidad de constituir una oficialidad
propia, una tarea plagada de dificultades dado que la mayor parte de la
oficialidad del ejército que había realizado la guerra contra el Imperio
del Brasil se había alineado con el unitarismo, lo cual indujo a Rosas en
1836 a producir su sistemática depuración. Que esa tarea era perentoria
se lo había demostrado con claridad lo que había sucedido durante la
intensa confrontación política de 1833, la cual había puesto en eviden­
cia que mantener la autoridad sobre oficiales y tropas así como garanti­
zar su adhesión política no era sólo una cuestión de imponer disciplina
y obediencia.
Como vimos en el capítulo 6, Rosas estaba para 1833 en su “Campa­
ña al Desierto”. Sin embargo, ni él ni sus oficiales y sus soldados esta­
ban al margen de las convulsiones políticas que sacudían a Buenos Ai­
res, y en abril de ese año Felipe Arana le enviaba dos sugestivas cartas
a Rosas. En la primera le decía que planeaba publicar una obra “útil a
nuestra posteridad” y proponía encargarle a Pedro de Angelis separar
las notas correspondientes que habían aparecido en El Lucero; esa obra
-d e c ía - “transmitirá a la historia de la República un positivo conoci­
miento de los servicios que le han prestado los Federales”. En la segun­
da carta le daba cuenta de la tensión política existente, pese a que en
acuerdo de ministros se había formado una lista de representantes para
las próximas elecciones: lo más preocupante para Arana era que había
una disputa en cada uno de los cuerpos del ejército y de las milicias, y
como prueba remitía un pasquín que circulaba en una de las compañías
y que lo involucraba:

Hos Damos por noticia, q." como mulato q.Hes vuestro capitán ha
sido comprado p.1Dn Felipe Arana p.a alucinaros y hacerles en­
tender q.e la lista q.e les dá es la mejor. Es mentira, esa no es la
lista del Pueblo. La lista p.r la q.edebeis votar y todo ciudadano,
es en la q.e esta el General Rosas y el General Olazabal y concluye
con D. Miguel Riglos.84
La situación no podía ser más clara: Arana estaba sumergido en una
disputa electoral por ganar los votos de las tropas y era evidente que no
alcanzaba con tener el mando para conseguirlo y que pasquines como
éstos intentaban mellar la obediencia y la subordinación. También era
claro que todos los bandos en pugna apelaban a invocar el nombre de
Rosas...
¿Qué sucedía en el campamento del Río Colorado? Desde allí Rosas
daba una instrucción precisa: “Soy de la opinión q.e a los paysanos, y a
los buenos hombres deben abrírseles los ojos diciéndoles lo q.e hay para
q.e no se dejen alucinar ni engañar”.85 El liderazgo, por tanto, debía ser
revalidado y para ello se requería una intensa persuasión política. La
cuestión era cómo debía llevarse a cabo esa tarea. Conviene prestarles
atención a algunos detalles, pues pocas veces se cuenta con tan firmes
evidencias al respecto.
Rosas tenía ideas y en una larga carta a Arana le advertía que era
preciso observar lo que hacían y lo que decían las esposas de los jefes
militares “pues ya sabe q.e las opiniones de las mujeres son generalmen­
te las de los maridos”. Por lo tanto, recomendaba “q.e los amigos escri­
ban a los Gefes y oficiales q.e conozcan, y q.e dentro de las cartas les
manden periódicos de los nuestros. No pueden Ustedes figurarse la im­
presión q,e hace esto en el desierto...”.
El estado de deliberación política en las filas, entonces, podía ex­
tenderse hasta el desierto, y el mismo Rosas consideraba que no era
suficiente con su presencia al frente de las tropas. Era preciso trabajar
a la oficialidad a través de sus relaciones pero también a través de los
impresos, más eficaces si llegaban por canales confiables a sus lecto­
res. También era necesario apelar a "las madres a quienes se conosca
q.K son de nuestra opinión” y aconsejarles que les escribieran a sus
hijos y, mientras tanto, Encarnación y su hermana María Josefa debían
hacer

q." las madres de los libertos les escriban del mismo modo y q. i«é
manden impresos. A esta clase de gente les gustan los vei'sos y
también les ha de agradar el restaurador con el retrato. Sería muy
conveniente q.e se hiciese parecido sin pararse en el costo. Debe
decírseles a las di.has madres, q.e al regreso de la campaña les boy
a dar las bajas a todos ellos, para q.ebaian á atenderlas con su tra­
bajo, bajo la seguridad q.3 esto asi he de hacer aun cuando se los
quite el Gobierno, pues q.e cuando el quiera oponerse ya hade
estar hecho.

La campaña de persuasión política que debía desplegarse sobre el ejér­


cito tenía que abarcar, entonces, desde la oficialidad hasta la tropa de
libertos y movilizar a sus mujeres, amigos y familiares. Resulta claro
también que su lealtad y fidelidad debían revalidarse y apoyarse en
compromisos precisos y concretos y que no dependieran de la voluntad
del momentáneo gobierno. Más aún, Rosas recomendaba algo muy pre­
ciso: “Convendrá q.® entre los paysanos se generalisa q.e al escribir y
hablar digan el Restaurador de nuestras Leyes Dn Juan Manuel de Ro­
sas, y q.e así cuando hacen los oficios, pongan los sobres en las cartas”.
Estamos así frente al decidido intento de desplegar una intensa pe­
dagogía de la escritura política, la cual debía involucrar a los sectores
más amplios de la población. Esta estrategia se asentaba en una expe­
riencia que Rosas reconocía abiertamente:

Se me había pasado decirle q.® un numero del Negrito [uno de los


populares periódicos que para entonces publicaba Luis Pérez] en
q.e dice paysanos abran los ojos y en otro verso Que no necesita
para gastar pan q.e sabe agarrar el arado &&, les ha gustado mu­
cho, y se juntan en los corrillos á leerlos, peleándose por el lugar.

Era n e c e s a r i o , e n t o n c e s , q u e s ig u ie r a n v i n i e n d o e so s v e rs o s y e so s i m ­
p re s o s y, si h i c i e r a falta, h a s ta p o d í a a p e la r s e a “fing ir carta s e s c r ita s de
un a m a d r e a su h i jo ; d e u n a m u je r a su m a r i d o ”. M á s a ú n , esa activa
m o v i l i z a c i ó n p o l í t i c a d e r e d e s de r e l a c i o n e s i n t e r p e r s o n a l e s y p ro p a ­
g a n d a p o l í t i c a n o d e b í a r e s tr in g ir s e a las tro p as s in o que t a m b i é n h ab ía
que i n c e n t i v a r a “los a m i g o s ” pa ra q u e e s c r ib ie r a n “ d ia r ia m e n te v sin
c e s a r p.' to d a s p a rte s d e n u e s t r a c a m p a ñ a y á las p r o v i n c ia s i n t e r i o r e s ”.
Lo que esta carta de Rosas también deja muy en claro es que tenia
muy en cuenta las diferencias que había entre los públicos a los que se
dirigía esa campaña. Por ello le pedía a Arana que le escribiera a Pedro
de Angelis para que empleara activamente a El Lucero, no sólo porque
“está acreditado” sino también porque “deseo verlo en campaña, pues
me gusta mucho el corte de esta pluma amiga nuestra”, una pluma -vale
recordarlo- que había sido muy activa y muy eficaz en los años prece­
dentes para rebatir las posiciones y los argumentos del díscolo goberna­
dor correntino Pedro Ferré.86
En esa campaña de agitación y movilización política Rosas intervenía
directamente y preparaba textos de proclamas a ser destinados a diferen­
tes públicos. Así, uno de ellos dirigido a los “paisanos” tenía un encabe­
zado extremadamente preciso: “¡Viva Rosas el Padre de los Pobres y el
Restaurador de las Leyes!”, y otros estaban dirigidos a “los paisanos de
poncho” o a los “Patricios federales”, y le indicaba a su interlocutor -V i­
cente González- que era conveniente que se “generalice titularme El Res­
taurador de las Leyes”. No era, por cierto, la única recomendación que le
daba: también era preciso que González se encargara de cuidar, pagar y
tener “gratos y entusiasmados” a los milicianos de Lobos.87
Si ya durante su primer gobierno Rosas había desconfiado en sumo
grado de la oficialidad militar, al punto de que por única vez el gasto
militar destinado a las fuerzas m ilicianas fue superior al que se asigna­
ba a las de línea, durante el segundo gobierno y tras la depuración de
esa oficialidad que se había atrevido a disputarle el poder hubo un
cambio radical en la política gubernamental y Rosas impuso un férreo
control sobre las fuerzas veteranas, aumentó al máximo posible el gas­
to fiscal con fines militares y convirtió al ejército en el principal sostén
del régimen.88
El éxito que el rosismo tuvo en esta tarea fue tal que llegó a c o n f o r ­
m a r el e jé r c it o re g u la r m á s n u m e r o s o d el e s p a c io r i o p l a t e n s e . Lo que
i n te r e s a s u b r a j'a r es c u á n to h a b í a n c a m b i a d o p a r a m e d i a d o s de la d é c a ­
da de 1 8 4 0 las fu erz as c o n las q u e c o n t a b a R o s a s y su s m o d o s d e h a c e r
la guerra: s e g ú n u n a c é r r i m o e n e m ig o , R o s a s “h a c o m p r e n d i d o la s u p e ­
rio rid a d . i n c o n t e s t a b le , d e las tro p as re g la d a s y de la g u e rra r e g u l a r ” .'”'
No se e q u iv o c a b a p u es e se e jé r c it o e sta b a e n c o n d i c i o n e s de a se g u ra r
s i m u l t á n e a m e n t e el o r d e n i n te r n o en la p r o v i n c i a , s u s fro n te ra s c o n los
in d io s y el d e s p l ie g u e d e g u e rras o f e n s i v a s y p ro lo n g a d a s .
Para que ello fuera posible las fuerzas que aportaban los “indios ami­
gos” eran decisivas. Los “indios amigos”, a pesar de que veían restringi­
dos los márgenes de su autonomía y cooperaban en el dispositivo de
defensa, no eran actores pasivos. Así, los boroganos habían logrado afir­
mar su temporal autoridad sobre las Salinas Grandes apelando a los
acuerdos de paz con el gobierno de Rosas pero, al mismo tiempo, forja­
ban sus propias alianzas con grupos transcordilleranos, aunque termi­
naron perdiendo su poder. De este modo, a comienzos de la década de
1840 comenzó a afirmarse una coalición indígena que incluía 37 caci­
ques y estaba encabezada por Calfucurá, quien estableció relaciones di­
plomáticas con Rosas y se aseguró una importante provisión de bienes
hasta que, a fines de esa década, las relaciones comenzaron a deteriorar­
se.90 De esta manera el Negocio Pacífico que había sido pensado como
un dispositivo destinado a pacificar la frontera y obtener obediencia y
subordinación de los grupos indígenas involucrados se convertía tam­
bién en una herramienta para que algunos de ellos pudieran construir
relaciones de poder y ampliar sus márgenes de autonomía. Las raciones,
entonces, podían ser vistas por los grupos indígenas involucrados como
la expresión de un pacto político que permitía la gobernabilidad de las
pampas pero también como un pago o arriendo de las tierras ocupadas.
Sin embargo, contenían una amenaza en la medida en que pasaban a
formar parte central de sus economías y porque los pactos que lo hacían
posible dividieron a las comunidades indígenas y las hicieron más vul­
nerables a la acción estatal. Pero cabe un interrogante: ¿hasta dónde
podía llegar, entonces, la influencia de Rosas en las pampas a través de
esos círculos concéntricos? Una posible respuesta la ofrece un ejemplo
por demás ilustrativo: hacia 1847 un misionero franciscano informaba
al intendente de Concepción en Chile acerca del “cariño que le tienen
los indios de esta República al Señor Presidente de Buenos Aires D.
Juan Manuel de Roza (síc) pues en todas sus reuniones y tomaduras se
acuerdan del buen recibimiento que les hace cuando llegan adonde él v
lo mal que les va con la República de Chile”.'"
Como fuera, con la situación fronteriza mucho más segura y consoli­
dada, Rosas pudo acometer otra novedad significativa de esos años: en
torno de ese ejército provincial se fue articulando una suerte de ejército
confederal del que Rosas era el máximo comandante, v había sido la cri­
sis la que le había permitido rehacer “un ejército y una marina verdade­
ramente nacionales''.'1- No puede extrañar, entonces, que ese ejército fue­
ra presentado por Rosas como el “ejército de la Nación”: así se lo decía a
Manuel Oribe en una carta de 1842 y lo repetiría reiteradamente des­
pués.93 Paradójicamente o no, ese ejército nacional tenía entre sus princi­
pales oficiales no sólo a un oriental sino a quien Rosas —y la Confedera­
ción- reconocía como el presidente legítimo del Uruguay, Manuel Oribe.
L a s ten sio n es de la pa z ro sista

Tamaño ejército regular imponía una necesidad ineludible, y el recluta­


miento recayó básicamente sobre trabajadores libres, principalmente
aquellos que seguían viniendo de las provincias a trabajar como jornale­
ros y peones de campo o como artesanos a Buenos Aires o que eran “en­
ganchados” en sus provincias de origen. Esta situación no era nueva pero
acentuaba las dificultades para el reclutamiento de mano de obra para las
estancias. Para los años cuarenta, a pesar de todo, la migración de traba­
jadores desde el interior parece haberse acrecentado notoriamente, y en
las estancias porteñas era evidente que el recluso a diversos modos de
trabajo coactivo —como la utilización de indios cautivos o la contratación
de peones gallegos—no había dado los resultados esperados, e incluso es
probable que para ese momento el uso de los castigos corporales hayan
dejado de ser una práctica habitual en las estancias de Rosas. Para enton­
ces, los cautivos desaparecían de las cuentas de sus estancias y, al menos
en términos nominales, los salarios tendían claramente a incrementarse,
incluso los de los peones “importados”. Sólo de tal manera y a costa de
elevar sus niveles salariales se lograba que esos peones gallegos prestaran
un servicio laboral por más tiempo que los criollos.94
¿Cuál era la edad mínima para ser reclutado? Para contestar esta
pregunta no conviene tener en cuenta sólo las normas escritas sino
atender también a las prácticas efectivas: así, por ejemplo, sabemos
que hacia 1841 en el partido de Monte se recibía una circular del go­
bernador disponiendo qLie todos los muchachos aptos para tambores,
trompas o pitos que tuvieran entre diez y dieciséis años y cuyos pa­
dres no se encontraran en servicio debían ser incorporados al ejército.
Claramente, entonces, la edad de reclutamiento era mucho menor de
la que se requería para votar o adquirir la mayoría de edad. Sin embar­
go, desde el gobierno se implementaban algunas medidas compensato­
rias y al mismo tiempo se informaba que se habían repartido 10.000
pesos entre las mujeres pobres, madres o viudas cuyos maridos o hijos
estaban en el ejército: sólo durante el mes de septiembre de ese año en
Monte, 114 mujeres recibieron dinero de parte del gobernador.95 Hasta
dónde se extendió esta suerte de protección estatal de la familia de los
soldados no ha sido examinado, pero la evidencia sugiere que el go­
bierno era muy sensible a estos reclamos y la distribución de carne y
trigo a “las fam ilias federales” se transformó en un sistema al punto
de que en fuerte Federación, por ejem plo, el aprovisionamiento por
esta vía abarcaba a la mitad de la población. El dispositivo, que había
surgido en situación de emergencia, se había convertido en regular y
generalizado. Pero no era sólo fruto de la iniciativa gubernamental:
por el contrario, un grupo de mujeres de Cañuelas que habían visto
rechazadas sus solicitudes por el juez de paz llegaron a entrevistarse
personalmente con Rosas para hacer oír sus reclamos. ¿De dónde
provenían los recursos? Significativamente de los bienes incautados
a los unitarios.96
También resulta claro que una larga experiencia, muy anterior al ro­
sismo, les había enseñado a los paisanos que era preferible adscribirse
al servicio de milicias y eludir el servicio de línea. Ello, por otra parte,
los había convertido a muchos de ellos en activos protagonistas del sis­
tema federal. Sin embargo, el Estado rosista en esta fase de su desenvol­
vimiento requería cada vez más tropas de línea y las evidencias sugie­
ren que, a pesar de su identidad política federal, los campesinos trataron
de eludirlo y ensayaron diversas estrategias para hacerlo, como la mi­
gración o la búsqueda de apoyo de la jefatura miliciana. Así, por ejem­
plo, en 1841 el juez de paz de Baradero debía consultarle al edecán ge­
neral qué decisión debía tomar, pues había en su partido un conjunto de
milicianos de la caballería sin ocupación alguna y que cuando él inten­
tó conchabarlos se negaron “porque dicen estar a las órdenes del co­
mandante occidental”.97 Los ejemplos del mismo tipo que podrían citar­
se al respecto son múltiples y permiten advertir un cambio que estaba
ocurriendo: con la subordinación efectiva de las milicias a las necesida­
des del ejército y con la formación de una oficialidad regular que tenía
en muchos casos origen miliciano, es posible que esta estrategia de re­
sistencia haya tenido cada vez menor eficacia.
De allí que el reclutamiento requiriera de un control social cada vez
más férreo y eficaz. La cuestión le preocupaba a Rosas y lo hacía inter­
venir directamente en la resolución de los procesos abiertos en cuya
documentación es posible hallar reiteradamente su intervención perso­
nal en decisiones no sólo firmadas por él sino también escritas de su
puño y letra. A veces era una escueta resolución: “Ejecútenlo”, “Múl­
tenlo”, “Al ejército”, etc. Pero en otras ocasiones aparecían indicacio­
nes mucho más precisas; por ejemplo, en 1840 su hermano Prudencio
había remitido preso a un negro de veinticuatro años acusado de no
haber servido a la causa de la Federación; Rosas anotó:

Prevéngasele que si quiere salir voluntario en la Compañía que


comanda el Teniente Coronel Don Celestino Vasquez, lo dará li­
bre el Gobierno concluida la campaña. Si se prestase será entrega­
do; si así no fuese, seguirá; previniéndole que si entregan un per-
sonero para soldado, se le pondrá en libertad.98

En otros casos, el equipo de escribientes enviaba los partes señalando


expresamente que era una disposición del gobernador. En cualquier
caso, no se trataba sólo de una derivación del ejercicio de la suma del
poder público sino que también era expresión de la preocupación que
Rosas tenía al respecto y que habría de convertirse en una auténtica
obsesión. Ello, por supuesto, lo expuso a las críticas pero aun así, como
en el sonado episodio que llevó a la pena de muerte a Camila O’Gorman
y su amante el cura Gutiérrez. El episodio conmocionó a la sociedad
mucho antes de que Rosas dispusiera su ejecución pues la fuga de los
amantes fue considerada un crimen escandaloso y un rapto aun por la
prensa opositora de Montevideo. Refugiados clandestinamente en Goya,
Comentes, los amantes fueron apresados y remitidos a Buenos Aires.
En su declaración Camila ostentaba un pañuelo punzó y se hizo plena­
mente responsable de sus actos y fue alojada -com o solía hacerse con
las jóvenes díscolas de su ambiente social- en la Casa de Ejercicios,
mientras que el cura era retenido en la cárcel. La cuestión era complica­
da para Rosas pues Camila era íntima amiga de Manuela, al punto de
que ella se encargó de amueblar el lugar donde estaba alojada. Pero,
siíbitamente, Rosas cambió su decisión, ambos fueron remitidos a San­
tos Lugares y ordenó su fusilamiento en un oficio que redactó personal­
mente a pesar de las intervenciones en contrario de Manuela v de Anto­
nino Reyes. Rosas nunca negó que la decisión había sido suya e incluso
sostLivo que nadie había influido sobre él.951Parece claro, a juzgar por las
evidencias disponibles, que Rosas estaba decididamente dispuesto a
reafirmar su voluntad de presentarse como un defensor y un garante de
las “sanas costumbres”. La santidad de la Federación no tenía desde su
perspectiva sólo implicancias políticas sino que suponía la preserva­
ción de todo el orden social. Al mismo tiempo no quería dejar dudas de
que las decisiones las tomaba él, cualesquiera fueran las consecuencias,
y que ni siquiera los más conspicuos miembros de la elite quedarían al
margen.
Ni las formas de castigo ni de penalización eran novedosas aunque
resulta evidente que en estos años el régimen rosista produjo una cen­
tralización extrema de las decisiones punitivas al tiempo que iba produ­
ciendo una burocratización de los procedimientos. Así, por ejemplo, el
17 de enero de 1838 el edecán de Rosas le comunicaba al juez de paz de
Arrecifes que

en virtud de los enormes delitos cometidos por el desertor Ma­


nuel Butierres, alias gorrita, queda condenado á la pena ordinaria
de Muerte, debiendo ser puesto mañana en Capilla en el Cuartel de
la Convalecencia, y fusilado en dho. Cuartel el sábado 20 del co­
rriente, conforme a ordenanza previos los auxilios expirituales, y
cortándosele después de muerto el braso derecho será remitido
por el Gefe de Policía al Jues de Pas de Arrecifes para que sea
colgado un día en un palo en el medio de la plasa del pueblo del
partido.100

Esta doble decisión tenía sus fundamentos: la autoridad central se reser­


vaba la facultad punitiva pero al mismo tiempo satisfacía el reclamo de
vindicta pública que emanaba desde los sectores propietarios y vecina­
les rurales.
Sin embargo, la aplicación de la pena de muerte a los desertores no
parece haber constituido una práctica sistemática y generalizada. Los
castigos eran, por cierto, severos y podían significar entre 2 0 0 y 4 0 0
azotes, pero en muchas y reiteradas ocasiones la pena capital era anula­
da a cambio del reenganche en el servicio por un tiempo más prolonga­
do y la amenaza de su aplicación en caso de reincidencia. Falta aún un
estudio preciso que permita estimar con precisión la magnitud que te­
nían las deserciones, aunque resulta evidente que la persecución de los
desertores era una prioridad absoluta. Aun así, con los datos disponi­
bles cabe señalar que tanto durante el bloqueo francés como el anglo-
francés las deserciones fueron muy numerosas y que su persecución fue
una práctica sistemática de las autoridades como sucedió, por ejemplo,
con muchos soldados dispersos tras el combate de la Vuelta de Obligado
y que fueron apresados en lugares tan distantes como Lobos, Navarro o
Arrecifes. La cuestión no puede ser obviada: sugiere que, junto a las
demostraciones de adhesión al régimen, en la base social se estarían
acrecentando evidencias de resistencia y, si no de oposición abierta, al
menos de elusión.
No es fácil desentrañar el significado que tienen los datos recogidos
acerca de la evolución del número de detenciones. Se sabe que en la
ciudad el promedio anual de arrestos fue de 310 entre 1827 y 1850 y que
el número máximo se alcanzó en 1830 y 1831; también ha podido cal­
cularse que el número de arrestos volvió a acrecentarse notablemente
hacia 1849, llegando ese año a 320.101 En otros términos, el comienzo y
el final del rosismo habrían coincidido con un incremento de la perse­
cución policial en la ciudad.
La información disponible para la campaña pareciera sugerir una dis­
minución del número de detenciones a lo largo de la década de 1840. No
obstante, parece haberse producido un cambio importante en el patrón de
delitos perseguidos: mientras los delitos contra las personas mantuvieron
una proporción relativamente estable a lo largo de las décadas de 1830 y
1840 (entre un 11 por ciento y un 14 por ciento), los delitos que pueden
considerarse contra el Estado crecieron notablemente entre 1839 y 1842,
alcanzando el 35 por ciento y, sobre todo, entre 1843 y 1852, llegando a
ser el motivo del 54 por ciento de las detenciones en la campaña; signifi­
cativamente, esa evolución es muy diferente de la que tuvieron los deli­
tos contra la propiedad, que a partir de 1843 estuvieron en franco retroce­
so. De este modo, se ha concluido que fue por estos años de acelerado
crecimiento exportador y reducción en las confrontaciones militares
cuando se afianzó el orden social en el campo y se acrecentó la capacidad
estatal de ejercer el control, acentuando las tensiones entre los p a is a n o s
del comiin y el Estado que requería sus servicios. M ‘-
A su vez, debe considerarse que la variación d el número de d e t e n i ­
dos por partido era muy significativa y con la i n f o r m a c i ó n d i s p o n i b l e
se advierte que tanto durante el bloqueo francés como durante el an-
glo-francés el número de detenidos tendió a incrementarse: en S a n
Isidro, súbitamente entre 1845 y 1847 y en Lobos entre 1841 y 1845.10:!
Un detallado estudio de lo sucedido en la Guardia de Luján puede
aproximar una respuesta algo más precisa: allí, de los 842 delitos re­
gistrados, casi el 40 por ciento se produjo entre 1841 y 1852, especial­
mente durante el bloqueo anglo-francés; para entonces, se registraba
además que crecían el accionar y la virulencia de las bandas de saltea­
dores, y otras referencias indican que lo mismo estaba sucediendo en
la frontera oeste como en torno de la costa norte.104 Se trata de datos
sugestivos pues, en general, esas bandas estaban integradas por deser­
tores del ejército. Ahora bien, este estudio también permite advertir
otra cuestión adicional: el porcentaje de delitos cuyos autores fueron
apresados también tendió a acrecentarse notoriamente en la década de
1840, lo que habilita a considerar que el dispositivo judicial-policial
había adquirido mayor eficacia. Y el perfil social de los delincuentes
no tiene nada de sorprendente: en su inmensa mayoría (un 84 por
ciento) eran trabajadores asalariados temporales o permanentes, m ien­
tras los clasificados como criadores o labradores rondaban el 10 por
ciento. Tampoco sorprenden las penas impuestas: el 72 por ciento de
los detenidos fueron enviados al servicio de armas y el tiempo de ser­
vicio tendió a crecer exponencialmente a lo largo de esta década hasta
llegar ¡a catorce años!105
Con la información disponible una conclusión se impone: como
observó Salvatore, el fortalecido Estado provincial adquirió una capa­
cidad mucho mayor para clasificar, registrar, entrenar y disciplinar a la
población masculina de la campaña, pero ello abrió un espacio de cre­
ciente tensión y confrontación entre las autoridades estatales y a q u e ­
llos que formaban parte de lo que se denominaba “la c l a s e d e l peón de
campo”. Pero e s a c r e c i e n t e c a p a c i d a d de p u n i c i ó n e n f r e n ta b a e n añ o s
c r u c i a l e s , c o m o e r a n l o s de los b l o q u e o s , e v i d e n t e s m u e s tr a s de r e s i s ­
t e n c i a y d e s o b e d i e n c i a . Y al p a r e c e r e ra n n o t o r i a s al fi n a l iz a r el r o s i s ­
m o : c o m o ha s e ñ a l a d o H a l p e r í n D o n g h i . u n o de lo s s ig n o s o m i n o s o s
q u e a n t i c i p a b a n la c a í d a de R o s a s fu e el d e b i l i t a m i e n t o del o rd e n rural
d a d o s los d i s t u r b i o s q u e p r o d u c í a n las le v a s y la c o n s i g u i e n t e in te n s i
f i c a c i ó n del b a n d i d a j e . 1'"’ El m á s f a m o s o d e e s o s b a n d i d o s fue el d e s e r ­
tor J u a n de la C r u z C u e l l o , y la p e r s e c u c i ó n d e s u g a v illa se c o n v i r t i ó
en u n a de las p r e o c u p a c i o n e s p r i n c i p a l e s de la p o l i c í a h a c i a 1 8 5 0 h a s ­
ta que fue apresado y ajusticiado al año siguiente. Tanta fue la reper­
cusión q u e tuvo q u e las noticias eran parte de la información q u e en­
viaba a Londres la delegación británica. Y en las décadas siguientes
habría de transformarse en el emblemático e j e m p l o d e un gaucho alza­
do contra Rosas.107
Lo dicho amerita más una conjetura que una conclusión: los últimos
años del rosismo parecen haber sido aquellos en los cuales empezaba a
cerrarse la distancia entre el régimen y las clases propietarias mientras
que se hacía evidente la que lo separaba de una porción importante de
las clases bajas.
De lo que no cabe duda es que desde comienzos de los años cuarenta
el rosismo estaba decidido a afianzar la disciplina social. Esa decisión
se puso de manifiesto, por ejemplo, en el modo en que trataba algunas
festividades. Así, si bien ya en 1832 el gobierno le encargaba a la policía
controlar y regular los comportamientos sociales durante el Carnaval
para que todo individuo pudiera divertirse pero sin faltar al decoro pú­
blico y prohibiendo el uso de máscaras,108 en 1844 tomaba una decisión
más drástica y decretaba que quedaba “abolido y prohibido para siem­
pre” el Carnaval. Para 1849 daba un paso más y suprimía los días de
fiesta de ambos preceptos entre semana con la sola excepción del Día de la
Encarnación de Nuestro Señor, el de la Circuncisión, la Festividad de
Todos los Santos y el de Nuestro Glorioso Patrono San Martín; tal supre­
sión, con.todo, tenía límites, y seguía vigente la obligación de oír misa
pero con la facultad de trabajar.109
Mientras tanto, avanzaba hacia una creciente burocratización de los
procedimientos de detención y juzgamiento sumario de los clasificados
como delincuentes. En ello Rosas tuvo personal y decidida interven­
ción. Así surge con claridad, por ejemplo, en la comunicación que se le
enviaba desde el mismo despacho de Rosas al juez de paz de Patagones,
donde se anotó:

S.E. dice a U. en contestación que aprueba la determinación de U.


respecto del Paisano, Ramón Pita, el que queda destinado á la
Compañía de Dragones de ese Punto por tres años, previniendo a
tJ. que en casos de ig.1 naturaleza, no omita mandar siempre la
clasificación por duplicado es decir dos de un tenor, porque en
una recae el Decreto sobre el Destino, y la otra queda archivada,
cuidando U. expresar en la clasificación lo siguiente, a saber: el
nombre del individuo, su Patria, Edad, color, lugar de su domici­
lio, oficio, ó exercicio, servicios q.e tuviere hechos á la Santa Cau­
sa Nacional de la Federación, sí es paisano de la clase de Peón ó
no, si es de acaballo y si es calzado de bota de potro, ó fuerte, ó de
sapato, y si sabe leer y escribir, con todas las demás circunstan­
cias convenientes para el completo conocimiento que necesita
formar V.E. de las calidades del individuo, y darle en su conse­
cuencia el destino que corresponda.110

Sin embargo, para lograr este propósito no era suficiente con una cir­
cular: un repaso atento de las comunicaciones enviadas a los jueces de
paz permite advertir las reconvenciones que se hacían desde el despa­
cho de gobierno a las filiaciones y clasificaciones que remitían. Se tra­
taba de una práctica cotidiana que de alguna manera se constituyó en
una pedagogía burocrática. Así, en 1841 se reprendía al juez de paz de
Arrecifes indicándole que “debe poner a continuación no solo queda
en tal guardia sino también agregar lo que falta en ella, respecto a la
edad, patria, domicilio, Clase del individuo, si de peón de estancia o
de pueblo, Zapatero o lo que fuera, si descalso, o de bota de potro o
Zapato”.111
El dispositivo de administración de justicia contenía algunas tensio­
nes internas, y una destaca en particular: aquella que provenía de deci­
siones centralizadas y su aplicación descentralizada, pues Rosas redujo
la capacidad de decisión de los jueces locales en materia penal mientras
que amplió significativamente sus facultades correccionales habilitan­
do a los jueces de paz a aplicar indiscriminadamente una variedad de
castigos, incluso corporales.
Los jueces de paz, por tanto, se habían convertido en una pieza
clave para gobernar la ampliada campaña y su móvil población en
constante crecimiento. Eran una suerte de bisagra entre el mundo so­
cial local y el gobierno provincial que transmitía las presiones estata­
les pero también las peticiones de la población. No eran, nunca lo
habían sido, una burocracia estatal profesional sino sujetos emergen­
tes de los grupos vecinales de cada partido cooptados para sostener la
construcción estatal. Esos jueces no eran fruto de una elección sino de
una designación selectiva del gobernador y debían acreditar su efecti­
va y probada adhesión al “sistema de Rosas”. Aun así, su autoridad era
jaqueada por las tensiones sociales locales y por el modo en que ellas
canalizaban la confrontación política general. Todos los estudios dis­
ponibles al respecto dejan poco lugar a dudas: en cada pueblo y parti­
do se desplegaba una intensa lucha política local, a veces sorda pero
abierta en las coyunturas críticas; ellas eran protagonizadas por fac­
ciones locales enfrentadas que disputaron el poder local antes, duran­
te y después del rosismo. Solían adoptar la forma de enfrentamientos
entre familias influyentes y sus respectivas clientelas, pero no por ello
dejaban de dividir y desgarrar a esas fam ilias.112

La h ora d el a m erican ism o

Cuando Rosas llegó al gobierno en 1829 en su discurso político ya ma­


nifestaba su preocupación por presentarse como un férreo defensor de
la independencia americana. Pero esa cuestión pasó claramente a ocu­
par un primer plano durante el bloqueo francés y se mantuvo en un lu­
gar privilegiado en los años siguientes hasta convertir al americanismo
en un tópico cardinal. Simultáneamente, la causa de la Confederación
era invocada y exaltada como una causa nacional, de modo que las con­
frontaciones políticas estaban contribuyendo a una nueva configuración
de las identidades colectivas en la cual la propia figura de Rosas apare­
cía como su encarnación.
Un ejemplo permite advertirlo con claridad. Para 1847, Vicente Ló­
pez realizó una copia manuscrita del poema que había escrito en 1813.
El texto no había sufrido mayores variaciones pero sí su título: ya no era
aquella “Marcha Patriótica” que había aprobado la Asamblea Constiüi-
yente sino que ahora se titulaba “Himno Nacional Argentino”. El cam­
bio era sintomático del clima de ideas imperante, de las sensibilidades
en juego y del papel de algunos conspicuos miembros de la elite letrada en
la construcción de la hegemonía del rosismo. A s í, el propio L ó p e z le
había dedicado a Rosas en 1842 una “Loa” que contenía un relato míti­
co de la historia de la nación en clave religiosa y que presentaba a R osas
como el “Genio Amado de los Argentinos”, al tiempo que al año si­
guiente Bernardo de Irigoyen y Juan Pedro Esnaola ofrecían un himno
que proclamaba “Y al gran Rosas, porteño, salud!”. No extraña, por tan­
to, que el himno de López ocupara un lugar preferencial en las celebra­
ciones del rosismo, como sucedió tanto en las Fiestas Mayas de 1845,
cuando fue entonado por miles de personas, o en un desfile militar de
1842, cuando el himno fue ejecutado en una ceremonia presidida por el
retrato de Rosas.113
Mientras tanto, el largo sitio de Montevideo se transformó en la cues­
tión central de la política rioplatense y estaba destinado a tener profun­
das implicancias. Primero, porque venía a demostrar que Rosas estaba
dispuesto a imponer sus condiciones a las pretensiones de las potencias
europeas. También porque la sitiada ciudad habría de convertirse en el
espacio de convergencia de múltiples oposiciones a Rosas y en escena­
rio para la forja de discursos e imágenes que tendrían perdurable in­
fluencia posterior. Si la representación de la ciudad como sede de la
civilización acosada y cercada por la barbarie rural ya se había esbozado
en Buenos Aires en 1820 y, sobre todo, en 1829, la experiencia monte-
videana habría de darle ahora no sólo su forma completa sino que se
convirtió en parte central del sentido común de muy diversos sectores
elitistas; no hacía falta ser un letrado impregnado de romanticismo para
compartirlo, y el ministro británico William G. Ouseley lo afirmaba con
claridad: “Rosas sabe muy bien Monte Video es el territorio de la civili­
zación y la influencia europea contra el sistema de barbarie y odio a los
extranjeros que él trata de establecer”.114 También era para sus construc­
tores la demostración de que resultaba posible ponerle límites al rosis­
mo y hasta imaginar su derrota. A ello dedicarían sus esfuerzos en los
diez años siguientes.
El sitio de Montevideo y el bloqueo de su puerto no estaban aún es­
tablecidos cuando Gran Bretaña y Francia intentaron mediar entre Ro­
sas y Rivera para poner fin a la guerra én el Río de la Plata, pero la exi­
gencia de Rosas de que Manuel Oribe fuera reconocido como presidente
del Estado oriental les resultaba inadmisible pues creaba condiciones
muy propicias para su incorporación a la Confederación Argentina. Por
diversos canales el gabinete británico hacía saber que no descartaba el
uso de la fuerza para garantizar su comercio en ia región mientras que
la Legislatura porteña rechazaba abiertamente 1a mediación y todo
acuerdo de paz con Rivera y sus aliados. Para entonces, los legisladores
parecían competir en quién podía expresar con mayor virulencia su re­
chazo a los extranjeros, una competencia que no parece haberse funda­
do sólo en el ansia de agradar al gobernador sino también en el resque­
mor que nunca había desaparecido ante la posición preeminente que
tenían en el comercio.
Para 1845, la tensión se encaminaba hacia un mayor nivel de con­
frontación. Gran Bretaña había enviado un nuevo embajador a Buenos
Aires —sir William Ouseley—, quien había recibido instrucciones para
conseguir que las fuerzas navales de ambas potencias forzaran el levan­
tamiento del sitio, una decisión que se hacía cada vez más perentoria
dado que las fuerzas de Rivera habían sido completamente derrotadas
en la batalla de India Muerta, en marzo de 1845. La pequeña flota de la
Confederación había bloqueado el puerto de Montevideo, por lo que
la caída de la ciudad parecía inminente. Sólo la presencia de las tropas
británicas y francesas habría de impedirlo, y por propia iniciativa de
sus comandantes apresaron a la escuadra de la Confederación y decla­
raron el bloqueo del puerto de Buenos Aires.
Montevideo no era el único punto de fricción sino que se vinculaba
estrechamente con uno más amplio y que interesaba aun más a otros
actores regionales: el control que el gobierno porteño ejercía sobre la
navegación de los ríos Paraná y Uruguay amenazaba con hacerse com­
pleto y absoluto si conseguía imponer un gobierno aliado en Montevi­
deo. Para la díscola provincia de Corrientes era una cuestión prioritaria,
y también lo era para el Imperio del Brasil aunque la revolución farrou-
pilha, que desde 1835 sacudía a Rio Grande do Sul, limitaba completa­
mente sus posibilidades de intervención directa. También lo era para el
Paraguay, que en 1842 había declarado solemnemente su independen­
cia y que la Confederación Argentina se negaba a reconocer. Tal es así
que para 1843, por ejemplo, en los mensajes anuales que Rosas presen­
taba ante la Legislatura provincial incluía la cuestión de las relaciones
con el Paraguay en el capítulo dedicado al interior.
Como anotaba un diplomático francés hacia 1847, Rosas se exhibía
“como campeón de la independencia americana” y ello le había permi­
tido aumentar su reputación entre sus partidarios pero también en Eu­
ropa y los Estados Unidos. Desde esta óptica, la ambición del “Gran
Americano” iba más allá y no buscaba sólo halagar el “orgullo de su
pueblo”: se proponía la reconstmcción del Virreinato, reuniendo todas
las provincias, someter al Paraguay y recobrar aunque más no fuera una
influencia indirecta sobre la Banda Oriental: “Esto es, evidentemente,
su programa”, decía.115
Para la oposición emigrada y dispersa entre Montevideo, Corrientes
y Río de Janeiro, la intervención anglo-francesa era la oportunidad de
superar los fracasos que habían signado su aprovechamiento del con­
flicto con Francia. Así, junto a renovados y audaces planes de acción
militar, algunos también imaginaron que eran posibles otras aventuras,
como constituir un Estado autónomo que incluyera al Uruguay, Corrien­
tes y Entre Ríos, y que obtuviera el apoyo brasileño y de las potencias
europeas, una nueva entidad estatal regional que podría funcionar bajo
un protectorado inglés y francés.1'6
Aunque ambas potencias estaban enfrascadas en una competencia
por el predominio en áreas coloniales, por el momento actuaron con­
juntamente en el Plata definiendo como objetivos prioritarios lo que
denominaban la defensa de la independencia oriental y apertura de la
libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay. Y, a pesar de que la coa­
lición estaba claramente dirigida por Gran Bretaña, Rosas prefirió no
romper completamente sus relaciones con ella y descargó todas las acu­
saciones sobre los odiados franceses. De ese modo, en abril de 1845
Buenos Aires comenzaba a vivir un nuevo bloqueo de su puerto y las
tropas europeas se apoderaban de la isla de Martín García. Y antes de fin
año una expedición a la vez militar y mercantil remontaba el río Paraná
dispuesta a forzar la navegación. El enfrentamiento se produjo el 20 de
noviembre en la Vuelta de Obligado y, a pesar de la oposición de las
fuerzas rioplatenses mandadas por Lucio Mansilla, la fuerza invasora
logró superarla.
Aun cuando las fuerzas de la Confederación no pudieron impedir el
paso de la flota anglo-francesa, el resultado de la intervención armada
demostró de inmediato su escaso éxito, salvo que propició la reinstau­
ración en Corrientes de un gobierno opuesto a Rosas. Por un lado, por­
que como operación comercial los resultados no sólo fueron magros
sino que atestiguaban que nadie podía competir con las posibilidades
que ofrecía el intercambio con Buenos Aires. Por otro, porque la misma
eficacia del bloqueo iba menguando aceleradamente, al punto de que en
ningún momento llegó a impedir completamente el tráfico aun con los
buques británicos; a tal punto fue así, que la misma alianza anglo-fran-
cesa terminó por desintegrarse. Pero, sobre todo, porque a pesar de las
esperanzas de los opositores a Rosas el apoyo social y regional a la in­
tervención fue por demás reducido y, por el contrario, tendía a acrecen­
tar el prestigio de su figura y sus significados políticos y culturales.
El famoso intercambio de cartas con San Martín es, en este sentido,
emblemático y no una invención retrospectiva de los apologistas de Ro­
sas. Resulta claro que éste supo hacer eficaz uso de esa correspondencia
incluyendo las referencias a esas cartas en esos años al inicio del capí­
tulo dedicado al ejército y las m ilicias en sus informes anuales a la
Legislatura. El examen de esa correspondencia es útil por varios moti­
vos: no sólo porque permite registrar el apoyo y el reconocimiento que
San Martín le brindaba a Rosas en sus enfrentamientos con Francia y
Gran Bretaña o porque evidencia la estrategia de Rosas de filiar su ré­
gimen y su figura con la causa de la independencia americana, sino
también porque permite advertir las preocupaciones compartidas que
tenían sobre la situación europea y sus temibles im plicancias para la
América.
A fines de 1848, Rosas recibía una carta de José de San Martín en la
cual éste le expresaba su extrema preocupación por las “trágicas esce­
nas” que desde febrero se habían visto en París y que lo habían llevado
a trasladar a su familia a Boulogne-sur-Mer mientras especulaba con
desplazarse en caso de ser necesario a Inglaterra; su percepción del con­
flicto era clara;

En cuanto á la situación de este viejo continente, es menester no


hacerse la menor ilusión: la verdadera contienda que divide su
población es puramente social; en una palabra, la del que nada
tiene, tratar de despojar al que le posee; calcule lo que arroja de sí
un tal principio, infiltrado en la gran masa del bajo pueblo, por
las predicaciones diarias de los clubs y la lectura de miles de pan­
fletos; si á estas ideas se agrega la miseria espantosa de millones
de proletarios, agravada en el día con la paralización de la indus­
tria, él retiro de los capitales en vista de un porvenir incierto, la
probabilidad de una guerra civil por el choque de las ideas y par­
tidos, y, en conclusión, la de una bancarrota nacional visto el dé­
ficit de cerca de 400 millones en este año, y otros tantos en el
entrante: éste es el verdadero estado de la Francia y casi del resto
de la Europa, con la excepción de Inglaterra. Rusia y Suecia, que
hasta el día siguen manteniendo su orden interior.

La respuesta de Rosas, en marzo del año siguiente, no fue menos con­


tundente, y el panorama que San Martín le esbozaba parece haberle
confirmado su diagnóstico sobre la realidad rioplatense:
Siento que los últimos acontecimientos de que ha sido teatro la
Francia hayan turbado su sosiego doméstico y obligándolo á dejar
su residencia de París por otra más lejana, removiendo allí su
apreciable familia, á esperar su desenlace. Es verdad que éste no
se presenta muy claro: tal es la magnitud de ellos y tales las pasio­
nes é intereses encontrados que compromete. Difícil es lo pueda
alcanzar la previsión más reflexiva. En una revolución en que,
como usted dice muy bien, la contienda que se debate es sólo del
que nada tiene contra el que posee bienes de fortuna, donde los
clubs, las logias y todo lo que ellas saben crear de pernicioso y
malo, tienen todo predominio, no es posible atinar qué resultados
traigan, y si la parte sensata y juiciosa triunfará al fin de sus rapa­
ces enemigos y cimentará el orden en medio de tanto elemento de
desorden.117

No es sencillo desentrañar cuánto de la retórica pública de Rosas ex­


presaba sus convicciones personales más profundas, pero aun así pa­
reciera no haber duda de que estaba convencido de que se había con­
vertido en un baluarte de la independencia americana frente a las
poderosas potencias europeas. También que Rosas se ve a sí mismo
como un instrumento de la providencia, y todo su discurso político de
esos años aparece impregnado tanto de referencias repetidas a la causa
de la América como de ribetes religiosos. No parece haberse tratado
tan sólo de un discurso propagandístico sino de un conjunto de ideas
y nociones que empleaba en las mismas relaciones diplomáticas. Así,
por ejemplo, para 1846 le escribía al encargado de negocios de los Es­
tados Unidos destinado a Buenos Aires que “la filosofía política v mo­
ral se extraviaría confusamente sin la luz inefable de la fe y el fervor
de la caridad cristiana”. Al parecer, en una entrevista anterior ambos
habían coincidido en esa visión providencial de la historia y Rosas la
recuperaba para sostener que “en diferentes épocas de mi vida he co­
nocido y acatado la visible protección de Dios hacia la República”, y
era a ese origen que atribuía las victorias de los ejércitos orientales y
argentinos.118
Como ha sido señalado, el americanismo rosista se apoyó en toda
una tradición previa de sentimientos y proposiciones pero contenía una
novedad sustantiva, pues vino a representar la primera articulación
explícita en un discurso político que aspiraba a la coherencia y que unía
una imagen de la república a un concepto de identidad nativa.119 Pero
para comprender mejor los efectos de esta situación quizá convenga
desplazar la atención desde la figura de Rosas hacia procesos más opa­
cos pero decisivos de construcción de las identidades colectivas.
En este sentido, lo que importa subrayar es que la propaganda oficial
trabajaba sobre un terreno fértil. Diversos testimonios coinciden en se­
ñalar que había una sistemática política de adoctrinamiento de la pobla­
ción para volcarla fervientemente contra los extranjeros. Para el m inis­
tro inglés, al menos, “la única idea política que se inculca asiduamente
a todos los niños en las calles es que existe una gran conspiración euro­
pea contra la independencia americana en la totalidad del mundo ame­
ricano”.120 El mismo Howden en otra ocasión haría una descripción más
abarcadora: “La aversión por los extranjeros en este país es innata. No
solamente existe una aversión tradicional, sino la desconfianza por todo
lo que signifique un proyecto europeo. Creen que uno viene a esquil­
marlos o a oprimirlos y están dispuestos a creer que existe en Europa
una organización para atentar contra la independencia americana”. Y,
sin embargo, agregaba que “el general Rosas es, en política, tan liberal
como pueden serlo sus connacionales”, reconociéndole la protección
que recibían los súbditos británicos.121 En el mismo sentido se expresa­
ba el conde Walewski al ministro Guizot: “La fuerza de Rosas provenía
de los hombres de la campaña”, y ello era resultado de “justicia iguali­
taria para todos los que no son salvajes unitarios”, de la “resistencia
gloriosa al extranjero” y de “un poderío que se agranda diariamente te­
niendo como pedestal la independencia americana”.'-2
El rencor y el rechazo a los extranjeros y en especial a los europeos
no eran una novedad introducida por el rosismo en la cultura popular
sino que venían siendo abonados por una larga experiencia histórica,
cimentada en las repetidas guerras contra los luso-brasileños, las inva­
siones inglesas a Buenos Aires y la guerra de independencia. Las evi­
dencias también son muy coincidentes en poner de manifiesto la abierta
hostilidad que se incubaba en el mundo popular contra los extranje­
ros en general y contra los europeos en particular. Así, por ejemplo,
se había manifestado en el accionar de las bandas de salteadores que
se multiplicaron entre 1826 y 1829 y que habían tenido a los pulperos
extranjeros -generalmente portugueses o gallegos- como algunas de sus
víctimas preferentes. Así, también, lo ponían de manifiesto decenas de
episodios de confrontación verbal o física entre individuos y grupos
de la plebe contra los “gringos” en reiteradas ocasiones que se vivie­
ron desde entonces. Para 1834, por ejemplo, uno de esos extranjeros lo
había registrado en una visita a los mataderos cuando un inglés que lo
escoltaba le había recomendado no acercarse demasiado a los matarifes
pues podrían ser insultados o atacados por ellos, pues esa animosidad
se había intensificado tras la ocupación británica de las islas Malvinas
el año anterior. En el mismo espacio, como es sabido, situó Echeverría
su relato de la belicosidad y violencia popular, relato en el cual el “jo­
ven” que la sufrió por vestirse a la usanza unitaria y no llevar cintillo
punzó ni luto por la muerte de Encarnación fue objeto de esa ira, sindi­
cado por montar su caballo en silla “como los gringos”.123
Sobre ese terreno fértil tal hostilidad se acrecentó al extremo durante
la crisis general de 1838-1842, y en especial por la confrontación con
los franceses. Por cierto, la propaganda rosista acicateaba estos senti­
mientos y pretendía darles una nueva forma. Cuando se la repasa se
advierte que esa propaganda no sólo buscaba exaltar la figura de Rosas
como defensor de la Federación sino que lo hacía convirtiéndolo en el
baluarte de la nación.

Sepa el mundo que existe un gran ROSAS,


El baluarte de nuestra Nación,
Y contentos con él moriremos
Defendiendo la FEDERACIÓN.124

Muchos otros versos como éstos compuestos en 1839 podrían citarse,


pero lo dicho alcanza para subrayar una cuestión decisiva: la experien­
cia de la movilización para la guerra y la incidencia que pueden haber
tenido los recursos simbólicos y discursivos utilizados para legitimarla
deben de haber incidido en las mentalidades populares, ayudando a
construir una idea de nación en armas más allá de que ella no hubiera
adquirido aún forma jurídica plena.
Esa experiencia era parte constitutiva del imaginario social de las
clases populares, como se había puesto de manifiesto con suma claridad
en 1829. Lo que hizo el rosismo fue fundirlo con la adhesión a la causa
federal, a la república y a Rosas.
Esos tópicos fueron intensamente empleados para sostener la mo­
vilización contra la intervención anglo-francesa de modo tal que la
defensa de la independencia, la de la Federación y la de Rosas queda­
ban completamente unidas: así, por ejemplo, la proclama que lanzó
Mansilla a sus m ilicianos los identificaba como “valientes soldados
federales” y “defensores denodados de la independencia de la Repú­
blica y de la América”, y se cerraba con lemas de contenido preciso:
“¡Viva la Patria! ¡Viva la independencia! ¡Viva su heroico defensor
don Juan Manuel de Rosas! ¡Mueran los salvajes unitarios y sus viles
aliados los anglofranceses!”. El cuadro de oposiciones que ese tipo de
discursos delineaba era nítido: de un lado, los “salvajes unitarios”
ahora eran también “traidores”, y sus aliados, “los codiciosos marinos
de Francia e Inglaterra”.125
Sin embargo, el resentimiento popular contra los extranjeros y parti­
cularmente contra los europeos era compartido por conspicuos miem­
bros de la elite porteña tales como Tomás de Anchorena, resentidos por
su primacía en la actividad mercantil. Pero a nivel de las clases popula­
res residía en otros motivos, como su exclusión de las obligaciones mi­
litares y milicianas. Por otra paite, la imputación de la condición avara
y codiciosa de los extranjeros le asignaba al rechazo un contenido mo­
ral y religioso, como sucedía también en la asociación que se hacía de
los unitarios como especuladores y agiotistas, una noción que en el
mundo popular era muy generalizada y que Rosas también redireccionó
contra el unitarismo. Por eso se entienden otras de sus manifestaciones,
como el rumor que corrió por Buenos Aires en 1845 de que los e x t r a n ­
jeros eran los culpables de la epidemia de sarna. En ese c o n t e x t o , ia
única garantía que tenían los comerciantes británicos era la que les o f re ­
cía Rosas, a quien se referían como "nuestra Estrella de la E s p e r a n z a v
Ancla de Seguridad”. 1-'1
Y justamente fueron los comerciantes b r itá n ic o s de B u e n o s A ire s y
sus vinculaciones en Londres los que más activamente colaboraron para
resquebrajar la coalición anglo-francesa y provocar el levantamiento d el
bloqueo. De este modo, ya para 1846 comenzaban las negociaciones y en
1849 primero Gran Bretaña a través del tratado entre Arana y Southern y
al año siguiente Francia (gracias al acuerdo entre Arana y Le Prédour) lle­
gaban a un acuerdo con el gobierno de Rosas que reconocía la soberanía
de la Confederación sobre los ríos, se comprometía a devolver la isla de
Martín García y la flotilla incautada y comprometía a Rosas a retirar sus
fuerzas del sitio de Montevideo una vez que los franceses lo hicieran
en Montevideo. Para aquellos que esperaban que la intervención anglo-
francesa acabara con el “sistema de Rosas”, el resultado era frustrante y
no les quedaría otro camino que pasar resueltamente a la ofensiva por
sus propios medios.

L a crisis fin a l

El 13 de diciembre de 1850, después de haber recibido un amplio apoyo


en las provincias, Rosas presentó su última renuncia. Fue entonces
cuando apareció en el periódico entrerriano La Regeneración un artícu­
lo en el cual comunicaba que el año 1851 sería el de la organización. A
partir de ese momento, los hechos se precipitaron: Urquiza envió una
circular a las provincias anunciando su rebelión y el I o de mayo daba a
conocer su famoso pronunciamiento. La única provincia que se sumó
abiertamente fue Corrientes, mientras que las respuestas que aparenta­
ban un contundente rechazo llegaban desde el resto. Eran, los hechos
habrían de demostrarlo, mucho más contundentes en su retórica que en
sus efectos prácticos. Desde Catamarca, por ejemplo, la Sala de Repre­
sentantes aprobó una ley sosteniendo que la Confederación debía tener
“un supremo Gefe Nacional” y que éste no podía ser otro que Rosas,
mientras la de Salta lo declaraba “Jefe Supremo de la Confederación”.127
Sin embargo, estas adhesiones recogían el desafío lanzado por Urquiza:
era Rosas quien debía tener a su cargo la convocatoria del Congreso or­
ganizador tantas veces comprometido y nunca concretado, e incluso
varias de ellas enviaron sus representantes a Buenos Aires.
Rosas, entonces, a principios de octubre dio a conocer un manifiesto
en el cual señalaba que, justamente cuando había pedido encarecidamen­
te a la Sala de Representantes que le permitiera separarse del mando su­
premo de la república, la decisión de Urquiza de levantar “la bandera de
la rebelión y de la anarquía” y de venderse “miserablemente al Gobierno
Brasileño” lo había hecho cambiar de parecer: eran las “Provincias confe­
deradas” y la nación misma las que le exigían continuar al mando.128
Que la situación era crítica lo ponía de manifiesto un cambio signifi­
cativo en el estilo con el que Rosas había manejado sus escasas apariciones
públicas en los últimos años: esta vez, en las conmemoraciones del 9 de
Julio fue él mismo quien encabezó una parada militar que reunió a más
de 8000 milicianos, y se ha relatado que ese día Rosas se dejó rodear por
la multitud.129 La ocasión no podía ser más adecuada pues Rosas había
convertido en los años precedentes a las celebraciones por el 25 de
Mayo y el 9 de Julio en parte de las llamadas “fiestas federales”, aunque
señalando que la primera era la fecha de “nuestra Regeneración políti­
ca” y la segunda “de Nuestra Libertad e Independencia”.130 En esta oca­
sión, según contó el librero español Benito Hortelano, “el pueblo en
masa acudió a Palermo a felicitar a Rosas. Éste se paseaba por los jardi­
nes cuando la multitud invadió aquella posesión, rodeándole, abrazán­
dole y desgañotándose en aclamaciones y locuras al gran Rosas”.131 Las
muestras públicas de adhesión a Rosas alcanzaron niveles muy altos a
principios de octubre y, tal como sucedía en la ciudad, en cada uno de
los pueblos bonaerenses se repetían las demostraciones públicas de ad­
hesión y lealtad: así, por ejemplo, el 15 de octubre de 1851 el edecán
general le transmitía al juez de paz de Baradero las felicitaciones a ese
“fiel federal vecindario del pueblo” y le anunciaba que se había procla­
mado a Rosas como “Jefe Superior de la Nación”.132
Para 1851, en consecuencia, la consigna que encabezaba todas las
comunicaciones y los partes entre autoridades había sufrido una sus­
tancial variación: “¡Viva la Confederación Argentina! ¡Mueran los Sal-
bages asquerosos Unitarios! ¡Muera el loco traidor Salvage Unitario Ur-
quisa!”.133
Si esas demostraciones fueran tomadas como un indicador del clima
político de la sociedad porteña, cualquier observador sacaría como con­
clusión que toda ella y cada uno de sus estamentos, incluido lo más
granado de su elite, aparecían alineados en bloque detrás de Rosas con­
tra el “loco traidor Urquiza”. ¿Era así? La diplomacia británica no tenía
dudas del clima que se vivía en Buenos Aires v a fines de 1851 informa­
ba a Londres que “la población estaba tan cansada y hastiada de la gue­
rra como en la Banda Oriental”.134 Otros testimonios apuntan en el mis­
mo sentido; en su diario personal Juan Manuel Beruti anotaba para
entonces que

concluyó el presente año de 1851, con la desgracia de estar todos


los ciudadanos de la ciudad y su provincia sobre las armas ha-
ciendo ejercicios militares como soldados sin distinción de em­
pleados, abogados, escribanos, jueces, etcétera, capaces de llevar
las armas, y hasta los niños de doce años a dieciséis, los primeros
para tambores y los segundos para soldados, habiéndose llevado
de los pueblos de la campaña sin distinción de personas pobres
ni ricos.135

¿Cuál era la novedad? Justamente que se anularan las excepciones y que


no hubiera distinción entre pobres y ricos en el reclutamiento.
Urquiza había pasado rápidamente de la condición de firme federal
a la de traidor y aliado no sólo de los “salvajes unitarios” sino también
de una potencia extranjera que ahora sí tallaba directamente en la crisis
rioplatense: el Imperio del Brasil. Desde 1845, una vez superada la disi­
dencia riograndense, ese imperio había modificado su política hacia
Rosas y estaba decidido a impedir la incorporación del Paraguay a la
Confederación Argentina y que sus aliados triunfaran en el largo y ago­
tador sitio de Montevideo. Una vez superada la crisis con Gran Bretaña
y Francia, Rosas acentuó su estrategia destinada a quebrar la resistencia
montevideana anulando su comercio, pero ello afectaba seriamente tan­
to al Brasil como a Entre Ríos. No puede extrañar, entonces, que el ja­
queado gobierno de Montevideo tomara la iniciativa apuntando a for­
mar una amplia coalición que le permitiera salvarse y acabar con Rosas.
Y para ello era imprescindible una alianza con Urquiza, un antiguo ene­
migo que además tenía para entonces el control casi completo de Co­
rrientes.
Fue el amparo que esta política encontró en Río de Janeiro lo que
hizo posible la conformación de la alianza a fines de mayo de 1851 y del
llamado Ejército Grande Aliado de Sud-América. Dos sucesos termina­
ron por precipitar el cuadro de situación definitivo: primero, entre julio
y septiembre de 1851 los ejércitos entrerriano y brasileño comenzaron
la invasión del territorio oriental y terminaron por provocar la defec­
ción de las tropas sitiadoras de Montevideo: las armas, las municiones
y las tropas que Rosas había suministrado a Oribe pasaron así a formar
parte del Ejército Grande; luego, el pronunciamiento de Rosario y Santa
Fe a su favor y contra Rosas.
Pero sin un liderazgo argentino y federal esa vasta coalición tenía
límites claros para consolidarse como una opción política atractiva, y
así lo entendieron los emigrados: por ahora, aceptaron que la dirección
política del movimiento estuviera en manos de Urquiza. No era una
convivencia sencilla pero resultaba completamente necesaria.
La desconfianza de Rosas hacia Urquiza se remontaba al menos a
1846 durante sus intentos de negociación con el gobierno de Montevi­
deo. Ya entonces Rosas había repudiado que considerara el conflicto
oriental como exclusivamente uruguayo. Para Rosas no había dudas:
allí estaban siendo afectados directamente la soberanía, la independen­
cia y el honor de la Confederación.136 Al año siguiente, los desacuerdos
eran ostensibles: Rosas había prohibido que saliera moneda en metálico
hacia las provincias y pretendía que en ellas fuera aceptado el papel
moneda porteño. Las protestas de Urquiza se hicieron cada vez más re­
petidas y la situación no pasó inadvertida para la diplomacia británica:
“Urquiza no se someterá por mucho tiempo más a la esclavitud comer­
cial en que mantiene el gobierno de Buenos Aires a las provincias ubi­
cadas sobre el Paraná”, informaba su ministro en septiembre de 1850.137
Lo cierto es que los años de alianza con Rosas le habían permitido a
Urquiza construir una poderosa fuerza militar, la segunda de la Confe­
deración. El “ejército” entrerriano seguía siendo una fuerza de matriz
miliciana, y algunas referencias indican que estaba en condiciones de mo­
vilizar en sólo seis días unos 15.000 milicianos de caballería, en su ma­
yoría lanceros.138 Para fines de 1851 estaba compuesto por nueve divi­
siones de caballería, dos batallones de infantería, un escuadrón de
artillería, y contaba con 18.670 efectivos a los que debían sumarse los
5260 que podía suministrar Corrientes.139 Las diferencias de magnitud
expresaban con claridad la diferente solidez de cada formación esta ta l y
de sus economías, pero su formato atestiguaba la impronta de una e x p e ­
riencia histórica común: una fuerza armada constituida por una a m ­
plia mayoría de m ilicianos lanceros de caballería organizados en divi­
siones móviles completada por escasas unidades de infantería v
artillería, una organización que intentaba ser análoga a la de un e jé rc ito
regular pero que sólo contaba con pocas unidades que efectivamente
fueran de este tipo.140
La marcha del Ejército Grande hacia Buenos Aires no enfrentó mayo­
res contratiempos, salvo un episodio significativo: los soldados de un
batallón que había participado del sitio de Montevideo y había sido
puesto bajo el mando del coronel Pedro Aquino se sublevaron, asesina­
ron a este comandante y desertaron al aproximarse a Buenos Aires. Se
pasaron al ejército de Rosas, pelearon para él en la batalla de Caseros y,
tras la derrota, Urquiza los hizo ejecutar en masa.
A su vez en la campaña bonaerense Urquiza no logró concitar adhe­
siones significativas sino, por el contrario, encontró una hostilidad que,
sin embargo, no se tradujo en acciones abiertas de resistencia. La situa­
ción era, así, radicalmente distinta de la que enfrentó Lavalle en 1828 o
en 1840. No obstante, había otros signos: para la defensa Rosas apeló a
una movilización general de la población y toda la evidencia disponible
sugiere que las deserciones y la evasión del servicio pueden haberse
multiplicado notoriamente en los años 1850 y 1851. Así lo indican con
claridad los partes de los juzgados de paz de esos años. Como fuera, la
leva para enfrentar al Ejército Grande parece haber sido impiadosa y
superado todos los límites y exenciones reconocidas. Guillermo E. Hud-
son recordaría años después que cuando llegó a la estancia paterna el
alcalde, con la orden de reclutar a doce jóvenes, enfrentó grandes difi­
cultades, pues la mayor parte de los jóvenes ya había sido reclutada
antes o había huido de la vecindad para escapar del servicio, por lo que
debía apelar a niños y enfrentar la resistencia de sus madres.141
A pesar de ello, en algunas zonas, como en torno de Luján, la mo­
vilización de las m ilicias parece haber sido exitosa, seguramente por
el predicamento que tenían algunos jefes como Hilario Lagos y una
larga tradición de apoyo al federalismo rosista en la zona.142 Aun así,
las tensiones y desavenencias recorrían la oficialidad rosista, y el ge­
neral Ángel Pacheco, al mando del Ejército de Vanguardia, no sólo no
cumplía las órdenes que recibía sino que se oponía a que las fuerzas
que mandaba Hilario Lagos avanzaran sobre Santa Fe y le ordenaba
replegarse a Santos Lugares. Las dudas sobre la lealtad de Pacheco
erosionaban la cohesión de la oficialidad rosista pero, al parecer, Ro­
sas mantuvo su confianza en él. Sin embargo, renunció a su cargo el 30
de enero. Y, aun así, Rosas no podía creer que hubiera defeccionado
ese oficial que lo acompañaba desde 1829. La situación sorprendía
incluso a los oficiales de Urquiza, quienes a horas de la batalla final no
sólo seguían convencidos de la popularidad de Rosas sino que creían
que su prestigio era aun mayor que diez años antes.143 Pero la resisten­
cia masiva y generalizada de las clases populares, tan temidas y espe­
radas, no se produjo.
En tales condiciones, la batalla final duró pocas horas y el ejército ro-
sista se desbandó casi por completo. ¿Qué pasó, entonces, en Buenos
Aires? El 4 de febrero comenzó un saqueo generalizado de tiendas en to­
dos los barrios de la ciudad que concluyó con una verdadera matanza
llevada adelante por vecinos armados, tripulaciones de barcos extranje­
ros y tropas urquicistas. Apenas había corrido la noticia del desenlace de
la batalla las fuerzas milicianas comandadas por Mansilla se dispersaron
y el jefe rosista capituló ante Urquiza y permitió a las tripulaciones ex­
tranjeras que desembarcaran en la ciudad a proteger a sus connacionales.
Los primeros saqueos comenzaron al final de la tarde del mismo 3 de fe­
brero en las afueras, y al parecer fueron protagonizados por soldados dis­
persos de las mismas tropas de Rosas mientras las de Urquiza se mante­
nían en las inmediaciones. Fue sin duda el colapso momentáneo de toda
autoridad lo que motorizó la generalización de los saqueos y que a ellos
se sumaran no sólo soldados dispersos sino también muchos otros habi­
tantes de la ciudad y probablemente soldados urquicistas. Aunque el go­
bierno provisorio ordenó que los milicianos volvieran a presentarse, en
realidad fueron las partidas de vecinos armados y las tripulaciones de los
buques extranjeros las que enfrentaron a los saqueadores y comenzaron
con los fusilamientos sumarios. ¿Cuántos? Es difícil precisarlo, pero las
versiones oscilan entre 30 y 600. Más claro resulta otro aspecto: los testi­
monios coinciden en señalar que los saqueadores se reclutaron tanto en­
tre la soldadesca como entre la plebe urbana; entre ellos había muchas
mujeres y muchachos y, como era esperable por la composición de la
plebe, muy pocos de ellos eran blancos.
O b v ia m e n te , d e s e n tra ñ a r las ra z o n e s q ue p u e d a n e x p l i c a r este tip o de
s u c e s o s es e x tr e m a d a m e n te d ific u lto s o , pero e n el m e jo r e stu d io d i s p o n i ­
b le se ha s e ñ a la d o q u e “n o p a r e c e s u ficie n te p e n s a r al s a q u e o c o m o u n
p r o d u c to de la a g u d iz a c ió n del d e s c o n te n to s o c ia l o c o m o u n a s im p le
r e a c c i ó n d e lic tiv a fre n te a u n v a c ío de p o d e r ” . P a r e c e e n c a m b io m e jo r
p e n s a r lo c o m o “u n h e c h o p o l í t i c o ” p r o d u c to “ de u n e sta llid o d e t e n s i o ­
n e s c o n t e n i d a s d u ran te u n b u e n t i e m p o ”: si b ie n h u b o r u m o r e s al r e s p e c ­
to, n o fu e r o n s a q u e a d a s la s p r o p ie d a d e s de R o s a s , y re s u lta b a s t a n te c la ro
q u e se h a b í a p r o d u c i d o “el d e s v a n e c i m i e n t o de la p a s i ó n f e d e r a l ” q u e
h a b í a sid o c a r a c te r ís ti c o d e la s c la s e s p o p u la r e s p o rte ñ a s h a s ta c o m i e n ­
zos de los a ñ o s c u a re n ta , c o m o lo d e m o s tró el c o m p o r t a m ie n t o d e las
tro p as e n C a se ros r e c lu ta d a s m a y o r it a r ia m e n t e e n tre h o m b r e s m u y jó v e ­
nes. Es posible, entonces, que haya sido el fin de la participación política
activa de los sectores plebeyos lo que haya habilitado esta momentánea
“explosión de tensiones acumuladas” y probablemente también la expre­
sión de una conciencia de fin de época sin perspectiva clara de qué sería
del futuro, siquiera del más cercano.144 Como fuera, estos episodios tuvie­
ron una función política y social inmediata: reactivaron hasta el paroxis­
mo el temor de la “gente decente” ante una posible insubordinación ple­
beya y dejaron un saldo trágico de represión y muerte.
Paradójicamente, en 1852, como había sucedido en las jomadas de
octubre de 1820 que habían permitido la consolidación política de la
figura de Rosas, su caída era seguida por una extrema violencia represi­
va, y en ambos casos ella contribuyó a la forja de un nuevo orden polí­
tico signado por una enorme brecha social.

N otas

1 Juan C. Garavaglia: C onstruir.,,, op. cit., p. 239.


2 A péndice al N° 26 del Archivo Americano, Buenos Aires, Imprenta de la Indepen­
dencia, 1851.
3 Véase Flavia Macías y María Paula Parolo: “Movilización, participación y resis­
tencia. Las formas de intervención de los sectores populares en la construcción
del estado provincial. Tucumán, 1810-1875”, en Raúl O. Fradkin y Gabriel Di
Meglio (comps.): Hacer política. La participación popular en el siglo XIX ríopla-
tense, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2013, pp. 151-178.
“Carta de Manuel Oribe a Hilario Lagos, Córdoba, 10 de abril de 1841. en Adolfo
Saldías: Historia.... op. cit., El Ateneo, Tomo II. p. 580.
Véanse, por ejemplo, las proclamas de Lavalle a los habitantes de Entre Ríos v
Corrientes en septiembre de 1839 en las cuales los convocaba a organizar la na­
ción bajo el sistema republicano, representativo y federal; citadas en Manuel Bil­
bao: Vindicación..., op. cit.. pp. 311-313.
Véanse al respecto Beatriz Bragoni: "Participación popular en Cuyo, siglo XIX", y
Fernando Gómez v Virginia Machi: “Milicias v montoneras en La Rioja. La parti­
cipación política de la plebe y los gauchos en el siglo X IX ”. ambos en Raúl O.
Fradkin y Gabriel Di Meglio (comps.): Hacer política..., op. cit.
7 Carta de Manuel Corvalán a Antonino Reyes, Buenos Aires, 19 del Mes de Amé­
rica de 1842, en Ernesto Celesia: Rosas..., Tomo II, p. 486.
8 César Díaz: Memorias inéditas del General Oriental don César Díaz publicadas
por Adriano Díaz, Buenos Aires, Imprenta y Librería de Mayo, 1878, p. 20.
9 José María Paz: M em orias p ostu m as, Buenos Aires, Trazo, 1950, Tomo II, pp. 133-
135 y 241-242.
10 Raúl O. Fradkin: “La participación política popular en el litoral rioplatense du­
rante el siglo XIX. Notas y conjeturas”, en Raúl O. Fradkin y Gabriel Di Meglio
(comps.): Hacer política..., op. cit.
11 Esta orientación terminó por imponerse y en 1842 el gobierno de Montevideo decretó
la abolición de la esclavitud incorporando a todos los esclavos varones a las filas.
12 Carta de Juan B. Alberdi a Mariano Chilavert, Montevideo, octubre de 1841, en
Adolfo Saldías: Historia..., op. cit., El Ateneo, Tomo II, pp. 601:603.
13 El mejor análisis de la conformación del liderazgo de Urquiza en Roberto Schmit:
Ruina y resu rrección en tiem p os d e guerra. S o cied a d , eco n o m ía y p o d e r en el
orien te entrerrian o p ostrev olu cion ario, 1810-1852, Buenos Aires, Prometeo Li­
bros, 2004.
14 Lucio V. Mansilla: Rozas. Ensayo..., op. cit., p. 125.
15 Juan Manuel de Rosas a Felipe Arana, Río Colorado, 28 de mayo de 1833, en Er­
nesto Celesia: Rosas..., op. cit., Tomo I, p. 530.
16 Silvia Ratto: “Soldados...”, op. cit., pp. 123-152.
17 Jorge Gelman y María Inés Schroeder: “Juan Manuel de Rosas contra...”, op. cit.,
pp. 487-520.
18 Carta de J. H. Mandeville a Juan Manuel de Rosas, Buenos Aires, 9 de octubre de
1840, en Adolfo Saldías: Historia..., op. cit., El Ateneo, Tomo II, pp. 568-572.
19 Gabriel Di Meglio: ¡M ueran...!, op. cit.; Pilar González Bernaldo; C ivilidad y polí­
tica en lo s orígen es d e la N ación A rgentina. L as so c ia b ilid a d e s en B u en os Aires,
1829-1862, Buenos Aires, FCE, 2001, pp. 172-175.
20 Véase, por ejemplo, la nota del juez de paz de Navarro al de Luján del 15 de junio
de 1841: Juzgado de Paz, 1841, Carpeta N° 26, Archivo Estanislao Zeballos.
21 G. Reid Andrews: Los afroarg en tin os,.., op. cit., p. 120.
22 A sí lo hacía en 1843 La Gaceta Mercantil m ientras que al mismo tiem po reafirm a­
ba que era tal el aprecio de Rosas hacia los pardos y m ulatos "que no tiene incon­
veniente en sentarlos en su mesa y com er con e llo s”; citado en Carmen Bernand:
"La p o b la ció n ...”, op. cit.. p. 134.
2i Pilar González Bernaldo: Civilidad..., op. cit., pp, 114-118.
24 M iguel Á. Rosal: "La religiosidad católica de los afrodescendientes de Buenos
Aires (siglos X V III-X IX )”, en Historia Sacra , Vol. LX. N" 122, 2008. pp. 597-633.
-r' Tu lio H alperín Donghi:, De la revolución..., op. cit., p. 3,71.
2Í' Tulio H alperín Donghi: Guerra y finanzas..., op. cit., p. 220.
27 Según Lynch, para ampliar el terreno los linderos fueron obligados a vender
sus propiedades y en esas operaciones se habrían gastado más de cuatro millo­
nes del dinero público; John Lynch: fu a n M an u el d e R o sa s..., op . cit., p. 74.
23 Daniel Schávelzon y María del Carmen Magaz: “El caserón de Rosas (período 1895-
1898)”, en Centro de Arqueología Urbana: http://www.iaa.fadu.uba.ar/cau/?p=12l8
29 AGN, Juzgado de Paz de Las Conchas, X -21-1-6.
30 José Mármol: Manuela Rosas. Rasgos biográficos, Montevideo, s/e, 1851, pp. 5-16.
31 M aría Sáenz Quesada: M ujeres..., op. cit., p. 117.
32 Lucio V. Mansilla: Rozas. Ensayo..., op. cit., pp. 123-126.
33 B eatriz Bragoni: “P a rtic ip a ció n ...”, op. cit.
34 Juan C. Garavaglia: “Escenas de la vida política en la campaña: San Antonio de
Areco en una crisis del rosismo (1839/1840J”, en Poder, conflicto y relaciones
sociales. El Río de la Plata, XVIII-XIX, Rosario, Homo Sapiens, 1999, pp. 157-188;
Ricardo Salvatore: “Fiestas federales: representaciones de la República en el Bue­
nos Aires rosista”, en Entrepasados, Vol. VI, N° 11, 1997, pp. 45-68.
33 Fernando Aliata y María Munilla Lacasa: “De la ciudad al territorio: arte y arquitec­
tura”, en Marcela Ternavasio (dir.): De la organización provincial a la federaliza-
ción de Buenos Aires (1821-1880), Tomo 3 de la Historia de la Provincia de Buenos
Aires, Buenos Aires, Unipe-Edhasa, 2013, pp. 392-393.
36 Guillermo E. Hudson: La tierra purpúrea. Allá lejos y hace tiempo, Caracas, Bi­
blioteca Ayacucho, 1998, pp. 253-254.
37 Víctor Gálvez: Memorias de un viejo. Escenas de costumbres de la República Ar­
gentina, Buenos Aires, Peuser, 1888, Tomo I, p. 353.
38 John Lynch: juan Manuel de Rosas..., op. cit., p. 251; María Sáenz Quesada: Mu­
jeres..., op. cit., p. 135.
39 José L. Busaniche: Rosas visto..., op. cit., pp. 96-97.
40 José Luis Moreno: Historia de la familia en el Río de la Plata, Buenos Aires, Sudame­
ricana, 2004, p. 157.
41 Ernesto Celesia: Rosas..., op. cit.. Tomo II, pp. 252-253.
42 María Sáenz Quesada: M ujeres..., op. cit., pp. 195-218.
43 Guillerm o Banzato y M arta V alencia: “Los jueces de paz y la tierra en la frontera
bonaerense, 1 8 2 0 -1 8 8 5 ”, en Anuario IEHS, N" 20, 2005, pp. 211-237.
44 Carta de M anuel Vicente González a Juan M anuel de Rosas, M onte, 23 de noviem ­
bre de 1833. en Ernesto Celesia: Rosas..., op. cit., Tomo 1, p. 611.
4"' Juan Manuel de Rosas al juez de paz Vicente González. Pavón, 10 de agosto de
1831. en M arcela Ternavasio: Correspondencia..., op. cit.. pp, 97-98,
AGN. Juzgado de Paz de M onte, X -2 1-3-5.
17 luán iManuel de Rosas a sus padres. Pavón, 10 de junio de 1831. en Marcela Ter­
navasio: Correspondencia..., op. cit.. pp, 95-96.
J,; José Sazbón: “De Angelis difusor de Vico: exam en de un paradigma in d iciario".
en Cuadernos sobre Vico. N° 3, 1993, p. 158. Véase una com pleta revisión de su
vida y obra en Josefina Sabor: Pedro de Angelis y los orígenes de la bibliografía
argentina. Ensayo bio-bibliográfico, Buenos Aires, Solar, 1995.
49 Citado en Fabio Wasserman: La historia como concepto y como práctica: conoci­
miento histórico en el Río de la Plata (1780-1840), en Historia da Historiografía,
N" 4, 2010. p . 31.
50 Irina Podgorni: “Mercaderes del pasado: Teodoro Vilardebó, Pedro de Angelis y el
comercio de huesos y documentos en el Río de la Plata, 1830-1850”, en Circums-
críbere. International Journal for the History o f Science, N° 9, 2011, pp. 29-77.
51 José María Ramos Mejía: Rosas y su tiempo, Buenos Aires, Félix Lajouane Editor,
1907, Tomo II, p. 251.
52 Archivo Americano, N° 6, 31 de agosto de 1843.
53 Esteban Echeverría: Cartas a D. Pedro de Angelis, editor del “Archivo A m ericano”
por el Autor del Dogma Socialista, y de la Ojeada sobre el Movimiento Intelectual
en el Plata, desde el año 37, Montevideo, Imprenta del 18 de Julio, 1847.
54 Citado en José L. Busaniche: Rosas visto..., op. cit., p. 94.
55 Carta de Manuela Rosas de Terrero a Antonino Reyes, 18 de junio de 1889, en
Archivo General de la Nación: M anuelita Rosas y Antonino Reyes. El olvidado
epistolario (1889-1897), Buenos Aires, Archivo General de la Nación, 1998, p. 26.
56 Tulio Halperín Donghi: De la revolución..., op. cit., p. 348; John Lynch: Juan Ma­
nuel de Rosas..., op. cit., p. 248.
57 Carta de Juan Manuel de Rosas a Tomás de Anchorena, 25 de diciembre de 1838,
en Ernesto Celesia: Rosas..., op. cit., Tomo II, pp. 452-455.
58 Ricardo Salvatore: Wandering Paysanos. State order and subaltern experience in
Buenos Aires during the Rosas era, Duke üniversity Press, Durham y Londres,
2003, Cap. 4 (próxima edición en castellano en Prometeo Libros).
59 Tomás Manuel de Anchorena a Vicente Echavarría, 13 de abril de 1842, en Ernes­
to Celesia: Rosas..., op. cit., Tomo II, pp. 383-384.
60 Tulio Halperín Donghi: La form ación..., op. cit., pp. 73 y 85.
fi1 Roy Hora: “Del comercio a la tierra...”, op. cit., p. 590.
62 Pilar González Bernaldo: Civilidad y política..., op. cit., pp. 124-131.
63 Marcela Ternavasio: “Hacia un régimen de unanimidad. Política y elecciones en
Buenos Aires, 1828-1850”, en H. Sabato (comp.): Ciudadanía política y formación
de las naciones, México, FCE, 1999, pp. 119-141.
Ii4 Vicente Agustín Galimberti: La p a rticip ación electo ra l en la C am p añ a d e B u en os
A ires: una ap rox im ación cu antitativa (1815-1853j. Trabajo Final de la Especiali-
zación en Ciencias Sociales con Mención en Historia Social, Universidad Nacio­
nal de Luján, 2012.
145 María Sol Lanteri y Daniel Santilli: “Consagrando a los ciudadanos...”, op. cit..
pp. 551-582.
IHiHéctor Mabragaña: Los m en sa jes.... op. cit., Tomo II. p. 488.
<i7Ernesto Celesia: Rosas..., op. cit., Tomo II, pp. 211-323 y 496-497.
“ Ricardo Salvatore: Wandering..., op. cit., Cap. 4.
69 AGN, Juzgado de Paz de Patagones, X-21-3-7.
70 Héctor Blomberg: Cancionero federal, Buenos Aires, Anaconda, 1948, p. 29.
71 Miguel A. Rosal y Roberto Schmit: “Las exportaciones pecuarias bonaerenses y el
espacio mercantil rioplatense (1768-1864)”, en Raúl O. Fradkin y Juan C. Garava-
glia (eds.): En busca de un tiempo perdido. La economía de Buenos Aires en el país
de la abundancia, 1750-1865, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2004, pp. 159-193.
72 Jorge Gelman: “Derechos de propiedad...”, op. cit., p. 482.
73Tulio Halperín Donghi: Guerra y finanzas..., op. cit., pp. 206-210. Sobre el papel
de la inflación monetaria en la expansión económica véase María Alejandra Iri-
goin: “La expansión ganadera...”, op. cit., pp. 287-330.
74 Jorge Gelman y Daniel Santilli: “Crecimiento económico, divergencia regional y
distribución de la riqueza. Córdoba y Buenos Aires después de la independen­
cia”, en Latin American Research Review, Vol. 45, N° 1, 2010, pp. 121-147.
75 Jorge Gelman y Daniel Santilli: “Movilidad social y desigualdad en el Buenos Aires
del siglo XIX: el acceso a la propiedad de la tierra entre el rosismo y el orden libe­
ral”, en Hispanic American Historical Review, Vol. 93, N° 4, 2013, pp. 559-684.
76 A estas conclusiones han llegado diversos autores aunque las proporciones de
cada actividad en los patrimonios de la elite criolla provincial varían por sus di­
ferencias metodológicas y documentales: véanse Juan C. Garavaglia: “Patrones de
inversión y ‘elite económica dominante’: los empresarios rurales en la pampa
bonaerense a mediados del siglo XIX”, en Jorge Gelman, Juan C. Garavaglia y
Blanca Zeberio (comps.): Expansión capitalista y transformaciones regionales.
Relaciones sociales y empresas agrarias en la Argentina del siglo XIX, Buenos
Aires, La Colmena-UNICEN, 1999, pp. 121-144; Jorge Gelman y Daniel Santilli:
De Rivadavia a Rosas..., op. cit.; Roy Hora: “La elite social argentina en el siglo
XIX. Algunas reflexiones a partir de la familia Senillosa”, en Anuario IEHS, N° 17,
2002, pp. 291-323, y “Del comercio a la tierra...”, op. cit.
77 Jorge Gelman y Daniel Santilli: “Mar de fondo. Salarios, precios y los cambios en las
condiciones de vida de los pobladores de Buenos Aires en una época convulsa, 1810-
1870”, en Daniel Santilli et al.: Rebeldes con causa. Conflicto y movilización popu­
lar en ¡a Argentina del siglo XIX, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2014, pp. 121-147.
7 " M aría E. Barral: “De m e d ia d o re s...”, op. cit., pp. 151-174.

7UAGN. Juzgado de Paz de Baradero, X-20-10-3.


mi Jorge Gelman: “Crisis y re c o n stru c ció n ...”, op. cit.
Ricardo Salvatore: " ‘Expresiones federales'. Formas políticas del federalism o rosis­
ta”, en Noemí Goldman y Ricardo Salvatore (comps.): C audillism os rioplatenses.
N uevas m iradas a un viejo p roblem a. Buenos Aires. Eudeba. 2003. pp. 189-191.
8- Jorge Gelman: R osas esta n ciero ..., op. cit.. pp. 46-47.
Juan C. Garavaglia: Construir el E sta d o..., op. cit., pp. 227-265.
“4 Felipe Arana a Juan Manuel de Rosas. Buenos Aires, 22 y 28 de abril de 1833, en
Ernesto Celesia: Rosas..., op. cit., Tomo I, pp. 503-507.
85 Juan Manuel de Rosas a Felipe Arana, Río Colorado, 29 de mayo de 1833, en
ídem, pp. 509-510.
86 Todas las citas corresponden a Juan Manuel de Rosas a Felipe Arana, Río Colora­
do, 28 de mayo de 1833, en Ernesto Celesia: Rosas..., op. cit., Tomo I, pp. 523-532.
87 Juan Manuel de Rosas a Vicente González, Río Colorado, ju lio de 1833, en M arce­
la Ternavasio: Correspondencia..., op. cit., pp. 113-118,
88 Alejandro Rabinovich: “Milicias, ejércitos y guerras”, en M arcela Ternavasio
(dir.): De la organización..., pp. 231-233.
B9 Andrés Lamas: A puntes h istóricos sob re ¡as agresiones de¡ dictador argentino
don Ju an M anuel d e R osas con tra la in d ep en d en cia d e la República Oriental del
Uruguay. A rtículos escritos en 1845 p a ra El N acion al de M ontevideo, M ontevi­
deo, El Nacional, 1849, p. V.
90 Ingrid de Jong y Silvia Ratto: “Redes políticas en el área arauco-pampeana: la
Confederación indígena de Calñicurá (1830-1870)”, en Intersecciones en A n tro ­
p olog ía, N° 9, 2008, pp, 241-260.
91 Citado en Rolf Foerster y Julio Vezub: “Malón, ración y nación en las pampas: el
factor Juan Manuel de Rosas (1820-1880)”, en Historia, Vol. 2, N° 44, 2011, p. 271,
92 Tulio Halperín Donghi: De la revolución..., op. cit., p. 379.
93 Carta de Juan Manuel de Rosas a Manuel Oribe, Buenos Aires, I o de enero de
1842, en Marcela Ternavasio: Correspondencia..., op. cit., pp. 191-192.
94 Jorge Gelman: “El fracaso de los sistemas coactivos de trabajo rural en Buenos
Aires bajo el rosismo. Algunas explicaciones preliminares”, en Revista de Indias,
Vol. LIX, N° 215, 1999, pp. 123-141.
95 AGN, Juzgado de Paz de Monte, X-21-3-5.
96Ricardo Salvatore: Wandering..., op. cit.
97 AGN, Juzgado de Paz de Baradero, X-20-10-3.
98 AGN, índice del Archivo de Policía, Buenos Aires, 1860, Tomo H, p. 336,
99 Carlos Mayo: Porque la quiero..., op. cit., pp. 83-90.
100 AGN, Juzgado de Paz de Arrecifes, X-20-9-7.
101 Richard Slatta y Karla Robinson: “C ontinuities in crim e and punishm ent. Buenos
A ires 1 8 2 0 -1 8 5 0 ”, en Lyman Johnson (ed.): T h e Problem o f O rd er in C hangin°
S o cieties, Albuquerque, U niversity of New M éxico Press. 199Ü. pp. 2-45. Tabla 5.
I0Z Ricardo Salvatore: Wandering..., op. cit., Cap. 6 , Tabla 7.
AGN, Juzgado de Paz de San Isidro, X -2 1-6-4 v 21-6-5, v juzgado de Paz de Lobos
X-21-1-7.
"'4 Véanse, por ejem plo, los partes de los jueces de paz de los partidos-de Baradero v
Las Conchas entre 1842 V 1848: AGN, X -20-10-3 y X -21-1-6.
Gustavo F. B elzunces: Los ojos de la justicia en la m irada de! estado: orden, deli­
to y castigo (Guardia de Luján, 1821-1852). M ercedes, s/e. 2011.
,0fi Tulio H alperín Donghi: La form ación ..., op. cit., pp. 61-G2.
107 En 1869 José Joaquín de Vedia se inspiró en Cuello para su A ven turas de un cen ta u ­
ro en ¡a América meridional; en 1873 fue Manuel de Olascoaga quien publicó Juan
Cuello. Historia de un argentino en las páginas de El Naciona¡; el relato más famoso
fue el de Eduardo Gutiérrez en '1880 en La Patria Argentina; Fermín Chávez: “El
primer Juan Cuello”, en Historicismo e iluminismo en la cu ltu ra argentina, Buenos
Aires, CEAL, 1982, pp. 101-117; Hugo Chumbita: Jinetes rebeldes. Historia del ban­
dolerismo social en la Argentina, Buenos Aires, Colihue, 2009, p. 130; Juan C. Da-
vobe: “Eduardo Gutiérrez: narrativa de bandidos y novela popular argentina”, en
Alejandra Laera (dir.): El brote de los géneros, Tomo 3 de la Historia crítica de la
literatura argentina, Buenos Aires, Emecé, 2010, pp. 295-324.
ios Registro Oficial de Buenos Aires, 1832, p. 13.
109 Recopilación de Leyes y Decretos promulgados en Buenos Aires desde enero de
1844 hasta la fecha, Buenos Aires, Imprenta de Mayo, 1858, pp. 92 y 189.
110 AGN, Juzgado de Paz de Patagones, X-21-3-7.
111 AGN, Juzgado de Paz de Arrecifes, X-20-9-7.
112 Juan C. Garavaglia: San Antonio de Areco, 1680-1880. Un pueblo de la campaña,
del Antiguo Régimen a la modernidad argentina, Rosario, Prohistoria Ediciones,
2009.
113 Esteban Buch: O juremos con gloria morir. Historia de una Epica de Estado, Bue­
nos Aires, Sudamericana, 1994, pp. 75-80.
114 Citado en John Lynch: Juan Manuel de Rosas..., op. cit., p. 251.
115 Citado en José L. Busaniche: Rosas visto..., op. cit., pp. 77-80.
116 Roberto Schmit: “Argentina en el mundo”, en Raúl O. Fradkin y Juan C. Garava­
glia (coords.): Argentina. La construcción nacional, Tomo 2 de América Latina en
la Historia Contemporánea, Lima, Mapfre-Taurus, 2011, pp. 99-100.
117 José de San Martín a Juan Manuel de Rosas del 2 de noviembre de 1848, y Juan
Manuel de Rosas a José de San Martín de marzo de 1849, en Jordán B. Genta: Co­
rrespondencia entre San Martín y Rosas, Buenos Aires, Ediciones del Restaurador,
1950, disponible en http://servicios2.abc.gov.ar/docentes/efemerides/17deagosto/
htmls/anciano/correspondencia.html
11BJuan Manuel de Rosas a Guillermo Brent, Palermo, 11 de febrero de 1846, en Mar­
cela Ternavasio: Correspondencia.... op. cit., pp. 193-199.
;MI Jorge M y ers: Orden y virtud..., op. cit.. p. 59.
Citado en John L y n ch : Juan A4anue¡ de Rosas..., op. cit., p. 277.
Citado en José L. B u s a n i c h e :Rosas visto..., op. cit.. p. 77.
íd em . p. 81 .
'- ' A d o l f o Prieto: Los viajeros ingleses y ia emergencia de la literatura argentina.
1820-1850. B u e n o s A ires, S u d a m e r i c a n a , 1 9 9 6 . pp. 6 6 y 147.
Cancionero..., op. cit.. p. 79.
’-4 H écto r B lo m b erg :
Historia.... op. cit.. El A ten eo . Tom o III. pp, 5 2 4 - 5 2 5 .
Citado en Adolfo S a ld ía s:
i2h Joh n Lyn ch: fuan Manuel de Rosas.... op. cit.. pp. 2 4 7 - 2 4 9 .
v¿? Ernesto Celesia: Rosas..., op. cit., Tomo II, pp. 339-341.
I 2 B Documentos oficíales relativos a la continuación del Excmo. Señor General D.

Juan Manuel de Rosas en el Gobierno de la Provincia de Buenos Ayres y en e¡


mando supremo de la República, Buenos Aires, Imprenta Americana, 1851.
12S) Adolfo Saldías: Historia..., El Ateneo, op. cit., Tomo III, pp. 406-407.
130 Juan C. Garavaglia: Construir el Estado..., op. cit., p. 83.
131 Citado en José L. Busaniche: Rosas visto..., op. cit., p. 110.
132 AGN, Juzgado de Paz de Baradero, X-20-10-3.
133 AGN, Juzgado de Paz de Arrecifes, X-20-9-7.
134 Citado en John Lynch: Juan Manuel de Rosas..., op. cit., p. 300.
135 Juan Manuel Beruti: Memorias..., op. cit., p. 483.
136 Juan Manuel de Rosas a Ángel Pacheco, Buenos Aires, 17 de diciembre de 1846,
en Marcela Ternavasio: Correspondencia..., op. cit., pp. 200-209.
137 Citado en John Lynch: Juan Manuel de Rosas..., op. cit., p. 297.
138Teresa Suárez y María Wilde: “La organización miliciana en el litoral argentino
durante el Siglo XIX. Los casos de las provincias de Santa Fe y Entre Ríos”, po­
nencia a las Primeras Jornadas de Historia Regional Comparada, Porto Alegre, del
23 al 25 de agosto de 2000.
139 Isidoro Ruiz Moreno: Campañas militares argentinas. La política y la guerra,
Tomo 2, Buenos Aires, Emecé, 2006, p. 607.
140 Raúl O. Fradkin: “Guerra y sociedad en el litoral rioplatense en la primera mitad
del siglo XIX”, en Juan C. Garavaglia, Juan Pro y Eduardo Zimmermann: Las fu er­
zas de guerra en la construcción del Estado en América Latina, siglo XIX, Rosa­
rio, Prohistoria Ediciones/State Building in Latín America, 2012, pp. 319-356.
141 Guillermo E. Hudson: La tierra..., op. cit., p. 257.
142 Jorge Gelman: “Unitarios y federales...”, op. cit., pp. 359-390.
143 Adolfo Saldías: Historia..., op. cit., El Ateneo, Tomo III, pp. 446-451.
144 La información proviene de Gabriel Di Meglio: “El saqueo y la muerte. El 4 de
febrero de 1852 en Buenos Aires”, ponencia presentada a las XIV Jornadas Inte-
rescuelas/Departamentos de Historia, Mendoza, 2013.
Capítulo 9
Un hombre solo, el farmer

Luego de redactar su renuncia, dirigida a la Sala de Representantes,


Rosas buscó refugio en la casa del encargado de negocios británico, Ro-
bert Gore, en el centro de la ciudad.
Mientras la ciudad entraba en convulsión, Rosas herido levemente
en una mano abandonaba el campo de batalla junto a su futuro yerno
Máximo Terrero. A poco se separaron hasta encontrarse en el mismo
barco en que partirían al exilio. Mientras tanto Rosas se dirigió a la casa
del ministro británico, quien estaba preocupado por la integridad física
de Rosas al tener noticia de que habían sido abiertas las puertas de la
cárcel. Según relata Mansilla, Rosas lo tranquilizó diciéndole: “Amigo,
no tenga cuidado. Mire, aquí está la bandera inglesa que yo he enseñado
a respetar; aquí no vendrán: á este pueblo yo lo he montado, le he apre­
tado la cincha, le he clavado las espuelas, ha corcoveado; no es él el que
me ha volteado... son los macacos”. Rosas se tomó su tiempo, no sólo
durmió un rato sino que redactó su renuncia mientras se dedicaba a los
preparativos para embarcarse.1
De alguna manera, esas palabras deben de haberle ratificado a
Gore la impresión que tenía de Rosas. El británico mantenía una bue­
na relación con el gobernador caído en desgracia y, pese a las reticen­
cias que le podía provocar su estilo de gobierno, reconocía en él a la
persona que creía adecuada para imponer la autoridad en estas tie­
rras y permitir que los negocios de sus connacionales prosperaran.
Poco antes de la batalla de Caseros escribía a Lord Palmerston (quien
acababa de dejar su cargo de secretario de Relaciones Exteriores bri­
tánico] una carta en la que expresaba estos puntos de vista en los si­
guientes términos: No me gusta el sistema de Rosas, y lo condeno,
como debe hacerlo todo hombre liberal, pero creo que sería un gran mal
que Rosas fuera vencido, pues este sistema protege la vida y la propie­
dad, muy especialmente la de los extranjeros, y se basa en el orden.2
Acorde con sus convicciones y principios éticos, Gore lo hizo aten­
der en su casa en secreto, mientras entraba en contacto con los vencedo­
res de Caseros para empezar a organizar las relaciones de su país con el
rioplatense, lo que evidentemente estaba por encima de cualquier soli­
daridad política o personal. Pero no por ello dejó de atender como co­
rrespondía a su huésped clandestino, preparando su partida en un bu­
que inglés. Él mismo fue a buscar a Manuelita, con quien mantenía una
larga y cordial relación, para llevarla con su padre.
Finalmente, en compañía del inglés, Rosas con sus dos hijos, Manue­
lita y Juan, llegaron hasta un bote y de allí pasaron por un par de navios
británicos hasta el buque a vapor HMS Conflict, que los conduciría has­
ta Inglaterra. Llevaba con él numerosos documentos de su gobierno que
había dispuesto en cajas en los días previos, y algo de dinero en onzas
de oro y monedas de plata y oro. No todo su círculo íntimo lo acompañó
en la travesía atlántica. Por lo pronto María Eugenia, su compañera de
los últimos años, que estaba embarazada, no fue parte de la comitiva. Sí
lo fueron en cambio Manuelita y Máximo Terrero, el hijo de su viejo
amigo y socio, con quien la hija del gobernador depuesto se casaría un
tiempo después. En el Conflict estaba también uno de sus oficiales lea­
les, Jerónimo Costa, con quien Rosas habría mantenido un breve pero
jugoso diálogo:

¡Lástima que no haya sido posible constituir el país!


Nunca pensé en eso, repuso Rozas.
Y entonces, ¿por qué nos hizo pelear tanto?
Porque solo así se le puede gobernar a este pueblo.3

Fue bastante discutida por los historiadores la opción de Rosas de exi­


liarse en Inglaterra. No vamos a desarrollar esta polémica aquí, sin em­
bargo, es necesario señalar que, más allá del conflicto entablado con esa
nación durante los años 1845-1848, la relación con ese país siempre fue
excelente por parte del gobierno de Rosas, y de todos los que le prece­
dieron desde 1810. Además, en Buenos Aires había una comunidad bri­
tánica muy importante en número y entre ellos se contaban algunas de
las mayores casas comerciantes que organizaban la conexión en el co­
mercio internacional que aseguraba el crecimiento económico porteño
de la época. Los diplomáticos británicos siempre jugaron un papel im­
portante en la política local y eran recibidos con la mayor confianza por
el gobierno y en la casa de las principales familias porteñas. Ello queda
plasmado entre otras cosas en el papel jugado por Gran Bretaña en el
proceso de reconocimiento de la independencia rioplatense y en el Tra­
tado de Amistad firmado en 1825, que aseguraba a esta nación y a sus
súbditos condiciones de privilegio en la región. En parte para lograr
condiciones similares se desató la agresión francesa en 1838, que hemos
referido anteriormente.
Esta relación tan especial no era un secreto para nadie, y entre mu­
chos testimonios podemos referir las palabras de un celoso representan­
te norteamericano, William Harris, quien el 20 de septiembre de 1850
escribió una nota a su secretario de Estado tratando de explicar algo que
le resultaba incomprensible: “Una de las peculiaridades más inexplica­
bles y extrañas del Gobernador, y consecuentemente también de todos
los principales hombres de nota del país, es la extraordinaria parciali­
dad, admiración y preferencia que se tiene por el gobierno inglés y por
los ingleses, en todas las oportunidades y circunstancias”.4
Sea como sea, luego de un viaje de algo más de dos meses, el 26 de
abril de 1852 la comitiva arribó al puerto de Plymouth. Al llegar, las au­
toridades lo recibieron con una salva de veintiún cañonazos, reconocien­
do de esta manera la importancia y la investidura del ex gobernador de
un territorio distante, con el que habían tenido una larga y fructífera rela­
ción pese al grave conflicto que los había enfrentado unos años antes.
Este gesto de las autoridades de Plymouth no dejó de despertar críti­
cas en Inglaterra, que aparecieron en algunos periódicos como The Times,
así como la presentación de una inquisitoria en la Cámara de los Lores. El
secretario del Foreign Office fue el encargado de responderla, aseverando
que, si bien el gobierno no había ordenado este homenaje, entendía las
razones por las que las autoridades del puerto lo habían hecho:

Un sentimiento natural los ha inducido a recibir con hospitalidad


y respeto a un distinguido refugiado de un país extranjero. Y en
esto debe observarse que el general Rosas no era un refugiado
común, sino alguien que había demostrado una gran distinción y
bondad hacia los comerciantes británicos que negociaron con su
país, y alguien con quien el anterior gobierno efectuó negociacio­
nes de carácter importante, y hasta firmó un tratado en 1848.5
Esta frase del conde Malmesbury resume bastante bien las muy buenas re­
laciones que el gobierno de Rosas mantuvo durante prácticamente todo su
gobierno con Gran Bretaña y especialmente con los comerciantes ingleses
residentes en Buenos Aires que jugaban un papel central en el comercio
exterior porteño. Y aun el fuerte encontronazo producido al calor del blo­
queo anglo-francés iniciado en 1845 había concluido de manera muy razo­
nable a sus ojos, con el tratado de paz Arana-Southem firmado en 1849,
que había devuelto a ambas partes al tipo de colaboración que les era usual
desde 1829. En verdad esa relación armoniosa era característica desde que
el Río de la Plata había iniciado en 1810 su senda hacia la independencia
—consolidada con el Tratado de Amistad de 1825—, y ella no había sido al­
terada por el largo gobierno de Rosas; más bien al revés, se había visto for­
talecida y resultado mutuamente conveniente. En el camino quedaba como
un detalle la ocupación británica de las islas Malvinas...
Comenzaba de esta manera la larga estadía de Juan Manuel de Rosas
en Inglaterra, donde permanecería hasta su muerte, veinticinco años
más tarde.
Quien había sido el gobernante más poderoso de Buenos Aires du­
rante veinte años, reconocido como jefe supremo de la Confederación
Argentina, acabaría su vida en una Inglaterra que lo recibía cordialmen­
te, pero que le resultaba muy distante culturalmente, y donde pasaría
una vida ajustada en lo económico y mayormente en soledad, tratando
de sobrevivir como un farm er a caballo, hasta' que la enfermedad y la
vejez se lo llevarían una mañana de marzo de 1877.
Apenas producida la batalla de Caseros, la sucesión de hechos fue
vertiginosa en Buenos Aires. Como se ha visto en el capítulo anterior, la
ciudad fue saqueada tanto por grupos sueltos del ejército vencido en
desbandada como por el de los vencedores. Algunos jefes de la Mazorca
como Santa Coloma, Ciríaco Cuitiño o Leandro Alem, destacados por su
combatividad y dureza, terminarían lanceados o colgados en la Plaza de
la Victoria... También terminó su vida fusilado por la espalda, como un
traidor, el coronel Martiniano Chilavert.
Un destino extraño para este militar, que había peleado varias guerras
rioplatenses, acompañado a La valle en más de una de sus aventuras con­
tra Rosas, pero que en 1845, ya retirado por sus desavenencias con el
caudillo unitario, decidió enrolarse junto a las fuerzas rosistas, arrebata­
do por el enfrentamiento con Gran Bretaña y Francia. Una reacción simi­
lar a la del general San Martín, quien, conmovido por esos hechos, deci­
dió donar entonces su espada a Rosas. En la batalla de Caseros en febrero
de 1852 la columna de artilleros dirigida por Chilavert parece haber sido
una de las que mayor resistencia ofrecieron a las tropas lideradas por
Urquiza. Y ese pecado se lo hicieron pagar con especial dureza...
El caudillo entrerriano entró triunfante a Buenos Aires, hizo desig­
nar como gobernador interino a Vicente López y Planes, antiguo juez y
colaborador del gobierno de Rosas quien, entre otras medidas, decidió
inmediatamente, el 16 de febrero de 1852, la confiscación de los bienes
del gobernador depuesto. Pero Urquiza, ya enfrentado con muchos de
sus aliados porteños, revisaría esta medida unos meses más tarde, le­
vantando el embargo en agosto de ese año y decretando que “todos los
bienes pertenecientes al ex gobernador de la provincia de Buenos Aires
general Juan Manuel de Rosas, serán entregados, en el estado en que
hoy se encuentran, a su apoderado don Juan N. Terrero”.6 Este último
era, sin duda, uno de los lazos personales más firmes y antiguos de Ro­
sas, y si lo había acompañado desde que se separara de su familia sería
ahora su voz en esa Buenos Aires que tanto lo había idolatrado y ahora
lo repudiaba. Sin embargo, apenas un mes después, la revolución porte-
ña del 11 de septiembre imponía un nuevo orden político en Buenos
Aires separándola de la Confederación liderada por el entrerriano y su
gobierno decidió volver a confiscar todos los bienes del ex gobernador.
Luego, la Legislatura porteña habría de iniciar un juicio a Rosas, por ley
de julio de 1857. Esta ley, que ordenaba el juicio, ya lo había juzgado
desde su inicio al señalar: “Se declara a Juan Manuel de Rosas reo de
lesa patria por la tiranía sangrienta que ejerció sobre el pueblo durante
el período de su dictadura”.
El juicio no sólo apuntaba a cristalizar una verdad jurídica sino que
oficializaba una verdad histórica que había comenzado a delinearse
entre los emigrados opositores y que ahora iba a ser consagrada en los
tribunales. De esta manera, importa subrayarlo, algunas de las hipóte­
sis interpretativas que han poblado la historiografía posterior para ex­
plicar la adhesión a Rosas de los sectores sociales rurales movilizados
ya eran una certeza para sus enemigos. Así, no ha faltado biógrafo o
ensayista que dejara de utilizar como argumento que Rosas habría re­
currido sistemáticamente a la práctica de ofrecer refugio y protección
a desertores, vagos y delincuentes de todo tipo en los establecimientos
rurales que administraba hasta transformarlos en su séquito personal.
Y esa idea venía asociada a la imagen que construyeron de los famosos
Colorados del Monte, a los que describían simplemente como la peo­
nada sometida y obediente de sus estancias. Ambas interpretaciones
ya estaban postuladas antes de 1852 y las recogía, por ejemplo, Alejan­
dro Magariños Cervantes a mediados de 1851 desde las páginas de la
La Ilustración de Madrid: Rosas era para él “la personificación más
alta del caudillaje, de esos cacicazgos que han surgido de la anarquía
y que mantienen a la América en lucha eterna y en un estado compa­
rable solo con el de los más atrasados pueblos de Asia”. Rosas, diría
Margariños, y sería repetido infinitas veces después, había establecido
en sus estancias “una especie de feudo o colonias m ilitares” e “intrigó
para que se formase un escuadrón de m ilicianos compuesto en su to­
talidad con los gauchos ó peones de su establecim iento”.7 Era, por
cierto, casi la exacta reproducción de la imagen forjada por Rivera In-
darte desde El Nacional de Montevideo y según la cual Rosas había
establecido en sus estancias “una especie de sistema militar, según las
nociones confusas que tenía de la m ilicia, y fue poco a poco formando
esas especies de feudos o colonias militares que han sido después la
base de su poder. El único título para ser parte de estas colonias, era
ser afecto a Rosas o estar en pugna con las autoridades por crímenes
civiles, o por huir de la recluta o del servicio m ilitar”.8 Importa traer a
colación estas referencias porque ellas constituyeron parte central del
alegato del fiscal Emilio Agrelo:

Juan Manuel de Rosas es una figura espectable en los negocios pú­


blicos desde el año 1820 en que era comandante de un cuerpo de
milicias, contribuyendo entonces al triunfo de las ideas que soste­
nía el Gobierno del General D. Martín Rodríguez. Empezó desde
luego su influencia en la campaña, descubriendo ya en esa época
su inclinación y su tendencia al despotismo. Su estancia en la
Guardia de Monte era una especie de campamento militar: los mal­
hechores buscaban amparo en él, y Rosas lo otorgaba oponiéndose
a la acción de la justicia. El Gobierno comprendía sin duda los re­
sultados de esa tolerancia; pero las disensiones políticas y las divi­
siones intestinas, y todos los males que pesaban sobre el país lo
hacían impotente, porque temía emplear medios coercitivos que
podían tornar de nuevo la revuelta y la guerra civil. En 1828 ya era
Rosas Comandante General de Campaña, habiendo aumentado su
poder e influencia sobre las masas populares.9

El juicio, entonces, cumplía una doble función, fijando a la vez el esta­


tus jurídico de Rosas y un relato de la historia.
Finalmente el 17 de abril de 1861 se dictó sentencia en este juicio.
En ella, el juez de primera instancia hizo primero una larguísima enu­
meración de todos los crímenes que según dijo había cometido Rosas,
que resumía también en los siguientes ejes:

Primero: Diversos asesinatos individuales y en masa.


Segundo: Degüellos de los años de 1840 y 1842.
Tercero: Fusilamiento de prisioneros de guerra capitulados y no
capitulados.
Cuarto: Confiscaciones y robo de las propiedades de sus enemi­
gos políticos denominados por él salvajes unitarios.

Finalmente dictaba la condena, contundente y detallada:

Condeno, como debo, a Juan Manuel de Rosas a la pena ordinaria


de muerte, con calidad de aleve previa la audiencia.
A la restitución de las haberes robados a los particulares y al
fisco;
A ser ejecutado, obtenida su persona, el día y hora que el seña­
lase, en San Benito de Palermo, último foco de crímenes;
A la indemnización de los daños y perjuicios causados por sus
crímenes
Y al pago de las costas procesales.10

Luego de esto establecía que se pidiera la entrega del reo condenado al


gobierno inglés.
Obviamente la pena de muerte no se habría de cumplir, pero sí la
confiscación de todos sus cuantiosos bienes en Buenos Aires, estancias,
ganados, casas. Sus allegados consiguieron vender solamente la estan­
cia de San Martín en el ínterin en que Urquiza levantara el embargo;
dicha estancia era la más pequeña de las que tenía, pero muy valiosa
por su ubicación en las cercanías de la ciudad. De esa manera los
100.000 pesos oro obtenidos sirvieron para pagar una serie de deudas
de Rosas en Buenos Aires, y recibir una cantidad de dinero que le per­
mitió encarar algunos gastos por un tiempo en Inglaterra.
Al inicio de su exilio Rosas alquiló una casa en Southampton, donde
lo acompañaban sus dos hijos, Juan y Manuelita. El sobrino de Rosas,
Lucio V. Mansilla, cuenta la visita que realizó a su tío, junto con su pa­
dre, el general Mansilla, y describe el pequeño grupo de gente que
acompañaba al exiliado en ese rincón inglés:

Allí estaban alojados, en la misma casa, una modesta quintita de


los alrededores: Rozas, Manuelita, Juan Rozas mi primo, Merce­
des Fuentes su mujer, Juan Manuel mi sobrino, Máximo Terrero,
y un negrito, al cual mi tío le decía, por ironía, Míster [...] Mi tío
conservaba su chaleco colorado y Manuelita su moño.11

El hijo varón de Rosas, Juan, habría de regresar pronto a Buenos Aires.


En cambio la hija, con quien tenía una relación muy fuerte y había sido
una estrecha colaboradora en los últimos años de su gobierno, se queda­
ría a vivir también en Inglaterra.
Pero no siempre sus relaciones fueron buenas. Al parecer Rosas so­
portó mal que a poco de llegar al país, en octubre de 1852, su hija con­
trajera matrimonio con Máximo Terrero, el hijo de su más antiguo y fiel
amigo, y así decidiera dedicarle más tiempo a la propia familia que al
padre.
En algunas cartas escritas a Máximo, con quien Rosas mantuvo desde
entonces una comunicación epistolar más asidua que con su propia hija,
lo conminaba a que no le escribieran más ni trataran de verlo. La situa­
ción se volvió a complicar con su hija y yerno a inicios de la década si­
guiente, ctiando éstos empezaron gestiones para lograr la recuperación de
las propiedades de Manuelita en Buenos Aires, desligadas de las de su
padre. Entonces Rosas le escribió a Máximo una carta muy dura, en la que
le indicaba que no quería tener más relaciones directas con ellos:

No puedo, no debo, ni recibir explicaciones tuyas ni por escrito


ni de palabra, tampoco de Manuelita, ni de persona alguna, sea
quien fuere. Quedan, por todo, suspensas nuestras relaciones y
nuestra correspondencia, por escrito y de palabra, hasta que Dios
quiera mejorar la situación y mis días. Te ruego, pues, como tam­
bién a Manuelita, que no me escriban, ni manden cosa alguna. Si
lo hacen perderán su tiempo, las estampas, o porte, puesto que
sin abrir las cartas, cajones, o lo que fuere, devolveré a Vds. todo
lo que sea...12

Esta situación durará todavía un par de años, hasta que finalmente reto­
maron una relación bajo términos distintos de los que pretendía quien
fuera en otros tiempos capaz de disponer dél destino de todos los que
estaban a su alrededor. Así también pareció perder el control de la única
persona con la que suponía que en estas circunstancias aún podía con­
tar. Algunos testimonios de individuos que le tenían poca simpatía al
exiliado aventuran que este distanciamiento podía obedecer a ciertas
actitudes suyas al llegar a Inglaterra que despertaron la inquina de la
hija: un cierto desenfreno sexual y el recurso frecuente a prostitutas con
las cuales habría contraído enfermedades venéreas. Algo así narra Félix
Frías, miembro de la Generación del 37 y uno de sus críticos más tena­
ces. Pero al parecer también una carta de Juan, el hijo de Rosas, explica
sus enfermedades durante el año 1853 en términos que lo confirmarían.
Dice que tiene “llagas que tomaron la garganta y el paladar, y su mal es
incurable pues a más del mal g álico...”.13
Rosas había tenido otros hijos en Buenos Aires con María Eugenia
Castro, quien lo acompañó después del fallecimiento de su esposa En­
camación a finales de 1838. Pero ni ella ni sus hijos, que no fueron re­
conocidos como ta le s por el ex gobernador, lo acompañaron en el exilio,
v apenas conocemos a lg u n a carta que intercambiaron durante esos
veinticinco a ñ o s de alejamiento. S e g ú n una carta que Rosas le envía
desde In g laterra e n 1855, aparentemente la primera dirigida a ella, le
reprocha q u e no q u is ie r a acompañarlo en su viaje al exilio y echa culpa
a esa s it u a c i ó n de lo desgraciada que parece ser la mujer en Buenos
A ires. S i n embargo, algunos testimonios explican la negativa de viajar
de la mujer al pedido de Rosas de que sólo fueran con ella dos de sus
varios hijos. Finalmente éste se despide de ella: “Adiós, querida Euge­
nia. Memorias a Juanita Sosa, si es que aún sigue soltera. Te bendigo
como a tus queridos hijos. Bendigo también a Antuca y te deseo todo
bien como tu afectísimo paisano”.14
Rosas estaba bastante solo en Inglaterra y apenas podía contar con
algunos corresponsales en Buenos Aires que se conservaban fieles, lo
mantenían informado de las circunstancias políticas de su país y de los
acontecimientos que le concernían personalmente -com o el juicio en su
contra-, y que eventualmente lo ayudaban a manejar el poco dinero que
pudo conservar en Buenos Aires o a conseguir algunas donaciones de
caridad entre sus pocos todavía fieles. Entre ellos se contaba su viejo
amigo y socio Juan Nepomuceno Terrero, ahora convertido en consue­
gro por el casamiento de su hija; José María Roxas y Patrón, quien fuera
su funcionario y amigo cercano; Antonino Reyes, su edecán, y poco
más. Josefa Gómez, amiga de la familia y fidelísima admiradora del go­
bernador caído en desgracia, fue una de las pocas personas que sostu­
vieron una correspondencia asidua con él hasta su muerte, así como
organizó la recolección de la ayuda que algunas personas enviaban a
Rosas desde Buenos Aires.
El ex gobernador sufría por lo que consideraba una traición de mu­
chos que habían permanecido a su lado durante todos sus gobiernos,
se habían beneficiado con ello y ahora le daban la espalda, incluso
colaborando activamente con gobiernos que condenaban a Rosas, le
quitaban sus propiedades y lo declaraban un delincuente de la peor
especie. Entre estos traidores, ninguno gozó del odio predilecto de
Rosas como sus primos Anchorena, especialmente Nicolás. En mu­
chas cartas reiteró esa indignación contra quienes lo impulsaron a la
actividad política, lo indujeron a tomar muchas de sus decisiones de
gobierno y que aún, según Rosas, le debían buena parte de su fortuna.
Ya desde 1853 encontramos cartas en las que se quejaba del poco em­
peño que ponían éstos en defenderlo y proteger los bienes que tenía en
Buenos Aires. En 1859 estalló y en una carta a su yerno Máximo le
dijo: “Sí, esos Anchorenas! Y, muy señaladamente el tal Don Nicolás;
Qué hombre tan malo, tan impío, tan hipócrita, y tan bajo, tan asque­
roso e inmundo”.13
Sus relaciones sociales en Inglaterra, más allá de las visitas de la fa­
milia de su hija y sus nietos, que lo entretenían especialmente, eran
contadas. Lord Palmerston parece haberlo visitado algunas veces y que­
da constancia de ello en algunas cartas de Rosas, pero también de las
dificultades que el viejo gobernador tenía para mantener esa relación,
por la escasez de recursos que le impedía presentarse ante el lord inglés
con la vestimenta o el carruaje adecuados, o recibirlo en su propiedad
en Southampton. Por su casa pasaron también algunos argentinos a vi­
sitar a quien fuera gobernador todopoderoso de Buenos Aires. Entre
ellos algunas visitas inesperadas, como la de Juan Bautista Alberdi,
quien al igual que Urquiza, luego de la experiencia política que lo colo­
ca del lado de enfrente de los liberales porteños antirrosistas, ve con
ojos menos críticos a quien fuera su bestia negra en los años cuarenta.
Una nota escrita por Alberdi en 1857, luego de visitar a Rosas en Ingla­
terra, cuando fungía como diplomático de la Confederación liderada
por Urquiza, narra la buena recepción brindada por el ex gobernador en
su residencia. Y reproduce algunos de sus comentarios, entre los que se
destacan sus lamentos por la estrechez económica en que vivía, el fuer­
te rencor a algunos de quienes habían sido sus principales seguidores y
aliados, que apenas caído le dieron la espalda (entre ellos quien se lleva
las palmas de su rencor es nuevamente su primo Nicolás de Anchore­
na), así como la importancia de los papeles históricos que había guarda­
do consigo. A la vez que destaca el buen recibimiento que le ha dado y
sus buenos modales, Alberdi no deja de emitir una opinión despectiva
de su anfitrión, preguntándose cómo había podido dirigir los destinos de
Buenos Aires durante tanto tiempo: “Al ver su figura toda, le hallé me­
nos culpable a él que a Buenos Aires por su dominación, porque es la de
uno de esos locos y medianos hombres en que abunda Buenos Aires,
deliberados, audaces para la acción y poco juiciosos. Buenos Aires es la
que pierde de concepto a los ojos del que ve a Rosas de cerca. ¿Cómo ha
podido este hombre dominar a ese pueblo a tanto extremo?”.1" Espera­
mos en este libro haber respondido al menos en parte a esta pregunta
del tucumano.
La situación económ ica de Rosas también era delicada. Una vez
g a s t a d o s lo s recursos que obtuvo de la venta de la única estancia que
logró r e c u p e r a r , comenzó un período de estrechez que en los años
s e s e n t a parece haber sido especialm ente aguda. Entonces mantenía
correspondencia con alguna gente de Buenos Aires para conseguir
ayuda, como también con su viejo enemigo Urquiza, a quien agrade­
cía por sus gestos de reconocim iento. El general entrerriano le habría
de mandar alguna ayuda, aunque ésta no se extendió en el tiempo.
Por su lado, su consuegro Terrero le daba socorro con cierta regulari­
dad y también organizó una suscripción de fondos en Buenos Aires
entre sus amigos, gestionada por Josefa Gómez, que alcanzó algunos
resultados que permitieron enviar ciertas sumas de dinero a Inglate­
rra. También pudo contar en varias ocasiones con la ayuda de su
amigo Roxas y Patrón.
Pero Rosas quería vivir con sus propios recursos y de su mismo es­
fuerzo, por lo que decidió alquilar una propiedad rural, en la que insta­
ló una/orín a la criolla, que dirigió personalmente hasta su muerte.
A unos cinco kilómetros de donde se había instalado inicialmente,
arrendó en 1862 la Burgess Street Farm, con una superficie que al inicio
parece haber sido de 516 acres (algo más de 200 hectáreas) que años
después se redujeron a 148 acres (unas 60 hectáreas).17 Aunque estaba
tan lejos del tamaño de sus estancias bonaerenses de cientos de miles de
hectáreas, se trataba de una superficie respetable para la región.
En ella inició una explotación, con la ayuda de algunos peones, que
mezclaba diversos cultivos con la cría de algunos animales, de los que te­
nemos inventario. Así, como explicó en una carta, disponía inicialm en­
te de unos modestos 18 caballos, 3 bueyes, 60 vacas lecheras, 20 vaqui­
llonas, 34 cerdos, 12 carros y un gran tambo. Y entre los cultivos había
cosechado trigo, cebada, pasto, paja, centeno; también cría de gallinas,
y poco más.18 Si se recuerda que en sus estancias porteñas había llegado
a tener más de 100.000 vacunos, decenas de miles de ovinos y yeguari­
zos e importantes cultivos, se puede imaginar lo modesto que esto po­
día ser para Rosas.
Sin embargo, su farm lo mantenía ocupado y le otorgaba algo de lo
que vivir frugalmente y aun enviar de vez en cuando provisiones a la
familia de su hija. En una carta a su amiga Josefa Gómez, de 1866, si
bien reivindicaba su trabajo y su vigor para las tareas rurales, que reali­
zaba todavía a caballo, se defendía de los rumores de que estaba abatido
y sin afeitarse, y señalaba: “Eso de las barbas como de cinco o seis días,
es cierto, por economía me afeito solamente cada ocho días, Y por la
misma necesidad de economizar lo posible, no fumo, ni tomo vino ni
licor de ninguna clase. Ni tomo rapé ni algo de entretenimiento. Mi co­
mida es la más pobre en to d o...”.19
Entre sus ocupaciones en la granja y la casa del pueblo, Rosas pasaba
buena parte de su tiempo releyendo y ordenando los documentos que
había traído consigo de Buenos Aires, organizando su defensa ante los
ataques que recibía desde su país y a la vez intentando escribir varios
textos, que en general quedaron inconclusos. Esa copiosa documenta­
ción la legó a su hija al morir, y fue ella la que le dio el acceso a Adolfo
Saldías para la redacción de su gran obra la Historia de la Confedera­
ción Argentina, considerada la primera obra “revisionista”, o al menos
la primera que intentaba juzgar la labor de Rosas al frente del gobierno
de Buenos Aires con una mirada menos crítica de lo que era usual desde
1852. Tanto Manuelita como Máximo Terrero siguieron desde Inglaterra
los avatares que suscitaban las contribuciones de Saldías: si para 1897
Manuelita se quejaba porque “nadie había levantado la voz en nuestro
favor”, al mismo tiempo llamaba a Saldías “nuestro Ángel protector”.20
En su exilio Rosas consolidó una visión conservadora de la sociedad,
como se observa en sus reacciones ante las revoluciones que ocurrían
en el viejo continente. Al igual que sucedió con San Martín, éstas no
hacían más que confirmar esas viejas creencias, que había tenido que
matizar en la práctica por las necesidades de su gobierno. Ahora, libera­
do de toda responsabilidad de gestión, podía proclamar con más fuerza
que en el pasado: “Cuando hasta en las clases vulgares desaparece cada
día más el respeto al orden, a las leyes y el temor a las penas eternas,
solamente los poderes extraordinarios son los únicos capaces de hacer
respetar los mandamientos de Dios, las leyes, el capital y a sus poseedo­
res”.21 Todo un manifiesto conservador en oposición a la Revolución de
los Comuneros en París, pero que parecía justificar su propia actuación
pasada y recordaba muchos de los principios que guiaron sus acciones
de gobierno. Sólo que en ese desempeño tuvo que negociar con una
realidad que le llevó muchas veces a apoyarse en esas “clases vulgares”,
sostener su formas de actuar y'sus valores, aunque todo ello lo justifica­
ra por el sagrado fin de “conservar el orden”.
Por los mismos años en que arrendó la granja, Rosas redactaba su
testamento, nombrando a Lord Palmerston, en ese momento primer mi­
nistro británico, como albacea. En él repartía los pocos bienes que po­
seía, y sobre todo los que pudiera llegar a recuperar en Buenos Aires,
entre sus familiares. Vale la pena comentar algunos detalles del testa­
mento ya que permiten ver su estado de ánimo en esos momentos, así
como conocer algunos pormenores sobre su patrimonio y sus relaciones
personales.22 En primer lugar, el nombramiento de tan peculiar albacea.
Es verdad que Rosas mantenía una relación con Palmerston, que cultivó
desde su llegada a Inglaterra por consejo de Gore. Pero a la vez caben
pocas dudas de que su designación como albacea fue también un acto
político, al indicar que ante la hostilidad del gobierno porteño sólo el
representante máximo de la nación que lo había acogido en el exilio, y
con la cual Buenos Aires y la Argentina mantenían excelentes relacio­
nes, podía ser garante del respeto de sus derechos. En el codicilo del
testamento redactado en 1873, muerto ya Lord Palmerston y con una si­
tuación política argentina que parecía algo menos hostil, los nuevos alba-
ceas serían su hija Manuelita y su esposo Máximo Terrero, a la vez hijo de
su amigo de toda la vida. Este mismo cambio se percibe en las disposicio­
nes que realizó en relación con su entierro. Si en el testamento de 1862
establecía ser enterrado en el cementerio católico de Southampton, once
años después reiteraba esta cláusula, pero aclarando que se trataba de
una disposición transitoria “hasta que en mi patria se reconozca y
acuerde por el Gobierno la justicia debida a mis servicios”.
En cuanto a sus deudos, sólo reconocía como tales a los dos hijos
habidos con su esposa Encarnación, Juan y Manuelita. Esto lo dice cla­
ramente en el testamento y lo reitera en el codicilo: “Declaro que jamás
he tenido ni reconocido más hijos en persona alguna, que los de Encar­
nación, mi esposa, y míos, Juan y Manuelita”.
De esta manera dejaba en claro que no reconocería legalmente la rela­
ción que tuvo con María Eugenia Castro. La referencia que hace de quien
fuera su compañera durante años y con quien tuvo varios hijos antes de
partir al exilio23 es apenas por haber cuidado de su esposa Encarnación o
haber servido luego a él mismo en sus enfermedades. La disposición 12
del testamento dice: “A Eugenia Castro en correspondencia al cuidado
con que asistió a mi esposa Encarnación, a h a b é rm e lo ésta r e c o m e n d a d o
poco antes de su muerte y a la lealtad c o n qLie m e sirvió a s is ti é n d o m e en
mis enfermedades, se le entregarán p o r m i a lb a ce a. cu a n d o m is b ie n e s m e
sean devueltos, (800$) ochocientos pesos fuertes m e t á l i c o s ”. U n a cifra
harto modesta (además de hipotética) para la amante y madre de vario s
de sus hijos, a quienes no reconocía como tales.
La mayor parte del testamento estaba dedicado a o r d e n a r el re p a rto
de sus bienes, especialmente aquellos que se lograran recuperar de los
confiscados por el gobierno de Buenos Aires, pero también los que c o n ­
sideraba que le adeudaba el Estado por todo lo provisto de sus e s t a n c ia s
para los ejércitos porteños y a varios particulares. Entre estos ú l t i m o s
hace especial mención de los Anchorena, a quienes como dijimos tenía
especial ojeriza por haberlo abandonado en su desgracia y por haberse
beneficiado enormemente, según dice, de su trabajo, tanto como admi­
nistrador de sus estancias como en su carácter de gobernador. Al Estado
le reclamaba varios cientos de miles de cabezas entre vacunos, equinos
y ovinos, y a los Anchorena casi 80.000 pesos en metálico, que corres­
pondían a su trabajo como administrador de sus estancias, más los rédi­
tos por el tiempo transcurrido.
La mayor parte de su fortuna la dejó a sus dos hijos (aunque es clara
la predilección por Manuelita), y algunas sumas menores fueron dadas
a personas e instituciones diversas. Entre ellos mencionaba especial­
mente a su amigo José María Roxas y Patrón, a quien establecía que se
le entregara cuando se recuperaran sus posesiones la suma de 12.000
pesos fuertes metálicos, “que le pertenecen por las cantidades que hasta
la fecha me ha auxiliado”. Con ello resarcía todo lo que éste le había
enviado hasta 1862 para su manutención en Inglaterra.
Finalmente a su amigo del alma y consuegro, Juan Nepomuceno Terre­
ro, le legaba algo de gran valor simbólico para Rosas, por la situación de
exilio y denostación pública que sufría en su patria: “La espada que me
dejó el Excelentísimo Señor Capitán General Dn. José de San Martín”.
Una mañana de finales del invierno inglés, su hija Manuelita fue
llamada por el médico personal de Rosas, porque se había descompues­
to al regresar de la granja a su casa. Ella asistió rápidamente a verlo,
pero apenas alcanzó a intercambiar unas palabras con su padre, antes
de q u e fa l le c i e r a el miércoles 1 4 d e marzo de 1 8 7 7 . En e se momento
R osas te n ía o c h e n t a y cuatro.años. Luego de una misa e n la iglesia
c a t ó l i c a del lugar, fu e enterrado en el cementerio de Southampton.
La láp id a de su tu m b a d ic e e s c u e t a m e n t e :

General R o s a s
B o r n i.a B u e n o s A y res
30"' M a r c h 1 7 9 3
Carne to E n g la n d 1 8 5 2
D ie d Southampton
14lh March 1877
R.I.P.
N otas

1 Lucio V. Mansilla: Rozas. Ensayo..., op. cit., p. 131. El énfasis es nuestro.


2 Carta del 4 de enero de 1852, citada en H.S. Ferns: Gran Bretaña..., op. cit, p. 291.
3 Lucio V. Mansilla: Rozas. Ensayo..., op. cit., p. 99.
4 “One of the most unaccountable and strange peculiarities of the Governor, and as
a necessary consequence also, of all the principal men of note in this country, is
an extraordinary partiality, admiration, and preference for the English govern-
ment, and English men, upon all occasions, and under all circumstances”, citado
en Robert Mullen Noticias de Burgess Farm: vida de Rosas en el destierro, Buenos
Aires, Olmo Ediciones, 2010, p. 53.
5 Citado en J. Lynch: Juan Manuel de Rosas..., op. cit., de quien tomamos mucha infor­
mación sobre esta etapa, que el investigador inglés ha podido relevar con documen­
tación de primera mano de los archivos británicos. En diversas obras hay información
sobre esta etapa de la vida de Rosas y se han publicado también algunos epistolarios
del exilio. Entre estas obras destacamos el estudio de Robert Muller: Noticias de Bur­
gess Farm ..., op. cit, por el cuidado en la confrontación de las fuentes.
6 Decreto del 7 de agosto de 1852, citado en José L. Busaniche: Rosas visto..., op.
cit, p. 147.
7 Alejandro Magarifios Cervantes: “Rosas y su sistema”, en Estudios históricos, po­
líticos y sociales sobre el Río de la Plata, París, Tipografía de Adolfo Blondeau,
1854, pp. 205 y 208-209. El énfasis es nuestro.
8 José Rivera Indarte: Rosas y ..., op. cit., p. 162.
9 Emilio A. Agrelo: “Vista fiscal en primera instancia”, Buenos Aires, 24 de sep­
tiembre de 1859, en Causa criminal seguida contradi ex Gobernador Juan Manuel
de Rosas ante ¡os tribunales ordinarios de Buenos Aires, Buenos Aires, Imprenta
de La Tribuna, 1864. p. 19.
10 Todo esto en Em ilio A. Agrelo: C ausa crim in al.... op. cit.
11 Lucio V. M ansilla: Entre-nos. can series d e los jueves. Buenos Aires, Hachette,
1 9 6 3 . p. 9 9 .
IJ Carta del 8 de agosto de 1861, en Ernesto Celesia: R osas.... op. cit.. Tomo ü. pp. 378
y ss.
'' ídem. Tomo II. p. 370.
14 Citado en Manuel Gálvez: Vida de.... op. cit.. p. 455.
15 Carta del 7 de diciembre de 1859. en Ernesto Celesia: Rosas.... op. cit.. Tomo II. p. 521.
"'C arta de A lberdi, 18 de octubre de 1857, en José Luis B u saniche: R osas visto...,
op. cit., pp. 159-160.
17 Hay algunas dudas sobre el tamaño de esta granja. Algunos autores dan la super­
ficie mayor, otros la menor, cuando lo más probable es que haya empezado con la
más grande para después reducirse, como muestra la investigación de Robert Mu­
ller: Noticias de Burgess Farm ..., op. cit.. pp. 100 y ss.
18Ernesto Celesia: Rosas..., op. cit., Tomo II, p. 380.
19En José L. Busaniche: Rosas visto..., op.cit., p. 182.
20 Carta de Manuela Rosas a Antonino Reyes, Londres, 18 de febrero de 1897, en
Archivo General de la Nación: Manuelita..., op. cit., pp. 110-111.
21 Carta a Josefa Gómez, 24 de septiembre de 1871, citada en John Lynch: Juan Ma­
nuel de Rosas..., op. cit., p. 331.
22 El testamento de Rosas fue publicado en varios textos. Aquí lo citamos de Anto­
nio Dellepiane: El testamento..., op. cit.
23 Durante la convivencia con Rosas, María Eugenia tuvo siete hijos, aunque hay
alguna duda sobre la paternidad del gobernador de uno de ellos, la hija mayor,
llamada Mercedes, que podría haber sido fruto de una relación previa de la mujer,
y la última nació luego del exilio del gobernador.
C apítulo 10

El sistema de Rosas y su dinámica histórica

A diferencia de los capítulos previos, éste no tiene como propósito pre­


sentar un período específico de la biografía de Rosas y del contexto
histórico en el que se desempeñó y que contribuyó a forjar.
Más bien se trata aquí de abordar de manera sistemática y a la vez
sintética lo que podríamos denominar “el sistema de Rosas”, es decir, los
principales rasgos que caracterizaron su forma de gobernar y de relacio­
narse con distintos actores sociales y políticos. El lector que haya llegado
hasta aquí sabe que dichos elementos han sido incluidos en los distintos
capítulos que recorren su biografía, ya que sin ellos esos momentos se
habrían tornado ininteligibles. De manera que en este caso no se trata de
decir algo totalmente nuevo para ese lector, sino de organizar más metó­
dicamente dichos elementos de manera de hacer más evidente esos ras­
gos centrales que han definido a Rosas y que éste ha ido construyendo a
lo largo de su vida y de su gobierno, y que le permitieron llevar adelante
ese dilatado periplo a cargo de la máxima autoridad de la provincia de
Buenos Aires y en buena medida de todo el territorio argentino.
A u n s u s p e o r e s e n e m ig o s r e c o n o c i e r o n e n R o s a s a la p e r s o n a q u e
s u p o r e c o n s t r u i r el o r d e n s o c i a l e n u n a s o c i e d a d q u e h a b ía s id o p r o f u n ­
d a m e n te a lte r a d a , c o n m o c i o n a d a , p o r el fin d el o r d e n c o l o n i a l v el p r o ­
c e s o r e v o l u c i o n a r i o , a s í c o m o s e n ta r la s b a s e s de u n n u e v o o r d e n p o l í ­
tic o e n B u e n o s A ir e s y e n lo q u e s e r ía lueg o la A r g e n t in a , i m p o n i e n d o
la s u b o r d i n a c i ó n d e la s c l a s e s p o p u l a r e s y de las e lite s de su p r o v i n c ia
y v e n c i e n d o la r e s i s t e n c i a de la s d e m á s p r o v i n c ia s a ia i m p o s i c i ó n de
u n a c i e r t a u n id a d b a jo l a é g id a p o rte ñ a .
De modo que aquí abordaremos diversos aspectos de su experiencia,
profusamente mencionados antes y sobre los cuales la historiografía
más reciente del rosismo ha logrado importantes avances, discutien­
do con una serie de visiones previas muy poderosas que forman parte
de la cultura histórica de los argentinos. Estos aspectos se refieren a
la experiencia de Rosas como gran estanciero, considerándola como
matriz fundante de su gobierno, a las relaciones entabladas con los sec­
tores propietarios más concentrados así como con los sectores subalter­
nos de Buenos Aires, a la vinculación de la experiencia rosista con los
grupos indígenas de la frontera, a su política en relación con las otras
provincias del Río de la Plata y a la organización federal del país, y fi­
nalmente a la relación que entabló con las principales naciones, del
mundo, en especial con los vecinos del territorio argentino y las nacio­
nes dominantes a nivel internacional y más involucradas en la vida
política y económica rioplatense, Inglaterra y Francia. Para concluir
realizaremos un balance de la figura de Rosas, discutiendo su caracteri­
zación como caudillo, así como las disputas por la opinión que caracte­
rizaron la lucha política del momento y de la que hicieron amplio uso
Rosas y el rosismo.

R o sa s estanciero

Tradicionalmente se ha evaluado el papel de Rosas en la historia políti­


ca rioplatense en estrecha relación con su rol y experiencia en tanto
gran propietario de tierras y estanciero.
Ello ya aparece como un tema central en los escritos de Sarmiento,
quien escribe en un célebre párrafo del Facundo:

¿Dónde, pues, ha estudiado este hombre el plan de innovaciones


que introduce en su gobierno, en desprecio del sentido común, de
la tradición, de la conciencia y de la práctica inmemorial de los
pueblos civilizados? Dios me perdone si me equivoco, pero esta
idea me domina hace tiempo: en la estancia de ganados, en que
ha pasado toda su vida y en la Inquisición, en cuya tradición ha
sido educado.1

Como es sabido, para este autor la clave de la historia argentina residía


en la oposición entre el mundo urbano, culto, civilizado, que había sido
ahogado durante el período caudillista por la barbarie del mundo rural,
que engendraba a su vez el despotismo. Esta barbarie había sido conver­
tida en sistema por el gobierno de Rosas, quien se formó como tal en su
“estancia de ganados”, actividad que el futuro presidente consideraba
en esencia bárbara, comparada a la agricultura y a la vida urbana, aso­
ciada a ella. A ello le sumaba Sarmiento la pesada herencia cultural
española, representada aquí por la intolerante Inquisición. Lo cierto es
que esa idea sobre Rosas que dominaba a Sarmiento también imperó en
la mayor parte de la historiografía posterior y en las más diversas aproxi­
maciones. Sirvan como ejemplos dos muy diferentes: a comienzos de la
década de 1880 Eduardo Gutiérrez describía el momento en que Rosas ha­
bía pasado a administrar las estancias de su familia y decía: “Rosas es­
taba enteramente satisfecho, pues acababa de obtener como estanciero,
los plenos poderes que más tarde había de pedir y obtener como gober­
nante”.2 Y, cien años después, John Lynch sostenía que “estudiar a Ro­
sas es estudiar las bases originales del poder político en la Argentina,
las grandes estancias y su formación, crecimiento y desarrollo”; no ex­
traña que comenzara su libro trayendo a colación una famosa afirma­
ción de Sarmiento: “Rosas y todo su sistema fue aborto de la estancia”.3
Si bien no nos podemos detener demasiado en la experiencia de Ro­
sas en tanto estanciero, intentaremos mostrar que se puede considerar
dicha experiencia bajo un prisma distinto, casi invertido, del que señala
el ilustre sanjuanino.4
Los estudios recientes sobre las estancias de Rosas y sobre su expe­
riencia como estanciero han confirmado por un lado la enorme impor­
tancia que llegaron a tener y que lo convirtieron en uno de los propieta­
rios más ricos, si no el más rico, de Buenos Aires, lo que equivale a decir
del territorio argentino de la época. Pero a la vez dichos estudios han
subrayado que la magnitud de su riqueza no lo convertía en un autócra­
ta que podía hacer en estas propiedades lo que le venía en gana, ampa­
rado en la distancia social q u e lo separaba del re sto d e la población y de
sus propios trabajadores, v en el uso generalizado de s is t e m a s de c o e r ­
ción q u e aplicaba sobre e so s sectores subalternos, q u e una cierta lite ra ­
tura se ha empeñado en subrayar.
Sin haber estudiado en detalle la información proporcionada por la
frondosa documentación generada en dichas estancias, muchos histo­
riadores se basaron en relatos, muchas veces con ribetes mitológicos,
sobre los castigos ejemplares propinados por Rosas a sus díscolos em­
pleados, así como en algunos pocos escritos tempranos del propio Ro­
sas, como sus famosas Instrucciones a los Mayordomos de Estancias.
Estas Instrucciones... escritas por Rosas a finales de la década de 1810,
cuando administraba las estancias de sus primos Anchorena y apenas
comenzaba a construir su propio camino como propietario rural, han
sido interpretadas como un indicador del cambio radical que Rosas im­
puso en la forma de administrar los patrimonios rurales, en terminar
con ciertas prácticas que cuestionaban los plenos derechos de propie­
dad del titular de una explotación rural y en imponer una autoridad
inflexible sobre la mano de obra, demasiado díscola e independiente
hasta entonces.
Y efectivamente al leer dichas Instrucciones... se tiene la impresión
de estar asistiendo al nacimiento del capitalismo (un capitalismo extre­
madamente autoritario, como no podía ser de otra manera) en las pam­
pas. Así, por ejemplo, se prohíbe taxativamente a la población rural del
exterior de las estancias y a sus propios trabajadores el acceso a ciertos
recursos que se consideraban entonces más o menos comunes, como las
piedras y la madera (bienes escasos en la pampa y que la tradición hacía
accesibles a quien los necesitara para su sustento). Se inhibe la caza de
avestruces o de nutrias, se prohíbe a los peones o capataces de la estan­
cia el desarrollo de actividades por cuenta propia al interior de la estancia,
como la cría de gallinas o de algunos otros animales y el cultivo. Se re­
gulan detalladamente los horarios y tareas de los distintos tipos d e tr a ­
bajadores. Y uno de los aspectos más importantes del escrito es que se
termina expresamente con una práctica inmemorial en la región, e l de­
recho a “poblarse” en tierra ajena. Esta práctica significaba que u n a p e r ­
sona o familia, alegando necesidad y observando la s u b u t i l i z a c i ó n de
una tierra, podía solicitar “poblarse" e n esas tier ra s , s in que el p r o p i e t a ­
rio pudiera hacer mucho para impedirlo. Y así m u c h a s g ra n d e s uslau-
c ia s , al igual que gran p arte de las tierras que e s t a b a n en m a n o s del E s ­
tado, terminaban ocupadas parcialmente p o r un s i n n ú m e r o de
habitantes que utilizaban una buena parte de s u s tierras fértiles y ha­
b ían accedido a ellas en esta condición. Se trata ba de una p r á c t ic a m u v
difundida y con amplia legitimidad en la región pampeana a i n i c i o s del
siglo XIX. Ella se había difundido cuando el rol secundario de la tierra,
su extrema abundancia y la escasez de población favorecían este tipo de
prácticas, que aun los propietarios no consideraban dañinas e incluso
podían ayudarlos a fundar sus derechos sobre tierras prácticamente
despobladas.
Pero la expansión ganadera que se desarrollaba a ojos vista desde
1810-1815 en Buenos Aires generaba en los propietarios el interés por
aprovecharse plenamente de sus tierras, expulsando a estos “poblado­
res”, esta “polilla de la tierra”, como los llamaban algunos observadores
que simpatizaban con los puntos de vista de los propietarios, y a quie­
nes trataban al menos de convertir en “feudatarios” (es decir, en inqui­
linos que pagaban una renta) o en trabajadores asalariados, que escasea­
ban fuertemente en la región.

Candombe federal en época de Rosas, por Martín Boneo


Fuente: Imagen cortesía del Museo Histórico Nacional de Buenos Aires

Así, la imagen que nos presenta Rosas de sí mismo como propietario y


administrador de estancias es la de un patrón todopoderoso que va a
terminar de manera autoritaria con todas estas prácticas, imponiendo
definitivamente su potestad sobre sus trabajadores y el respeto de sus
derechos de propiedad a toda la población rural de su entorno.
Sin embargo, estas Instrucciones... no deben ser miradas como la rea­
lidad, sino como im programa, que Rosas y muchos propietarios como él
esperaban poder imponer. Pero para hacerlo tenían que recorrer un cami­
no que le sería muy difícil de atravesar al todopoderoso propietario, ni
siquiera cuando se convirtió en gobernador con la suma del poder.
Los papeles de las estancias de Rosas, compuestos por numerosos
“cuadernos de peones”, inventarios de cada una de sus propiedades, in­
formes de producción, y la numerosísima correspondencia que mantenía
con los distintos administradores, nos brindan una imagen ajustada sobre
el funcionamiento de esas estancias, y ella se aleja bastante de los relatos
que han hecho algunos historiadores... y de las Instrucciones...
Mientras ejercía como administrador de las estancias de los Ancho­
rena, Rosas inició su carrera como estanciero en el marco de una socie­
dad con Juan Nepomuceno Terrero (que habría de devenir su consuegro
cuando ya estaba en el exilio) y Luis Dorrego (hermano del líder federal
Manuel). Con ellos, como ya comentamos en los capítulos iniciales,
creó un complejo de establecimientos rurales que incluía un importante
saladero y poseía en un principio la famosa estancia de Los Cerrillos en
el partido de Monte, en la que criaban ganado vacuno y ovino, así como
tenían algunas sementeras importantes. Esta gran propiedad iba a ser
luego ampliada al otro lado del río Salado, con una enorme porción de
tierra dedicada casi exclusivamente a la cría de vacunos. Entre ambas
propiedades excedían las 150.000 hectáreas, en las que llegaron a po­
seer más de 100.000 cabezas de vacunos, amén de numerosos equinos y
ovinos. Este complejo se completaba con una tercera estancia, denomi­
nada San Martín, de menores proporciones, pero de mucho valor al es­
tar ubicada en la región de Matanza, en las cercanías de la ciudad. Se
puede tener una imagen aproximada de estas propiedades en el mapa
que se reproduce, el que fuera elaborado a los efectos del embargo rea­
lizado sobre ellas al caer Rosas del poder.
Al disolverse la sociedad en la segunda mitad de los años treinta.
Rosas quedó como propietario único de la enorme estancia allende del
Salado y de la más pequeña San Martín, así como de otra importante
propiedad en el partido de Monte, denominada Rosario, que compró a
otro gran propietario de Monte, Zenón Videla, por su cuenta en 1836.
Los Cerrillos, en cambio, quedó para Terrero.
Las partes resaltadas en La carta topográfica de la provincia de Buenos
Aires corresponden a las estancias San Martín (la pequeña) y Rosario
y Chacahuco (las grandes a ambos márgenes del río Salado).
Fuente: Fuente: Imagen cortesía del Archivo General de la Nación.

De esta manera Rosas se convirtió en un estanciero riquísimo y su for­


tuna apenas era igualada por un puñado de grandes propietarios. Esto
no es una gran novedad en la historia de Rosas. Pero más novedoso es
que junto a estos grandes estancieros subsistían millares de pequeños
y medianos productores. Muchos de ellos eran propietarios de sus te­
rrenos más modestos y otros producían en tierras ajenas, ya fuera como
arrendatarios, ya fuera como “pobladores”. Y ello condicionaba fuer­
temente la capacidad de acción de los grandes propietarios de diver­
sas maneras, entre otras porque competían con aquéllos en el mismo
terreno de la producción y porque, quizá más importante para el gran
propietario, le sustraían la mano de obra potencial para trabajar en sus
tierras, haciéndola escasa y por ende muy cara.
¿Qué encontramos entonces en las estancias de Rosas?
Muy lejos de lo que proclamaba como una orden tajante en sus Ins­
trucciones... de 1819, las estancias de Rosas incluían en los años veinte,
en los treinta y en los cuarenta a una gran cantidad de pobladores que
desarrollaban en ellas actividades por cuenta propia, ya fuera en gana­
dería o en agricultura. Y no solamente Rosas debía tolerar, contra su
voluntad, a aquellos pobladores que desde años antes habían ocupado
de favor una parte de sus terrenos, sino que a lo largo del tiempo bajo
análisis lo vemos teniendo que aceptar a nuevos ocupantes que clama­
ban por misericordia, le pedían un pedazo de terreno para paliar el
hambre de su familia o reivindicaban servicios a la patria y a la Federa­
ción. Como hemos visto, Rosas tenía que aceptar estos argumentos y
usaba estos recursos para construir su autoridad, como herramientas en
la.lucha política y como una forma de conseguir hacerse “un nombre”
entre los paisanos.5
Lo cierto es que tanto Rosas como los administradores de sus estan­
cias se quejan amargamente de los perjuicios q u e muchos p o b l a d o r e s
causan en las estancias, quienes ocupan partes c o n s i d e r a b l e s de e lla s ,
incluso a veces en sus mejores rincones y usando s u s m e jo r e s p as tu ras .
Esta ocupación informal genera derechos a sus a c to r e s q u e son m u v
difíciles de desconocer por el propietario. Así, c u a n d o R o s a s a d q u ie r e
la estancia de Videla en el partido de Monte, se e n te ra de q u e hav a ! 11
m ás de cien pobladores “con chacras y sembrados bastante g r a n d e s " . Y
el nuevo dueño advierte que no puede violentar repentinamente a e sto s
ocupantes, a quienes deberá tolerar durante un t i e m p o . Y a los q u e q u i e ­
re echar deberá conseguirles terrenos en otros sitios, como le explica en
una carta al nuevo administrador. La ocupación de un terreno en estas
condiciones genera ciertos derechos que se parecen mucho a los de pro­
piedad para los “pobladores”. Así aparecen casos en los que un pobla­
dor decide irse de las tierras de Rosas y cede por s u cuenta el derecho
de poblarse allí a otra persona y le vende al recién venido lo que ha
construido sobre el terreno, las mejoras y el rancho. Y en algunas oca­
siones, cuando Rosas no quiere admitir al nuevo llegado, de quien des­
confía, debe comprar al poblador las mejoras que éste ha construido en
sus propias tierras...
Tampoco logra frenar las corridas de avestruces que organizan diver­
sos personajes de dentro y fuera de sus estancias, ni impedir la caza de
nutrias o el corte de algunos árboles.
Esta debilidad del estanciero para imponer sus derechos de propie­
dad sobre sus tierras se vincula con una cuestión central de la economía
agraria de la región en esta época, la escasez de mano de obra.
Este fenómeno no sólo se relacionaba con la escasez de la población
para un territorio muy amplio y que en este período conoce una fuerte
expansión, sino con las posibilidades de un acceso más o menos fluido
a la tierra para gran parte de esa población. Ya fuera a través de la pro­
piedad como de los sistemas que recién describimos de “poblamiento”
u otros que daban acceso a la tierra a aquellos que no eran sus propieta­
rios, una gran parte de la población porteña podía ganarse la vida a
través del trabajo autónomo, criando un poco de ganado en tierras pro­
pias o ajenas, cultivando una parcela o ejerciendo distintos oficios como
el comercio al menudeo. De esta manera la oferta de trabajo para los que
necesitaban mano de obra dependiente era escasa y cara. Este fenómeno
que podemos definir como estructural de la economía agraria bonaeren­
se desde el período colonial se agrava en la primera mitad del siglo XIX,
porque el gran crecimiento demográfico no alcanza a compensar el fin
progresivo de la esclavitud y las nuevas necesidades de trabajo genera­
das por la expansión ganadera, así como el gravoso efecto de las guerras
intermitentes sobre el mercado de trabajo.
Rosas había tenido un buen número de esclavos en sus estancias,
pero ya en los años treinta éstos eran muy raros, y él mismo se terminó
de desprender de los poquitos ya muy mayores y díscolos que pare­
cían haberle creado más problemas que ayuda. Con todo, iba a intentar
conseguir otros tipos de mano de obra coactiva para compensar los
altos salarios de los trabajadores libres y disponer de otro's empleados
más sujetos a la autoridad del patrón. Así en los años treinta aparecen
en sus libros de peones los indios “cautivos” sometidos inicialmente
a un régimen de trabajo similar a la esclavitud, una práctica que Rosas
había introducido en sus estancias con anterioridad y que proponía
como solución general para toda la campaña a la hora de delinear una
política de fronteras. Sin embargo, se puede observar cómo pronta­
mente estos cautivos aprendieron a reclamar condiciones de trabajo
similares a los libres y al cabo de unos años desaparecieron como ca­
tegoría diferenciada de trabajadores. En la década siguiente Rosas en­
sayaría un régimen de trabajo “obligado” con unos “gallegos” a quie­
nes pagó el viaje desde la península y quienes, producto de esta deuda
original, deberían aceptar condiciones de trabajo bastante peores que
los peones plenamente libres.6 Recibían salarios menores y estaban
obligados a permanecer en las estancias de Rosas hasta saldar sus deu­
das. Pese a ello, en pocos años estos pobres gallegos consiguieron sal­
dar esas deudas y aprendieron a disputar por sus condiciones de vida
y de trabajo, logrando cambiarlas para igualar a los demás trabajadores
o, en varios casos, se iban de estas estancias para buscar ganarse el
sustento de otras maneras.
De este modo, podemos ver que en las estancias de Rosas las posibi­
lidades de emplear fuerza de trabajo por medios coactivos no respon­
dían sólo a la voluntad del propietario, y las que se ensayaron termina­
ron fracasando. Así, la mayor parte del tiempo el trabajo era realizado
principalmente por trabajadores libres, capataces y peones de diversas
calidades y experiencias, quienes se desempeñaban en ellas como lo
podían hacer en cualquier otro trabajo. Se trataba de trabajadores que
ganaban salarios bastante altos, que a veces combinaban con algunas
actividades por cuenta propia, ya sea fuera de las estancias de Rosas
como dentro de ellas. Éste era el caso sobre todo de varios capataces que
podían criar algunos animales por su cuenta a la vez que trabajaban
para el propietario. Obviamente el nivel salarial era variable, v en él
influía mucho la variación del poder adquisitivo de la moneda papel
con la que se pagaba. En varios momentos de fuerte devaluación por
emisión el salario real caía fuertemente. Pero en esos casos los trabaja­
dores disputaban con sus patrones por conseguir alzas que lo compensa­
ran. Y en las estancias de Rosas podemos ver cómo en varias ocasiones
lograban conseguir esta compensación o se negaban a seguir trabajando.
De este modo, las evidencias que pueden extraerse de las estancias de
Rosas indican que, aun sin la existencia de organizaciones de trabajado­
res rurales, las relaciones laborales estaban sometidas a una frecuente
negociación y renegociación, y no eran ni la ideología ni la voluntad del
propietario el principal factor al que debía atenderse a la hora de inter­
pretarlas.
En síntesis, es posible concluir que Rosas se convirtió en un riquísi­
mo estanciero a lo largo de su vida, y que la experiencia como tal debe
de haber influido en su manera de acercarse a la política y en su propio
desempeño como gobernador de la provincia. Sin embargo, las conclu­
siones que de esto se derivan son algo distintas de las que obtenían
Sarmiento y, con él, la mayoría de los estudiosos del rosismo.
No caben dudas de que Rosas quiso imponer cambios radicales en
la forma de organizar las reglas del juego del mundo rural, en particu­
lar en lo atinente a los criterios de propiedad y en los sistemas de tra­
bajo. Pero rápidamente tuvo que darse cuenta del poder de negocia­
ción de los sectores subalternos, tanto los pequeños propietarios como
los ocupantes de hecho, peones, indígenas, con quienes debía transar
si quería conservar algo de orden, hacerse de algunos trabajadores y
obtener algún rendimiento de los cuantiosos emprendimientos rurales
que gerenciaba. Incluso se puede sostener que, en un sentido contrario
a lo propuesto por Sarmiento, su papel en la política porteña condicio­
nó severamente su capacidad de aplicar ese plan de ordenar en fun­
ción de sus intereses privados las reglas del juego en el campo. Si
quería conservar la simpatía y el apoyo de la población para asegurar
sus planes políticos, debía respetar esas “costumbres en común”,
aceptar al menos una parte de sus reclamos y atender a sus necesida­
des. De esta manera se puede sostener que la agitada vida política pos-
colonial y el creciente peso de los sectores subalternos para definir los
derroteros políticos de la región condicionaron fuertemente la capaci­
dad de los sectores propietarios, y de Rosas entre ellos (o delante de
ellos), para alterar un estado de cosas que permitía la defensa de las
condiciones de vida y trabajo de los sectores más desprotegidos de la
sociedad. En este sentido, no constituye un aspecto de menor signifi­
cación advertir que los trabajadores rurales podían utilizar a su favor
en esas negociaciones de sus condiciones laborales las oportunidades
que les abrían las coyunturas políticas en las que eran activos protago­
nistas.7
R o s a s , ¿ repr esen t a n te de la s c l a ses pro pietarias o líder po pu la r ?

En este tema se han jugado batallas historiográficas y políticas de m a g ­


nitud.
Casi desde los primeros escritos sobre Rosas de la primera mitad del
siglo XIX se trata de temas centrales para las distintas interpretaciones
que se hicieran sobre su gobierno. No se puede realizar aquí un recorri­
do exhaustivo de éstos, pero vale la pena señalar que en la mayoría de
aquellos que buscaban denostar al Restaurador de las Leyes, y eran am­
plia mayoría en el siglo XIX sin dejar de ser numerosos en el XX, apare­
ce una doble aproximación que señala por un lado la fuerte popularidad
de Rosas, los apoyos y simpatías de que gozaba tanto entre los plebeyos
urbanos —especialmente entre la población afroporteña- como entre los
rurales, gauchos, indios y paisanos en general. Así lo había reconocido
el propio Sarmiento) “Y debo decirlo, en obsequio de la verdad históri­
ca: nunca hubo gobierno más popular, más deseado ni más sostenido
por la opinión”.8 Pero asociado a ello se sostiene en general que dichos
apoyos fueron puestos por Rosas al servicio de los intereses de los terra­
tenientes porteños, en cuyas primeras filas militaba.
Con matices podemos encontrar explicaciones de este tenor ta n to
entre los románticos de mediados del XIX como entre los positivistas de
fines de ese siglo, pero a lo largo del siglo XX diversos autores retoma­
ron y reformidaron esa interpretación, ya sea u t i l i z a n d o h e r r a m i e n t a s
p r o v e n ie n t e s d e la s o c i o l o g í a , la a n tr o p o l o g í a o d e s d e d iv e r s a s c o r r i e n ­
tes del m a r x i s m o . El a u to r q u e e n e s te s e n t id o p a r e c e h a b e r fijad o el
“ s e n tid o c o m ú n ” de esta c o r r ie n t e i n te r p r e ta ti v a es el h i s t o r i a d o r b r it á ­
n i c o Jo h n L y n c h en su m o n u m e n t a l b io g r a fía de R o s a s . P a ra él. la c o n s ­
t r u c c i ó n del o r d e n rosista es la e x p r e s ió n p o lític a de u n a so cie d a d e x t r e ­
m a d a m e n te p o la riz ad a, c o n s ti tu id a p o r u n a c la s e de gran d e s e st a n c ie ro s
l id e r a d a po r R o s a s , fre n te a u n a m a s a de p o b re s d e m u n id o s de toda
propiedad, pero también y por eso m i s m o de to d a c a p a c i d a d de a u t o n o ­
m ía social y, p o r e n d e , a u n de to d a c o m p r e n s i ó n p o lí ti c a . A s í, R o s a s y
los estancieros tienen una autoridad social natural sobre esa p o b l a c i ó n
que cuando interviene políticamente lo hace s ig u ie n d o con esa m i s m a
naturalidad al patrón-caudillo. Con esta clave in t e r p r e t a t i v a se a n a l iz a n
todos los acontecimientos ocurridos antes y d u r a n te s u g o b ie r n o , de
manera q u e to d a acción en la que participan s e c t o r e s s u b a lt e r n o s n o
puede ser otra cosa más que el resultado de la manipulación de sus lí­
deres naturales, los estancieros, especialmente del mayor de todos, Juan
Manuel de Rosas.9
La visión más poderosa enfrentada con este tipo de interpretación
del rosismo provino de la llamada corriente revisionista, surgida en los
años treinta del siglo XX, al calor de la crisis tanto del modelo económi­
co agroexportador como del sistema político que se venía construyendo
desde el siglo XIX. Estos autores cuestionaban la capacidad de las elites
y del sistema político republicano para defender los “intereses esencia­
les de la nación”, fustigaron la entrega del país al imperialismo y reivin­
dicaban —acorde con los tiempos golpistas que corrían—la necesidad de
un régimen político fuerte, con un líder que se pusiera por encima de esas
elites y de ese sistema débil, restableciera el orden social y político alte­
rado y defendiera los intereses nacionales subordinando a las masas
detrás de sí. Estos intelectuales, entre quienes se destacaban Carlos Ibar-
guren, Ernesto Palacio y los hermanos Julio y Rodolfo Irazusta, iban a
buscar en el pasado argentino los antecedentes que permitieran estable­
cer la genealogía en la que apoyar este nuevo proyecto político, y la fi­
gura de Juan Manuel de Rosas se constituyó entonces en clave. En este
sentido, para este grupo de autores la relación de Rosas con las clases
propietarias y los sectores populares fue pensada de manera muy dis­
tinta de lo antes mencionado. Si bien dentro del grupo revisionista ha- ,
bía muchos matices, se puede proponer como un rasgo común la consi­
deración de la figura de Rosas como un líder que supo transcender las
elites que traicionaron por intereses mezquinos los de la nación y logró
colocarse delante de las masas para enfrentar aquellos intereses frente a
las naciones enemigas, especialmente ingleses y franceses.
Como se puede ver, la posición de Rosas ante las clases propietarias
es bien distinta en unas y otras interpretaciones. Sin embargo en rela­
ción con las clases subalternas ambas tienen algo en común: ya sea para
defender los intereses de las elites o los intereses de la nación, Rosas
aparece como el líder que guía a unas masas que le siguen fielmente y
que carecen de la más mínima capacidad autónoma de intervención. Es
decir que en todos los casos la popularidad que unos y otros reconocen
en este líder se debe a la subordinación de las masas ya sea por la jerar­
quía natural que Rosas tenía en tanto gran propietario o en tanto jefe
político de la nación amenazada. En este sentido, puede decirse que
ambos desarrollos historiográficos no llegaron a dar debida cuenta del
problema central que en su momento había advertido lúcidamente
Eduardo Gutiérrez cuando subrayó que muchos habían dicho que Rosas
inspiró “una idolatría ciega” entre los gauchos convirtiéndolos “en sus
más dóciles instrumentos”, pero “cómo hizo todo esto” era, justamente,
“lo que nadie ha dicho”,10

EL TORITO
DE LOS M UCHAC HO S.
Para decir que víate el Toro, no hay que dar esos empujones.
BUENOS AIRES, ACOSTO 19 DE 1830. Puse*» 2 utxtx*.

XXTKODUCION QUE PU ED E S E R V IR D E PR O S-P ETO .

Y a que d pisano Contreras, S n peijuicio (ya se sobe)


H a revuelto la empanado, De que me Ur^uen los reales.
Quiero «rilar mi torito
Que truje de la iinbcreada. No prorodo grandes cosas
Al empezar mi papel;
Mi objeto es c) divertir Por no echar como cr» junción
Los mozos de la* orillos: Todo el resto en el cartel.
Na importa que me critiquen
Los sabios y cajetillas Con lo dicho me despido:
Lo que juerc sonará,
Y ai topa, 6 no el Torito,
a verdad
El tiempo nos lo dirá.
De aquellas de mozo payo,
Tenga paciencia y aguante
Carla d* mi amigo Ludio lo que supo qu
Aquel que le venga el sayo.
m eila ñ m titr a etcritirjsta.
Solo busco recompensa ¿Con qué, al cabo, ño Barriales,
En tos mozos federales ; Va «. meterse ¿ escribiniata?

El torito de los muchachos: 1830 / Estudio


preliminar de Olga Fernández Latour de Botas
Fuente: Imagen cortesía del Archivo General
de la Nación

¿Qué podríamos decir aquí, en función de todo lo que la historiografía


avanzó tanto en el conocimiento de la sociedad en la que va a actuar
Rosas como de la crisis política del período?
Lo primero que hay que señalar es que la imagen de la sociedad en la
que surge el rosismo ha cambiado profundamente. Ya lo hemos dicho
en diversos capítulos, tanto el mundo urbano como rural de Buenos
Aires se nos aparecen ahora como sociedades mucho más complejas
que antes, con sectores subalternos y medios muy importantes y con
una fuerte capacidad de intervención en las décadas que siguen a la
revolución. Se podría decir que la ciudad de Buenos Aires tiene una
tradición importante de intervención política de sectores subalternos11
y es conmocionada por las invasiones inglesas de 1806 y 1807 que van
a alterar las jerarquías sociales de la ciudad. Dicha experiencia marca
un punto de quiebre en el que la participación de los sectores populares
desde ese momento va a jugar un papel relevante en casi toda la vida
política local. Esta experiencia popular urbana fue señalada en los tra­
bajos tempranos de Tulio Halperín, y desarrollada con detalle e inteli­
gencia por los estudios de Gabriel Di Meglio ampliando su significa­
ción.12 La cuestión es capital pues las experiencias políticas que hacen
posible comprender la emergencia del rosismo no pueden ser entendi­
das sin inscribirlas en el ciclo de movilización política de las clases
populares porteñas, urbanas y rurales, que se desarrolló al menos entre
1806 y 1833, si no un poco más, y que tuvo enorme incidencia en la
configuración de sus culturas políticas.13 Para el sector rural podemos ¡
referir una larga experiencia de investigación que desde los años ochen­
ta del siglo X X comenzó cuestionando la presencia dominante de una
elite terrateniente en el sector rural porteño colonial y que postuló y
demostró la existencia de una sociedad dominada por la pequeña y me­
diana explotación de tipo campesina. Y los estudios sobre la primera
m ita d d e l siglo X I X m o s t r a r o n c ó m o el c r e c i m i e n t o d el s e c t o r de los
g rand es e s t a n c ie r o s , i n d u d a b l e c o m o f e n ó m e n o n u e v o de la é p o c a , no
te r m i n ó de u n g o lp e c o n la p r e s e n c ia d e las p e q u e ñ a s y m e d ia n a s e x p l o ­
ta c i o n e s c a m p e s i n a s , las q u e c o n t i n u a r o n c r e c i e n d o y r e p r o d u c ié n d o s e
en p a r a le lo . E s ta s o c i e d a d , e n t o n c e s , n o era u n a e n la q u e fre n te a u n
g ru po de m u y r i c o s e s t a n c ie r o s s ó lo h a b í a p e o n e s y g a u c h o s d e m u n i d o s
de todo recurso, s in o q u e se trataba de una s o cied a d co n un fuerte peso de
e so s a c to re s h u m i l d e s o i n t e r m e d i o s , c o n fu ertes laz o s e n las c o m u n i d a ­
des l o c a l e s , c o n u n a c u lt u r a en c o i m i n q u e fa v o r e c í a su r e p r o d u c c i ó n
social y que en muchos casos cuestionaban los intereses de los g ra n d e s
propietarios. Tanto porque hacía muy cara la mano de obra para sus
estancias al hacerla muy escasa, como por una serie de prácticas reñidas
con el respeto irrestricto del derecho de propiedad absoluto que querían
imponer. S e trataba de una sociedad con una importante movilidad
social y con escasas jerarquías establecidas. Incluso, como lo argumentó
de manera convincente Halperín, ni siquiera se podía hablar en los años
que siguen a la revolución de la existencia de una clase terrateniente,
que por el contrario se encontraba en las etapas iniciales de su constitu­
ción, mientras que el Estado necesitaba construirse teniendo en cuenta
esa compleja realidad social y política heredada del mundo colonial y
profundamente alterada por la revolución.14
Sólo en este contexto se puede hacer algo más inteligible la relación
de Rosas con los diversos actores sociales porteños. Caben pocas dudas
de que las primeras intervenciones públicas y políticas de Rosas tienen
que ver de alguna manera con la necesidad que siente de restablecer un
orden social y político que considera que ha sido profundamente altera­
do por la coyuntura revolucionaria y la sucesión de experimentos polí­
ticos que se sucedieron desde entonces. En este sentido se pueden pen­
sar en paralelo las Instrucciones a los Mayordomos de Estancia con las
proclamas que lanza en 1820 al intervenir para restablecer el orden.
Pareciera que ha llegado a la conclusión de que para conseguir las pri­
meras es necesario realizar las segundas. Es decir que, sin restablecer el
orden político alterado por la revolución y las incesantes disputas entre
las elites, no hay ninguna posibilidad de restaurar un orden social alte­
radísimo ni desarrollar algún negocio rural próspero. La obsesión cen­
tral de Rosas son justamente el orden y la subordinación, el respeto del
orden político diseñado y de las jerarquías sociales y del derecho de
propiedad. En ese sentido se podría señalar que busca restablecer u n
orden social y político alterado por la revolución y por ello se lo p u e d e
pensar como defensor de los intereses generales de las clases p r o p i e t a ­
rias. iMuchos textos que hemos citado a lo largo del libro d a n c u e n t a de
estas obsesiones de Rosas.
Sin embargo, hay algo que confunde y parece difícil de e n c a ja r con
muchos episodios de los gobiernos de Rosas y c o n m u c h a s de s u s a c t i ­
tudes. Algunas actitudes y acciones de Rosas lo c o n v i e r t e n en el hé ro e
de las clases propietarias: la más evidente quizás es la “C a m p a ñ a ai
Desierto” de la que hablamos en el capítulo 6. Ésta permite expandir y
consolidar la frontera con los indígenas y de esta manera valorizar las
enormes estancias que muchos han logrado constituir a partir de la ex­
pansión de la frontera entre finales de los años diez y los veinte. No re­
sulta casual que, al regreso de dicha campaña y al asumir su segunda
gobernación en 1835, los hacendados figurarán de manera destacada en
las celebraciones organizadas al efecto.
Y sin embargo, como explicamos en el capítulo siguiente, apenas
unos años después muchos de esos mismos hacendados lideran un le­
vantamiento en 1839, que será reprimido con saña por Rosas, embar­
gándoles a unos cuantos sus propiedades, las que serán puestas por
años al servicio del Estado y también beneficiadas por fieles federales,
muchos de ellos de humilde condición.
Resulta preciso, entonces, atender lo más cuidadosamente que sea
posible a la dinámica histórica del rosismo y entenderlo en su historici­
dad tomando en cuenta a sus mutaciones, y dejar de presentarlo como
un fenómeno siempre igual a sí mismo. En este sentido, conviene tener
presente que el primer gobierno de Rosas se sustentaba en una amplia
coalición integrada, o al menos apoyada, por una diversidad de secto­
res. Era una suerte de reconstrucción de aquella coalición que había
permitido superar la crisis porteña de 1820 aglutinando a casi todas las
clases propietarias. Se entiende así que esa coalición expresara una va­
riedad de tendencias políticas muy diferentes por sus orígenes y por las
mutaciones que habían sufrido en los años previos.15 Esa coalición, sin
embargo, aunque tenía límites precisos obtuvo amplio consenso entre
las clases propietarias de Buenos Aires que apoyaron con entusiasmo o
con resignación a ese primer gobierno de Rosas.16 Resulta claro que esa
diversidad de tendencias y el consenso generalizado en estas clases se
fu e r o n depurando en los años siguientes, para llegar a ser mucho más
restringidos, en especial durante la gran crisis d el rosismo entre 1837 y
1 8 4 2 , a u n c u a n d o al final de su s e g u n d o g o b ie rn o R o s a s aparecía deci­
d id o a r e c o n c i l i a r s e c o n ellas.
Al mismo tiempo hemos observado en numerosas oportunidades la
necesidad que tiene Rosas d e emprender diversas iniciativas para ganar
el apoyo y la simpatía de los sectores subalternos, ya que era consciente
d e que dicho apoyo era esencial para gobernar y le podía ser esquivo. Lo
hemos señalado en el acápite anterior al mostrar las dificultades que
tenía para alterar una serie de costumbres con amplia legitimidad entre
los pobladores rurales que contradecían sus intereses como propietario
y que prefería contemplar para no enemistarse con esa gente. Lo hemos
visto en las iniciativas que toma y hace tomar a sus principales agentes
para repartir tierras entre humildes pobladores y así ganarse su confianza
en momentos de crisis política, y lo hemos visto también en sus inicia­
tivas en relación con la población de origen africano de la ciudad, cuya
simpatía debe ganar afanosamente compartiendo sus carnavales, to­
mando medidas en su favor, etc. Pero por supuesto en toda ocasión po­
sible Rosas tratará de limitar la intervención autónoma de los sectores
populares y de construir herramientas para “encauzarla y dirigirla”. Y
en los momentos en los que logra consolidar su alianza con los sectores
propietarios buscará limitar incluso cualquier tipo de intervención po­
lítica popular.

Rosas arenga a los morenos “Las esclavas de Buenos Aires demuestran ser libres
y gratas a su Noble Libertador", 1841
Fuente: Imagen cortesía Wikimedia Commons

En este sentido, las orientaciones de las políticas implementadas duran­


te el primer gobierno hacia la base de la pirámide social tuvieron dife­
rentes direcciones. Una apuntaba al restablecimiento del orden y la dis­
ciplina social de modo que la persecución de bandidos y salteadores se
transformó en una clave prioritaria de la acción gubernamental, abar­
cando incluso a algunos que habían sido partícipes muy activos de la
sublevación rural que había llevado a Rosas al poder. Los motivos se
entienden, pues el accionar de salteadores y cuatreros no se había dete­
nido con la superación de la crisis política y según algunas evidencias
no sólo afectaba también a las estancias de Rosas y los Anchorena sino
que además asolaba la periferia de la ciudad en bandas que en algunos
casos llegaron a superar la treintena de hombres.17
En una segunda dirección se orientaron las decisiones destinadas a
reparar la situación de las “familias pobres” de la campaña que habían
sostenido la resistencia federal, y en este sentido resultan muy ilustrati­
vas las consideraciones que Rosas le hacía a Estanislao López respecto
de la situación en Córdoba hacia 1831: aconsejaba que debía actuarse
con energía frente a los unitarios aun a costa de cometer injusticias
,mientras que en cambio se debía ser cuidadoso con los federales y, es­
pecialmente, “con los que han quedado sin nada”. Para ser más claro,
recordaba que él mismo había hecho en Buenos Aires “callar la grita
general” impulsando al mismo tiempo la entrega de tierras en la nueva
frontera y certificando efectivamente la colaboración que se había pres­
tado al ejército federal a través de una comisión clasificadora de los
créditos y de los jueces de paz que “eran Federales hechura mía”, ha­
ciendo que la Legislatura pagase los créditos de los pobres hasta 2000
pesos.18 El Estado, entonces, se haría cargo de la reparación y aunque
ella iba a pasar por el filtro de los comportamientos políticos parece
haber atendido preferentemente a la situación de las familias campesi­
nas empobrecidas.
Una tercera dirección estuvo destinada a consolidar sus relaciones
con la población afrodescendiente implementando la formación de bata­
llones milicianos de libertos como los denominados “Defensores de Bue­
nos Aires” y “Libertos de Buenos Aires”, entre 1830 y 1831, y el batallón
“Restaurador de las Leyes”, en 1835. Al mismo tiempo se llamaba a las
armas a todos los habitantes de la provincia y se aclaraba que “este deber,
común a todos, afecta muy especialmente a los pardos y morenos, que
debiendo nacer esclavos por la condición de sus madres, han nacido li­
bres por la generosidad de la patria”.1'1En los años siguientes, estas orien­
taciones se mantuvieron y, en particular, el luga? social y político de la
población de color como sostén del rosismo incluso se acentuó: así, si
para 1831 se había rehabilitado la venta de esclavos, en 1839 su gobierno
decretaba el cese definitivo de la trata. Las evidencias disponibles son
contundentes en demostrar que durante su segundo gobierno el apoyo
entre la población de color de la ciudad era firme y decidido.
Si todo lo señalado hasta aquí podría ser interpretado como contra­
dictorio, se puede explicar precisamente por la complejidad de la sociedad
que le toca gobernar, así como por los avalares de los sucesos políticos
que hacen variar las actitudes tanto de Rosas como de los distintos ac­
tores sociales. Lo que define las acciones de Rosas no es ni la defensa
sistemática de los sectores propietarios ni la de los sectores populares,
sino la construcción o reconstrucción del orden social y político y su
lugar liderando ese proceso. Y en el contexto que describimos eso podía
significar en ciertos momentos hacer un esfuerzo por disciplinar a los
sectores populares (y a ello apuntan por ejemplo las medidas que toma
apenas iniciado su primer gobierno, para desarmar a los sectores movi­
lizados por el alzamiento rural o para restaurar la labor religiosa en la
campaña y reimplantar el respeto a la propiedad) y en ello podía incluir
la represión más dura sobre las conductas que consideraba “desviadas”
de los subalternos, pero en otros apoyarse en esos sectores populares
para someter a unas ¡lites que lo cuestionan o que Rosas considera que
alteran la capacidad de construir un orden estable (y aquí podemos in­
cluir desde intervenciones de Rosas para encauzar a movimientos sub­
alternos con cierta espontaneidad y autonomía, como el alzamiento ru­
ral de inicios de 1829, hasta intervenciones mucho más controladas de
agentes populares por algunos de sus más fieles seguidores, como pudo
haber sido la Mazorca). En este sentido es muy importante estar atentos
a la coyuntura, ya que en diversos momentos se acentúan ciertos rasgos
y ciertas actitudes que pueden parecer contradictorias con otras, pero
que están expresando más bien el cambio de contexto y la necesidad de
apoyarse en unos u otros detrás del objetivo últim o de reconstruir el
orden v mantenerse en el poder.

R o sa s y l o s in d io s d e l a s p a m p a s o l o s in d io s dí - R o sa s

En un marco interpretativo similar se puede pensar la relación de Rosas


con los grupos indígenas de la zona pampeano-patagónica, una relación
tan antigua y tan intensa que incluía desde el cautiverio de su padre b
la muerte de su abuelo materno en manos de los indios hasta la capaci­
dad de Rosas para conocer a fondo la lengua dominante de las pampas,
que lo llevó a escribir un diccionario y una gramática de ella. No ha}?
evidencias firmes que permitan precisar de qué modo Rosas hizo estos
aprendizajes, pero lo cierto es que cuando Saldías recibió sus “p a p e le s ”
entre ellos había también una arenga escrita por Rosas y dirigida a los
caciques en su propia lengua. Según relató el historiador, se los prestó
unos días a Ernest Renán, quien le habría prometido escribir una intro­
ducción para publicarlos, pero falleció a los pocos meses.20
No extraña, por tanto, que Rosas haya sido señalado como una espe­
cie de jefe indio o como líder adorado por los indígenas pampeanos, a
la vez que es quien llevó a cabo la Campaña al Desierto que derrotó
a sangre y fuego a diversos grupos indígenas, consolidando el dominio
criollo de muchas tierras de Buenos Aires en detrimento de esos grupos.
Esta aparente paradoja puede ser abordada siguiendo la muy buena bi­
bliografía que en las últimas décadas ha renovado nuestras formas de
pensar la experiencia de la frontera bonaerense y rioplatense en general.
Lo primero que esa nueva historiografía ha cuestionado es la imagen
de una sociedad indígena homogénea y armónica, enfrentada como un
todo unificado al mundo colonial y luego criollo, que también estaba
lejos,.de_sex.u.n. conjunto .armónico. Ni las sociedades a uno y otro lado
de la frontera eran mundos coherentes ni dicha frontera era tal como se
la pensaba. Hoy sabemos muy bien que la frontera más que una línea
divisoria entre dos sociedades en guerra era un espacio de interacción
construido en el largo plazo, que incluía desde sistemas de intercambio
de bienes, servicios y prácticas culturales entre los habitantes de uno y
otro lado hasta la construcción en consecuencia de relaciones de tipo
personal y aun familiar entre algunos de sus integrantes. Por supuesto,
esta i n t e r a c c i ó n i n c l u í a t a m b i é n r e l a c i o n e s de v i o l e n c i a c o n el d e s a rr o ­
llo de e n f r e n t a m i e n t o s m a y o r e s y m e n o r e s , s u s t r a c c i ó n de r e c u r s o s de
u n o u otro la d o , el s o m e t i m i e n t o a e s c l a v i t u d de in d íg e n a s e n e m ig o s , y
a la in v e rs a la to m a de c a u tiv o s por parte de los g ru p os in d íg e n a s o la
i n t e r v e n c i ó n de d if e r e n te s a g r u p a c io n e s i n d íg e n a s en los c o n f lic to s de
la s o c i e d a d h i s p a n o - c r i o l l a . 21
P ero es n e c e s a r i o te n e r e n c u e n t a s i e m p r e q ue estas d iv er sa s i n t e r a c ­
c i o n e s se p r o d u c í a n e n tr e m u n d o s que, c o m o d ijim o s , no e ran h o m o g é ­
n e o s , y p o r lo ta n to el comercio p a c í fi c o y las r e la c i o n e s i n te r p e r s o n a l e s
entre algunos grupos indígenas y sus caciques con algunos grupos crio­
llos podían convivir perfectamente en el tiempo con la guerra y el sa­
queo entre otros. Es más, resulta imposible comprender las relaciones
entre “indios” y “blancos” sin entender las divisiones y los conflictos al
interior de lo que esos conceptos equívocos designan. Por poner un
ejemplo que tiene que ver con nuestra historia de Rosas y los indios: la
guerra que aquél lleva adelante en la llamada “Campaña al Desierto”
la realiza integrando en sus ejércitos a numerosos indígenas de los de­
nominados “indios amigos”. Es decir que ese mundo indígena estaba
compuesto por grupos muy diversos entre los cuales la presencia de
“cristianos” -fueran cautivos o renegados- era harto frecuente, muchas
veces enfrentados entre sí, y que podían utilizar los acuerdos que tejían
con un gobierno criollo para saldar esos conflictos entre agrupaciones
indígenas.
También dentro de la sociedad criolla hubo enfrentamientos de di­
verso tipo y las alianzas con agrupamientos indígenas fueron frecuentes
para sumar fuerzas contra sus enemigos criollos. Así hemos podido ver
cómo grupos de indios amigos intervinieron en el levantamiento rural
de 1828-1829 y resultaron decisivos en 1839 para que los ejércitos rosis-
tas derrotaran a los Libres del Sur, así como en diversos momentos -y
con suerte desigual- distintas facciones políticas, no sólo federales,
buscaron establecer alianzas ofensivo-defensivas con agrupamientos in­
dios. Éste es un elemento en las disputas políticas y militares rioplaten-
ses que está presente desde mucho tiempo atrás y, por citar apenas un
ejemplo curioso, conocemos el ofrecimiento que grupos indígenas rea­
lizaron a las autoridades de Buenos Aires para apoyar la defensa ante
las invasiones inglesas.22 Obviamente que dichos ofrecimientos y acuer­
dos no eran gratuitos y respondían en general a la búsqueda de alguna
v e n ta ja en el equilibrio de fuerzas lo c a l.
Es n e c e s a r i o t e n e r e n c u e n ta , p a ra p e n s a r la r e l a c i ó n de R o s a s c o n los
in d íg e n a s p a m p e a n o s , q u e lu e g o de u n largo p e r ío d o de r e la t iv a a r m o ­
nía en la fro n te ra de B u e n o s A ir e s , p o r el c u a l los p o b l a d o r e s “ e s p a ñ o ­
l e s ” se m a n t u v i e r o n al i n te r io r de un a l í n e a e s t a b l e c i d a en las c e r c a n í a s
del río S a l a d o e i n c lu s o lle g a ro n a tr a s p a s a r la p e ro r e s p e t a n d o y r e c o n o ­
c i e n d o la s o b e r a n í a in d í g e n a m á s allá d e ella, d e s p u é s de la r e v o l u c i ó n
c o m i e n z a u n p r o c e s o de e x p a n s i ó n c r i o l la , q u e se v u e lv e im p e tu o s o
d es d e fin a le s de la d é c a d a de 1 8 1 0 y q u e va a p o n e r e n c u e s t i ó n to d o s
lo s a c u e r d o s p r e v i o s e i n a u g u r a r u n a e ta p a de fu e r te s e n f r e n t a m i e n t o s
e n tre a m b a s s o c i e d a d e s .
Sin embargo, es posible detectar que en este proceso de expansión
fronteriza de Buenos Aires hay varias alternativas y propuestas, no siem­
pre compatibles entre sí y que muchas veces van a generar conflictos al
interior del mundo criollo, que ya eran visibles en el período colonial. De
manera esquemática se podría decir que de un lado prevalecen propues­
tas de ir negociando una lenta ampliación del territorio, buscar alianzas
con algunos grupos indígenas a cambio de contraprestaciones diversas, y
tratar de ir incluyendo y “civilizando” a muchos indígenas, lo que por
otra parte se consideraba necesario para ampliar la oferta de la muy esca­
sa mano de obra rural, mientras que otros son más partidarios de un en­
frentamiento radical, una guerra, que lleve la frontera más allá rápida­
mente, ocupando todo el territorio y sometiendo a los indígenas a sistemas
más parecidos a la esclavitud. Entre los primeros figuran algunas perso­
nas que vale la pena recuperar aquí, como Pedro Andrés García, un pe­
ninsular venido a fines del XVIII al Río de la Plata que se convierte luego
de la revolución en uno de los principales expertos y asesor de los gobier­
nos revolucionarios en temas agrarios y de frontera. García defendió la ne­
cesidad de una expansión por etapas, estableciendo acuerdos con algunos
grupos indígenas y con una colonización de la nueva frontera por vecinos
a los cuales se les crearan derechos sobre la tierra y de vecindad, de mane­
ra de sostener con estos nuevos “ciudadanos” así establecidos la defensa de
la frontera, a la vez que se iría “civilizando” a los indígenas fronterizos por
la vía de la cercanía cultural y la integración pacífica en ese mundo. Pedro
Andrés García es el padre de Manuel José García, destacado funcionario de
varios gobiernos de la primera mitad del siglo XIX y ministro del mismo
Rosas en sus inicios. También tuvo una relación personal directa con Juan
Manuel de Rosas. En este sentido podemos encontrar varias coincidencias
en las formas de pensar la situación de la frontera y la relación con los in­
dios entre ambos, y no resulta una casualidad que el napolitano Pedro de
Angelis, quien jugara un papel central en el entramado de intelectuales y
periodistas del régimen de Rosas, incluyera varios de los escritos de Pedro
Andrés García en su famosa Colección de Obras y Documentos relativos
a la Historia Antigua y Moderna de las Provincias del Rio de la Plata,
publicada por primera vez entre 1836 y 1837.
En cualquier caso, como hemos visto en los capítulos precedentes,
Rosas buscó desde un inicio como emprendedor rural integrar a indíge­
nas como trabajadores en sus estancias fronterizas, a la vez que entabla­
ba con ellos relaciones de tipo personal, oficiando como su “protector”
tanto ante otros vecinos y autoridades criollas como ante los enemigos
indígenas de sus aliados. En este sentido también se enfrentó con el
gobierno de Martín Rodríguez en los tempranos años veinte, cuando
éste lanzó una ofensiva militar sobre la frontera, poniendo en entredi­
cho los trabajosos acuerdos que tanto él como otros importantes propie­
tarios habían establecido con algunos grupos indígenas, provocando así
el inicio de una etapa de fuerte inestabilidad y conflictos en la frontera.
De esta manera, al llegar al gobierno Rosas llevó a cabo una política
indígena muy clara, que tuvo como fundamento el establecimiento de
acuerdos de convivencia y contraprestaciones con varias parcialidades
indígenas, denominadas “indios amigos”, entre las que destacaban las
lideradas por los caciques Catriel y Cachul, pero que incluyó a varias
otras agrupaciones aunque de manera más inestable.. Con éstas entabló
lo que se denominó el Negocio Pacífico, que implicaba que el gobierno
de Buenos Aires les entregaba regularmente una cierta cantidad de bie­
nes, especialmente ganado caballar -un bien muy demandado por los
indígenas—, a cambio de su participación en la defensa de la frontera. Se
trataba entonces de grupos indígenas establecidos en la frontera misma,
que circulaban tanto de un lado como del otro de ella y que, de hecho,
participaban en el mercado de trabajo de la campaña de Buenos Aires,
aunque fuera de manera intermitente.
Junto a estos grupos, sobre los cuales Rosas tuvo una gran influencia
y que parecen haber sido de una fidelidad extrema al gobernador, había
otros grupos, denominados “indios aliados”, los cuales establecieron
lazos algo más débiles con los gobiernos de Buenos Aires y con Rosas,
vivían en territorio indígena y, si bien participaban también del Negocio
Pacífico, gozaban de mayores niveles de autonomía. Entre éstos se en­
contraba por ejemplo Calfucurá, quien en algún momento avanzado el
gobierno de Rosas, y sobre todo después de su caída, encabezará una
alianza indígena que amenazará fuertemente a Buenos Aires.
Las relaciones de Rosas con los diferentes caciques e s t a b a n diferen­
ciadas y personalizadas. El efecto de esa estrategia puede advertirse m e ­
jor si se toman, por ejemplo, las palabras del c a c i q u e borogano Ju a n Ig­
nacio Caningún, quien le expresó a Rosas desde toldos en G u a m in í
s l is

que “hemos hecho las paces con usía, y con usía queremos entendernos;
con otro no podremos jamás tener tanta confianza”.23 Esa estrategia, en­
tonces, parece haber tenido su correspondencia entre algunos caciques
que advirtieron las ventajas de una relación personalizada y lo más di­
recta posible con el gobernador. También parece haber convertido a al­
gunos caciques en perdurables aliados del régimen rosista: así, el men­
cionado Catriel, por ejemplo, mantenía una relación con Rosas que lo
convertía al mismo tiempo en un interlocutor privilegiado de otros ca­
ciques e incluso llegó a ser reconocido por el gobierno porteño como
general y cacique superior de las tribus del Sud, reconociéndosele el
uso del uniforme militar, las charreteras de coronel y el sueldo.24
Esto no impidió que Rosas se enfrentara con diversos grupos indíge­
nas; no había en ello ninguna contradicción. Gomo dijimos, las alianzas
que supo tejer con diversas parcialidades tenían en cuenta y se apoya­
ban en las divisiones y los enfrentamientos entre unos grupos y otros, y
Rosas aprovechó esas alianzas para mantener la segLiridad en la frontera
y, cuando consideró el momento apropiado, lanzar una fuerte ofensiva
militar sobre los grupos indígenas enemigos, con ejércitos integrados
por soldados criollos y tropas de indios amigos.
Silvia Ratto ha mostrado que las vinculaciones entre Rosas y los gru­
pos indígenas pampeanos tomaban la forma de tres círculos concéntricos,
donde cada uno representaba un tipo de relación diferente. En el primero
estaban los más comprometidos con el gobierno (los “indios amigos”),
que vivían dentro del territorio provincial, recibían periódicamente ra­
ciones de yeguas y artículos de consumo y cumplían una diversidad de
funciones. En el segundo se incluían las agrupaciones de “indios alia­
dos”, que periódicamente se acercaban a los fuertes de frontera para co­
merciar o mantener parlamentos e intercambiar información por gratifi­
caciones. En el tercero se hallaban los jefes indígenas transcordilleranos,
que mantenían una relación básicamente diplomática con el gobierno
bonaerense por la que circulaban información y obsequios.
Pero no se trataba de círculos estables sino que a través de ellos se en­
tretejía una compleja trama de relaciones y negociaciones. Rosas apeló,
para que funcionaran, a una múltiple variedad de intermediarios de diver­
sa jerarquía v posición social, incluso antes de llegar al gobierno, sin los
cuales era imposible que consolidara sus relaciones con los caciques.25 Sin
embargo, estaba muy preocupado por concentrar en s l i s manos toda la in­
formación posible y todas las decisiones. Así, por ejemplo, en una carta de
1832 le aclaraba al teniente coronel Manuel Delgado que no debía confun­
dirse: si bien sus partes habían sido publicados como dirigidos al inspector
general, no debía entender por eso que ésa era la vía de comunicación; por
el contrario, debía dirigirse directamente a él “en un asunto en q.e yo solo
debo primero entender e imponerme”. No era la iónica instrucción bien
precisa que le enviaba: Rosas elegía con cuidado con qué caciques podía
entrevistarse y le aclaraba que su carta no sólo debía serle leída a los caci­
ques “amigos” sino que además debía entregárseles una copia.26
En un principio la situación de los grupos aliados no estaba expues­
ta a una presión estatal directa debido a que conservaban su autonomía
política y territorial, pero para la década de 1830 Rosas intentó ejercer
una presión mayor, por ejemplo, sobre los caciques boroganos para ata­
car a los ranqueles. La estrategia no estaba exenta de una combinación
de amenazas y persuasión, como lo muestra una carta de Rosas de 1833
al jefe Cañuiquir:

Mediten ustedes un poco y verán que mi amistad les vale mucho


y que deben procurar conservarla a toda costa. También es nece­
sario que no olviden que yo sé todo lo que pasa y que aunque al­
gunas veces guarde prudencia y silencio no es porque no sepa las
cosas sino porque soy generoso y caballero con mis amigos. Y
así como soy buen amigo de mis amigos y no les se faltar en nada, así
también los persigo de muerte a los que me llegan a ser infieles y
traidores.

Ante ese tipo de presiones los caciques debieron extremar su ingenio y se


atrevían a reclamarle a ese “Padre y amigo” que “tenga un poquito de
paciencia: un hombre tan grande como VE no crea que lo hemos de enga­
ñar”. Más aún, en otra presentación le reclamaban porque “siendo un
Gefe tan benigno y tan amoroso Padre de los pobres nos hayga echado en
olvido”. Se advierte, así, que componentes centrales de la cultura política
criolla impregnaban también el discurso de los caciques. Y claramente lo
testimonian las palabras que pronunció Cachul en Tapalqué a mediados
de 1835: “Juan Manuel es mi amigo muy bueno; nunca me ha engañado.
Yo y mis indios han de morir por él. Si no fuera por Juan Manuel no nos
veríamos como nos vemos hoy viviendo entre los cristianos todos unidos
como hermanos. Mientras viva Juan Manuel todos seremos felices y vivi­
remos en orden y sosiego al lado de nuestras mujeres e hijos”.27
Algunos de estos grupos de indios amigos demostraron una fuerte
adhesión personal a Rosas, que pusieron a prueba en circunstancias
dramáticas como el levantamiento de los Libres del Sur. Incluso Rosas
empleó a las fuerzas indígenas para mantener bajo control a la ciudad
de Buenos Aires. De este modo, a partir de 1840 comenzó a acampar
“indios amigos” en Santos Lugares, desde donde eran empleados en
tareas de vigilancia; así, el juez de paz de Las Conchas había tomado
posesión de una quinta en Tigre cuyo propietario había sido confinado
a la ciudad y puso a cargo de ella a Pascual Rosas, a quien describió
como “indio boroga y federal decidido”.28
Pero por supuesto ello tenía un precio, y estos grupos aprovechaban
su participación en las luchas políticas del mundo criollo para conse­
guir objetivos propios, ya fuera el fortalecimiento de su poder al interior
del mundo indígena y frente a los criollos, la apropiación de recursos
necesarios para su subsistencia, etc. Como hemos relatado antes, ello se
pone de manifiesto de manera clara luego de la represión de los Libres
del Sur, cuando los indios amigos hicieron saber a los jefes militares
criollos que eran conscientes del poder que habían adquirido en esa
coyuntura por el papel que tuvieron en esas batallas. Así lograron de­
fender la apropiación de ganado que realizaron de las estancias de los
enemigos derrotados de Rosas, pero también de muchos de sus alia­
dos... El comandante Bernardo Echevarría refiere esta situación en una
carta muy elocuente: “Es preciso tener muy presente que sé positiva­
mente que el cacique Calfiao y algunos otros indios han dicho estas
terminantes palabras nosotros somos hoy muchos y los cristianos son
muy poquitos a lo que se agrega el grado de altanería en que está la in­
diada que ya toca la linea de la insolencia”.29Ello habría llevado a Rosas
en lo sucesivo a cuidarse más de apelar a dichas tropas indias y a pro­
nunciar una frase que, de ser cierta, explica por qué no quiso convocar­
las otra vez en su defensa para la batalla de Caseros en 1852. Habría
dicho a un interlocutor: “Ya sabe usted que soy opuesto a mezclar este
elemento entre nosotros, pues que si soy vencido no quiero dejar arrui­
nada la campaña. Si triunfamos, ¿quién contiene a los indios? Si somos
derrotados, ¿quién contiene a los indios?”,3'
Ello no impidió que durante todo el gobierno de Rosas, como lo han
mostrado bien los diversos estudios de Silvia Ratto, las tropas que de­
fendieron la frontera de Buenos Aires estuvieran constituidas normal­
mente por un puñado de militares de carrera, un grupo algo más nume­
roso de milicias conformadas por los vecinos de los partidos fronterizos,
pero sobre todo por más nutridas tropas milicianas de indios amigos.
R o s a s , los líd eres pro v in ciales y l a o rganización n acio n al

Probablemente ha sido el historiador Enrique Barba quien mejor estu­


dió las relaciones entabladas por Juan Manuel de Rosas con los gober­
nadores de las provincias argentinas, así como sus posturas referidas a
la organización federal de la nación.
Y sus conclusiones al respecto son lapidarias. En la introducción
que escribe a la edición de la correspondencia entre el gobernador por­
teño, Facundo Quiroga y Estanislao López señala:

Buenos Aires encontró en Rosas al más porfiado y celoso defensor


de sus privilegios. Su obra paciente, minuciosa y continuada fue
la de un artífice. Con los prejuicios y con las pretensiones de un
auténtico porteño fue tejiendo la malla sutil pero fortísima con la
que envolvió al resto del país. Su oposición, tímidamente expre­
sada en un principio y luego con energía, a la organización cons­
titucional; su obstinada negativa a franquear los ríos interiores a
la navegación, acentuando el monopolio tradicional de la aduana
de Buenos Aires; su mansa solicitud, y bravia poco después, para
que se otorgase al gobernador porteño - a él por supuesto- la re­
presentación nacional, constituyen etapas exitosamente supera­
das en su intento de asentar de forma definitiva la preeminencia
de la provincia.31

Si bien una parte de la biblioteca y mucha documentación parecen ava­


lar las conclusiones de Barba, quizá se pueda decir algo más y pensar la
cuestión de otra manera a la luz de ciertos avances de la historiograíía
de las últimas décadas.
Por lo pronto, Barba y muchos otros historiadores quisieron poner en
duda la adhesión de Rosas al federalismo.i2 Para ello apelaba a una lec­
tura de algunas cartas en las que Rosas se decía resignado a aceptar la
voluntad mayoritaria de los pueblos por la Federación. Buen ejemplo
de ello es la que escribió a principios de 1832 a Facundo Quiroga expli­
cando algunas de las razones que lo habían hecho federal:

La Federación es la forma de Gobierno más conforme con los prin­


cipios democráticos con que fuimos educados en el estado colonial
sin ser conocidos los vínculos y títulos de la aristocracia como en
Chile y Lima, en cuyos Estados los Condes, los Marqueses y los
Mayorazgos constituían una jerarquía que se acomodan más a las
máximas del régimen de Unidad y los sostienen; pero aun así sien­
do Federal por íntimo convencimiento, me subordinaría a ser Uni­
tario, si el voto de los pueblos fuese por la unidad.33

De este modo, la convicción que Rosas tenía acerca de la conveniencia


del régimen federal se sustentaba en dos claves: por un lado, en su m i­
rada de la peculiaridad de la herencia colonial rioplatense que no había
legado una aristocracia capaz de sustentar un régimen de unidad; por
otro, su invocación del principio del consentimiento, como principio
legitimador del orden político.34 La conclusión a la que parece haber
arribado es que el régimen político más conveniente era aquel que se
adecuara mejor a las características de la sociedad para garantizar la
preservación del orden social.
Tampoco resulta lo más adecuado pensar al rosismo como un provin­
cianismo porteño tan extremo que por ello sería diferente y opuesto al
federalismo, pues esta manera de analizar la documentación elude algu­
nas cuestiones centrales. La primera, que más allá de cuáles hayan sido
las convicciones más íntimas de Rosas ello es una cuestión menos signi­
ficativa que el lugar que tuvo en la escena pública pues fue, sin duda, el
líder del federalismo porteño desde 1829 y luego del federalismo argenti­
no, y así lo entendían los contemporáneos, enemigos o fervorosos segui­
dores; la segunda cuestión importante es que no sólo no había contradic­
ción alguna entre porteñismo y adhesión al federalismo, sino que es esa
decisión de preservar los intereses y la primacía de Buenos Aires lo que
hace comprensible su vuelco hacia las filas federales. Como ha señalado
Chiaramonte, se esconde detrás de este tipo de interpretaciones la confu­
sión entre confederación y federación, pues a lo que Rosas se opuso per­
sistentemente fue a dar el paso definitivo que permitiera transformar la
laxa Confederación que lideraba en un Estado federal en el que Buenos
Aires resignara partes importantes de su autonomía y poder.
¿Cuál es entonces ese contexto interpretativo que ha variado bastante,
en especial gracias a los análisis de José Carlos Chiaramonte?
El historiador rosarino ha hecho aportes significativos para colocar
el debate sobre la organización política de la nación y las relaciones
interprovinciales, así como sobre la naturaleza de las propuestas de or­
ganización de tipo centralizada o unitaria por un lado y federal o confe­
deral por el otro. Ante todo hizo una crítica radical de las interpretacio­
nes que partían de considerar la preexistencia de la nación hacia 1810,
demostrando que para entonces no existía nada parecido a una identi­
dad nacional argentina. Y que por lo tanto al producirse la crisis de la
monarquía castellana y fracasar en la década de los años diez los inten­
tos de las elites porteñas de reconstruir una unidad política similar al
Virreinato del Río de la Plata, prevalece una organización política cen­
trada en las ciudades y sus entornos, pensadas como entidades políticas
soberanas, autónomas.
De esta manera, a la conformación de la provincia de Buenos Aires
como Estado soberano en 1820, así como el resto de los Estados provin­
ciales, no se la puede pensar como el producto de la “anarquía” y la
crisis de la nación, sino como la forma más concreta y posible de orga­
nización política luego de la crisis del orden colonial. Esto no significaba
necesariamente que dichas organizaciones estatales provinciales -con
todos los atributos que tiene un ente estatal—se pensaran como estructu­
ras completamente separadas del resto de las que antes integraban el
espacio ibérico, especialmente teniendo en cuenta la estrechez territo­
rial, demográfica y económica que la mayoría de ellas tenía. Pero las
alternativas que podían surgir —y de hecho surgieron- para la conforma­
ción de Estados de mayor alcance podían ser muy diversas y fueron el
resultado de un conjunto amplio de circunstancias que no estaban defi­
nidas de antemano.
En este sentido Chiaramonte cuestionó también fuertemente las inter­
pretaciones vigentes sobre el caudillismo, que lo entendían como un siste­
ma político contrario a la conformación de la nación, basado exclusiva­
mente en liderazgos militares y carentes de estructura institucional. En su
interpretación, la organización de tas provincias en los años veinte era la
forma viable de organización política basada en las herencias ideológicas e
institucionales del mundo colonial, ante la desaparición de la Corona. Y
los “caudillos” debían ser entendidos como los gobernadores de esos Esta­
dos, asentados en una cultura jurídica y política de antigua data, aunque
obviamente también en unas fuerzas militares y milicianas de distinto tipo.
De esta manera, cuando se plantean las diversas alternativas de or­
ganización política que van más allá de cada uno de los Estados pro­
vinciales, aparecen diversas opciones, unas que se proponen descono­
cer la autonomía de dichos Estados para construir un Estado único,
centralizado, ya sea con dominio irrestricto porteño o no (y aquí ha­
bría mucho para decir, ya que por ejemplo la denostada unión propug­
nada por el grupo rivadaviano en el Congreso de 1824-1827 limitaba
seriamente algunos privilegios que había mantenido Buenos Aires
hasta entonces, como el control de los recursos aduaneros), y otras que
se proponen una organización llamada “federal” pero que en realidad se
trataba de una de tipo “confedera!”, en la que las partes conservaban
unabüena cuota de sus atributos de “estatidad”, cediendo al gobierno
confederal sólo algunos de ellos, como las relaciones exteriores y la
dirección de las guerras. En este sentido se pueden interpretar por
ejemplo las propuestas de organización política efectuadas por Artigas
para el Congreso Constituyente de 1813 o los acuerdos alcanzados ini­
cialmente por las provincias de Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos a
través del Pacto Federal en 1831, al que luego irían adhiriendo el resto
de las provincias,
Por lo tanto, no se trata de juzgar las acciones de Rosas a favor o en
contra de una unidad nacional que no existía antes de su llegada al po­
der, sino en el contexto de este desarrollo recién aludido.
Recapitulemos entonces una serie de cuestiones señaladas a lo largo
del libro, vinculadas con estos temas.
Las primeras intervenciones políticas de Rosas en relación con la
cuestión de la organización política de Buenos Aires y las relaciones
interprovinciales asoman en 1820, cuando éste tiene una intervención
decisiva tanto para derrotar a los sectores movilizados porteños como
para alejar la amenaza de los líderes federales, López y Ramírez, de la
provincia a la que habían derrotado.
Luego de ello Rosas se convierte en un apoyo importante de la solu­
ción política propugnada por el Partido del Orden que coloca a Martín
Rodríguez al frente de la organización del Estado porteño, pero como
vimos al poco tiempo una serie de cuestiones lo alejan de esta coalición.
Durante toda la década de 1820 se puede observar cómo Rosas fortale­
ce su alianza con líderes provinciales que reconocía claves para lograr
pacificar la situación política porteña, alejando los conflictos interpro­
vinciales, y consolida su influencia en las zonas rurales de Buenos Ai­
res desempeñando diversos cargos y afirmando su alianza con diversos
sectores y redes sociales y con algunos grupos indígenas. Todo ello sin
comprometerse con ninguno de los grupos políticos que se delinean du­
rante esa década como centralistas o unitarios y federales, los que, como
vimos, terminan enfrentados abiertamente en los años centrales de la dé­
cada hasta el fusilamiento de Dorrego y el alzamiento rural de 1829.
Cuando llega al poder en Buenos Aires, afianza su alianza con López
y Quiroga y combate las opciones centralistas que encabezan diversos
líderes como José M. Paz y Lavalle. Pero también será consecuente en
combatir de manera abierta o más sutil a todos los líderes provinciales
que cuestionen su manera de ver el proceso político rioplatense y su
poder, así como los privilegios de Buenos Aires en el conjunto. En esta
clave pueden interpretarse los enfrentamientos casi constantes con Co­
rrientes y a veces con otras provincias.
Como hemos referido anteriormente, Rosas fue afirmando su poder
sobre el resto de las provincias en paralelo al que consigue en Buenos
Aires. Y lo hizo con una persistencia notable, alternando las alianzas y
las concesiones con presiones sutiles o desembozadas, recursos finan­
cieros y cuando no con la guerra. Las circunstancias irán determinando
la necesidad de recurrir a una u otras, y es posible observar que durante
su primer gobierno tuvo que apelar centralmente a costosas negociacio­
nes con líderes provinciales que parecían tener tanto poder como él
mismo, pero a partir de 1835 su capacidad de presión y manipulación
de la situación política del interior se acrecentó notablemente, c o m o
explicamos en el capítulo 7.
E l f u s il a m i e n t o de lo s R e in a f é p u e d e ser s e ñ a la d o c o m o un m o m e n to
de q u ie b re p o r la c a p a c i d a d del g o b e r n a n te p o r te ñ o de e je r c e r actos de
ju s t ic i a s u m a r ia m á s a llá d el te rrito r io de B u e n o s A ire s. E n e s o s m i s m o s
ti e m p o s logra i m p o n e r a su c a n d id a to , M a n u e l " Q u e b r a c h o ” L óp ez, en
la g o b e r n a c ió n de C ó rd o b a , v e n c i e n d o la r e s is t e n c i a del líd e r santafesi.no.
E s ta n is la o L ó p e z , q u i e n ta m b i é n h a b ía s id o p r o t e c t o r de los Rñinaro. He­
los i n ic i o s de los c u a r e n t a , lu e g o de la d errota m i li t a r r o tu n d a s o b re sus
e n e m ig o s e n B u e n o s A ir e s , o r g a n iz a p o r su c u e n ta una g uerra q u e p a re ­
ce de c o n q u is ta d el i n t e r io r m e d ia n t e los e jé r c it o s c o m a n d a d o s p o r O r i ­
be y otros jefes r o s is ta s , que i m p o n e n p o r la fu e r z a a je fe s p r o v i n c ia l e s
que le son adictos.
En este marco cambiante se puede interpretar por ejemplo su fa m o s a
L ey de Aduanas de 1835, por la que concedía las d e m a n d a s de a lg u n a s
provincias de protección aduanera, en un momento en el que Rosas
piensa que debe fortalecer su liderazgo más allá de Buenos Aires. Sin
em bargo, más adelante, sobre todo luego de las muertes de Quiroga en
1835 y de Estanislao López en 1838, dos líderes cuyo prestigio y auto­
nomía no podían ser desconocidos por Rosas, así como la muerte este
último año del líder tucumano Alejandro Heredia, las cosas cambian
bastante y la consolidación del poder rosista parece necesitar mucho
menos de las negociaciones. Si bien no podemos abonar las hipótesis
que plantean la complicidad del porteño en las muertes de sus podero­
sos aliados del interior y, al revés, se debe constatar la existencia de
numerosos testimonios sobre la importancia de la alianza y colabora­
ción que Rosas había establecido con ellos, no caben dudas de que su
desaparición dejó el terreno listo para un avance más definido del do­
minio de Rosas sobre el conjunto de las provincias. Sin duda la debili­
dad económica de las provincias interiores contribuyó también mucho
a este resultado. Algo distinta será la situación con las provincias del
LitoraL en especial con la de Entre Ríos, que, si bien estaba muy lejos
del poderío económico de la antigua capital virreinal, conocería un
fuerte crecimiento, especialmente notable en los años cuarenta y que les
daría a sus líderes mayores márgenes de acción autónoma.
Junto con esto no se puede negar que Rosas se opuso de manera muy
sistemática a la organización de un Congreso general que pudiera defi­
nir la estructura constitucional de la nación, ya sea federal o unitaria.
Salvo durante la crisis del federalismo que lo alejó del poder en 1833 y
1834, en la que por muy corto tiempo sus allegados argumentaron -d e
manera sin duda oportunista—a favor de la Constitución federal, todo
su gobierno estuvo acompañado por la letanía del argumento, repetido
una y otra vez, de que, si bien estaba a favor de la organización consti­
tucional, no estaban dadas las condiciones para ello. La frondosa co­
rrespondencia de Rosas con distintos interlocutores y especialmente
con gobernadores de otras provincias nos brinda ese repetitivo argu­
mento y las amenazas a la paz social que implicaría aventurarse nueva­
mente en otro intento de Congreso Constituyente. Las expresiones ver­
tidas por Rosas en la famosa carta escrita en 1834 en la Hacienda de
Figueroa se reiteran casi palabra por palabra en innumerables cartas
escritas hasta el final de su gobierno.35 Como ya hemos dicho, no cabe
otra explicación a dicha oposición cerril que la defensa por un lado de
su lugar al frente del gobierno de Buenos Aires y de la Confederación
Argentina, así como también la defensa de los privilegios de Buenos
Aires, especialmente la fijación de la política comercial y el control de
los recursos aduaneros. Quizá también podamos creer un poco en los
argumentos de Rosas sobre el peligro de que esas disputas reinstalaran
un escenario de confrontación bélica. Pero fue justamente esa estrategia
la que nunca pudo impedir que la confrontación se reprodujera.
En este sentido resulta difícil no coincidir en parte con lo señalado
al inicio por Barba, o con las conclusiones que saca de su gobierno Sar­
miento,.quien, luego de criticar ferozmente y desde diversos ángulos el
sistema de caudillos y el gobierno de Rosas, concluye que éste ha senta­
do las bases de la organización nacional al vencer la resistencia de las
provincias a la unidad bajo la égida porteña. Curiosamente este argu­
mento sarmientino es compartido, a veces inadvertidamente, por nume­
rosos revisionistas que también reivindican el rol de Rosas como cons­
tructor de una nación amenazada en su integridad.
Ahora bien, la contribución de Chiaramonte es también decisiva
para dejar en claro otra cuestión clave a la hora de entender la arquitec­
tura institucional realmente existente en la Confederación y en la pro­
vincia de Buenos Aires bajo la égida de Rosas. Como ha señalado, el
federalismo argentino fue un conjunto de tendencias políticas heterogé­
neas y doctrinariamente poco definidas pero, aun así, logró conformar
una laxa confederación que, en rigor, era más bien una alianza, pues a
poco de constituirse se disolvió el órgano de gobierno central instituido
por el pacto de 1831.30 Fue ésa una coyuntura decisiva en la que se de­
batieron abiertamente no sólo dos estrategias opuestas respecto del
modo y de los tiempos necesarios para organizar un Estado que agluti­
nara a todas las provincias sino también la política comercial v aduane­
ra que habría de implementarse: encarnadas en las posiciones de Co­
rrientes y de Buenos Aires, esas controversias también demostraban ios
límites y los obstáculos que había para conformar ese Estado ante la
ausencia de un mercado nacional unificado y, sobre todo, de una clase
dominante de alcance nacional.'’'7
A pesar de ello, Rosas ejerció durante todo el tiempo que gobernó la
delegación realizada por las provincias de la representación exterior y, por
tanto, la atribución para coordinar y comandar la guerra y la paz. En este
terreno fue puntilloso en requerir que esa delegación fuera convalidada
expresamente por el consentimiento de los pueblos que integraban la Con­
federación. La delegación de la representación exterior de las provincias al
gobernador de Buenos Aires no era una invención del rosismo sino que
recogía una tradición previamente forjada: así, en la década de 1820 tanto
Martín Rodríguez como luego Las Heras y más tarde Dorrego habían ya
cumplido esa función. Por lo tanto, tampoco era inédito que un gobernador
fungiera como jefe de las fuerzas interprovinciales: ya lo habían sido Las
Heras y Dorrego en su momento, y en 1828 ésa fue la función asignada por
la Convención a Estanislao López. La cuestión crucial, entonces, no residía
en la ausencia de legalidad del ejercicio de tales atribuciones sino que se
situaba en los usos que Rosas supo hacer de esas atribuciones para cons­
truir su influencia política por sobre los gobiernos provinciales y al interior
mismo de cada provincia. Pero, aun así, como se ha visto en el capítulo 8,
al comenzar la década de 1850 Rosas exigió que las provincias volvieran a
expresar pública y formalmente su consentimiento, y ello. d erim enalgu-
nas provincias en una novedad: el desarrollo de prácticas plebiscitarias.; De
este modo, Rosas pasaba a ser el jefe de la Confederación y de una nación,
y podía argumentar que expresaba la soberanía popular^
Más aún, ejercía también la suma del poder público en toda la Con­
federación. ¿Se oponían las provincias a ello? No por el momento, como
no lo había hecho antes Estanislao López. Las relaciones entre Rosas y
López son particularmente ilustrativas para considerar las modificacio­
nes que fueron sufriendo las que Rosas mantenía con los gobernadores
del resto de las provincias. Se trataba de una relación perdurable que
resultó por demás provechosa para ambos, y el examen de su abundan­
te correspondencia demuestra que la alianza fue firme y de importancia
decisiva en cada momento clave: como se ha visto, la alianza que ambos
forjaron en 1820 fue inseparable del ascenso de Rosas al primer plano
de la política porteña, y en 1829 fue López quien le brindó no sólo fuer­
zas para combatir a los decembristas sino también la legitimidad políti­
ca que necesitaba fuera de Buenos Aires. Del mismo modo, en 1835
López fue particularmente explícito ante la decisión de Rosas de reasu­
mir el gobierno y hacerlo con el ejercicio de la suma del poder público:
para López era la mejor de las decisiones pues las opiniones de los fe­
derales estaban divididas y fraccionadas.38 Tuvieron, por cierto, mo­
mentos de desacuerdos que casi siempre se debían a que tenían opinio­
nes diferentes al momento de evaluar las estrategias a desplegar en las
provincias, sobre todo aquellas sobre las cuales López extendía su in­
fluencia, como Córdoba y Entre Ríos, o al mejor modo de enfrentar la
disidencia correntina. Ahora bien, para los años treinta parece bastante
claro a través de esos intercambios, por momentos verdaderamente
frondosos, que la relación entre ambos estaba cambiando y Rosas había
pasado a ejercer una suerte de dirección política del accionar de López
aunque cuidándose de generar una competencia abierta. Así, hacia
1836, diferían radicalmente en la evaluación de varios actores de la es­
cena entrerriana y, en particular de uno, Justo José de Urquiza. Para
López era un “unitario, declarado enemigo y perseguidor de todo fede­
ral”; para Rosas, en cambio, había servido a la causa federal desde 1819
y lo consideraba para entonces completamente fiel.39 Esa capacidad de
Rosas para convertirse de aliado más o menos secundario de López en
su director político no devenía quizás esencialmente de sus atributos
personales sino, sobre todo, de la muy diferente capacidad de acción de
los Estados que conducían y que habían tornado a Santa Fe en muy de­
pendiente de la cooperación financiera porteña.40 Así, tras la muerte de
López en 1838, el gobernador de Buenos Aires se transformó en un actor
político central de las disputas de poder santafesinas.
En cualquier caso algo es claro: a medida que Rosas iba construyen­
do su hegemonía sobre la Confederación, las relaciones con los goberna­
dores y líderes de otras provincias tendían a hacerse más desiguales y
jerarquizadas. Rosas intentaba ejercer sobre sus aliados una dirección
política que se traducía en los más diversos asuntos. Así, por e je m p l o ,
al tucumano Alejandro Heredia le recriminaba e n 1 8 3 7 q u e en su s ofi­
cios y proclamas escribía “todo argentino, los buenos a r g e n tin o s , todo
patriota, los buenos patriotas” y que no decían “ to d o a r g e n tin o fe d era l,
los buenos argentinos federales, todo patriota fe d e r a l, los buenos p a tr io ­
tas federales”; o al santafesino Juan Pablo López le re c o r d a b a e n 1839
que era conveniente generalizar en tre las m u je r e s y los h o m b r e s el uso
de la divisa federal.41 ¿Hasta qué punto logró h a c e r realidad s u s p r e t e n ­
siones? Responder a esta pregunta requeriría un e x a m e n pormenoriza­
do de la dinámica de las relaciones entre Rosas y los diferentes gobier­
nos provinciales que no sólo no podemos acometer aquí por razones de
espacio sino porque aún no ha sido debida y precisamente indagada.
Por el momento, parece claro que esas relaciones fueron más jerárquicas
y asimétricas en aquellas provincias en las cuales estaban desplegados
los ejércitos rosistas y mientras estuvieran sobre el terreno. También
que una táctica reiterada de diversos gobiernos provinciales fue practi­
car una suerte de ritualización de la obediencia mediante la cual busca­
ban eludir situaciones de conflicto o disidencia abierta.
¿Había llegado el momento de la organización? Ésa, al menos, era la
conclusión a la que había llegado Juan B. Alberdi reconociendo que
la estabilidad política alcanzada por el rosismo creaba las condiciones
para la prosperidad económica.42 ¿Imaginaba Rosas hacia 1851 que ahora
sí llegaba ese momento? En todo caso, la respuesta a esa pregunta quizá
sea lo de menos, pues la tarea la llevaría adelante su antiguo aliado, Justo
J. de Urquiza. Y el hecho decisivo, como a poco se demostró, no era que
no la encabezara Rosas sino que no lo hiciera la provincia de Buenos Ai­
res. Esa situación expresaba muy claramente cómo habían cambiado las
cosas entre las décadas de 1820 y 1850: Rosas había llegado al poder, en
parte, gracias al amparo que le ofrecía su alianza con López; Rosas habría
de ser derrotado gracias a la alianza forjada por su antiguo aliado Urquiza,
que había acrecentado su poder justamente gracias a su amparo. La rebel­
día entrerriana era el caso extremo de transformación de antiguos aliados
en enemigos. Otros gobiernos provinciales, que tan sumisos y leales a
Rosas aparecían rechazando con rutinaria elocuencia su renuncia, poco y
nada hicieron para enfrentar la rebelión urquicista.

R o sas a n t e la s n acio n es del mundo

El reconocimiento por las potencias europeas de la independencia de


las Provincias Unidas y del conjunto de las naciones hispanoamerica­
nas fue una clara prioridad de la política exterior rosista, así como la
exaltación pública de su contribución al respecto un tópico clave del
discurso legitimador del régimen. Los conflictos y tensiones que de ello
se derivaban han hecho correr mucha tinta y llevaron a que muchos
autores vieran en Rosas una suerte de líder nacionalista y antiimperia­
lista.43 Por lo tanto, las relaciones que el régimen rosista tuvo con esas
potencias y en especial con Gran Bretaña han constituido un punto cen­
tral de las controversias historiográficas.
Ahora bien, un examen más cuidadoso de la cuestión permite advertir
que, a pesar de los conflictos y las tensiones, las relaciones de Buenos
Aires con Gran Bretaña siguieron siendo estrechas y bastante provecho­
sas para la primera durante los años rosistas. Quizá nada lo ponga más
en evidencia que el funcionamiento del comercio exterior porteño. El
crecimiento de las exportaciones de Buenos Aires, aunque tuvo nota­
bles oscilaciones, fue particularmente acentuado durante el rosismo.
Como es sabido, en ellas primaban los cueros vacunos en forma abru­
madora, rondando el 70 por ciento, y es también muy conocida la im­
portancia que tenía Gran Bretaña corno destino de esas exportaciones.
Ahora bien, un examen del destino de las exportaciones en 1824, 1834
y 1844 muestra que ese entramado mercantil era bastante más complejo
y dinámico y no se circunscribía a exportar cueros a Gran Bretaña e
importar desde allí manufacturas de consumo masivo. Obviamente ello
sucedía y no fue alterado siquiera por la ley aduanera de 1835 que, por
otra parte, no tenía ese propósito. De este modo, ha podido estimarse
que en los años aludidos Gran Bretaña insumía el 63 por ciento, el 34
por ciento y el 42 por ciento de las exportaciones, respectivamente: se
advierte, así, que aun cuando siempre ocupaba el rango de primer des­
tino la proporción era oscilante y de tendencia decreciente. A ello debe
agregarse algo menos registrado por la historiografía: que la participa­
ción de los Estados Unidos en esos mismos años habían pasado del 9
por ciento al 17 por ciento y al 13 por ciento, es decir, oscilante también
pero con tendencia creciente, al punto de que a fines de la década de
1840 era momentáneamente el primer destino de las exportaciones.
Francia, con una participación que oscilaba en torno del 9 por ciento,
tenía una importancia mucho menor, y lo mismo sucedía con España,
que se había reincorporado como destino de las exportaciones en la
década de 1830.44 De este modo, Rosas debía moverse en el plano de
las relaciones exteriores en un contexto en el cual si bien Gran Bretaña
ocupaba el lugar de principal socio comercial no era aún la nueva me­
trópoli que se convertiría en eje del orden neocolonial en formación.
Más aún, el entusiasmo británico por las oportunidades que podían
abrírsele en América Latina había menguado sensiblemente luego de
la crisis económica de 1825 y el fracaso casi completo de la mayor
parte de los emprendimientos financieros y mineros que por entonces
intentaron.45
La situación era, por el momento, menos definida y los márgenes
de acción autónoma más amplios, y es en ese contexto que puede en­
tenderse mejor tanto la retórica anticolonialista de la diplomacia y la
prensa rosistas como que se buscara mantener las mejores relaciones
posibles con el gobierno norteamericano y acompañar su resistencia al
intervencionismo británico y francés en América Latina. Sin embargo,
y a pesar de que tras la crisis económica de 1825 la participación lati­
noamericana en las exportaciones británicas fue en franca declina­
ción, al mismo tiempo ésos fueron años de notable incremento de su
intervencionismo, como lo demostraron su mediación en la paz entre
las Provincias Unidas y el Imperio del Brasil, la ocupación de las Mal­
vinas en 1833, el bloqueo del puerto de Buenos Aires entre 1845 y
1848, sus conflictos con la Confederación Centroamericana o el largo
conflicto con el Brasil para terminar con la trata negrera que recién
pudo hacerse efectiva realmente cuando las naves movilizadas al Plata
fueron destinadas a vigilar las costas brasileñas. La cuestión es que el
uso de la'hlefzapera considerado por el gobierno británico no sólo
como completamente legítimo para consolidar sus intereses en estos
territorios sino que además era postulado como necesario: así, el m i­
nistro Palmerston -q u ien por lo demás mantendría una buena relación
personal con Rosas durante su e x ilio - sostenía hacia 1850 que era pre­
ciso aplicar a los “gobiernos sem icivilizados” (entre los cuales incluía
a los de China, Portugal y toda la América hispana) “un correctivo
cada ocho o diez años para llamarlos al orden” y que debían “no sólo
ver el garrote sino realmente sentirlo”.46 Esa orientación no era muy
diferente de la que estaba adoptando Francia que, dado su retraso re­
lativo, era aun más agresiva y aventurera al punto de que, mientras
estaba inmersa en los conflictos rioplatenses y bloqueaba el puerto de
Buenos Aires, al mismo tiempo participaba con análogos objetivos en
la llamada Guerra de los Pasteles contra México.47 Como hemos visto,
fue, sin duda, el éxito de Rosas para enfrentar la intervención francesa
en los treinta un capítulo central en la forja de su predicamento pues,
como advirtió el mismo Sarmiento en Facundo, los “jóvenes” que mo­
torizaron la alianza de la oposición antirrosista con los franceses le
dieron a Rosas una poderosa arma moral para robustecer su gobierno
y su principio americano y para acrecentar su fama entre los Estados
americanos.
La firmeza de Rosas frente a los franceses no hallaba equivalencia en
sus actitudes hacia los británicos, con quienes, aun durante el bloqueo
anglo-francés, intentó mantener las mejores relaciones posibles. Lo
eran, por cierto, con la influyente comunidad de negocios británica que,
a pesar de ocasionales tensiones, no le restaba su apoyo y terminó por
influir decididamente en el levantamiento del bloqueo. Pero lo era tam­
bién con varios de los diplomáticos británicos destinados al Plata, algu­
nos de los cuales habrían de convertirse en activos colaboradores de
Rosas en Londres.
Probablemente el caso más emblemático haya sido el de Sir Woodbi-
ne Parish, quien mantuvo una larga relación con Rosas. Parish se des­
empeñó como diplomático británico en el Río de la Plata entre 1 8 2 4 y
1832 y tuvo, por tanto, un papel central en la negociación del tratado de
“amistad, comercio y navegación” de 1825 que implicó el reconoci­
miento británico de la independencia argentina y la asignación a Gran
Bretaña de la condición de “nación más favorecida”. Durante esos años
trabó relaciones fluidas con actores clave de la política porteña y fue
pasando de un inicial entusiasmo por Rivadavia a un profundo desen­
canto y a una amistad y estrecha afinidad política con Rosas y, cuando
regresó a Gran Bretaña en 1832, no cejó en su empeño por incentivar los
negocios británicos en el Plata. Asi, en 1839 publicó en Londres un do­
cumentado ensayo que sería el esbozo de una obra mayor que bien pue­
de considerarse como una de las primeras historias del Río de la Plata.
El momento no podía ser más oportuno para Rosas, y Parish se proponía
alertar al gobierno y a la opinión pública británicos contra el expansio­
nismo francés. De este modo, a principios de ese año le advertía al capi­
tán W. Bowles -y, por su intermedio, al ministro Palm erston- que los
franceses estaban haciendo un juego injustificable aliándose "con lo
peor y a la facción más irresponsable de esa p arte d el mundo”. P ara
Parish no había dudas: si los planes franceses te n ía n é x ito y sus alia d o s
se apoderaban de Buenos Aires, se desataría “ u n a g u e rra Montonera que
destruirá todo lo importante que queda en el país”. El mensaje era claro:
se pensase lo que se pensase de Rosas, de su p o sib le d e rro ta el re su lta d o
podía ser mucho peor... Sabiendo a quiénes se d irig ía, Parish no elu d ía
calificar a Rosas como “un gran déspota” y a su ministro Anchorena
como “un viejo español, obstinado e intolerante”; sin embargo, no deja­
ba de subrayar que con ellos podía negociarse en forma confiable pues
no sólo eran los “jefes del partido más poderoso de la República” sino
que además tenían “inmensos intereses y propiedades que dependen de
la continuidad de la paz doméstica que han conseguido preservar desde
que están en el poder”. No extraña, entonces, que Rosas cooperara con
las tareas que estaba desplegando Parish y le remitiera papeles y docu­
mentos para que redactara su esbozo. Parish se lo agradeció y en una de
sus cartas no dejaba de reconocerle algunos de sus méritos y uno en
particular: “El éxito de S.E. en sus esfuerzos para dominar á los indios
e incrementar el territorio de la República, como así también la adecua­
da política de su finado padre Don León Ortiz de Rosas, en los tiempos
pasados están registrados históricamente”.48 El “Héroe del Desierto”
debe de haberse sentido reconfortado, sobre todo cuando en la versión
definitiva de su obra Parish fue aun más enfático y apuntó que don León
“aprovechó tanto su cautiverio, que no sólo consiguió captarse de un
modo extraordinario el respeto y la benevolencia de los principales ca­
ciques, sino que al fin logró efectuar una paz entre ellos y el Virrey, que
duró por muchos años, y estableció merecidamente la celebridad del
nombre de Rosas por entre los Pampas”.49
Intereses cruzados y presiones múltiples aquejaban a la política bri­
tánica en el Plata, y hacia 1843 el reconocimiento inglés al gobierno si­
tiado de Montevideo enardeció a Rosas y a su ministro Arana y le hizo
temer al cónsul en Buenos Aires por el destino de sus connacionales.
Sin embargo, Gran Bretaña no intervino para impedir el sitio. En buena
medida, el dilema británico residía en un punto muy preciso que sus
diplomáticos, aun los más opuestos a Rosas, no dejaban de reconocer: el
comercio con Montevideo nunca podría contrarrestar las pérdidas que
podría ocasionar el que se hacía con Buenos Aires. Esa situación era
muy claramente reconocida por los comerciantes extranjeros de Buenos
Aires, que eran parte central del funcionamiento de la economía regio­
nal. e incluso por los franceses, que se opusieron abiertamente a la in­
tervención armada conjunta de ambas potencias, una postura que em­
pezó a concitar adhesiones en la misma Gran Bretaña ante el colapso de
las exportaciones al Plata y esas presiones hicieron que la política britá­
nica volviera a ser más negociadora con Rosas, y el ministro Palmerston
se abocó a la tarea de dejar en claro que no intervendría en los conflictos
entre Buenos Aires y Montevideo y le hizo saber al gobierno francés que
consideraba el bloqueo no sólo inútil e ilegítimo sino también como “un
acto de piratería”. Tras ello, cambió al diplomático destinado a tratar
con Rosas y buscó un inmediato acuerdo basado en el reconocimiento
de un dato clave de la realidad rioplatense: Rosas era quien podía pre­
servar el orden y garantizar los intereses de la comunidad mercantil
británica.50
Las relaciones con Gran Bretaña también fueron atravesadas por
otros temas conflictivos, aunque no llegaron a provocar una ruptura.
Por un lado, estaba la cuestión de las islas Malvinas. En la década que
sigue a la Revolución de Mayo, los gobiernos de Buenos Aires casi no.se
ocuparon del tema, y el modesto dominio que habían ejercido sobre
ellas las autoridades españolas se mantuvo en suspenso. Desde 1820, en
cambio, las autoridades porteñas habían tratado de mantenerlas bajo su
control y afrontaban las incursiones de pescadores y cazadores, espe­
cialmente británicos y norteamericanos. Además de establecer una go­
bernación, en 1826 se instaló una sociedad integrada por el comerciante
de origen alemán radicado en Buenos Aires Luis Vernet y el saladerista
Jorge Pacheco, que recibió la concesión con derechos exclusivos de caza
y pesca (que incluía los de un importante stock ganadero que se había
desarrollado allí de los primeros animales llevados por los españoles),
y en 1829 Vernet fue designado como su comandante político y militar,
decisión que motivó un reclamo británico. En julio de ese año arribó
Vernet a las islas con un grupo de colonos, que al parecer alcanzaron
una cifra de entre 200 y 300 personas hasta la ocupación británica en
1833. El núcleo más importante se encontraba en Puerto Soledad, y si
bien en esa población había un grupo consistente de originarios del Río
de la Plata, una parte significativa estaba compuesta también por alema­
nes, franceses, ingleses, norteamericanos, etc. Mientras tanto, la cues­
tión también involucraba al cónsul norteamericano en Buenos Aires por
el apresamiento de buques de esa bandera que operaban en la zona sin
autorización por orden de Vernet, situación que derivó en una incursión
armada por parte de la nave de guerra estadounidense Lexington, la
destrucción del emplazamiento y la detención de sus moradores. La
postura de la diplomacia norteamericana era clara para entonces: no
reconocía jurisdicción alguna al gobierno de Buenos Aires y le ofrecía a
Gran Bretaña reconocer su soberanía a cambio de derechos de pesca.
Como resultado, se rompieron las relaciones diplomáticas entre Buenos
Aires y Washington por varios años.
Para mediados de 1832, Rosas parecía interesado en consolidar la
posición en las islas y designó como comandante interino a Esteban
Mestivier, a quien le encomendó no sólo reorganizar la escasa guarni­
ción sino también la entrega de tierras y herramientas para la labranza.
Su labor sufrió todo tipo de percances, y concluyó en un motín en no­
viembre de ese año, que debilitó aun más la presencia rioplatense en las
islas. En este contexto, a comienzos de 1833 el gobierno de Londres
decidió ocuparlas a pesar de la resistencia que opuso la escasa pobla­
ción existente. Ese mismo año y el siguiente, el representante de Buenos
Aires en Londres, Manuel Moreno, presentó una protesta que fue recha­
zada e incluso llegó a temerse que se produjera una ruptura de relacio­
nes.51 Pero la tensión no pasó a mayores.
Fue en esas condiciones que la cuestión Malvinas estuvo a punto de
combinarse con otra disputa pendiente: el empréstito contratado en
1824 con la casa Baring Brothers, cuyo pago no sólo estaba suspendido
sino que en algunos años ni siquiera figuraba en los presupuestos del
rosismo.52 Al parecer ya en 1833 el ministro Manuel García había pro­
puesto contratar un nuevo empréstito que se pagaría con la venta de
tierras públicas, pero la iniciativa no prosperó. De este modo, hacia
1838 y en el contexto del conflicto con Francia, Rosas intentó preservar
las relaciones con Gran Bretaña e instruyó a Moreno para que explorara
la posibilidad de ceder los derechos sobre las islas a cambio de una
cancelación de la deuda pendiente. Más aún, para entonces Rosas tam­
bién estaba decidido a recomponer las relaciones con los Estados Uni­
dos y envió una misión diplomática, pero el gobierno norteamericano
prefirió no pronunciarse sobre la cuestión Malvinas.
Nuevos intentos diplomáticos se realizaron en 1841 y 1842, pero el
gobierno británico dio la cuestión por terminada anunciando que había
comenzado a implementar un proyecto de colonización y las islas fue­
ron formalmente incorporadas a los dominios de Su Majestad nombrán­
dose un gobernador. Para entonces, la casa Baring estaba presionando
por el pago de la deuda aunque con magros resultados, y a partir de
1844 se reinició momentáneamente pero quedó suspendido otra vez
ante el conflicto abierto al año siguiente. Hacia 1848, en plenas negocia­
ciones para levantar el bloqueo anglo-francés, Rosas tanteó nuevamente
la posibilidad de negociar las islas a cambio de una concesión por quin­
ce años de la extracción de guano en ellas y la costa patagónica, pero no
tuvo éxito. Así, al superarse el bloqueo se reinició el pago del empréstito
en módicas sumas mensuales.53
Cuando se repasan los mensajes del gobierno a la Legislatura se ad­
vierte que mantuvo su preocupación por el tema Malvinas y que avala­
ba las gestiones infructuosas de su diplomático en Londres. Sin embar­
go, también resulta claro que la cuestión estaba lejos de ser una prioridad
para el gobierno de Rosas y que intentaba ser integrada al conjunto de
aquellas que podían entrar en las negociaciones con Gran Bretaña. De
esta manera, a pesar de las tensiones y los conflictos, las relaciones
siempre intentaron ser preservadas.
De cualquier modo, las lecturas políticas de esa dinámica situación
no dejaban lugar a dudas. Rosas se había enfrentado a una coalición
armada de las dos principales potencias mundiales de la época y a la
larga había salido no sólo indemne sino también exitoso. Había logrado,
además, romper la solidez de esa coalición y se ratificaba a ojos de los
mercaderes extranjeros como el único garante posible del orden y la
prosperidad de,sus negocios. La oposición antirrosista había visto de­
fraudadas todas las expectativas que había depositado en que la inter­
vención reprodujera en forma ampliada la oportunidad para derrocarlo.
Y si alguien pretendía poner fin a la primacía mercantil del puerto de
Buenos Aires y a su control de la navegación fluvial debería obrar en
consecuencia.
Y había algo más sobre lo cual la diplomacia francesa y la brasileña
no tenían dudas: lo que Rosas se proponía era una reconstrucción del
antiguo Virreinato y extender su influencia política y su autoridad sobre
el Uruguay y el Paraguay. La pública posición del gobierno porteño res­
pecto de la situación paraguaya se lo confirmaba; la postura de Rosas
era clara y ya se la había expresado contundentemente a Estanislao L ó ­
pez en 1836: Paraguay era una provincia, separada de hecho por ios
“caprichos” de Gaspar de Francia pero que “pertenece de derecho a la
Confederación de la República”/’4 Sus mensajes a la Legislatura t e ní an
un sentido inequívoco y las relaciones con el Paraguay se informaban
en el capítulo dedicado al interior. Y rechazaba c u a l q u i e r p o s i b i l i d a d
de reconocer la independencia paraguaya proclamada e n 1 8 4 4 . Una vez
superados los desafíos de la “revolución farroupilha” en Rio Grande do
Sul en 1845, el Imperio del Brasil estaba completamente decidido a
impedirlo y habría de ocupar ahora el lugar que la oposición antirrosis­
ta había esperado de franceses e ingleses.
R o s a s , ¿ ca u d illo ?

Tan asentada está la idea en el sentido común de la historia que impera


en el imaginario y la historiografía argentina que el interrogante puede
parecer superfluo. “Caudillo” y “caudillismo” son dos de los términos
más profusamente empleados en la literatura histórica argentina y lati­
noamericana y, sin embargo, se trata de términos ambiguos y polisémi-
cos que definen tanto un período como un tipo de liderazgo político,
independientemente de su contexto histórico. Ahora bien, la indaga­
ción al respecto debería partir de una constatación: a medida que di­
chos conceptos ganaron eficacia retórica perdían toda precisión concep­
tual.55 Una segunda constatación a realizar es que en casi toda
Hispanoamérica el término caudillo tuvo durante el siglo XIX una con­
notación peyorativa y descalificadora. Ño se trata de un registro de me­
nor importancia puesto que sólo hemos hallado un “caudillo” que acep­
tara para sí el uso del término: fue ^Estanislao López,' uno de los
principales aliados de Rosas y gobernador de Santa Fe entre 1818 y
1838, que adoptó esta denominación en el estatuto de 1819, el cual fue
dado a publicidad a través de un manifiesto plagado de nociones libera­
les entremezcladas con otras típicas del lenguaje político del antiguo
régimen y que postula que “uno de los actos más esenciales de la liber­
tad del hombre” era, justamente, “el nombramiento de su caudillo”.56
De Rosas no hallamos ningún documento en el mismo sentido, y no era
tampoco empleado por la prensa rosista para aludirlo; por el contrario,
en ella el término caudillo era profusamente utilizado para hacer refe­
rencia a distintos enemigos, a Lavalle, a Rivera o a Santa Cruz, por ejem­
plo. Los adversarios de Rosas, en cambio, sí emplearon repetidamente
el término como epíteto para denigrarlo, y esa senda fue seguida por los
historiadores que adoptaron sus perspectivas hasta que en el siglo XX el
término fue apropiado por la historiografía revisionista invirtiendo
completamente sus connotaciones.
Pero no se trata sólo de un problema semántico, aun cuando la histo­
ria de las palabras dice mucho de la historia de las sociedades. El pro­
blema con el que se topó Sarmiento y que lo llevó a centrarse en la figu­
ra de Quiroga para develar los secretos del caudillismo se le replantearía
a la historiografía posterior. Ese problema residía en la complejidad de
la sociedad bonaerense y en la densidad de su sistema institucional,
pues el hecho de tenerlas en cuenta no podía sino socavar por completo
varios de los presupuestos sobre el caudillismo: un tipo de autoridad
privada que generada en el ámbito de la estancia venía a llenar el su­
puesto vacío institucional forjado por la “anarquía”.
A lo largo de este libro hemos visto sobradas pruebas aportadas por
la historiografía reciente de que tales hipótesis resultan inconsisten­
tes. El hecho central es que Rosas fue un heredero de la estructura
institucional forjada en los años veinte y se apoyó en ella para cons­
truir y consolidar su poder. Como se señaló en el capítulo 8, un tipo de
institución, como eran las “sociedades africanas” que se habían ex­
pandido durante la llamada “feliz experiencia”, se convirtió en ba­
luartes del rosismo. De modo análogo, Rosas percibió que la Sociedad
de Beneficencia fundada en 1823 podía transformarse en un instru­
mento eficaz para la causa federal y, por un tiempo, le dio notable
impulso creando escuelas para mujeres libertas y libres de color, en­
cargándole la inspección de la cárcel de mujeres e introduciendo en la
educación una orientación marcadamente federal, incluyendo el otor­
gamiento de becas para las “familias federales”. Sin embargo, desde
mediados de los años treinta las instituciones de la Sociedad iban a
languidecer por la escasez de recursos: de este modo, la política rosis­
ta de transferir la acción caritativa de las corporaciones al ámbito de la
acción estatal terminó derivando en que ella volviera a quedar en ma­
nos de actores privados.57
En este sentido, la experiencia de los juzgados de paz es emblemáti­
ca, y durante los gobiernos de Rosas fueron multiplicados tanto su nú­
mero como acrecentadas sus atribuciones. En consecuencia, el rosismo
no puede ser visto como opuesto y antagónico al orden construido du­
rante las llamadas “reformas rivadavianas” -com o, con valoraciones
opuestas, lo pensaron historiadores situados en líneas competitivas de
interpretación- sino como su continuidad aunque contuviera significa­
tivas transformaciones.
Esa situación de cambio en la continuidad también puede advertirse
en otras facetas. Por ejemplo, la obsesiva persecución de la “vagancia”
desplegada durante la era directorial y la rivadaviana así como todo su
dispositivo normativo destinado a controlar la movilidad de la pobla­
ción rural y reducir sus márgenes de autonomía fue mantenido y pro­
fundizado durante el rosismo. A su vez, el sistema electoral instaurado
en 1821 fue también reproducido aunque ampliando la representación
de la campaña en la Legislatura, fomentando la participación de la po­
blación rural y acentuando enormemente la capacidad gubernamental
para mantenerlo bajo estricto control.
Ahora bien, en dos ámbitos hubo innovaciones profundas aunque
realizadas también a partir de las prácticas previamente desarrolladas.
Por un lado, el rosismo convirtió a la religión, más que a la misma Igle­
sia, en un componente central de la legitimidad social del régimen y de
su discurso político. No sólo la causa federal fue santificada sino que ya
desde el primer gobierno resultó evidente que se esperaba que la restau­
ración del orden incluyera la de las costumbres sociales. Así, por ejem­
plo, en octubre de 1831 el ministro de Gobierno -Tomás de Anchorena-
daba a conocer un decreto por el cual se prohibía la venta de los libros
que “manifiestamente tiendan a atacar la sana moral de evangelio, la
verdad y la santidad de la religión del Estado y la divinidad de Jesu­
cristo su autor”, así como también la venta y circulación de pinturas,
grabados y esculturas obscenas.58 Y, en este sentido, el discurso político
de Rosas y toda su concepción del orden político y social estaban im­
pregnados de apelaciones y referencias religiosas; así, el orden del día
en la campaña contra los indios de 1833 contenía una precisa indica­
ción: “El primer deber de los Argentinos, es respetar la Religión del
Estado”, y para que no quedaran dudas argumentaba que “nuestra reli­
gión engendra virtudes cristianas y cívicas” pues eran ellas las que en­
señaban “el respeto y sumisión a la ley”. Para ello se impulsaban prác­
ticas que pudieran interpelar a los paisanos movilizados: así, desde las
siete de la tarde de ese día debía arder en cada campamento un San Juan
y a las seis se daría una ración de aguardiente.39 De este modo, mientras
los rituales cívicos y religiosos se multiplicaban en la escena pública
hasta abarcar los mismos campamentos de las expediciones militares, la
condición de buen ciudadano, buen federal y buen cristiano pasaba a
formar una tríada inseparable.
Pero la “Religión de Estado” no era una novedad introducida por el
rosismo, como tampoco lo era su concepción de que los clérigos y sacer­
dotes eran parte de los funcionarios del Estado. Sin embargo, muchos
autores han coincidido en señalar que el rosismo habría significado una
suerte de restauración de la tradición católica colonial supuestamente
muy debilitada durante la época rivadaviana. En cambio, algunos estudios
recientes han cuestionado decididamente estas visiones, y subrayaron
que Rosas trató de implementar una política religiosa que esperaba ob­
tener una activa participación del clero e impartía precisas instruccio­
nes en este sentido a los párrocos “para que cada día se arraigue más y
más en los corazones de los porteños su adhesión al régimen federal de
la República” y “para que en las pláticas y sermones dirijan al pueblo
una exhortación para que se mantenga firme en el sostén y defensa de la
expresada causa”. Para Rosas, la Iglesia era un segmento de su aparato
político-administrativo, y los eclesiásticos empleados públicos como
todos los demás. ¿Era una novedad? Por cierto que no, pues era una
herencia precisa de la época rivadaviana, y ella pesó en Rosas mucho
más que cualquier otra consideración. Y, de allí, sus oscilantes relacio­
nes con los jesuítas, repatriados en 1836 y vueltos a expulsar en 1842.
Aun así, Rosas afrontaba un problema insoluble: con una población,
sobre todo rural, en notable crecimiento y con un territorio que había
tenido una gran ampliación, el número de párrocos se mantenía estan­
cado.60 De allí que pueda concluirse que el rosismo hizo un uso más
eficaz de la religión que de la misma y debilitada estructura eclesiástica,
aunque no haya escatimado esfuerzos para mantenerla bajo disciplina­
do control.
Por otro lado, el rosismo mantuvo la estructura básica y el dispositi­
vo normativo gestado en los años veinte para el ejército y las milicias,
aunque logró algo que nunca antes se había logrado: construir un enor­
me ejército de línea y subordinar completamente a ese ejército a las
milicias hasta convertirlo en el eje central de su régimen.61 Quizá nada
muestre mejor que el prestigio y la autoridad de Rosas no emanaban del
interior de sus estancias sino de su lugar y su trayectoria como oficial
miliciano, pues es aquí donde deben buscarse los orígenes de ambos. Es
sintomático en este sentido un episodio: en enero de 1833 el gobierno
de Juan R. Balcarce anunciaba la renuncia del cuñado de Rosas -Lucio
M ansilla- a la Inspección General de Armas y designaba en su lugar a
un antiguo oficial directorial, Elias Galván, quien hasta ese momento
oficiaba de subinspector general de Campaña.52 A su vez, designaba a
Rosas para que “continuase” desempeñándose como comandante gene­
ral de Campaña, como lo era antes de ocupar el gobierno. Rosas aceptó
la designación pero aclarando que sólo lo haría por el tiempo que Bal­
carce ejerciera el gobierno, y renunciando a percibir los 5000 pesos
anuales asignados.63 De este modo, mientras el gobierno admitía el lugar
social indisputado de Rosas como máxima autoridad de las milicias de
campaña, éste quería dejar públicamente en claro la legitimidad de su
designación, que no quedaran dudas de que no se trataba de la apropia­
ción de una función pública y que, como le gustaba repetir, lo hacía sin
esperar retribución por sus servicios. Pero la designación tenía un pro­
pósito que excedía en mucho lo meramente simbólico, pues como co­
mandante general de Campaña —el mismo cargo que en 1828 le había
permitido presentarse y ser reconocido como única autoridad legítima
existente tras el derrocamiento de Dorrego- debía encabezar la división
contra los indios en acuerdo con los gobiernos de otras provincias. De
esta forma, aunque para esta misión específica, sin estar a cargo del go­
bierno Rosas podía ejercer autoridad y mando sobre las fuerzas de otras
provincias. Por supuesto, vuelto al gobierno en 1835 esa peculiar situa­
ción habría de superarse.
Lo dicho alcanza para situar mejor una cuestión muy controvertida
que ha sido dilucidada recientemente por Chiaramonte. Aunque las
controversias por dictar una Constitución fueron centrales en estos
años, ello no debería oscurecer el hecho de que el Río de la Plata —como
otros países hispanoamericanos- no carecía de un orden que podemos
denominar constitucional, pues estaba en vigencia lo que esos mismos
contemporáneos denominaban “nuestra antigua constitución”: no se
trataba de un texto escrito pero sí de un conjunto de normas heredadas
de la época colonial que persistió, transformado y reelaborado, durante
largo tiempo. Este registro es importante para considerar el controverti­
do asunto de las llamadas “facultades extraordinarias”. Por cierto, ellas
no eran una invención de Rosas sino una réplica de la antigua institu­
ción de la dictadura legal romana; no eran, por tanto, la demostración
de la ausencia de toda legalidad sino una institución establecida me­
diante las normas propias del derecho natural y de gentes, por consen­
timiento de quienes las otorgaban y con limitaciones de tiempo y de
atribuciones. No se trataba tampoco de una singularidad bonaerense
sino que el mismo tipo de atribuciones fueron otorgadas a muchos otros
gobernadores. Sin embargo, lo que distinguió la experiencia porteña fue
que esas facultades otorgadas por la Legislatura por un plazo determina­
do le fueron luego asignadas a Rosas sin límite de tiempo y que, desde
1835, se le asignó también la suma del poder público. Por cierto, ello
erosionaba cualquier posibilidad de división efectiva de poderes pero
también lo es que esa división había sido más proclamada que efectiva
en los años previos a la experiencia rosista, tanto en Buenos Aires como en
otros Estados provinciales. En consecuencia, los regímenes representa­
tivos que surgieron no llegaron a consolidarse plenamente, así como
tampoco se afirmó una esfera judicial separada de los otros poderes.
Con todo, la vigencia de los principios antiguos se expresó en las prác­
ticas políticas, y a ello debe atribuirse la persistente exigencia de Rosas
de que fuera la Legislatura, como expresión institucional de la sobera­
nía, la que expresara formal y públicamente su consentimiento al ejer­
cicio de esas facultades. Pero que las condiciones históricas habían
cambiado lo expresó con claridad su voluntad para que la asignación de
la suma del poder público fuera convalidada por un plebiscito popular
y no sólo por la Legislatura.64 Obviamente, lo dicho sólo apunta a trazar
un rasgo del cuadro general de situación que, por cierto, ofrecía un va­
riopinto mosaico de realidades provinciales. En algunas provincias, el
ejercicio de la suma del poder fue mucho más limitado que en otras y,
del mismo modo, la fortaleza de la Legislatura frente al respectivo go­
bernador podía ser muy diferente.
¿Nada cambió? Por supuesto que sí, y no sólo por el prolongado
tiempo que Rosas ejerció esas atribuciones y por la ritualidad de las
formas de expresar el consentimiento. Los cambios no vinieron tanto
del plano normativo sino de las prácticas efectivas. Algunas ya las he­
mos señalado, por ejemplo, la ampliación del campo de ejercicio de las
facultades extraordinarias y de la suma del poder público sobre el con­
junto del territorio de la Confederación. Otras expresan muy bien el tipo
de orden rural que Rosas quería instaurar al asumir el gobierno: para
1830 la campaña volvió a ser dividida en departamentos militares,
como se había intentado varias veces desde 1819. La novedad estaba en
que ahora los jefes a cargo de los departamentos norte y sur, Angel Pa­
checo y Gervasio Rosas, tuvieron -hasta fines de 1831, al m enos- la fa­
cultad delegada por el gobernador de ejercer en ellos las facultades ex­
traordinarias.
¿Era, entonces, Rosas un “caudillo”? Replanteémonos el interrogante.
Rosas sólo puede ser calificado así si se despoja al término tanto de las
connotaciones peyorativas como de toda pretensión de explicar su auto­
ridad sin los recursos institucionales que lo hacían posible y lo legitima­
ban. Y la cuestión tampoco se resuelve apelando a otro recurso retórico
tan impreciso y ambiguo como es el “clientelismo”, salvo que se advierta
que las prácticas clientelares eran parte inseparable de las prácticas de la
época para conformar actores sociales, y que el clientelismo que pudo
haber practicado Rosas era un clientelismo político y no devenía sólo de
los vínculos de obediencia que pudo haber forjado como patrón y admi­
nistrador de estancias o como jefe de una unidad miliciana. Dicho en
forma más precisa, el liderazgo que Rosas pudo ejercer sobre amplios
sectores sociales intensamente movilizados era un liderazgo político, y
su dilucidación tampoco se resuelve apelando a éste u otros comodines
intelectuales extemporáneos como el populismo.65
El nudo de la cuestión reside en dilucidar las razones y los modos en
que Rosas pudo construir y sostener el liderazgo político sobre amplios
sectores políticamente movilizados y cuya adhesión no fue sólo el re­
sultado de la coerción, la dependencia personal o la manipulación.66

L as d isputas po r la opinión po pu la r

El sistema de Rosas sería incomprensible sin incluir en su considera­


ción el vasto repertorio de acciones e iniciativas impulsadas por el go­
bierno y su red de autoridades subalternas, pero también por muchos
otros agentes, para conquistar la adhesión de amplios sectores sociales
y para construir una identidad colectiva federal que los incluyera. Para
lograrlo el rosismo fue desarrollando y desplegando un amplio reperto­
rio de símbolos, prácticas y rituales que se orientaban simultáneamente
a reafirmar su carácter republicano y a exaltar la figura del líder, a sedi­
mentar la identificación, lealtad y subordinación al régimen y a unifor­
mar la opinión y sus modos de expresión. Así, las imágenes de Rosas y
su mujer, el Restaurador y la Heroína, como solía presentarlos la multi-
facética producción icónica, poblaron tanto la escena pública como la
esfera doméstica, y el rojo punzó las tiñó en una auténtica guerra de
colores.
Una vasta literatura ha dado cuenta de un fenómeno central de la
política y la cultura rioplatense desarrollado a partir de la revolución: el
papel jugado por la prensa y otros medios de cultura impresa dada la
notable multiplicación del número de periódicos, pasquines, gacetas y
hojas sueltas, que se acrecentó durante la década de 1820 y que en
Buenos Aires alcanzó su pico entre 1829 y 1835, para decrecer noto­
riamente durante el segundo gobierno de Rosas. A ello debe agregarse
que el fenómeno no se circunscribió a Buenos Aires sino que se mani­
festó con fuerza en otras ciudades, para adquirir entre 1835 y 1843 no­
table intensidad también en la prensa antirrosista en Montevideo y tam­
bién aunque en menor escala en Valparaíso.67
En ese contexto, un lugar central lo ocupó la llamada “guerra gauchi-
política”, un fenómeno político y cultural que en la década revolucio­
naria tuvo como principal expresión los “cielitos” y los “diálogos pa­
trióticos” de Bartolomé Hidalgo y que en la siguiente se manifestó en las
prolíficas publicaciones de Francisco de Castañeda.68 Como se ha seña­
lado, estos impresos eran redactados generalmente por hombres de las
elites culturales aunque fueran elaborados en lenguaje popular y se di­
rigían a un público mucho más amplio que aquellos que sabían leer y
escribir, alcanzando a los sectores populares ya que se leían en pulpe­
rías, mercados y campamentos militares. Esos impresos jugaron un im­
portante papel en la conformación de las identidades colectivas, y mu­
chos se convirtieron en materiales de lectura cotidiana, lo que les
permitió influir en las ideas y las conductas y operar en la esfera públi­
ca de una forma que no parece haber tenido precedentes en América
Latina.69
Se trata, entonces, de un fenómeno cultural y político de importan­
cia decisiva, y de ninguna manera es casual que la circulación de impre­
sos destinados a un público popular haya'sido particularmente signifi­
cativa en el contexto de emergencia del régimen rosista, entre 1829 y
1835. En ellos los “gauchos”, que en los textos de Hidalgo aparecían
templando sus guitarras y conversando, lo hacían ahora escribiendo
cartas y ganando rápidamente la imprenta; se trataba de un artificio que
animó la proliferación de escrituras no sólo de gauchos -y de gauchas-
sino también de muchachos de las orillas, negras, escribanos y cajetillas
convertidos en corresponsales de las gacetas.70 Herramienta imprescin­
dible de la lucha política, este fenómeno fue decisivo para el éxito polí­
tico y cultural del federalismo y de Rosas, pero lejos estuvo de ser su
patrimonio exclusivo: Rosas debió enfrentar apenas asumido su primer
gobierno la prédica de periódicos opositores, como El Coracero, que
Juan Gualberto Godoy publicaba en Mendoza.71
Tampoco resultó casual que fuera durante la crisis general del rosismo
(1837-1842) que la oposición apelara profusamente a este tipo de recur­
sos para intentar limar el consenso político y social de Rosas entre las
clases populares y que incluso introdujera importantes novedades para
ser más eficaz. De esta manera, en Montevideo aparecieron dos periódi­
cos entre 1839 y 1841, El Grito Arjentino y ¡Muera Rosas!, que apelaron a
las posibilidades que ofrecía el uso de la imagen que proveía la técnica
litográfica, retrucando mediante estos impresos el intenso uso de la ima­
gen que el rosismo hacía de su accionar comunicacional y tratando de
dirigirse a las clases populares urbanas y, sobre todo, a las rurales.72
El registro y la significación de estos fenómenos no pueden ser circuns­
criptos a un capítulo decisivo de la historia de la literatura rioplatense, sino
que expresan con suma claridad la absoluta centralidad que había adquiri­
do en las luchas políticas la disputa por la opinión de las clases populares,
testimonio inequívoco del lugar que tenían en ellas. Así, en un trabajo
pionero Pilar González Bemaldo subrayó la importancia que tuvo la llama­
da “guerra de opinión” en el levantamiento rural que hizo posible la derro­
ta del golpe de Estado unitario de diciembre de 1828 y el ascenso de Rosas
al gobierno. En esa guerra fueron empleados múltiples recursos, desde los
rumores, las arengas y los sermones hasta los pasquines y las hojas sueltas,
los cuales contribuyeron decididamente a forjar una identidad política co­
lectiva entre la población sublevada.73 Textos, imágenes y versos fueron,
así, parte sustancial de la guerra de opinión.
Rosas contaba para ello con dos plumas principales, y ambas eran
necesarias para desplegar la guerra de opinión y dirigirse a dos públicos
bien diferentes: Pedro de Angelis se dirigía sobre todo a un público edu­
cado desde El Lucero, mientras que Luis Pérez lo h a c í a h a c i a los sect ores
plebeyos desde periódicos como El Negrito. Conviene tener en cuenta
que el momento principal de desarrollo de estas formas de propaganda
política dirigidas al público plebeyo por parte del rosismo fue justamente
el de s u emergencia como fenómeno político entre 1 8 2 9 y 1 8 3 3 mientras
se sostenía en la activa movilización de las clases populares. Para esa
coyuntura tanto Pérez como De Angelis eran imprescindibles. A la inver­
sa, su importancia decreció sensiblemente en los últimos años del rosis­
mo, cuando esa movilización había perdido completamente intensidad y
toda espontaneidad. Para entonces, su escriba principal era claramente
De Angelis, mientras que el rastro de Pérez como activo propagandista
del rosismo se pierde después de 1834, cuando publicó su último perió­
dico, El Gaucho Restaurador, y tras tener un duro enfrentamiento con
aquél.
De Pedro de Angelis ya nos hemos ocupado; la figura de Pérez es,
por cierto, mucho menos conocida, pero no por ello menos significa­
tiva. Entre 1830 y 1834 llegó a publicar una treintena de periódicos
destinados al mundo popular, entre ellos El Gaucho, La Gaucha,, Los
muchachos, El Toro de Once, El Torito de los Muchachos, El Negrito,
La Negrita o, como vimos, El Gaucho Restaurador. Era un tucumano
radicado en Buenos Aires y según algunas versiones habría sido en su
casa que se preparó la llamada “Revolución de los Restauradores” en
1833.74 Su escritura tenía un rasgo distintivo y apelaba a los modos de
hablar de los paisanos y de la comunidad afroporteña, y sus periódi­
cos presentaban llamativos dibujos e incluían cartas de los lectores, al­
gunas fingidas y otras, probablemente, genuinas. En estas condiciones,
aun cuando Pérez no estaba empleado al servicio de Rosas, operaba
como un mediador político entre él y las clases populares, así como un
mediador cultural entre el mundo elitista y el popular. Sus “protago­
nistas” eran personajes como Pancho Lugares Contreras y Juana Peña.
No podemos tratar aquí el contenido de esas publicaciones, y sólo
cabe apuntar algunos de sus tópicos principales y las imágenes que bus­
caban construir de Rosas. Una de las más reiteradas es la del patrón
paternal; pero, cabe anotarlo, esa representación también ponía a Rosas
en un lugar, social y político especial, casi como un instrumento de la
providencia que llegaba a satisfacer el estado de espera del mundo po­
pular. Una de sus cuartetas lo muestra con claridad:

Ya gracias a Dios llegó


Nuestro adorado patrón,
El deseado de este pueblo
El genio de la Nación.7r’

El regreso del “adorado patrón” a la ciudad en 1831 era presentado así


como un momento de tranquilidad social, y ese Rosas era descripto a la
vez como el “Azote de los tiranos” y el “Amparo de las esposas”. Se
trataba de celebrar ese regreso pero pedagógicamente Pérez les advertía
a sus lectores que el festejo popular debía tener “campanas y cohetes” y
estar seguido por la “mediacaña”, de una “grande gritería” y con la ciu­
dad completamente iluminada y con las banderas desplegadas, aunque
no todo estaría permitido a esa plebe convocada a celebrar: “Pero, cui­
dado. que al viejo / No le gustan borracheras”. ¿Cuál era el lugar social
y político desde el cual les hablaba Pancho Lugares Contreras a los
plebeyos? En esto, Pérez era preciso y taxativo: era el “Guitarrista y
gacetero / De las Gauchas Montoneras”.76
“Gauchos” y “montoneros”, entonces, eran términos apropiados e
invertidos en sus sentidos para construir un colectivo identitario. No
parece exagerado señalar que, en este sentido, la locuacidad de Pérez
buscaba constituir a Rosas, si no en líder mesiánico, al menos en un lí­
der que tenía que ocupar un lugar especial y que venía a cumplir con
una misión: debía vengar a Dorrego y salvar a la patria. Así, ya en el
primer número de El Torito de los Muchachos incluía unas décimas a
través de las cuales era el mismísimo Dorrego quien le exigía a Rosas
que oyera su voz; debía librar a la patria de sus males y esa patria era ese
“Buenos-Aires querido”. La tarea encargada era clara: castigar a los atre­
vidos y pérfidos y adorar a los federales.
Los periódicos de Pérez buscaban incentivar el activismo político ple­
beyo y al mismo tiempo construir una representación de Rosas como
“adorado patrón”, paternalista y pacificador. No era, por cierto, la repre­
sentación de un igual, pero la retórica de Pérez también apuntaba a una
demarcación social que venía a redefinir el significado de plebe. Y no
sólo para invertir también su sentido, al valorizarlo y tornarlo una autoi-
dentificación positiva, sino también porqué apuntaba a ampliar su conte­
nido y tratar de hacerlo correlativo con los alineamientos políticos; de
este modo, desde las páginas de E l Torito d e ¡os M u c h a c h o s se decía:

Cielito, cielo sí
Cielito y es evidente
Que el hacendado es la plebe
Y el tendero hombre decente.77

En ese periódico publicado durante 1830 su protagonista era Juan Barria­


les, un supuesto paisano de la Magdalena y aparcero de Pancho Lugares
Contreras, el gacetero de El Gaucho. Desde ese contexto campesino Pé­
rez construía una imagen del antagonismo entre la “plebe” y la “gente
decente”, característico de la época colonial y muy presente durante la
era revolucionaria y los años veinte, que ahora era metarnorfoseado en un
conflicto político que buscaba alinear a los sectores plebeyos y a los ha­
cendados en un mismo bloque social enfrentado a los “puebleros” y “ca­
jetillas”, representados en la figura del tendero. No era, por cierto, una
invención de Pérez sino una representación social que ya estaba circulan­
do antes, pero que halló en él a un eficaz propalador.78
Algunos estudiosos del tema, como Julio Schvartzman, han sosteni­
do que el federalismo de Pérez era un federalismo plebeyo pero que su
nacionalismo no era xenófobo. Al respecto ha señalado que no solo ha­
cía una encendida defensa del uso de la divisa federal sino que no rene­
gaba ni repudiaba del mote de “santos culotes” que les habían impuesto
los unitarios a los federales plebeyos; más aún, incluso celebraba el he­
roísmo de los franceses, posturas que fueron abiertamente criticadas
por Pedro de Angelis desde La Gaceta; esas críticas fueron descalifica­
das por El Torito,.., atribuyéndolas a que provenían de un “federal fin­
gido”. No era éste el único punto de desacuerdo entre ambos: tanto o
más decisivo resultaba el debate que entablaron desde ambos periódi­
cos sobre el rol de las mujeres en la política.
Pérez parece haber estado particularmente interesado en incentivar
esa participación política de las mujeres plebeyas y exponerla como la
prueba irrefutable de la popularidad del federalismo, y así presentó a las
mujeres de la plebe, y a las mujeres negras en particular, como decididas
“federalas”, una incorrección lingüística que tenía un sentido prístino
pues mediante la invención de una palabra apuntaba a construir un
actor colectivo. De esta manera, si la mayor parte de la prensa gauchí po­
lítica era escrita por hombres de la ciudad, por “letrados” que se hacían
pasar por “gauchos” convertidos en “gaceteros”, ahora también, si­
guiendo los pasos que había ensayado Castañeda con Doña María R eta­
zos, Pérez ofrecía una prensa popular escrita por hombres que hacían do
mujeres y que exaltaban esa condición.7'1
Ese federalismo de raigambre plebeya que encarnaba Pérez no sólo
era un “látigo” disponible para azotar a los unitarios sino también un
elemento disruptivo dentro del federalismo porteño y, al tiempo que lo
hacía penetrar en el universo popular, lo enfrentaba a un federalismo de
letrados como el que encarnaba Pedro de Angelis. Para Pérez no había du­
das: había sido primero unitario con Rivadavia, luego amotinado con Lava-
He, “imparcial” con Viamonte y “restaurador” con Rosas; pero siempre
un “traidor”. Sin embargo, en ese enfrentamiento, Rosas optó por De
A n g elis. Fue, quizá, por ello que no contó luego con una pluma y una
p re n sa popular de esta eficacia y creatividad y carecía de ella por com­
p leto e n lo s años finales del régimen rosista...
No había, con todo, ninguna corrección política en la prensa popular
del rosismo y, así como se reconocía, valoraba y estimulaba el papel de
los negros y las negras en la defensa de la Federación, no por ello se
dejaba de descalificar a los oponentes apelando a epítetos racializados;
las palmas, claramente, se las llevó Fructuoso Rivera, a quien la prensa
y los poetas populares del federalismo no dejaban de tildar de “mula­
to”, “pardo” o “pardejón”.
Mientras ello sucedía en Buenos Aires, desde Montevideo se difun­
día una gauchesca que se concentró en imputar un carácter criminal y
sanguinario a Rosas y a sus aliados. Así, desde las páginas de El Gaucho
Oriental se decía:

Rosas es un asesino,
Un judío y un ladrón;
Un verdugo y un maulón
Es Echague un cochino;
Urquiza es un libertino,
Un trompeta, un degollero;
Un traidor, un balaquero,
Es L av alleja, el p e tiz o ;
Y el D iablo de to d o s h izo
B ich o s de un m ism o ch iq u e ro .Btl

Sii* duda, la m a y o r re p e rc u s ió n la o b tu v ie ro n los te x to s de H ilario As-


casu b í, que en "L a re fa lo s a ” n a rra b a la su p u e s ta a m e n a z a de u n d eg o lla ­
dor v m azo rq u ero de los sitia d o re s de M o n tev id e o d irig id a al g au ch o
jacin to C ielo , so ld a d o y g a ce te ro de la “ L eg ió n A rg e n tin a ”. A sí, d esd e
las p ágin as de El G a u c h o e n C a m p a ñ a o E l G a u ch o Ja c in to C ielo , A sc a -
subi se esm erab a por d e s a c re d ita r la im a g e n de R o sas e n tre las cla se s
p o p u la re s.81
Para ello, esa oposición debía tomar en cuenta los conflictos sociales
que se entremezclaban intrincadamente con las luchas políticas y así
como sus formas de hacer la guerra se montonerizaban, sus discursos
políticos adoptaban también formas gauchescas. Para esa oposición era
claro que, si pretendía disputarles a Rosas y sus aliados sus bases socia­
les populares, esa herramienta era insustituible. De este modo, ya en su
número de presentación del ¡Muera Rosas!, no sólo denunciaba que
Buenos Aires se había convertido en una “cueva de sus tigres” sino que
convocaba a una lucha conjunta de todos los sectores sociales, a los
“hombres, niños y mujeres”, a los “Unitarios y Federales” y a “los de
poncho y los de fraque”.82
Más aún, desde El Grito Arjentino comenzó a desarrollarse una críti­
ca social que se hacía claramente eco de los reclamos de los estancieros
del sur e intentaba hacerlos extensivos al conjunto de los paisanos de­
nunciando el acaparamiento de las tierras públicas por los socios del
régimen y, en particular, por sus socios principales, los Anchorena:

¿Y el Enfiteusis? No diga
El que no lo paga, adiós,
Ya se quedó sin terreno,
Ya el rodeo se le alzó,
Porque por bajo de cuerda
A Anchorena le vendió
Lo que vale ocho por cuatro,
Y el paisano se fregó
[...]
¿Qué cuenta, amigo (le dicen).
Si ya el campo se vendió?
Lo compró D. Nicolás
Porque el plazo se venció,
Que por el nuevo decreto
arregló el Restaurador.8:1

No fueron sólo los impresos los recursos que tuvieron una importancia
capital en esta “lucha de los lenguajes”.8-1 En simultáneo, otras formas
de circulación de ideas particularmente aptas para el combate político
se desarrollaron y tomaron la forma de un variadísimo cancionero que
sólo en parte quedó registrado en los impresos de la época, y otros per­
manecieron guardados en la memoria popular hasta el siglo XX.85 Su
exploración excede completamente las posibilidades que aquí tenemos,
pero conviene subrayar que en ese cancionero no sólo tenían un lugar
central la exaltación o la denigración de la figura de Rosas sino que tam­
bién en el “cancionero federal” tenía un lugar preferente la exaltación
del papel político de las mujeres y, en especial, de las morenas.
De esta manera la llamada “civilización del cuero” aparece mucho
menos “bárbara” y “arcaica” de lo que tantas veces se ha postulado.
Ella -y el rosismo que se supuso la expresaba—sería incomprensible
sin tener en cuenta el protagonismo político de las clases populares
que hacía de las disputas por su adhesión un capítulo central. Para
esas disputas se adoptaron formas imaginativas y creativas que evi­
dencian signos claros y precisos de “modernidad” política y comuni-
cacional, y eran un testimonio contundente de que las fronteras de la
política se habían ampliado al extremo e incluían a negros y negras, a
paisanos y paisanas. Más allá de lo que fijara la normativa civil o elec­
toral, el activismo político popular y el femenino eran reconocidos y
acicateados. Y que el conflicto político estaba entrelazado a las m últi­
ples tensiones sociales era un dato que ninguno de los bandos en pug­
na podía obviar. De este modo, si se quiere seguir calificando a Rosas
como un caudillo, habrá que aceptar que ese caudillismo fue una com­
pleja construcción política y que no era sólo el producto de la volun­
tad de Rosas.
Más aún, una mirada atenta de las dinámicas del rosismo echa luz
sobre su significado histórico: proyecto y programa de orden tras el ven­
daval revolucionario, el rosismo terminó siendo la única solución que
se demostró eficaz por un largo período. Era el fruto de un liderazgo
construido en tomo del servicio de milicias y accedió al poder gracias
al decisivo apoyo que ellas le brindaron para ir convirtiéndose en la
cabeza de un Estado provincial, el más poderoso de la época, sustenta­
do en el mayor ejército regular existente.
Fue un firme y pertinaz opositor a la construcción de una estructura
institucional de alcance nacional que forzara una disminución de las
capacidades porteñas, y aun así sentó bases sólidas para que esa organi­
zación se pudiera constituir después de su caída y para contribuir deci­
didamente a lo largo de su extensa actuación a la configuración de una
identidad colectiva nacional. Más que ocupar un vacío institucional,
Rosas construyó su régimen aprovechando la arquitectura institucional
existente, la amplió y la consolidó como nunca antes había sido posible.
Y a pesar de la guerra casi permanente, la inflación y los embargos y
confiscaciones, su largo período de gobierno hizo posible un notable
crecimiento de la capacidad productiva de la economía provincial y el
enriquecimiento de sus estratos más altos, sin los cuales es incompren­
sible la acelerada expansión y transformación de la sociedad y la econo­
mía porteñas en los años posteriores a Caseros. En este sentido, el rosis­
mo terminó constituyéndose en una fase decisiva de la configuración
del capitalismo agrario pampeano. Pero en buena medida pudo tener
esos significados en la historia rioplatense porque no sólo había surgido
como fruto de la activa movilización de las clases populares sino tam­
bién porque pudo gobernar tantos años manteniendo y reproduciendo
esa adhesión hasta terminar por convertirse en una eficaz herramienta
para su disciplinamiento y para el control social. Es verdad que ello lo
logró también imponiendo una férrea disciplina a las elites, que hasta el
momento habían fracasado reiteradamente en sus intentos de recons­
trucción política, una ímproba tarea que en buena medida resultó exito­
sa tanto por las oportunidades que el régimen les ofrecía a quienes acep­
taran subordinarse a él, como por el temor, repetido y recurrente, que
las adhesiones populares que concitaba imponía a esas elites.

N otas

1Domingo F. Sarmiento: Facundo..., op. cit.. p. 214. El énfasis es nuestro.


2Eduardo Gutiérrez: Historia..., op. cit.. p. 61.
1John Lynch: Juan Manuel de Rosas.... op. cit.. p. 9.
4 Un análisis detallado de esta experiencia en Jorge Goiman: Musas.
op. cit.
3 En un famoso pasaje titulado “Cómo se formaban lo# caudillos", su sobrino Lucio
V. Mansilla recogió un relato sintomático: luego de castigar duramente a un c ua­
trero que había incursionado en su estancia Del Pino. Rosas lo invitó a compartir
su mesa y no sólo le ofreció convertirse en padrino de su primer hijo sino también
darle unas vacas, unas ovejas, una manada y una tropilla, y dejarlo instalarse en
su campo diciéndole “vamos a ser socios a medias”. Este paisano, al parecer, se
convirtió en un “federal en regla” y llegó a ser rico y jefe de graduación y gozar de
no poca consideración social luego de la caída de Rosas; Lucio V. Mansilla: Entre­
nos..., op. cit. Sin embargo, el episodio ha sido interpretado muchas veces fuera
de contexto y el mismo Mansilla, que conoció mejor la sociedad rural bonaerense
a diferencia de muchos historiadores posteriores, sostuvo sin ofrecer una imagen
idealizada de las relaciones sociales agrarias que en ella “no había feudos, ni se­
ñores de horca y cuchillo”; Lucio V. Mansilla: Rozas..., op. cit.
8 Formas más o menos análogas de trabajo coactivo se desarrollaron en la época en
otras zonas de Latinoamérica. El empleo de indios cautivos como mano de obra
forzada, por ejemplo, fue frecuente en otras regiones americanas, desarrollándose
incluso un tráfico ilegal para proveer a plantaciones aquejadas por la escasez de
mano de obra esclava. La observación es importante porque advierte sobre las
formas de trabajo imperantes en regiones que estaban transitando hacia el capita­
lismo agrario.
7 Una consideración de esta cuestión en Raúl O. Fradkin: “¿Qué tuvo de revolucionaria
la revolución de independencia?”, en Nuevo Topo. Revista de historia y pensa­
miento crítico, N° 5, 2008, pp. 15-43.
8 Domingo F. Sarmiento: Facundo..., op. cit., p. 204.
9 Una versión abreviada del argumento en John Lynch: “Rosas y las clases populares
en Buenos Aires”, en A A .W .: De Historia e Historiadores. Homenaje a José Luis
Romero, Buenos Aires, Siglo XXI, 1982, pp. 311-344. Su atenta lectura permite ad­
vertir que la mayor parte de las evidencias empleadas para sostener su explicación
de la formación del liderazgo de Rosas provienen de la época en la cual ya ejercía el
gobierno como si el resultado pudiera explicar la génesis histórica del fenómeno.
“ Eduardo Gutiérrez: Historia..., op. cit., p. 3.
11 Lyman Johnson: Los talleres de la revolución: la Buenos Aires plebeya y el mundo
del Atlántico, 1776-1810, Buenos Aires, Prometeo, Libros, 2013.
12 Gabriel Di M eglio: ¡Viva...!, op. cit.
13 Raúl O. Fradkin: “Cultura política y acción colectiva en Buenos Aires (1806-
1829): un ejercicio de exploración”, en Raúl O. Fradkin (ed.): ¿ Y e l p u eb lo ..., op.
cit., pp. 27-66.
14 Tulio Halperín Donghi: “Clase terrateniente y poder político en Buenos Aires
(1 8 2 0 -1 9 3 0 )", en C u a d ern o s d e H istoria R egional, N“ 15. 1992, pp. 11-46. Tam­
bién en Raúl O. Fradkin: La fo rm a ció n de ..... op. cit.
1 ’ Fabián Herrero: “¿Qué partido federal? Lucha de representaciones en la Buenos Aires
ele Juan Manuel de Rosas", en Quinto Sol. N" 8. 2004. pp. 31-50, y Constitución y f e ­
deralism o La opción de ¡os unitarios convertidos al federalism o durante el prim er
gobierno de Juan M anuel d e Rosas. Buenos Aires, Ediciones Cooperativas, 2006.
En tal sentido, los com entarios que se hacían desde las páginas The British Pac-
ket. que expresaba los intereses de la comunidad de negocios británica, resultan
por demás elocuentes: el equipo ministerial era fervorosamente elogiado y si a
principios de 1830 Tomás Manuel de Anchorena era considerado como el “jefe de
partido”, para mayo el mensaje del gobernador a la Legislatura era comparado con
los discursos del rey al Parlamento británico. De igual modo, el periódico elogiaba
la gestión cumplida por Manuel J. García al frente del Ministerio de Finanzas y
expresaba su beneplácito por la designación de su reemplazante, José María
Roxas y Patrón; The Brítish Packet..., op. cit., pp. 285, 310 y 387.
17 Véanse, por ejemplo, AHPBA, Juzgado del Crimen, 34-4-87, Expte. 28 (1829) Cri­
minal contra Francisco González, y 34.5.103 Expte. 2 (1832) Criminal contra An­
tonio Urbina, Gavino Prado y Claudio Carmona por asuntos de ganado; AGN,
Secretaría de Rosas, 1832-1834, X-43-1-2.
18 Juan Manuel de Rosas a Estanislao López, Pavón, 29 de agosto de 1831, en Enri­
que Barba: Correspondencia..., op. cit., pp. 137-146.
19 Registro Oficial de Buenos Aires, 1831, pp. 10 y 30-34.
20 Juan Manuel de Rosas: Gramática y diccionario de la lengua pampa, Buenos Ai­
res, Albatros, 1947; Adolfo Saldías: Papeles..., op. cit., Tomo I, p. 24.
21 Marta Bechis: “Fuerzas indígenas en la política criolla del siglo XIX”, en Noemí
Goldman y Ricardo Salvatore (comps.): Caudillismos ríoplatenses. Nuevas mira­
das de un viejo problema, Buenos Aires, Eudeba, 1998, pp. 293-318; Raúl Mandri-
ni: “Las fronteras y la sociedad indígena en el ámbito pampeano”, en Anuario del
IEHS, N° 12, 1997, pp. 23-34; Silvia Ratto: La frontera bonaerense..., op. cit.; Da­
niel Villar y Juan Francisco Jiménez: “La tempestad de la guerra: conflictos indí­
genas y circuitos de intercambio. Elementos para una periodización (araucanía y
las pampas, 1780-1840)”, en Raúl Mandrini y Carlos Paz (comps.): Las fronteras
hispano criollas del m undo indígena latinoamericano en los siglos XVIII-XIX. Un
estudio comparativo, Neuquén-Bahía Blanca-Tandil, Centro de Estudios de Histo­
ria Regional-UNCo/Departamento de Humanidades-UNS/Instituto de Estudios
Histórico-Sociales-UNCPBA, 2003, pp. 123-172.
11Citado en Silvia Ratto: “¿Revolución en las pampas? Diplomacia y malones entre
los indígenas de Pampa y Patagonia”, en Raúl O. Fradkin (comp.): ¿Y el pueblo
dónde está? Contribuciones para una historia de la revolución de independencia
en el Río de la Plata, Buenos Aires, Prometeo Libros, 200 8 . pp. 233-234.
Citado en A belardo Levaggi: “Qué concepto del b lanco tenían los indios del terri­
torio argentino en el siglo X IX ". en Épocas. Revista d e H istoria, N" 4. 2011, p. 54.
M arcelino Iriani: “¿Cacique, general y hacendado? Transform aciones de la dinastía
Catriel, Argentina, 1820-1870". en Anuario de Estudios Americanos. Vol. 62. N" 1,
2005, pp. 209-233.
Raúl O. Fradkin: “Algo más que una borrachera. Tensiones y temores en la fronte­
ra sur de Buenos Aires antes del alzam iento rural de 18 2 9 ". en A ndes. N° 17.
2006, pp. 51-82.
2,; María L. Cutrera y Ariel Morrone: "Carta de Juan Manuel de Rosas al Teniente Co­
ronel don Manuel Delgado, 11 de octubre de 1832”, en Tefros, Vol. 6, N" 1, 2008.
27 Silvia Ratto: “Caciques, autoridades fronterizas y lenguaraces: intermediarios cul­
turales e interlocutores válidos en Buenos Aires (primera mitad del siglo XIX)”,
en Mundo Agrario. Revista de Estudios Rurales, Vol. 5, N° 10. 2005 (en línea).
28 AGN, Juzgado de Paz de Las Conchas, X-21-1-6.
29 Carta de Echevarría a Bustos, 3 de diciembre de 1839, AGN, X, 25.6.5.
30Citado en John Lynch: Juan Manuel de Rosas..., op. cit., p. 309.
31 Enrique Barba: Correspondencia..., op. cit., pp. 7-8.
32 Así Barba lo expresó en su libro: Unitarismo..., op. cit.
33 Juan Manuel de Rosas a Facundo Quiroga, Buenos Aires, 28 de febrero de 1832,
en Enrique Barba: Correspondencia..., op. cit., pp. 71-72.
34 Sobre la importancia de este concepto en las ideas de la época véase José C.
Chiaramonte: Fundam entos intelectuales y políticos de las independencias:
notas para una nueva historia intelectual de Iberoam érica, Buenos Aires, Te-
seo, 2010.
35 La carta escrita en la Hacienda de Figueroa, con fecha 20 de diciembre de 1834,
se encuentra reproducida íntegramente en diversas publicaciones, como en Enri­
que Barba: Correspondencia..., op. cit., pp. 94-105. Se explaya allí sobre los peli­
gros que acechan al territorio argentino y a cada provincia, que hacen desaconse­
jable promover un Congreso Constituyente, que sólo se podría alcanzar una vez
pacificadas y organizadas cada una de sus partes, a riesgo de promover una mayor
anarquía. En varias ocasiones hace una comparación con Norteamérica, explican­
do cómo allí se logró la unión constitucional federal gracias a la fortaleza, organi­
zación y cohesión de cada una de las partes que la componen, así como a la
existencia de recursos económicos suficientes y equivalentes de todas ellas. Si­
tuaciones que contrastan con las vigentes en el territorio argentino.
36 José C. Chiaramonte: “El federalismo...”, op. cit.
37 José C. Chiaramonte: M ercaderes del Litoral. Economía y sociedad en la provincia
de Corrientes en la primera mitad délo siglo XIX, Buenos Aires, FCE, 1991.
38 Estanislao López a Juan Manuel de Rosas, Santa Fe, 11 de mayo de 1835, en Enri­
que Barba: Correspondencia..., op. cit., pp. 225-227.
3(1Estanislao López a Juan Manuel de Rosas, Santa Fe, 2 7 de marzo de 1 8 3 6 , v Rosas
a López, Buenos Aires, 2 0 de mayo de 1 8 3 6 , en ídem. pp. 3 2 8 - 3 6 0 .
40 Véase José C. Chiaram onte, Guillerm o C ussianovich v Sonia Tedeschi: “Finanzas
p ú b lica s...", op. c it.. pp. 7 7 - 1 1 6 .
41 Juan M anuel de Rosas a A lejandro Heredia, Buenos Aires. 1 6 de julio de 1 8 3 7 . y
Juan M anuel de Rosas a Juan Pablo López. Buenos Aires. 7 de julio de 1 8 3 9 . en
M arcela Ternavasio: C o rre sp o n d e n c ia .... op. cit., pp. 1 6 8 y 1 7 8 .
42Tulio H alperín Donghi: Proyecto v co n stru cció n de una nación (1846-1880), B ue­
nos Aires, A riel, 1995.
43 Probablemente el ejemplo más emblemático e influyente sea José María Rosa:
Defensa y pérdida..., op. cit.
44 Miguel A. Rosal y Roberto Schmit: “Las exportaciones...”, op. cit.
45 Véase Tulio Halperín Donghi: Historia contemporánea de América Latina, espe­
cialmente capítulo 2, Buenos Aires, Alianza Editorial, 1985.
46 Eugenio Vargas García: “¿Imperio informal? La política británica hacia América
Latina en el siglo XIX”, en Foro Internacional, Vol. XLVI, N° 2, 2006, pp. 370-371.
47 Gregorio Selser: Cronología de ¡as intervenciones extranjeras en América Latina,
1776-1848, México, UNAM, 1994.
4ii W. Parish al capitán W. Bowles, 14 de febrero de 1839, y W. Parish a Juan Manuel
de Rosas, 2 de diciembre de 1839, en Juan C. Nicolau: Correspondencia inédita
sobre historia argentina, Buenos Aires, Leviatán, 1990, pp. 69-77 y 81-85, respec­
tivamente.
49 Woodbine Parish: Buenos Aires y las Provincias del Río de la Plata desde su des­
cubrimiento y conquista p o r los españoles, Buenos Aires, Imprenta y Librería de
Benito Hortelano, 1852, p. 241.
50 H.S. Ferns: Gran Bretaña y A rgentina..., op. cit., pp. 268-283.
51 Robert Gore a Palmerston, 29 de agosto de 1833, citado en H. S. Ferns: Gran Bre­
taña..., op. cit, p. 236. Véanse también los diversos aportes hechos sobre el tema
por Federico Lorenz, sintetizados en: Todo lo que necesitás saber sobre Malvinas,
Buenos Aires, Paidós, 2014.
52 Juan C. Garavaglia: Construir el Estado..., op. cit., pp. 242-243.
53 Norberto Galasso: De la banca Baring al FM1. Historia de la deuda externa argenti­
na, Buenos Aires, Colihue, 2008, pp. 37-38; John Lynch: Juan Manuel de Rosas...,
op. cit., p. 253; Alejandra Luzi: “Las Islas Malvinas y el empréstito Baring Brothers”,
en Anuario del Instituto de Historia Argentina, N° 7, 2007, pp. 255-257.
54 Juan Manuel de Rosas a Estanislao López, Buenos Aires, 21 de julio de 1836, en
Enrique Barba: Correspondencia..., op. cit., p. 373.
35 “Caudillo” es una voz muy antigua que ya aparecía en los diccionarios de lengua
castellana hacia 1729 para referirse al “que guía, manda y rige la gente de guerra,
siendo su cabeza, y que como tal todos le obedecen”: Real Academia Española,
Diccionario de la Lengua Castellana, Madrid, Imprenta de Francisco del Hierro,
1729, Tomo 2, p. 235. “Caudillismo”, en cambio, es un vocablo mucho más mo­
derno que recién aparece en ellos hacia 1956 para designar "el sistema de caudi­
llaje”, el vocablo por excelencia a comienzos del siglo XX: Real Academia Espa­
ñola, Diccionario de la Lengua Española. Madrid, Espasa-Calpe. 1956, p. 284.
“Caudillaje” se incorpora en 1914 y define “el mando o gobierno de un caudillo”:
Real Academia Española, Diccionario de la Lengua Castellana, Madrid, imprenta
de los sucesores de Hernando, 1914, p. 218.
r''' Citado en Carlos Silva: El poder legislativo de la Nación, Buenos Aires. Cámara de
Diputados de la Nación, 1937. Tomo 1, pp. 384-390.
57 José Luis Moreno: La política social antes de la política social. (Caridad, beneficen­
cia y política social en Buenos Aires, siglos XVII a XX), Buenos Aires, Prometeo
Libros, 2000, pp. 11-12; Pilar González Bernaldo: “Beneficencia y gobierno en la
ciudad de Buenos Aires (1821-1861)”, en Boletín Ravignani, N° 24, 2001, pp. 45-71.
s>) Registro Oficial de Buenos Aires, 1831, p. 230.
59 Juan Manuel de Rozas, Orden del día del 23 de junio de 1833 en el campamento
de Río Colorado, en Adolfo Saldías: Papeles..., op. cit., Tomo I, pp. 122-123.
B0 María E. Barral: “Parroquias rurales, clero y población en Buenos Aires durante la
primera mitad del siglo XIX”, en Anuario del IEHS, N° 20, Tandil, UNCPBA-IEHS,
2005, pp. 359-388.
61 Raúl O. Fradkin: “Guerra y sociedad...”, op. cit.
62 No había en esta decisión ninguna anomalía: la mayor parte de la oficialidad ro-
sista había tenido destacada actuación tanto en las filas directoriales como en ese
ejército al que suele asignársele una filiación política unitaria, el ejército de la
guerra contra el Imperio del Brasil.
63 Registro Oficial, 1833, pp. 33-35.
64 Esta argumentación se apoya en las consideraciones de José C. Chiaramonte: “La
antigua constitución luego de las independencias, 1808-1852”, en Desarrollo Eco­
nómico, Vol. 50, N° 199, 2010, pp. 331-361.
65 Un recurso al que apelaron autores tan diferentes como Rubén Zorrilla en: Extrac­
ción social de los caudillos, 1810-1870, Buenos Airees, La Pléyade, 1972, o Kevin
Kelly: “Rosas and the Restoration of Order Through Populism”, en Mark Szuch-
man y Jonathan Brown (eds.): Revolution and Restoration. The Rearrangement of
Power in Argentina, 1776-1860, University of Nebraska Press, 1995, pp. 208-239.
66 Remitimos otra vez a Raúl O. Fradkin: La historia de una montonera..., op. cit.
67 Nancy Calvo: “Voces en pugna. Prensa, política y religión en los orígenes de la
República Argentina”, en Historia Sacra, Vol. LX, N° 122, 2008, pp. 575-596; Noe-
mí Goldman: “Libertad de im prenta...”, op. cit., pp. 9-20; Pilar González Bernal-
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70 Nicolás Lucero: “La guerra gauchipolítica”, en Historia crítica de la literatura ar­
gentina, Vol. 2, Buenos Aires, Emecé, 2002.
71 Félix Weinberg: fuan Gualberto Godoy: literatura y política. Poesía popular y poe­
sía gauchesca, Buenos Aires, Solar/Hachette, 1970.
72 Juan Pradére: Juan Manuel de Rosas. Su iconografía, Buenos Aires, Mendesky,
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rrosista”, en Anuario del Instituto de Historia Argentina, Año 6, 2006, pp. 97-124.
73 Pilar González Bernaldo: “El levantamiento...”, op. cit.
74 La información sobre Pérez proviene de Ricardo Rodríguez Molas: Luis P é r e z .o p .
cit.; William Aeree: La lectura..., op. cit., pp. 59-67; Olga Fernández Latour de Bo­
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75 Luis Soler Cañas: Negros, gauchos y compadres en el cancionero de la Federación
(1830-1848), Buenos Aires, Ediciones Theoria, 1958, p. 80.
7BHéctor Blomberg: Cancionero..., op. cit., pp. 21-22.
77 “Cielito del Torito”, en El Torito de los Muchachos, N" 2, 22 de agosto de 1830.
7" Raúl O. Fradkin: “¿‘Facinerosos’ contra ‘cajetillas’? La conflictividad social rural
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los tiranos de las Repúblicas Argentina y Oriental del Uruguay (1839 a 1851),
París, Imprenta Paul Dupont, 1872.
82 “ ¡Muera Rosas! Grito del Pueblo”, en ¡Muera Rosas!, N° 1, 23 de diciembre de
1841. El énfasis es nuestro.
“3 Citado en Jorge Gelman: Rosas bajo fuego..., op. cit., pp. 86-88. El énfasis es nuestro.
84 Julio Schvartzman (dir.): “Introducción” a La lucha de los lenguajes, Tomo 2 de la
Historia crítica de la literatura argentina, Buenos Aires, Emecé, 2003, pp. 7-14.
85 Olga Fernández Latour de Botas: Cantares históricos argentinos, Buenos Aires,
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Agradecimientos

Este libro, siendo de los autores, se ha beneficiado del trabajo de mu­


chos historiadores que han ayudado a cambiar sustancialmente las for­
mas de pensar la historia del proceso abierto por la crisis del orden co­
lonial. Varios colegas además nos han ayudado leyendo partes o todo el
texto y sugiriéndonos correcciones, ideas y material para enriquecerlo.
Entre ellos reconocemos especialmente a Daniel Santilli y Gustavo Paz.
Agradecemos también el apoyo entusiasta de Femando Fagnani.

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