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EL ORDEN CONSERVADOR

La política argentina entre 1880 y 1916

Natalio Botana

III - La oligarquía política

La república restrictiva1 (mediatizar y circunscribir el sufragio a unos pocos) tal como


proponía Alberdi, no presentaba ningún medio práctico para llevarla a cabo. Era como si
Alberdi hubiese apostado a favor de la prudencia de los notables habilitados, en función de
su educación, prestigio, poder, etc. para ejercer la libertad política. Sin embargo, Alberdi no
se hacía ilusiones con una república armoniosa: confiaba en el valor ordenador de las
nuevas instituciones pero al mismo tiempo tenía un razonable pesimismo acerca de la
implementación de un orden constitucional.
De todos modos, el acto de seleccionar los medios prácticos para regular las
acciones políticas dentro de los límites de la república restrictiva, ya no correspondía al
legislador sino el hombre político o de los acuerdos de los individuos y clases que
detentaban posiciones de poder y de los que querían ascender a ellas.
Ante una propuesta restrictiva, había que legitimar “con hechos” una estructura de
papeles políticos dominantes y una regla de sucesión (quién gobernaría después). Para
ello, había que construir una base de dominación efectiva. Esta fórmula operativa cobró
verdadera relevancia a partir de los 80 y perduró hasta la reforma política de Roque Sáenz
Peña (sufragio secreto, universal, para varones mayores de 18), en 1912. No es fácil
entender el principio básico que gobierna esta fórmula pero se puede hipotetizar que Alberdi
entabla un diálogo interior en el que su parte de legislador define mediante normas una
fórmula prescriptiva y, por otro, su dimensión de sociólogo, observador de la realidad que
descubre una fórmula operativa subyacente.

El control de la sucesión

Las observaciones de Alberdi como sociólogo son fruto de una crisis y una
experiencia política fallida. En 1879, Alberdi llega a Buenos Aires después de 40 años de
ausencia para asumir una banca como diputado nacional, por Tucumán. En el país impera
un clima de violencia, teme las consecuencias irreparables que podría acarrear un
enfrentamiento armado y adopta una actitud conciliadora entre Roca y Tejedor. Cuando
Avellaneda traslada el Congreso a Belgrano, las amarguras de Alberdi como intelectual lo
condicionan tanto en lo político, que vota en contra de esta ley de federalización de Buenos
Aires que él había alentado como indispensable desde 1859.
En el verano que sigue a los sucesos del 80, Alberdi siente necesidad, como
intelectual, de explicar los acontecimientos. Con la adhesión pública de Roca, Alberdi
escribe su última obra: La República Argentina consolidada en 1880 con la ciudad de
Buenos Aires por Capital. Allí anotó algunas observaciones:

“La causa de todas las crisis de disolución con motivo de las elecciones presidenciales
reside en la Constitución actual que estable dos gobiernos nacionales, los únicos dos
grandes electores, y los dos únicos candidatos serios, por el poder electoral del que
disponen. Por un lado, el gobernador-presidente (se refiere al gobernador de la provincia
de Bs. As.) cuya candidatura forzosa es una verdadera reelección; y por otro lado, el

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presidente cesante, que para asegurar su reelección promueve para sucederle a él, a un
subalterno, bajo el pacto de devolverle la presidencia, en el período siguiente”.

Esto implica que el presidente y el gobernador de Bs. As. son los dos únicos electores y
que éste último está subordinado al primero.

“No hay más que elecciones oficiales en el país, es decir, nombramientos y promociones
que hacen los gobiernos, de los funcionarios que van continuar en sus funciones. Si los
gobiernos fueran uno solo, no cesaría de existir por eso la elección oficial. Ese gobierno
único sería su elector y reelector, pero la Argentina no estaría expuesta a dividirse en dos
países, en que lo tiene permanentemente la Constitución que le da dos gobiernos
nacionales o le divide en dos departamentos los elementos del gobierno nacional que
necesita.
En este último texto, se observa un cambio radical para referirse a la república electiva. La
combinación de la forma republicana con el principio electivo de gobierno, puede adoptar
múltiples traducciones institucionales pero ambos principios imponen una distinción tajante:
la república distingue entre la esfera pública y la esfera privada y ambos órdenes de
actividad son protegidos por derechos y garantías explícitos. Si la república rechaza la
designación burocrática, como medios de selección de sus magistrados más importantes y
opta por la elección del pueblo, una segunda distinción se sumará a la primera:el soberano
o la entidad donde reside el poder de designar a los gobernantes, es causa y no efecto de
la elección de los magistrados. El elector tiene una naturaleza política diferente de la del
representante; éste último depende del elector, el cual por una delegación que va de abajo
hacia arriba, controla al gobernante que él mismo ha elegido. Estos son los argumentos
teóricos.

La realidad que se había gestado durante las presidencias anteriores al 80 demuestra lo


contrario y convoca al observador a expresar un lenguaje inédito que mantiene las palabras
tradicionales con significados opuestos. Habrá siempre electores, poder electoral, elecciones
y control pero los electores serán los gobernantes y no los gobernados, el poder electoral
estará en los recursos coercitivos o económicos de los gobiernos y no en el soberano que lo
delega , las elecciones consistirán en la designación del sucesor por el funcionario saliente
y el control lo ejercerá el gobernante sobre el gobernado, antes que el ciudadano sobre su
magistrado.
Lo que se advierte es un problema de unificación de poderes y de concentración del control
nacional, previo- para algunos- a la cuestión de limitar y democratizar el gobierno. Alberdi
establece prioridades: le preocupa alcanzar un gobierno efectivo que centralice la capacidad
electoral en toda la nación y no un régimen normal de delegación del poder. A partir del 80,
se ejercerá el control gubernamental que se ejercerá sobre todos los habitantes y a escala
nacional. Se trataba de acumular poder.
Si la capacidad electoral se concentra en los cargos gubernamentales, entonces nunca
podrán otros que no sean los designados por el funcionario saliente para mantener la
estructura de papeles dominantes que no arriesgara a enfrentarse con ningún candidato.
Por lo tanto, según Alberdi, la fórmula operativa del régimen del 80 era una sistema de
hegemonía gubernamental que se mantenía gracias al control de la sucesión que es la
que mantiene el sistema hegemónico. Por la sucesión se mantiene la estructura
institucional de un régimen sin tener en cuenta la trayectoria personal de un gobernante.
Primaron la fuerza y la elección. La elección a cargo del gobernante saliente y la fuerza se
concentró en los titulares de los papeles dominantes, que fueron los “grandes electores”.

La hegemonía gubernamental

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Los únicos que podían participar en el gobierno eran aquellos habilitados por la
riqueza, la educación y el prestigio. A partir del 80, el extraordinario incremento de la
riqueza consolidó el poder económico de un grupo social cuyos miembros eran
“naturalmente” aptos para gobernar. El poder económico se confundía con el poder
político; esta coincidencia originó una palabra: oligarquía que desde Platón y Aristóteles
significa “corrupción de un principio de gobierno”, la decadencia de los ciudadanos que
no servían bien a la polis sino al interés de un solo grupo social.
Para los historiadores, oligarquía puede describir a una categoría social dominante
o bien calificar una dimensión económica, como la clase terrateniente empleada por
Halperín. Oligarquía puede también derivar su significado de la corrupción histórica de
un grupo dirigente que deja de ser representativo durante la crisis de los 90, como señala
Grondona. También el término oligarquía puede representar a la clase dominante, unida
por un propósito nacional o reflejar el carácter de un grupo de notables cuyo ambiente
natural es el club y su método de acción, el acuerdo (Floria).
En la Argentina, el fenómeno oligárquico se componía de tres puntos de vista: era
una clase social determinada por su control económico, era un grupo político, en su
origen representativo, que se corrompe por diversos motivos; era una clase gobernante
con espíritu de cuerpo y con conciencia de pertenecer a un estrato político superior
integrada por “notables”.
Los opositores usaban la palabra oligarquía en sentido crítico, para manifestar el
rechazo al régimen del 80 y que valoraba los gobiernos anteriores a Roca. La
consolidación del régimen político no sólo coincidió con un desarrollo espectacular de
los medios productivos sino también con el “consumo ostensible”, es decir, con el
consumo notorio, sobre todo en Buenos Aires. Para los que reaccionaban contra este
estado de cosas, los gobiernos anteriores a Roca habían tenido moral política,
conciencia cívica y estilo sencillo. Los dirigentes parecían representar esos valores.
Estos tiempos de vida cívica vigorosa y de partidismo de buena fe, se oponían a lo que
pasó después: silencio, clausura y corrupción: en una palabra, oligarquía.
Para desentrañar la dimensión política del fenómeno oligárquico hay que acordar en
dos cosas: a) que hay oligarquía cuando un pequeño grupo se apropia de los resortes
fundamentales del poder. B) que ese grupo tiene una posición privilegiada en la escala
social.
Pero además, la oligarquía puede entenderse como un sistema de hegemonía
gubernamental que Alberdi observaba desde antes y después de 1880. Este sistema
hegemónico se organizaría sobre las bases de una unificación del poder electoral de los
cargos gubernamentales que deberían tener un origen distinto. Esto se manifestó a
través de los nombramientos de sucesores por parte del gobierno nacional y por el
control de éste sobre el nombramiento de los gobernadores de provincia, los cuales, a
su vez, designarían diputados y senadores e integrantes de las legislaturas provinciales.
(ver cuadros página 76 de Botana).
En las elecciones y el control, hay un tercer elemento: el por qué y el para qué del
control: porque el control permite perdurar a través del tiempo. Las instituciones pueden
tener un propósito de control pero también son el punto de arranque de una empresa
histórica más complicad y persiste más allá de los cambios. Este doble movimiento de
cambio y persistencia está presente en todo proceso de desarrollo institucional.
Pero es preciso tomar conciencia de algunos riesgos teóricos: la hipótesis alberdiana
de la sucesión presidencial llevada hasta sus últimas consecuencias podría crear
imágenes simplificadoras, según las cuales todos los presidentes fueron designados por
su antecesor. Generalizar así sería ingenuo y también sería violentar la historia. Los
regímenes políticos oligárquicos se caracterizan por tener actores o tendencias que se

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enfrentan o se ponen de acuerdo. Resulta bastante claro que los mecanismos de control
intraoligárquicos poco tienen que ver con una imagen de designación burocrática,
trasladada sin sentido crítico, desde otros contextos históricos, según la cual el de arriba
nombra al que le sucede. El camino interpretativo es otro: la oligarquía logró dos cosas:
excluir a la oposición considerada peligrosa para el mantenimiento del régimen y cooptar
(atraer) a través del acuerdo, a la oposición moderada con la que se transaban cargos
y candidaturas. Así la oligarquía se sirvió de las instituciones: evitando conflictos y
tejiendo alianzas.
Botana defiende la coexistencia de dos fórmulas: la prescriptiva y la operativa,
entrelazando Constitución y realidad. La Constitución establecía la modalidad de
elección de presidentes y miembros del Senado, consagraba el voto directo en la
cámara baja, reforzaba los rasgos unitarios del sistema federativo mediante la
intervención federal (sacar al gobernador opositor y poner un interventor en las
provincias).

IV - RASGOS INSTITUCIONALES DE UN RÉGIMEN

Electores, gobernadores y senadores

Origen y propósito de las Juntas de Electores:

Entre 1880 y 1910, las sucesiones presidenciales se procesaron a través de Juntas


de Electores. Así, Alberdi y los constituyentes de 53, se mantuvieron fieles a las
Constitución de los EEUU. El artículo 81 de la Constitución señalaba que para elegir
presidente y vice, la Capital y cada una de las provincias nombraban por votación
directa, una junta de electores igual al duplo del total de diputados y senadores que
enviaban al Congreso, con los mismos requisitos que para la elección de diputados.
Estos electores no podían ser ni diputados ni senadores ni empleados del Gobierno
Nacional. Cuatro meses antes de que el presidente terminara su mandato, elegían
presidente y vice a través de cédulas firmadas (una para decir a quién votaban como
presidente y otra, para el vice).
En presencia de las dos Cámaras, los candidatos que obtuvieran la mayor cantidad
de votos, serían nombrados inmediatamente presidente y vicepresidente. Y si no
hubiera habido mayoría absoluta, el Congreso elegiría entre los dos candidatos. (art. 82
y 83)
La institución de las Juntas Electorales tenía un doble propósito: Por un lado,
“mediatizar” el ejercicio de la soberanía popular dándole a un grupo de ciudadanos
únicamente, el derecho a elegir. Por el otro, mantener el equilibrio entre Nación y
provincias pues si bien los electores serían elegidos del mismo modo que los diputados,
debían deliberar y elegir aisladamente en pequeñas juntas que se instalarían en la
Capital Federal y en la de cada provincia.
Los constituyentes americanos habían ideado esta institución para dar la menor
oportunidad posible al “desorden y al tumulto” donde el aislamiento que tendrían los
electores los alejarían de la influencia de aquellos que estuvieran demasiado apegados
al presidente en funciones. La característica de esta institución era la autonomía y el
elitismo porque se suponía que la libertad para decidir era más fructífera alejada de la
demagogia popular. La lógica central de esta idea era que los electores eran “libres de
elegir”, no dependían de un mandato imperativo del pueblo para designar a uno u otro
candidato y se suponía que los ciudadanos le habían otorgado ese derecho y esa
libertad.

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Un propósito así está mejor adaptado al ejercicio electoral de una república restrictiva
donde son pocos los que participan de la vida política.
En una república restrictiva cobra importancia el sistema de negociaciones,
recompensas y sanciones que se establece entre el puñado de “notables” para ejercer
la libertad política y una institución como las Juntas era lo que iba mejor. En 30 años,
las juntas argentinas perdieron la autonomía que los norteamericanos habían querido
asignarle.
Entre 1880 y 1910, el Colegio Electoral estuvo compuesto por entre 200 y 300
electores designados mediante el sistema de lista completa, sin representación de las
minorías. En cada distrito, los ciudadanos votaban por una lista de electores y las que
obtenían el mayor número de votos (no la mayoría) se le asignaba la totalidad de los
electores correspondientes. Así, los distritos más grandes, tenían más electores. (Ver
cuadro comparativo Botana, pág. 88)
La federalización de la capital, partió el número de electores de Buenos Aires que de
54 pasaron a 36. Los restantes votaban por la Capital Federal. Así Bs. As. no tuvo un
peso tan abrumador sobre el resto de las provincias.
En las elecciones de 1898, 1904 y 1910, los bloques de electores comenzaron a
distribuirse con otras pautas que se mantendrían. Así Bs. As. duplicó el número de sus
electores y marcó una diferencia de 52 electores con provincias como Jujuy y la Rioja.
Algunas pautas de predominio son que Bs. As. detentó un grupo de electores
predominante, al que sumó a partir de 1898, la Capital Federal. A partir de 1880, los
distritos grandes tuvieron un peso mayor a partir de 1880. Los distritos medianos
crecieron en importancia durante las elecciones de 1886 y 1892 pero luego fueron
descendiendo, a medida de que creció la participación de los distritos grandes. El
conjunto más numeroso de los distritos chicos no superó el 50 %.
La federalización del 80 produjo una redistribución en los bloques de electores que
trajo como resultado la composición más equilibrada de las juntas. Esto se prolongó
durante dos elecciones. A partir de 1898, Bs. As. retomó y acentuó su predominio. Se
podría pensar entonces que quien controlara Bs As y la capital en votos y en electores
y adquiriera peso político en Córdoba y Santa Fe tendría la victoria presidencia, sin
embargo, el juego de alianzas introduce matices que contradecirán tal afirmación.

El comportamiento de las Juntas Electorales

Desde 1880, se observa cada vez mayor unanimidad de los bloques electorales que
se suponía, tendrían que discutir y estar divididos. De allí que Roca obtenga el 69 % de los
electores en 1880 y 85 %, en 1898 (segunda presidencia). Se nota una ausencia de
oposiciones efectivas ya que una coalición de provincias, invariablemente, dieron su apoyo
a la fórmula que ganó. Esta coalición estaba integrada por: Catamarca, Córdoba, Jujuy, La
Rioja, Salta, San Juan, San Luis, Santa Fe y Santiago del Estero. (La pregunta es si habían
hecho acuerdos anteriormente). El comportamiento de la coalición conformó un núcleo
oficialista que pudieron controlar a las provincias rebeldes que manifestaron su voluntad
opositora: Mendoza, Entre Ríos, Corrientes (se opusieron en alguna que otra votación)
Tucumán, Capital Federal y Buenos Aires (se opusieron permanentemente).
A diferencia de lo ocurrido con las provincias de apoyo permanente en la que todos
los electores votaban igual, las provincias de oposición no siempre se opusieron con la
totalidad de sus electores. Ya que las provincias de la coalición no llegaban a la mayoría de
votos, se hacía necesario atraer algunos votos de los electores de las provincias rebeldes.
Las juntas electorales tenían un propósito de control que se relacionaba con
negociaciones que tenían lugar fuera de su recinto. Pero la particularidad del método
electoral otorgaba a las provincias y a los gobernadores, un peso político que no se puede

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desconocer ya que protagonizaban el momento decisivo en el que se jugaba el papel
presidencial.

El Senado Nacional

Era un lugar de encuentro entre el poder nacional y el provincial. En un primer punto


de vista, constituía un recinto adecuado para preservar la igualdad de los estados
intervinientes en el pacto federal, cualquiera fuera su dimensión de territorio o población,
para evitar una república unitaria.
Pero si se analiza profundamente, en un segundo punto de vista, se observa que el
Senado estaba pensado como un medio de comunicación para nacionalizar a los
gobernantes locales ya que si los estados colaboraban en la formación del gobierno federal,
éste tendría autoridad respetada sobre ellos.
Un tercer punto de vista plantea que el Senado era visto como un original sistema de
control, al servicio de una élite, amparada por la edad y la distancia electoral sobre
tumultuosas multitud. Se creía que era un cuerpo tranquilo y respetable de ciudadanos que
evitaba el “golpe” que el propio pueblo podía tramar contra sí mismo. Éste último punto
sería el que tuviera mayor importancia porque el Senado también daba respuesta a dos
cuestiones decisivas que estaban presentes en un régimen republicano con división de
poderes. A) Había que establecer un cuerpo que controlara a funcionarios del gobierno y al
presidente. B) Esta cuestión tenía que ver con la dificultad de la naturaleza misma del
régimen presidencial. Una de las diferencias más notables entre este régimen y el
parlamentario era la confusión que existe entre el Jefe de Estado y el Jefe de Gobierno,
problema que podía observarse en las monarquías europeas del siglo XIX. En estas, el jefe
del Estado era el rey y el Parlamento votaba al Jefe de Gobierno, a través de un acuerdo
con la corona. La lógica del régimen parlamentario hacía que el gobierno dependiera del
Parlamento que podía derrocarlo cuando cesaba la confianza de la mayoría, pero también
la corono podía disolver al Parlamento si lo consideraba necesario o estratégico, haciendo
un nuevo llamado a elecciones. El Jefe de Estado no estaba solo en esto, lo acompañaban
el Jefe de Gobierno y sus ministros, como representantes del pueblo. ¿Pero qué se hacía
si el jefe de Estado concluía en su cargo y se ubicaba en el gobierno a un jefe electo? Aquí
había dos caminos: o se hacía como en Francia, donde el papel de primer magistrado
desaparecía ya que presidía pero no gobernaba y quienes gobernaban era un gabinete
responsable ante el Parlamento o se elegía el régimen presidencial, aunque había que ver
cómo lograr la representación popular.
En el régimen presidencial, la fragmentación de la soberanía que proponía el sistema
federal se combinaba con una rígida separación de poderes en la que el presidente no
podía disolver el Congreso ni éste podía derrocar al presidente y a su gabinete.
Cuando el predominio presidencial era fuerte, como en el caso argentino, ¿era más
seguro un presidente solo que no tenía primer ministro ni gabinete responsable? La fórmula
alberdiana salvaba esta dificultad: el presidente era elegido por una junta; los senadores,
también y el origen de ambos (edad y elección indirecta) los hacía aptos para integrar una
corporación conservadora.
De ahí, que el Senado era un verdadero Consejo Ejecutivo dotado de atribuciones
para ejercer control sobre el nivel judicial, el religioso, y los niveles más altos del sistema
burocrático. El presidente necesitaba el acuerdo del Senado para nombrar a los jueces de
la Corte Suprema y de los tribunales inferiores, para designar o remover ministros, para
elegir las cabezas del ejército, para proponer obispos, etc.

Las relaciones entre los gobernadores y el Senado

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La elección de sucesores en el gobierno, por parte del presidente saliente o de una
corporación muestra el estilo propio de ésta, amparada por el secreto.
Algunos historiadores sostienen que en la oligarquización existía una dependencia
absoluta de los gobernadores (Rivarola), que había pactos secretos en los que el
presidente, junto a otros actores, nombraba a los gobernadores de provincia y se ponía de
acuerdo en la sucesión del mandato presidencial. Rivarola era unitario y decía en una
República Unitaria, así debía ser y que el Presidente nombraría a los gobernadores
públicamente y no en secreto, como se había hecho hasta el momento, en la
oligarquización.
Matienzo, el otro historiador, era más federalista y hablaba de autonomía provincial.
Explicaba que los gobernadores hacían y deshacían cargos locales en sus provincias.
Como remedio a la oligarquización, recomendaba volver a la Constitución del 53 que
otorgaba al Senado el poder de juzgar políticamente a los gobernadores.
Después de la federalización del 80, se entablan nuevas relaciones entre presidentes
y gobernadores. El gobernador ejercía el control electoral sobre el personal político de su
provincia: designaba legisladores provinciales y nacionales, se reservaba para sí mismo
una banca en el Senado, confeccionaba con empeño la lista de electores para Presidente
y vice. Pero esta influencia se hacía bajo el amparo presidencial, es decir, el Presidente
apoyaba al gobernador. Esto explica el intercambio de protecciones entre Nación y
Provincias ya que sin el apoyo de los gobernadores, el presidente perdía autoridad pero sin
el resguardo del poder presidencial, los gobernadores no podían mandar en sus respectivas
provincias.
A partir de la reforma constitucional de 1860, los gobernadores tenían poder de veto
en la elección presidencial. A partir de los 80, el gobernador perdió estatura política y
empezó a actuar como “agente del presidente”. Para muchos gobernadores, la gobernación
era el primer paso para llegar luego, a los ámbitos de poder nacionales: la presidencia de
la Nación, el Gabinete nacional o ambas cámaras legislativas, aunque sólo dos llegaron a
la presidencia (Juárez Celman y Figueroa Alcorta que llegó por el atajo de la
vicepresidencia).
El Senado fue pensado como una institución conservadora y su composición entre
1880 y 1916, confirmó este propósito por dos razones: a) porque acogía a un número
importante de expresidentes B) porque acogía a los gobernadores salientes quien desde
este ámbito, velaba por los intereses de su provincia.
El Senado era una institución que agrupaba a los que habían concentrado el poder
en la provincia y que, luego, volcaban esa capacidad de control y experiencia en el ámbito
nacional.
El Senado comunicaba oligarquías, las hacía partícipes en el manejo de los asuntos
nacionales y las cobijaba con la garantía de un mandato extenso y renovable. Allí convivía
un grupo de notables. El mandato duraba nueve años y una reelección los llevaba a 18.
Una tercera, a 24 años en ejercicio del poder senatorial. Así quedaba garantizada la
duración y la permanencia. (“Guárdame esa banca, yo te reservo esta gobernación,
después cambiamos”).
Este cuadro de estabilidad en los puestos, se trastocó por una serie de conflictos
que se dieron en el poder político nacional y las provincias. Regresó entonces un
instrumento de control que duró con bastante fuerza: la intervención federal.

CAPÍTULO V
El sistema federal

Alberdi proponía una solución federativa para insertar a las provincias en un sistema
nacional de decisiones políticas. Sabía que el federalismo tenía una concepción política

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que intentaba llevar a la práctica una división pluralista de la soberanía entre un poder
central y un conjunto de unidades geográficas locales. Esta intención presenta al
federalismo como un compromiso entre dos grupos de valores y de intereses que podían
entrar en conflicto, en cooperación, en autonomía o en subordinación.
Los federalistas querían saber qué medida de centralización de las decisiones
residiría en un órgano central supremo. Existían varias precisiones:
● El federalismo expresaba los vínculos más o menos estables entre unidades políticas
independientes o bien mostraba una organización interna que se desarrollaba dentro
de las fronteras del Estado.
La Confederación de Estados merecía una atención particular puesto que este
embrión de federalismo estaba marcado por la precariedad: o la Confederación
evolucionaba hacia formas más centradas de la organización federal interna (como ocurría
en EEUU) o afrontaba el riesgo de su disolución.
● El contraste entre Confederación y Estado Federal pone en discusión una segunda
precisión: el uso abusivo de la palabra “federal” creaba confusión y empantanaba al
observador en un lenguaje que no distinguía entre un procedimiento diplomático (con
decisiones en el mediano plazo de un órgano federativo) y un método derivado del
poder político en un estado soberano (con decisiones inmediatas sobre un territorio
que obligaban a los habitantes que allí vivían).

El límite trazado por la Confederación y el Estado Federal provenía de un principio de


legitimidad más profundo que el portaba cada unidad federada: debía preexistir o emerger
de un vínculo nacional, un pueblo y un territorio común a todas ellas que fuera objeto y
sujeto de las decisiones. Cuando este proceso constitutivo se ponía en marcha, la
capacidad para adoptar decisiones se reforzaba con medios coercitivos para hacerlas
efectivas.
Estas situaciones planteaban el viejo interrogante alberdiano: ¿Cómo resolver la
coexistencia efectiva de dos poderes (dualismo): el nacional y el local?

La intervención federal

¿Cómo se fracturó el dualismo federal a partir de 1880?


Alberdi otorgaba a la Confederación, el deber de garantizar a las provincias de un régimen
republicano, la integridad de su territorio, su soberanía y su paz interior. Después introducía
el concepto de Intervención federal, donde planteaba que la Confederación podía intervenir
sin requisición un territorio, sólo para restablecer el orden perturbado por la sedición
(rebelión, alzamiento).
Hay que tener en cuenta dos términos: requisición y sedición. En la Constitución
estas palabras dieron lugar a confusión ya que plantea que la Confederación puede
intervenir una provincia con requisición o sin ella, para restablecer el orden público
perturbado por la sedición o para atender a la seguridad nacional amenazada por ataque o
peligro exterior. Esto añade otra causa de intervención: el ataque exterior y dos formas: con
o sin requisición.
Buenos Aires se opuso a esta reforma, en 1860, en particular, porque Sarmiento
quería que la Constitución fuera fiel a la de EEUU, de la que se estaba apartando con esos
añadidos. Sarmiento no entendía la intervención si no era requerida por el gobernador o la
legislatura provincial. La Convención de Bs As propuso una redacción que finalmente fue
aceptada: “El gobierno federal interviene la provincia para garantir la forma republicana de
gobierno o repeler invasiones exteriores y a requisición de sus autoridades, para
sostenerlas o restablecerlas, si hubieran sido depuestas por la sedición o por la invasión de
otra provincia.” (Art. 6)

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La nueva redacción dejaba a salvo el peligro que atormentaba a Sarmiento: sólo
debía intervenirse una provincia, previa requisición de las autoridades constituidas. Pero la
primera parte del artículo, dejaba abierta una interpretación que podría utilizar el poder
político nacional que era quien podría decidir en qué circunstancias correspondería
“garantir” y, por otra parte, el gobierno federal era ese garante, aunque también el poder
legislativo podría tomar parte en esa decisión. Así, tanto el Congreso por ley o el Ejecutivo
por decreto, podrían intervenir una provincia. El poder dominante lo tenía el poder central y
había que prepararse para la discreción como para la arbitrariedad del poder de turno.
Varios observadores escribieron sobre la realidad argentina. Uno de ellos, Posada,
español, comparó a la Argentina con el sistema federal antidualista de Alemania, que se
centraba en torno de un poder unificador y hegemónico. “Un Estado Federal requiere cierto
equilibrio de fuerzas que si se rompe ha de ser como lo hace Prusia con Alemania y no en
el grado en lo hace la Capital Buenos Aires”. Esto demostraba que Buenos Aires, que había
sido prenda de conquista para el interior, ahora era quien tenía el control sobre el resto del
país.
Joaquín V. González hacía una implacable crítica sobre la intervención federal. “No
se recurre a ella, con un fin constitucional (…) En la actualidad, se ha convertido en un
recurso de unificación electoral de los grandes resortes efectivos, localizados en los
gobiernos.” Gobernantes y observadores veían en la intervención federal acciones y
decisiones que desnaturalizaban un régimen que sólo podía recurrir a ella, en casos
excepcionales. Hay que ver en qué medida, la excepción se transformó, con el tiempo, en
un hábito ordinario al servicio del poder central.

La práctica de la intervención

1854-1880: período de guerra interna entre Buenos Aires y la Confederación y por


tres presidencias que marcaron una provincia hegemónica: Bs. As. La aplicación de la
intervención corrió paralela a los conflictos armados ya que cubría con un manto jurídico la
marcha de los ejércitos que buscaban imponer su concepción del orden y la integridad
nacional. En 26 años, el Poder Ejecutivo decretó 35 intervenciones y el Congreso Nacional
sancionó por ley, la misma medida sólo en 5 oportunidades. Todos los presidentes tuvieron
que enfrentar el fantasma de la guerra sobre sus gobiernos por eso, la intervención fue la
justificación del deseo de constituir la unidad política.
A partir de 1880, la intervención federal representará un papel diferente, seguirá
como instrumento de control pero, a la vez, obrará con más parsimonia y servirá para que
los gobiernos controlaran las oposiciones emergentes dentro y fuera del régimen
institucional. Por un lado, la lucha para fundar una unidad política; por otro, para conservar
un régimen. Aquí el Congreso tuvo más participación: 25 intervenciones. El ejecutivo, 15.
Desde Roca hasta V. de la Plaza, todos los presidentes, sin excepción, hicieron uso de la
intervención federal aunque con variaciones. La intensidad de las intervenciones subió con
Carlos Pellegrini y Luis Sáenz Peña, que fue quien más intervenciones realizó. Es que en
estos años se dio la crisis de 1890 que finalizó entre el 94-95. (ver cuadro pág. 128, Botana).
Trece de las 14 provincias fueron intervenidas, por lo menos, en alguna oportunidad.
Salta fue la única que no lo fue ni una vez. Entre Ríos, Mendoza, Santa Fe, La Rioja y
Tucumán fueron intervenidas dos o tres veces. Entre cuatro y seis veces: Buenos Aires,
Santiago del Estero, Corrientes, Catamarca y San Luis. El origen de las intervenciones es
claro: sobrevinieron cuando hubo alguna situación de conflicto ante la cual el Gobierno
Federal mostró su influencia y poder para apoyar a las autoridades constituidas, o bien a
las oposiciones emergentes.
La iniciativa de la intervención surge de dos ámbitos precisos: por una parte, la
provincia que reclama la intervención y por la otra, el gobierno federal que interviene de

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oficio, es decir, sin que lo requieran. En ocasiones, una provincia fue intervenida con
pretextos o se alentó movimientos opositores para intervenirla (presidencia de Figueroa
Alcorta).
Las intervenciones a partir de 1880 tuvieron tres tipos de consecuencias: apoyaron
a las autoridades constituidas, favorecieron a los grupos opositores comprometidos en el
conflicto e instalaron nuevas autoridades a propósito de un conflicto en donde la
intervención no satisfizo al gobierno provincial ni a los adversarios que lo combatían. En el
primer caso, el gobierno actuó inspirado por un criterio conservador: apoyó o repuso a los
gobernantes en ejercicio; en el segundo, tomó parte de un conflicto a favor de quienes se
opusieron a las autoridades provinciales; en el tercero, buscó la distancia de un arbitraje.
Cuando hubo requerimiento, la mayoría de las intervenciones apoyaron a las
autoridades constituidas; cuando, en cambio, el gobierno federal intervino de oficio se
invirtió la relación con una diferencia mucho más acentuada: 14 intervenciones sin
requerimiento que prestaron apoyo, directo o indirecto, a los grupos opositores contra 4 que
apoyaron a las autoridades constituidas.
Muchas veces, los gobernadores enfrentaron a la oposición y ésta podía alcanzar la
victoria con el apoyo del Gobierno Federal y a través de la intervención de la provincia. Era
una acción del poder político para lograr el control, sancionar a los gobernadores díscolos
y promover nuevas alianzas y, además, para asegurar la circulación de los notables de
provincias en el gobierno local.
Las experiencias intervencionistas mostraban un centro que emitía decisiones
imperativas hacia una pluralidad de puntos localizados en la periferia. Ese centro
representaba el poder nacional y estaba en Buenos Aires. Por lo general, los presidentes
evitaron la intervención por decreto y no obraron solos. Cinco ministros-secretarios tendrían
a su cargo el despacho de negocios de la nación y la reforma de 1898, elevó esa cantidad
a 8. Estos legalizaban los actos del presidente.

Buenos Aires en el Gabinete Nacional

El carácter del mundo republicano de este período suponía centralización y


predominio del ejecutivo sobre un espacio federativo y el orden global quebraba, a través
de la intervención, el equilibrio que recomendaba la teoría del dualismo federal. Así se ponía
en marcha un sistema de control que transformaba la ciudad donde residía el ejecutivo,
poniéndola por sobre las demás. Esta ciudad hegemónica (Buenos Aires, a partir de 1880,
y la provincia donde estaba instalada) se contraponía contra el orden federal y creaba un
desequilibrio. La Capital y la provincia compartían intereses políticos, económicos y
sociales.
El núcleo decisivo del poder político era el presidente y su gabinete. De los 9
presidentes que hubo entre 1880 y 1916, cuatro fueron bonaerenses (nacidos en capital o
provincia): Pellegrini, Luis Sáenz Peña, Quintana y Roque Sáenz Peña. 5 del interior: Roca,
Suárez Celman, Uriburu, Figueroa Alcorta y Victorino de la Plaza. Esto indica un predominio
del interior, si además sumamos los 12 años de Roca (recordar que los mandatos duraban
6 años).
De los 105 miembros de gabinete que hubo en el período, 52 fueron bonaerenses,
el resto del interior. A primera vista pareciera haber un equilibrio pero hay que hacer
precisiones:
● Todas las provincias estuvieron representadas en los gabinetes nacionales, con
excepción de Jujuy y Santiago del Estero. Salta fue la que tuvo más ministros. Esto
es importante si recordamos que Salta fue la única provincia no intervenida.
¿Estabilidad oligárquica del sistema político salteño que siempre apoyó al gobierno

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nacional y que además acarreó recursos para él, en las figuras de 2 presidentes y
once ministros?
● Algunos datos sugieren la participación porcentual de los ministros por rama de
ministerio, de acuerdo con su origen. Su porcentaje más alto de participación fue en
el ministerio del Interior, luego, en el de Justicia, Culto e Instrucción Pública. Buenos
Aires se destacó en el de Relaciones exteriores y en Obras públicas. El interior para
el interior y Buenos Aires, para el extranjero. Y justamente, el Interior, fue el que tuvo
mayor injerencia en las intervenciones federales. La región hegemónica producía la
clase gobernante; la provincia sufría los efectos del dominio capitalino. Buenos Aires
fue intervenida en varias oportunidades y vista como distrito de oposición repetida
frente a las candidaturas presidenciales (que ella originaba); de la misma manera, el
Interior se plegaba al imperio intervencionista que gestaba un ministerio con hombres
del interior. A partir de los 90, cuando Pellegrini llegó a la presidencia, Buenos Aires
trepó vigorosamente y alcanzó su pico más alto con Luis Sáenz Peña. Ambos
presidentes fue los que más intervenciones propiciaron. Con Uriburu, repuntó el
interior. En resumen, a mayor preponderancia de Buenos Aires, más intervenciones
y viceversa.

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